B. Juan Pablo II Homilías 992

992 Deseo, además, que el tiempo navideño y el comienzo del nuevo año renueven en cada uno un fuerte impulso misionero. Que renazca en esta comunidad, como en toda la diócesis, el fervor original de la antigua comunidad cristiana de Roma descrito en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch Ac 28,15 Hch Ac 28,30).

5. «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad» (He 10,7). Al presentar el misterio de la Encarnación, la carta a los Hebreos describe las disposiciones con las que el Verbo divino entra en el mundo: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas; pero me has preparado un cuerpo» (He 10,5). El verdadero y perfecto sacrificio, ofrecido por Jesús al Padre, es el de su plena adhesión al plan salvífico. Su obediencia total al Padre, que ya desde el primer instante caracteriza la historia terrena de Jesús, encontrará su cumplimiento definitivo en el misterio de la Pascua. Por eso, ya en la Navidad se halla presente la perspectiva pascual. Este es el comienzo de la redención de Jesús, que se cumplirá totalmente con su muerte y resurrección.

María, modelo de fe para todos los creyentes, nos ayude a prepararnos a acoger dignamente al Señor que viene. Con Isabel reconozcamos las maravillas que el Señor hizo en ella. «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1,42). Jesús, fruto bendito del seno de la Virgen María, bendiga a vuestras familias, a los jóvenes, a los ancianos, a los enfermos y a las personas solas. Él, que se hizo niño para salvar a la humanidad, traiga a todos luz, esperanza y alegría. Amén.





SANTA MISA DE NOCHEBUENA



Basílica de San Pedro

Miércoles 24 de diciembre de 1997



1. «Os anuncio una gran alegría (...): hoy os ha nacido (...) un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2,10-11).

¡Hoy! Este «hoy» que resuena en la liturgia no se refiere sólo al acontecimiento que tuvo lugar hace ya casi dos mil años y que cambió la historia del mundo. Tiene que ver también con esta Noche santa, en la que nos hemos congregado aquí, en la basílica de San Pedro, unidos espiritualmente a cuantos, en todos los rincones de la tierra, celebran la solemnidad de la Navidad. Incluso en los lugares más apartados de los cinco continentes resuenan, en esta noche, las palabras de los ángeles que escucharon los pastores de Belén: «Os anuncio una gran alegría (...): hoy os ha nacido (...) un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2,10-11).

Jesús nació en un establo, como cuenta el evangelio de san Lucas, «porque no había sitio para ellos en la posada » (Lc 2,7). María, su Madre, y José no encontraron alojamiento en ninguna casa de Belén. María depositó al Salvador del mundo en un pesebre, única cuna disponible para el Hijo de Dios hecho hombre. Esta es la realidad de la Navidad del Señor. La recordamos cada año: de ese modo la descubrimos de nuevo, la vivimos cada vez con el mismo asombro.

2. ¡El nacimiento del Mesías! Es el acontecimiento central de la historia de la humanidad. Lo esperaba con oscuro presentimiento todo el género humano; lo esperaba con conciencia explícita el pueblo elegido.

Testigo privilegiado de esa espera, durante el tiempo litúrgico del Adviento y también en esta solemne vigilia, es el profeta Isaías, que, desde la lejanía de los siglos, fija la mirada inspirada en esta única, futura, noche de Belén. Él, que vivió muchos siglos antes, habla de este acontecimiento y de su misterio como si fuese testigo ocular: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado»; «Puer natus est nobis, Filius datus est nobis» (Is 9,5).

Este es el acontecimiento histórico cargado de misterio: nace un tierno niño, plenamente humano, pero que es al mismo tiempo el Hijo unigénito del Padre. Es el Hijo no creado, sino engendrado eternamente. Hijo de la misma naturaleza que el Padre, «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero ». Es la Palabra, «por medio de la cual fueron creadas todas las cosas».

993 Proclamaremos estas verdades dentro de poco en el Credo y añadiremos: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y, por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre». Profesando con toda la Iglesia nuestra fe, también en esta noche reconoceremos la gracia sorprendente que nos concede la misericordia del Señor.

