B. Juan Pablo II Homilías 1009




HOMILIA EN LA HABANA


25 de enero de 1998


1. «Hoy es un día consagrado a nuestro Dios: No hagan duelo ni lloren» (Ne 8,9). Con gran gozo presido la Santa Misa en esta Plaza de «José Martí», en el domingo, día del Señor, que debe ser dedicado al descanso, a la oración y a la convivencia familiar. La Palabra de Dios nos convoca para crecer en la fe y celebrar la presencia del Resucitado en medio de nosotros, que «hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo» (1Co 12,13), el Cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia. Jesucristo une a todos los bautizados. De Él fluye el amor fraterno tanto entre los católicos cubanos como entre los que viven en cualquier otra parte, porque son «Cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro» (1Co 12,27). La Iglesia en Cuba, pues, no está sola ni aislada, sino que forma parte de la Iglesia universal extendida por el mundo entero.

2. Saludo con afecto al Cardenal Jaime Ortega, Pastor de esta Arquidiócesis, y le agradezco las amables palabras con las que, al inicio de esta celebración, me ha presentado las realidades y las aspiraciones que marcan la vida de esta comunidad eclesial. Saludo asimismo a los Señores Cardenales aquí presentes, venidos desde distintos lugares, así como a todos mis hermanos Obispos de Cuba y de otros Países que han querido participar en esta solemne celebración. Saludo cordialmente a los sacerdotes, religiosos y religiosas, y a los fieles reunidos en tan gran número. A cada uno le aseguro mi afecto y cercanía en el Señor. Saludo deferentemente al Señor Presidente doctor Fidel Castro Ruz, que ha querido participar en esta Santa Misa.

Agradezco también la presencia de las autoridades civiles que han querido estar hoy aquí y les quedo reconocido por la cooperación prestada.

3. «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio» (Lc 4,18). Todo ministro de Dios tiene que hacer suyas en su vida estas palabras que pronunció Jesús en Nazaret. Por eso, al estar entre Ustedes quiero darles la buena noticia de la esperanza en Dios. Como servidor del Evangelio les traigo este mensaje de amor y solidaridad que Jesucristo, con su venida, ofrece a los hombres de todos los tiempos. No se trata en absoluto de una ideología ni de un sistema económico o político nuevo, sino de un camino de paz, justicia y libertad verdaderas.

4. Los sistemas ideológicos y económicos que se han ido sucediendo en los dos últimos siglos con frecuencia han potenciado el enfrentamiento como método, ya que contenían en sus programas los gérmenes de la oposición y de la desunión. Esto condicionó profundamente su concepción del hombre y sus relaciones con los demás. Algunos de esos sistemas han pretendido también reducir la religión a la esfera meramente individual, despojándola de todo influjo o relevancia social. En este sentido, cabe recordar que un Estado moderno no puede hacer del ateísmo o de la religión uno de sus ordenamientos políticos. El Estado, lejos de todo fanatismo o secularismo extremo, debe promover un sereno clima social y una legislación adecuada que permita a cada persona y a cada confesión religiosa vivir libremente su fe, expresarla en los ámbitos de la vida pública y contar con los medios y espacios suficientes para aportar a la vida nacional sus riquezas espirituales, morales y cívicas.

Por otro lado, resurge en varios lugares una forma de neoliberalismo capitalista que subordina la persona humana y condiciona el desarrollo de los pueblos a las fuerzas ciegas del mercado, gravando desde sus centros de poder a los países menos favorecidos con cargas insoportables. Así, en ocasiones, se imponen a las naciones, como condiciones para recibir nuevas ayudas, programas económicos insostenibles.De este modo se asiste en el concierto de las naciones al enriquecimiento exagerado de unos pocos a costa del empobrecimiento creciente de muchos, de forma que los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.

5. Queridos hermanos: la Iglesia es maestra en humanidad. Por eso, frente a estos sistemas, presenta la cultura del amor y de la vida, devolviendo a la humanidad la esperanza en el poder transformador del amor vivido en la unidad querida por Cristo. Para ello hay que recorrer un camino de reconciliación, de diálogo y de acogida fraterna del prójimo, de todo prójimo. Esto se puede llamar el Evangelio social de la Iglesia.

