B. Juan Pablo II Homilías 1216


VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA



Wadowice, miércoles 16 de junio de 1999




Queridos hermanos y hermanas:

1. Una vez más, durante mi servicio a la Iglesia universal en la sede de san Pedro, vengo a mi ciudad natal de Wadowice. Con gran emoción contemplo esta ciudad de mis años de infancia, testigo de mis primeros pasos, de mis primeras palabras y de «las primeras inclinaciones», como dice Norwid, que son «como la eterna profesión de Cristo: ¡Alabado seas!» (cf. «Mi canto»). La ciudad de mi infancia, la casa paterna, la iglesia parroquial, la iglesia de mi santo bautismo... Quiero cruzar estos umbrales acogedores, inclinarme ante mi tierra natal y ante sus habitantes, y decir las palabras con que se suelen saludar los familiares al regreso de un largo viaje: «¡Alabado sea Jesucristo!». Y la casa se encontraba precisamente aquí, a mis espaldas, en la calle Kooecielna. Y cuando miraba desde la ventana, veía la meridiana y el lema: «El tiempo huye, la eternidad espera».

Con estas palabras saludo a todos los habitantes de Wadowice, comenzando por los más ancianos, mis coetáneos, con los que me unen vínculos de mi infancia y adolescencia, hasta los más pequeños, que por primera vez ven al Papa que ha venido a visitarlos. Saludo al querido cardenal Franciszek Macharski y le doy gracias porque como pastor de la archidiócesis tiene una solicitud constante por mi ciudad natal. Saludo a todos los obispos, tanto titulares como auxiliares: Stanislaw Smolenski, Albin Malysiak, c.m., Jan Szkodon, Kazimierz Nycz: a todos los recuerdo.

Doy las gracias a los cardenales y obispos huéspedes, que me acompañan con perseverancia durante mi itinerario de peregrino. Saludo cordialmente a todos los sacerdotes, especialmente a los de las dos prefecturas de Wadowice, y entre ellos al párroco de esta parroquia. Al seminario lo llamábamos Kuba, Kuba Gil. Oficialmente está dedicado a monseñor Jakub Gil.

1217 Encomiendo a Dios el alma del difunto don Tadeusz Zacher y a todos los sacerdotes fallecidos que desempeñaron su ministerio pastoral en esta ciudad. A todos. A mons. Prochownik, que en paz descanse, y a los catequistas: don Rospond, don Wlodyga y don Pawela. A todos los llevo en mi corazón. También a mons. Zajac. Existe una crónica del corazón, que no desaparece. Abrazo cordialmente a todas las familias religiosas que prestan su servicio en Wadowice. En particular, a los padres carmelitas, en Górka; a los padres palotinos, en Kopiec; a las religiosas de Nazaret, en la calle 3 de Mayo. Allá iba también a la guardería.

Quiero saludar particularmente a los padres carmelitas descalzos de Górka de Wadowice. En efecto, nos encontramos en una circunstancia excepcional: este año, el 27 de agosto, se celebra el centenario de la consagración de la iglesia de San José, anexa al convento fundado por san Rafael Kalinowski. Como en mi infancia y juventud, me dirijo espiritualmente a ese lugar de especial culto a la santísima Virgen del Monte Carmelo, que ejercía gran influjo en la espiritualidad de la tierra de Wadowice. Yo mismo recibí en ese lugar numerosas gracias, que hoy agradezco al Señor. Aún llevo la medallita que me dieron los carmelitas en Górka cuando tenía unos diez años.

Me alegra haber tenido la oportunidad de beatificar, en el grupo de ciento ocho mártires, al beato padre Alfonso María Mazurek, alumno y más tarde benemérito educador del seminario menor anexo al convento. Me encontré personalmente con este testigo de Cristo que, en 1944, como prior del convento de Czerna, selló su fidelidad a Dios con el martirio. Me arrodillo con veneración ante sus restos, que descansan precisamente en la iglesia de San José, y doy gracias a Dios por el don de la vida, del martirio y de la santidad de este gran religioso.

