B. Juan Pablo II Homilías 1043

MISA DE FUNERAL EN SUFRAGIO DEL CARDENAL ALBERTO BOVONE




Lunes 20 de abril de 1998



1. «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Las palabras de Jesús, su última invocación al Padre desde la cruz, nos guían en la meditación y en la oración, mientras nos hallamos reunidos aquí, en la basílica vaticana, para celebrar el sagrado rito de sufragio por el venerado hermano cardenal Alberto Bovone, que falleció el viernes pasado. Creado cardenal en vísperas del tiempo de Cuaresma, partió hacia la Jerusalén celestial, después de una dolorosa enfermedad, al final de la octava de Pascua, anticipación en el tiempo del día sin ocaso de la eternidad.

Su última Pascua la vivió como cardenal, y la Providencia le pidió de inmediato el testimonio definitivo, a fin de que la calidad probada de su fe, de acuerdo con las palabras del apóstol Pedro, se convirtiera en motivo de alabanza, de gloria y de honor, en la revelación de Jesucristo (cf. 1P 1,7).

El misterio de la Pascua lo configuró plenamente a su Señor, por el que entregó su vida, amando hasta el fin a la Iglesia y a cuantos, en ella, habían sido encomendados a su cuidado de pastor solícito y bueno.

2. La muerte de Jesús en la cruz abre a cada hombre que viene a este mundo, y que de este mundo parte, un océano de esperanza. «Expiró», dice el evangelista (Lc 23,46 cf. Jn Jn 19,30). Este último suspiro de Cristo es el centro de la historia, que precisamente en virtud de él es historia de la salvación.

Al expirar Jesús en la cruz, Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se entregó totalmente a la humanidad, venciendo el pecado y la muerte. Esa respiración humana que se acababa era sacramento del inagotable Espíritu de vida, que al tercer día resucitó al Hijo del hombre, al «testigo fiel», haciéndolo «primogénito de entre los muertos» (Ap 1,5).

Quien muere en el Señor es «feliz ya desde ahora» (cf. Ap Ap 14,13), porque une su expirar al de Cristo, con la esperanza segura de que «quien resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará con Jesús y nos presentará ante él» (2 Co 4, 14).

1044 3. «Dichosos los muertos que mueren en el Señor» (Ap 14,13). La sagrada Escritura nos recuerda que para morir en el Señor es preciso vivir en el Señor, confiando diariamente, momento a momento, en su gracia y esforzándose por corresponder a ella con todas las fuerzas.

Vivir en el Señor. ¡Cómo no dar gracias a Dios en este momento, mientras el corazón sufre por la muerte de este venerado hermano nuestro, por el testimonio de fidelidad que nos deja! Durante su vida nos dio un ejemplo luminoso de dócil seguimiento de Cristo. Sí, esta eucaristía que celebramos juntos es, ante todo, acción de gracias por el don de un cristiano y un pastor que con gran discreción edificó la Iglesia, en los diferentes encargos que se le confiaron, sobre todo en la Curia romana.

4. En efecto, fue precisamente en el ámbito de la Curia donde comenzó en el año 1951 su servicio, que prosiguió, ininterrumpidamente, hasta su muerte. Su profunda y equilibrada formación espiritual, apostólica y doctrinal, y más aún sus virtudes de fiel laboriosidad y de cordial apertura, así como su sabiduría, le permitieron prestar durante muchos años una valiosa colaboración primero en la Congregación del Concilio, que más tarde se convirtió en Congregación para el clero y, sucesivamente, en la Congregación para la doctrina de la fe, de la que yo mismo lo nombré secretario en el año 1984, elevándolo a la dignidad de arzobispo. A lo largo de once años fue un eficaz colaborador del cardenal Ratzinger, que lo consagró obispo y le dispensó un afecto realmente fraterno.

