B. Juan Pablo II Homilías 938


VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

MISA CON OCASIÓN DEL MILENARIO DEL MARTIRIO DE SAN ADALBERTO



Gniezno, martes 3 de junio de 1997



1. Veni, Creator Spiritus!

Hoy nos encontramos ante la tumba de san Adalberto en Gniezno. Así, estamos en el centro del milenario de san Adalberto. Hace un mes comencé este itinerario en honor de san Adalberto en Praga y Libice, diócesis de Hradec Králové, pues de allí era originario. Y hoy nos hallamos en Gniezno, podríamos decir, en el lugar donde terminó su peregrinación terrena. Doy gracias a Dios, uno y trino, porque en el ocaso de este milenio tengo oportunidad de orar nuevamente ante las reliquias de san Adalberto, que constituyen uno de los mayores tesoros de nuestra nación.

Queremos seguir el itinerario espiritual de san Adalberto, que en cierto sentido comienza en el cenáculo. La liturgia de hoy nos lleva precisamente al cenáculo, adonde los Apóstoles volvieron desde el monte de los Olivos, después de la ascensión de Cristo a los cielos. Durante cuarenta días después de la Resurrección, él se les apareció y les habló del reino de Dios. Les recomendó que no se alejaran de Jerusalén, y esperaran la promesa del Padre «que oísteis de mí —les dijo—: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días. (...) Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Ac 1,4-5 Ac 1,8).

Así pues, los Apóstoles reciben el mandato misionero. En virtud de las palabras del Resucitado deben ir por todo el mundo a hacer discípulos de todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt Mt 28,14-20). Sin embargo, por el momento, vuelven al cenáculo y allí permanecen en oración, esperando el cumplimiento de la promesa. El décimo día, en la fiesta de Pentecostés, Cristo les envió el Espíritu Santo, que transformó su corazón. Recibieron fuerza y se dispusieron a cumplir el mandato misionero. Así iniciaron la obra de la evangelización.

La Iglesia continúa esa obra. Los sucesores de los Apóstoles siguen yendo por todo el mundo a hacer discípulos a todas las gentes. Al final del primer milenio, llegaron a Polonia algunos hijos de varias naciones ya cristianizadas, especialmente de las naciones limítrofes. Entre ellos ocupa un lugar central san Adalberto, que llegó a Polonia de la cercana y afín Bohemia. En cierto sentido, contribuyó al segundo inicio de la Iglesia en las tierras de los Piast. El bautismo de la nación, el año 966, en tiempos de Mieszko I, fue confirmado con la sangre del mártir. Y no sólo esto: con él Polonia entra en la familia de los países europeos. En efecto, ante las reliquias de san Adalberto se reúnen el emperador Otón III y Boleslao el Intrépido, en presencia de un legado pontificio. Ese encuentro —llamado «el Encuentro de Gniezno»— tiene gran importancia histórica. Desde luego, tuvo un significado político, pero también eclesial. El Papa Silvestre II erigió la primera sede metropolitana polaca junto a la tumba de san Adalberto: Gniezno, a la que quedaron unidas las sedes episcopales de Cracovia, Wroclaw y Kolobrzeg.

2. La semilla que muere da mucho fruto (cf. Jn Jn 12,24). Estas palabras del evangelio de san Juan, que Cristo dirigió un día a los Apóstoles, encuentran singular aplicación en san Adalberto. Al morir, dio el testimonio supremo. «El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna» (Jn 12,25). San Adalberto dio también testimonio de servicio apostólico. En efecto, Cristo dice: «Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará» (Jn 12,26).

939 San Adalberto siguió a Cristo. Hizo un largo camino, que lo llevó desde su patria Libice hasta Praga, y de Praga a Roma. Luego, cuando tuvo que enfrentarse de nuevo a la resistencia de sus compatriotas de Praga, partió como misionero hacia la llanura de Panonia y, a continuación, por la Puerta de Moravia, a Gniezno y al Báltico. Su misión fue casi la coronación de la evangelización de las tierras de los Piast. Y eso precisamente porque Adalberto dio testimonio de Cristo sufriendo la muerte por martirio. Boleslao el Intrépido rescató el cuerpo del mártir y lo trajo aquí, a Gniezno.