1010 La Iglesia, al llevar a cabo su misión, propone al mundo una justicia nueva, la justicia del Reino de Dios (cf. Mt Mt 6,33). En diversas ocasiones me he referido a los temas sociales. Es preciso continuar hablando de ello mientras en el mundo haya una injusticia, por pequeña que sea, pues de lo contrario la Iglesia no sería fiel a la misión confiada por Jesucristo. Está en juego el hombre, la persona concreta. Aunque los tiempos y las circunstancias cambien, siempre hay quienes necesitan de la voz de la Iglesia para que sean reconocidas sus angustias, sus dolores y sus miserias. Los que se encuentren en estas circunstancias pueden estar seguros de que no quedarán defraudados, pues la Iglesia está con ellos y el Papa abraza con el corazón y con su palabra de aliento a todo aquel que sufre la injusticia. Yo no soy contrario a los aplausos porque cuando aplauden el Papa puede reposar un poco.

Las enseñanzas de Jesús conservan íntegro su vigor a las puertas del año 2000. Son válidas para todos Ustedes, mis queridos hermanos. En la búsqueda de la justicia del Reino no podemos detenernos ante dificultades e incomprensiones. Si la invitación del Maestro a la justicia, al servicio y al amor es acogida como Buena Nueva, entonces el corazón se ensancha, se transforman los criterios y nace la cultura del amor y de la vida. Este es el gran cambio que la sociedad necesita y espera, y sólo podrá alcanzarse si primero no se produce la conversión del corazón de cada uno, como condición para los necesarios cambios en las estructuras de la sociedad.

6. «El Espíritu del Señor me ha enviado para anunciar a los cautivos la libertad... para dar libertad a los oprimidos» (Lc 4,18). La buena noticia de Jesús va acompañada de un anuncio de libertad, apoyada sobre el sólido fundamento de la verdad: «Si se mantienen en mi Palabra, serán verdaderamente mis discípulos, y conocerán la verdad y la verdad los hará libres» (Jn 8,31-32). La verdad a la que se refiere Jesús no es sólo la comprensión intelectual de la realidad, sino la verdad sobre el hombre y su condición trascendente, sobre sus derechos y deberes, sobre su grandeza y sus límites. Es la misma verdad que Jesús proclamó con su vida, reafirmó ante Pilato y, con su silencio, ante Herodes; es la misma que lo llevó a la cruz salvadora y a su resurrección gloriosa.

La libertad que no se funda en la verdad condiciona de tal forma al hombre que algunas veces lo hace objeto y no sujeto de su entorno social, cultural, económico y político, dejándolo casi sin ninguna iniciativa para su desarrollo personal. Otras veces esa libertad es de talante individualista y, al no tener en cuenta la libertad de los demás, encierra al hombre en su egoísmo. La conquista de la libertad en la responsabilidad es una tarea imprescindible para toda persona. Para los cristianos, la libertad de los hijos de Dios no es solamente un don y una tarea, sino que alcanzarla supone un inapreciable testimonio y un genuino aporte en el camino de la liberación de todo el género humano. Esta liberación no se reduce a los aspectos sociales y políticos, sino que encuentra su plenitud en el ejercicio de la libertad de conciencia, base y fundamento de los otros derechos humanos. El Papa libre y nos quiere a todos libres.

Para muchos de los sistemas políticos y económicos hoy vigentes el mayor desafío sigue siendo el conjugar libertad y justicia social, libertad y solidaridad, sin que ninguna quede relegada a un plano inferior. En este sentido, la Doctrina Social de la Iglesia es un esfuerzo de reflexión y propuesta que trata de iluminar y conciliar las relaciones entre los derechos inalienables de cada hombre y las exigencias sociales, de modo que la persona alcance sus aspiraciones más profundas y su realización integral, según su condición de hijo de Dios y de ciudadano. Por lo cual, el laicado católico debe contribuir a esta realización mediante la aplicación de las enseñanzas sociales de la Iglesia en los diversos ambientes, abiertos a todos los hombres de buena voluntad.

7. En el evangelio proclamado hoy aparece la justicia íntimamente ligada a la verdad. Así se ve también en el pensamiento lúcido de los padres de la Patria. El Siervo de Dios Padre Félix Varela, animado por su fe cristiana y su fidelidad al ministerio sacerdotal, sembró en el corazón del pueblo cubano las semillas de la justicia y la libertad que él soñaba ver florecer en una Cuba libre e independiente.

La doctrina de José Martí sobre el amor entre todos los hombres tiene raíces hondamente evangélicas, superando así el falso conflicto entre la fe en Dios y el amor y servicio a la Patria. Escribe este prócer: «Pura, desinteresada, perseguida, martirizada, poética y sencilla, la religión del Nazareno sedujo a todos los hombres honrados... Todo pueblo necesita ser religioso. No sólo lo es esencialmente, sino que por su propia utilidad debe serlo... Un pueblo irreligioso morirá, porque nada en él alimenta la virtud. Las injusticias humanas disgustan de ella; es necesario que la justicia celeste la garantice».

