B. Juan Pablo II Homilías 1036

1036 5. «No recordéis lo de antaño (...); mirad que realizo algo nuevo» (Is 43,18-19). El profeta Isaías nos invita hoy a mirar con gran atención las novedades que Dios realiza todos los días a través de sus fieles. «Mirad que realizo algo nuevo». El Espíritu actúa siempre, y sus frutos son las maravillas que él sigue realizando por medio de nosotros.

«No recordéis lo de antaño». No dirijáis vuestra mirada .dice el Señor. hacia el pasado; dirigidla, más bien, hacia Cristo, «ayer, hoy y siempre». Él, en el misterio de su muerte y de su resurrección, cambió definitivamente el destino de la humanidad. A la luz de los acontecimientos pascuales, la existencia humana no teme la muerte, porque el Resucitado abre de nuevo a los creyentes las puertas de la vida verdadera. En estos últimos días de Cuaresma que nos separan del Triduo pascual, dispongamos nuestro corazón para acoger la gracia del Redentor, muerto y resucitado, que afianza los pasos de nuestra fe.

María, que permaneció en silencio al pie de la cruz, y después se encontró con su Hijo resucitado, nos ayude a prepararnos para celebrar dignamente las fiestas pascuales.



XIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD



Domingo de Ramos, 5 de abril de 1998


1. "¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor!" (Lc 19,38).

El domingo de Ramos nos hace revivir la entrada de Jesús en Jerusalén, cuando se acercaba la celebración de la Pascua. El pasaje evangélico nos lo ha presentado mientras entra en la ciudad rodeado por una multitud jubilosa. Puede decirse que, aquel día, llegaron a su punto culminante las expectativas de Israel con respecto al Mesías. Eran expectativas alimentadas por las palabras de los antiguos profetas y confirmadas por Jesús de Nazaret con su enseñanza y, especialmente, con los signos que había realizado.

A los fariseos, que le pedían que hiciera callar a la multitud, Jesús les respondió: "Si estos callan, gritarán las piedras" (Lc 19,40). Se refería, en particular, a las paredes del templo de Jerusalén, construido con vistas a la venida del Mesías y reconstruido con gran esmero después de haber sido destruido en el momento de la deportación a Babilonia. El recuerdo de la destrucción y reconstrucción del templo seguía vivo en la conciencia de Israel, y Jesús hacía referencia a ese recuerdo, cuando afirmaba: "Destruid este templo y en tres días lo levantaré" (Jn 2,19). Así como el antiguo templo de Jerusalén fue destruido y reconstruido, así también el templo nuevo y perfecto del cuerpo de Jesús debía morir en la cruz y resucitar al tercer día (cf. Jn Jn 2,21-22).

2. Al entrar en Jerusalén, Jesús sabe, sin embargo, que el júbilo de la multitud lo introduce en el corazón del "misterio" de la salvación. Es consciente de que va al encuentro de la muerte y no recibirá una corona real, sino una corona de espinas.

Las lecturas de la celebración de hoy aluden al sufrimiento del Mesías y llegan a su punto culminante en la descripción que el evangelista san Lucas hace en la narración de la pasión. Este inefable misterio de dolor y de amor lo proponen el profeta Isaías, considerado como el evangelista del Antiguo Testamento, el Salmo responsorial y el estribillo que acabamos de cantar: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Lo repite san Pablo en la carta a los Filipenses, en la que se inspira la aclamación que nos acompañará durante el "Triduo sacro": "Cristo, por nosotros, se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (cf. Flp Ph 2,8). En la Vigilia pascual añadiremos: "Por eso, Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el nombre sobre todo nombre" (Ph 2,9).

La Iglesia, en la celebración eucarística, todos los días conmemora la pasión, la muerte y la resurrección del Señor: "Anunciamos tu muerte —dicen los fieles después de la consagración—, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!".

