B. Juan Pablo II Homilías 1200

1200 Sin embargo, después del pecado original del hombre, el mundo, al ser su propiedad particular, en cierto sentido compartió su destino. El pecado no sólo rompió el vínculo de amor entre el hombre y Dios y destruyó la unidad entre los hombres; también alteró la armonía de toda la creación. La sombra de la muerte descendió sobre el género humano y sobre todo lo que por voluntad de Dios debería existir para el hombre.

No obstante, al hablar de la participación del mundo en los efectos del pecado del hombre, caemos en la cuenta de que no podía quedar privado de la participación en la promesa divina de la Redención. El tiempo del cumplimiento de esa promesa para el hombre y para la creación entera llegó cuando María, por obra del Espíritu Santo, se transformó en Madre del Hijo de Dios. Él es el primogénito de la creación (cf. Col
Col 1,15). Todo lo que ha sido creado, desde siempre estaba en él. Cuando vino al mundo, vino a su propiedad, como dice san Juan (cf. Jn Jn 1,11). Vino para abrazar la creación, para iniciar la obra de la redención del mundo, para devolver a la creación su santidad y dignidad originales. Vino para hacernos ver, con su venida, esta particular dignidad de la naturaleza creada.

Mientras recorro Polonia, desde el Báltico hasta Wielkopolska, Masovia, Warmia y Masuria, y luego sus regiones orientales, desde Bialystok hasta Zamosc, y contemplo la belleza de esta tierra patria, tomo conciencia de esa dimensión particular de la misión salvífica del Hijo de Dios. Aquí parecen hablar con una fuerza excepcional el azul del cielo, el verde de los bosques y de los campos, la plata de los lagos y de los ríos. Aquí suena de modo muy familiar, polaco, el canto de los pájaros. Y todo ello testimonia el amor del Creador, la fuerza vivificante de su Espíritu y la redención realizada por el Hijo para el hombre y para el mundo. Todas estas criaturas hablan de su santidad y de su dignidad, recuperadas cuando Aquel que fue «engendrado antes de toda criatura» asumió el cuerpo de la Virgen María.

Al hablar hoy de esa santidad y de esa dignidad, lo hago con espíritu de acción de gracias a Dios, que ha realizado obras tan grandes en favor nuestro; al mismo tiempo, lo hago con espíritu de solicitud por la conservación del bien y de la belleza concedida por el Creador. En efecto, existe el peligro de que lo que hace gozar así la vista y exultar el espíritu pueda ser destruido. Sé que los obispos polacos expresaron ya esa preocupación hace diez años, dirigiéndose a todos los hombres de buena voluntad, en una carta pastoral sobre el tema de la conservación del medio ambiente. Con razón escribieron que «toda actividad del hombre como ser responsable, tiene una dimensión moral. El deterioro del ambiente afecta al bien de la creación dada al hombre por Dios Creador como indispensable para su vida y para su desarrollo. Existe la obligación de usar correctamente ese don con espíritu de gratitud y respeto. Por otra parte, la conciencia de que este don está destinado a todos los hombres y constituye un bien común engendra una obligación frente al prójimo. Por eso, es preciso reconocer que toda acción que no tiene en cuenta el derecho de Dios sobre su obra, así como el derecho del hombre, objeto del regalo del Creador, va en contra del mandamiento del amor. (...) Así pues, es necesario caer en la cuenta de que existe un pecado grave contra el ambiente natural que grava sobre nuestra conciencia, que engendra una seria responsabilidad frente a Dios creador» (Carta pastoral del 2 de mayo de 1989).

Al hablar de la responsabilidad ante Dios, somos conscientes de que aquí no sólo se trata de lo que, en el lenguaje de hoy, se suele llamar ecología. No basta buscar la causa de la destrucción del mundo en una excesiva industrialización, en una acrítica aplicación en la industria y en la agricultura de conquistas científicas y tecnológicas, o en una afanosa búsqueda de la riqueza sin tener en cuenta los efectos futuros de esas acciones. Aunque no se puede negar que esas acciones producen grandes daños, es fácil observar que su fuente se encuentra en un nivel más profundo: en la actitud misma del hombre. Parece que lo que resulta más peligroso para la creación y para el hombre es la falta de respeto a las leyes de la naturaleza y la pérdida del sentido del valor de la vida.

