B. Juan Pablo II Homilías 923


SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI



Jueves 29 de mayo de 1997



1. «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros (...). Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; (...) haced esto en conmemoración mía» (1Co 11,24-25).

La liturgia de hoy conmemora el gran misterio de la Eucaristía con una clara referencia al Jueves santo. El pasado Jueves santo nos encontrábamos aquí, en la basílica lateranense, como todos los años, para conmemorar la cena del Señor. Al final de la santa misa in Coena Domini tuvo lugar la breve procesión que acompañó al santísimo Sacramento a la capilla de la reserva, donde permaneció hasta la solemne Vigilia pascual. Hoy vamos a realizar una procesión mucho más solemne, por las calles de la ciudad.

En la fiesta de hoy, nos ayudan a revivir los mismos sentimientos del Jueves santo las palabras que Jesús pronunció en el cenáculo: «Tomad; esto es mi cuerpo», «Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos» (Mc 14,22 Mc 14,24). Estas palabras, que acabamos de proclamar, nos ayudan a penetrar aún más en el misterio del Verbo de Dios encarnado que, bajo las especies del pan y del vino, se entrega a todo hombre, como alimento y bebida de salvación.

2. San Juan, en la antífona del Aleluya, nos brinda una significativa clave de lectura de las palabras del divino Maestro, refiriendo lo que él mismo dijo cerca de Cafarnaúm: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que come de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,51).

Encontramos, así, en las lecturas de hoy el sentido pleno del misterio de la salvación. La primera, tomada del Éxodo (cf. Ex Ex 24,3-8), nos remite a la antigua alianza establecida entre Dios y Moisés, mediante la sangre de animales sacrificados; la carta a los Hebreos nos recuerda que Cristo «no usa sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el santuario una vez para siempre» (He 9,12).

924 Por consiguiente, la solemnidad de hoy nos ayuda a dar a Cristo el lugar central que le corresponde en el plan divino para la humanidad, y nos impulsa a configurar cada vez más nuestra vida a él, sumo y eterno Sacerdote.

3. ¡Misterio de la fe! La solemnidad de hoy ha sido, durante los siglos, objeto de atención particular en las diversas tradiciones del pueblo cristiano. ¡Cuántas manifestaciones religiosas han surgido en torno al culto eucarístico! Teólogos y pastores se han esforzado por hacer comprender con la lengua de los hombres el misterio inefable del amor divino.

Entre estas voces autorizadas, ocupa un lugar especial el gran doctor de la Iglesia santo Tomás de Aquino, que, en sus composiciones poéticas, canta con gran inspiración los sentimientos de adoración y amor del creyente frente al misterio del Cuerpo y la Sangre del Señor. Basta pensar en el conocido himno Pange, lingua, que constituye una profunda meditación sobre el misterio eucarístico, misterio del Cuerpo y la Sangre del Señor: gloriosi Corporis mysterium, Sanguinisque pretiosi.

Y también el cántico Adoro te, devote, que es una invitación a adorar al Dios oculto bajo las especies eucarísticas: Latens Deitas, quae sub his figuris vere latitas: Tibi se cor meum totum subjicit! Sí, nuestro corazón se abandona totalmente a ti, Cristo, porque quien acoge tu palabra descubre el sentido pleno de la vida y encuentra la verdadera paz: quia te contemplans totum deficit.

4. Brota espontáneamente del corazón la acción de gracias por un don tan extraordinario. «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Quid retribuam Domino pro omnibus quae retribuit mihi?» (
Ps 116,2). Cada uno de nosotros puede pronunciar las palabras del salmista, conscientes del inestimable don que el Señor nos ha hecho con el Sacramento eucarístico.

«Alzaré la copa de la salvación, invocando tu nombre»: esta actitud de acción de gracias y adoración resuena hoy en las plegarias y en los cantos de la Iglesia en todos los rincones de la tierra.

Y esta tarde resuena aquí, en Roma, donde se halla viva la herencia espiritual de los apóstoles Pedro y Pablo. Dentro de poco, entonaremos una vez más el antiguo cántico de adoración y acción de gracias, caminando por las calles de la ciudad, mientras nos dirigimos desde esta basílica hacia la de Santa María la Mayor. Repetiremos con devoción:

Pange, lingua, gloriosi...
Pueblos todos, ¡proclamad el misterio del Señor!

Y también:

Nobis datus, nobis natus
925 ex intacta Vergine...
Dado a nosotros de Madre pura
por todos nosotros se encarnó...
In supremae nocte coenae
recumbens cum fratribus...
En la noche de la cena
con los hermanos se reunió...
Cibum turbae duodenae
se dat suis manibus.
A los Apóstoles sorprendidos
como alimento se entregó.

926 5. Sacramento del don, sacramento del amor de Cristo llevado hasta el extremo: «in finem dilexit» (Jn 13,1). El Hijo de Dios se entrega a sí mismo. Bajo las especies del pan y del vino, da el Cuerpo y la Sangre, recibidos de María, madre virginal. Da su divinidad y su humanidad, para enriquecernos de modo inefable.

Tantum ergo sacramentum veneremur cernui...

Adoremos el Sacramento que Dios Padre nos regaló.

Amén.



VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

ENCUENTRO DE ORACIÓN CON LOS SACERDOTES Y RELIGIOSOS



Sábado 31 de mayo de 1997



1. «Yo soy el pan de vida» (Jn 6,35).

Como peregrino al 46 Congreso eucarístico internacional, dirijo mis primeros pasos hacia la antiquísima catedral de Wroclaw, para arrodillarme con fe ante el santísimo Sacramento, el «Pan de vida». Lo hago con profunda emoción y con el corazón lleno de gratitud a la divina Providencia, por el don de este Congreso y porque se celebra precisamente aquí, en Wroclaw, en Polonia, mi patria.

Después de la milagrosa multiplicación de los panes, Cristo dice a la multitud que lo buscaba: «En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre» (Jn 6,26-27). ¡Qué difícil resultaba, para quien escuchaba a Jesús, este paso del signo al misterio indicado por él, del pan de cada día al pan que «permanece para la vida eterna»! Tampoco es fácil para nosotros, hombres del siglo XX. Los Congresos eucarísticos se celebran precisamente para recordar esta verdad a todo el mundo: «Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna».

Los interlocutores de Cristo, prosiguiendo el diálogo, le preguntan con razón: «¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios?» (Jn 6,28). Y Cristo responde: «La obra de Dios [la obra que Dios quiere] es que creáis en quien él ha enviado» (Jn 6,29). Es una exhortación a tener fe en el Hijo del hombre, en el que da el alimento que no perece. Sin la fe en aquel a quien el Padre envió no es posible reconocer y aceptar este don que no pasa. Precisamente por esto estamos aquí, en Wroclaw, en el 46 Congreso eucarístico internacional. Estamos aquí para profesar, en unión con toda la Iglesia, nuestra fe en Cristo Eucaristía, en Cristo Pan vivo y Pan que da la vida. Decimos con san Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16), y también: «Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).

2. «Señor, danos siempre de ese pan» (Jn 6,34).

La milagrosa multiplicación de los panes no había suscitado la esperada respuesta de fe en los testigos oculares de ese acontecimiento. Querían una nueva señal: «¿Qué señal haces, para que, viéndola, creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: Pan del cielo les dio a comer» (Jn 6,30-31). Así, los discípulos que rodean a Jesús esperan una señal semejante al maná, que sus padres habían comido en el desierto. Sin embargo, Jesús los exhorta a esperar algo más que una ordinaria repetición del milagro del maná, a esperar un alimento de otro tipo. Cristo les dice: «No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6,32-33).

927 Además del hambre física, el hombre lleva en sí también otra hambre, un hambre más fundamental, que no puede saciarse con un alimento ordinario. Se trata aquí de un hambre de vida, un hambre de eternidad. La señal del maná era el anuncio del acontecimiento de Cristo, que saciaría el hambre de eternidad del hombre, convirtiéndose él mismo en el «pan vivo» que «da la vida al mundo». Los que escuchan a Jesús le piden que realice lo que anunciaba la señal del maná, quizá sin darse cuenta del alcance de su petición: «Señor, danos siempre de ese pan» (Jn 6,34). ¡Qué elocuente es esta petición! ¡Cuán generosa y sorprendente es su realización! «Yo soy el pan de vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed (...). Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Jn 6,35 Jn 6,55-56). «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día» (Jn 6,54).

¡Qué gran dignidad se nos ha dado! El Hijo de Dios se nos entrega en el santísimo Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. ¡Cuán infinitamente grande es la liberalidad de Dios! Responde a nuestros más profundos deseos, que no son únicamente deseos de pan terreno, sino que alcanzan los horizontes de la vida eterna. ¡Este es el gran misterio de la fe!

3. «Rabbí [Maestro], ¿cuándo has llegado aquí?» (Jn 6,25).

Esta pregunta se la hicieron a Jesús quienes lo buscaban después de la milagrosa multiplicación de los panes. También hoy, en Wroclaw, le hacemos la misma pregunta. Se la hacen todos los participantes en el Congreso eucarístico internacional. Y Cristo nos responde: he venido cuando vuestros antepasados recibieron el bautismo, en tiempos de Mieszko I y de Boleslao el Intrépido, cuando los obispos y los sacerdotes empezaron a celebrar en esta tierra el «misterio de la fe», que reunía a todos los que tenían hambre del alimento que da la vida eterna.

De ese modo, Cristo llegó a Wroclaw hace más de mil años, cuando nació aquí la Iglesia, y Wroclaw se convirtió en sede episcopal, una de las primeras en los territorios de los Piast. A lo largo de los siglos, Cristo ha llegado a todos los lugares del mundo de donde proceden los participantes en el Congreso eucarístico. Y desde entonces sigue su presencia en la Eucaristía, siempre igualmente silenciosa, humilde y generosa. En verdad, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).

Ahora, en el umbral del tercer milenio, queremos dar una expresión particular a nuestra gratitud. Este Congreso eucarístico de Wroclaw tiene una dimensión internacional. No sólo participan en él fieles de Polonia, sino también de todo el mundo. Todos juntos queremos expresar nuestra profunda fe en la Eucaristía y nuestra sincera gratitud por el pan eucarístico con el que, desde hace casi dos mil años, se alimentan generaciones enteras de creyentes en Cristo. ¡Cuán inagotable es el tesoro del amor de Dios, que está abierto a todos! ¡Cuán enorme es la deuda contraída con Cristo Eucaristía! Lo reconocemos y, con santo Tomás de Aquino, exclamamos: «Quantum potes, tantum aude: quia maior omni laude, nec laudare sufficis », «Osa todo lo que puedas, porque él supera toda alabanza, y no hay canto que baste» (Lauda Sion).

