B. Juan Pablo II Homilías 1210

1210 ¿No lo confirma el alma mater de Cracovia? ¿No fue por amor a Cristo y por obediencia a su llamada a anunciar el Evangelio a las naciones, por lo que en el corazón de la reina santa Eduvigis brotó el anhelo de fundar la facultad de teología y elevar la Academia de Cracovia al rango de universidad? La fama de esta universidad ha sido durante siglos motivo de orgullo de la Iglesia de Cracovia. De aquí han salido estudiosos tan prestigiosos como san Juan Cancio, Piotr Wysz, Pawel Wlodkowic, y otros, que ejercieron notable influjo en el desarrollo del pensamiento teológico en la Iglesia universal. ¡Cómo no mencionar a Nicolás Copérnico, Stanislaw de Skalbmierz, Jan Kochanowski y todos los que crecieron en sabiduría y, amando la verdad, el bien y la belleza, de varias maneras testimoniaron que encontraron en Dios su realización definitiva! ¿Qué sería Cracovia sin este fruto de la fe y de la sabiduría de santa Eduvigis?

La inserción de la Iglesia en la historia de esta ciudad no sólo se realizó en los templos, en los palacios reales y en las aulas universitarias, sino dondequiera que la fidelidad al Evangelio exigía el testimonio del servicio a los necesitados. Los antiguos anales y las crónicas modernas hablan mucho de las escuelas parroquiales y religiosas, de los hospitales, de los orfanatos; hablan mucho de las pequeñas y grandes obras de misericordia que los habitantes de Cracovia realizaban, movidos por la predicación de don Piotr Skarga, por el humilde ejemplo de san Alberto y de tantos otros testigos del amor concreto; hablan mucho de la gran solicitud de la Iglesia por la vida, por la libertad, por la dignidad de todo hombre, que era preciso demostrar, sin escatimar sacrificios, en la historia lejana, pero también en los tiempos cercanos a nuestra generación, en los tiempos de guerra, en los tiempos de sufrimiento de la posguerra, y en los tiempos de cambios.

Si hoy enumeramos los frutos de diez siglos de existencia de la Iglesia de Cracovia, lo hacemos para inflamar nuestro corazón de gratitud hacia Dios, que a lo largo de esta historia ha derramado sobre su pueblo innumerables gracias. Es necesario que recordemos ese bien y que exclamemos con gran entusiasmo: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria: por tu fidelidad, por tu gracia» (
Ps 115,1), que has manifestado por obra de la Iglesia en esta tierra.

4. «Tu, rex gloriae, Christe. Tu Patris sempiternus es Filius». «Tú eres el rey de la gloria, Cristo, tú eres el Hijo único del Padre». Demos hoy gloria a Cristo. A él debemos elevar hoy nuestro canto de alabanza, pues, ¿qué valdrían los frutos de la vida de la Iglesia si no fueran la revelación de la obra salvífica del Hijo de Dios? Cuando escuchamos en la liturgia de hoy las palabras: «Yo soy el buen pastor» (Jn 10,11), en cierto sentido descubrimos el motivo más esencial de nuestra acción de gracias.

«Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas» (Jn 10,14-15). Cristo habla así de sí mismo. Precisamente él es el buen pastor. En cierto sentido, san Pablo, en la carta a los Efesios, nos ayuda a profundizar en el contenido de esa descripción. El Apóstol escribe que Dios en su Hijo «nos ha elegido antes de la creación del mundo, para ser santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya. Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. El tesoro de su gracia» (Ep 1,4-7).

Cristo es el buen pastor, el único buen pastor, y como tal el rey de todos los pastores de la Iglesia, porque en él habita el amor que lo une al Padre.A través de ese amor se realiza la elección divina, que el Padre hizo con respecto al hombre antes de la creación del mundo. El Hijo unigénito y eterno de Dios, al hacerse hombre precisamente por ese amor, sólo se preocupa de multiplicar entre los hombres los hijos adoptivos, que respondan a la elección eterna del Padre. Precisamente por eso es el buen pastor. Da su vida para librar a los hombres de la muerte, para multiplicar en ellos la vida. Esa vida está en él. Al hacerse hombre la trajo al mundo como don del Padre. Cristo, como buen pastor, desea compartir esa vida, concederla al hombre, porque sólo así, participando en la vida de Dios, el hombre, ser mortal, puede librarse de la muerte espiritual. En cierto sentido, la liturgia de hoy nos muestra las profundísimas raíces de lo que desde hace mil años la Iglesia de Cracovia ha hecho en Polonia. Es la única e irrepetible realización del eterno designio del Padre, el cual, por medio de Jesucristo, en virtud del Espíritu Santo, ha colmado a esta comunidad del pueblo de Dios con abundantes bendiciones espirituales.