La ley inscrita por Dios en la naturaleza y que puede descubrirse por medio de la razón induce al respeto del designio del Creador, un designio que está ordenado al bien del hombre. Esa ley establece cierto orden interior que el hombre encuentra y que debe conservar. Toda actividad que se oponga a ese orden afecta inevitablemente al hombre mismo.

Así acontece cuando se pierde el sentido del valor de la vida como tal, y especialmente de la vida humana. ¿Cómo se puede defender eficazmente la naturaleza cuando se justifican las iniciativas que afectan al corazón mismo de la creación, que es la existencia del hombre? ¿Es posible oponerse a la destrucción del mundo, cuando en nombre del bienestar y de la comodidad se admiten el exterminio de los niños por nacer, la muerte provocada de los ancianos y de los enfermos, y en nombre del progreso se realizan inadmisibles intervenciones y manipulaciones en los mismos inicios de la vida humana? Cuando el bien de la ciencia o los intereses económicos prevalecen sobre el bien de la persona, e incluso de enteras sociedades, las destrucciones provocadas en el ambiente son signo de auténtico desprecio del hombre. Es preciso que todos aquellos que se interesan por el bien del hombre en este mundo den un testimonio constante de que «es el respeto a la vida y, en primer lugar, a la dignidad de la persona humana, la norma fundamental inspiradora de un sano progreso económico, industrial y científico» (Mensaje para la XXIII Jornada mundial de la paz, 1 de enero de 1990, n. 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de diciembre de 1989, p. 11).

4. «Todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. (...) Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1,16-17 Col 1,19-20). Estas palabras de san Pablo parecen trazar el camino cristiano de defensa del bien constituido por todo el mundo creado. Es el camino de la reconciliación en Cristo. Mediante la sangre derramada en la cruz y la resurrección él ha devuelto a la creación el orden originario. De ahora en adelante el mundo entero, y en su centro el hombre, ha sido arrancado de la esclavitud de la muerte y de la corrupción (cf. Rm Rm 8,21); en cierto sentido, ha sido creado de nuevo (cf. Ap Ap 21,5) y ya no existe para la muerte, sino para la vida, para la nueva vida en Cristo. Gracias a la unión con Cristo el hombre redescubre su lugar en el mundo. En Cristo experimenta de nuevo la armonía original que existía entre el Creador, la creación y el hombre antes de sucumbir bajo los efectos del pecado. En él relee la llamada originaria a dominar la tierra, que es la continuación de la obra divina de la creación, y no una explotación incontrolada.

La belleza de esta tierra me impulsa a invocar su conservación para las generaciones futuras. Si amáis esta tierra patria, que no quede sin respuesta esta invocación. De modo especial, me dirijo a cuantos tienen la responsabilidad de este país y de su desarrollo, exhortándolos a no olvidar el deber de protegerlo contra la destrucción ecológica. Deben preparar programas para la conservación del medio ambiente y velar por su realización eficaz. Sobre todo, han de promover actitudes de respeto al bien común, a las leyes de la naturaleza y de la vida. Es preciso que cuenten con el apoyo de las organizaciones que tienen como fin la tutela de los bienes naturales. En la familia y en la escuela no puede faltar la educación para el respeto a la vida, al bien y a la belleza. Todos los hombres de buena voluntad deben colaborar en esta gran obra. Todo discípulo de Cristo debe analizar su propio estilo de vida, para que la justa aspiración al bienestar no ofusque la voz de la conciencia, que pondera lo que está bien y lo que es auténticamente bueno.

5. Al hablar del respeto a la tierra, no puedo olvidar a los que están más fuertemente vinculados a ella y conocen su valor y dignidad. Me refiero a los agricultores, que no sólo en la tierra de Zamosc, sino también en toda Polonia, afrontan el duro esfuerzo del trabajo en el campo, buscando en él los productos indispensables para la vida de los habitantes de las ciudades y de las aldeas. Nadie mejor que los agricultores puede testimoniar cómo si es estéril no da frutos, mientras que, si se cultiva con amor, da frutos abundantes. Quiero expresar mi gratitud, respeto y aprecio a los que durante siglos han fecundado esta tierra con el sudor de su frente, y cuando era preciso defenderla no temieron derramar su sangre por ella. Con la misma gratitud y con el mismo respeto me dirijo a los que también hoy realizan la dura tarea de cultivar la tierra. Que Dios bendiga el trabajo de vuestras manos.

Sé que en un tiempo de transformaciones sociales y económicas no faltan problemas, que a menudo afectan duramente al campo polaco. Es necesario que en el proceso de reformas se analicen los problemas de los agricultores y se resuelvan con espíritu de justicia social.