2. Jerusalén, «por la casa del Señor nuestro Dios, te deseo todo bien» (
Ps 122,9). Hoy hago mías estas palabras del salmista y las refiero a esta ciudad. Wadowice, la ciudad de mi infancia, por la casa paterna y por la casa del Señor, te deseo todo bien. ¡Cómo no expresar ese anhelo hoy que la Providencia me ha concedido encontrarme como sobre un puente que une estas dos casas: la casa paterna y la casa de Dios! Es una extraordinaria, y a la vez muy natural, unión de dos lugares que, más que ningún otro, dejan una huella profunda en el corazón del hombre.

Con afecto filial beso el umbral de mi casa natal, expresando a la divina Providencia la gratitud por el don de la vida, transmitida por mis queridos padres, por el calor del hogar, por el amor de mis seres queridos, que me daba un gran sentido de seguridad y fuerza, incluso cuando había que afrontar la experiencia de la muerte y los apuros de la vida diaria en tiempos difíciles.

Con profunda veneración beso también el umbral de la casa de Dios, de la iglesia parroquial de Wadowice, y en ella el baptisterio, en el que fui injertado a Cristo y acogido en la comunidad de su Iglesia. En este templo me acerqué por primera vez al sacramento de la confesión y en él hice mi primera comunión. Aquí fui monaguillo. Aquí di gracias a Dios por el don del sacerdocio y, ya como arzobispo de Cracovia, aquí viví el jubileo de mis 25 años de sacerdocio. Sólo Dios, dador de todo bien, sabe cuántas gracias recibí en este templo y en esta comunidad parroquial. A él, Dios uno y trino, le doy gloria en el umbral de esta iglesia.

Por último, al igual que en el pasado, dirijo mis pasos a la capilla de la Santa Cruz, para contemplar nuevamente el rostro de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro en su imagen de Wadowice. Lo hago con una alegría particularmente grande hoy porque tengo la posibilidad de coronar esta imagen, como signo de nuestro amor a la Madre del Salvador y a su Hijo divino. Es un signo muy elocuente sobre todo porque, como me han dicho, estas coronas han sido confeccionadas con vuestras joyas, algunas muy valiosas, que están unidas a un recuerdo particular, a alguna circunstancia especial, a pruebas o a nobilísimos sentimientos familiares, de esposos o novios. Y a ese regalo material habéis añadido el don del espíritu, la oración de consagración a la Madre de Cristo que visitó vuestras casas. Estad seguros de que vuestro amor ardiente a María nunca quedará sin recompensa. Precisamente este vínculo recíproco de amor es, en cierto sentido, portador de gracias y prenda de una ayuda incesante, que, por obra de María, recibimos de su Hijo divino.

3. «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4,4). En cierto sentido, estas palabras de san Pablo, que acabamos de escuchar, nos introducen en el centro mismo de este misterio. La plenitud de los tiempos llegó precisamente cuando se realizó el misterio de la encarnación del Verbo eterno. El Hijo de Dios vino al mundo para realizar el plan salvífico del Padre, para llevar a cabo la redención del hombre y devolverle la filiación perdida. En este misterio María desempeña un papel particular. Dios la llamó para que se convirtiera en la mujer a través de la cual se borraría el pecado original de la primera mujer. En cierto sentido, Dios necesitaba esta mediación de María. Necesitaba su libre consentimiento, su obediencia y su entrega, para revelar plenamente su amor eterno al hombre.

A continuación, el Apóstol de los gentiles escribe: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6). Sabemos también que este acontecimiento se realizó en presencia de María. Como estaba presente en los inicios de la obra de la redención de Cristo, así también, el día de Pentecostés, estaba presente en los inicios de la Iglesia. Aquel la que el día de la Anunciación fue colmada del Espíritu Santo, el día de Pentecostés fue testigo especial de su presencia. Aquella que debía su propia maternidad a la acción misteriosa del Espíritu supo apreciar más que nadie el significado de la venida del Consolador. María reconoció mejor que nadie el instante en que comenzó la vida de la Iglesia, de la comunidad de hombres que, injertados en Cristo, pueden dirigirse a Dios llamándolo: ¡Abbá, Padre! Ningún ser humano en el mundo ha sido introducido en la experiencia del amor trinitario del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo tan profundamente como María, la Madre del Verbo encarnado.

