B. Juan Pablo II Homilías 1195


VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

MISA DE CLAUSURA DEL II SÍNODO NACIONAL


Varsovia, 11 de junio 1999


1. «Déjame ir al campo a espigar» (Rt 2,2).

La liturgia de hoy nos presenta la imagen de la siega. La primera lectura nos muestra a Rut, la moabita, que acude al campo de Booz, un hombre rico, para espigar. Aunque la manera de realizar la siega en Israel era diversa de la de Polonia, sin embargo hay alguna semejanza y, por consiguiente, podemos acudir a nuestra experiencia. Con la imagen de una mies polaca ante nuestros ojos, pensemos en el segundo Sínodo plenario, que concluye hoy en la catedral de Varsovia. También este Sínodo constituye una especie de siega. Durante los años de los trabajos sinodales se ha tratado de recoger lo que ha producido el terreno de la Iglesia, a lo largo de los últimos decenios del siglo, en Polonia. Con los trabajos del Sínodo habéis tratado de hacer esa recolección. Ante todo, os habéis esforzado por analizar, llamar las cosas por su nombre, valorar y sacar conclusiones. Hoy traéis todo eso y lo presentáis como ofrenda a Dios, igual que los segadores, al concluir la cosecha, llevan gavillas de espigas, confiando en que será útil lo que han recogido; como el pan, que se hace de trigo, con la esperanza de que las futuras generaciones se alimenten de él.

2. Ya desde el inicio, la Iglesia polaca ha considerado los sínodos como instrumentos eficaces para la reforma y la renovación de la vida cristiana, siguiendo la costumbre, consolidada desde los tiempos de los Apóstoles, de realizar una reflexión común sobre los problemas más importantes y difíciles. Después del período antiguo del desarrollo de la vida sinodal en la Iglesia, el concilio de Trento dio nuevo impulso a esa tradición. Los sínodos que han tenido lugar después del concilio de Trento, con sus decretos, se han convertido en un elemento válido de profundización de la fe y en una indicación del camino evangélico para todas las generaciones del pueblo de Dios en nuestra patria. Grandes méritos tuvieron en esto los arzobispos de Gniezno, que convocaron varios sínodos provinciales: los arzobispos Karnkowski, Maciejowski, Gembicki, Wezyk y Lubienski. Fueron auténticos propagadores de la reforma conciliar, que veía en la institución sinodal un camino eficaz de renovación.

En nuestro siglo la actividad sinodal se intensificó después de que Polonia recuperó su independencia. Así, en 1936, se celebró el Sínodo plenario de las cinco sedes metropolitanas polacas y tuvieron lugar numerosos sínodos diocesanos. Su finalidad era renovar la vida religiosa de los fieles tras los muchos años de pérdida de la independencia, así como unificar el derecho eclesiástico. La laudable costumbre de convocar sínodos prosiguió después de la segunda guerra mundial. Especialmente tras el concilio Vaticano II, se comenzaron a celebrar sínodos de índole pastoral. En sus deliberaciones se remitían a la enseñanza y a las directrices del Concilio, implicando a toda la comunidad eclesial.

1196 Esta breve historia nos muestra de qué manera las generaciones que se sucedían buscaban, mediante estos sínodos, caminos nuevos para renovar la vida cristiana, dando una gran contribución al desarrollo y a la actividad de la Iglesia. Hace ocho años, junto con todo el Episcopado polaco, en la basílica del Sagrado Corazón de Jesús, en Varsovia-Praga, tuve ocasión de inaugurar los trabajos del segundo Sínodo plenario. Dije entonces: «Vuestro Sínodo abre sus trabajos después del concilio Vaticano II, el concilio de nuestro siglo. A la vez, éste se encuentra frente al comienzo del tercer milenio después de Cristo. Estas circunstancias por sí mismas influyen en el carácter del Sínodo plenario y en sus tareas. En él no puede menos de reflejarse toda la novedad conciliar del Vaticano II. Tampoco puede dejar de poner de relieve todos los signos de los tiempos, que se dibujan en este final de nuestro siglo» (Homilía durante la inauguración del segundo Sínodo plenario, 8 de junio de 1991, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de julio de 1991, p. 8).