3. Desde hace más de diez años, el domingo de Ramos se ha convertido en una esperada cita para la celebración de la Jornada mundial de la juventud. El hecho de que la Iglesia dirija precisamente en este día su particular atención a los jóvenes es, de por sí, muy elocuente. Y no sólo porque hace dos mil años fueron los jóvenes —pueri Hebraeorum— quienes acompañaron con júbilo a Cristo en su entrada triunfal en Jerusalén; sino también, y sobre todo, porque, al cabo de veinte siglos de historia cristiana, los jóvenes, guiados por su sensibilidad y por una certera intuición, descubren en la liturgia del domingo de Ramos un mensaje dirigido a cada uno de ellos.

1037 Queridos jóvenes, a vosotros se os propone nuevamente hoy el mensaje de la cruz. A vosotros, que seréis los adultos del tercer milenio, se os encomienda esta cruz que, dentro de poco, un grupo de jóvenes franceses entregará a una representación de la juventud de Roma y de Italia. De Roma a Buenos Aires; de Buenos Aires a Santiago de Compostela; de Santiago de Compostela a Czéstochowa; de Jasna Góra a Denver; de Denver a Manila; de Manila a París, esta cruz ha peregrinado con los jóvenes de un país a otro, de un continente a otro. Vuestra opción, jóvenes cristianos, es clara: descubrir en la cruz de Cristo el sentido de vuestra existencia y la fuente de vuestro entusiasmo misionero.

A partir de hoy peregrinará por las diócesis de Italia, hasta la Jornada mundial de la juventud del año 2000, que se celebrará aquí, en Roma, con ocasión del gran jubileo. Luego, con la llegada del nuevo milenio, reanudará su camino por el mundo entero, mostrando de ese modo que la cruz camina con los jóvenes, y que los jóvenes caminan con la cruz.

4. ¡Cómo no dar gracias a Dios por esta singular alianza que une a los jóvenes creyentes! En este momento quisiera dar las gracias a todos los que, guiando a los jóvenes en esta iniciativa providencial, han contribuido a la gran peregrinación de la cruz por los caminos del mundo. Recuerdo con afecto y gratitud especialmente al amadísimo cardenal Eduardo Pironio, que falleció recientemente. Estuvo presente y presidió muchas celebraciones de la Jornada mundial de la juventud. Que el Señor lo colme de las recompensas celestiales prometidas a los servidores buenos y fieles.

Mientras, dentro de poco, la cruz pasará idealmente de París a Roma, permitid que el Obispo de esta ciudad exclame con la liturgia: Ave crux, spes unica! ¡Te saludamos, oh cruz santa! En ti viene a nosotros aquel que en Jerusalén, hace veinte siglos, fue aclamado por otros jóvenes y por la multitud: "Bendito el que viene en nombre del Señor".

Todos nos unimos a este canto, repitiendo: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

¡Sí! Bendito eres tú, oh Cristo, que también hoy vienes a nosotros con tu mensaje de amor y de vida. Y bendita es tu santa cruz, de la que brota la salvación del mundo, ayer, hoy y siempre. Ave crux! ¡Alabado sea Jesucristo!



MISA CRISMAL


Jueves Santo 9 de abril de 1998


1. «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió» (Lc 4,18).

Estas palabras del libro del profeta Isaías, referidas por el evangelista san Lucas, aparecen varias veces en la liturgia crismal de hoy y, en cierta medida, constituyen su hilo conductor. Aluden a un gesto ritual que en la antigua alianza tiene una larga tradición, porque en la historia del pueblo elegido se repite durante la consagración de sacerdotes, profetas y reyes. Con el signo de la unción, Dios mismo encomienda la misión sacerdotal, real y profética a los hombres que ama, y hace visible su bendición para el cumplimiento del encargo que les confía.

Los que fueron ungidos en la antigua alianza, lo fueron con vistas a una sola persona, el que debía venir: Cristo, el único y definitivo «consagrado», el «ungido» por excelencia. La encarnación del Verbo revelará el misterio de Dios Creador y Padre que, a través de la unción del Espíritu Santo, envía al mundo a su Hijo unigénito.