Por eso, mientras nos preparamos para vivir el gran jubileo de la redención, nos dirigimos en particular a ella, que es guía insustituible en el camino de la salvación. Si el jubileo, en cierto sentido, nos debe hacer presente lo que se realizó gracias a la encarnación del Hijo de Dios, no podemos por menos de basarnos en la experiencia de fe, esperanza y caridad de la Madre de Cristo. Ese recurso no puede faltar. En efecto, de María aprendemos la docilidad al Espíritu Santo, gracias a la cual podemos gozar más plenamente de los frutos de la muerte y la resurrección de Cristo.

Nuestros antepasados tuvieron siempre la convicción de que la Madre de Dios desempeña un papel insustituible en la vida de la Iglesia y de todo cristiano. A lo largo de los últimos cien años, los habitantes de Wadowice lo expresaban de una manera especial cuando se reunían con veneración ante la imagen de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y la elegían mediadora, patrona de la vida personal, familiar y social. Don Leonard Prochownik, párroco y decano, escribió en 1935: «Nuestra Señora del Perpetuo Socorro es muy venerada entre nosotros. Tiene su capilla, donde se halla colocada su imagen milagrosa y allí muchos han experimentado y experimentan personalmente su bondad, que les muestra en las necesidades temporales y espirituales, y se apresura a ayudarles». Y así ha sucedido. Puedo atestiguarlo personalmente. Y creo que así ha acontecido hasta el día de hoy. Ojalá que así sea también en el futuro.

1218 4. Durante mi primera visita a Wadowice os pedí que me apoyarais con una incesante oración ante la imagen de esta Madre. Veo que mi petición ha quedado esculpida en una lápida. Creo que se trata de un signo de que esa petición ha quedado profundamente grabada también en vuestro corazón. Por eso, hoy os doy cordialmente las gracias por esa oración. Siento continuamente su acción y os pido que sigáis orando. Tengo mucha necesidad de vuestra oración. La necesitan mucho también la Iglesia y el mundo entero.

Hay otra cosa por la que quiero daros las gracias. Sé que la Iglesia de Cracovia, encabezada por su cardenal, ha construido en Wadowice un particular voto de gratitud a la Madre de Dios. A poca distancia de aquí se ha edificado la «Casa de la madre sola». Allí son acogidas y asistidas las mujeres que, a pesar de los sacrificios y las contrariedades que esto implica, quieren conservar el fruto de su maternidad. Os agradezco este gran don de vuestro amor al hombre y de vuestra solicitud por la vida. Mi gratitud es mucho mayor por el hecho de que esa casa está dedicada a mi madre Emilia. Creo que la madre que me trajo al mundo y rodeó de amor mi infancia cuidará de esta obra. A vosotros, en cambio, os pido que sigáis sosteniendo esta casa con vuestra generosidad.

Si no recuerdo mal, esta casa se encuentra en la calle Mickiewicz, que lleva hacia Chocznia. En esa calle se encuentra la escuela de Marcin Wadowita, donde estudié durante ocho años. Primero hice la primaria aquí, en este edificio, donde se hallan las oficinas municipales. Después, fui a la escuela secundaria, y solíamos ir a hacer gimnasia a «Sokól». También íbamos a «Sokól» a ver representaciones teatrales. Recuerdo a Mieczyslaw Kotlarczyk, el que creó el «teatro de la palabra»; recuerdo a mis compañeros y compañeras de Wadowice: a Halina Królikiewiczówna-Kwiatkowska y a Zbyszek Silkowski, que vivía en la casa que pertenecía a los señores Homme. Muchos recuerdos. De todos modos, aquí, en esta ciudad de Wadowice, comenzó todo para mí: la vida, la escuela, los estudios, el teatro... y el sacerdocio. Allí está la calle Mickiewicz, luego la

calle Zatorska; aquí la calle Krakowska. Allí se encontraba antes Zbozny Rynek, y allí Choczenka. Detrás de nosotros está Skawa. Aquí estaba la librería de Foltin. ¿Existe aún? No. En aquella casa vivía Jurek Kluger y allí estaba la pastelería. Después de obtener el diploma íbamos a comer pasteles con crema. Menos mal que logramos soportar todos esos pasteles con crema después del diploma. Más allá de la escuela sube la calle Slowacki; allí está la calle Karmelicka y un poco más allá el parque de la Asociación para el cuidado de la ciudad de Wadowice y de sus alrededores.