3. Sé que los más importantes temas conciliares estuvieron presentes en vuestros trabajos sinodales, en los que participaron más de seis mil grupos de estudio. Los documentos aprobados manifiestan la solicitud común por la renovación de la vida cristiana en la Iglesia polaca, según el espíritu del concilio ecuménico Vaticano II e indican también la dirección del trabajo futuro.

En la carta apostólica Tertio millennio adveniente escribí que la mejor preparación para el jubileo del año 2000 es la puesta en práctica, lo más fiel posible, en la vida de cada uno y de toda la Iglesia, de las enseñanzas del Vaticano II (cf. n. 20). Al mismo tiempo, señalé la necesidad de hacer un discernimiento espiritual sobre el tema de «la recepción del Concilio, este gran don del Espíritu a la Iglesia al final del segundo milenio» (ib., 36). Me alegra que el segundo Sínodo plenario de Polonia haya abordado esa tarea, tratando de releer la enseñanza del Concilio y de asimilar con mayor fidelidad sus directrices, de acuerdo con el lema escogido: «Con el mensaje del Concilio, en el tercer milenio».

La Iglesia, en cuanto realidad divino-humana inmersa en el tiempo, necesita una continua renovación para poder asemejarse cada vez más a su Fundador. Esa renovación es, ante todo, obra del Espíritu Santo, que «habita en la Iglesia y, con la fuerza del Evangelio, la rejuvenece y la lleva a la unión perfecta con Cristo» (cf. Lumen gentium,
LG 4).

El concilio ecuménico Vaticano II puso en marcha un gran proceso de renovación en la Iglesia, que requiere la colaboración de todos sus miembros. Durante sus trabajos, la Iglesia realizó una profunda reflexión sobre sí misma y sobre sus relaciones con el mundo contemporáneo. Al mismo tiempo, trazó el camino que se ha de recorrer para poder cumplir la misión recibida de Cristo. El Concilio, con gran firmeza, puso el acento en la corresponsabilidad de todos sus miembros para el bien de la Iglesia: obispos, sacerdotes, consagrados y laicos. La variedad de los carismas y de las tareas concedida por el Espíritu Santo al clero y a los laicos debe contribuir a la construcción de la comunidad eclesial, en sus diversos niveles de vida: parroquial, diocesana, nacional e internacional.

4. La formación de una sociedad nueva, basada en el respeto a los derechos del hombre, de la verdad y de la libertad, exige de todos los hijos e hijas de la Iglesia una conciencia que constituya el punto de partida para una responsabilidad eclesial más amplia. Conviene que en esta situación el Sínodo plenario haya reconocido como su tarea fundamental trabajar en la reconstrucción y en la profundización de esta conciencia eclesial, tanto entre los laicos como entre el clero. El largo período de la lucha contra el sistema totalitario comunista debilitó en muchos el sentido religioso, favoreciendo la tendencia a considerar la Iglesia como una institución puramente humana y a reducir la religión al ámbito privado. Se ha tratado de debilitar a la Iglesia como comunidad reunida en torno a Cristo, que da testimonio público de la fe que profesa.

Si, gracias a los trabajos del Sínodo, la Iglesia está llamada a consolidarse como comunidad de creyentes, se puede realizar principalmente mediante una participación consciente en su vida, de acuerdo con el carisma propio del estado de vida de cada uno y según el principio de subsidiariedad. Así pues, el Sínodo podrá cumplir su finalidad de renovar en el corazón de todos, tanto del clero como de los laicos, el sentido de responsabilidad eclesial y la voluntad de cooperar en la realización de la misión salvífica de la Iglesia.

Con todo, el mensaje que nos dejó el concilio Vaticano II es mucho más amplio. No sólo atañe a la verdad sobre la Iglesia como comunidad visible de fe, esperanza y caridad, sino también a su relación con el mundo que nos rodea. La evangelización exige hoy un dinamismo apostólico que no se cierre ante los problemas del mundo. Doy gracias a Dios todopoderoso por todas las orientaciones y enseñanzas que el Sínodo ha sembrado en la mente y en el corazón de sus participantes, que les han permitido presentarse ante el mundo como testigos del Evangelio.