Concluyó su servicio a la Sede apostólica como prefecto de la Congregación para las causas de los santos, dicasterio importante para la vida de la Iglesia, cuya finalidad esencial es vivir y testimoniar en cada momento la santidad de Dios. Estoy seguro de que la entrega al Evangelio y el anhelo de santidad, que su peculiar ministerio de este último período le permitió intensificar examinando la vida de tantos siervos de Dios y beatos, hoy encuentran ante el Padre el cumplimiento que todo bautizado espera constantemente. Ojalá que ahora, en el cielo, salgan a su encuentro los beatos y los santos que aquí, en la tierra, él contribuyó a que fueran reconocidos, y lo introduzcan en el gozo del paraíso.

5. Queremos unir, con ese fin, nuestra oración, reconociendo que, a pesar de las imperfecciones humanas siempre presentes en la vida de quien es peregrino aquí abajo, nuestro venerado hermano el cardenal Bovone fue un sacerdote de fe cristalina, alimentada con una oración constante. Una espiritualidad sólida, arraigada en la educación que recibió en la familia, en la parroquia y en el seminario, lo sostuvo en el fiel ejercicio del ministerio sacerdotal, y le permitió realizar un admirable equilibrio entre el trabajo en la Curia y la actividad pastoral. Esta riqueza de dones del Señor, que supo aprovechar tan bien durante su peregrinación terrena, hace pensar en los aromas que las mujeres, discípulas de Jesús, llevaban consigo, según las palabras del evangelista, al acudir al sepulcro muy de mañana (cf. Lc Lc 24,1).

6. El cardenal Bovone, sin embargo, con su modestia característica, no exenta de sano humorismo, nos invita a no detenernos en su persona, sino más bien a dirigir nuestra mirada al misterio: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado » (Lc 24,5-6). Al final de la octava de Pascua, del «día que hizo el Señor», nos invita, como bautizado, como pastor y como cardenal, a hacer nuestras las palabras del apóstol Pedro: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible» (1P 1,3-4).

Nuestra vida está en las manos del Señor, siempre, en cada instante, y sobre todo en el momento de la muerte. «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Por esto, nuestro hermano nos pide que lo acompañemos con la oración, mientras realiza el paso de este mundo al Padre.

Ojalá que, sostenido por la maternal intercesión de María santísima, «alcance la meta de su fe, la salvación de su alma » (cf. 1P 1,9). Que «rebose de alegría inefable y gloriosa» (cf. 1P 1,8), contemplando finalmente, y para siempre, a Aquel que amó en la tierra sin verlo: a Jesucristo, nuestro Señor, al que sea gloria y alabanza por los siglos eternos. Amén.



VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA

DE SAN ESTEBAN PROTOMÁRTIR


Domingo 26 de abril de 1998



1. «Es el Señor» (Jn 21,7). Esta exclamación del apóstol Juan pone de relieve la intensa emoción que experimentaron los discípulos al reconocer a Jesús resucitado, que se les aparecía por tercera vez a orillas del mar de Tiberíades.

Juan se hace portavoz de los sentimientos de Pedro y de los demás Apóstoles ante la presencia del Señor resucitado. Después de una larga noche de soledad y fatiga, llega el alba y su aparición cambia radicalmente todas las cosas: la luz vence a la oscuridad, el trabajo infructuoso se convierte en pesca fácil y abundante, el cansancio y la soledad se transforman en alegría y paz.

1045 Desde entonces, esos mismos sentimientos animan a la Iglesia. Aunque a una mirada superficial pueda parecer a veces que triunfan las tinieblas del mal y la fatiga de la vida diaria, la Iglesia sabe con certeza que sobre quienes siguen a Cristo resplandece ahora la luz inextinguible de la Pascua. El gran anuncio de la Resurrección infunde en el corazón de los creyentes una íntima alegría y una esperanza renovada.

2. El libro de los Hechos de los Apóstoles, que la liturgia nos hace releer durante este tiempo pascual, describe la vitalidad misionera, llena de alegría, que animaba a la comunidad cristiana de los orígenes, aun en medio de todo tipo de dificultades y obstáculos. Esa misma vitalidad se ha prolongado a lo largo de los siglos gracias a la acción del Espíritu Santo y a la cooperación dócil y generosa de los creyentes.

Leemos hoy en la primera lectura: «Testigo de esto somos nosotros y el Espíritu Santo» (
Ac 5,32). El Espíritu Santo vivifica el compromiso apostólico de los discípulos de Cristo, sosteniéndolos en sus pruebas, iluminándolos en sus opciones y asegurando eficacia a su anuncio del misterio pascual.