Estas cosas no se olvidan fácilmente. Ahí está la calle Tatrzanska, donde se halla el cementerio; luego está la parroquia de San Pedro; después, Gorzen. Desde Gorzen se baja hasta Skawa. Por la otra parte está Góra Jaroszowicka y así hasta Kalwaria. Después de Kopiec viene Klecza Dolna; luego, Klecza Górna, Barwald y, por último Kalwaria Zebrzydowska. Ya basta con los recuerdos.

Esta casa pertenecía a la señora María Wodzinska. En la calle 3 de Mayo había un cuartel del 12° batallón de infantería. El 11 de noviembre y el 3 de mayo se tenían las celebraciones en la plaza del Mercado: la santa misa castrense, luego la parada militar delante del cuartel. También nosotros participábamos en las celebraciones por ser alumnos miembros de la Legión, aún no académica. Y así fue hasta la guerra. Tratemos de acabar.

Esta casa fue muy acogedora para mí: aquí festejé mi ordenación sacerdotal, la episcopal y la púrpura cardenalicia. Fui muchas veces a la casa de los señores Homme, a Zbyszek Silkowski. Los recuerdo todos los días.

Y en el escenario de Wadowice declamamos las obras más importantes de los clásicos, comenzando por «Antígona». No sé si hoy es aún así. Ahora sí acabemos definitivamente.

5. «Sub tuum praesidium...». Bajo tu amparo nos acogemos, oh María. A tu protección encomendamos la historia de esta ciudad, de la Iglesia de Cracovia y de toda la patria.

A tu amor materno encomendamos el futuro de cada uno de nosotros, de nuestras familias y de toda la sociedad.

No desoigas la oración de tus hijos necesitados; antes bien, líbranos de todo peligro.

1219 María, alcánzanos la gracia de la fe, de la esperanza y de la caridad, para que, siguiendo tu ejemplo y bajo tu guía, llevemos al nuevo milenio el testimonio del amor del Padre, de la muerte redentora y de la resurrección del Hijo, y la acción santificadora del Espíritu Santo.

Permanece con nosotros siempre.

Oh Virgen, gloriosa y bendita. Señora nuestra, Abogada nuestra, Mediadora nuestra, Consoladora nuestra, Madre nuestra. Amén.



VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA




Capilla de san Estanislao de la catedral de Wawel

Jueves 17 de junio de 1999



«En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Estas palabras de Cristo, con las que la liturgia de hoy nos introduce en el misterio de la memoria de san Alberto, cobran una elocuencia particular en la catedral de Wawel. En efecto, al igual que las tumbas de los santos reyes y héroes nacionales, encierra una historia de amor, que convierte la vida por los hermanos en una entrega a Cristo.

Doy gracias a la divina Providencia por haberme concedido venir de nuevo a la capilla de san Estanislao, para ofrecer aquí el sacrificio de alabanza por esta comunidad eclesial, que mons. Szczepanów consolidó por muchos milenios mediante su ministerio pastoral y su martirio. En cierto sentido, dio inicio a la historia de amor al hombre y a Cristo que se realiza incesantemente en medio de este pueblo. Esa historia de amor ha marcado también nuestra vida, nuestra búsqueda, nuestro camino, individual y comunitario, hacia el encuentro con Cristo. Bendigo a Dios porque en este gran patrimonio espiritual he participado, especialmente como obispo de Cracovia, y porque esa riqueza me proporciona fuerza e inspiración como Obispo de Roma.

Quiero saludar cordialmente a todos los que participan en esta eucaristía. Sería difícil nombrarlos a todos. Son personas muy queridas para mí, miembros del Gobierno, representantes de varios ambientes con los que estaba relacionado y que desempeñan importantes funciones culturales, científicas y sociales en la vida de la nación.