Por eso, mientras escuchamos hoy la alegoría de Cristo del buen pastor, nos damos cuenta de que estas palabras constituyen una medida que se ha de aplicar a la historia de la Iglesia. Cristo es el rey de los pastores, y, a lo largo de los siglos, varios pastores por él llamados han trabajado en la realización de su reino. Así pues, a través de la alegoría del buen pastor, se nos revela la historia milenaria de la Iglesia de Cracovia. Vemos a todos los que mediante esta Iglesia han participado en la misión profética, sacerdotal y real de Cristo, todo el pueblo de Dios, que, durante este milenio, han constituido la Iglesia de Cracovia.

Primero vemos a los que, en virtud de un mandato especial de Cristo, han sido pastores de este pueblo: los obispos y los sacerdotes. Se presentan ante nosotros san Estanislao, el beato Wincenty Kadlubek, Iwo Odrowaz, Piotr Wysz, Zbigniew Olesnicki, Bernard Maciejowski y Adam Stefan Sapieha. Se presentan ante nosotros Jan Dlugosz, san Juan Cancio, el beato Piotr Dankowski y muchos otros obispos y presbíteros, que no sólo han quedado en la memoria de la Iglesia, sino que también han sido inscritos en la historia de la nación y de la cultura. ¡Cómo no mencionar también a las órdenes religiosas! Ya en tiempos de san Estanislao se establecieron aquí los benedictinos; algo más tarde, los cistercienses; luego vinieron otras órdenes y congregaciones, que dieron apóstoles y pastores como Piotr Skarga, san Jerónimo Odrowaz, el beato Estanislao Kazimierczyk, san Maximiliano y san Rafael Kalinowski.

Al recordar con la mente y con el corazón a todos los que como pastores han trabajado en esta Iglesia por el reino de Cristo, desde una perspectiva histórica, no sólo vemos a los sacerdotes, sino también a una innumerable multitud de laicos. Ante nuestros ojos se presentan los reyes y los hombres de Estado, encabezados por santa Eduvigis y san Casimiro, una sencilla ama de casa, la beata Aniela Salawa, y un profesor del Politécnico, el siervo de Dios profesor Jerzy Ciesielski, así como enteras generaciones de padres, educadores, profesores y alumnos, médicos y enfermeros, comerciantes y empleados, artesanos y agricultores, hombres de diversos estados y de diferentes profesiones.

Vemos también a hombres y mujeres que, en las órdenes religiosas, han consagrado su vida a Dios y a los hombres. Al contemplar las imágenes de san Alberto y de la beata Faustina, sabemos que, en cierto sentido, representan a todos los que, de alguna manera, reflejaban la alegoría del buen pastor.

Todos esos hombres de Iglesia, conocidos por su nombre o anónimos, con su vida, con su santidad, con su trabajo diario y con su sufrimiento, han testimoniado en esta tierra que Dios es amor, que con este amor abraza a cada uno y lo lleva por los caminos de este mundo hacia una nueva vida. No existe un motivo mayor que éste para dar gracias por la historia milenaria de la Iglesia en Cracovia. No hay mayor bien que la santificación que esta tierra recibe desde hace diez siglos de manos de la Iglesia. «¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales» (Ep 1,3).

1211 Hoy me siento llamado de modo particular a dar gracias a esta comunidad milenaria de pastores de Cristo, clérigos y laicos, porque por su testimonio de santidad, por este ambiente de fe, que durante diez siglos han formado y forman en Cracovia, ha sido posible que, al final de este milenio, precisamente en las riberas del Vístula, al pie de la catedral de Wawel, se escuchara la exhortación de Cristo: «Pedro, apacienta mis corderos» (Jn 21,15); ha sido posible que la debilidad del hombre se apoyara en la fuerza de la fe, la esperanza y la caridad eternas de esta tierra, y diera como respuesta: «Por obediencia a la fe, ante Cristo, mi Señor, encomendándome a la Madre de Cristo y de la Iglesia, y consciente de las grandes dificultades, acepto».

5. «Salvum fac populum tuum, Domine, et benedic hereditati tuae. Et rege eos, et extolle illos usque in aeternum». «Salva a tu pueblo, Señor, y bendice tu heredad. Sé su pastor y ensálzalo eternamente».

En su historia, la Iglesia de Cracovia ha sobrevivido a muchas tempestades y a muchas pruebas. Para limitarme sólo a nuestro siglo, primero resistió a la fuerza destructora de la guerra y de la ocupación, y, a pesar de las dolorosas pérdidas, conservó su dignidad, sobre todo gracias a la inflexible actitud del príncipe cardenal Adam Sapieha. En el medio siglo que siguió a la segunda guerra mundial, la Iglesia afrontó los nuevos desafíos que planteaba el totalitarismo comunista, con su ideología atea. Superó el período de las persecuciones sin perder nunca la fuerza del testimonio. La profunda unidad de las parroquias, de los pastores y de los fieles, la gran obra de la educación religiosa de los jóvenes y el servicio de la misericordia resultaron columnas sólidas, cimentadas en una fe profunda. No puedo por menos de recordar aquí a mi predecesor en la sede de san Estanislao, el arzobispo Eugeniusz Baziak.