Como saben, Cuba tiene un alma cristiana y eso la ha llevado a tener una vocación universal.Llamada a vencer el aislamiento, ha de abrirse al mundo y el mundo debe acercarse a Cuba, a su pueblo, a sus hijos, que son sin duda su mayor riqueza. ¡Esta es la hora de emprender los nuevos caminos que exigen los tiempos de renovación que vivimos, al acercarse el Tercer milenio de la era cristiana!

8. Queridos hermanos: Dios ha bendecido a este pueblo con verdaderos formadores de la conciencia nacional, claros y firmes exponentes de la fe cristiana, como el más valioso sostén de la virtud y del amor. Hoy los Obispos, con los sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos, se esfuerzan en tender puentes para acercar las mentes y los corazones, propiciando y consolidando la paz, preparando la civilización del amor y de la justicia. Estoy en medio de Ustedes como mensajero de la verdad y la esperanza. Por eso quiero repetir mi llamado a dejarse iluminar por Jesucristo, a aceptar sin reservas el esplendor de su verdad, para que todos puedan emprender el camino de la unidad por medio del amor y la solidaridad, evitando la exclusión, el aislamiento y el enfrentamiento, que son contrarios a la voluntad del Dios-Amor.

Que el Espíritu Santo ilumine con sus dones a quienes tienen diversas responsabilidades sobre este pueblo, que llevo en el corazón. Y que la Virgen de la Caridad del Cobre, Reina de Cuba, obtenga para sus hijos los dones de la paz, del progreso y de la felicidad.

Este viento de hoy es muy significativo porque el viento simboliza el Espíritu Santo. «Spiritus spirat ubi vult, Spiritus vult spirare in Cuba». Últimas palabras en lengua latina porque Cuba es también de la tradición latina: ¡América Latina, Cuba latina, lengua latina! «Spiritus spirat ubi vult et vult Cubam». Adiós.



Domingo 1 de febrero de 1998: PARROQUIA ROMANA DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

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Barrio de Prati


1. «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír» (
Lc 4,21). Jesús comienza su predicación en la sinagoga de Nazaret, anunciando a sus compatriotas que en él se cumplen las antiguas profecías sobre el Mesías esperado. El «hoy», proclamado por Cristo aquel día, vale para todos los tiempos y resuena esta mañana también para nosotros en esta iglesia, recordándonos la actualidad de la salvación. Dios sale al encuentro de los hombres y las mujeres de todas las épocas en la situación concreta en que se encuentran y los invita a acoger la verdad del Evangelio y a caminar por la senda del bien.

Las palabras de Jesús en Nazaret provocaron una fuerte reacción en quienes las escuchaban: algunos quedaron francamente fascinados, pero otros lo rechazaron e incluso intentaron matarlo (cf. Lc Lc 4,28-30). Así, Jesús, ya desde el comienzo, se presenta como un signo de contradicción para cuantos se encuentran con él, y sigue siéndolo aún hoy para la humanidad de nuestro tiempo en el umbral del tercer milenio.

2. «Te nombré profeta de los gentiles » (Jr 1,5). También la narración de la vocación de Jeremías, que hemos escuchado en la primera lectura, subraya la universalidad de la salvación. En efecto, la misión del profeta no se limita al pueblo de Israel, sino que se abre a horizontes universales. El texto bíblico describe detalladamente los dolores y las dificultades que Jeremías encontrará en el cumplimiento de su misión. Pero, al mismo tiempo, al profeta se le asegura la fuerza necesaria para cumplir la misión que se le ha confiado. El Señor lo conforta: «Yo estoy contigo para librarte » (Jr 1,19). Dios apoya totalmente al profeta en su misión, y precisamente en esta promesa se funda la certeza de fe de que puede superar cualquier obstáculo.

Todo lo que proclama este significativo pasaje del libro de Jeremías se cumple plenamente en la misión de Jesús y, a continuación, en la misión confiada a la Iglesia. Para cumplir el mandato recibido de Cristo, la comunidad cristiana deberá afrontar muchas dificultades a lo largo de los siglos. Sin embargo, sabe que puede contar con la fuerza del Espíritu Santo y con la presencia, misteriosa pero real, del Resucitado.

3. Queridos hermanos y hermanas de la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús del barrio de Prati, la semana pasada saludé así a vuestros hermanos en Cuba, los cubanos; hoy os saludo a vosotros, me alegra celebrar hoy la eucaristía con vosotros, en vuestra hermosa iglesia parroquial, que se encuentra a poca distancia de la casa del Papa. Muchas veces he pasado por delante de este templo y me ha impresionado su fachada característica, con sus agujas, pináculos y estatuas, singular ejemplo de estilo neogótico en Roma.