3. ¡En verdad, Cristo ha resucitado! ¡Aleluya! También hoy la Iglesia sigue proponiendo el mismo anuncio gozoso. «¡En verdad, Cristo ha resucitado!»: estas palabras son un grito de alegría y una invitación a la esperanza. Si Cristo ha resucitado, observa san Pablo, nuestra fe no es vana. Si hemos muerto con Cristo, también hemos resucitado con él; por tanto, ahora debemos vivir como resucitados.

Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de San Esteban protomártir, os saludo a todos con afecto. Mi presencia en medio de vosotros es una continuación ideal de la visita que mi venerado predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, realizó a vuestra comunidad, con ocasión de la Pascua de 1966, hace treinta y dos años.

Saludo cordialmente al cardenal vicario, al monseñor vicegerente, a vuestro celoso párroco, monseñor Vincenzo Vigorito, y a todos los que colaboran con él en la guía de la comunidad parroquial. Dirijo un saludo particular a cuantos, sobre todo en este último período, están comprometidos en la misión ciudadana. Quisiera animarlos a proseguir en este esfuerzo misionero, anunciando y testimoniando, con todos los medios y en todos los ambientes, el Evangelio que renueva la existencia del hombre.

Todos tienen necesidad de esta Palabra que salva; a todos la lleva personalmente el Señor resucitado. Queridos fieles, comunicad este mensaje de esperanza a cuantos encontráis en las casas, en las escuelas, en las oficinas y en los lugares de trabajo. Acercaos, sobre todo, a los que están solos, a los que atraviesan un momento de sufrimiento y se hallan en condiciones precarias, a los enfermos y a los marginados. Proclamad a todos y a cada uno: ¡En verdad, Cristo ha resucitado!

4. De este modo, vuestra comunidad que, como muchas otras parroquias romanas, es de reciente creación y ya posee una historia densa de problemas sociales y humanos, será cada vez más un lugar de solidaridad y encuentro, de alegría y fortalecimiento espiritual. Eso es lo que vuestra parroquia ha querido ser desde que nació, en 1953, por obra de los padres pasionistas. En los dos decenios siguientes, la comunidad ha crecido notablemente, gracias a la llegada de muchos inmigrantes procedentes, sobre todo, de las zonas del centro y del sur de Italia.

Muchas personas se trasladaron a Roma durante esos años en búsqueda de fortuna, apartándose necesariamente de las tradiciones y de los valores de sus ciudades. Hay entre vosotros quien recuerda las dificultades de los comienzos, con sus relativos problemas humanos y sociales, cuando los arcos del acueducto se transformaron en lugares de refugio para tantas familias de inmigrantes. La parroquia trató de dar respuestas concretas a esas situaciones difíciles, según sus posibilidades, mostrando siempre gran valentía y generosidad pastoral.

El mismo Papa Pablo VI, que quedó impresionado por la situación de pobreza que encontró aquí, sostuvo personalmente varias iniciativas, entre las que figura la creación de un centro sociosanitario. Para ayudar a los habitantes de Tor Fiscale vinieron después, providencialmente, las religiosas Hijas de Cristo Rey, que fundaron una escuela y una guardería.

Y no puedo menos de recordar a la queridísima madre Teresa de Calcuta, que abrió aquí su primera casa en Europa, transformada ahora en comunidad de formación de los Misioneros de la Caridad. 5. Gracias a Dios, durante los últimos años la situación ha mejorado notablemente, después de la construcción de nuevos asentamientos en Tor Bella Monaca y en Nueva Ostia. Pero permanecen algunos núcleos de pobreza y soledad; preocupan la carencia de viviendas, el desempleo, especialmente juvenil, la deserción escolar y las plagas de la droga, de la delincuencia y de la prostitución.