Ahora el Hijo está presente en la sinagoga de Nazaret, su pueblo: allí vivió y trabajó muchos años en el humilde taller del carpintero. Con todo, hoy está presente en la sinagoga de una manera nueva: en las riberas del Jordán, después del bautismo de Juan, recibió la investidura solemne del Espíritu, que lo impulsó a comenzar su misión mesiánica en cumplimiento de la voluntad salvífica del Padre. Y ahora se presenta a sus paisanos con las palabras de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). Aquí concluye Jesús su lectura y, después de una pausa, pronuncia unas palabras que dejan asombrados a sus oyentes: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21). La declaración no deja lugar a dudas: él es el «ungido», el «consagrado», al que alude el profeta Isaías. En él se cumple la promesa del Padre.

1038 2. Hoy, Jueves santo, nos hallamos congregados en la basílica de San Pedro para meditar en ese acontecimiento: como los consagrados de la antigua alianza, también nosotros dirigimos nuestra mirada a Aquel que el libro del Apocalipsis llama «el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra» (Ap 1,5). Contemplamos al que fue traspasado (cf. Jn Jn 19,37). Al dar su vida para librarnos del pecado (cf. Jn Jn 15,13), nos reveló su «gran amor»; se manifestó como el verdadero y definitivo consagrado con la unción que, por la fuerza del Espíritu Santo, nos redime mediante la cruz. En el Calvario se cumplen plenamente las palabras: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió» (Lc 4,18).

Esta consagración y el sacrificio de la cruz constituyen, respectivamente, la inauguración y el cumplimiento de la misión del Verbo encarnado. Del supremo acto de amor consumado en el Gólgota, el Jueves santo conmemora la manifestación sacramental instituida por Jesús en el cenáculo, mientras que el Viernes santo pone de relieve su aspecto histórico, dramático y cruento. En esas dos dimensiones, este sacrificio marca el principio de la «nueva» unción del Espíritu Santo y representa la prenda de la venida del Paráclito sobre los Apóstoles y sobre la Iglesia, que, por eso, en cierto sentido, celebra hoy su nacimiento.

3. Queridos hermanos en el sacerdocio, nos hallamos reunidos esta mañana en torno a la mesa eucarística en el día santo en que conmemoramos el nacimiento de nuestro sacerdocio. Hoy celebramos la particular «unción» que en Cristo se hizo también nuestra. Cuando, durante el rito de nuestra ordenación, el obispo nos ungió las manos con el santo crisma, nos convertimos en ministros de los signos sagrados y eficaces de la redención, y llegamos a ser partícipes de la unción sacerdotal de Cristo. Desde ese momento, la fuerza del Espíritu Santo, derramada sobre nosotros, transformó para siempre nuestra vida. Esa fuerza divina perdura en nosotros y nos acompañará hasta el final.

Mientras nos disponemos a entrar en los días santísimos en que conmemoraremos la muerte y resurrección del Señor, queremos renovar nuestra gratitud al Espíritu Santo por el inestimable don que nos hizo con el sacerdocio. ¡Cómo no sentirnos deudores con respecto a él, que quiso asociarnos a tan admirable dignidad! Ojalá que este sentimiento nos lleve a dar gracias al Señor por las maravillas que ha realizado en nuestra existencia y nos ayude a mirar con firme esperanza nuestro ministerio, pidiendo humildemente perdón por nuestras infidelidades.

Nos sostenga María, para que, como ella, nos dejemos llevar por el Espíritu para seguir a Jesús hasta el final de nuestra misión terrena.

En la Carta de este año a los sacerdotes escribí: «Acompañado por María, el sacerdote sabrá renovar cada día su consagración hasta que, bajo la guía del mismo Espíritu, invocado confiadamente durante el itinerario humano y sacerdotal, entre en el océano de luz de la Trinidad» (n. 7).

Con esta perspectiva y con esta esperanza prosigamos con confianza en el camino que el Señor nos prepara cada día. Su Espíritu divino nos sostiene y nos guía.

Veni, Sancte Spiritus! Amén.



JUAN PABLO II

Homilía del Vicario de Cristo el Jueves santo

por la tarde en la basílica de San Juan de Letrán


HOMILÍA


9 de Abril 1998


1. «Verbum caro, panem verum, Verbo carnem efficit...».

«Con su palabra, el Verbo, hecho carne, convierte el pan en su cuerpo y el vino en su propia sangre; aunque fallen los sentidos, es suficiente la fe».