En él se cumplieron las palabras de Cristo. Por encima del amor a la vida terrena, san Adalberto había puesto el amor al Hijo de Dios. Siguió a Cristo como siervo fiel y generoso, dando testimonio de él a costa de su vida. Y por eso el Padre lo ha honrado. El pueblo de Dios le ha tributado en la tierra una veneración que se reserva a los santos, con la convicción de que un mártir de Cristo participa en el cielo de la gloria del Padre.

«El grano de trigo que muere produce mucho fruto» (cf. Jn
Jn 12,24). ¡Qué literalmente se han cumplido estas palabras en la vida y en la muerte de san Adalberto! Su muerte por martirio, a la que se añade la sangre de otros mártires polacos, está en el origen de la Iglesia polaca y, en cierto modo, también del mismo Estado en las tierras de los Piast. lain La sangre de san Adalberto es una semilla que sigue dando nuevos frutos espirituales. Toda Polonia, cuando comenzó a ser Estado y a lo largo de los siglos sucesivos, ha seguido viviendo de esa semilla.

El «Encuentro de Gniezno» abrió a Polonia el camino hacia la unidad con toda la familia de los Estados de Europa. En el umbral del segundo milenio, la nación polaca adquirió el derecho de insertarse, en igualdad con otras naciones, en el proceso de formación de un nuevo rostro de Europa.

Así pues, san Adalberto es un gran patrono de nuestro continente, que por entonces se estaba unificando en nombre de Cristo. Tanto con su vida como con su muerte, el santo mártir puso las bases de la identidad y de la unidad europea. Muchas veces he seguido esas históricas huellas, en el período del milenario del bautismo de Polonia, viniendo de Cracovia a Gniezno con las reliquias de san Estanislao, y doy gracias a la divina Providencia porque hoy tengo la oportunidad de encontrarme una vez más en este itinerario.

Te damos gracias, san Adalberto, por habernos reunido hoy aquí a tantas personas. Entre nosotros se encuentran huéspedes ilustres. Pienso, ante todo, en los señores presidentes de los países relacionados con la persona de Vojtech- Adalberto. Doy las gracias por su presencia al señor Kwa.niewski, presidente de Polonia; al señor Havel, presidente de la República Checa; al señor Brazauskas, presidente de Lituania; al señor Herzog, presidente de Alemania; al señor Kovac, presidente de la República Eslovaca; al señor Kuchma, presidente de Ucrania; y al señor Göncz, presidente de Hungría.

Señores presidentes, vuestra presencia aquí, en Gniezno, tiene hoy un significado particular para todo el continente europeo. Como hace mil años, también hoy testimonia la voluntad de una convivencia pacífica y de la construcción de una nueva Europa, unida por los vínculos de la solidaridad. Os pido que tengáis la amabilidad de transmitir mis cordiales saludos a las naciones que representáis. Dirijo palabras de gratitud también a los cardenales que han venido de la ciudad eterna, comenzando por el señor cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado, y a los cardenales de los países vinculados con la persona de san Adalberto, encabezados por el señor cardenal Miloslav Vlk, sucesor de san Adalberto en la sede episcopal de Praga. Me alegra que se encuentren con nosotros cardenales que han venido de partes muy lejanas del mundo, desde América hasta Australia. Saludo cordialmente y agradezco su presencia a los cardenales polacos y en primer lugar al señor cardenal primado, a los arzobispos y a los obispos. Doy las gracias también a los obispos ortodoxos y a los líderes de las comunidades que surgieron de la Reforma, así como a los responsables de otras comunidades eclesiales.