1046 Frente a todo esto, no sois indiferentes. Sé bien que os comprometéis generosamente, con gestos de valiente solidaridad, a llevar el anuncio de Cristo. El Papa, hoy en medio de vosotros, quiere sosteneros con su presencia en esta difícil, pero exaltante, misión apostólica y misionera. Mirad a Cristo: él es la vida que no muere. Esta vida la da a todo el que se dirige a él con fe sincera. Sed testigos y promotores de esta vida, poniendo los valores del Evangelio como cimiento de una sociedad más justa y solidaria.

Yo estoy aquí hoy también para felicitaros y animaros. Para animar a los sacerdotes y a las religiosas, que prodigan aquí sus energías; y a los laicos comprometidos que aquí, come en tantas otras zonas de la periferia de Roma, muy a menudo abandonadas a sí mismas, han dado y siguen dando un valioso testimonio de amor y atención a la vida humana en todas sus fases. Quiero alentar, sobre todo, a cuantos se dedican con perseverancia a transmitir los valores de la fe a sus hermanos, en particular a los últimos y a los marginados.

6. «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza » (
Ap 5,12).

En este tercer domingo de Pascua, hagamos nuestras las palabras de la liturgia celestial, que refiere el Apocalipsis. Mientras contemplamos la gloria del Resucitado, pidamos al Señor que conceda a vuestra comunidad un futuro más sereno y rico en esperanza.

Que el Señor ayude a cada uno a tomar mayor conciencia de su misión al servicio del Evangelio. Amadísimos hermanos y hermanas, Cristo resucitado os dé la valentía del amor y os haga sus testigos. Os colme de su Espíritu para que, con toda la Iglesia, sostenidos por la intercesión de María, proclaméis el himno de gloria de los redimidos: «Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder» (Ap 5,13). Amén.



SANTA MISA CON ORDENACIONES SACERDOTALES


IV Domingo de Pascua, 3 de mayo de1998



1. ¡El buen pastor! Esta figura bíblica nace de la observación y la experiencia. Durante mucho tiempo, Israel fue un pueblo de pastores, y los textos del Antiguo Testamento confirman la tradición de la época de los patriarcas y de las generaciones sucesivas. El pastor, que cuida atentamente el rebaño y lo conduce a fértiles praderas, se ha convertido en la imagen del hombre que guía y está al frente de una nación, siempre solícito de lo que le atañe. Así se representa al pastor de Israel en el Antiguo Testamento.

En su predicación, Jesús recurre a esa imagen, pero introduce un elemento del todo nuevo: pastor es el que da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,11-18). Atribuye esta característica al pastor bueno, distinguiéndolo de quien, por el contrario, es un asalariado y, por tanto, no se preocupa por su rebaño. Más aún, se presenta a sí mismo como el prototipo del buen pastor, capaz de dar la vida por su rebaño. El Padre lo mandó al mundo no sólo para que fuera el pastor de Israel, sino también de la humanidad entera.

De modo especial en la Eucaristía se hace presente sacramentalmente la obra del buen Pastor, que, después de haber predicado la «buena nueva» del Reino, ofreció en sacrificio su vida por las ovejas. En efecto, la Eucaristía es el sacramento de la muerte y resurrección del Señor, de su supremo acto redentor. Es el sacramento en el que el buen Pastor hace presente constantemente su amor oblativo por todos los hombres.

2. Queridos diáconos de la diócesis de Roma, en este cuarto domingo de Pascua, comúnmente llamado domingo «del Buen Pastor», en el que se celebra la Jornada mundial de oración por las vocaciones, estáis a punto de recibir el sacramento del presbiterado, que os conformará a Cristo, buen Pastor. Vais a ser ministros «de aquel que en la liturgia ejerce constantemente, por obra del Espíritu Santo, su oficio sacerdotal en favor nuestro» (Presbyterorum ordinis PO 5).

Con el sacramento del bautismo, introduciréis a los hombres en el pueblo de Dios; con el de la penitencia, reconciliaréis a los pecadores con Dios y con la Iglesia; mediante la unción de los enfermos, aliviaréis los sufrimientos de los enfermos. Seréis, sobre todo, ministros de la Eucaristía; recibiréis como inestimable herencia este sacramento, en el que se renueva diariamente el misterio del sacrificio de Cristo y perdura a lo largo de los siglos el acontecimiento decisivo de su muerte y resurrección, para la salvación del mundo. Celebraréis el sacrificio del Cuerpo y la Sangre de Cristo bajo las especies del pan y del vino, como él mismo lo ofreció por primera vez en el cenáculo, la víspera de su pasión. Así, seréis asociados personalmente de modo sacramental al misterio del buen Pastor, que da la vida por sus ovejas.