El Sínodo plenario polaco se inserta en la preparación de todo el pueblo de Dios para el año 2000, en la serie de sínodos que se están celebrando durante este tiempo en la Iglesia. Forman parte de esa serie tanto los sínodos ordinarios como los extraordinarios, los sínodos continentales, regionales o diocesanos. El segundo Sínodo plenario y su puesta en práctica deben afrontar el gran desafío que se plantea hoy a la Iglesia en Polonia: la necesidad de una nueva evangelización, es decir, la realización de la obra salvífica de Dios, que requiere nuevos caminos para la difusión del Evangelio de Cristo.

5. Quiero dar las gracias a todos los que han prestado su contribución a la preparación de este Sínodo y que han colaborado durante todo el tiempo de su desarrollo: al señor cardenal primado, presidente del Sínodo, a los obispos, a los sacerdotes y a los laicos que han trabajado en la comisión permanente y en la secretaría del Sínodo. En particular, quiero dar las gracias a los que han trabajado en los grupos sinodales y que, con su oración, con su reflexión y con iniciativas apostólicas concretas han construido este Sínodo. Que Dios recompense vuestros esfuerzos y vuestro celo, mediante los cuales habéis demostrado lo mucho que amáis a la Iglesia y lo mucho que os interesa su futuro.

6. «El reino de Dios es semejante a un hombre que arroja la semilla en la tierra» (Mc 4,26). El evangelio de hoy habla del crecimiento del reino de Dios. Es semejante a una semilla. Aunque el hombre «duerma o vele, de noche o de día, la semilla brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega» (Mc 4,27-29). Mientras estamos a punto de clausurar el Sínodo plenario, Cristo nos indica para qué ha servido desde el principio y para qué debe servir en adelante. Ha servido para la extensión del reino de Dios. Las palabras del Evangelio muestran de qué manera ese reino crece en la historia del hombre, así como en la de las naciones y las sociedades. Crece de modo orgánico. De una pequeña semilla, como el grano de mostaza, se transforma poco a poco en un gran árbol. Espero que suceda lo mismo también con este segundo Sínodo plenario y con tantas otras iniciativas de la Iglesia en Polonia.

1197 Ciertamente, la divina Providencia ha querido que la clausura del Sínodo coincida con la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, instituida por la Sede apostólica en el siglo XVIII, atendiendo las insistentes peticiones de los obispos polacos. Hoy toda la Iglesia medita y venera de modo especial el inefable amor de Dios, que encontró su expresión humana en el Corazón del Salvador, traspasado por la lanza del centurión. Hoy recordamos también el centenario de la consagración de todo el género humano al Sagrado Corazón de Jesús, un gran acontecimiento en la Iglesia, que ha contribuido al desarrollo del culto y ha dado frutos salvíficos de santidad y de celo apostólico.

«Dios es amor» (
1Jn 4,8) y el cristianismo es la religión del amor. Mientras los demás sistemas de pensamiento y de acción quieren construir el mundo del hombre sobre la riqueza, el poder, la injusticia, la ciencia o el placer, la Iglesia anuncia el amor. El Sagrado Corazón de Jesús es precisamente la imagen del amor infinito y misericordioso que el Padre celestial ha derramado sobre el mundo por medio de su Hijo, Jesucristo. La nueva evangelización tiene como finalidad llevar a los hombres al encuentro con ese amor. Sólo el amor, revelado por el Corazón de Cristo, es capaz de transformar el corazón del hombre y abrirlo al mundo entero, para hacerlo más humano y más divino.

El Papa León XIII escribió, hace cien años, que en el Corazón de Jesús «es preciso depositar toda esperanza. En él hay que buscar y de él esperar la salvación de todos los hombres» (Annum sacrum, 6). También yo exhorto a renovar y a difundir el culto al Sagrado Corazón de Jesús. Acercad a esta «fuente de vida y santidad» a las personas, a las familias, a las comunidades parroquiales, a todos los ambientes, para que puedan encontrar en él «la inescrutable riqueza de Cristo» (Ep 3,8). Sólo quienes estén «arraigados y fundados en la caridad» (Ep 3,17) saben oponerse a la civilización de la muerte y construir, sobre los escombros del odio, del desprecio y de la injusticia, una civilización que tiene su fuente en el Corazón del Salvador.