Estas palabras expresan muy bien la actitud de los participantes en el Congreso eucarístico. Durante estos días procuremos dar al Señor Jesús en la Eucaristía el honor y la gloria que merece. Procuremos darle gracias por su presencia, porque desde hace ya casi dos mil años sigue estando con nosotros.

«Te damos gracias, Padre santo... Nos hiciste gracia de comida y bebida espiritual y de vida eterna por medio de Jesús, tu siervo. A ti sea la gloria por los siglos» (Didaché, X. 2-3).

VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

ENCUENTRO ECUMÉNICO DE ORACIÓN



Wroclaw, sábado 31 de mayo de 1997



¡Alabado sea Jesucristo!

1. Saludo cordialmente a todos los presentes en nuestra plegaria ecuménica común.

928 Agradezco al obispo de Opole sus palabras de bienvenida. Saludo al reverendo Jan Szarek, presidente del Consejo ecuménico polaco, y a través de él a todos los representantes de las Iglesias y comunidades eclesiales integradas en el Consejo ecuménico polaco. Con sentido de comunión en Cristo, saludo a los hermanos y hermanas de otras Iglesias ortodoxas invitadas, a los representantes de las Iglesias y de las comunidades protestantes del extranjero, y también a los representantes de las demás Iglesias y comunidades cristianas. Nos ha reunido aquí Jesús, nuestro Señor y Salvador. Sea alabado su santo nombre; el Espíritu Santo haga que produzca fruto la palabra de Dios que hemos escuchado en la obediencia de la fe.

Agradezco al señor presidente y a las más altas autoridades su presencia en este importante encuentro ecuménico de oración.

2. El pensamiento principal de esta liturgia de la Palabra está constituido por lo que Jesús incluyó en su oración sacerdotal la víspera de su pasión y muerte en la cruz. Es la oración por la unidad de sus discípulos: Padre, «no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado » (
Jn 17,20-21). Esta invocación no sólo abarca a los Apóstoles, sino también a todas las generaciones de los que heredarán de ellos la misma fe. Tanto en la oración como en la acción ecuménica, nos referimos constantemente a estas palabras de Cristo en el cenáculo: Ut unum sint. Se trata aquí de la unidad a semejanza de la trinitaria: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti» (Jn 17,21). La relación recíproca de las Personas en la unidad de la santísima Trinidad es la forma más elevada de la unidad, su modelo supremo.

Cristo ora por la unidad de sus discípulos, y les explica que esa unidad es, a la vez, un don y una obligación. Es un don que recibimos del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Es también una obligación, pues Cristo nos la dio como tarea a todas las generaciones cristianas, comenzando por los Apóstoles; a todos, tanto en el primer milenio como en el segundo.

Cristo repite dos veces ese pensamiento esencial. En efecto, ora así: «Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí» (Jn 17,22-23). Aquí Cristo cruza, en cierto sentido, los confines de la unidad divina de la Trinidad y pasa a la unidad que corresponde como tarea a los cristianos. Dice: «Para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 17,23). Los discípulos de Cristo deben formar una unidad perfecta, también visible, para que el mundo vea en ellos un signo perceptible por sí mismo. La unidad de los cristianos tiene, por tanto, este significado esencial: testimoniar la credibilidad de la misión de Cristo, revelar el amor del Padre a él y a sus discípulos. Precisamente por esto, esa unidad, don supremo de la santísima Trinidad, es también un altísimo deber de todos los seguidores de Cristo.

3. Poniéndose a la escucha de la voz del Espíritu Santo, las Iglesias y las comunidades eclesiales se sienten llamadas irrevocablemente a buscar una unidad cada vez más profunda, no sólo interior sino también visible. Una unidad que se transforme en signo para el mundo, para que el mundo conozca y para que el mundo crea. No se puede volver atrás en el camino ecuménico.

Los cristianos que viven en las sociedades, donde muchos experimentan de modo trágico las divisiones exteriores e interiores, necesitan profundizar constantemente la conciencia del magnífico don de la reconciliación con Dios en Jesucristo. Sólo así pueden convertirse ellos mismos en propagadores de la reconciliación entre los que anhelan reconciliarse con Dios, contribuyendo de este modo a la reconciliación entre las Iglesias y las comunidades eclesiales como camino y estímulo a la reconciliación entre las naciones. Esta exhortación a la reconciliación será también el tema de la II Asamblea ecuménica europea, que tendrá lugar en Graz (Austria) del 23 al 29 de junio de este año. Precisamente los efectos de numerosos acontecimientos que han tenido lugar en la historia del mundo y de Europa exigen la reconciliación.