1047 Sed conscientes de la sublime misión que hoy se os encomienda. Consiste en compartir la misma misión de Cristo. Seréis sus sacerdotes para siempre: «Tu es sacerdos in aeternum».

Y cada día, al acercaros con devoción al altar, renovad, queridos hermanos, vuestro «heme aquí» generoso al Señor, para que vuestra vida, a imagen de la del buen Pastor, esté totalmente entregada al bien de las almas.

3. Amadísimos diáconos, la Iglesia que está en Roma se alegra por vuestra ordenación. Me alegro yo, en primer lugar, porque, al ser vuestro obispo, puedo imponeros las manos, invocando sobre vosotros la fuerza del Espíritu Santo.

Se alegran conmigo el cardenal vicario, los obispos auxiliares y los presbíteros de la diócesis, en cuyo presbiterio estáis a punto de entrar como hermanos más jóvenes y prometedores. Se alegran por ello vuestros padres, vuestros familiares y amigos y cuantos os han acompañado en vuestra formación y hoy comparten vuestra felicidad. Toda la comunidad diocesana, congregada espiritualmente aquí, da gracias al Espíritu Santo por el don de esta fecundidad espiritual.

Con suma gratitud, canta el himno Veni Creator, implorando para vosotros la abundancia de los siete dones:

«Accende lumen sensibus,
infunde amorem cordibus.
Infirma nostri corporis,
virtute firmans perpeti».

También la Iglesia de Roma, al recordar el ejemplo del buen Pastor, que con el sacrificio de su vida protegió al rebaño frente al enemigo, ora:

«Hostem repellas longius,
1048 pacemque dones protinus.
Ductore sic te praevio,
vitemus omne noxium».

Invoca al Espíritu de verdad, para que os guíe al conocimiento pleno de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo:

«Per te sciamus da Patrem,
noscamus atque Filium.
Te utriusque Spiritum
credamus omni tempore».

Y con el corazón rebosante de gratitud por el inefable misterio que hoy se realiza en vosotros, todos juntos proclamemos la gloria de Dios uno y trino:

«Deo Patri sit gloria,
et Filio, qui a mortuis.
1049 Surrexit, ac Paraclito,
in saeculorum saecula».

Amén.





DURANTE LA MISA DE BEATIFICACIÓN DE 12 SIERVOS DE DIOS


Domingo 10 de mayo de 1998



1. «Yo, Juan, vi (...) la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios» (Ap 21,1-2).

La espléndida visión de la Jerusalén celestial, que la liturgia de la Palabra nos vuelve a proponer hoy, concluye el libro del Apocalipsis y toda la serie de los libros sagrados que componen la Biblia. Con esta grandiosa descripción de la ciudad de Dios, el autor del Apocalipsis indica la derrota definitiva del mal y la realización de la comunión perfecta entre Dios y los hombres. La historia de la salvación, desde el comienzo, tiende precisamente hacia esa meta final.

Ante la comunidad de los creyentes, llamados a anunciar el Evangelio y a testimoniar su fidelidad a Cristo aun en medio de pruebas de diversos tipos, brilla la meta suprema: la Jerusalén celestial. Todos nos encaminamos hacia esa meta, en la que ya nos han precedido los santos y los mártires a lo largo de los siglos. En nuestra peregrinación terrena, estos hermanos y hermanas nuestros, que han pasado victoriosos por la «gran tribulación», nos brindan su ejemplo, su estímulo y su aliento. La Iglesia, «que prosigue su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (san Agustín, De civitate Dei, XVIII, 51, 2), se siente sostenida y animada por el ejemplo y la comunión de la Iglesia celestial.