1039 Estas poéticas palabras de santo Tomás de Aquino convienen perfectamente a esta liturgia vespertina «in cena Domini», y nos ayudan a entrar en el núcleo del misterio que celebramos. En el evangelio leemos: «Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Hoy es el día en el que recordamos la institución de la Eucaristía, don del amor y manantial inagotable de amor. En ella está escrito y enraizado el mandamiento nuevo: «Mandatum novum do vobis...»: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros» (Jn 13,34).

2. El amor alcanza su cima en el don que la persona hace de sí misma, sin reservas, a Dios y a sus hermanos. Al lavar los pies a los Apóstoles, el Maestro les propone una actitud de servicio: «Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13,13-14). Con este gesto, Jesús revela un rasgo característico de su misión: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). Así pues, solamente es verdadero discípulo de Cristo quien lo imita en su vida, haciéndose como él solícito en el servicio a los demás, también con sacrificio personal. En efecto, el servicio, es decir, la solicitud por las necesidades del prójimo, constituye la esencia de todo poder bien ordenado: reinar significa servir. El ministerio sacerdotal, cuya institución hoy celebramos y veneramos, supone una actitud de humilde disponibilidad, sobre todo con respecto a los más necesitados. Sólo desde esta perspectiva podemos comprender plenamente el acontecimiento de la última cena, que estamos conmemorando.

3. La liturgia define el Jueves santo como «el hoy eucarístico», el día en que «nuestro Señor Jesucristo encomendó a sus discípulos la celebración del sacramento de su Cuerpo y de su Sangre» (Canon romano para el Jueves santo). Antes de ser inmolado en la cruz el Viernes santo, instituyó el sacramento que perpetúa su ofrenda en todos los tiempos. En cada santa misa, la Iglesia conmemora ese evento histórico decisivo. Con profunda emoción el sacerdote se inclina, ante el altar, sobre los dones eucarísticos, para pronunciar las mismas palabras de Cristo «la víspera de su pasión», y repite sobre el pan: «Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros» (1Co 11,24) y luego sobre el cáliz: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre» (1Co 11,25). Desde aquel Jueves santo de hace casi dos mil años hasta esta tarde, Jueves santo de 1998, la Iglesia vive mediante la Eucaristía, se deja formar por la Eucaristía, y sigue celebrándola hasta que vuelva su Señor.

Aceptemos, esta tarde, la invitación de san Agustín: ¡Oh Iglesia amadísima, «manduca vitam, bibe vitam: habebis vitam, et integra est vita!»: «come la vida, bebe la vida: tendrás la vida y esa vida es íntegra» (Sermón 131, I, 1).

4. «Pange, lingua, gloriosi Corporis mysterium Sanguinisque pretiosi...». Adoremos este «mysterium fidei», del que se alimenta incesantemente la Iglesia. Avivemos en nuestro corazón el profundo y ardiente sentido del inmenso don que constituye para nosotros la Eucaristía.

Y avivemos también la gratitud, vinculada al reconocimiento del hecho de que nada hay en nosotros que no nos haya dado el Padre de toda misericordia (cf. 2Co 1,3). La Eucaristía, el gran «misterio de la fe», sigue siendo ante todo y sobre todo un don, algo que hemos «recibido». Lo reafirma san Pablo, al introducir el relato de la última cena con estas palabras: «Yo recibí del Señor lo que os he transmitido» (1Co 11,23). La Iglesia lo ha recibido de Cristo y al celebrar este sacramento da gracias al Padre celestial por lo que él, en Jesús, su Hijo, ha hecho por nosotros.

Acojamos en cada celebración eucarística este don, siempre nuevo; dejemos que su fuerza divina penetre en nuestro corazón y lo haga capaz de anunciar la muerte del Señor hasta que vuelva. «Mysterium fidei» canta el sacerdote después de la consagración, y los fieles responden: «Mortem tuam annuntiamus, Domine...»: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!». La Eucaristía contiene en sí la suma de la fe pascual de la Iglesia.

También esta tarde damos gracias al Señor por haber instituido este gran sacramento. Lo celebramos y lo recibimos a fin de encontrar en él la fuerza para avanzar por el camino de la existencia esperando el día del Señor. Entonces seremos introducidos también nosotros en la morada donde Cristo, sumo sacerdote, ya ha entrado mediante el sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre.