Dirijo palabras de cordial saludo al arzobispo mons. Muszynski, metropolita de Gniezno y a vosotros, queridos hermanos y hermanas, que habéis venido para este encuentro de toda Polonia.

3. Ha quedado profundamente grabado en mi mente el encuentro de Gniezno de junio de 1979, cuando por primera vez el Papa, originario de Cracovia, pudo celebrar la Eucaristía en la colina de Lech, en presencia del inolvidable Primado del milenio, de todo el Episcopado polaco, de muchos peregrinos que vinieron no sólo de Polonia sino también de los países limítrofes. Hoy, dieciocho años después, sería preciso volver a aquella homilía de Gniezno que, en cierto sentido, se convirtió en el programa de mi pontificado. Sin embargo, fue ante todo una humilde lectura de los designios de Dios, vinculados con los últimos veinticinco años de nuestro milenio. En esa ocasión dije: «¿No quiere, quizá, Cristo; no dispone quizá el Espíritu Santo que este Papa polaco, este Papa eslavo, manifieste precisamente ahora la unidad espiritual de la Europa cristiana? Sabemos que esta unidad cristiana de Europa está compuesta por dos grandes tradiciones: la del Occidente y la del Oriente. (...) Sí. Cristo quiere, el Espíritu Santo dispone que todo cuanto yo digo sea dicho aquí y ahora, precisamente en Gniezno» (Homilía en la catedral dedicada a la Asunción de la Virgen María, 3 de junio de 1979, n. 5: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 1979, p. 10).

Desde este lugar se derramó entonces la gran fuerza del Espíritu Santo. Aquí el pensamiento sobre la nueva evangelización comenzó a revestir formas concretas. Mientras tanto se llevaron a cabo grandes transformaciones, surgieron nuevas posibilidades, aparecieron otros hombres. Cayó el muro que dividía a Europa. Cincuenta años después del inicio de la segunda guerra mundial, sus efectos dejaron de empañar el rostro de nuestro continente. Terminó medio siglo de separación, por la que millones de habitantes de la Europa central y oriental pagaron un precio terrible. Por eso, aquí, ante la tumba de san Adalberto, hoy doy gracias a Dios todopoderoso por el gran don de la libertad que ha concedido a las naciones de Europa, y lo hago con las palabras del Salmista: «Hasta los gentiles decían: "El Señor ha estado grande con ellos". El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (Ps 124,2-3).

4. Queridos hermanos y hermanas, después de tantos años repito lo mismo: es necesaria una nueva disponibilidad. En efecto, se ha visto, a veces de modo doloroso, que la recuperación del derecho de autodeterminación y la ampliación de las libertades políticas y económicas no basta para la reconstrucción de la unidad europea. ¡Cómo no mencionar aquí la tragedia de las naciones de la ex Yugoslavia, el drama de la nación albanesa y los pesos enormes que han soportado todas las sociedades que han reconquistado la libertad y con gran esfuerzo se liberan del yugo del sistema totalitario comunista!

940 ¿No será que, después de la caída del muro visible se ha descubierto otro, invisible, que sigue dividiendo nuestro continente: el muro que pasa por los corazones de los hombres? Es un muro hecho de miedo y agresividad, de falta de comprensión hacia los hombres de origen diverso, de diferente color de piel, de diversas convicciones religiosas. Es el muro del egoísmo político y económico, de la disminución de la sensibilidad ante el valor de la vida humana y la dignidad de todo hombre.

Incluso los indudables éxitos del último período en el campo económico, político y social no logran ocultar la existencia de ese muro. Su sombra se extiende a toda Europa. La meta de una auténtica unidad del continente europeo está aún lejana. No habrá unidad en Europa hasta que no se funde en la unidad del espíritu. Este fundamento profundísimo de la unidad llegó a Europa y se consolidó a lo largo de los siglos gracias al cristianismo con su Evangelio, con su comprensión del hombre y con su contribución al desarrollo de la historia de los pueblos y de las naciones.