2. En el glorioso ejército de los santos y los beatos, que gozan de la visión de Dios, contemplamos de modo particular a nuestros ilustres hermanos y hermanas en la fe que hoy tengo la alegría de elevar al honor de los altares. Son: Rita Dolores Pujalte Sánchez y Francisca del Sagrado Corazón de Jesús Aldea Araujo; María Gabriela Hinojosa y seis compañeras; María Sagrario de San Luis Gonzaga Elvira Moragas Cantarero; Nimatullah Al-Hardini Youssef Kassab; y María Maravillas de Jesús Pidal y Chico de Guzmán.

Con experiencias muy diversas y en ambientes muy diferentes, vivieron de modo heroico una perfecta adhesión a Cristo y una ardiente caridad con el próximo.

3. Al beatificar al padre Nimatullah Kassab Al-Hardini, monje libanés maronita, quisiera ante todo dar gracias por mi viaje al país de los cedros, hace exactamente un año. Hoy es una nueva fiesta para los libaneses de todo el mundo, puesto que se propone como modelo de santidad a uno de sus hermanos. A lo largo de su vida monástica, el nuevo beato encarnó de buen grado las palabras de los discípulos de Cristo que hemos escuchado en la lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles: «Hay que pasar muchas pruebas para entrar en el reino de Dios» (Ac 14,22).

Esta misma lectura nos muestra también los diferentes aspectos de la misi ón: la oración, el ayuno y el anuncio del Evangelio. Por su ascesis rigurosa, sus largas oraciones ante el santísimo Sacramento, su esmero en la investigación teológica y su atención misericordiosa a sus hermanos, el beato Al-Hardini es un ejemplo de vida cristiana y de vida monástica para la comunidad maronita y para todos los discípulos de Cristo en nuestro tiempo. Como recordé en la exhortación apostólica postsinodal Una esperanza para el Líbano, refiriéndome a san Basilio: «una vida moral y una vida ascética acordes con el compromiso asumido invitan a la reconciliación entre las personas» (n. 53). El nuevo beato es un signo de esperanza para todos los libaneses, en particular para las familias y los jóvenes. Al ser hombre de oración, invita a sus hermanos a tener confianza en Dios y a comprometerse con todas sus fuerzas en el seguimiento de Cristo, para construir un futuro mejor. Ojalá que Líbano siga siendo una tierra de testigos y santos, y se convierta cada vez más en una tierra de paz y fraternidad.

1050 4. Hemos escuchado en el evangelio proclamado en esta celebración: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado » (Jn 13,34). La madre Rita Dolores Pujalte y la madre Francisca Aldea, que hoy suben a la gloria de los altares, siguieron fielmente a Jesús, amando como él hasta el final y sufriendo la muerte por la fe, en julio de 1936. Pertenecían a la comunidad del Colegio de Santa Susana, de Madrid, de las Hermanas de la Caridad del Sagrado Corazón, que habían decidido permanecer en su puesto a pesar de la persecución religiosa desatada en aquel tiempo, para no abandonar a las huérfanas que allí atendían. Este acto heroico de amor y de entrega desinteresada por los hermanos costó la vida a la madre Rita y a la madre Francisca que, aun siendo enfermas y ancianas, fueron apresadas y abatidas a tiros.

El supremo mandamiento del Señor había arraigado profundamente en ellas durante los años de su consagración religiosa, vividos en fidelidad al carisma de la congregación. Creciendo en el amor por los necesitados, que no se arredra ante los peligros ni rehúye el derramamiento de la propia sangre si fuera preciso, alcanzaron el martirio. Su ejemplo es una llamada a todos los cristianos a amar como Cristo ama, aun en medio de las más grandes dificultades.

5. «La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros». ¡Qué bien se pueden aplicar estas palabras del evangelio de hoy a la hermana Gabriela Hinojosa y sus seis compañeras, mártires salesas en Madrid, también en 1936! La obediencia y la vida fraterna en comunidad son elementos fundamentales de la vida consagrada. Así lo entendieron ellas, que por obediencia permanecieron en Madrid a pesar de la persecución, para seguir, aunque fuera desde un lugar cercano, la suerte del monasterio.