Israel, el pueblo de Dios de la antigua Alianza, fue elegido para traer al mundo, como «renuevo de la estirpe de David », al Mesías, al Salvador y Redentor de toda la humanidad. Junto con un miembro insigne de ese pueblo, el profeta Isaías, dirijámonos, pues, hacia Belén con la mirada de la espera mesiánica. A la luz divina podemos entrever cómo se está cumpliendo la antigua Alianza y cómo, con el nacimiento de Cristo, se revela una Alianza nueva y eterna.

3. De esta Alianza nueva habla san Pablo en el pasaje de la carta a Tito que acabamos de escuchar: «Ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres» (
Tt 2,11). Precisamente esta gracia permite a la humanidad vivir «aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro: Jesucristo », que «se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad, y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras» (Tt 2,14).

A nosotros, queridísimos hermanos y hermanas, se dirige hoy este mensaje de gracia. Por tanto, escuchad. A todos los «que Dios ama», a los que acogen la invitación a orar y velar en esta santa Noche de Navidad, repito con alegría: Se ha manifestado el amor que Dios nos tiene. Su amor es gracia y fidelidad, misericordia y verdad. Es él quien, librándonos de las tinieblas del pecado y de la muerte, se ha convertido en firme e indestructible fundamento de la esperanza de cada ser humano.

El canto litúrgico lo repite con alegre insistencia: ¡Venid, adoremos! Venid de todas las partes del mundo a contemplar lo que ha sucedido en el portal de Belén. Nos ha nacido el Redentor y esto constituye hoy, para nosotros y para todos, un don de salvación.

4. ¡Qué insondable es la profundidad del misterio de la Encarnación! Muy rica es, por ello, la liturgia de la Navidad del Señor: en las misas de medianoche, de la aurora y del día los diversos textos litúrgicos iluminan sucesivamente este gran acontecimiento que el Señor quiere dar a conocer a los que lo esperan y lo buscan (cf. Lc Lc 2,15).

En el misterio de la Navidad se manifiesta en plenitud la verdad de su designio de salvación sobre el hombre y sobre el mundo. No sólo el hombre es salvado, sino toda la creación, a la que se invita a cantar al Señor un cántico nuevo y a alegrarse con todas las naciones de la tierra (cf. Sal Ps 96).

Precisamente este cántico de alabanza ha resonado con solemne grandeza sobre el pobre establo de Belén. Leemos en san Lucas que las milicias celestiales alababan a Dios diciendo: «Gloria Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor» (Lc 2,14).

En Dios está la plenitud de la gloria. En esta noche la gloria de Dios se convierte en patrimonio de toda la creación y, de un modo particular, del hombre. Sí, el Hijo eterno, Aquel que es la eterna complacencia del Padre se ha hecho hombre, y su nacimiento terreno, en la noche de Belén, testimonia de una vez para siempre que en él cada hombre está comprendido en el misterio de la predilección divina, que es la fuente de la paz definitiva.

«Paz a los hombres que ama el Señor ». Sí, paz para toda la humanidad. Esta es mi felicitación navideña. Queridos hermanos y hermanas, durante esta noche y a lo largo de toda la octava de Navidad imploremos del Señor esta gracia tan necesaria. Pidamos para que toda la humanidad sepa reconocer en el Hijo de María, nacido en Belén, al Redentor del mundo, que trae como don el amor y la paz.

Amén.





REZO DE VÍSPERAS EN LA IGLESIA DE SAN IGNACIO DE LOYOLA



994

Miércoles 31 de diciembre de 1997



1. «Ubi venit plenitudo temporis, misit Deus Filium suum...». «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4,4-5).

La expresión latina plenitudo temporis indica que el misterio de la Encarnación marca la plenitud del tiempo. El Hijo de Dios, al hacerse hombre, entró en la dimensión temporal, y con su presencia la introdujo en la eternidad. Jesucristo, el Verbo, el Hijo de la misma naturaleza del Padre, Dios de Dios, pertenece de por sí a la dimensión divina de la eternidad, pero, al hacerse hombre, acogió en sí mismo la del tiempo. Así, el nacimiento del Redentor en Belén dio inicio a un nuevo modo de contar los años: en efecto, es costumbre decir «antes » y «después» de Cristo.