Me complace volver con el pensamiento a nuestro último encuentro en la iglesia de la Santísima Trinidad de Varsovia, en el año 1991. En esa ocasión dije que necesitamos tolerancia, pero que entre las Iglesias la tolerancia única mente es demasiado poco. ¿Qué hermanos son los que sólo se toleran? Es preciso también aceptarse recíprocamente. Recuerdo hoy esas palabras y las confirmo con toda firmeza. Sin embargo, tampoco nos podemos contentar con una aceptación recíproca. En efecto, el Señor de la historia nos sitúa ante el tercer milenio del cristianismo. Ha llegado una gran hora. Nuestra respuesta debería estar a la altura del gran momento de este particular kairós de Dios. Aquí, en este lugar, quiero decir: No basta la tolerancia. No basta la aceptación recíproca. Jesucristo, el que es y que viene, espera de nosotros un signo visible de unidad; espera un testimonio común.

Hermanos y hermanas, vengo a vosotros con este mensaje. Pido un testimonio común de Cristo ante el mundo. Lo pido en nombre de Cristo. Me dirijo, ante todo, a los fieles de la Iglesia católica, especialmente a mis hermanos en el ministerio episcopal, y también al clero, a las personas de vida consagrada y a todos los laicos. Me atrevo a pedirlo también a vosotros, amados hermanos y hermanas de otras Iglesias y comunidades eclesiales. En nombre de Jesús, pido un testimonio cristiano común.

Occidente tiene gran necesidad de nuestra fe, viva y profunda, en la histórica etapa de la construcción de un sistema nuevo de múltiples referencias. Oriente, devastado espiritualmente por muchos años de programada ateización necesita un gran signo de abandono en Cristo. Europa nos necesita a todos reunidos de forma solidaria en torno a la cruz y al Evangelio. Debemos leer con atención los signos de nuestro tiempo. Jesucristo espera de todos nosotros el testimonio de la fe. El destino de la evangelización va unido al testimonio de la unidad que da la Iglesia.

Signo de ese testimonio común es la colaboración fraterna en el campo ecuménico en Polonia. Pienso en el grupo que ha trabajado sobre el sacramento del bautismo como fundamento de la unidad de los cristianos que ya existe. Ya han publicado los frutos de ese trabajo. Y estáis preparando también la traducción ecuménica de la sagrada Escritura. Una iniciativa privada de algunas personas se ha transformado en colaboración intereclesial oficial. El resultado de esta colaboración es la traducción ecuménica del evangelio según san Mateo, publicada el 17 de febrero de este año por la Sociedad bíblica. Albergamos la esperanza de que toda la sagrada Escritura se publique en una edición ecuménica con ocasión del gran jubileo del año 2000.

929 Actualmente tenéis la intención de crear una nueva estructura ecuménica intereclesial más dinámica. Esta iniciativa, necesaria desde todos los puntos de vista, ha surgido del Consejo ecuménico polaco. Espero que esa idea se transforme en un foro eficaz de encuentros, de diálogo, de entendimiento y de acciones comunes concretas y, por tanto, de testimonio. Deseo dar las gracias de corazón a los autores de este proyecto y expresar mi sincero aprecio por estos nobles esfuerzos.

4. El arduo camino de la reconciliación, sin el cual no es posible la unidad, lleva a un testimonio común. Nuestras Iglesias y comunidades eclesiales necesitan la reconciliación. ¿Podemos estar plenamente reconciliados con Cristo sin estar plenamente reconciliados entre nosotros? ¿Podemos dar un testimonio común y eficaz de Cristo sin estar reconciliados entre nosotros? ¿Podemos reconciliarnos entre nosotros sin perdonarnos recíprocamente? El perdón es la condición de la reconciliación. Pero no puede existir sin la transformación interior y la conversión, que es obra de la gracia. «El compromiso ecuménico debe basarse en la conversión de los corazones y en la oración» (Ut unum sint
UUS 2).

La lectura del libro del profeta Ezequiel indica la necesidad de la conversión, aludiendo a la dispersión de Israel: «Os tomaré de entre las naciones, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo. (...) Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36,24 Ez 36,26). Para realizar el camino ecuménico de la unidad son necesarios el cambio del corazón y la renovación de la mente. Así pues, deberíamos implorar al Espíritu Santo la gracia de la humildad, una actitud de fraterna magnanimidad con respecto a los demás.

San Pablo, en la carta a los Efesios, anima a los destinatarios a vivir de una manera digna de su vocación, a cultivar en ellos las virtudes de la humildad, la mansedumbre, la paciencia, y a soportarse unos a otros por amor (cf. Ef Ep 4,1-3). Esa colaboración de los hombres con la gracia del Espíritu Santo se convierte en la prenda de la esperanza común de todos los discípulos de Cristo de alcanzar la plena unidad.

Sostengamos con una sincera oración nuestro compromiso ecuménico. En este segundo milenio, en el que la unidad de los discípulos de Cristo ha sufrido dramáticas divisiones en Oriente y en Occidente, la oración para recuperar la plena unidad es uno de nuestros deberes particulares. Tenemos obligación de tender intensamente a la reconstrucción de la unidad querida por Cristo y de orar por esta unidad, pues es don de la santísima Trinidad. Cuanto más fuerte sea el vínculo que nos une al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, tanto más fácil será profundizar nuestra fraternidad recíproca.