5. «Ave, verum corpus, natum de Maria Virgine»: «Salve, verdadero cuerpo, nacido de María Virgen»; así reza hoy la Iglesia. En esta «espera de su venida», nos acompañe María, de la que Jesús tomó el cuerpo, el mismo cuerpo que esta tarde compartimos fraternalmente en el banquete eucarístico.

«Esto nobis praegustatum mortis in examine»: «Concédenos pregustarte en el momento decisivo de la muerte». Sí, tómanos de la mano, oh Jesús eucarístico, en esa hora suprema que nos introducirá en la luz de tu eternidad: «O Iesu dulcis! O Iesu pie! O Iesu, fili Mariae!».



JUAN PABLO II

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

VIGILIA PASCUAL


(Sábado Santo, 11 de abril de 1998)

1040
1. "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gn 1,26). "Creó Dios el hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó" (Gn 1,27).


En esta Vigilia Pascual la liturgia proclama el primer capítulo del Libro del Génesis, que evoca el misterio de la creación y, en particular, la creación del hombre. Una vez más nuestra atención se concentra en el misterio del hombre, que se manifiesta plenamente en Cristo y por medio de Cristo.

"Fiat lux","faciamus hominem": estas palabras del Génesis revelan toda su verdad cuando pasan por el crisol de la Pascua del Verbo (cf. Sal Ps 12,7). Adquieren su pleno significado durante la quietud del Sábado Santo, a través del silencio de la Palabra: aquella "luz" es luz nueva, que no conoce ocaso; aquel "hombre" es el "Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad" (Ep 4,24).

La nueva creación se realiza en la Pascua. En el misterio de la muerte y resurrección de Cristo todo es redimido, y todo se hace perfectamente bueno, según el designio original de Dios.

Sobre todo el hombre, el hijo pródigo que ha malgastado el bien precioso de la libertad en el pecado, recupera su dignidad perdida. "Faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram". ¡Qué profundas y verdaderas suenan estas palabras en la noche de Pascua! Y qué indecible actualidad tienen para el hombre de nuestro tiempo, tan consciente de sus posibilidades de dominio sobre el universo, pero también tan confuso muchas veces sobre el sentido auténtico de su existencia, en la cual ya no sabe reconocer las huellas del Creador.

2. A este propósito, recuerdo algunos párrafos de la Constitución pastoral Gaudium es spes, del Concilio Vaticano II, muy acordes con la admirable sinfonía de las lecturas de la Vigilia pascual. En efecto, este documento conciliar, leído con atención, manifiesta un íntimo carácter pascual, tanto en el contenido como en su inspiración originaria. Leemos en él: "Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (cf. Rm Rm 5,14), es decir, de Cristo, el Señor. Cristo..., ?que es imagen de Dios invisible' (Col 1,15) es el hombre perfecto, que restituyó a los hijos de Adán la semejanza divina, deformada desde el primer pecado... Él mismo, el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre... Padeciendo por nosotros, no sólo nos dio ejemplo para que sigamos sus huellas, sino que también instauró el camino con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren un sentido nuevo.

El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos, recibe 'las primicias del Espíritu' (Rm 8,23)... Por medio de este Espíritu, que 'es prenda de la herencia' (Ep 1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta la 'redención del cuerpo' (Rm 8,23): 'Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros' (Rm 8,11)... [El cristiano] asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, fortalecido por la esperanza, llegará a la resurrección." (n. 22).

3. Estas palabras del último Concilio nos proponen de nuevo el misterio de la vocación de cada bautizado. Lo proponen en particular a vosotros, queridos Catecúmenos, que, siguiendo una antiquísima tradición de la Iglesia, vais a recibir el santo Bautismo durante esta Vigilia santa. Os saludamos con afecto y os agradecemos vuestro testimonio.

Vosotros venís de varias naciones del mundo: Canadá, China, Colombia, India, Italia, Polonia, Sudáfrica.