1201 Hablo de esto en Zamosc, donde la cuestión de los campesinos es tratada desde hace siglos. Basta recordar las obras de Szymon Szymonowic, o la actividad de la Sociedad rural, fundada en Hrubieszów hace doscientos años. También el cardenal Stefan Wyszynski, como obispo del lugar y luego primado de Polonia, a menudo recordó la importancia de la agricultura para la nación y el Estado, la necesidad de la solidaridad con la población rural por parte de todos los grupos sociales. No puedo por menos de insertarme hoy en esa tradición. Lo hago repitiendo, con el profeta, estas palabras llenas de esperanza: «Como una tierra hace germinar plantas y como un huerto produce su simiente, así el Señor Dios hará germinar la justicia» (Is 61,11).

6. Dirijamos nuestra mirada a María e invoquémosla con las palabras de Isabel: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45).

Feliz tú, María, Madre del Redentor. Te encomendamos hoy el destino de esta tierra de Zamosc y de la tierra polaca, así como a todos los que viven en ella y la trabajan, realizando la llamada del Creador a dominarla. Guíanos con tu fe en este tiempo nuevo, que se abre ante nosotros. Permanece con nosotros, junto con tu Hijo, Jesucristo, que quiere ser para nosotros camino, verdad y vida.

¡Alabado sea Jesucristo!



VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA


Varsovia, domingo 13 de junio 1999


1. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).

Amadísimos hermanos y hermanas: con las palabras de esta bienaventuranza de Cristo, saludo al pueblo fiel de Varsovia, en esta etapa de mi peregrinación. Saludo cordialmente a todos los presentes: sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos. Dirijo un saludo fraterno a los obispos, especialmente al cardenal primado y a sus colaboradores, los obispos auxiliares de la archidiócesis de Varsovia. Saludo al señor presidente de la República, al señor primer ministro, al presidente del Senado y al señor presidente de la Dieta, a los representantes de las autoridades estatales y locales, y a los huéspedes invitados.

Doy gracias a la divina Providencia porque me ha concedido poder encontrarme nuevamente aquí, donde hace veinte años, en la memorable vigilia de Pentecostés, vivimos de modo especial el misterio del cenáculo. Juntamente con el cardenal Stefan Wyszynski, el Primado del milenio, con los obispos y el pueblo de Dios de la capital, presente en gran número, invocamos entonces con fervor el don del Espíritu Santo. En esos tiempos difíciles le pedimos que derramara su fuerza en el corazón de los hombres y que despertara en ellos la esperanza. Esa plegaria brotaba de la fe que Dios suscita y que, con la potencia del Espíritu, lo renueva y santifica todo. Le suplicamos que renovara la faz de la tierra, de esta tierra: «Envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra, de esta tierra». ¡Cómo no dar hoy gracias a Dios, uno y trino, por todo lo que a lo largo de los últimos veinte años vemos como respuesta suya a esa oración! ¿No es respuesta de Dios lo que ha tenido lugar a lo largo de este tiempo en Europa y en el mundo, comenzando por nuestra patria? Ante nuestros ojos se han producido los cambios de los sistemas políticos, sociales y económicos, gracias a los cuales las personas y las naciones han visto de nuevo el esplendor de su dignidad. La verdad y la justicia están recuperando su valor, se están convirtiendo en un desafío urgente para todos los que saben apreciar el don de la libertad. Por eso, damos gracias a Dios, mirando con confianza al futuro.

Sobre todo le damos gracias por lo que estas dos décadas han traído a la vida de la Iglesia. Así pues, en la acción de gracias nos unimos a las Iglesias de los pueblos vecinos, tanto de tradición occidental como oriental, que han salido de las catacumbas y cumplen sin obstáculos su misión. Su vitalidad es un testimonio magnífico del poder de la gracia de Cristo, que a hombres débiles hace capaces de heroísmo, a veces hasta el martirio. ¿No es esto fruto de la acción del Espíritu de Dios? ¿No se debe a ese impulso del Espíritu en la historia más reciente el hecho de que hoy tengamos la irrepetible ocasión de experimentar la universalidad de la Iglesia y nuestra responsabilidad de dar testimonio de Cristo y anunciar su Evangelio «hasta los confines de la tierra»? (Ac 1,8).