5. Este encuentro se realiza en el marco del Congreso eucarístico internacional, que tiene lugar precisamente aquí, en Wroclaw. Es expresión de nuestra fe y de nuestra devoción, pero también es un gran acto de culto, que mantiene en la Iglesia el recuerdo de Cristo. La Eucaristía, al hacer presente el misterio de la Redención, el sacrificio que ofreció Cristo en la cruz, realiza la unión con él, estimula el deseo y la esperanza de nuestra resurrección en la plenitud de su vida. Este gran misterio de la fe consolida nuestra convicción interior de la unión personal con Cristo y despierta la necesidad de la reconciliación con los demás.

Todos los cristianos, pertenecientes a las diversas Iglesias, unidos por el mismo bautismo, reconocen en común el gran papel que desempeña la Eucaristía en la reconciliación del hombre con Dios y con el prójimo, aunque «a causa de las divergencias relativas a la fe, no es posible todavía concelebrar la misma liturgia eucarística. Y sin embargo, tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos la única Eucaristía del Señor, y este deseo es ya una alabanza común, una misma imploración. Juntos nos dirigimos al Padre y lo hacemos cada vez más "con un mismo corazón". En ocasiones, el poder consumar esta comunión "real aunque todavía no plena" parece estar más cerca» (Ut unum sint UUS 45).

En esta gran fiesta, que estamos celebrando aquí en Wroclaw, no sólo con la participación de católicos, sino también de hermanos de otras Iglesias de Polonia y del extranjero, se puede ver el germen de la conversión ecuménica y de la anhelada reconciliación de las Iglesias y comunidades cristianas. Esta conversión será perfecta cuando podamos reunirnos todos en la celebración en torno al mismo cáliz. Eso será expresión de la unidad de toda comunidad a nivel local y universal, expresión de nuestra perfecta unión con el Señor y entre nosotros. En efecto, «casi todos, aunque de manera diferente, aspiran a una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, a fin de que el mundo se convierta al Evangelio y así se salve para gloria de Dios» (ib., 7).

En los últimos años se ha reducido de modo significativo la distancia que separa entre sí a las Iglesias y comunidades eclesiales. Sin embargo, sigue siendo aún demasiado grande. ¡Demasiado grande! Eso no es lo que quería Cristo. Debemos hacer todo lo posible para recuperar la plenitud de la comunión. No podemos detenernos en este camino. Volvamos una vez más a la oración sacerdotal de Jesús, en la que dice: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21). Ojalá que estas palabras de Cristo se conviertan para todos nosotros en una exhortación al compromiso en favor de la gran obra de la unidad, en el umbral del año 2000, que ya se está acercando.

En la liturgia de hoy cantamos el salmo del buen pastor: «El Señor es mi pastor, nada me falta. (...) Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo» (Ps 22,1-3). Se trata de un gran estímulo a la confianza y a la esperanza ecuménica.Aunque las divisiones entre los cristianos corresponden a esas «cañadas oscuras» por las que caminan a veces todas nuestras comunidades, nos acompaña el Señor, Cristo, el buen Pastor. Él es quien nos conduce y él es quien hará que las comunidades cristianas separadas lleguen a la unidad por la que oraba tan ardientemente la víspera de su pasión en la cruz.

Durante esta plegaria ecuménica común pidamos a Dios, Padre de todos nosotros, que reúna a todos sus hijos dispersos, y que los conduzca con eficacia por las sendas del perdón y la reconciliación, para que demos un testimonio común de Jesucristo, su Hijo, que es nuestro Señor y Salvador, el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Hb He 13,8).

930 Padre, haz que «todos sean uno», ut unum sint (Jn 17,21).





VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

CLAUSURA DEL 46º CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL



Wroclaw, domingo 1 de junio de 1997



«Statio orbis»

1. El 46 Congreso eucarístico internacional está llegando a su momento culminante: la «Statio orbis» En torno a este altar se reúne hoy espiritualmente la Iglesia de todos los continentes del globo terrestre. Desea hacer una vez más, delante del mundo entero, la solemne profesión de fe en la Eucaristía y cantar el himno de acción de gracias por este inefable don del amor divino. En verdad, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). La Eucaristía es fuente y culmen de la vida de la Iglesia (cf. Sacrosanctum Concilium SC 10). La Iglesia vive de la Eucaristía; en ella encuentra las energías espirituales para cumplir su misión. La Eucaristía le da el vigor para crecer y mantenerse unida. La Eucaristía es el corazón de la Iglesia.

Este congreso se inserta, de modo orgánico, en el marco del gran jubileo del año 2000. En el programa de preparación espiritual para el jubileo, este año está dedicado a una particular contemplación de la persona de Jesucristo: «Jesucristo, único salvador del mundo, ayer, hoy y siempre» (cf. Hb He 13,8). ¿Podía faltar, acaso, en este año esta profesión de fe eucarística de toda la Iglesia?