Esto no significa que queramos apropiarnos de la historia. En efecto, la historia de Europa es un gran río, en el que desembocan numerosos afluentes, y la variedad de las tradiciones y culturas que la forman es su gran riqueza. Los fundamentos de la identidad de Europa están construidos sobre el cristianismo. Y su actual falta de unidad espiritual brota principalmente de la crisis de esta autoconciencia cristiana.

5. Hermanos y hermanas, fue Jesucristo, «el mismo ayer, hoy y siempre» (cf. Hb
He 13,8), quien reveló al hombre su dignidad. Él es el garante de esta dignidad. Fueron los patronos de Europa —san Benito y los santos Cirilo y Metodio— quienes injertaron en la cultura europea la verdad sobre Dios y sobre el hombre. Fueron los ejércitos de santos misioneros, que nos ha recordado hoy san Adalberto, obispo y mártir, quienes trajeron a los pueblos europeos la enseñanza sobre el amor al prójimo, incluso sobre el amor a los enemigos: una enseñanza confirmada con la entrega de la vida por ellos.

De esta buena nueva, del Evangelio, vivieron en Europa, en el decurso de los siglos, hasta el día de hoy, nuestros hermanos y hermanas. La repetían los muros de las iglesias, de las abadías, de los hospitales y de las universidades. La proclamaban los volúmenes, las esculturas y los cuadros; la anunciaban las estrofas poéticas y las obras de los compositores. Sobre el Evangelio se pusieron los cimientos de la unidad espiritual de Europa.

Por consiguiente, desde la tumba de san Adalberto pregunto: ¿Nos es lícito rechazar la ley de la vida cristiana, que afirma que da fruto abundante sólo quien da su vida por amor a Dios y a los hermanos, como una semilla plantada en la tierra? Aquí, desde este lugar, repito el grito que lancé al inicio de mi pontificado: ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!

En nombre del respeto a los derechos del hombre, en nombre de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad; en nombre de la solidaridad interhumana y del amor, grito: ¡No tengáis miedo! Abrid de par en par las puertas a Cristo. Sin Cristo no es posible comprender al hombre. Por eso, el muro, que se alza hoy en los corazones, el muro que divide a Europa, no será derribado si no se vuelve al Evangelio, pues sin Cristo no es posible construir una unidad duradera. No se puede lograr separándose de las raíces de las que crecieron las naciones y las culturas de Europa, y de la gran riqueza de la cultura espiritual de los siglos pasados.

¿Cómo se puede construir una «casa común» para toda Europa, si no se edifica con los ladrillos de las conciencias de los hombres, cocidos en el fuego del Evangelio, unidos por el vínculo de un amor social solidario, fruto del amor de Dios? San Adalberto se esforzó por lograr eso; por ese futuro dio su vida. Él nos recuerda hoy que no es posible construir una sociedad nueva sin un hombre nuevo, que es el solidísimo cimiento de la sociedad.

6. En el umbral del tercer milenio, el testimonio de san Adalberto está siempre presente en la Iglesia y siempre produce fruto. Debemos reanudar con nuevo vigor su obra de evangelización. Ayudemos a redescubrir a Cristo, junto con su enseñanza, a quien lo ha olvidado. Eso se realizará cuando numerosos testigos fieles del Evangelio comiencen de nuevo a recorrer nuestro continente; cuando las obras de arquitectura, de literatura y de arte muestren, de modo convincente, al hombre de hoy a Aquel que es «el mismo ayer, hoy y siempre»; cuando en la liturgia celebrada por la Iglesia los hombres vean cuán hermoso es dar gloria a Dios; cuando descubran en nuestra vida un testimonio de misericordia cristiana, de amor heroico y de santidad.