Así, sostenidas por el silencio, la oración y el sacrificio, se fueron preparando para el holocausto, generosamente ofrecido a Dios. Al honrarlas como mártires de Cristo, nos iluminan con su ejemplo, interceden por nosotros y nos esperan en la gloria. Que su vida y su muerte sirvan de ejemplo a las salesas, cuyos monasterios se extienden por todo el mundo, y les atraigan numerosas vocaciones que sigan el dulce y suave espíritu de san Francisco de Sales y santa Juana Francisca de Chantal.

6. El libro del Apocalipsis nos ha presentado la visión de Jerusalén, «arreglada como una novia que se adorna para su esposo» (Ap 21,2). Aunque estas palabras se refieren a la Iglesia, las podemos aplicar también a las dos carmelitas descalzas que han sido proclamadas beatas en esta celebración, habiendo alcanzado el mismo ideal por caminos diversos: la madre Sagrario de San Luis Gonzaga y la madre Maravillas de Jesús. Ambas, con el adorno de las virtudes cristianas, de sus cualidades humanas y de su entrega al Señor en el Carmelo teresiano, aparecen hoy, a los ojos del pueblo cristiano, como esposas de Cristo.

La madre María Sagrario, farmacéutica en su juventud y modelo cristiano para los que ejercen esta noble profesión, abandonó todo para vivir únicamente para Dios en Cristo Jesús (cf. Rm Rm 6,11) en el monasterio de las carmelitas descalzas de Santa Ana y San José de Madrid. Allí maduró su entrega al Señor y aprendió de él a servir y sacrificarse por los hermanos. Por eso, en los turbulentos acontecimientos de julio de 1936, tuvo la valentía de no delatar a sacerdotes y amigos de la comunidad, afrontando con entereza la muerte por su condición de carmelita y por salvar a otras personas.

7. La madre Maravillas de Jesús, también ella carmelita descalza, es otro ejemplo luminoso de santidad que la Iglesia propone hoy a la veneración de los fieles proclamándola beata. Esta insigne madrileña buscó a Dios durante toda su vida y se consagró enteramente a él en la vida recoleta del Carmelo. Fundó un monasterio en el Cerro de los Ángeles, centro geográfico de España, junto al monumento al Sagrado Corazón, al cual se había consagrado la nación. Debiendo salir del convento a causa de la guerra civil, puso todo su empeño en asegurar la pervivencia de la orden, lo que la llevó a realizar numerosas fundaciones, que ella quiso estuvieran presididas por el espíritu de penitencia, de oblación y recogimiento, característico de la reforma teresiana.

Persona muy conocida en su época, supo aprovechar esa circunstancia para llevar muchas almas a Dios. Las ayudas que recibía, las empleó todas en socorrer monasterios, sacerdotes, seminarios y obras religiosas en necesidad. Por ello, son tantos los que le están agradecidos. Fue priora durante casi toda su vida religiosa, siendo como una verdadera madre para sus hermanas. Vivió animada por una fe heroica, plasmada en la respuesta a una vocación austera, poniendo a Dios como centro de su existencia. Tras haber sufrido no pocas pruebas, murió repitiendo: «¡Qué felicidad morir carmelita!». Su vida y su muerte son un elocuente mensaje de esperanza para el mundo, tan necesitado de valores y, en ocasiones, tan tentado por el hedonismo, el hacer fácil y el vivir sin Dios.

8. «Que todas tus criaturas te den gracias, Señor; que te bendigan tus fieles » (Ps 144,10). Junto con María, Reina de los santos, y con toda la Iglesia, demos gracias a Dios por las maravillas que realizó en estos hermanos y hermanas nuestros, que resplandecen como faros de esperanza para todos. Constituyen para toda la humanidad, ya en el umbral del tercer milenio cristiano, una fuerte llamada a los valores perennes del espíritu.

Haciendo nuestras las palabras de la liturgia, alabamos al Señor por el precioso don de estos beatos, que enriquecen con renovado esplendor el rostro de la Iglesia. «Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas» (Antífona de entrada). Sí, cantemos a Dios, que ha revelado a todos los pueblos su salvación. Y cada uno de nosotros responde en su corazón: «Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío». «Tu reino es un reino perpetuo, tu gobierno va de edad en edad» (cf. Salmo responsorial).

Amén.