2. Christus heri et hodie, principium et finis, alpha et omega. Ipsius sunt tempora et saecula. Ipsi gloria et imperium per universa aeternitatis saecula. La liturgia nos invita a proclamar estas palabras durante la Vigilia pascual, mientras se marcan las cifras del año en el Cirio pascual, símbolo de Cristo resucitado. El tiempo pertenece a Cristo. El Hijo de Dios, al hacerse hombre, aceptó como medida de su existencia terrena el tiempo, que sometió a sí. Por él, la historia del hombre y la salvación se encuentran y se funden.

Hoy, último día del año, queremos considerar los días, las semanas, los meses transcurridos, como un fragmento de la historia de la salvación, que a todos nos atañe. En el clima espiritual que caracteriza este tiempo navideño, la diócesis de Roma, en comunión con la cristiandad entera, extendida por todo el mundo, reflexiona esta tarde en el año 1997, otro año solar que dentro de poco será ya pasado.

3. Amadísimos hermanos y hermanas, el año que se concluye hoy, por lo que respecta a nuestra comunidad diocesana, está vinculado, de manera destacada, a la Misión ciudadana en la que, después de un período de preparación, han ido participando cada vez más las parroquias y todas las realidades eclesiales. Se trata de un esfuerzo de evangelización comunitario y permanente, que, con la gracia de Dios, está resultando un camino particularmente eficaz para anunciar el Evangelio a los habitantes de nuestra ciudad.

Durante la pasada Cuaresma, cerca de doce mil misioneros, en su mayor parte laicos, visitaron las familias de la ciudad para darles como regalo el evangelio de san Marcos. El gesto de entrar con el evangelio en las casas y la buena acogida que, por lo general, se dispensó a los misioneros son de por sí muy significativos: los romanos, incluidos los que no frecuentan o frecuentan poco la iglesia, esperan encontrarse con el Señor. Lo confirma, asimismo, el notable interés y la gran participación que han despertado los encuentros sobre el tema de la fe y de la búsqueda de Dios, que han tenido lugar en la basílica catedral de san Juan de Letrán. En ellos se entabló un diálogo sincero entre los que anuncian a Cristo y los que buscan respuestas satisfactorias a los interrogantes fundamentales de la vida.

La Misión nos invita a mirar al futuro, a preparar el terreno para la evangelización de nuestra ciudad con vistas al tercer milenio. Para ello, en la última parte del año hemos dedicado especial atención a los jóvenes, a los que yo mismo me dirigí el 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de María, con una carta, en la que los exhortaba a ser protagonistas en el anuncio y en el testimonio de Cristo a sus coetáneos. Espero que el celo por el Evangelio sea cada vez mayor en muchos jóvenes romanos.

4. Mientras, durante esta celebración, pedimos en la oración por toda la comunidad de la ciudad, quisiera dirigir un cordial saludo al querido cardenal Ruini, con sus obispos auxiliares y al padre Kolvenbach, prepósito general de la Compañía de Jesús, a cuyos religiosos está encomendada la iglesia que nos acoge. Mi saludo va también a todos los habitantes de la ciudad. En primer lugar, al alcalde, que también este año ha querido estar presente en este rito para ofrecer, en nombre de la Administración, el tradicional cáliz votivo. Saludo, asimismo, a los miembros de la Junta y del Consejo comunal, con quienes tendré la alegría de reunirme el próximo día 15 de enero, durante la visita al Capitolio. Saludo a los agentes sociales que están al servicio de la población y a los voluntarios comprometidos en múltiples actividades. Un recuerdo particular va a cuantos atraviesan dificultades y pasan estos días de fiesta entre incomodidades y sufrimientos. A todos y a cada uno dirijo mi afectuoso saludo, apoyado con mi constante oración.

Al concluir el año 1997, surge espontáneamente una confiada petición al Señor, para que dé su Espíritu de sabiduría y fortaleza a los heraldos del Evangelio y abra el corazón, la conciencia y la vida de cada uno a acoger, sin temores, a Cristo que viene.

