B. Juan Pablo II Homilías 933


VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

MISA EN LA EXPLANADA DEL AEROPUERTO DE LEGNICA



Lunes 2 de junio de 1997



1. «Engrandece mi alma al Señor» (Lc 1,46). ¡El Magnificat! Hemos escuchado las palabras de ese cántico en el evangelio de hoy. María, después de la Anunciación, fue a visitar a su prima Isabel. Y ésta, al oír el saludo de María, recibió una iluminación particular. En lo más íntimo de su corazón conoció que su joven prima llevaba en su seno al Mesías. Por eso, exclamó, al saludar a María: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1,42). Y entonces, respondiendo al saludo de Isabel, María alabó a Dios con las palabras del Magnificat: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador...» (Lc 1,46-47).

La Iglesia no se cansa de recordar las palabras de ese cántico. Las repite, especialmente, cada día en la liturgia vespertina, al dar gracias a Dios por el mismo motivo que lo hacía la Virgen María: porque el Hijo de Dios se hizo hombre y acampó entre nosotros. Y nosotros hoy, durante la liturgia de la santa misa en Legnica de los Piast, cantamos con María el Magnificat, para expresar nuestra gratitud por el don de la presencia continua de Cristo en la Eucaristía. En efecto, nos encontramos en el ámbito del Congreso eucarístico internacional de Wroclaw, que se concluyó ayer. Con las palabras de María damos gracias por todo bien, en que hemos participado mediante el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor.

Elevemos esta acción de gracias juntamente con todas las generaciones de los creyentes del mundo entero. Y es para nosotros una alegría especial el hecho de que este himno universal de alabanza resuene aquí en Legnica, en la baja Silesia. Me alegra haber podido venir aquí a reunirme con la comunidad cristiana que, desde hace cinco años, forma parte de la nueva diócesis de Legnica. Dirijo palabras de cordial saludo a monseñor Tadeusz, vuestro pastor, a su obispo auxiliar, a los presbíteros, a las personas consagradas y a todos los fieles de la diócesis. Saludo también a los peregrinos que han llegado de Alemania y de la República Checa, así como a los serbolusacianos. Les agradezco su presencia.

Vuestra diócesis es joven, pero el cristianismo en estas tierras tiene una larga y rica tradición. Todos sabemos que Legnica es un lugar histórico, donde un príncipe de la dinastía de los Piast, Enrique el Pío, hijo de santa Eduvigis, resistió a los invasores procedentes del este —los tártaros—, frenando su peligroso avance hacia el oeste. Por este motivo, aunque la batalla se perdió, muchos historiadores la consideran una de las más importantes de la historia de Europa. También tiene una importancia excepcional desde el punto de vista de la fe. Es difícil precisar cuáles eran los motivos que impulsaron a Enrique: la voluntad de defender su tierra patria y al pueblo afligido, o frenar al ejército musulmán que constituía una amenaza para el cristianismo. Parece ser que ambos motivos lo impulsaron por igual. Enrique, al dar la vida por el pueblo encomendado a su gobierno, la daba al mismo tiempo por la fe en Cristo. Y era una característica significativa de su piedad, que las generaciones de entonces advirtieron y conservaron en su apodo.

Esta circunstancia histórica, vinculada al lugar de la liturgia de hoy, nos lleva a hacer una reflexión sobre el misterio de la Eucaristía en una perspectiva particular, en la perspectiva de la vida social. Al respecto, como enseña el Concilio: «No se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene su raíz y centro en la celebración de la sagrada Eucaristía. En ella, por tanto, ha de empezar toda la formación en el espíritu de comunidad » (Presbyterorum ordinis PO 6).

2. ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? » (1Co 3,16). Estas palabras, que san Pablo dirigió a una comunidad cristiana determinada, la de Corinto, valen para toda comunidad, en cualquier ciudad o aldea, y en todo tiempo. ¿De qué vivían las comunidades de los inicios? ¿De dónde recibían el Espíritu de Dios? Los Hechos de los Apóstoles atestiguan que los cristianos, ya desde el principio, acudían asiduamente a la oración, a escuchar la palabra de Dios y a la fracción del pan, es decir, a la liturgia eucarística (cf. Hch Ac 2,42). Así volvían cada día al cenáculo, al lugar donde Cristo instituyó la Eucaristía. Desde entonces la Eucaristía se convirtió en el inicio de una nueva construcción.