En particular quiero saludar a los alumnos del seminario mayor de la archidiócesis de Cracovia, del cual yo también salí, aunque de una manera poco común. Me refiero al período de la ocupación y al sucesivo: el tiempo del seminario en clandestinidad. Después se fue normalizando gradualmente la situación y comenzó mi actividad científica en la facultad teológica de la universidad Jaguellónica. Me alegra ver que hay muchas vocaciones.

Os agradezco vuestra presencia y doy gracias a Dios por el don de la vocación, que os ha concedido. Durante esta santa misa quiero encomendaros a Dios a cada uno, pidiendo todos los dones del Espíritu Santo, tan necesarios a fin de conservar la vocación, realizarla con sabiduría y amor en el sacerdocio, y a fin de que se transforme en luz para el mundo en el tercer milenio. Os pido que transmitáis mi cordial saludo y mi bendición a vuestros hermanos en todos los seminarios mayores polacos, diocesanos y religiosos.

Saludo cordialmente a todas las personas aquí reunidas: tanto a aquellas con las que, desde hace muchos años, me unen vínculos de amistad como a las que, tal vez, no conozco personalmente, pero que me brindan su benevolencia. Les agradezco de corazón su presencia, por la que formamos una comunidad en torno a este sarcófago, en la capilla de San Estanislao, el primer patrono de Polonia.

1220 ¡Alabado sea Jesucristo!



SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO


Martes 29 de junio de 1999



1. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

Pedro, como portavoz del grupo de los Apóstoles, proclama su fe en Jesús de Nazaret, el esperado Mesías Salvador del mundo. En respuesta a su profesión de fe, Cristo le confía la misión de ser el fundamento visible en que se apoyará todo el edificio de la comunidad de los creyentes: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18).

Ésta es la fe que, a lo largo de los siglos, se ha difundido en todo el mundo mediante el ministerio y el testimonio de los Apóstoles y de sus sucesores. Ésta es la fe que proclamamos hoy, haciendo memoria solemne de los príncipes de los Apóstoles, Pedro y Pablo. Siguiendo una antigua y venerable tradición, la comunidad cristiana de Roma, que tiene el honor de conservar las tumbas de estos dos Apóstoles, «columnas» de la Iglesia, les rinde culto en una única fiesta litúrgica y, al mismo tiempo, los venera como sus patronos celestiales.

2. Pedro, el pescador de Galilea, junto con su hermano Andrés, fue llamado por Jesús, al comienzo de la actividad pública, para que se convirtiera en «pescador de hombres» (Mt 4,18-20). Testigo de los momentos principales de la actividad pública de Jesús, como la Transfiguración (cf. Mt Mt 17,1) y la oración en el huerto de los Olivos en la víspera de la Pasión (cf. Mt Mt 26,36-37), después de los acontecimientos pascuales recibió de Cristo la misión de apacentar la grey de Dios (cf. Jn Jn 21,15-17) en su nombre.

Desde el día de Pentecostés, Pedro gobierna la Iglesia, velando por su fidelidad al Evangelio y guiando sus primeros contactos con el mundo de los gentiles. Su ministerio se manifiesta, de modo particular, en los momentos decisivos que marcan el ritmo del crecimiento de la Iglesia apostólica. En efecto, es él quien acoge en la comunidad de los creyentes al primer convertido del paganismo (cf. Hch Ac 10,1-48), y también es él quien interviene con autoridad en la asamblea de Jerusalén sobre el problema de la exención de las obligaciones que imponía la ley judía (cf. Hch Ac 15,7-11).

Los misteriosos designios de la Providencia divina llevarán al apóstol Pedro hasta Roma, donde derramará su sangre como supremo testimonio de fe y amor al divino Maestro (cf. Jn Jn 21,18-19). Así, cumplirá la misión de ser signo de la fidelidad a Cristo y de la unidad de todo el pueblo de Dios.

3. Pablo, el antiguo perseguidor de la Iglesia naciente, alcanzado por la gracia de Dios en el camino de Damasco, se convierte en infatigable apóstol de los gentiles. Durante sus viajes misioneros, no dejará de predicar a Cristo crucificado, conquistando para la causa del Evangelio a grupos de fieles en diversas ciudades de Asia y Europa.