Queridos hermanos y hermanas, el Bautismo es, en un sentido muy especial, vuestra Pascua, el sacramento de vuestra redención, de vuestro renacer en Cristo por la fe y por la acción del Espíritu Santo, gracias al cual podréis llamar a Dios con el nombre de "Padre", y seréis hijos en el Hijo.

Nosotros os deseamos que la vida nueva, que recibiréis como don en esta santísima noche, crezca en vosotros hasta alcanzar su plenitud, llevando consigo frutos abundantes de amor, de gozo y de paz, frutos de vida eterna.

1041 4. "O vere beata nox!", canta la Iglesia en el Pregón pascual, recordando las grandes obras realizadas por Dios en la Antigua Alianza, durante el éxodo de los Israelitas de Egipto. Es el anuncio profético del éxodo del género humano de la esclavitud de la muerte a la vida nueva por medio de la Pascua de Cristo.

"O vere beata nox!", repitamos con el himno pascual, contemplando el misterio universal del hombre a la luz de la resurrección de Cristo. En el principio Dios lo creó a su imagen y semejanza. Por obra de Cristo crucificado y resucitado, esta semejanza ofuscada por el pecado ha sido renovada y llevada a su culminación. Podemos repetir con un autor antiguo: ¡Hombre, mírate a ti mismo! ¡Reconoce tu dignidad y tu vocación! Cristo, venciendo la muerte en esta santa noche, abre ante ti las puertas de la vida y de la inmortalidad.

Haciendo eco al diácono, que ha proclamado con el canto el pregón pascual, repito con alegría: Annuntio vobis gaudium magnum: surrexit Dominus vere! Surrexit hodie!

¡Amén!





DURANTE LA MISA DE INAUGURACIÓN


DE LA ASAMBLEA ESPECIAL PARA ASIA


DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS


II Domingo de Pascua, 19 de abril de 1998



1. «Lo que veas escríbelo en un libro, y envíaselo a las siete iglesias» (Ap 1,11). Estas palabras del libro del Apocalipsis son muy actuales. En efecto, todas las Iglesias a las que se refieren estaban situadas en Asia. Y nosotros estamos reunidos aquí, esta mañana, para inaugurar, con una solemne liturgia eucarística, la Asamblea especial para Asia del Sínodo de los obispos.

Los obispos del continente asiático, junto con representantes de otras comunidades eclesiales, se han reunido en Roma para esta importante cita. El fruto de los trabajos sinodales se recogerá después en un libro, que constituirá el documento postsinodal destinado a todas las Iglesias de Asia. En él se «escribirá» lo que el Espíritu sugerirá, de modo análogo a cuanto, al final del primer siglo después de Cristo, hizo Juan, dirigiendo el Apocalipsis a las comunidades cristianas presentes entonces en Asia.

En éxtasis, mientras se encontraba en la isla de Patmos, oyó una voz potente (cf. Ap Ap 1,10) que le ordenaba escribir las cosas que veía, para enviarlas después a las Iglesias de Asia. Juan refiere que era la voz del Hijo del hombre, que se le presentó en su gloria. Lo vio y cayó a sus pies como muerto. Cristo puso su mano sobre él y le dijo: «No temas: yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos; y tengo las llaves de la muerte y del infierno. Escribe, pues, lo que veas: lo que está sucediendo y lo que ha de suceder más tarde » (Ap 1,17-19).

Venerados hermanos de las Iglesias de Asia, estas mismas palabras se dirigen, en cierto sentido, también a nosotros. Durante los trabajos del Sínodo, debemos escribir lo que testimoniaremos. Como sucesores de los Apóstoles, estamos llamados a anunciar a Cristo crucificado y resucitado. En efecto, la verdad con que avanzamos hacia el tercer milenio es esta: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (He 13,8).

2. Inauguramos esta Asamblea sinodal el segundo domingo de Pascua. La liturgia recuerda hoy lo que sucedió en el cenáculo de Jerusalén, el domingo después de la Resurrección, cuando Cristo se apareció de nuevo a los Apóstoles, esta vez en presencia de Tomás. En efecto, ya se había producido una aparición ocho días antes, pero Tomás no estaba y, cuando los demás le dijeron: «Hemos visto al Señor», no quiso creer y les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo» (Jn 20,25).