Saludo cordialmente al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro celoso párroco, p. Roberto Zambolin, y a todos sus colaboradores de la familia religiosa de los Misioneros del Sagrado Corazón de Jesús. Mi afectuoso saludo va, asimismo, a los agentes parroquiales, a los miembros de los diversos grupos y a todos los que han colaborado y colaboran para apoyar las diferentes iniciativas de la misión ciudadana.

Precisamente hoy, yo mismo iniciaré la fase de la misión denominada «visita a las familias». En efecto, al término de la santa misa, tendré la alegría de visitar a una familia de esta comunidad, a la que dejaré como recuerdo el libro de los Hechos de los Apóstoles, junto con la carta que, como Obispo de Roma, he dirigido a todas las familias de esta amada ciudad. Al encontrarme con esas personas, en cierto modo quisiera estar cerca de todas las familias de la parroquia y dirigirles la invitación que deseo extender a todos los hogares de la ciudad: «¡Abrid las puertas a Cristo!».

Durante las próximas semanas, más de trece mil misioneros visitarán a las familias romanas y las invitarán a acoger en su vida a Cristo, único Redentor del hombre. Pido a todos que reciban con confianza y alegría a esos misioneros, que llevan un mensaje de esperanza. Van a las casas para anunciar y testimoniar a Cristo y, al mismo tiempo, para expresar solidaridad y amistad, prestando atención a los problemas y llevando el consuelo de la fe. Los párrocos se encargarán de promover encuentros en los numerosos centros de reunión que funcionarán durante el tiempo de Cuaresma en todas las parroquias. Recordarán a todos y a cada uno las diversas iniciativas que se programan en cada parroquia con ocasión de la misión ciudadana, que quiere ser una respuesta a la profunda necesidad de Dios presente en nuestra ciudad.

4. La misión ciudadana quiere ser, además, una preparación para el Año santo del 2000, que no sólo consiste en obras exteriores, sino sobre todo en la renovación interior, a fin de que la Iglesia y la población de Roma puedan acoger fraternalmente a los peregrinos del año 2000, testimoniando una fe valiente y llena de alegría.

Queridos feligreses, vuestra comunidad, precisamente por su cercanía a la Sede de Pedro, durante el Año santo ser á un significativo lugar de encuentro con numerosos peregrinos. Os invito a prepararos ya desde ahora para vuestra tarea de acogida fraterna y de testimonio generoso, de participación común en la oración de alabanza, de acción de gracias y de intercesión a Dios, que hace dos mil años vino a visitar a la humanidad y visita continuamente a su Iglesia.

1012 Ya ahora vuestra parroquia, que cuenta con un considerable número de habitantes, representa un punto de paso y de confluencia de peregrinos, ciudadanos, políticos y profesionales. Los centros de hospitalidad y reunión para jóvenes y adultos son numerosos. Muchas instituciones públicas tienen aquí su sede, comenzando por el ministerio de Justicia. Haced lo posible para que se preste atención a todos, brindándoles la oportunidad de escuchar el anuncio del Evangelio.

5. Pensad, con singular atención, en la familia y en los jóvenes. Precisamente hoy, la Iglesia italiana celebra la Jornada en favor de la vida, y nuestra comunidad diocesana inicia la Semana en favor de la familia, que concluiremos juntos el próximo sábado en la sala Pablo VI, en el Vaticano. Cada núcleo familiar, grande o pequeño, compuesto por personas jóvenes o menos jóvenes, debe sentirse amado y sostenido por la Iglesia. En cada familia hay que dar cabida y acogida a la vida. Hay que servirla con generosidad, siempre e incondicionalmente; es un bien inviolable que se ha de acoger, amar y defender desde el momento de la concepción hasta su fin natural.

Os exhorto a comprometeros, en particular, a sostener la vida del pobre, del anciano y del que está solo, favoreciendo la obra del Voluntariado vicentino y del Grupo para el cuidado de los ancianos, que ya hacen tanto en vuestra parroquia.

Dedicad una atención especial a los jóvenes, tan numerosos y activos en esta parroquia. La comunidad cristiana debe ayudarles a abrirse al amor, a vivir el tiempo del noviazgo como tiempo de gracia, y a prepararse bien para el matrimonio. Las familias cristianas ya formadas desempeñan aquí un papel particular y delicado: el de transmitir a sus hijos y nietos los valores fundamentales del matrimonio, como la fidelidad, la indisolubilidad y la apertura al don de la vida.