La Eucaristía se convirtió en fuente de un vínculo profundo entre los discípulos de Cristo: era ella la que edificaba la «comunión», la comunidad de su Cuerpo místico, enraizada en el amor e impregnada de amor. El signo visible de ese amor era la solicitud diaria por cualquier persona necesitada.Compartir el pan eucarístico constituía para los cristianos una invitación y un compromiso a compartir también el pan de cada día con los que carecían de él. Los Hechos de los Apóstoles nos refieren también que muchos «vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (Ac 2,45). Esta actividad de la primera comunidad de la Iglesia en todas las dimensiones de la vida social era la continuación de la misión de Cristo de llevar al mundo una nueva justicia, la justicia del reino de Dios.

934 3. Hermanos y hermanas, hoy, mientras celebramos la Eucaristía, resulta claro también para nosotros que estamos llamados a vivir esa misma vida y con ese mismo Espíritu. Se trata de una de las grandes tareas de nuestra generación, de todos los cristianos de este tiempo: llevar la luz de Cristo a la vida diaria. Llevarla a los «areópagos modernos », a los amplios espacios de la civilización y la cultura contemporáneas, de la política y de la economía. La fe no se puede vivir sólo en lo íntimo del espíritu humano. Debe manifestarse exteriormente en la vida social. «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano » (1Jn 4,20-21). Esta es la gran tarea que nos corresponde a los creyentes. En varias ocasiones he hablado de cuestiones sociales en los discursos y, sobre todo, en las encíclicas: Laborem exercens, Sollicitudo rei socialis, Centesimus annus.Sin embargo, es preciso volver a estos temas, mientras en el mundo se produzca una injusticia, por más pequeña que sea. De lo contrario, la Iglesia no sería fiel a la misión que Cristo le confió: la misión de la justicia. En efecto, van cambiando los tiempos y las circunstancias, pero siempre hay entre nosotros personas que necesitan la voz de la Iglesia y la del Papa, para que se conozcan sus angustias, sus dolores y sus miserias. No pueden quedar defraudados. Deben saber que la Iglesia estaba y está con ellos, que con ellos está el Papa, el cual abraza con su corazón y con su oración a todo aquel que se halle tocado por el sufrimiento. El Papa hablará —no puede por menos de hablar— de los problemas sociales, porque aquí está en juego el hombre, la persona concreta.

Hablo de esto también en Polonia, porque sé que mi nación necesita este mensaje sobre la justicia. En efecto, hoy, en el tiempo de la construcción de un Estado democrático, en el tiempo de un desarrollo económico dinámico, se descubren con especial claridad todas las carencias de la vida social de nuestro país. Cada día nos damos cuenta de cuán numerosas son las familias que padecen necesidad, especialmente las familias numerosas. ¡Cuántas son las madres solas, que luchan por mantener a sus hijos! ¡Cuántos son los ancianos abandonados y privados de los medios para vivir! En las instituciones para niños huérfanos y abandonados, a muchos les falta incluso el pan de cada día y el vestido. ¿Cómo no recordar a los enfermos, que no pueden ser debidamente atendidos a causa de la falta de medios? En las calles y en las plazas aumentan las personas sin hogar.

No se puede callar ante la presencia entre nosotros de todos estos hermanos nuestros, que también forman parte del mismo Cuerpo de Cristo. Al acercarnos a la mesa eucarística para alimentarnos de su Cuerpo, no podemos quedar indiferentes con respecto a quienes les falta el pan de cada día. Es preciso hablar de ellos, pero también es necesario salir al encuentro de sus necesidades. Es una obligación que grava especialmente sobre los que tienen autoridad: a ellos, que están al servicio del bien común, corresponde la tarea de promulgar leyes adecuadas y dirigir la economía del país, de modo que esos fenómenos dolorosos de la vida social encuentren la solución justa.