Un factor particular en la renovación de la Iglesia de Cracovia fueron los trabajos del Sínodo pastoral de la archidiócesis en los años 1972-1979. Recuerdo el enorme empeño que pusieron los fieles en los grupos sinodales, en los trabajos de las comisiones, y la profunda reflexión que hizo sobre sí misma la Iglesia de Cracovia. Fue un gran diagnóstico del pasado y del presente, pero también una mirada hacia el futuro.

Ahora, mientras damos gracias por el esplendor pasado de esta Iglesia, con el mismo espíritu deberíamos contemplar su presente y su futuro. Debemos plantearnos la pregunta: ¿Qué ha hecho nuestra generación con esta gran herencia? El pueblo de Dios de esta Iglesia, ¿sigue viviendo de la tradición de los Apóstoles, de la misión de los profetas y de la sangre de los mártires?

Debemos dar respuesta a esas preguntas. Según sea esa respuesta se ha de programar el futuro, para que el tesoro de la fe, de la esperanza y de la caridad, que nuestros padres conservaron en sus luchas y nos transmitieron, no lo dilapide esta generación adormecida, ya no, como en la obra de Wyspianski «Las bodas», por el sueño de la libertad, sino por la misma libertad. Tenemos la gran responsabilidad del desarrollo de la fe, de la salvación del hombre de hoy y del futuro de la Iglesia en el nuevo milenio.

Por eso, con san Pablo, os pido, hermanos y hermanas: tomad como modelo los sanos principios, en la fe y en el amor a Cristo Jesús. Conservad el buen depósito con la ayuda del Espíritu Santo, que habita en vosotros (cf. 2Tm 1,13-14). Llevadlo al tercer milenio del cristianismo con el sano orgullo y con la humildad de los testigos. Transmitid a las futuras generaciones el mensaje de la Misericordia divina, que tuvo a bien escoger esta ciudad para manifestarse al mundo. Al final del siglo XX, el mundo parece necesitar más que nunca ese mensaje. Llevadlo a los tiempos nuevos como germen de esperanza y prenda de salvación.

Dios misericordioso, fortalece con tu gracia al pueblo de esta tierra. Haz que los hijos de esta Iglesia se transformen en una generación de testigos para los siglos futuros. Haz que, con la fuerza del Espíritu Santo, la Iglesia en Cracovia y en toda Polonia prosiga la obra de santificación que le encomendaste hace mil años.

«Fiat misericordia tua, Domine, super nos, quemadmodum speravimus in te. In te, Domine, speravi: non confundar in aeternum». «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti. En ti, Señor, confié; no me vea defraudado para siempre».

No nos veremos defraudados. Amén.



VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

VÍSPERAS DEL SAGRADO CORAZÓN




Gliwice, 15 de junio de 1999



1212 1. «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1Jn 3,1).

Este encuentro nos introduce directamente en lo más íntimo del misterio del amor de Dios. En efecto, estamos participando en las Vísperas en honor del Sagrado Corazón de Jesús, que nos permiten vivir y experimentar el amor que Dios tiene al hombre. «Pues tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Dios ama al mundo y lo amará hasta el final. El Corazón del Hijo de Dios, traspasado en la cruz y abierto, testimonia de modo profundo y definitivo el amor de Dios.

San Buenaventura escribe: «Uno de los soldados lo hirió con una lanza y le abrió el costado. Y fue permisión de la divina Providencia, a fin de que, brotando de la herida sangre y agua, se derramase el precio de nuestra salud» (Liturgia de las Horas, Oficio de lectura de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, vol. III, p. 541).

Nos presentamos con el corazón conmovido y humildemente ante el gran misterio de Dios, que es amor. Hoy, aquí, en Gliwice, queremos manifestarle nuestra alabanza y nuestra inmensa gratitud.

Con gran alegría vengo a visitaros, porque os quiero mucho. Todo el pueblo de Silesia me es muy querido. Como arzobispo metropolitano de Cracovia, cada año iba en peregrinación a la Virgen de Piekary y allí nos reuníamos para orar en común. Apreciaba mucho cada invitación. Siempre era para mí una experiencia profunda. Sin embargo, en la diócesis de Gliwice me encuentro por primera vez, ya que es una diócesis joven, instituida hace pocos años. Por eso, recibid mi cordial saludo, que dirijo ante todo a vuestro obispo Jan Wieczorek y al obispo auxiliar Gerard Kusz. Saludo también a los sacerdotes, a las familias religiosas, a todas las personas consagradas y al pueblo fiel de esta diócesis.