¿Y qué decir de la escuela católica, que tiene que brindar un importante servicio formativo en esta tarea de preparación para la vida y de educación en el amor cristiano? En esta misión fundamental debe sentirse alentada por el Papa y ayudada por todos los creyentes. Quisiera saludar con afecto al instituto de las Maestras Pías Venerinas, que también tienen aquí su casa general, y al instituto de las Religiosas de Nazaret, que trabajan asimismo al servicio de la juventud. Que Dios bendiga y haga fructificar los esfuerzos que se realizan al servicio de la educación cristiana en el ámbito escolar, también gracias a la contribución de las familias.

6. «Si no tengo amor, de nada me sirve» (
1Co 13,3). Después de haber presentado la variedad de los dones y de los carismas, san Pablo indica en la suprema ley del amor el «camino mejor» (1Co 12,31). Este texto bíblico, que la liturgia de hoy propone en la segunda lectura, nos recuerda que hay que poner siempre el amor en primer lugar: en la familia, en la sociedad, en la parroquia, en la Iglesia. El amor es el alma de todo. Es un dinamismo divino que da vigor a los creyentes y los convierte en misioneros al servicio del Evangelio.

Queridos fieles de esta parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, sed testigos del evangelio del amor. Difundid el amor de Dios entre todos los que viven, trabajan, estudian o pasan su tiempo libre en este barrio. Servid a la verdad de Cristo con tenacidad, intrepidez y fidelidad. El Señor, que prometió estar siempre con sus discípulos, os acompañe en vuestro camino. A él dirigid vuestra mirada.

María, Madre de Jesús, a quien la Iglesia invoca incesantemente, os acompañe en la misión a las familias y haga que vuestra comunidad parroquial sea cada vez más fervorosa y celosa. Amén.



FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR



Lunes 2 de febrero de 1998

II Jornada de la vida consagrada



1. Lumen ad revelationem gentium! «Luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2,32).

1013 Estas palabras resuenan en el templo de Jerusalén, mientras María y José, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, se disponen a «presentarlo al Señor» (Lc 2,22). El evangelista san Lucas, subrayando el contraste entre la iniciativa modesta y humilde de sus padres y la gloria del acontecimiento percibida por Simeón y Ana, parece sugerir que el templo mismo espera la venida del Niño. En efecto, en la actitud profética de los dos ancianos toda la antigua Alianza expresa la alegría del encuentro con el Redentor.

Simeón y Ana, que esperaban al Mesías, van al templo, impulsados por el Espíritu Santo, mientras María y José, cumpliendo las prescripciones de la Ley, llevan allí a Jesús. Cuando ven al Niño, Simeón y Ana intuyen que él es precisamente el Esperado, y Simeón, casi en éxtasis, exclama: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,29-32).

2. Lumen ad revelationem gentium! Simeón, el hombre de la antigua Alianza, el hombre del templo de Jerusalén, con sus palabras inspiradas expresa la convicción de que esa luz no sólo está destinada a Israel, sino también a los paganos y a todos los pueblos de la tierra. Con él la «vejez» del mundo acoge entre sus brazos el esplendor de la eterna «juventud» de Dios. Pero en el fondo ya se vislumbra la sombra de la cruz, porque las tinieblas rechazarán esa luz. En efecto, Simeón, al dirigirse a María, le profetiza: «Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma» (Lc 2,34-35).

3. Lumen ad revelationem gentium! Las palabras del cántico de Simeón resuenan en muchos templos de la nueva Alianza, donde todas las noches los discípulos de Cristo terminan con el rezo de Completas la plegaria litúrgica de las Horas. De este modo, la Iglesia, pueblo de la nueva Alianza, acoge casi la última palabra de la antigua Alianza y proclama el cumplimiento de la promesa divina, anunciando que la «luz para alumbrar a las naciones» se ha difundido sobre toda la tierra y está presente por doquier en la obra redentora de Cristo.

Junto con el cántico de Simeón, la liturgia de las Horas nos invita a repetir las últimas palabras pronunciadas por Cristo en la cruz: In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum, «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Y también nos invita a contemplar con admiración y gratitud la acción salvífica de Cristo, «luz para alumbrar a las naciones», en favor de la humanidad: Redemisti nos, Domine, Deus veritatis, «Nos ha redimido, Señor, Dios de verdad».

Así, la Iglesia anuncia que se ha realizado la redención del mundo, que esperaban los profetas y anunció Simeón en el templo de Jerusalén.