Pero también tenemos todos el deber, un deber de amor, de prestar ayuda, en la medida de nuestras posibilidades, a los que la necesitan. «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). «Cuanto dejasteis de hacer a uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo» (Mt 25,45). Hace falta nuestra ayuda cristiana, nuestro amor, para que Cristo, presente en nuestros hermanos, no pase necesidad.

En nuestro país ya se ha hecho mucho en este aspecto. También la Iglesia en Polonia ha hecho y hace mucho al respecto. En la actividad pastoral de la Iglesia han entrado de forma estable las iniciativas en favor de los necesitados, de los enfermos, de los que carecen de hogar no sólo en el país, sino también fuera de sus fronteras. Se están desarrollando el voluntariado y las obras de caridad.

Por eso, quiero expresar mi aprecio a todos los sacerdotes, religiosos y laicos que demuestran cada día sensibilidad ante las necesidades de los demás, capacidad de compartir con generosidad sus bienes y un gran compromiso en favor del prójimo. Vuestro servicio, a menudo oculto, con frecuencia silenciado por los medios de comunicación social, sigue siendo siempre un signo de la credibilidad pastoral de la misión de la Iglesia.

A pesar de estos esfuerzos, queda aún mucho por hacer. Os invito, hermanos y hermanas, a aumentar vuestra sensibilidad ante todo tipo de necesidad, y a colaborar con generosidad para llevar la esperanza a todos los que no la tienen. Que la Eucaristía sea para vosotros fuente inagotable de esta sensibilidad y de la fuerza necesaria para actuarla en la vida de cada día.

4. Quisiera hablar un poco de la cuestión del trabajo humano.Al comienzo de mi pontificado dediqué a este problema toda una encíclica, la Laborem exercens.Hoy, dieciséis años después de su publicación, muchos problemas siguen siendo actuales. Algunos de ellos se han acentuado aún más en nuestro país. ¿Cómo no mencionar a los que, como consecuencia de la reorganización de las empresas y de las fincas agrícolas, han debido afrontar el drama de la pérdida del puesto de trabajo? ¡Cuántas personas, y familias enteras, han caído por esto en una pobreza extrema! ¡Cuántos jóvenes ya no ven una razón para emprender los estudios y hacer una carrera, ante la perspectiva de la falta de empleo en la profesión elegida!

En la encíclica Sollicitudo rei socialis escribí que el desempleo es el signo del subdesarrollo social y económico de los Estados (cf. n. 18). Por eso, es preciso hacer todo lo posible para prevenir este fenómeno. En efecto, «el trabajo es un bien del hombre —es un bien de su humanidad—, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en cierto sentido "se hace más hombre"» (Laborem exercens LE 9).

Con todo, los cristianos que cuentan con medios de producción también tienen la obligación, que brota de la fe y del amor, de esforzarse por crear puestos de trabajo, contribuyendo así a la solución del problema del desempleo en su entorno. Pido ardientemente a Dios que todos los que desean obtener honradamente el pan con el trabajo de sus manos encuentren las condiciones adecuadas para hacerlo.

Además del problema del desempleo, está la actitud de quien considera al trabajador como un instrumento de producción, con la consecuencia de que se ofende al hombre en su dignidad de persona. En la práctica, este fenómeno toma la forma de la explotación. A menudo se manifiesta en modalidades de empleo en que no sólo no se garantiza al trabajador sus derechos, sino que se le somete a tal situación de precariedad y de temor de perder el empleo, que prácticamente se le priva de toda libertad de decisión.

935 Con frecuencia esta explotación se manifiesta, asimismo, fijando a los trabajadores un horario de trabajo que les priva del derecho al descanso y de la posibilidad de atender al bien espiritual de su familia. A eso se une, a menudo, también un salario injusto, además de las negligencias en el campo de la seguridad social y de la asistencia sanitaria. Asimismo se dan casos en que, especialmente por lo que atañe a las mujeres, se les niega el derecho al respeto de la dignidad de la persona.