En el itinerario de los congresos eucarísticos, que pasa por todos los continentes, ha llegado el turno de Wroclaw, de Polonia, de la Europa centro-oriental. Los cambios producidos aquí han dado inicio a una nueva época en la historia del mundo contemporáneo. De este modo, la Iglesia quiere dar gracias a Cristo por el don de la libertad reconquistada por todas estas naciones, que han sufrido tanto en los años de la opresión totalitaria. El congreso se está llevando a cabo en Wroclaw, ciudad rica en historia y en tradiciones de vida cristiana. La archidiócesis de Wroclaw se está preparando para celebrar su milenio. Wroclaw es una ciudad situada casi en la encrucijada de tres países que, por su historia, están muy profundamente unidos entre sí. En cierto sentido, es una ciudad de encuentro, la ciudad que une. Aquí se hallan, de alguna manera, las tradiciones espirituales de Oriente y de Occidente. Todo esto confiere una elocuencia particular a este congreso eucarístico y, especialmente a esta Statio orbis.

Abrazo con la mirada y con el corazón a toda nuestra gran comunidad eucarística, cuya índole es auténticamente internacional, mundial. A través de sus representantes, hoy está presente en Wroclaw la Iglesia universal. Dirijo un saludo particular a todos los cardenales, arzobispos y obispos aquí presentes, comenzando por mi legado al congreso, el señor cardenal Angelo Sodano, mi secretario de Estado. Saludo al Episcopado polaco, presidido por el señor cardenal primado. Saludo al señor cardenal Henryk Gulbinowicz, pastor de la Iglesia de Wroclaw, que ha asumido con tanta magnanimidad la tarea de acoger un acontecimiento tan grande como este congreso. Esta magnanimidad se manifiesta muy claramente ahora, cuando le toca celebrar la Statio orbis bajo la lluvia.

La alegría de esta celebración resulta aún más grande por la participación de otros de nuestros hermanos cristianos. Les agradezco que hayan venido a unirse a nuestra alabanza y a nuestra súplica. Agradezco a las Iglesias ortodoxas que hayan decidido enviar sus representantes y, entre ellos, doy las gracias en especial al querido metropolita Damaskinos, que representa aquí a mi amado hermano el patriarca ecuménico Bartolomé I. Su presencia es testimonio de nuestra fe y afirma nuestra esperanza de que llegue el día en que, con plena fidelidad a la voluntad de nuestro único Señor, podremos comulgar juntos del mismo cáliz. Expreso también mi gratitud al metropolita Teófano, que representa al querido patriarca de Moscú Alexis II.

Doy la bienvenida y saludo a los presbíteros, a las familias religiosas masculinas y femeninas. Os saludo a todos, queridos peregrinos, que habéis venido tal vez de lugares muy distantes. Os saludo a vosotros, queridos compatriotas de toda Polonia. Saludo también a todos los que, en este momento, se unen a nosotros espiritualmente mediante la radio o la televisión en todo el mundo. En verdad, se trata de una auténtica Statio orbis. Ante esta asamblea eucarística de dimensiones mundiales, que en este instante rodea el altar, es difícil resistir a una emoción profunda.

«¡Misterio de la fe!»

2. Para escrutar a fondo el misterio de la Eucaristía, es preciso volver siempre de nuevo al cenáculo, en el que, la tarde del Jueves santo, tuvo lugar la última cena. En la liturgia de hoy, san Pablo habla precisamente de la institución de la Eucaristía. Al parecer, se trata del texto más antiguo relativo a la Eucaristía, incluso anterior al relato de los evangelistas. En la carta a los Corintios, san Pablo escribe: «El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: "Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío". Asimismo también el cáliz después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en conmemoración mía". Pues cada vez que coméis este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Co 11, 23-26). Anunciamos tu muerte. Proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!

931 Estas palabras contienen la esencia del misterio eucarístico. En ellas encontramos lo que a diario testimoniamos y participamos, al celebrar y recibir la Eucaristía. En el cenáculo, Jesús realiza la consagración. En virtud de sus palabras, el pan, conservando la forma exterior de pan, se transforma en su Cuerpo, y el vino, manteniendo la forma exterior de vino, se transforma en su Sangre. ¡Este es el gran misterio de la fe!

Al celebrar este misterio, no sólo renovamos lo que Cristo hizo en el cenáculo, sino que, además, entramos en el misterio de su muerte.«Anunciamos tu muerte», una muerte redentora. «Proclamamos tu resurrección». Somos partícipes del Triduo sacro y de la noche de Pascua. Somos partícipes del misterio salvífico de Cristo y esperamos su venida en la gloria. Con la institución de la Eucaristía, hemos entrado en el último tiempo, en el tiempo de la espera de la segunda y definitiva venida de Cristo, cuando se llevará a cabo el juicio en el mundo, y al mismo tiempo llegará a plenitud la obra de la redención. La Eucaristía no sólo habla de esto; en ella todo esto se celebra, se cumple. En verdad, la Eucaristía es el gran sacramento de la Iglesia. La Iglesia celebra la Eucaristía y, a la vez, la Eucaristía hace a la Iglesia.

«Yo soy el pan vivo» (
Jn 6,51)

3. El mensaje del evangelio de san Juan completa el cuadro litúrgico de este gran misterio eucarístico que estamos celebrando hoy, en el culmen del Congreso eucarístico internacional, en Wroclaw. Las palabras del evangelio de san Juan son el gran anuncio de la Eucaristía, después de la milagrosa multiplicación del pan, cerca de Cafarnaúm. Anticipando de alguna manera el tiempo, mucho antes de que fuera instituida la Eucaristía, Cristo reveló lo que era. Dijo: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51). Y cuando esas palabras provocaron la protesta de muchos de los que lo escuchaban, Jesús dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Jn 6,53-56).