Repasando el año que concluye, quisiera dar gracias a Dios, que me ha concedido visitar otras comunidades parroquiales, hasta llegar al número de 265 parroquias desde el comienzo de mi ministerio episcopal en Roma. A pesar de la variedad de condiciones sociales, he encontrado por doquier comunidades vivas, que anhelan crecer en la fe y en el testimonio activo de la caridad cristiana.

995 Esta red de parroquias, que cubre todo el territorio de la diócesis y se va completando también en sus estructuras con vistas al gran jubileo, representa para la misma ciudad de Roma un recurso de inestimable valor, pues favorece la consolidación de relaciones sociales marcadas por el conocimiento recíproco, la amistad y la solidaridad. Contribuye en gran medida a la educación de los muchachos y de los jóvenes, así como a la vida moral de las familias, a la acogida de los marginados y al cuidado de las personas solas y de las que sufren.

5. Para funcionar bien, cada comunidad parroquial, como cualquier forma específica de pastoral diocesana, necesita el servicio generoso y fiel de los sacerdotes. Por tanto, doy gracias al Señor que me ha permitido ordenar, el pasado domingo 20 de abril, a treinta nuevos sacerdotes para nuestra diócesis.

El Seminario romano, al igual que los demás seminarios en los que se prepara el clero de nuestra diócesis, por gracia del Señor, ofrece un cualificado itinerario de formación, en el que la seriedad de los estudios va unida a una intensa vida de oración y al compromiso de una auténtica comunión fraterna. Mientras aliento a los responsables de la formación a proseguir su meritoria labor, mi pensamiento se dirige ante todo al cardenal Ugo Poletti, a quien el Señor llamó a sí el 25 de febrero de este año. Lo recordamos hoy, renovando nuestra gratitud a Dios por el bien que ha realizado a través de él en esta Iglesia y en esta ciudad. Y, junto con el cardenal Poletti, encomendamos al Señor a los demás sacerdotes que han fallecido durante el año, entre ellos al queridísimo monseñor Luigi Di Liegro. El testimonio y la obra de sacerdotes que han dedicado la vida a Dios y a sus hermanos representan una herencia y un ejemplo valioso para el clero y para toda la comunidad diocesana.

Otro motivo de profunda gratitud al Señor es el sensible aumento de las vocaciones sacerdotales, que permite augurar un futuro prometedor para nuestra comunidad. Expreso aquí mi deseo de que también crezca el número de las vocaciones a la vida consagrada, y especialmente a la vida religiosa femenina, lo cual produciría frutos apostólicos para todos. Y estoy seguro de que ese aumento se logrará si los sacerdotes y las comunidades parroquiales apoyan generosamente la labor que en este sentido realizan los institutos de vida consagrada.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, hemos considerado algunos aspectos de lo que Dios ha realizado este año en nuestra diócesis. Dirigiendo la mirada a los meses transcurridos, brota naturalmente el deseo de pedir perdón y de dar gracias a Dios: pedir perdón por las culpas cometidas y las faltas y carencias registradas, confiando todo a la misericordia divina; y dar gracias por lo que Dios nos ha dado cada día.

Por esto cantamos el Te Deum: te alabamos, oh Dios, y te damos gracias por el bien que nos has concedido y que ha marcado los diversos momentos del año que está a punto de terminar:
Salvum fac populum tuum, Domine,
et benedic hereditati tuae...
Per singulos dies benedicimus te;
et laudamus nomen tuum in saeculum,
et in saeculum saeculi.
Amen.



996

1998



SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS



Basílica de San Pedro

1 de enero de 1998



1. «Cuando llegó la plenitud del tiempo...» (Ga 4,4). Estas palabras de la carta de san Pablo a los Gálatas corresponden muy bien a la índole de esta celebración. Estamos al comienzo del año nuevo. Según el calendario civil, hoy es el primer día de 1998; según el litúrgico, celebramos la solemnidad de Santa María, Madre de Dios.