El trabajo humano no se puede considerar solamente como una fuerza necesaria para la producción: la «fuerza laboral ». Al hombre no se le puede tratar solamente como un instrumento de producción. El hombre es creador del trabajo y su artífice. Es preciso hacer todo lo posible para que el trabajo no pierda su dignidad propia. El fin del trabajo, de todo trabajo, es el hombre mismo. Gracias a él debería poder perfeccionar y profundizar su propia personalidad. No nos es lícito olvidar —y esto lo quiero decir con energía— que el trabajo es «para el hombre» y no el hombre «para el trabajo».

Dios nos pide grandes tareas, exigiéndonos que demos testimonio en el campo social. Como cristianos, como personas que creen, debemos sensibilizar nuestra conciencia frente a todo tipo de injusticia y toda forma de explotación, notoria o encubierta.

Aquí me dirijo, ante todo, a los hermanos en Cristo que dan trabajo a los demás. No os dejéis engañar por el afán de un beneficio inmediato, a costa de los demás. Evitad cualquier signo de explotación. De lo contrario, cada participación del pan eucarístico se convertirá para vosotros en un reproche y una acusación. Y a quienes emprenden un trabajo, cualquier tipo de trabajo, les digo: realizadlo con responsabilidad, honradez y esmero. Cumplid vuestros deberes con espíritu de colaboración con Dios en la obra de la creación del mundo. «Someted la tierra» (cf. Gn
Gn 1,28). Realizad vuestro trabajo con sentido de responsabilidad para la promoción del bien común, que no sólo debe servir a esta generación, sino también a todos los que en el futuro habitarán esta tierra, nuestra tierra patria, Polonia.

5. «Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos de Yahveh tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas a Yahveh tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; el Señor tu Dios te bendecirá» (Dt 30,15-16). Estas palabras del testamento de Moisés resuenan hoy con gran fuerza en nuestra patria. Así pues —exhorta Moisés—, «¡escoge la vida!» (Dt 30,19).

¿Por qué camino entraremos en en tercer milenio? «Yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia», dice el Profeta. Hermanos y hermanas, os pido: «¡Escoged la vida!». Esta elección se realiza en el corazón, en la conciencia de todo hombre, pero influye también en la vida de una sociedad, de una nación. Así pues, de alguna manera, todo creyente es responsable de la forma de la vida social. Un cristiano que vive de fe, que vive de Eucaristía, está llamado a construir su propio futuro y el de su nación, un futuro basado en los sólidos cimientos del Evangelio. Por consiguiente, no tengáis miedo de asumir la responsabilidad de la vida social en nuestra patria. Esta es la gran tarea que tiene todo hombre: ir con valentía al mundo; poner las bases del futuro, para que se respete al hombre y se acoja la buena nueva. Cumplid esa tarea con la unanimidad que nace del amor al hombre y del amor a la patria.

Al final de este siglo, como escribió un día Stanislaw Wyspianski, hace falta «un gran acto y una gran obra» para impregnar la civilización en que vivimos del espíritu de justicia y de amor. Hace falta «un gran acto y una gran obra» para que la cultura contemporánea se abra ampliamente a la santidad, para que cultive la dignidad humana y enseñe el contacto con la belleza. Construyamos sobre el Evangelio para que, junto con las generaciones venideras de polacos que vivan en una patria libre y próspera, podamos dar gracias a Dios con las palabras del Salmista:

«Día tras día te bendeciré (Señor) y alabaré tu nombre por siempre jamás. Grande es el Señor, y merece toda alabanza, es incalculable su grandeza. Una generación pondera tus obras a la otra, y le cuenta tus hazañas» (Ps 145,2-4).

6. «Engrandece mi alma al Señor». Durante el Congreso eucarístico internacional en la baja Silesia, hemos dado gracias, junto con María, por la Eucaristía, fuente de amor social. Que la coronación de la milagrosa imagen de la Virgen de las Gracias de Krzeszów, sea la expresión de esa unidad.

El santuario de Krzeszów fue fundado por Ana, viuda de Enrique el Pío, un año después de la batalla de Legnica. Ya en el siglo XIII, ante la imagen de la Madre santísima se reunían innumerables peregrinos. Y ya entonces el santuario se solía llamar Domus gratiae Mariae. Verdaderamente era la Casa de la gracia repartida con generosidad por la Madre de Dios, a la cual llegaban numerosos peregrinos de varios países, especialmente bohemos, alemanes, serbolusacianos y polacos. Nos alegramos de que también hoy la Madre de Dios haya reunido a muchos peregrinos de esas naciones que tienen fronteras comunes.