4. Lumen ad revelationem gentium! Hoy también nosotros, con las candelas encendidas, vamos al encuentro de Aquel que es «la luz del mundo» y lo acogemos en su Iglesia con todo el fervor de nuestra fe bautismal. A cuantos profesan sinceramente esta fe se les ha prometido el «encuentro» último y definitivo con el Señor en su reino. En la tradición polaca, al igual que en la de otras naciones, las candelas bendecidas tienen un significado especial, porque, llevadas a casa, se encienden en los momentos de peligro, durante los temporales y los cataclismos, como signo de que se encomienda uno mismo, la familia y todo lo que se posee a la protección divina. Por eso, en polaco, estas candelas se llaman «gromnice», es decir, candelas que alejan los rayos y protegen del mal, y esta fiesta toma el nombre de Candelaria (literalmente: Santa María de las Candelas).

Más elocuente aún es la costumbre de poner la candela bendecida en este día entre las manos del cristiano, en su lecho de muerte, para que ilumine los últimos pasos de su camino hacia la eternidad. Con este gesto se quiere afirmar que el moribundo, al seguir la luz de la fe, espera entrar en las moradas eternas, donde ya no «tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará» (Ap 22,5).

A esta entrada en el reino de la luz alude también el Salmo responsorial de hoy: «¡Portones!, alzad los dinteles; que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria» (Ps 23,7).

Estas palabras se refieren directamente a Jesucristo, que entra en el templo de la antigua Alianza, llevado en brazos por sus padres; pero, por analogía, podemos aplicarlas a todo creyente que cruza el umbral de la eternidad, llevado en brazos por la Iglesia. Los creyentes acompañan su paso final rezando: «¡Brille para él la luz perpetua!», a fin de que los ángeles y los santos lo acojan, y Cristo, Redentor del hombre, lo envuelva con su luz eterna.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, celebramos hoy la segunda Jornada de la vida consagrada, que quiere suscitar en la Iglesia una renovada atención al don de la vocación a la vida consagrada. Queridos religiosos y religiosas; queridos miembros de los institutos seculares y de las sociedades de vida apostólica, el Señor os ha llamado para que lo sigáis de modo más íntimo y singular. En nuestro tiempo, en el que reinan el secularismo y el materialismo, con vuestra entrega total y definitiva a Cristo constituís el signo de una vida alternativa a la lógica del mundo, porque se inspira radicalmente en el Evangelio y se proyecta hacia las realidades futuras, escatológicas. Seguid siempre fieles a vuestra vocación especial.

1014 Quisiera renovaros hoy la expresión de mi afecto y de mi estima. Saludo, ante todo, al cardenal Eduardo Martínez Somalo, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, que preside esta celebración eucarística. Saludo, asimismo, a los miembros de ese dicasterio y a cuantos trabajan al servicio de la vida consagrada. Pienso especialmente en vosotros, jóvenes aspirantes a la vida consagrada; en vosotros, hombres y mujeres ya profesos en las diversas congregaciones religiosas y en los institutos seculares; en vosotros, que por la edad avanzada o por la enfermedad estáis llamados a prestar la contribución valiosa de vuestro sufrimiento a la causa de la evangelización. Os repito a todos con las palabras de la exhortación apostólica Vita consecrata: «Sabéis en quién habéis confiado (cf. 2Tm 1,12): ¡dadle todo! (...). Vivid la fidelidad a vuestro compromiso con Dios edificándoos mutuamente y ayudándoos unos a otros (...). ¡No os olvidéis que vosotros, de manera muy particular, podéis y debéis decir no sólo que sois de Cristo, sino que habéis "llegado a ser Cristo mismo"!» (n. 109).

Los cirios encendidos, que llevaba cada uno en la primera parte de esta liturgia solemne, manifiestan la vigilante espera del Señor que debe caracterizar la vida de todo creyente y, especialmente, de aquellos a quienes el Señor llama a una misión especial en la Iglesia. Son un fuerte llamamiento a testimoniar ante el mundo a Cristo, la luz que no tiene ocaso: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16).

Amadísimos hermanos y hermanas, ojalá que vuestra total fidelidad a Cristo pobre, casto y obediente sea fuente de luz y de esperanza para todos aquellos con quienes os encontréis.

6. Lumen ad revelationem gentium! María, que cumplió la voluntad del Padre, dispuesta a la obediencia, intrépida en la pobreza, y acogedora en la virginidad fecunda, obtenga de Jesús que «cuantos han recibido el don de seguirlo en la vida consagrada sepan testimoniarlo con una existencia transfigurada, caminando gozosamente, junto con todos los otros hermanos y hermanas, hacia la patria celestial y la luz que no tiene ocaso » (Vita consecrata VC 112).

¡Alabado sea Jesucristo!