¡Tomás, el incrédulo! Precisamente por él Cristo se apareció ocho días más tarde en el cenáculo, entrando a pesar de que estaban las puertas cerradas. Dijo a los que estaban allí: «Paz a vosotros », y luego, dirigiéndose a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente» (Jn 20,27). Tomás pronunció entonces las palabras que expresan toda la fe de la Iglesia apostólica: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). Y Cristo afirmó: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20,29).

1042 3. «Dichosos los que crean sin haber visto». Los Apóstoles fueron testigos oculares de la vida, la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo. Después de ellos, los demás, que no han podido ver todo eso con sus propios ojos, deberán aceptar la verdad transmitida por los primeros testigos, para convertirse a su vez en testigos. La fe de la Iglesia se transmite y vive gracias a esta cadena de testigos que se prolonga de generación en generación. Así, desde el cenáculo de Jerusalén, la Iglesia se ha extendido por todos los países y todos los continentes.

Según una tradición muy antigua, el Evangelio fue llevado a la India por santo Tomás, el apóstol al que Jesús dijo: «Porque me has visto has creído». Tomás, que ya no era incrédulo sino que estaba convencido de la resurrección de su Señor, transmitió a muchas otras personas la certeza expresada en su confesión de fe: «¡Señor mío y Dios mío!». Su fe sigue viva en la India y en Asia.

Queridos hermanos en el episcopado, congregados aquí, la Iglesia que representáis, edificada sobre los cimientos de los Apóstoles, se reúne en Roma hoy, en el umbral del tercer milenio, para los trabajos sinodales, con el fin de transmitir a las generaciones futuras el mismo testimonio de Cristo que dieron los Apóstoles, el mismo testimonio que dio Tomás hace casi veinte siglos.

4. «Jesucristo, el Salvador, y su misión de amor y servicio en Asia: "para que tengan vida y la tengan en abundancia" (
Jn 10,10)». Este es el tema de la Asamblea especial del Sínodo de los obispos que inauguramos hoy con esta solemne celebración litúrgica. Este tema nos invita a dirigir nuestra mirada a Cristo, de cuyo corazón traspasado brota la fuente inagotable de vida eterna que vivifica nuestra existencia humana. Esta Asamblea sinodal es un tiempo providencial de gracia para todo el pueblo cristiano, y especialmente para los fieles de Asia, que están llamados a un nuevo impulso misionero. Para que este «tiempo» favorable resulte verdaderamente fructífero, hay que presentar una vez más la figura de Jesús y su misión salvífica en todo su esplendor. En los labios de todos debe resonar con renovada conciencia la profesión de fe del apóstol Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!».

En efecto, sólo manteniendo su mirada fija en Cristo la Iglesia puede responder adecuadamente a las esperanzas y desafíos del continente asiático, así como a los del resto del mundo. El impulso de la nueva evangelización con vistas al tercer milenio exige un conocimiento cada vez más profundo de Jesús y una fidelidad inquebrantable a su Evangelio.

5. Al mismo tiempo, la nueva evangelización requiere una atención respetuosa y un sano discernimiento con respecto a las «realidades asiáticas».Este vasto continente, rico en historia y sabiduría antigua, llega al umbral del año 2000 con la gran variedad de sus pueblos, sus culturas, sus tradiciones y sus religiones.

Junto a la herencia de antiguas civilizaciones, vemos los signos de un progreso tecnológico y económico muy avanzado. Existe una notable diferencia entre pueblos, culturas y estilos de vida. Y, sin embargo, ha habido una larga tradición de convivencia pacífica y tolerancia mutua. Casi en todas partes se aprecia el esfuerzo por alcanzar el progreso humano, y aunque no faltan dificultades y motivos de preocupación, también pueden verse notables signos de esperanza. Las antiguas culturas del continente, con su reconocida sabiduría, ofrecen bases sólidas para construir el Asia del futuro.