Su intensa actividad no impidió al «Apóstol de los gentiles» hacer una amplia reflexión sobre el mensaje evangélico, confrontándolo con las diferentes situaciones que encontraba en su predicación.

El libro de los Hechos de los Apóstoles describe el largo itinerario que, desde Jerusalén, lo lleva primero a Siria y Asia Menor, después a Grecia y, por último, a Roma. Precisamente aquí, en el centro del mundo entonces conocido, corona con el martirio su testimonio de Cristo. Como él mismo afirma en la segunda lectura que acabamos de proclamar, la misión que le confió el Señor consiste en llevar el mensaje evangélico a los paganos: «El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles» (2Tm 4,17).

1221 4. Según una tradición ya consolidada, en este día, dedicado a la memoria de los apóstoles Pedro y Pablo, el Papa impone a los arzobispos metropolitanos, nombrados durante el último año, el «palio», como signo de comunión con la Sede de Pedro.

Por tanto, es para mí una gran alegría acogeros a vosotros, amados hermanos en el episcopado, que habéis venido a Roma de diversas partes del mundo para esta feliz circunstancia. Deseo, asimismo, saludar a las comunidades cristianas encomendadas a vuestro cuidado pastoral: están llamadas a dar, bajo vuestra sabia dirección, un valiente testimonio de fidelidad a Cristo y a su Evangelio. Los dones y carismas de cada comunidad son riqueza para todos, y confluyen en un único canto de alabanza a Dios, fuente de todo bien. Ciertamente, entre esos dones, uno de los principales es el de la unidad, bien simbolizada con esta imposición del «palio».

5. La aspiración a la unidad entre los cristianos se pone de relieve también por la presencia de los delegados del patriarca ecuménico de Constantinopla, que han venido para compartir la alegría de esta liturgia y venerar a los Apóstoles patronos de la Iglesia que está en Roma. Los saludo con deferencia y, por medio de ellos, saludo al patriarca ecuménico Bartolomé I. Los apóstoles Pedro, Pablo y Andrés, que fueron instrumentos de comunión entre las primeras comunidades cristianas, sostengan con su ejemplo y su intercesión el camino de todos los discípulos de Cristo hacia la unidad plena.

La cercanía del jubileo del año 2000 nos invita a hacer nuestra la oración por la unidad (cf. Jn
Jn 17,20-23) que Jesús elevó al Padre la víspera de su pasión. Estamos llamados a acompañar esta súplica con signos concretos que favorezcan el camino de los cristianos hacia la comunión plena. Por este motivo, he pedido que en el calendario del año 2000, en la vigilia de la fiesta de la Transfiguración, se introduzca, según la propuesta de Su Santidad Bartolomé I, una jornada jubilar de oración y ayuno. Esta iniciativa constituirá una expresión concreta de nuestra voluntad de compartir las iniciativas de los hermanos de las Iglesias ortodoxas y, a la vez, de nuestro deseo de que ellos compartan las nuestras.

Quiera el Señor, por intercesión de los apóstoles Pedro y Pablo, que se intensifique en el corazón de los creyentes el compromiso ecuménico, para que, olvidando los errores cometidos en el pasado, todos lleguen a la unidad plena que quiso Jesús.

6. «El Señor me libró de todas mis angustias» (Estribillo del Salmo responsorial). En su misión apostólica, san Pedro y san Pablo tuvieron que afrontar dificultades de todo tipo. Sin embargo, lejos de debilitar su acción misionera, fortalecieron su celo en beneficio de la Iglesia y para la salvación de los hombres. Pudieron superar todas las pruebas porque su confianza no se basaba en los recursos humanos, sino en la gracia del Señor, quien, como recuerdan las lecturas de esta solemnidad, libra a sus amigos de todos los males y los salva para su Reino (cf. Hch Ac 12,11 1Tm 4,18).