Queridos hermanos y hermanas, ¡en qué momento tan extraordinario de la historia nos ha tocado vivir! ¡Qué tareas tan importantes nos ha confiado Cristo! Él nos llama a cada uno de nosotros a preparar la nueva primavera de la Iglesia. Quiere que la Iglesia —la misma de los tiempos de los Apóstoles y de san Adalberto— entre en el nuevo milenio llena de lozanía, de una nueva vida que surge y de impulso evangélico. En el año 1949 el Primado del milenio exclamó: «Aquí, ante la tumba de san Adalberto, encenderemos antorchas que anunciarán a nuestra tierra la "luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo" (Lc 2,32)» (Carta pastoral para el ingreso). Hoy alzamos nuevamente este grito, pidiendo la luz y el fuego del Espíritu Santo, para encender nuestras antorchas como los heraldos del Evangelio hasta los últimos confines de la tierra.

7. San Adalberto está siempre con nosotros. Ha permanecido en la Gniezno de los Piast y en la Iglesia universal, envuelto en la gloria del martirio. Y, desde la perspectiva del milenio, parece hablarnos hoy con las palabras de san Pablo: «Lo que importa es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo, para que, tanto si voy a veros como si estoy ausente, oiga de vosotros que os mantenéis firmes en un mismo espíritu y lucháis acordes por la fe del Evangelio, sin dejaros intimidar en nada por los adversarios» (Ph 1,27-28). Sí. En un solo espíritu, luchando acordes por la fe.

941 Hoy releemos, una vez más, después de mil años, este testamento de san Pablo y san Adalberto. Pedimos que sus palabras se cumplan también en nuestra generación. En efecto, se nos ha concedido en Cristo no sólo la gracia de creer en él, sino también la de sufrir por él, dado que hemos sostenido el mismo combate del que san Adalberto nos dejó testimonio (cf. Flp Ph 1,29-30).

Nos encomendamos a san Adalberto, pidiéndole que interceda por nosotros, mientras la Iglesia y Europa se preparan para el gran jubileo del año 2000.

E invocamos al Espíritu Santo, Espíritu de sabiduría y fortaleza: Veni, Creator Spiritus! Amén.





VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

MISA EN EL SANTUARIO DE SAN JOSÉ



Kalisz, miércoles 4 de junio de 1997



Queridos hermanos y hermanas:

1. Doy gracias a la divina Providencia porque me da la posibilidad de visitar hoy vuestra ciudad, esta Kalisz que las antiquísimas crónicas recogen en sus mapas mucho antes de que se creara el Estado polaco. Ya he venido acá varias veces. Conservo en la memoria los encuentros y las personas que tomaron parte en ellos. Os saludo cordialmente a todos vosotros, aquí reunidos. Saludo a vuestra joven diócesis y a su primer obispo ordinario, al obispo auxiliar, al clero, a las personas consagradas y a todo el pueblo de Dios de la tierra de Kalisz. Te saludo, tierra de Kalisz, con toda tu riqueza del pasado y del presente. Deseo que todo esto se reavive de alguna manera en la misa de hoy.

«¡Dichoso san José!». Me alegra celebrar este sacrificio eucarístico en el santuario de san José. En efecto, es un lugar destacado en la historia de la Iglesia y de la nación. Mientras escuchamos el evangelio, que nos recuerda la huida a Egipto, nos vienen a la mente las palabras que recoge la preparación litúrgica para la santa misa: «¡Dichoso san José, al que no sólo se concedió ver y oír a Dios, a quien muchos reyes querían ver y no vieron, oír y no oyeron (cf. Mt Mt 13,17), sino también llevarlo en sus brazos, besarlo, vestirlo y protegerlo! ».

Esta oración nos presenta a san José como el protector del Hijo de Dios. Prosigue con la siguiente petición: «Oh Dios, que nos has concedido el sacerdocio real, haz que, como san José, que mereció tocar y llevar con respeto en sus brazos a tu Hijo unigénito, nacido de María Virgen, obtengamos la gracia de servir en tus altares con pureza de corazón e inocencia de obras, para recibir hoy dignamente el sacratísimo Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, y así merecer el premio eterno en el mundo futuro».