Para terminar mi encuentro con vosotros, en esta solemnidad tan querida en la Iglesia entera, encomiendo toda la obra del segundo Sínodo plenario, su aplicación y sus frutos en Polonia, al Sagrado Corazón de Jesús y al Corazón inmaculado de su Madre, que, al pronunciar su «sí» se unió sin reservas al sacrificio redentor de su Hijo.



VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA


Sandomierz, sábado 12 de junio 1999



1. «Su madre le dijo: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando"» (Lc 2,48).

Hoy la liturgia de la Iglesia celebra la memoria del Inmaculado Corazón de la santísima Virgen María. Contemplamos a María que, solícita y preocupada, busca a Jesús, perdido durante la peregrinación a Jerusalén. María y José, como devotos israelitas, acudían cada año a Jerusalén con ocasión de la fiesta de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, los acompañó por primera vez. Precisamente entonces tuvo lugar el acontecimiento que meditamos en el quinto misterio gozoso del santo rosario: el niño Jesús perdido y hallado en el templo. San Lucas lo describe de forma muy emotiva, gracias a las noticias recibidas, como es de suponer, de la Madre de Jesús: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? (...) Angustiados, te andábamos buscando». María, que había llevado a Jesús junto a su corazón y lo había protegido de Herodes huyendo a Egipto, confiesa humanamente su gran preocupación por su Hijo. Sabe que debe estar presente en su camino. Sabe que mediante el amor y el sacrificio colaborará con él en la obra de la redención. Así entramos en el misterio del gran amor de María a Jesús, del amor que abraza con su Corazón inmaculado al Amor inefable, el Verbo del Padre eterno.

La Iglesia nos recuerda este misterio precisamente aquí, en Sandomierz, esta antiquísima ciudad donde, desde hace más de mil años, coinciden la historia de la Iglesia y la de la patria. Saludo a toda la Iglesia de Sandomierz, encabezada por su pastor, el obispo Waclaw Swierzawski, a los obispos auxiliares, a los sacerdotes y a las órdenes religiosas, tanto masculinas como femeninas. Os saludo a todos, amados hermanos y hermanas, que participáis en este santísimo sacrificio. Saludo al obispo castrense del ejército polaco, así como a los soldados, a los suboficiales, a los oficiales y a los generales. Saludo a los representantes del Episcopado polaco, y a los obispos huéspedes de las autoridades estatales y locales aquí presentes.

Saludo cordialmente a la antiquísima Sandomierz, tan querida para mí. Abrazo de corazón a las demás ciudades y centros industriales, particularmente a Stalowa Wola, ciudad símbolo del gran trabajo, de la gran fe de los trabajadores, que con generosidad digna de admiración y con valentía construyeron su templo, a pesar de las dificultades y amenazas de las autoridades de entonces. Yo tuve la dicha de bendecir esa iglesia. ¡Cuántas veces he visitado esta tierra de Sandomierz! A menudo pude encontrarme con la historia de vuestra ciudad y aprender aquí la historia de la cultura nacional. En efecto, esta ciudad tiene una fuerza admirable, cuya fuente está arraigada en la tradición cristiana. Sandomierz es, en realidad, un gran libro de la fe de nuestros antepasados. Muchas de sus páginas han sido escritas por santos y beatos. Quiero citar ante todo al patrono de la ciudad, el beato Vicente Kadlubek, que fue preboste de la catedral de Sandomierz y obispo de Cracovia, y, más tarde, se hizo monje pobre de la orden cisterciense en Jedrzejów. Fue el primer polaco que escribió la historia de la nación, en la «Crónica polaca».