Esa misma confianza en Dios debe sostenernos también a nosotros. Sí, el «Señor libra de todas las angustias». Esta certeza debe infundirnos ánimo frente a las dificultades que encontramos al anunciar el Evangelio en la vida diaria. Que san Pedro y san Pablo, nuestros patronos, nos ayuden y nos obtengan el celo misionero que los hizo testigos de Cristo hasta los confines del mundo entonces conocido.

Orad por nosotros, san Pedro y san Pablo apóstoles, «columnas» de la Iglesia de Dios.

Y tú, Reina de los Apóstoles, a quien Roma venera con el hermoso título de Salus populi romani, acoge bajo tu protección al pueblo cristiano encaminado hacia el tercer milenio. Apoya todos los esfuerzos sinceros que se realizan para promover la unidad de los cristianos y vela por el camino de los discípulos de tu Hijo Jesús. Amén.





JUAN PABLO II

HOMILIA

4 de julio de 1999


1. «Este día está consagrado al Señor» (Ne 8,10).

1222 Esas palabras, que acabamos de escuchar en la primera lectura, corresponden muy bien al momento que estamos viviendo en este santuario del Amor Divino, tan querido para los habitantes de Roma y del Lacio. Sí, este día está consagrado a Dios, y por eso es un día de fiesta y alegría singularmente denso. El Señor nos ha congregado en su casa para que experimentemos de modo más intenso el don de su presencia. Como el pueblo israelita, también nosotros, siguiendo lo que narra Nehemías, acogemos su palabra con la aclamación: «Amén, amén» y nos postramos con el corazón ante él, manifestando una profunda adhesión a su voluntad.

También nosotros repetimos con el salmo responsorial: «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida».

La palabra de Dios ilumina el rito de dedicación de este nuevo templo mariano, donde los fieles, que aquí se reunirán para orar sobre todo durante el gran jubileo, encontrarán una ayuda para abrirse a la acción renovadora del Espíritu.

Así pues, todo en este lugar debe preparar para el encuentro con el Señor; todo debe impulsar a los creyentes a proclamar su fe en Cristo, ayer, hoy y siempre.

2. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (
Mt 16,16).

Ésta es la profesión de fe del apóstol Pedro, que hemos escuchado en el pasaje evangélico de hoy. Jesús responde a Pedro, encomendándole la misión de sostener todo el edificio espiritual de su Iglesia: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18).

El templo en que nos encontramos y que ahora es consagrado para el culto, es signo de la otra Iglesia, formada por piedras vivas, que son los creyentes en Cristo, admirablemente unidos por el cemento espiritual de la caridad. Mediante la acción del Espíritu Santo, los dones y carismas de cada miembro de la comunidad eclesial no se oponen; al contrario, enriquecen la armonía de la única construcción espiritual del Cuerpo de Cristo. Así, el templo material expresa la comunión interior de cuantos aquí se congregan para escuchar la palabra de Dios, como nos ha recordado la primera lectura: «Los oídos del pueblo estaban atentos al libro de la Ley» (Ne 8,3). Aquí los fieles recibirán los sacramentos, especialmente los de la reconciliación y la Eucaristía, y podrán expresar con mayor intensidad su devoción a la Virgen del Amor Divino.

3. «La alegría del Señor es vuestra fortaleza» (Ne 8,10).

Así saludaba Nehemías a la asamblea de los israelitas reunidos en una plaza para renovar la alianza con Dios. Con esas mismas palabras deseo saludaros hoy a todos vosotros, congregados en este santuario mariano.

Os doy las gracias, amadísimos hermanos y hermanas, por vuestra presencia, tan numerosa. Saludo con afecto al cardenal vicario, a quien expreso mi agradecimiento por las palabras que me ha dirigido al inicio de la celebración. Asimismo, saludo a los obispos, a los sacerdotes y a los rectores de otros santuarios marianos, aquí presentes. Saludo al rector párroco del santuario, don Pasquale Silla, que tanto ha hecho porque llegara este día, y a todos los hijos e hijas de la Virgen del Amor Divino, que se encargan con esmero de estos lugares. Prosiguen la obra meritoria de su fundador, don Umberto Terenzi, que con tenacidad quiso aquí una nueva casa para la Virgen santísima, la que precisamente hoy estamos dedicando. Saludo en particular a los feligreses de este santuario-parroquia, testigos directos del gran amor que el pueblo romano siente hacia la Virgen del Amor Divino, y de cómo viene con frecuencia a visitarla en peregrinación, encomendándose a su intercesión.