A la luz del Espíritu Santo la Iglesia en Polonia relee los signos de los tiempos y asume sus tareas sin las limitaciones externas y sin las presiones que sufría hasta hace poco tiempo. ¡Cómo no dar hoy gracias a Dios porque, con espíritu de respeto y amor recíproco, la Iglesia puede entablar un diálogo creativo con el mundo de la cultura y de la ciencia! ¡Cómo no dar gracias a Dios por el hecho de que los creyentes pueden acercarse libremente a los sacramentos y escuchar la palabra de Dios, para poder luego testimoniar abiertamente su fe! ¡Cómo no dar gloria a Dios por la multitud de iglesias construidas últimamente en nuestro país! ¡Cómo no darle gracias porque los niños y los jóvenes pueden con tranquilidad conocer a Cristo en la escuela, donde la presencia del sacerdote, de la religiosa o del catequista es considerada una gran ayuda en la labor de educar a las generaciones jóvenes! ¡Cómo no alabar a Dios porque, con su Espíritu, anima a las comunidades, las asociaciones y los movimientos eclesiales, y hace que la misión de la evangelización sea llevada a cabo por un círculo cada vez más amplio de laicos!

Cuando, durante mi primera peregrinación a la patria, me encontré en este lugar, me vino insistentemente a la mente la oración del salmista: «Acuérdate de mí Señor por amor a tu pueblo. Visítame con tu salvación: para que vea la dicha de tus escogidos, y me alegre con la alegría de tu pueblo, y me gloríe con tu heredad» (Ps 106,4-5).

1202 Hoy, mientras dirigimos la mirada a estos últimos veinte años de nuestro siglo, me viene a la mente la exhortación del mismo salmo: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. ¿Quién podrá contar las hazañas de Dios, pregonar toda su alabanza? (...) Bendito sea el Señor (...) desde siempre y por siempre» (Ps 106,1-2 Ps 106,48).

2. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7). La liturgia de este domingo confiere un carácter particular a nuestra acción de gracias, pues permite ver todo lo que acontece en la historia de esta generación en la perspectiva de la eterna misericordia de Dios, que se reveló de la forma más plena en la obra salvífica de Cristo. Jesús «fue entregado por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación» (Rm 4,25). El misterio pascual de la muerte y la resurrección del Hijo de Dios dio un nuevo curso a la historia humana. Aunque observamos en ella los signos dolorosos de la acción del mal, tenemos la certeza de que, en definitiva, el mal no puede regir el destino del mundo y del hombre, no puede vencer. Esa certeza brota de la fe en la misericordia del Padre, que «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Por eso, hoy, mientras san Pablo nos habla de la fe de Abraham, que «ante la promesa divina, no cedió a la duda con incredulidad; más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios» (Rm 4,20), podemos descubrir la fuente de la fuerza, gracias a la cual incluso las más duras pruebas fueron incapaces de separarnos del amor de Dios.

Gracias a la fe en la misericordia divina hemos mantenido la esperanza, no sólo en un renacimiento social y en la restitución al hombre de la dignidad en las dimensiones de este mundo. Nuestra esperanza va mucho más a fondo, pues tiene como objeto las promesas divinas, que superan con mucho lo temporal. Su objeto definitivo es la participación en los frutos de la obra salvífica de Cristo. Si «creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor nuestro» (Rm 4,24), se nos reputará como justicia. Sólo la esperanza que nace de la fe en la resurrección nos puede impulsar a dar en la vida diaria una respuesta digna al amor infinito de Dios. Sólo con esa esperanza podemos asistir a «los enfermos» (cf. Mt Mt 9,12) y ser apóstoles del amor de Dios que cura. Si hace veinte años dije que «Polonia ha llegado a ser, en nuestros tiempos, tierra de un testimonio especialmente responsable» (Homilía en la plaza de la Victoria, 2 de junio de 1979, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 1979, p. 6), hoy es preciso añadir que debe tratarse de un testimonio de misericordia operante, construida sobre la fe en la resurrección. Sólo este tipo de testimonio es signo de esperanza para el hombre de hoy, especialmente para las generaciones jóvenes; y, aunque para algunos sea también «signo de contradicción», esa contradicción nunca nos ha de apartar de la fidelidad a Cristo crucificado y resucitado.