A partir de la tradición cristiana, se difundió en el mundo la costumbre de contar los años desde el nacimiento de Cristo. Por eso, en este día la dimensión laica y la eclesial coinciden en hacer fiesta. Mientras la Iglesia celebra la octava de la Navidad del Señor, el mundo civil festeja el primer día de un nuevo año solar. Precisamente de este modo, año tras año, se manifiesta gradualmente esa «plenitud del tiempo» de la que habla el Apóstol: es una secuencia que avanza a lo largo de los siglos y de los milenios de manera progresiva, y que tendrá su cumplimiento definitivo en el fin del mundo.

2. Celebramos la octava de la Navidad del Señor. Durante ocho días hemos revivido en la liturgia el gran acontecimiento del nacimiento de Jesús, siguiendo la narración que nos presentan los evangelios. San Lucas nos vuelve a proponer hoy, en sus rasgos esenciales, la escena del nacimiento en Belén. En efecto, la narración de hoy es más sintética que la proclamada la noche de Navidad. Confirma y, en cierto sentido, completa el texto de la carta a los Gálatas. El Apóstol escribe: «Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer (...), para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su Hijo que clama: "¡Abba!", Padre. Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios» (Ga 4,4-7).

Este magnífico texto de san Pablo expresa perfectamente lo que se puede definir como «la teología del nacimiento del Señor». Se trata de una teología semejante a la que propone el evangelista san Juan, que, en el prólogo del cuarto evangelio, escribe: «Y el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros (...). A todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,14 Jn 1,12). San Pablo expresa la misma verdad, pero podemos decir que en cierto sentido la completa. Este es el gran anuncio que resuena en la liturgia de hoy: el hombre llega a ser hijo adoptivo de Dios gracias al nacimiento del mismo Hijo de Dios. El hombre recibe dicha filiación por obra del Espíritu Santo, el Espíritu del Hijo, que Dios ha enviado a nuestros corazones. Gracias al don del Espíritu Santo podemos decir: ¡Abba!, Padre. Así, san Pablo trata de explicar en qué consiste y cómo se expresa nuestra filiación adoptiva con respecto a Dios.

3. Con la ayuda que nos brindan en nuestra reflexión teológica sobre el nacimiento del Señor san Pablo y el apóstol Juan, comprendemos mejor por qué solemos contar los años tomando como punto de referencia el nacimiento de Cristo. La historia se articula en siglos y milenios «antes» y «después» de Cristo, dado que el acontecimiento de Belén representa la medida fundamental del tiempo humano. El nacimiento de Jesús es el centro del tiempo. La Noche santa se ha convertido en el punto de referencia esencial para los años, los siglos y los milenios a lo largo de los cuales se desarrolla la acción salvífica de Dios.

La venida de Cristo al mundo es importante desde el punto de vista de la historia del hombre; pero es más importante aún desde el punto de vista de la salvación del hombre. Jesús de Nazaret aceptó someterse al límite del tiempo y lo abrió una vez para siempre a la perspectiva de la eternidad. Con su vida, y especialmente con su muerte y su resurrección, Cristo reveló de modo inequívoco que el hombre no es una existencia «orientada hacia la muerte» y destinada a agotarse en ella. El hombre no existe «para la muerte», sino «para la inmortalidad ». Gracias a la liturgia de hoy, esta verdad fundamental sobre el destino eterno del hombre vuelve a proponerse al comienzo de cada año nuevo. De este modo, se iluminan el valor y la justa dimensión de cada época, así como el tiempo que pasa inexorablemente.

4. En esta perspectiva del valor y del sentido del tiempo humano, sobre el que se proyecta la luz de la fe, la Iglesia marca el comienzo del nuevo año con el signo de la oración por la paz. Mientras formulo votos para que toda la humanidad avance de modo más firme y concorde por el camino de la justicia y la reconciliación, me alegra saludar a los ilustres señores embajadores ante la Santa Sede presentes en esta solemne celebración. Dirijo un cordial saludo al querido cardenal Roger Etchegaray, presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, y a todos los colaboradores de ese dicasterio, al que se ha confiado la tarea específica de testimoniar la preocupación del Papa y de la Sede apostólica por las diversas situaciones de tensión y de guerra, así como la constante solicitud que la Iglesia siente por la construcción de un mundo más justo y fraterno.