Saludo, por último, a los que proyectaron y realizaron esta construcción: al padre Costantino Ruggeri y al arquitecto Luigi Leoni, así como a todos los bienhechores, los empresarios y los obreros.

1223 4. Con la dedicación de este nuevo santuario se cumple hoy, al menos en parte, un voto que los romanos, invitados por el Papa Pío XII, hicieron a la Virgen del Amor Divino en el año 1944, cuando las tropas aliadas estaban a punto de lanzar el ataque decisivo sobre Roma, ocupada por los alemanes. Ante la imagen de la Virgen del Amor Divino, el 4 de junio de ese año, los romanos suplicaron la salvación de Roma, prometiendo a María que cambiarían su conducta moral, construirían el nuevo santuario del Amor Divino y realizarían una institución de caridad en Castel di Leva. Ese mismo día, algo más de una hora después de la lectura del voto, el ejército alemán abandonó Roma sin oponer resistencia, mientras las fuerzas aliadas entraban por la puerta de San Juan y la Puerta Mayor, acogidos por el pueblo romano con manifestaciones de júbilo.

Hoy el santuario es una realidad y está a punto de llevarse a cabo también la institución de caridad: una casa para ancianos, no lejos de aquí. Pero el voto de los romanos incluía también una promesa a María santísima que no termina y que es mucho más difícil de realizar: el cambio de la conducta moral, es decir, el esfuerzo constante por renovar la vida y hacerla cada vez más acorde con la de Cristo. Amadísimos hermanos y hermanas, ésta es la tarea a la que nos invita el edificio sagrado que hoy dedicamos a Dios.

Las paredes que encierran el espacio sagrado en que nos hallamos reunidos, y mucho más el altar, las grandes vidrieras polícromas y los demás símbolos religiosos, son signos de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Una presencia que se manifiesta de manera real en la Eucaristía, celebrada diariamente y conservada en el Tabernáculo; una presencia que se revela viva y vivificante en la administración de los sacramentos; una presencia que se podrá experimentar continuamente en la oración y en el recogimiento. Ojalá que esa presencia sea para todos una llamada constante a la conversión y a la reconciliación fraterna.

5. «Ven, te voy a enseñar a la novia, a la esposa del Cordero (...), resplandeciente de la gloria de Dios» (
Ap 21,9).

La gran visión de la Jerusalén celestial, con la que se concluye el libro del Apocalipsis, nos invita a elevar la mirada desde la belleza y armonía arquitectónica de este nuevo templo hasta el esplendor de la Iglesia celestial, plenitud del amor y de la comunión con la santísima Trinidad, a la que tiende desde el inicio toda la historia de la salvación.

Como afirma el concilio Vaticano II, María es imagen y primicia de la Jerusalén celestial, hacia la que nos encaminamos. «La Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y el comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (Lumen gentium, LG 68).

A María dirigimos confiados nuestro corazón e invocamos su maternal protección sobre todos.

A ti, Madre del Amor Divino, te encomendamos la comunidad diocesana, la continuación de la misión ciudadana, que concluyó hace pocas semanas, así como esta amada ciudad de Roma, con sus problemas y sus recursos, sus anhelos y sus esperanzas.

Te encomendamos las familias, los enfermos, los ancianos y las personas solas. En tus manos depositamos los frutos del Año santo y de modo especial las expectativas y las esperanzas de los jóvenes que, durante el jubileo, vendrán a Roma para la XV Jornada mundial de la juventud.

Te encomendamos, por último, la petición que ya te dirigí con ocasión de mi primera visita a este santuario: que, por tu intercesión, se multiplique el número de los obreros de la mies del Señor y que la juventud sepa apreciar, en toda su belleza, el don de la llamada al sacerdocio y a la vida religiosa, que tanto necesita hoy el mundo.

Amén.



B. Juan Pablo II Homilías 1216