3. «Dios todopoderoso y eterno, tú has querido darnos una prueba suprema de tu amor en la glorificación de tus santos; concédenos ahora que su intercesión nos ayude y su ejemplo nos mueva a imitar fielmente a tu Hijo Jesucristo»: así reza la Iglesia, recordando en la eucaristía a los santos y santas (Común de santos y santas, Oración colecta). Esa invocación la hacemos también hoy, mientras admiramos el testimonio que nos dan los beatos que acabamos de elevar a la gloria de los altares. Su fe viva, su esperanza inquebrantable y su amor generoso les fueron reputados como justicia, porque estaban profundamente arraigados en el misterio pascual de Cristo. Así pues, con razón pedimos a Dios que nos conceda seguir fielmente a Cristo, como ellos.

La beata Regina Protmann, fundadora de la congregación de las Hermanas de Santa Catalina, procedente de Braniewo, se dedicó con toda su alma a la obra de renovación de la Iglesia a fines del siglo XVI y principios del XVII. Su actividad, que brotaba de su amor a Cristo sobre todas las cosas, se desarrolló después del concilio de Trento. Se insertó activamente en la reforma posconciliar de la Iglesia, realizando con gran generosidad una labor humilde de misericordia. Fundó una congregación que unía la contemplación de los misterios de Dios con la atención a los enfermos en sus casas y con la instrucción de los niños y de las muchachas. Dedicó especial atención a la pastoral de la mujer. La beata Regina, olvidándose de sí misma, abarcaba, con una mirada clarividente, las necesidades del pueblo y de la Iglesia. Las palabras «como Dios quiera» se convirtieron en lema de su vida. Su ardiente amor la impulsaba a cumplir la voluntad del Padre celestial, a ejemplo del Hijo de Dios. No temía aceptar la cruz del servicio diario, dando testimonio de Cristo resucitado.

El apostolado de la misericordia colmó también la vida del beato Edmundo Bojanowski. Este propietario de tierras en Wielkopolska, a quien Dios concedió numerosos talentos y una vida espiritual muy profunda, a pesar de tener una salud bastante débil, con perseverancia, prudencia y generosidad de corazón, realizó e inspiró una vasta actividad en favor de la gente del campo. Mostrando una gran sensibilidad hacia sus necesidades, puso en marcha numerosas obras educativas, caritativas, culturales y religiosas, para ayuda material y moral de las familias del campo. Sin dejar de ser laico, fundó la congregación de las Esclavas de la Inmaculada Con cepción de la Virgen María, muy conocida en Polonia. En las diversas iniciativas lo impulsaba el deseo de que todos llegaran a ser partícipes de la Redención. Se le recuerda como «un hombre cordialmente bueno», que por amor a Dios y al prójimo sabía llevar eficazmente a todas las personas al bien. En su variada actividad se anticipó con mucha anterioridad a la doctrina del concilio Vaticano II sobre el apostolado de los laicos. Dio un ejemplo excepcional de generoso y sabio trabajo en favor del hombre, de la patria y de la Iglesia. La obra del beato Edmundo Bojanowski ha sido continuada por las Esclavas, a las que cordialmente saludo y agradezco el servicio silencioso y sacrificado que prestan en favor del hombre y de la Iglesia.

4. «Fortaléceme, Señor Jesucristo (...), con el signo de tu santísima cruz, y concédeme (...) que así como llevo sobre mi pecho esta cruz, que encierra reliquias de tus santos, de la misma manera siempre tenga presente en mi mente el recuerdo de tu pasión y las victorias de tus santos mártires»: ésta es la oración que reza el obispo al ponerse la cruz pectoral. Esta invocación ha de ser hoy la oración de toda la Iglesia en Polonia que, al llevar desde hace mil años el signo de la pasión de Cristo, siempre se regenera con la semilla de la sangre de los mártires y vive del recuerdo de la victoria que lograron en esta tierra.

Precisamente hoy estamos celebrando la victoria de los que, en nuestros tiempos, dieron la vida por Cristo; dieron la vida temporal, para poseerla por los siglos en su gloria. Es una victoria particular, porque la han conseguido representantes del clero y laicos, jóvenes y ancianos, personas de todas las clases y estados. Entre ellos podemos recordar al arzobispo Antoni Julián Nowowiejski, pastor de la diócesis de Plokc, torturado hasta la muerte en Dzialdowo, y a monseñor Wladyslaw Goral, de Lublin, torturado con especial odio sólo porque era obispo católico. Hubo también sacerdotes diocesanos y religiosos, que prefirieron morir con tal de no abandonar su ministerio, y otros que murieron atendiendo a sus compañeros de prisión enfermos de tifus; algunos fueron torturados hasta la muerte por defender a los judíos. En ese grupo de beatos había religiosos no sacerdotes y religiosas, que perseveraron en el servicio de la caridad, ofreciendo sus tormentos por el prójimo. Entre estos beatos mártires había también laicos. Había cinco jóvenes formados en el oratorio salesiano; un activista celoso de la Acción católica, un catequista laico, torturado hasta la muerte por su servicio, y una mujer heroica, que dio libremente su vida en cambio de la de su nuera, que esperaba un hijo. Estos beatos mártires son inscritos hoy en la historia de la santidad del pueblo de Dios que peregrina desde hace mil años en Polonia.