Son palabras que atañen a la esencia misma de la Eucaristía. Cristo vino al mundo para comunicar al hombre la vida divina. No sólo anunció la buena nueva, sino que, además, instituyó la Eucaristía, que debe hacer presente hasta el final de los tiempos su misterio redentor. Y, como medio de expresión, escogió los elementos de la naturaleza: el pan y el vino, la comida y la bebida que el hombre debe tomar para mantenerse en vida. La Eucaristía es precisamente esta comida y esta bebida. Este alimento contiene en sí todo el poder de la Redención realizada por Cristo. Para vivir, el hombre necesita la comida y la bebida. Para alcanzar la vida eterna, el hombre necesita la Eucaristía. Esta es la comida y la bebida que transforma la vida del hombre y le abre el horizonte de la vida eterna. Al comulgar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, el hombre lleva en sí mismo, ya aquí en la tierra, la semilla de la vida eterna, pues la Eucaristía es el sacramento de la vida en Dios. Cristo dice: «Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6,57).

«Los ojos de todos te están aguardando;
tú les das la comida a su tiempo» (Ps 145,15)

4. En la primera lectura de la liturgia de hoy, Moisés nos habla de Dios que da de comer a su pueblo durante el camino por el desierto hacia la tierra prometida: «Acuérdate de todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón (...). Te alimentó en el desierto con el maná, que no habían conocido tus padres, a fin de humillarte y ponerte a prueba para después hacerte feliz» (Dt 8,2 Dt 8,16). La imagen de un pueblo que peregrina por el desierto, como la presentan esas palabras, nos habla también a nosotros, que nos estamos acercando al final del segundo milenio del nacimiento de Cristo. En esa imagen se ven reflejados todos los pueblos y las naciones de toda la tierra, y especialmente los que sufren hambre.

Durante esta Statio orbis es necesario repasar toda la «geografía del hambre», que abarca muchas zonas de la tierra. En este momento millones de hermanos y hermanas nuestros sufren hambre, y muchos de ellos mueren a causa de ella, especialmente niños. En la época de un desarrollo jamás alcanzado, de la técnica y la tecnología más avanzadas, el drama del hambre es un gran desafío y una gran acusación. La tierra es capaz de alimentar a todos. ¿Por qué, entonces, hoy, al final del siglo XX, miles de hombres mueren de hambre? Es necesario hacer aquí un serio examen de conciencia, a escala mundial: un examen de conciencia sobre la justicia social, sobre la elemental solidaridad interhumana.

Conviene recordar aquí la verdad fundamental según la cual la tierra pertenece a Dios, y todas las riquezas que contiene Dios las ha puesto en manos del hombre, para que las use de modo justo, para que contribuyan al bien de todos. Ese es el destino de los bienes creados. En favor de ese destino se pronuncia también la ley de la naturaleza. Durante este congreso eucarístico no puede faltar una invocación solidaria para pedir pan en nombre de todos los que sufren hambre. La dirigimos ante todo a Dios, que es Padre de todos: «Danos hoy nuestro pan de cada día». Pero también la dirigimos a los hombres de la política y de la economía, sobre los que pesa la responsabilidad de una justa distribución de los bienes a escala mundial y nacional: Es necesario, finalmente, acabar con el azote del hambre. Que la solidaridad prevalezca sobre la desenfrenada búsqueda del lucro y sobre las aplicaciones de las leyes del mercado que no tienen en cuenta derechos humanos inviolables.

Sobre cada uno de nosotros pesa una pequeña parte de responsabilidad por esta injusticia. A cada uno de nosotros, de algún modo, nos afecta de cerca el hambre y la miseria de nuestros hermanos. Sepamos compartir el pan con los que no tienen, o tienen menos que nosotros. Sepamos abrir nuestro corazón a las necesidades de nuestros hermanos y hermanas que sufren a causa de la miseria y la indigencia. A veces les da vergüenza admitirlo, y ocultan su angustia. Hacia ellos es preciso tender, con discreción, una mano fraternal. Esta es también la lección que nos da la Eucaristía, pan de vida. La había resumido, de modo muy elocuente, el santo hermano Alberto, poverello de Cracovia, que entregó su vida al servicio de los más necesitados. A menudo decía: «Es necesario ser buenos como el pan, que para todos está en la mesa, del que cada uno puede tomar un pedazo y alimentarse, si tiene hambre».

932 «Para ser libres, nos libertó Cristo» (Ga 5,1)

5. El tema de este 46 Congreso eucarístico internacional de Wroclaw es la libertad. La libertad tiene un sabor particular especialmente aquí, en esta parte de Europa que, durante muchos años, sufrió la dolorosa prueba de ser privada de ella por el totalitarismo nazi y comunista. Ya la palabra misma «libertad» provoca un latido más fuerte del corazón. Y lo hace, ciertamente, porque durante los decenios pasados era preciso pagar por ella un precio muy elevado. Son profundas las heridas que dejó esa época en los espíritus. Pasará aún mucho tiempo antes de que puedan cicatrizar.