En el siglo XIII esta tierra fue fecundada por la sangre de los beatos mártires de Sandomierz, clérigos y laicos, que en gran número murieron por la fe a manos de los tártaros y, junto con ellos, el beato Sadok y 48 padres dominicos del convento anexo a la iglesia románica de Santiago. En los templos de Sandomierz anunciaron el Evangelio san Jacinto, el beato Czeslaw y san Andrés Bobola. Los padres dominicos promovían aquí con fervor el culto a la Virgen. En el colegio «Gostomianum», los jesuitas instruyeron y formaron a la juventud. En la iglesia del Espíritu Santo, los religiosos espiritanos dirigían el hospital para los enfermos, la casa de acogida para los pobres y los asilos para niños. Esta ciudad recuerda a Jan Dlugosz y santa Eduvigis, reina, de cuya muerte se celebra este año el 600· aniversario.

También en tiempos recientes esta tierra ha dado frutos de santidad. Orgullo de la Iglesia de Sandomierz son los laicos y los clérigos que, con su vida, dieron testimonio del amor a Dios, a la patria y al hombre. Quiero recordar en particular al obispo siervo de Dios mons. Piotr Golebiowski, que guardó con mansedumbre y perseverancia el rebaño que se le había confiado. Actualmente, como sabemos, está en curso el proceso de beatificación de este pastor bueno de la diócesis de Sandomierz. Recuerdo también al sacerdote siervo de Dios profesor Wincenty Granat, insigne teólogo y rector de la universidad católica de Lublin, con quien me encontré en muchas ocasiones. Asimismo, quiero recordar con gratitud a Franciszek Jop, obispo auxiliar de esta diócesis, nombrado más tarde vicario capitular en Cracovia, y, por último, al obispo de Opole. La archidiócesis de Cracovia, de la que fue administrador en la difícil década de 1950, le debe mucho. Monseñor Jop fue también uno de mis obispos consagrantes.

1198 Hoy en Sandomierz, junto con todos vosotros, alabo a Dios por este gran patrimonio espiritual que, en los tiempos de la repartición de Polonia, de la ocupación alemana y de la dominación totalitaria por parte del sistema comunista, permitió a la población de esta tierra conservar la identidad nacional y cristiana. Con grandísima sensibilidad debemos ponernos a la escucha de esta voz del pasado, para llevar más allá del umbral del año 2000 la fe y el amor a la Iglesia y a la patria, y transmitirlos a las futuras generaciones. Aquí podemos darnos fácilmente cuenta de que el tiempo del hombre, de las comunidades y de las naciones está impregnado de la presencia de Dios y de su acción salvífica.

2. En el itinerario de mi peregrinación por Polonia me acompaña el evangelio de las ocho bienaventuranzas pronunciadas por Cristo en el sermón de la Montaña. Aquí, en Sandomierz, Cristo nos dice: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (
Mt 5,8). Estas palabras nos introducen en lo más íntimo de la verdad evangélica sobre el hombre. Encuentran a Jesús los que lo buscan, como lo buscaban María y José. Este acontecimiento ilumina la gran tensión presente en la vida de todo hombre: la búsqueda de Dios. Sí, el hombre busca verdaderamente a Dios; lo busca con su mente, con su corazón y con todo su ser. Dice san Agustín: «Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (cf. Confesiones, I, 1). Esta inquietud es una inquietud creativa. El hombre busca a Dios porque en él, sólo en él, puede encontrar su realización, la realización de sus aspiraciones a la verdad, al bien y a la belleza. «Tú no me buscarías si no me hubieras ya encontrado antes», escribe de Dios y del hombre Blas Pascal (Pensamientos, VII, n. 555). Eso significa que Dios mismo participa en nuestra búsqueda, quiere que el hombre lo busque y crea en él las condiciones necesarias para que lo pueda encontrar. Por lo demás, Dios mismo se acerca al hombre, le habla de sí mismo, le permite conocerse. La sagrada Escritura es una gran lección sobre el tema de esta búsqueda y encuentro con Dios. Nos presenta numerosas y magníficas figuras de los que buscan y encuentran a Dios. Al mismo tiempo, enseña cómo debe acercarse el hombre a Dios, qué condiciones debe cumplir para encontrarse con ese Dios, para conocerlo y para unirse a él.