¿Cómo podemos ignorar el hecho de que más de tres quintas partes de los habitantes del mundo están en Asia, y que una parte importante de ellos son jóvenes? A esta vasta porción de la humanidad de nuestro tiempo, que vive en el continente asiático, debemos llevarle con entusiasmo y vigor el anuncio pascual que resuena en la liturgia de hoy: «Hemos contemplado, oh Dios, las maravillas de tu amor» (Salmo responsorial); «Hemos visto al Señor» (Evangelio).

6. Queridos hermanos y hermanas, la primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, habla del fervor que unía a la comunidad primitiva y de su actividad misionera, que asombraba al pueblo (cf. Hch Ac 5,12-13). Ojalá que sea un modelo para nosotros, que hemos sido convocados por el Espíritu del Señor a esta Asamblea especial del Sínodo.

Nos preguntamos: ¿qué debemos hacer para anunciar y dar testimonio de Cristo a los hombres y mujeres que viven en Asia? En el umbral del año 2000, ¿cuál debe ser el compromiso de la Iglesia en este vasto continente, que es antiguo y, sin embargo, presenta nuevas realidades? Fundamentalmente, encontramos la respuesta en la liturgia de hoy: tenemos que dar testimonio de Cristo crucificado y resucitado, Redentor del mundo. Al mismo tiempo, hemos de proseguir, en lo que nos corresponde, la historia iniciada por los Apóstoles: tenemos la tarea de escribir nuevos capítulos de testimonio cristiano en todo el mundo y, de modo particular, en Asia: desde la India hasta Indonesia, desde Japón hasta el Líbano, desde Corea hasta Kazajstán, desde Vietnam hasta Filipinas, desde Siberia hasta China. Y precisamente a los cató- licos de la China continental y a sus pastores va nuestro pensamiento en este momento. Para que ese Episcopado también pueda estar representado en esta Asamblea sinodal he invitado a tomar parte en ella, además de los obispos que trabajan en la diócesis de Hong Kong, a otros dos obispos, a saber, Matías Duan Yinming, obispo de Wanxian, y su coadjutor, monseñor José Xu Zhixuan. Espero que pronto puedan ocupar su lugar entre nosotros para dar testimonio de la vitalidad de esas comunidades.

En este tiempo todas las Iglesias deben movilizarse, puesto que todas tienen su origen en esa dinámica comunidad de Jerusalén, que sentía de forma tan intensa su deber de anunciar el Evangelio. Todas nacieron de los mismos Apóstoles, testigos de la cruz y la resurrección de Cristo; los mismos Apóstoles que, el día de Pentecostés, por obra del Espíritu Santo, recibieron la luz y la fuerza necesarias para ir por todo el mundo y dar vida a nuevas comunidades de creyentes. Somos los sucesores de esos Apóstoles, y debemos estar dispuestos a aceptar su herencia misionera.

1043 7. «Lo que veas escríbelo en un libro, y envíaselo a las siete iglesias». Sentimos que estas palabras se dirigen de modo particular a nosotros. Durante el Sínodo queremos testimoniar lo que el Espíritu de Cristo dice a las Iglesias del gran continente asiático. Nos preguntaremos cómo escuchan su voz, cómo viven en la comunión de la palabra de Dios y de la Eucaristía, y cómo pueden impulsar la acción evangelizadora entre los pueblos de Asia.

Queremos ponernos a la escucha de cuanto el Espíritu dice a las Iglesias, para que sepan anunciar a Cristo en el ámbito del hinduismo, del budismo, del sintoísmo y de todas las corrientes de pensamiento y de vida que ya estaban arraigadas en Asia antes de que llegara la predicación del Evangelio. Y también queremos reflexionar juntos sobre cómo acogen los hombres de hoy el mensaje de Cristo y cómo continúa hoy entre ellos la historia de la salvación, y cuál es el eco que producen en sus almas las palabras de la buena nueva. Nos preguntaremos en la oración y en la escucha recíproca cómo Cristo, «la piedra que desecharon los arquitectos» (
Ps 117,22), puede ser aún la piedra angular para la construcción de la Iglesia en Asia.

Todo esto a la luz de la Pascua, que inunda nuestro corazón de la alegría y de la paz del Señor resucitado.

«Haec est dies quam fecit Dominus. Exultemus et laetemur in ea!» (Ps 117,24). Amén.




B. Juan Pablo II Homilías 1036