DURANTE LA MISA DE FUNERAL EN SUFRAGIO


DEL CARDENAL EDUARDO FRANCISCO PIRONIO


Sábado 7 de febrero de 1998



1. «Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día» (Jn 6,40).

La promesa de Cristo, que acabamos de escuchar en el evangelio, abre nuestro corazón a la esperanza: él, que es el Señor de la vida, vino para que «no se perdiera ninguno de los que le había confiado el Padre». Ante la muerte, el ser humano siente precisamente ese miedo, el miedo de perderse. Su corazón vacila; todas sus certezas le parecen precarias; y la oscuridad de lo desconocido lo lleva al desconcierto.

La palabra de Cristo se convierte, entonces, en la única clave para resolver el enigma de la muerte. Es la luz que ilumina el camino de la vida y da valor a cada uno de sus instantes: incluso al dolor, al sufrimiento y a la separación definitiva. «Todo el que vea al Hijo y crea en él, tiene la vida eterna», afirma Jesús. Creer en él es fiarse de su palabra, contando sólo con el poder de su amor misericordioso.

Estas consideraciones, amadísimos hermanos y hermanas, surgen espontáneas en nuestro corazón, mientras nos encontramos reunidos en oración ante los restos mortales de nuestro hermano, el querido cardenal Eduardo Francisco Pironio, a quien hoy acompañamos a su última morada. Fue testigo de la fe valiente que sabe fiarse de Dios, incluso cuando, en los designios misteriosos de su Providencia, permite la prueba.

2. Sí, este venerado hermano nuestro creyó con fe inquebrantable en las promesas del Redentor. Con estas palabras comienza su Testamento espiritual: «Fui bautizado en el nombre de la Trinidad santísima; creí firmemente en ella, por la misericordia de Dios; gusté su presencia amorosa en la pequeñez de mi alma (...). Ahora entro "en la alegría de mi Señor", en la contemplación directa, "cara a cara", de la Trinidad. Hasta ahora "peregriné lejos del Señor". Ahora "lo veo tal cual él es". Soy feliz. ¡Magnificat! ».

1015 Aprendió su fe en las rodillas de su madre, mujer de formación cristiana sólida, aunque sencilla, que supo imprimir en el corazón de sus hijos el genuino sentido evangélico de la vida. «En la historia de mi familia —dijo en cierta ocasión el recordado cardenal— hay algo de milagroso. Cuando nació su primer hijo, mi madre tan sólo tenía 18 años y se enfermó gravemente. Cuando se recuperó, los médicos le dijeron que no podría tener más hijos, pues, de lo contrario, su vida correría un grave riesgo. Fue entonces a consultar al obispo auxiliar de La Plata, que le dijo: "Los médicos pueden equivocarse. Usted póngase en las manos de Dios y cumpla sus deberes de esposa". Mi madre desde entonces dio a luz a otros 21 hijos —yo soy el último—, y vivió hasta los 82 años. Pero lo mejor no acaba aquí, pues después fui nombrado obispo auxiliar de La Plata, precisamente en el cargo de aquel que había bendecido a mi madre. El día de mi ordenación episcopal —prosigue el cardenal Pironio— el arzobispo me regaló la cruz pectoral de aquel obispo, sin saber la historia que había detrás. Cuando le revelé que debía la vida al propietario de aquella cruz, lloró».

He querido referir este episodio, narrado por el mismo cardenal, porque pone de manifiesto las razones que sostuvieron su camino de fe. Su existencia fue un cántico de fe al Dios de la vida. Lo dice él mismo en su Testamento espiritual: «¡Qué lindo es vivir! Tú nos hiciste, Señor, para la vida. La amo, la ofrezco, la espero. Tú eres la vida, como fuiste siempre mi verdad y mi camino! ».

3. Acabamos de escuchar las palabras de la carta de san Pedro: «Rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas, a fin de que la calidad probada de vuestra fe, (...) se convierta en motivo de alabanza, de gloria y de honor, en la revelación de Jesucristo» (1 P 1, 6-7). Esas palabras reflejan muy bien el ministerio sacerdotal del cardenal Pironio. Dio testimonio de su fe en la alegría: alegría de ser sacerdote y deseo constante de «transmitirla a los jóvenes de hoy, como mi mejor testamento y herencia», como él mismo dejó escrito. Alegría de servir al Evangelio, en los diversos y arduos encargos que se le confiaron.