Una de esas condiciones es la pureza de corazón. ¿De qué se trata? Aquí tocamos la esencia misma del hombre, el cual, en virtud de la gracia de la redención obrada por Cristo, ha recuperado la armonía del corazón perdida en el paraíso a causa del pecado. Tener un corazón limpio quiere decir ser un hombre nuevo, que ha recibido nuevamente la vida de comunión con Dios y con toda la creación por el amor redentor de Cristo; ha vuelto a la comunión, que es su destino originario.

La pureza de corazón es, ante todo, don de Dios. Cristo, al darse al hombre en los sacramentos de la Iglesia, pone su morada en su corazón y lo ilumina con el «esplendor de la verdad». Sólo la verdad que es Jesucristo es capaz de iluminar la razón, purificar el corazón y formar la libertad humana. Sin la comprensión y la aceptación, la fe se apaga. El hombre pierde la visión del sentido de las cosas y los acontecimientos, y su corazón busca la satisfacción donde no la puede encontrar. Por eso, la pureza de corazón es, ante todo, la pureza de la fe.

En efecto, la pureza de corazón prepara para la visión de Dios cara a cara en la dimensión de la felicidad eterna. Sucede así porque ya en la vida temporal los limpios de corazón son capaces de ver en toda la creación lo que viene de Dios. En cierto sentido, son capaces de descubrir el valor divino, la dimensión divina, la belleza divina de toda la creación. De alguna manera, la bienaventuranza del sermón de la Montaña nos indica toda la riqueza y toda la belleza de la creación, y nos exhorta a saber descubrir en cada cosa lo que procede de Dios y lo que lleva a él. En consecuencia, el hombre carnal y sensual debe ceder, debe dejar lugar al hombre espiritual, espiritualizado. Es un proceso profundo, que supone esfuerzo interior. Sostenido por la gracia, da frutos admirables.

La pureza de corazón es, por tanto, una tarea para el hombre, que debe realizar constantemente el esfuerzo de luchar contra las fuerzas del mal, contra las que empujan desde el exterior y las que actúan desde el interior, que lo quieren apartar de Dios. Y, así, en el corazón del hombre se libra un combate incesante por la verdad y la felicidad. Para lograr la victoria en este combate, el hombre debe dirigirse a Cristo: sólo puede triunfar si está robustecido por la fuerza de su cruz y su resurrección. «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro» (Ps 50,12), exclama el salmista, consciente de la debilidad humana, porque sabe que para ser justo ante Dios no basta el esfuerzo humano.

3. Queridos hermanos y hermanas, este mensaje sobre la pureza de corazón resulta sumamente actual. La civilización de la muerte quiere destruir la pureza de corazón. Uno de sus métodos de acción consiste en poner intencionalmente en duda el valor de la actitud del hombre que definimos como virtud de la castidad. Es un fenómeno particularmente peligroso cuando el objetivo del ataque es la conciencia sensible de los niños y los jóvenes. Una civilización que, al obrar así, hiere e incluso destruye una correcta relación entre dos personas, es una civilización de la muerte, porque el hombre no puede vivir sin el verdadero amor.

Dirijo estas palabras a todos los que participáis en este sacrificio eucarístico, pero de modo especial a los numerosos jóvenes aquí presentes, a los soldados y a los scouts. Anunciad al mundo la «buena nueva» sobre la pureza de corazón y, con el ejemplo de vuestra vida, transmitid el mensaje de la civilización del amor. Sé cuán sensibles sois a la verdad y a la belleza. Hoy la civilización de la muerte os propone, entre otras cosas, el así llamado «amor libre». Con este género de deformación del amor se llega a la profanación de uno de los valores más queridos y sagrados, porque el libertinaje no es ni amor ni libertad. «No os acomodéis al mundo presente; antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12,2), nos recomienda san Pablo. No tengáis miedo de vivir contra las opiniones de moda y las propuestas que se oponen a la ley de Dios. La valentía de la fe cuesta mucho, pero no podéis perder el amor. A nadie permitáis que os haga esclavos. No os dejéis seducir por los espejismos de felicidad, por los cuales deberíais pagar un precio demasiado alto: el precio de heridas a menudo incurables o incluso de una vida rota, la vuestra y la de los demás.