Me alegra que en el itinerario de mi visita a la patria esté también Gliwice, una ciudad que visité muchas veces, y a la que me unen gratos recuerdos. Con gran gozo visito esta tierra de hombres avezados al trabajo duro: es la tierra del minero polaco, la tierra de las acererías, de las minas, de los hornos y de las fábricas, pero también es una tierra de rica tradición religiosa. Mi pensamiento y mi corazón se dirigen hoy a vosotros, aquí presentes, a todos los hombres de la alta Silesia y de toda Silesia. Os saludo a todos en el nombre de Dios, uno y trino.

2. «Dios es amor» (1Jn 4,16). Estas palabras de san Juan evangelista constituyen el lema que guía la peregrinación del Papa a Polonia. En vísperas del gran jubileo del año 2000, es preciso transmitir nuevamente al mundo esta alegre e impresionante noticia sobre un Dios que ama. Dios es una realidad que supera nuestra capacidad de comprensión. Precisamente por ser Dios, nunca podremos entender con nuestra razón su infinitud; no podremos nunca encerrarla en nuestras estrechas dimensiones humanas. Es él quien nos juzga, quien nos gobierna, quien nos guía y nos comprende, aunque no nos demos cuenta. Pero este Dios, inalcanzable en su esencia, se acercó al hombre mediante su amor paterno. La verdad sobre Dios que es amor constituye casi una síntesis y a la vez el culmen de todo lo que Dios ha revelado de sí mismo, de lo que nos ha dicho por medio de los profetas y por medio de Cristo sobre lo que él es.

Dios ha revelado este amor de muchas maneras. Primero, en el misterio de la creación. La creación es obra de la omnipotencia de Dios, guiada por su sabiduría y su amor. «Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti» (Jr 31,3), dice Dios a Israel a través del profeta Jeremías. Dios ama al mundo que ha creado y, dentro del mundo, ama sobre todo al hombre. Incluso cuando el hombre prevaricó contra ese amor original, Dios no dejó de amarlo y lo elevó de su caída, pues es Padre, es amor.

Dios reveló del modo más perfecto y definitivo su amor en Cristo, en su cruz y en su resurrección. San Pablo dice: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo» (Ep 2,4-5).

En mi mensaje de este año a los jóvenes escribí: «El Padre os ama». Esta magnífica noticia ha sido depositada en el corazón del hombre que cree, el cual, como el discípulo predilecto de Jesús, reclina su cabeza en el pecho del Maestro y escucha sus confidencias: «El que me ame, será amado de mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14,21).

«El Padre os ama»: estas palabras del Señor Jesús constituyen el centro mismo del Evangelio. Al mismo tiempo, nadie pone de relieve mejor que Cristo el hecho de que ese amor es exigente: «haciéndose obediente hasta la muerte» (Ph 2,8), enseñó del modo más perfecto que el amor espera una respuesta de parte del hombre. Exige la fidelidad a los mandamientos y a la vocación que ha recibido de Dios.

1213 3. «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él» (1Jn 4,16).

Mediante la gracia, el hombre está llamado a la alianza con su Creador, a dar la respuesta de fe y amor que nadie puede dar en su lugar. Esa respuesta no ha faltado aquí, en Silesia. La habéis dado a lo largo de siglos enteros con vuestra vida cristiana. En la historia siempre habéis estado unidos a la Iglesia y a sus pastores; os habéis mantenido fieles a la tradición religiosa de vuestros antepasados. En particular durante el largo período de la posguerra, hasta los cambios acaecidos en nuestro país en 1989, habéis vivido una época de gran prueba para vuestra fe. Habéis perseverado con fidelidad a Dios, resistiendo a la ateización, a la laicización de la nación y a la lucha contra la religión.

Recuerdo que miles de obreros de Silesia repetían con firmeza, en el santuario de Piekary: «El domingo es de Dios y nuestro». Siempre habéis sentido necesidad de la oración y de los lugares donde puede realizarse mejor. Por eso, no os ha faltado la fuerza de espíritu y la generosidad para comprometeros en la construcción de nuevas iglesias y lugares de culto, que surgieron en gran número en ese tiempo en las ciudades y en las aldeas de la alta Silesia.

Os interesabais por el bien de la familia. Por eso, reivindicabais los derechos debidos a ella, especialmente el de poder educar libremente a vuestros hijos y a los jóvenes en la fe. A menudo os reuníais en santuarios y en muchos otros lugares escogidos, para expresar vuestra adhesión a Dios y para dar testimonio de él. También me invitabais a mí a esas celebraciones comunes en Silesia. De buen grado os anunciaba yo la palabra de Dios, porque teníais necesidad de aliento en el difícil período de luchas por conservar la identidad cristiana, a fin de tener fuerza para obedecer «a Dios antes que a los hombres» (Ac 5,29).

Hoy, al contemplar el pasado, damos gracias a la Providencia por ese examen sobre la fidelidad a Dios y al Evangelio, a la Iglesia y a sus pastores. También era un examen sobre la responsabilidad con respecto a la nación, a la patria cristiana y a su patrimonio milenario, que a pesar de todas las grandes pruebas no fue destruido ni cayó en el olvido. Así sucedió porque «habéis conocido el amor que Dios nos tiene, y habéis creído en él», y habéis querido responder siempre con amor a Dios.