Nació el 3 de diciembre de 1920. Fue ordenado sacerdote en la basílica de Nuestra Señora de Luján, el 5 de diciembre de 1943. En los primeros años de su ministerio realizó una intensa actividad educativa y didáctica en el seminario de Buenos Aires. Durante el concilio ecuménico Vaticano II fue invitado a intervenir en los trabajos como perito conciliar. En 1964 Pablo VI lo nombró obispo auxiliar del arzobispo de La Plata, y luego administrador apostólico de Avellaneda; fue secretario general, y después presidente, del Celam. Sucesivamente fue promovido a la sede de Mar del Plata. Pablo VI lo escogió como colaborador, encomendándole la Congregación para los religiosos e institutos seculares, y en 1976 lo elevó a la dignidad cardenalicia. Yo mismo, el 8 de abril de 1984, lo llamé a dirigir el Consejo pontificio para los laicos, donde estuvo hasta el 20 de agosto de 1996, trabajando siempre con juvenil entusiasmo y profunda competencia.

4. Así, su servicio a la Iglesia fue asumiendo, poco a poco, una dimensión cada vez más amplia y universal: primero una diócesis en Argentina; luego, el continente latinoamericano; y, sucesivamente, llamado a la Curia romana, toda la comunidad católica. Aquí en Roma prosiguió con su estilo pastoral de siempre, manifestando un notable amor a la vida consagrada y a los laicos, en particular a los jóvenes. En su Testamento espiritual escribió: «¡Cómo los quiero a los religiosos y religiosas, y a todos los laicos consagrados en el mundo! ¡Cómo pido a María santísima por ellos! ¡Cómo ofrezco hoy con alegría mi vida por su fidelidad! (...) Los quiero enormemente, los abrazo y los bendigo». Y añade: «Doy gracias a Dios por haber podido gastar mis pobres fuerzas y talentos en la entrega a los queridos laicos, cuya amistad y testimonio me han enriquecido espiritualmente».

¿Cómo olvidar la gran aportación que dio a las celebraciones de las Jornadas mundiales de la juventud? Quisiera dar gracias públicamente aquí a este hermano nuestro, que me prestó una gran ayuda en el ejercicio de mi ministerio petrino.

5. Su incesante cooperación se hizo aún más apostólica en sus últimos años, marcados por la enfermedad. El apóstol Pedro nos acaba de hablar de «la calidad probada de la fe, más preciosa que el oro», y nos ha recordado que no debemos sorprendernos de que nos venga la prueba, pues ese metal, «a pesar de ser perecedero, es probado por el fuego » (cf.
1P 1,7). La fe del cardenal Pironio fue probada duramente en el crisol del sufrimiento. Debilitado en su cuerpo por una grave enfermedad, supo aceptar con resignación y paciencia la dura prueba que se le pedía. Sobre esta experiencia dejó escrito: «Agradezco al Señor el privilegio de su cruz. Me siento felicísimo de haber sufrido mucho. Sólo me duele no haber sufrido bien y no haber saboreado siempre en silencio mi cruz. Deseo que, al menos ahora, mi cruz comience a ser luminosa y fecunda».

Ya en el ocaso de su vida, supo encontrar en la fe el optimismo y la esperanza que caracterizaron toda su existencia. «Todas las cosas (...) son tuyas, Señor que amas la vida» (Sg 11,26), solía repetir, y su lema cardenalicio constituía una especie de confirmación: «Cristo en vosotros, esperanza de la gloria».

6. Al encomendar a la misericordia del Señor el alma elegida de este amadísimo hermano, hagamos nuestras las palabras del libro de la Sabiduría, que hemos escuchado: Tú, Señor, «disimulas los pecados de los hombres para que se arrepientan» (Sg 11,23).

El cardenal Pironio tenía un vivo sentido de la fragilidad humana: en su Testamento espiritual, que nos ha servido de guía en estas reflexiones, varias veces pide perdón. Lo pide con humildad, con confianza. Ante la santidad de Dios, toda criatura humana no puede menos de darse golpes de pecho y confesar: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes» (Sg 11,23).

Lo acompañamos con la oración, ahora que entra en la casa del Padre. Lo encomendamos a María, Madre de la esperanza y de la alegría, hacia la cual profesó una gran devoción. Al concluir sus días, cuando ya era tiempo de recoger las velas para su último viaje, escribió en su Testamento: «Los abrazo y bendigo con toda mi alma por última vez en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Los dejo en el corazón de María, la Virgen pobre, contemplativa y fiel. ¡Ave María! A ella le pido: "Al final de este destierro, muéstranos el fruto de tu vientre, Jesús"».

1016 Que la Madre de Dios lo acoja en sus brazos y lo introduzca en la morada eterna que el Señor prepara para sus siervos fieles.

Y tú, querido hermano, descansa en paz. Amén.



B. Juan Pablo II Homilías 1009