En el Mensaje para la Jornada mundial de la paz de este año he querido reflexionar sobre un tema que me preocupa particularmente: el estrecho vínculo que une la promoción de la justicia y la construcción de la paz. En realidad, como reza el tema elegido para esta jornada, «De la justicia de cada uno nace la paz para todos». Dirigiéndome a los jefes de Estado y a todas las personas de buena voluntad, he subrayado que la búsqueda de la paz no puede prescindir del compromiso de poner en práctica la justicia. Se trata de una responsabilidad de la que nadie puede eximirse. «Justicia y paz no son conceptos abstractos o ideales lejanos; son valores que constituyen un patrimonio común y que están arraigados en el corazón de cada persona. Todos están llamados a vivir en la justicia y a trabajar por la paz: individuos, familias, comunidades y naciones. Nadie puede eximirse de esta responsabilidad » (n. 1).

997 La Virgen santísima, a la que invocamos en este primer día del año con el título de «Madre de Dios», dirija su mirada amorosa a todo el mundo. Que, gracias a su intercesión materna, los hombres de todos los continentes se sientan más hermanos y dispongan su corazón para acoger a su Hijo Jesús. Cristo es la auténtica paz que reconcilia al hombre con el hombre y a toda la humanidad con Dios.

5. «El Señor tenga piedad y nos bendiga » (Salmo responsorial). La historia de la salvación está marcada por la bendición de Dios sobre la creación, sobre la humanidad y sobre el pueblo de los creyentes. Esta bendición se repite continuamente y se confirma en el desarrollo de los acontecimientos salvíficos. Ya desde el libro del Génesis vemos cómo Dios, a medida que se suceden los días de la creación, bendice todo lo que ha creado. De modo particular, bendice al hombre creado a su imagen y semejanza (cf. Gn
Gn 1, 1-2, 4).

En cierto sentido, hoy, primer día del año, la liturgia renueva la bendición del Creador que marca ya desde el comienzo la historia del hombre, repitiendo las palabras de Moisés: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (NM 6,24-26).

Se trata de una bendición para el año que está empezando y para nosotros, que nos disponemos a vivir una nueva etapa de tiempo, don precioso de Dios. La Iglesia, uniéndose a la mano providente de Dios Padre, inaugura este año nuevo con una bendición especial, dirigida a todas las personas. Dice: ¡El Señor te bendiga y te proteja!

Sí, el Señor colme nuestros días de frutos y haga que todo el mundo viva en la justicia y en la paz. Amén.



SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DE NUESTRO SEÑOR



6 de enero de 1998



1. «Surge, illuminare, Ierusalem, quia venit lumen tuum» (Is 60,1).

Jerusalén, acoge la Luz. Acoge a Aquel que es la Luz: «Dios de Dios, Luz de Luz (...), engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de Mar ía, la Virgen, y se hizo hombre» (Credo). Jerusalén, acoge esta Luz.

Esta «luz brilla en las tinieblas» (Jn 1,5) y los hombres la ven ya desde lejos. Han comenzado un viaje. Siguiendo la estrella, van hacia esta Luz, que se ha manifestado en Cristo. Avanzan, buscan el camino, preguntan. Llegan a la corte de Herodes. Preguntan dónde ha nacido el rey de los judíos: «Vimos su estrella (...) y hemos venido a adorarlo» (Mt 2,2).

2. Jerusalén, protege tu Luz. El niño que ha nacido en Belén se encuentra en peligro. Herodes, al oír que había nacido un rey, busca inmediatamente la manera de eliminar al que considera un rival para el trono. Pero Jesús es salvado de esa amenaza y, con su familia, huye a Egipto, lejos de la mano homicida del rey. Luego regresará a Nazaret, y a los treinta años comenzará a enseñar. Entonces todos conocerán que la Luz ha venido al mundo y también se verá que «los suyos no la acogieron » (Jn 1,11).

Jerusalén, no has defendido la Luz del mundo. Has preparado a Cristo una muerte ignominiosa. Ha sido crucificado y luego descolgado de la cruz y depositado en el sepulcro. Después del ocaso, permaneció en el Gólgota el patibulum crucis. Jerusalén, no has defendido tu Luz. «La luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron» (Jn 1,5). Sin embargo, al tercer día Cristo resucitó. Las tinieblas de la muerte no lo detuvieron.