Ojalá que este signo de poner una corona sobre la cabeza de María y del Niño Jesús sea expresión de nuestra gratitud por los beneficios divinos, que con tanta abundancia han recibido y siguen recibiendo los devotos de María que acuden a la Casa de la gracia de Krzeszów. Y ojalá que sea también signo de la invitación que hacemos a Jesús y a María para que reinen en nuestro corazón y en la vida de nuestra nación, a fin de que todos nos convirtamos en templos de Dios y valientes testigos de su amor a los hombres.

VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA



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Gorzów, 2 de junio de 1997



1. «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8,35). Es la pregunta que hace san Pablo en la carta a los Romanos. Hoy la repetimos en la liturgia, con ocasión de la visita a la Iglesia de Gorzów Wielkopolski. Con el espíritu de este amor, saludo cordialmente a todo el pueblo de Dios de la diócesis. Saludo a monseñor Adam, pastor de esta Iglesia, y a sus obispos auxiliares, al clero y también a los peregrinos que han venido de las diócesis vecinas y del extranjero. Me alegra poder orar hoy junto con vosotros, celebrando esta liturgia de la Palabra. Doy gracias a la divina Providencia por este encuentro.

Doy las gracias a los cardenales, a los arzobispos y a los obispos que participan en nuestro encuentro.

Vuestra comunidad tiene como patronos a algunos mártires que, junto con san Adalberto, son los testigos más antiguos de Cristo en tierra polaca. La tradición de la Iglesia ha conservado el recuerdo de estos eremitas, cuyos nombres eran: Benito, Juan, Mateo, Isaac y Cristino. Vivieron aquí, en vuestra región, en tiempos del rey Boleslao el Intrépido. Su martirio, como la muerte por martirio de san Adalberto, está descrito en la crónica de san Bruno de Querfurt, apóstol y obispo misionero que, en tiempos de Boleslao el Intrépido, realizó una obra de evangelización en los territorios del oeste y del norte de Polonia. Se les suele llamar Hermanos Polacos, aunque algunos eran extranjeros. Dos vinieron a Polonia desde Italia, para implantar aquí la vida monástica según la regla de san Benito. Su muerte por martirio, al igual que la de san Adalberto, se sitúa, en cierto sentido, en el umbral del milenio del cristianismo en nuestra tierra.

2. Los mártires son testigos excepcionales del Dios altísimo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El texto de la carta a los Romanos que acabamos de leer nos recuerda el misterio trinitario, por el que comienza la redención del mundo. Dios —escribe el Apóstol— «no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros». Basándose en esa constatación, san Pablo pregunta: «¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?» (Rm 8,32). Jesucristo, que por nosotros murió y al tercer día resucitó, está a la diestra de Dios e intercede por nosotros. Precisamente de este amor de Cristo nada nos podrá separar (cf. Rm Rm 8,34-35). Estamos unidos a él mediante la fe. Y esta fe en el poder redentor de la muerte y de la resurrección de Cristo es la fuente de la victoria: «En todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rm 8,37). Su amor redentor nos une a Dios. Es la fuente de nuestra justificación. En él encontramos la certeza de la victoria que anuncia el Apóstol.

Los primeros mártires en tierra polaca tuvieron esta certeza. Y la tuvieron también los mártires de la Iglesia de todos los tiempos. Sin embargo, mientras admiramos su testimonio, que manifiesta que «el amor es más fuerte que la muerte» (cf. Ct Ct 8,6), en el corazón de cada uno de nosotros brota espontánea la pregunta: ¿me bastaría la fe, la esperanza y la caridad que poseo, para dar un testimonio tan heroico? Al parecer, la plegaria litúrgica que acabo de rezar nos brinda la respuesta: «Oh Dios, que has santificado los inicios de la fe en la nación polaca con la sangre de los santos mártires Benito, Juan, Mateo, Isaac y Cristino, sostén con tu gracia nuestra debilidad, para que, imitando a los mártires que por ti no dudaron en morir, demos un testimonio valiente de ti con nuestra vida». Dios es quien, con su gracia, sostiene nuestra debilidad. Con el poder de su espíritu nos fortalece, para que seamos capaces de dar un testimonio valiente de nuestra fe.