Quiero repetiros a vosotros lo que dije una vez a los jóvenes en otro continente: «Sólo un corazón limpio puede amar plenamente a Dios. Sólo un corazón limpio puede llevar plenamente a cabo la gran empresa de amor que es el matrimonio. Sólo un corazón limpio puede servir plenamente a los demás. (...) No dejéis que destruyan vuestro futuro. No os dejéis arrebatar la riqueza del amor. Asegurad vuestra fidelidad, la de vuestras futuras familias, que formaréis en el amor de Cristo» (Discurso a los jóvenes en Asunción, 18 de mayo de 1988, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de junio de 1988, p. 21).

Me dirijo también a nuestras familias polacas; a vosotros, padres y madres. Es preciso que la familia tome una firme actitud de defensa de su hogar, de defensa de la dignidad de toda persona. Proteged vuestra familia contra la pornografía, que hoy invade, bajo diversas formas, la conciencia del hombre, especialmente de los niños y los jóvenes. Defended la pureza de las costumbres en vuestro hogar y en la sociedad. La educación en la pureza es una de las grandes tareas de la evangelización que hemos de realizar. Cuanto más pura sea la familia, tanto más sana será la nación. Y nosotros queremos seguir siendo una nación digna de su nombre y de su vocación cristiana.

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8).

1199 4. Contemplemos a la Virgen inmaculada de Nazaret, la Madre del amor hermoso, que acompaña a los hombres de todos los tiempos, y en particular de nuestros tiempos, en la «peregrinación de la fe» hacia la casa del Padre. No sólo nos la recuerda la memoria litúrgica de hoy, sino también la magnífica basílica catedral que domina esta ciudad. Lleva su nombre: es una coincidencia elocuente del lugar y del momento. Incluso la Madre de Jesús, a la que fue revelado del modo más pleno el misterio de la filiación divina de Cristo, tuvo que aprender poco a poco el misterio de la cruz: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? -nos recuerda el evangelio de hoy-. Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando» (Lc 2,48). Él respondió: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). «Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio» (Lc 2,50). En efecto, Jesús les hablaba de su obra mesiánica.

Antes de comprenderlo, el hombre aprende «con el dolor de su corazón» el Amor crucificado. Pero si, como María, conserva fielmente en su corazón (cf. Lc Lc 2,51) todo lo que le dice Cristo, si es fiel a la llamada divina, comprenderá al pie de la cruz lo más importante, o sea, que sólo es verdadero el amor unido a Dios, que es Amor.



VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA


Zamosc, 12 de junio 1999


1. «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45).

A lo largo del itinerario de nuestra peregrinación por Polonia nos encontramos nuevamente con María. Es un don especial de la gracia divina el hecho de que precisamente en Zamosc, donde, desde hace muchas generaciones, María es venerada como Madre de la divina protección en el santuario-catedral, debemos celebrar una segunda etapa de la solemnidad de su Corazón inmaculado. La liturgia de hoy nos presenta el pasaje de la Visitación de la Virgen María. Es muy conocido su camino después de la Anunciación: desde Nazaret se dirige a la aldea de montaña de Judea donde habitaba su prima Isabel. María va para ayudarla en los días de su preparación para la maternidad. Camina por las sendas de su tierra llevando en su interior el sumo misterio.

Leemos en el evangelio que la revelación de ese misterio aconteció de una manera desacostumbrada. «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno!» (Lc 1,42). Con estas palabras Isabel saludó a María. «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?» (Lc 1,43). Isabel ya conoce el plan de Dios y lo que, en ese instante, es un misterio suyo y de María. Sabe que su hijo, Juan Bautista, deberá preparar el camino del Señor, deberá convertirse en el heraldo del Mesías, de aquel que la Virgen de Nazaret ha concebido por obra del Espíritu Santo. El encuentro de las dos madres, Isabel y María, anticipa los acontecimientos que habrán de cumplirse y, en cierto sentido, prepara para ellos. ¡Feliz tú, por haber creído en la palabra de Dios que te anuncia el nacimiento del Redentor del mundo!, dice Isabel. Y María responde con las palabras del Magnificat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador» (Lc 1,46-47). Realmente las maravillas de Dios, los grandes misterios de Dios, se cumplen de manera oculta, dentro de la casa de Zacarías. Toda la Iglesia se referirá continuamente a ellos; repetirá con Isabel: «¡Feliz la que ha creído!» y, con María, cantará el Magnificat.