998 Surge, illuminare, Ierusalem. Jerusalén, levántate, junto con Aquel que ha regresado del sepulcro. Acoge al Rey resucitado, que ha venido a anunciar el reino de Dios y lo ha fundado sobre la tierra de modo admirable.

3. Jerusalén, comparte tu Luz. Comparte con todos los hombres esta Luz que brilla en las tinieblas. Dirige a todos la invitación; sé para la humanidad entera la estrella que le señala el camino hacia un nuevo milenio cristiano, como en otro tiempo guió a los tres Magos de Oriente al portal de Belén. Invita a todos a que caminen «los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora» (
Is 60,3). Comparte la Luz. Comparte con todos los hombres, con todas las naciones de la tierra, la Luz que ha brillado en ti.

En esta perspectiva me dirijo a vosotros, amadísimos hermanos, que hoy recib ís la ordenación episcopal: sed ministros fieles de la nueva evangelización, que difunde en el mundo la luz de Cristo.

Tú, monseñor Mario Francesco Pompedda, que desde hace muchos años estás al servicio de la Santa Sede, sigue desempeñando con la misma competencia tu oficio de decano del Tribunal de la Rota romana, dedicándote con espíritu pastoral a la aplicación de la justicia canónica.

Tú, monseñor Marco Dino Brogi, asume con confianza tu nueva misión de nuncio apostólico y de delegado apostólico, respectivamente, en Sudán y en Somalia, y sé testigo de la solicitud del Papa por esas Iglesias que, en medio de dificultades y angustias, anuncian a Cristo y su Evangelio.

A ti, monseñor Peter Kwaku Atuahene, ha sido confiada la misión de difundir la luz de Cristo en la diócesis ghanesa de Goaso, de la que eres el primer obispo.

Tú, monseñor Filippo Strofaldi, la difundirás en la diócesis italiana de Ischia.

Y tú, monseñor Wiktor Skworc, en la de Tarnów, en Polonia.

La Iglesia te llama a ti, monseñor Franco Dalla Valle, a difundir la luz del Evangelio como primer obispo de Juína, en Brasil.

A ti, monseñor Angelito R. Lampon, te envía a realizar tu vocación misionera en Jolo, Filipinas, como sucesor de tu hermano, monseñor Benjamín de Jesús, cruelmente asesinado, hace once meses, cerca de la catedral.

Tú, monseñor Tomislav Koljatic Maroevic, colaborarás en la misión pastoral del arzobispo de Concepción, en Chile, como auxiliar suyo.

999 Y tú, monseñor Francesco Saverio Salerno, como secretario de la Prefectura para los Asuntos económicos de la Santa Sede, proseguirás tu trabajo al servicio de la Sede apostólica en el campo administrativo.

A cada uno de vosotros, amadísimos hermanos, os abrazo cordialmente, al tiempo que os aseguro mi recuerdo en la oración y os imparto una bendición especial, que siempre os acompañe en vuestro servicio eclesial.

4. Jerusalén, ha llegado el día de tu epifanía. Los Magos de Oriente, que fueron los primeros en reconocer tu Luz, te ofrecen a ti, Redentor del mundo, sus dones. Te los presentan a ti, que eres Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre; a ti, por quien todo fue hecho; a ti, que te hiciste hombre por obra del Espíritu Santo, asumiendo el cuerpo de María, la Virgen.

Los ojos de los Magos te vieron precisamente a ti. Y ahora te ven nuestros ojos, mientras contemplan el mysterium de la santa Epifanía.

«Surge, illuminare Ierusalem, quia venit lumen tuum» (
Is 60,1).

Amén.



FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR



Domingo 11 de enero de 1998



1. «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto» (Lc 3,22).

Con estas palabras, que han resonado en la liturgia de hoy, el Padre señala a los hombres a su Hijo y revela su misión de consagrado de Dios, de Mesías.