3. «En todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rm 8,37). Hermanos y hermanas, donde no es preciso dar el testimonio del martirio, debe ser aún más visible el testimonio de la vida diaria. Se debe dar testimonio de Dios con palabras y obras por doquier, en todo ambiente: en la familia, en los lugares de trabajo, en las oficinas y en las escuelas. En los lugares donde el hombre trabaja y donde descansa.

Es preciso manifestar nuestra fe en Dios mediante la ferviente participación en la vida de la Iglesia; prestando ayuda a los débiles y a los que sufren, y también asumiendo la propia responsabilidad en los asuntos públicos, interesándose por el futuro de la nación, construido sobre la base de la verdad del Evangelio. Una actitud de este tipo exige una fe madura y un compromiso personal. Requiere que se encarne en hechos concretos. A veces, una actitud así debe pagarse con el heroísmo de una abnegación total. ¿No hemos experimentado también en nuestros tiempos y en nuestra vida, varias formas de humillación, por mantener la fidelidad a Cristo y conservar así la dignidad cristiana? Todo cristiano está llamado, siempre y donde lo sitúe la Providencia, a reconocer a Cristo ante los hombres (cf. Mt Mt 10,32).

¡Cómo no recordar aquí el testimonio de fidelidad a la tradición y a la Iglesia, que disteis en tiempos para vosotros muy difíciles! Muchos de vosotros lleváis en vuestro corazón las dolorosas experiencias de la segunda guerra mundial. Cuando acabó esa guerra, en estos territorios, en cierto sentido, comenzasteis una nueva vida, viniendo de varias partes de Polonia e incluso de fuera de sus fronteras. A pesar de estar desarraigados de vuestros territorios de origen, habéis conservado las raíces de la fe. En el difícil período de las transformaciones, habéis estado cerca de la Iglesia, que trataba de ayudaros en vuestras necesidades espirituales y materiales, como una buena madre, solícita por sus hijos.

Expreso mi gratitud al clero y a las religiosas, que no dudaron en dejar sus diócesis de origen para prestar aquí un generoso servicio. Todos ayudabais a construir la casa común, no sólo la material, sino ante todo la espiritual, en el corazón de los hombres. En los momentos difíciles erais el apoyo de esta gente, llevándoles la luz de la fe y señalándoles a Cristo como única fuente de esperanza.

No puedo enumerar aquí todos los nombres, pero al menos quiero recordar con gratitud a monseñor Wilhelm Pluta, ya fallecido, gran pastor de esta diócesis. En cierto sentido, fue él quien puso los cimientos de esta diócesis, en tiempos muy difíciles para nuestro país. Durante muchos años gobernó la Iglesia de Gorzów, primero como administrador y luego como su primer obispo. Hoy está ciertamente presente aquí entre nosotros. Te agradezco, monseñor Wilhelm, todo lo que hiciste por la Iglesia en estas tierras. Te agradezco tu esfuerzo, tu valentía, tu sabiduría y tu gran religiosidad. Te agradezco también lo que hiciste por la Iglesia en Polonia.

937 Una gran contribución al desarrollo de la vida religiosa en estos territorios ha dado vuestro seminario mayor, del que han salido numerosos sacerdotes, tan anhelados y tan necesarios aquí. Hoy todo esto produce una mies abundante. Demos gracias a la divina Providencia porque hoy la Iglesia en vuestra diócesis se desarrolla con tanto éxito. Esta tierra, en sus orígenes, fue regada con la sangre de los santos Hermanos Polacos mártires, los cuales, como antorchas encendidas, guían hoy vuestra Iglesia hacia los tiempos nuevos. Los tiempos nuevos, el tercer milenio, que ya se está aproximando, seguirán exigiendo vuestro testimonio. Ante vosotros se presentan nuevas tareas. No tengáis miedo de asumirlas.