El congreso nos invita a mirar la libertad del hombre en la perspectiva de la Eucaristía. En el himno del congreso cantamos: «Nos has dejado el don de la Eucaristía para reordenar la libertad interior ». Es una afirmación esencial. Se habla aquí del «orden de la libertad». Sí, la verdadera libertad exige orden. Pero, ¿de qué orden se trata aquí? Se trata, ante todo, del orden moral, del orden de la esfera de los valores, del orden de la verdad y del bien. Cuando se produce un vacío en el campo de los valores y en la esfera moral reina el caos y la confusión, la libertad muere, el hombre, en vez de ser libre, se convierte en esclavo, esclavo de los instintos, de las pasiones y de los pseudovalores.

Es verdad que el orden de la libertad se ha de construir con esfuerzo. La verdadera libertad cuesta siempre. Cada uno de nosotros debe realizar continuamente este esfuerzo. Y aquí nace la pregunta sucesiva: ¿Puede el hombre construir el orden de la libertad por sí solo, sin Cristo, o incluso contra Cristo? Se trata de una pregunta extraordinariamente dramática, pero muy actual en un contexto social dominado por concepciones de la democracia inspiradas en la ideología liberal. En efecto, se pretende persuadir al hombre y a sociedades enteras de que Dios es un obstáculo en el camino hacia la plena libertad, de que la Iglesia es enemiga de la libertad, no comprende la libertad y tiene miedo de ella. En este punto reina una increíble confusión de ideas.

La Iglesia no deja de anunciar en el mundo el evangelio de la libertad.Esta es su misión. «Para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5,1). Por eso, un cristiano no tiene miedo de la libertad, no huye ante ella. La asume de modo creativo y responsable, como tarea de su vida. En efecto, la libertad no es sólo un don de Dios; también se nos ha dado como una tarea. Es nuestra vocación: «Porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad » (Ga 5,13), nos recuerda el Apóstol.

La afirmación según la cual la Iglesia es enemiga de la libertad es particularmente absurda aquí, en este país, en esta tierra, en este pueblo, donde la Iglesia ha demostrado tantas veces que es un verdadero paladín de la libertad, tanto en el siglo pasado como en éste, y en los últimos cincuenta años. La Iglesia es el paladín de la libertad, porque cree que para ser libres Cristo nos ha libertado.

«Nos ha dejado el don de la Eucaristía para reordenar la libertad interior». ¿En qué consiste este orden de la libertad, según el modelo de la Eucaristía? En la Eucaristía Cristo se halla presente como quien hace el don de sí mismo al hombre, como quien sirve al hombre: «habiendo amado a los suyos (...) los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). La verdadera libertad se mide con la disposición a servir y a entregarse a sí mismo. Sólo la libertad así entendida es realmente creativa, edifica nuestra humanidad y construye vínculos interhumanos. Construye y no divide. ¡Cuánta necesidad tienen el mundo, Europa y Polonia de esta libertad que une!

Cristo Eucaristía seguirá siendo siempre un modelo inalcanzable de la actitud de «pro-existencia», que quiere decir de la actitud de quien vive para el otro. Él era todo para su Padre celestial y, en el Padre, para cada hombre. El concilio Vaticano II explica que el hombre se encuentra a sí mismo y, por tanto, encuentra el pleno sentido de su libertad, precisamente «en la entrega sincera de sí mismo» (Gaudium et spes GS 24). Hoy, durante esta Statio orbis, la Iglesia nos invita a entrar en esta escuela eucarística de libertad, para que contemplando la Eucaristía con los ojos de la fe nos convirtamos en constructores de un nuevo orden evangélico de la libertad, en nuestro interior y en las sociedades en que nos toque vivir y trabajar.

«¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él,
el hijo del hombre, para que de él te cuides?» (Ps 8,5)

6. Al contemplar la Eucaristía nos invade el asombro de la fe, no sólo con respecto al misterio de Dios y de su infinito amor, sino también con respecto al misterio del hombre. Ante la Eucaristía vienen espontáneamente a nuestros labios las palabras del Salmista: «¿Qué es el hombre, para que de él te cuides tanto?». ¡Qué gran valor tiene el hombre a los ojos de Dios, si Dios mismo lo alimenta con su Cuerpo! ¡Qué gran espacio encierra en sí el corazón del hombre, si sólo puede ser colmado por Dios! «Nos hiciste, Señor, para ti —confesamos con san Agustín— y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confessiones, I, 1. 1).

933 Statio orbis del 46 Congreso eucarístico internacional... Toda la Iglesia te rinde hoy homenaje y gloria particular a ti, Cristo, Redentor del hombre, oculto en la Eucaristía. Confiesa públicamente su fe en ti, que te convertiste para nosotros en Pan de vida. Y te da gracias porque eres el «Dios con nosotros», porque eres el Emmanuel.

Tuyo el poder y la gloria...

A ti, para siempre, el honor y la gloria, nuestro Señor eterno. A ti, junto con tu pueblo, ofrecemos nuestra adoración y nuestros cantos, nosotros, tus siervos. Te damos gracias por tu generosidad al hacernos este gran regalo de tu omnipotencia. Te entregaste a nosotros, indignos, aquí presentes, en este Sacramento. Amén.



B. Juan Pablo II Homilías 923