Si hoy nos alegramos por la beatificación de 108 mártires, clérigos y laicos, lo hacemos ante todo porque son un testimonio de la victoria de Cristo, el don que devuelve la esperanza. En cierto sentido, mientras realizamos este acto solemne se reaviva en nosotros la certeza de que, independientemente de las circunstancias, podemos obtener una plena victoria en todo, gracias a aquel que nos ha amado (cf. Rm Rm 8,37). Los beatos mártires nos dicen en nuestro corazón: Creed que Dios es amor. Creedlo en el bien y en el mal. Tened esperanza. Que la esperanza produzca como fruto en vosotros la fidelidad a Dios en cualquier prueba.

5. Alégrate, Polonia, por los nuevos beatos: Regina Protmann, Edmundo Bojanowski y los 108 mártires. A Dios ha complacido «mostrar la extraordinaria riqueza de su gracia mediante la bondad» de tus hijos e hijas en Cristo Jesús (cf. Ef Ep 2,7). Ésa es «la riqueza de su gracia»; ése es el fundamento de nuestra confianza inquebrantable en la presencia salvífica de Dios a lo largo de las sendas del hombre en el tercer milenio. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.



VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA


Domingo 13 de junio 1999


1203 1. «Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (Ac 2,42).

San Lucas, evangelista y a la vez autor de los Hechos de los Apóstoles, con la descripción sintética que acabamos de escuchar, nos introduce en la vida de la primera comunidad de Jerusalén. Es una comunidad ya confortada por la venida del Espíritu Santo, es decir, después de Pentecostés. En otro pasaje, san Lucas escribe: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma» (Ac 4,32). Los Hechos de los Apóstoles muestran cómo en la santa ciudad de Jerusalén, marcada por los acontecimientos de la reciente Pascua, estaba naciendo la Iglesia. Esta joven Iglesia, ya desde el inicio, «perseveraba en la comunión», es decir, formaba la comunión corroborada por la gracia del Espíritu Santo. Y así es hasta el día de hoy. Jesucristo en su misterio pascual constituye el centro de esta comunidad. Él hace que la Iglesia viva, crezca y se realice como un cuerpo «bien trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren según la actividad propia de cada miembro» (Ep 4,16).

Queridos hermanos y hermanas, con el espíritu de esta unidad, en el nombre de Jesucristo, os saludo cordialmente a todos los que estáis aquí reunidos para esta liturgia de la Palabra. Saludo a la joven diócesis de Varsovia-Praga, y a su pastor, mons. Kazimierz Romaniuk; saludo al obispo emérito, al obispo auxiliar, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, así como a todo el pueblo de Dios de esta Iglesia, y a todos los que a través de la radio y la televisión participan en este encuentro de oración, junto con nosotros. En particular quiero saludar a los enfermos, a los que por medio de sus sufrimientos obtienen bienes espirituales para la Iglesia.

Hace poco visité un lugar particularmente importante en nuestra historia nacional. Sigue vivo en nuestro corazón el recuerdo de la batalla de Varsovia, que tuvo lugar cerca de aquí, en el mes de agosto de 1920. Fue una gran victoria del ejército polaco, una victoria tan grande que no se podía explicar de modo puramente natural y por eso ha sido llamada «el milagro del Vístula». La victoria estuvo precedida por una ferviente oración nacional. El Episcopado polaco, reunido en Jasna Góra, consagró toda la nación al Sagrado Corazón de Jesús y la encomendó a la protección de María Reina de Polonia. Hoy nuestro pensamiento va a todos los que, en Radzymin y en muchos otros lugares de esa histórica batalla, dieron su vida en defensa de la patria y de la libertad, que estaba en peligro. Entre otros, recordemos al heroico sacerdote Ignacio Skorupka, que perdió la vida en Ossów, no lejos de aquí. Encomendemos a la misericordia divina sus almas. Durante decenios se ha hablado poco del «milagro del Vístula». En cierto sentido, la divina Providencia encomienda hoy a la nueva diócesis de Varsovia-Praga la tarea de mantener el recuerdo de aquel gran acontecimiento de la historia de nuestra nación y de toda Europa, que tuvo lugar en el sector oriental de Varsovia.