Las tareas que Dios nos pide son las adecuadas a cada uno de nosotros. No están por encima de nuestras posibilidades. Dios nos ayuda en los momentos de debilidad. Sólo él la conoce verdaderamente. La conoce mejor que nosotros mismos y, a pesar de ello, no nos rechaza. Al contrario, en su amor misericordioso se inclina hacia el hombre para confortarlo. Esta confortación el hombre la recibe mediante el contacto vivo con Dios.

Quisiera llamar vuestra atención sobre este aspecto. En medio de las ocupaciones humanas normales no podemos perder el contacto con Cristo. Necesitamos momentos especiales destinados exclusivamente a la oración. La oración es indispensable, tanto en la vida personal como en el apostolado. No puede haber testimonio cristiano auténtico sin contar con la fuerza de la oración, que es fuente de inspiración, de energía, de valor ante las dificultades y los obstáculos; es fuente de la perseverancia y de la capacidad de tomar iniciativas con nuevas fuerzas.

La vida de oración se alimenta, ante todo, de la participación en la liturgia de la Iglesia. La vida interior, para desarrollarse, exige participar en la santa misa y acudir al sacramento de la reconciliación. De este modo, toda la existencia está impregnada de Cristo: por él mismo y por su gracia. En efecto, él nos dice: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (
Jn 6,56). La Eucaristía es el alimento espiritual que nos proporciona, de manera especial, la fuerza espiritual para dar testimonio y para producir fruto abundante. Por eso es tan importante la participación en la santa misa dominical.

Ni las preocupaciones familiares, ni otras cuestiones deberían quedar fuera del ámbito de la vida espiritual. Toda actividad humana cobra en Cristo un significado más profundo, convirtiéndose en auténtico testimonio. El alma, arraigada en el espíritu de oración, se abre al Dios infinito y eterno. Quiere servir a ese Dios y encontrar en él la fuerza y la luz para su vida cristiana. Gracias a la fe, reconocemos en nuestra vida la realización del plan divino de amor, descubrimos la constante solicitud del Padre que está en los cielos.

Queridos hermanos y hermanas, los Hermanos Polacos mártires nos dan ejemplo de esa vida. Benito, Juan, Mateo, Isaac y Cristino, en el silencio de sus eremitorios, dedicaron mucho tiempo a la oración y así se prepararon para la gran tarea que Dios, en sus inescrutables designios, había destinado para ellos: dar el sumo testimonio de él, entregar su vida por el Evangelio. Los Hermanos Polacos, como solemos llamarlos, mediante su tributo de sangre, ofrecido a Dios en los comienzos de nuestra nación y de la Iglesia en esta nación, querían decir a todos los que vendrían después que para dar testimonio de Cristo es preciso prepararse. En efecto, el testimonio nace, madura y se ennoblece en la atmósfera de oración, de la profunda y misteriosa conversación con Dios. De rodillas. No puede mostrar a Cristo a los demás quien antes no se ha encontrado con él en su propia vida. Sólo entonces el testimonio tendrá auténtico valor. Se convertirá en germen para la humanidad, sal de la tierra y luz que disipa las tinieblas a nuestros hermanos que avanzan por los caminos de este mundo.

«¿Quién nos separará del amor de Cristo?». Así exclama hoy para nosotros, san Pablo. ¡Ojalá que este grito penetre hasta lo más íntimo en los corazones y las mentes! Velad para que nada os separe de este amor: ningún falso eslogan, ninguna ideología errónea, ninguna tentación de ceder a componendas con lo que no es de Dios, o con la búsqueda de los propios intereses. Rechazad todo lo que destruye y debilita la comunión con Cristo. Sed fieles a los mandamientos de Dios y a los compromisos del bautismo.

4. «Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10,28). Son palabras de Cristo, tomadas del evangelio de san Mateo. La Iglesia las refiere a los mártires, y en nuestro contexto a san Adalberto y a los santos Hermanos Polacos. El martirio es la expresión más alta de la fortaleza de un hombre que, colaborando con la gracia, se hace capaz de dar un testimonio heroico. En el martirio la Iglesia ve «un signo preclaro» de su santidad. Un signo valioso para la Iglesia y para el mundo, a fin de que «no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades. Los mártires, y de manera más amplia todos los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la historia despertando el sentido moral. Dando testimonio del bien, ellos representan un reproche viviente para cuantos trasgreden la ley» (Veritatis splendor VS 93). Contemplando el ejemplo de los mártires, no tengáis miedo de dar testimonio. No tengáis miedo a la santidad. Tened la valentía de aspirar a la plena medida de la humanidad. Exigíoslo a vosotros mismos, aunque otros no se lo exijan a sí mismos.