En la Navidad hemos contemplado con admiración e íntima alegría la aparición de la «gracia salvadora de Dios a todos los hombres» (Tt 2,11), gracia que ha asumido la fisonomía del Niño Jesús, Hijo de Dios, que nació como hombre de María virgen por obra del Espíritu Santo. Además, hemos ido descubriendo las primeras manifestaciones de Cristo, «luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), que brilló primero para los pastores en la noche santa, y después para los Magos, primicia de los pueblos llamados a la fe, que se pusieron en camino siguiendo la luz de la estrella que vieron en el cielo y llegaron a Belén para adorar al Niño recién nacido (cf. Mt Mt 2,2).

En el Jordán, además de la manifestación de Jesús, se produce la manifestación de la naturaleza trinitaria de Dios: Jesús, a quien el Padre señala como su Hijo predilecto, y el Espíritu Santo, que baja y permanece sobre él.

1000 2. Amadísimos hermanos y hermanas, hoy tengo nuevamente la alegría de acoger a algunos recién nacidos, para administrarles el sacramento del bautismo. Este año son diez niños y nueve niñas, procedentes de Italia, Brasil, México y Polonia.

A vosotros, queridos padres, padrinos y madrinas, os dirijo un cordial saludo y os felicito vivamente. Ya sabéis que este sacramento, instituido por Cristo resucitado (cf. Mt
Mt 28,18-19), es el primero de la iniciación cristiana y constituye la puerta de entrada en la vida del Espíritu. En él el Padre consagra al bautizado en el Espíritu Santo, a imagen de Cristo, hombre nuevo, y lo hace miembro de la Iglesia, su Cuerpo místico.

El bautismo se llama «baño de regeneración y de renovación en el Espíritu Santo» (Tt 3,5), nacimiento por el agua y el Espíritu, sin el cual nadie «puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5).
También se llama iluminación, porque a quienes lo reciben «se les ilumina la mente» (san Justino, Apología, I, 61, 12: ). «El bautismo ?según san Gregorio Nacianceno? es el más hermoso y maravilloso de los dones de Dios (...). Lo llamamos (...) don, puesto que se da a quienes no tienen nada; gracia, porque se otorga también a los culpables; bautismo, porque el pecado se entierra en el agua; unción, porque es sagrado y regio (así son los ungidos); iluminación, porque es luz resplandeciente; vestido, porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque nos lava; sello, porque nos conserva y es signo del señorío de Dios» (Discursos, 40, 3-4: C).

3. Contemplo con complacencia a estos niños, a quienes se confiere hoy el sacramento del bautismo, aquí en la capilla Sixtina. Su pertenencia a comunidades cristianas de diversos países pone de manifiesto la universalidad de la llamada a la fe.

Ellos son, como dice también san Agustín, «nuevo linaje de la Iglesia, gracia del Padre, fecundidad de la Madre, brote piadoso, nuevo pueblo, flor de nuestro corazón (...), mi gozo y mi corona » (Discursos, VIII, 1, 4: PL 46, 838).

Esta celebración nos invita a todos a pensar nuevamente en los compromisos asumidos con el bautismo, a renovar nuestra decisión de tener siempre encendida la antorcha de la fe, para llegar a ser cada vez más hijos predilectos del Padre.

Me dirijo especialmente a vosotros, queridos padres: con el apoyo de la comunidad cristiana y con la ayuda de los padrinos y las madrinas, educad a vuestros hijos en la fe y guiadlos en el camino hacia la plenitud de la madurez cristiana. Que en esta altísima misión os asista siempre la Sagrada Familia de Nazaret.

4. Dirijamos nuestra invocación al Espíritu Santo, a quien está dedicado este segundo año de preparación del jubileo del año 2000. Como bajó sobre Jesús en el río Jordán, así también baje hoy sobre cada uno de estos niños y los lleve, con su luz y su fuerza, a revivir las etapas de la vida de Cristo.

Encomendemos a estos recién nacidos y a sus familiares a María, santuario del Espíritu Santo. Que sean capaces de escuchar y seguir la palabra del Señor; que, alimentados con el Pan eucarístico, sepan amar a Dios y a su prójimo como el divino Maestro nos ha enseñado, y se conviertan así en herederos del reino de los cielos.





B. Juan Pablo II Homilías 992