Se trata de una oración muy hermosa. La rezo todos los días antes de la santa misa y, ciertamente, la rezan también muchos sacerdotes en todo el mundo. San José, esposo de María Virgen, padre adoptivo del Hijo de Dios, no fue sacerdote, pero participó en el sacerdocio común de los fieles. Y dado que, como padre y protector de Jesús, pudo tenerlo y llevarlo entre sus brazos, los sacerdotes se dirigen a san José con la ardiente petición de poder celebrar el sacrificio eucarístico con la misma veneración y con el mismo amor con que él cumplió su misión de padre putativo del Hijo de Dios. Estas palabras son muy elocuentes. Las manos del sacerdote que tocan el Cuerpo eucarístico de Cristo quieren obtener de san José la gracia de una castidad y de una veneración igual a la que el santo carpintero de Nazaret tenía con respecto a su Hijo adoptivo. Por eso, es justo que, en el itinerario de la peregrinación vinculada al Congreso eucarístico de Wroclaw, se encuentre también la visita al santuario de san José de Kalisz.

2. «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto»(Mt 2,13).

José oyó estas palabras en sueños. El ángel le había dicho que huyera con el Niño, porque se cernía sobre él un peligro mortal. El pasaje evangélico que acabamos de leer nos informa de que atentaban contra la vida del Niño. En primer lugar, Herodes, pero también todos sus seguidores. De este modo, la liturgia de la palabra guía nuestro pensamiento hacia el problema de la vida y de su defensa. José de Nazaret, que salvó a Jesús de la crueldad de Herodes, se nos presenta en este momento como un gran promotor de la causa de la defensa de la vida humana, desde el primer instante de la concepción hasta su muerte natural. Por eso, queremos, en este lugar, encomendar a la divina Providencia y a san José la vida humana, especialmente la de los niños por nacer, en nuestra patria y en el mundo entero. La vida tiene un valor inviolable y una dignidad irrepetible, especialmente porque, como leemos en la liturgia de hoy, todo hombre está llamado a participar en la vida de Dios. San Juan escribe: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1Jn 3,1).

942 Con los ojos de la fe podemos descubrir con especial claridad el valor infinito de todo ser humano. El Evangelio, al anunciar la buena nueva de Jesús, trae también la buena nueva del hombre, de su gran dignidad; enseña la sensibilidad con respecto al hombre, a todo hombre, que, por estar dotado de un alma espiritual, es «capaz de Dios». La Iglesia, cuando defiende el derecho a la vida, apela a un nivel más amplio, a un nivel universal que obliga a todos los hombres. El derecho a la vida no es una cuestión de ideología; no es sólo un derecho religioso; se trata de un derecho del hombre. ¡El derecho más fundamental del hombre! Dios dice: «¡No matarás! » (Ex 20,13). Este mandamiento es, a la vez, un principio fundamental y una norma del código moral, inscrito en la conciencia de todo hombre.

La medida de la civilización, una medida universal, perenne, que abarca todas las culturas, es su relación con la vida. Una civilización que rechace a los indefensos merecería el nombre de civilización bárbara, aunque lograra grandes éxitos en los campos de la economía, la técnica, el arte y la ciencia. La Iglesia, fiel a la misión que recibió de Cristo, a pesar de las debilidades y las infidelidades de muchos de sus hijos e hijas, ha anunciado con coherencia en la historia de la humanidad la gran verdad sobre el amor al prójimo, ha aliviado las divisiones sociales, ha superado las diferencias étnicas y raciales, se ha inclinado sobre los enfermos y los huérfanos, sobre los ancianos, sobre los minusválidos y sobre los que carecen de hogar. Ha enseñado con palabras y obras que nadie puede ser excluido de la gran familia humana, que nadie puede ser abandonado al margen de la sociedad. Si la Iglesia defiende la vida por nacer, es porque contempla también con amor y solicitud a toda mujer que debe dar a luz.