DURANTE LA MISA DE CLAUSURA


DE LA ASAMBLEA ESPECIAL PARA ASIA


DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS


1051

Jueves 14 de mayo de 1998



1. «Iubilate Deo, omnis terra; psalmum dicite gloriae nominis eius» (Ps 66,1-2).

La Asamblea sinodal que está a punto de concluir, al igual que las que he convocado como preparación para el gran jubileo del año 2000, desea responder a la exhortación que nos dirige la liturgia de hoy: «Cantad al Señor toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre». El salmista invita a toda la tierra a alabar a Dios, y nosotros, en este cambio de época que estamos viviendo, sentimos de modo especial la necesidad de darle gloria. Ese es el primer motivo por el que los obispos de la Iglesia se reúnen en las asambleas sinodales regionales y continentales.

Después del Sínodo para África, que se celebró hace cuatro años, en 1995 tuvo lugar la Asamblea especial para el Líbano. En otoño del año pasado se desarrollaron los trabajos del Sínodo para América, en el que participaron representantes de los episcopados de América del norte, del centro y del sur, así como del Caribe, para reflexionar e intercambiar ideas sobre la situación de la Iglesia en sus respectivos países.

Hoy, por el contrario, concluimos el encuentro sinodal de los pastores de las comunidades eclesiales del continente asiático. Este Sínodo ha sido, de por sí, un cántico de alabanza a Dios. ¿No era éste, acaso, el primer objetivo de nuestros trabajos? Hemos querido expresar, con todas nuestras actividades, la gloria que las Iglesias de ese vastísimo continente rinden a Dios, Creador y Padre, pues en todas partes del mundo el servicio de la Iglesia está orientado al hombre vivo, que es la auténtica gloria de Dios.

Alaban a Dios las tierras de Asia y los océanos que las rodean, la cadena del Himalaya, con la cumbre más alta del mundo, y los enormes ríos. Cantan la gloria de Dios las ciudades ricas en tradiciones milenarias, las culturas seculares del continente con sus civilizaciones mucho más antiguas que la europea.

Este multiforme y silencioso homenaje al Creador encuentra su realización plena en el hombre, que da gloria a Dios de un modo propio, exclusivo e irrepetible. La experiencia sinodal muestra claramente que cuantos habitan en todas las regiones de Asia —desde India hasta China, desde Japón hasta Indochina, desde Indonesia hasta todas las demás naciones, desde las alturas del Tíbet hasta los desiertos de Asia central —, cuando interpretan el inefable misterio de las diversas tradiciones religiosas asiáticas plurimilenarias, tratan de expresarlo en la oración y en la contemplación.

2. «Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca » (Jn 15,16). Jesús, en el cenáculo, la víspera de su pasión, encomienda a los Apóstoles la tarea de proseguir su misión entre los hombres. Su palabra de salvación, gracias a la fiel participación de numerosos testigos del Evangelio, se ha difundido casi en todas las partes de la tierra, a lo largo de estos dos milenios. En el evangelio que acabamos de proclamar, el Señor subraya que es él mismo quien elige y destina a sus discípulos para que vayan al mundo y den frutos duraderos de salvación.

Uno de éstos fue san Matías, cuya fiesta celebramos hoy. Después de la traición de Judas, fue asociado a los once Apóstoles para ser «testigo de la resurrección» de Cristo. Pocas noticias nos han llegado de él; sólo sabemos que anunció el Evangelio con valentía y que murió mártir.

Según la tradición, quien llevó el Evangelio a la India y al corazón de Asia fue el apóstol Tomás. Desde entonces hasta nuestros días muchos misioneros han recorrido el inmenso continente asiático y han emprendido su evangelización, anunciando a Jesucristo, el Verbo encarnado, que murió en la cruz y resucitó al tercer día para salvar al mundo.

Esos testigos de la resurrección del Señor han indicado caminos nuevos a los pueblos que, siguiendo sus tradiciones filosóficas y religiosas, estaban acostumbrados a buscar el Absoluto en las profundidades del ser. Los evangelizadores siguieron el ejemplo del apóstol Pablo, repitiendo su exhortación: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba» (Col 3,1).


B. Juan Pablo II Homilías 1043