En efecto, el acontecimiento que tuvo lugar en la tierra de Judea encierra un contenido inefable. Dios vino al mundo. Se hizo hombre. Por obra del Espíritu Santo fue concebido en el seno de la Virgen de Nazaret, para nacer en el pesebre de Belén. Pero antes de que todo eso suceda, María lleva a Jesús, como toda madre lleva en sí al hijo de su seno. No sólo lleva su existencia humana, sino también todo su misterio, el misterio del Hijo de Dios, Redentor del mundo. Por eso, también la visita de María a la casa de Isabel es, en cierto sentido, un acontecimiento común y, al mismo tiempo, un evento único, extraordinario e irrepetible.

Juntamente con María viene el Verbo eterno, el Hijo de Dios. Viene para estar en medio de nosotros. De la misma manera que entonces el tiempo anterior al nacimiento lo había vinculado a Nazaret y luego a Judea, donde vivía Isabel, y definitivamente a la pequeña aldea de Belén, donde debía venir al mundo, así ahora cada visita suya lo vincula siempre a otro lugar de la tierra, donde la celebramos en la liturgia.

2. Hoy leemos el evangelio de la Visitación en la tierra de Zamosc. En cierto sentido, el misterio de la venida de María y de su Hijo es también nuestro misterio. Me alegra mucho poder vivirlo juntamente con vosotros, en la comunidad de la diócesis de Zamosc-Lubaczów. Es una diócesis reciente, pero con una tradición religiosa y cultural muy rica, que se remonta al siglo XVI. En ella, desde el principio, se realizaron intensos contactos con la Sede apostólica: fruto especial de ellos es la famosa Academia de Zamosc-la tercera, después de Cracovia y Vilna-, una institución académica en la República de Polonia, fundada con el apoyo del Papa Clemente VIII. La colegiata de Zamosc, que tuve el honor de elevar a la dignidad de catedral, es testigo silenciosa pero muy elocuente de una herencia de siglos. No sólo conserva en su interior magníficos monumentos de la arquitectura y del arte religioso, sino también las cenizas de los que formaron esa gran tradición. Al visitar hoy esta hermosa ciudad y la tierra de Zamosc, me alegra poder volver a este tesoro plurisecular de nuestra fe y de nuestra cultura.

Saludo cordialmente a todos los fieles aquí reunidos y a los que se hallan espiritualmente unidos a nosotros. Saludo al pastor de esta comunidad, el obispo Jan Srutwa con su auxiliar Mariusz Leszczynski y a todos los presbíteros y personas consagradas. Saludo asimismo a los representantes de las autoridades estatales y regionales. Quiero expresar mi agradecimiento en particular a los que apoyan mi peregrinación con la oración y con el ofrecimiento de sus sufrimientos. Pido a Dios que participen en las gracias de esta visita.

3. La colocación providencial de la escena de la Visitación de María en el marco excepcional de la belleza de esta ciudad y de esta tierra me hace volver con la mente al relato bíblico de la creación, que tiene su explicación y su complemento en el misterio de la Encarnación. En los días de la creación Dios contempló la obra de su plan y vio que todo lo que había hecho estaba muy bien. No podía ser de otra manera. La armonía de la creación reflejaba la íntima perfección del Creador. Al final, Dios creó al hombre. Lo creó a su imagen y semejanza. Le encomendó toda la magnificencia del mundo para que, gozando de él y usando sus bienes de modo libre y racional, contribuyera activamente al perfeccionamiento de la obra de Dios. Y la Escritura dice que entonces «Dios vio lo que había hecho, y todo estaba muy bien» (Gn 1,31).


B. Juan Pablo II Homilías 1195