4. «Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos (...) sino que se complace en la ley del Señor, y medita su ley día y noche» (Ps 1,1-2).

Hemos escuchado estas palabras del salmista en la lectura breve de las Vísperas. Permaneced fieles a la experiencia de las generaciones que han vivido en esta tierra con Dios en el corazón y con la oración en los labios. Que en Silesia triunfe siempre la fe y la sana moralidad, el verdadero espíritu cristiano y el respeto a los mandamientos divinos. Conservad como el mayor tesoro lo que constituía la fuente de fuerza espiritual para vuestros padres. Ellos sabían incluir a Dios en su vida y en él vencer todas las manifestaciones del mal. Un símbolo elocuente de eso es el saludo: «Dios te sea propicio», que suelen decir los mineros. Conservad el corazón siempre abierto a los valores transmitidos por el Evangelio; vividlos, pues son característicos de vuestra identidad.

Queridos hermanos y hermanas, quería deciros que conozco vuestras dificultades, los temores y sufrimientos que estáis viviendo en la actualidad; los temores y sufrimientos que experimenta el mundo del trabajo en esta diócesis y en toda Silesia. Soy consciente de los peligros que acompañan a este estado de cosas, especialmente para muchas familias y para toda la vida social. Es necesario analizar atentamente las causas de esos peligros y buscar las posibles soluciones. Ya he hablado de ello, en Sosnowiec, durante esta peregrinación. Hoy me dirijo una vez más a todos mis compatriotas. Construid el futuro de la nación sobre el amor a Dios y a los hombres, sobre el respeto de los mandamientos de Dios y la vida de gracia, pues es feliz el hombre, es feliz la nación que se complace en la ley del Señor.

La certeza de que Dios nos ama debería impulsar al amor a los hombres, a todos los hombres, sin excepción alguna y sin distinguir entre amigos y enemigos. El amor al hombre consiste en desear a cada uno el verdadero bien. Consiste también en la solicitud por garantizar ese bien y rechazar toda forma de mal e injusticia. Es preciso buscar siempre y con perseverancia los caminos de un justo desarrollo para todos, a fin de «hacer más humana la vida del hombre» (cf. Gaudium et spes GS 38). Ojalá que abunden en nuestro país el amor y la justicia, produciendo cada día frutos en la vida de la sociedad. Sólo gracias a ellos esta tierra podrá llegar a ser una casa feliz. Sin un amor grande y auténtico no hay casa para el hombre. Aun logrando grandes éxitos en el campo del progreso material, sin él estaría condenado a una vida sin sentido

«El hombre es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» (ib., 24). Ha sido llamado a participar en la vida de Dios; ha sido llamado a la plenitud de gracia y de verdad. La grandeza, el valor y la dignidad de su humanidad los encuentra precisamente en esa vocación.

Dios, que es amor, sea la luz de vuestra vida hoy y en el futuro. Sea la luz para toda nuestra patria. Construid un porvenir digno del hombre y de su vocación.

1214 Os encomiendo a todos vosotros, a vuestras familias y vuestros problemas a María santísima, venerada en muchos santuarios de esta diócesis y en toda Silesia. Que ella nos enseñe el amor a Dios y al hombre, como lo practicó en su vida.

A todos os deseo: «Dios os sea propicio».



VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

CANONIZACIÓN DE LA BEATA CUNEGUNDA



Miércoles 16 de junio de 1999



1. «Los santos no pasan. Los santos viven de los santos y tienen sed de santidad».

Queridos hermanos y hermanas, hace casi treinta y tres años pronuncié esas palabras en Stary Sacz, durante las celebraciones del milenario. Lo hice refiriéndome a una circunstancia particular. A pesar del mal tiempo, habían llegado a esa ciudad los habitantes de la tierra de Sacz y de sus alrededores, y toda la gran asamblea del pueblo de Dios, bajo la presidencia del cardenal primado Stefan Wyszynski y del obispo de Tarnów, Jerzy Ablewicz, oraba a Dios por la canonización de la beata Cunegunda. Por tanto, ¡cómo no repetir esas palabras el día en que, por disposición de la divina Providencia, se me concede realizar su canonización, como hace dos años pude proclamar santa a la reina Eduvigis, señora de Wawel! Ambas llegaron hasta nosotros desde Hungría; entraron en nuestra historia y permanecieron en la memoria de la nación. Al igual que Eduvigis, también Cunegunda resistió a la ley inexorable del tiempo, que todo lo borra. Han pasado los siglos, y el esplendor de su santidad no sólo no se ha apagado; al contrario, brilla aún más para las generaciones que se suceden. No han olvidado a esta hija del rey húngaro, la princesa de Malopolska, fundadora y monja del convento de Sacz. Y este día de su canonización es una magnífica prueba de ello. ¡Sea alabado Dios en sus santos!