El hombre tiene un miedo natural no sólo al sufrimiento y a la muerte, sino también a las opiniones diferentes a la suya, especialmente si son difundidas por medios de comunicación tan poderosos que se convierten en medios de presión. Por eso, a menudo prefiere adaptarse al ambiente, a la moda vigente, en vez de correr el riesgo de testimoniar la fidelidad al Evangelio de Cristo.

Los mártires recuerdan que la dignidad de la persona humana no tiene precio; «es una dignidad que nunca se puede envilecer o contrastar, aunque sea con buenas intenciones, cualesquiera que sean las dificultades» (ib., 92). «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» (Mc 8,36). Por eso, repito con Cristo, una vez más: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10,28) ¿No es más importante la dignidad de la conciencia que cualquier beneficio exterior?

Los Hermanos Polacos mártires, que hoy recordamos en la liturgia, san Adalberto, san Estanislao, san Andrés Bobola, san Maximiliano María Kolbe y los mártires de todos los tiempos, testimonian el primado de la conciencia y su indestructible dignidad, el primado del espíritu sobre el cuerpo, el primado de lo eterno sobre lo temporal. Lo que sucedió aquí al inicio de este milenio del cristianismo, en tiempos de Boleslao el Intrépido, se ha repetido muchas veces en la historia y, por último, también en la historia de nuestro siglo.

938 ¡Cuántos hombres y mujeres en nuestro siglo han confesado heroicamente a Cristo ante los demás! Creemos que la muerte que sufrieron por ser fieles a su conciencia, por ser fieles a Cristo, encontrará una respuesta en los corazones de los creyentes: su testimonio fortalecerá a los débiles y a los pusilánimes; será la semilla de una nueva vitalidad de la Iglesia en esta tierra de los Piast. Cristo nos asegura que reconocerá ante el Padre celestial a todos los que no dudaron en reconocerlo ante los hombres (cf. Mt Mt 10,32-33), incluso a costa de los mayores sacrificios. Cristo nos pone en guardia también contra la negación de la fe y contra la renuncia a testimoniarlo ante los demás.

Y la Iglesia entera recibe hoy abundantes gracias en virtud de la mediación de los mártires. La Iglesia entera se alegra por su valiente profesión de fe, en la que halla fuerza nuestra debilidad. Para nosotros es el signo de la esperanza. «¿Quién nos separará del amor de Cristo? (...) Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,35 Rm 8,38-39).

Queridos hermanos, al contemplar esta gran asamblea del pueblo de Dios de la diócesis de Gorzów, vuelven a mi memoria tiempos pasados, no muy lejanos. Vuelve a mi memoria el milenario del bautismo de Polonia que celebramos juntos aquí en 1966. Y precisamente entonces, todos los obispos polacos aprendimos a conocer nuestra patria. Aprendimos a conocer, una tras otra, todas las diócesis polacas. Por doquier cantamos juntos: «Te Deum laudamus». Hoy, desde aquí, deseo dar gracias por ese particular don que fue para mí el milenario del bautismo de Polonia.

El 16 de octubre de 1978, memoria litúrgica de santa Eduvigis de Silesia, durante el cónclave, después de mi elección, el Primado del milenio me dijo: «Ahora debes conducir la Iglesia al tercer milenio». Por este motivo, queridos hermanos, he venido a Polonia, al Congreso eucarístico de Wroclaw, a Gniezno para las celebraciones del milenario de san Adalberto. He venido para pedir, en estos itinerarios milenarios, la gracia de poder cumplir esa misión que tal vez la divina Providencia me ha confiado, según las palabras del gran Primado del milenio. Pero, queridos hermanos, los años pasan y debéis pedir a Dios de rodillas que yo pueda cumplirla.

B. Juan Pablo II Homilías 933