Al referirme a la tradición de estas tierras, quisiera recordar también al siervo de Dios don Ignacio Klopotowski, fundador de la congregación de las Hermanas de la Virgen de Loreto. En los últimos años de su vida fue párroco en la iglesia de san Florián, actualmente catedral de esta diócesis. Con amor de buen samaritano atendió a los pobres y a los que no tenían hogar. Por eso, hizo venir de Cracovia a los hijos e hijas espirituales de san Alberto. Aquí se dedicó también al apostolado de la palabra de Dios mediante el trabajo editorial. En esta tierra nació nuestro gran poeta de la época del romanticismo, Cyprian Norwid, el cual, conmovido, recuerda a menudo en sus obras la infancia y los años de juventud transcurridos aquí.

Te saludo, amada tierra de Masovia, con tu rica tradición religiosa y con tu gloriosa historia.

2. «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Para comprender el plan de Dios con respecto a la Iglesia, es preciso volver a lo que se realizó en la víspera de la pasión y muerte de Cristo. Es preciso volver al cenáculo de Jerusalén. La lectura del evangelio de san Juan nos lleva precisamente al cenáculo, el Jueves santo: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». Ese «hasta el extremo» parece testimoniar aquí el carácter definitivo de ese amor. En la prosecución de la descripción evangélica es Jesús mismo quien, lavando los pies a los discípulos, explica de modo concreto en qué consiste ese amor. Con ese gesto muestra que no vino al mundo «para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). Jesús se pone a sí mismo como modelo de ese amor: «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13,15). A quien cree en él le enseña el amor del que es modelo y le pide que viva ese amor, deseando que crezca como un gran árbol en toda la tierra.

Sin embargo, ese «hasta el extremo» no se cumplió en plenitud en el gesto humilde del lavatorio de los pies. Sólo alcanzó su perfección cuando «Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: 'Tomad y comed, éste es mi cuerpo'. Del mismo modo, acabada la cena, tomó el cáliz y, dando gracias, se lo dio diciendo: 'Tomad y bebed, porque éste es el cáliz de mi sangre, de la nueva y eterna alianza, derramada por muchos para el perdón de los pecados'» (cf. Mt Mt 26,26-28).

Ésa es la entrega total. El Hijo de Dios, antes de dar su vida en la cruz para la salvación del hombre, lo hizo de modo sacramental. Da su Cuerpo y su Sangre a los discípulos para que, consumándolos, participen en los frutos de su muerte salvífica. «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Cristo dejó a los Apóstoles este signo sacramental del amor. Les dijo: «Haced esto en conmemoración mía» (cf. 1Co 11,24). Los Apóstoles lo hicieron así, y, al transmitir a sus discípulos el Evangelio, transmitían también la Eucaristía. Ya desde la última cena la Iglesia se construye y se forma mediante la Eucaristía. La Iglesia celebra la Eucaristía y la Eucaristía forma la Iglesia. Así ha sucedido en todos los lugares donde las nuevas generaciones de discípulos de Cristo se iban integrando en la Iglesia. Así sucedió en Polonia y así sucede también hoy, mientras nos acercamos al umbral del tercer milenio: a los que vengan después de nosotros les transmitiremos el Evangelio y la Eucaristía.

3. «Acudían asiduamente (...) a la fracción del pan y a las oraciones» (Ac 2,42).

La primera comunidad cristiana, que san Lucas en los Hechos de los Apóstoles nos presenta como ejemplo, se fortalecía con la Eucaristía. La celebración de la Eucaristía tiene gran importancia para la Iglesia y para cada uno de sus miembros. Es «fuente y cima de toda la vida cristiana» (Lumen gentium, LG 11). San Agustín la llama «vínculo de amor» (In Evangelium Ioannis tractatus, 26, 6, 13). Como leemos en los Hechos de los Apóstoles, ese «vínculo de amor» ya desde el inicio era fuente de la unidad de la comunidad de los discípulos de Cristo. De él brotaba la solicitud por los hermanos necesitados hasta el punto de que «vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (Ac 2,45). Era fuente de alegría, de sencillez de corazón y de benevolencia recíproca. Gracias a este «vínculo de amor» eucarístico, la comunidad podía tener una sola alma, acudir al templo y alabar a Dios con un solo corazón (cf. Hch Ac 2,46-47) y todo esto era un testimonio visible para el mundo: «El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar» (Ac 2,47).