2. Antes de recorrer espiritualmente el camino de la santidad de la princesa Cunegunda, para dar gracias a Dios por la obra de su gracia, quiero saludar a todos los que se han reunido aquí y a toda la Iglesia de la hermosa tierra de Tarnów, a su obispo Wiktor Skworc y a los obispos auxiliares Wladyslaw Bobowski y Jan Styrna, así como al querido obispo emérito Piotr Bednarczyk. Saludo a los obispos húngaros, particularmente al primado, cardenal László Paskai, o.f.m., así como al presidente de la República de Hungría, señor Arpad Göncz, y a las personas de su séquito. Saludo a todos los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, y en particular a las clarisas. Dirijo un cordial saludo a los habitantes de Stary Sacz. Sé que esta ciudad es famosa por su devoción a santa Cunegunda. Toda vuestra ciudad parece ser su santuario. Saludo también a Nowy Sacz, una ciudad que siempre me ha admirado por su belleza y su buen funcionamiento. Abrazo en mi corazón a toda la comunidad diocesana, a todas las familias, a las personas solas, a todos los enfermos, así como a los que participan en esta liturgia a través de la radio y la televisión. Que esté con vosotros toda gracia de Aquel que es fuente y fin de toda nuestra santidad.

3. «Los santos viven de los santos».

En la primera lectura hemos escuchado un anuncio profético: «Brillará una luz espléndida hasta los confines de la tierra. Vendrán a ti de lejos pueblos numerosos, y los habitantes de todos los confines del mundo vendrán a la morada de tu santo nombre» (Tb 13,11).

Estas palabras del profeta se refieren ante todo a Jerusalén, la ciudad marcada por la presencia particular de Dios en su templo. Sin embargo, sabemos que desde que Cristo, mediante su muerte y su resurrección, «no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero (templo), sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (He 9,24), esta profecía se cumple en todos los que siguen a Cristo por el mismo camino hacia el Padre. De ahora en adelante ya no será la luz del templo de Jerusalén, sino el esplendor de Cristo, que ilumina a los testigos de su resurrección, el que atraerá hacia la morada del santo nombre de Dios a las numerosas naciones y a los habitantes de todos los confines de la tierra.

Santa Cunegunda, ya desde su nacimiento, había experimentado de modo admirable esta salvífica irradiación de la santidad, pues vino al mundo en la familia real húngara de Bela IV, de la dinastía de los Árpades. Esta estirpe real cultivaba con gran fervor la vida de fe y dio grandes santos. De ella proceden san Esteban, el patrono principal de Hungría, y su hijo san Emerico. Un lugar especial entre los santos de la familia de los Árpades lo ocupan las mujeres: santa Ladislaa, santa Isabel de Turingia, santa Eduvigis de Silesia, santa Inés de Praga y, por último, las hermanas de Cunegunda: santa Margarita y la beata Yolanda. ¿No es evidente que la luz de la santidad de la familia llevó a Cunegunda a la morada del santo nombre de Dios? ¿Podía no dejar huella en su alma el ejemplo de sus santos padres, hermanos, hermanas y parientes?

La semilla de la santidad sembrada en el corazón de Cunegunda en su casa paterna encontró en Polonia una buena tierra para desarrollarse. Cuando, en 1239, llegó primero a Wojnicz, y luego a Sandomierz, entabló una cordial relación con la madre de su futuro esposo, Grzymis³awa, y con su hija Salomé. Ambas se distinguían por una profunda religiosidad, por una vida ascética y por un gran amor a la oración, a la lectura de la sagrada Escritura y de las vidas de los santos. Su cordial compañía, especialmente en los primeros y difíciles años de su estancia en Polonia, ejerció gran influjo en Cunegunda. El ideal de santidad maduró cada vez más en su corazón. Buscando modelos para imitar que respondieran a su rango, eligió como patrona especial a su santa parienta la princesa Eduvigis de Silesia. Asimismo, quiso indicar a Polonia un santo que pudiera llegar a ser para todos los Estados y para todas las regiones un maestro de amor a la patria y a la Iglesia. Por eso, junto con el obispo de Cracovia, Pandota de Bialaczew, puso gran empeño en promover la canonización del mártir de Cracovia obispo Stanislaw de Szczepanów. Indudablemente ejercieron gran influjo en su espiritualidad san Jacinto, que vivió en aquel tiempo, el beato Sadok, la beata Bronis³awa, la beata Salomé, la beata Yolanda, hermana de Cunegunda, y todos los que formaron un ambiente particular de fe en la Cracovia de entonces.

1215 4. Al hablar hoy de la santidad, del anhelo de santidad y de su consecución, convendría preguntarse: ¿cómo hay que formar ambientes que favorezcan esa aspiración? ¿Qué es preciso hacer para que la familia, la escuela, el lugar de trabajo, la oficina, las aldeas, las ciudades y, por último, el país entero, se conviertan en una morada de santos, que influyan mediante su bondad, su fidelidad a la doctrina de Cristo, su testimonio de vida diaria, alimentando el crecimiento espiritual de todo hombre?