Aquí en Kalisz, donde san José, gran defensor y solícito protector de la vida de Jesús, es venerado de modo particular, quiero recordaros las palabras que la madre Teresa de Calcuta dirigió a los participantes en la Conferencia internacional sobre «Población y desarrollo », convocada por la Organización de las Naciones Unidas en el Cairo, en 1994: «Os hablo desde lo más íntimo de mi corazón; hablo a cada hombre en todos los países del mundo: a las madres, a los padres y a los hijos en las ciudades, en los pueblos y en las aldeas. Cada uno de nosotros hoy se encuentra aquí gracias al amor de Dios que nos ha creado, y gracias a nuestros padres, que nos acogieron y quisieron darnos la vida. La vida es el mayor don de Dios. Por esto es triste ver lo que acontece hoy en tantas partes del mundo: la vida es deliberadamente destruida por la guerra, por la violencia, por el aborto. Y nosotros hemos sido creados por Dios para cosas más grandes: amar y ser amados. A menudo he afirmado, y estoy segura de ello, que el mayor destructor de la paz en el mundo de hoy es el aborto. Si una madre puede matar a su propio hijo, ¿qué podrá impedirnos a ti y a mí matarnos recíprocamente? El único que tiene derecho a quitar la vida es Aquel que la creó. Nadie más tiene ese derecho; ni la madre, ni el padre, ni el doctor, ni una agencia, ni una conferencia, ni un gobierno. (...) Me aterra el pensamiento de todos los que matan su propia conciencia, para poder cometer el aborto. Después de la muerte nos encontraremos cara a cara con Dios, Dador de la vida. ¿Quién asumirá la responsabilidad ante Dios por los millones y millones de niños a los que no se les dio la posibilidad de vivir, de amar y de ser amados? (...) Un niño es el don más grande para la familia, y para la nación. No rechacemos jamás este don de Dios». Esta larga cita es de la madre Teresa de Calcuta. Me alegra que la madre Teresa haya podido hablar en Kalisz.

3. Queridos hermanos y hermanas, sed solidarios con la vida. Dirijo este llamamiento a todos mis compatriotas, independientemente de las convicciones religiosas de cada uno. Lo dirijo a todos los hombres, sin excluir a ninguno. Desde este lugar, repito una vez más lo que dije en octubre del año pasado: «Una nación que mata a sus propios hijos es una nación sin futuro». Creedme que no me ha resultado fácil decir estas cosas refiriéndome a mi nación, pero yo deseo para ella un futuro, un futuro maravilloso. Es necesaria, por consiguiente, una movilización general de las conciencias y un esfuerzo ético común, para hacer realidad la gran estrategia de la defensa de la vida.

Hoy el mundo se ha convertido en el campo de batalla del combate por la vida. Prosigue la lucha entre la civilización de la vida y la civilización de la muerte. Por eso, resulta tan importante la edificación de la cultura de la vida: la creación de obras y de modelos culturales, que subrayen la grandeza y la dignidad de la vida humana; la fundación de instituciones científicas y educativas que promuevan una visión correcta de la persona humana, de la vida conyugal y familiar; la creación de ambientes que encarnen en la práctica de la vida diaria el amor misericordioso que Dios dispensa a cada hombre, especialmente al que sufre, al débil y al pobre por nacer.

Sé que en Polonia ya se está haciendo mucho por la defensa de la vida. Doy las gracias a todos los que, de varias maneras, se prodigan en esta obra de edificación de la «cultura de la vida». De modo particular, expreso mi gratitud y mi aprecio a todos los que, en nuestra patria, con gran sentido de responsabilidad ante Dios, ante la propia conciencia y ante la nación, defienden la vida humana y sostienen la dignidad del matrimonio y de la familia. Doy las gracias de todo corazón a la Federación de los movimientos para la defensa de la vida, así como a las Asociaciones de familias católicas y a todas las demás organizaciones e instituciones, que han surgido en gran número en los últimos años en nuestro país. Doy las gracias a los médicos, a las enfermeras y a las personas que defienden la vida de los niños por nacer. Y pido a todos: ¡Velad por la vida! Seguid defendiendo la vida. Es la mayor contribución que podéis dar a la construcción de la civilización del amor. ¡Ojalá que el ejército de los defensores de la vida aumente progresivamente! No os desalentéis. Es una gran misión que os confía la Providencia. Que Dios, de quien procede toda vida, os bendiga.