1204 La unidad en el amor que brota de la Eucaristía no sólo es expresión de la solidaridad humana, sino también participación en el amor mismo de Dios. Sobre esa unidad se construye la Iglesia. Es la condición de la eficacia de su misión salvífica.

«Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (
Jn 13,15). Estas palabras de Cristo encierran un gran desafío para la Iglesia, para todos los que la constituimos -obispos, sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos-: testimoniar ese amor, hacerlo visible y actuarlo cada día. Hoy el mundo necesita ese testimonio de amor, de unidad y de perseverancia en la comunidad, para que, como dijo Cristo, los hombres «vean nuestras buenas obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos» (cf. Mt Mt 5,16). Aquí se trata, ante todo, de la unidad dentro de la Iglesia a ejemplo de la unidad del Hijo con el Padre en el don del Espíritu Santo. «Toda la Iglesia -dice san Cipriano- se muestra como el pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Todo creyente aporta a esta comunidad su contribución, sus talentos, según la vocación y el papel que debe desempeñar. La unidad y, al mismo tiempo, la variedad son una gran riqueza de la Iglesia, que le asegura un desarrollo constante y dinámico. Con espíritu de gran responsabilidad frente a Cristo siempre presente en la Iglesia, tratemos de realizar esa unidad para el bien de toda la comunidad.

Por esta razón, la Iglesia atribuye tanta importancia a la participación en la Eucaristía, especialmente en el día del Señor, es decir, el domingo, en el que celebramos la memoria de la resurrección de Cristo. En la Iglesia que está en Polonia ha sido siempre intenso el culto a la Eucaristía, y los fieles siempre han participado el domingo en la santa misa. En el umbral del tercer milenio pido a todos mis compatriotas: conservad esta buena tradición. Respetad el mandamiento de Dios de santificar el día del Señor. Que sea, de verdad, el principal de todos los días y la principal de todas las fiestas. Expresad vuestro amor a Cristo y a los hermanos participando en la Eucaristía, el banquete dominical de la nueva alianza.

De modo particular me dirijo a los padres, para que sostengan y cultiven esta santa costumbre cristiana de participar en la santa misa junto con sus hijos. Que los niños y los jóvenes mantengan vivo el sentido de ese deber. Que la gracia del amor que obtenemos recibiendo el Pan eucarístico fortalezca los vínculos familiares. Que se transforme en fuente del dinamismo apostólico de la familia cristiana.

Me dirijo también a vosotros, queridos hermanos en el episcopado: encended en los corazones humanos la devoción y el amor a la Eucaristía. Mostrad qué gran bien para toda la Iglesia es este sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor, sacramento de amor y de unidad. Permaneced unánimes en la oración en vuestras comunidades diocesanas y religiosas. Perseverad en la fracción del pan; progresad en la vida eucarística y cultivad vuestra vida espiritual en el clima de la Eucaristía. La Eucaristía es la razón de ser principal y central del sacramento del sacerdocio. Por eso, el sacerdote está unido de modo singular y excepcional a la Eucaristía. En cierto modo, nace de ella y vive para ella. También es particularmente responsable de ella. Los fieles esperan del sacerdote un testimonio particular de veneración y amor a la Eucaristía, para que también ellos puedan ser edificados y vivificados.

4. Es sorprendente constatar cómo la Iglesia, desarrollándose en el tiempo y en el espacio, gracias al Evangelio y a la Eucaristía sigue siendo la misma. Se puede afirmar eso incluso contemplando desde fuera la historia de la Iglesia; pero esa verdad se experimenta sobre todo desde dentro. La experimentamos todos los que celebramos la Eucaristía, y los que participan en ella. Es el memorial y la renovación de la última cena. Y en la última cena se hizo presente sacramentalmente la pasión y la muerte de Cristo en la cruz, el sacrificio de la Redención.

Anunciamos tu muerte; proclamamos tu resurrección, y, unidos en el amor que brota de ti, esperamos tu venida gloriosa. Amén.



B. Juan Pablo II Homilías 1200