Santa Cunegunda y todos los santos y los beatos del siglo XIII responden: hace falta el testimonio. Hace falta valentía para no poner la fe bajo el celemín. Hace falta, por último, que en el corazón de los creyentes reine el anhelo de santidad, que no sólo forma parte de la vida privada, sino que también influye en toda la sociedad.

En la Carta a las familias escribí que «a través de la familia discurre la historia del hombre, la historia de la salvación de la humanidad. (...) La familia se encuentra en el centro de la gran lucha entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre el amor y cuanto se opone al amor. A la familia está confiado el cometido de luchar ante todo para liberar las fuerzas del bien, cuya fuente se encuentra en Cristo, redentor del hombre. Es preciso que dichas fuerzas sean tomadas como propias por cada núcleo familiar, para que, como se dijo con ocasión del milenio del cristianismo en Polonia, la familia sea iefuerte de Diosl.» (n. 23).

Hoy, basándome en la experiencia perenne de santa Cunegunda, repito esas palabras aquí, entre los habitantes de la tierra de Sacz, los cuales durante siglos, a menudo a costa de renuncias y sacrificios, dieron prueba de solicitud por la familia y de gran amor a la vida familiar. Juntamente con la patrona de esta tierra, pido a todos mis compatriotas: que la familia polaca mantenga su fe en Cristo. Perseverad con firmeza al lado de Cristo, para que él permanezca en vosotros. No permitáis que en vuestro corazón, en el corazón de los padres y madres, de los hijos e hijas, se apague la luz de la santidad. Que el esplendor de la santidad forme a las futuras generaciones de santos para gloria del nombre de Dios. Tertio millennio adveniente.

Queridos hermanos y hermanas, no tengáis miedo de aspirar a la santidad. No tengáis miedo de ser santos.Procurad que el siglo que está a punto de terminar y el nuevo milenio sea una era de santos.

5. «Los santos tienen sed de santidad». Esta sed fue viva en el corazón de Cunegunda. Con ese anhelo, meditaba las palabras de san Pablo que acabamos de escuchar en la liturgia de hoy: «Acerca de la virginidad no tengo precepto del Señor. No obstante, doy un consejo, como quien, por la misericordia de Dios, es digno de crédito. Por tanto, pienso que es cosa buena, a causa de la necesidad presente, quedarse el hombre así» (
1Co 7,25-26). Inspirada por esas palabras, quiso consagrarse a Dios con todo su corazón mediante el voto de virginidad. Por eso cuando, por las circunstancias históricas, se vio obligada a casarse con el príncipe Boleslao, lo convenció a llevar una vida virginal para gloria de Dios y, después de una prueba de dos años, ambos esposos hicieron voto de castidad perpetua en manos del obispo Prandota.

Este estilo de vida, hoy tal vez difícil de entender, pero profundamente arraigado en la tradición de la Iglesia primitiva, dio a santa Cunegunda la libertad interior gracias a la cual pudo preocuparse, con dedicación total, ante todo de las cosas del Señor, llevando una profunda vida religiosa. Hoy releemos este gran testimonio. Santa Cunegunda enseña que tanto el matrimonio como la virginidad, si se viven en unión con Cristo, pueden transformarse en camino de santidad. Hoy santa Cunegunda se nos presenta como defensora de esos valores. Nos recuerda que, en ninguna circunstancia, el valor del matrimonio, la unión indisoluble de amor de dos personas, puede ser puesta en tela de juicio. A pesar de las posibles dificultades, no se puede renunciar a la defensa de este amor original, que ha unido a dos personas y que es bendecido incesantemente por Dios. El matrimonio es un camino de santidad, incluso cuando resulta un vía crucis.

Las paredes del convento de Stary Sacz, construido por iniciativa de santa Cunegunda y en el que concluyó su vida, parecen testimoniar lo mucho que apreciaba la castidad y la virginidad, considerando con razón ese estado como un don extraordinario, gracias al cual la persona experimenta de modo especial su libertad. Y esa libertad interior puede convertirse en lugar de encuentro con Cristo y con el hombre en el camino de la santidad. Ante este convento, juntamente con santa Cunegunda, os pido en particular a vosotros, jóvenes: defended vuestra libertad interior. Que una falsa vergüenza no os impida cultivar la castidad. Que los muchachos y muchachas llamados por Cristo a conservar la virginidad a lo largo de toda la vida sepan que se trata de un estado privilegiado, a través del cual se manifiesta de un modo muy claro la acción y la fuerza del Espíritu Santo.