Desde los tiempos en que era pastor, obispo y cardenal en Polonia, tengo una deuda con algunas personas que colaboraron conmigo generosamente y con valentía en la defensa de la vida. Hoy deseo darles nuevamente las gracias de corazón por todo ello. Que Dios se lo pague.

4. El deber del servicio nos corresponde a todos y cada uno, pero es una responsabilidad que atañe de modo particular a la familia, que es una «comunidad de vida y amor» (Gaudium et spes GS 48).

Hermanos y hermanas, no olvidéis, ni siquiera por un instante, el gran valor que significa en sí misma la familia. Gracias a la presencia sacramental de Cristo, gracias a la alianza libremente sellada, con la que los cónyuges se entregan recíprocamente, la familia es una comunidad sagrada. Es una comunión de personas unidas por el amor, del que san Pablo escribe: «Se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta, y no acaba nunca» (1Co 13,6-8).

Cada familia puede construir ese amor. Pero en el matrimonio sólo y exclusivamente se puede lograr si los cónyuges realizan una «entrega sincera de sí mismos» (Gaudium et spes GS 24), de forma incondicional y para siempre, sin poner límite alguno. Este amor conyugal y familiar queda constantemente ennoblecido y perfeccionado por las preocupaciones y las alegrías comunes, por la mutua ayuda en los momentos difíciles. Cada uno se olvida de sí mismo por el bien de la persona amada. Un amor verdadero no se extingue nunca. Se convierte en fuente de fuerza y fidelidad conyugal. La familia cristiana, fiel a su alianza sacramental, se transforma en auténtico signo del amor gratuito y universal de Dios a los hombres. Este amor de Dios constituye el centro espiritual de la familia y su fundamento. A través de este amor, la familia nace, se desarrolla, madura y es fuente de paz y felicidad para los padres y los hijos. Es un verdadero nido de vida y unidad.

Queridos hermanos y hermanas, esposos y padres, el sacramento que os une, os une en Cristo. Os une con Cristo. «¡Gran misterio es éste!» (Ep 5,32). Dios «os dio su amor». Viene a vosotros, está presente en medio de vosotros y habita en vuestras almas, en vuestras familias, en vuestras casas. Lo sabía muy bien san José. Por eso, no dudó en encomendarse a Dios él mismo y a su familia. En virtud de ese abandono, cumplió a fondo su misión, que Dios le confió con respecto a María y a su Hijo. Sostenidos por el ejemplo y la protección de san José, dad un testimonio constante de entrega y generosidad. Proteged y rodead de cariño la vida de cada uno de vuestros hijos, de toda persona, especialmente de los enfermos, de los débiles y de los minusválidos. Dad testimonio de amor a la vida y compartidla con generosidad.

943 San Juan escribe: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1Jn 3,1). El hombre adoptado en Cristo como hijo de Dios es realmente partícipe de la filiación del Hijo de Dios. Por eso, san Juan, desarrollando su pensamiento, prosigue así: «Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1Jn 3,2). Eso es el hombre. Esa es su plena e inefable dignidad. El hombre está llamado a ser partícipe de la vida de Dios; a conocer, iluminado por la fe, y a amar a su Creador y Padre, primero mediante todas sus criaturas aquí en la tierra y, después, en la visión beatífica de su divinidad por los siglos.

Eso es el hombre. En el itinerario del Congreso eucarístico el hombre se revela a cada paso: el hombre en la comunidad de la familia y de la nación; el hombre, partícipe de la vida de Dios.

B. Juan Pablo II Homilías 938