Hay otra característica del espíritu de santa Cunegunda, vinculada a su anhelo de santidad. Como princesa, supo ocuparse de las cosas del Padre también en este mundo. Al lado de su marido participó en el gobierno, demostrando firmeza y valentía, generosidad y solicitud por el bien del país y de sus súbditos. Durante las turbulencias que tuvieron lugar en el interior del Estado, durante la lucha por el poder en un reino dividido en regiones, durante las devastadoras invasiones de los tártaros, santa Cunegunda supo afrontar las necesidades del momento. Con gran celo trató de promover la unidad de la herencia de los Piast y, para que el país resurgiera de las ruinas, no dudó en dar todo lo que había recibido de su padre como dote.

A su nombre están vinculadas las minas de sal gema de Wieliczka y de Bochnia, cerca de Cracovia. Pero, sobre todo, tenía siempre presente las necesidades de sus súbditos. Lo confirman sus antiguas biografías, testimoniando que el pueblo la llamaba: «consoladora», «médico», «nutricia» y «santa madre». Renunciando a la maternidad natural, se convirtió en verdadera madre de muchos.

También se interesó por el desarrollo cultural de la nación. A su persona y al convento local está vinculado el nacimiento de verdaderos monumentos de la literatura, como el primer libro escrito en lengua polaca: Zoltarz Dawidów (Salterio de David).

1216 Todo ello es fruto de su santidad. Y hoy, cuando nos preguntamos cómo aprender a ser santos y cómo realizar la santidad, santa Cunegunda nos responde: es preciso ocuparse de las cosas del Señor en este mundo. Ella testimonia que el cumplimiento de esa tarea consiste en un esfuerzo incesante por conservar la armonía entre la fe profesada y la vida. El mundo de hoy necesita la santidad de los cristianos, que en las condiciones ordinarias de vida familiar y profesional cumplen sus deberes diarios; y que, con el deseo de hacer la voluntad del Creador y servir cada día a los hombres, responden a su amor eterno. Eso atañe a los diversos sectores de la vida, como la política, la actividad económica, social y legislativa (cf. Christifideles laici, 42). Que no falte en estos campos el espíritu de servicio, la honradez, la verdad, la solicitud por el bien común, incluso a precio de una generosa renuncia a lo propio, a ejemplo de la santa princesa de estas tierras. Que en estos sectores no falte tampoco la sed de santidad, conseguida mediante el servicio realizado con competencia y espíritu de amor a Dios y al prójimo.

6. «Los santos no pasan». Al contemplar la figura de santa Cunegunda, surge un interrogante esencial: ¿Qué es lo que la convierte en una figura que, en cierto sentido, no pasa? ¿Qué le permitió sobrevivir en la memoria de los polacos y, particularmente, en la de la Iglesia? ¿Cuál es el nombre de esa fuerza que resiste a la ley inexorable del «todo pasa»? El nombre de esa fuerza es el amor. El evangelio de hoy, que nos presenta el pasaje de las vírgenes prudentes, habla precisamente del amor. Cunegunda fue ciertamente una de ellas. Como ellas salió al encuentro del Esposo divino. Como ellas veló con la lámpara del amor encendida, para no perder el momento de la venida del Esposo. Como ellas, se encontró con él mientras estaba llegando y fue invitada a participar en el banquete de bodas. El amor del Esposo divino en la vida de la princesa Cunegunda se manifestó con numerosos actos de amor al prójimo. Fue precisamente ese amor el que hizo que el paso del tiempo, al que está sujeto todo hombre en la tierra, no borrara su memoria. Después de muchos siglos, hoy lo expresa la Iglesia en Polonia.

«Los santos viven de los santos y tienen sed de santidad». Repito una vez más estas palabras aquí, en la tierra de Sacz. Cunegunda la recibió como regalo a cambio de la dote que destinó a socorrer al país y esta tierra nunca ha dejado de ser su herencia particular. Ella siempre cuida del pueblo fiel que vive aquí. ¡Cómo no darle gracias por proteger a las familias, especialmente a las muchas familias numerosas, hacia las que sentimos gran admiración y respeto! ¡Cómo no darle gracias porque obtiene para esta comunidad eclesial el don de tantas vocaciones sacerdotales y religiosas! ¡Cómo no darle gracias porque hoy nos hallamos reunidos aquí, uniendo nuestra oración, hermanos y hermanas de Hungría, de la República checa, de Eslovaquia, de Ucrania, renovando la tradición de la unidad espiritual, que ella misma formó con tanto esmero!

Llenos de gratitud, alabamos a Dios por el don de la santidad de la señora de esta tierra y le pedimos que el esplendor de esta santidad prosiga en todos nosotros. Que, en el nuevo milenio, esta magnífica luz se irradie hasta los últimos confines de la tierra, para que vengan de lejos a la morada de su santo nombre (cf. Tb
Tb 13,13) y vean su gloria.

«Los santos no pasan». Los santos invocan la santidad.

Santa Cunegunda, señora de esta tierra, alcánzanos la gracia de la santidad.



B. Juan Pablo II Homilías 1210