B. Juan Pablo II Homilías 1059


DOMINGO DE PENTECOSTÉS



31 de mayo de 1998



1. Credo in Spiritum Sanctum, Dominum et vivificantem: Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida.

Con estas palabras del Símbolo nicenoconstantinopolitano, la Iglesia proclama su fe en el Paráclito; fe que nace de la experiencia apostólica de Pentecostés.El pasaje de los Hechos de los Apóstoles, que la liturgia de hoy ha propuesto a nuestra meditación, recuerda efectivamente las maravillas realizadas el día de Pentecostés, cuando los Apóstoles constataron con gran asombro el cumplimiento de las palabras de Jesús. Él, como refiere la perícopa del evangelio de san Juan que acabamos de proclamar, había asegurado en la víspera de su pasión: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Consolador, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Este «Consolador, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho» (Jn 14,26).

Y el Espíritu Santo, descendiendo sobre ellos con fuerza extraordinaria, los hizo capaces de anunciar a todo el mundo la enseñanza de Cristo Jesús. Era tan grande su valentía, tan segura su decisión, que estaban dispuestos a todo, incluso a dar su vida. El don del Espíritu había puesto en movimiento sus energías más profundas, dirigiéndolas al servicio de la misión que les había confiado el Redentor. Y será el Consolador, el Parákletos, quien los guiará en el anuncio del Evangelio a todos los hombres. El Espíritu les enseñará toda la verdad, tomándola de la riqueza de la palabra de Cristo, para que ellos, a su vez, la comuniquen a los hombres en Jerusalén y en el resto del mundo.

1060 2. ¡Cómo no dar gracias a Dios por los prodigios que el Espíritu no ha dejado de realizar en estos dos milenios de vida cristiana! En efecto, el acontecimiento de gracia de Pentecostés ha seguido produciendo sus maravillosos frutos, suscitando por doquier celo apostó- lico, deseo de contemplación, y compromiso de amar y servir con absoluta entrega a Dios y a los hermanos. También hoy el Espíritu impulsa en la Iglesia pequeños y grandes gestos de perdón y profecía, y da vida a carismas y dones siempre nuevos, que atestiguan su incesante acción en el corazón de los hombres.

Prueba elocuente de ello es esta solemne liturgia, en la que están presentes numerosísimos miembros de los movimientos y las nuevas comunidades, que durante estos días han celebrado en Roma su congreso mundial. Ayer, en esta misma plaza de San Pedro, vivimos un inolvidable encuentro de fiesta, con cantos, oraciones y testimonios. Experimentamos el clima de Pentecostés, que hizo casi visible la fecundidad inagotable del Espíritu en la Iglesia. Los movimientos y las nuevas comunidades, que son expresiones providenciales de la nueva primavera suscitada por el Espíritu con el concilio Vaticano II, constituyen un anuncio de la fuerza del amor de Dios que, superando todo tipo de divisiones y barreras, renueva la faz de la tierra, para construir en ella la civilización del amor.

3. San Pablo, en el pasaje de la carta a los Romanos que acabamos de proclamar, escribe: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (
Rm 8,14).

Estas palabras brindan ulteriores sugerencias para comprender la acción admirable del Espíritu en nuestra vida de creyentes. Nos abren el camino para llegar al corazón del hombre: el Espíritu Santo, a quien la Iglesia invoca para que dé «luz a los sentidos», visita al hombre en su interior y toca directamente la profundidad de su ser.

El Apóstol continúa: «Vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros (...). Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rm 8,9 Rm 8,14). Además, al contemplar la acción misteriosa del Paráclito, añade con entusiasmo: «Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud (...), sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: .¡Abba!. (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde de que somos hijos de Dios» (Rm 8,15-16). Nos encontramos en el centro del misterio. En el encuentro entre el Espíritu Santo y el espíritu del hombre se halla el corazón mismo de la experiencia que vivieron los Apóstoles en Pentecostés. Esa experiencia extraordinaria está presente en la Iglesia, nacida de ese acontecimiento, y la acompaña a lo largo de los siglos.

Bajo la acción del Espíritu Santo, el hombre descubre hasta el fondo que su naturaleza espiritual no está velada por la corporeidad, sino que, por el contrario, es el espíritu el que da sentido verdadero al cuerpo. En efecto, viviendo según el Espíritu, él manifiesta plenamente el don de su adopción como hijo de Dios.

En este contexto se inserta bien la cuestión fundamental de la relación entre la vida y la muerte, a la que alude san Pablo cuando dice: «Si vivís según la carne, vais a la muerte; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis» (Rm 8,13). Y es precisamente así: la docilidad al Espíritu ofrece al hombre continuas ocasiones de vida.

4. Amadísimos hermanos y hermanas, es para mí motivo de gran alegría saludaros a todos vosotros, que habéis querido uniros a mí en la acción de gracias al Señor por el don del Espíritu. Esta fiesta totalmente misionera extiende nuestra mirada hacia el mundo entero, con un recuerdo particular para los numerosos misioneros sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, que gastan su vida, a menudo en condiciones de enorme dificultad, para difundir la verdad evangélica.

Saludo a todos los presentes: a los señores cardenales, a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, a los numerosos miembros de los diferentes institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, a los jóvenes, a los enfermos, y especialmente a cuantos han venido desde muy lejos para esta solemne celebración.

Un recuerdo particular para los movimientos y las nuevas comunidades, que ayer tuvieron su encuentro y que hoy veo aquí presentes en gran número; no en número tan grande como ayer, pero también grande. Dirijo un saludo muy especial a los muchachos y a los jóvenes que están a punto de recibir los sacramentos de la confirmación y de la Eucaristía.

Queridos hermanos, ¡qué admirables perspectivas presentan las palabras del Apóstol a cada uno de vosotros! A través de los gestos y las palabras del sacramento de la confirmación, se os dará el Espíritu Santo, que perfeccionará vuestra conformidad a Cristo, ya iniciada en el bautismo, para haceros adultos en la fe y testigos auténticos e intrépidos del Resucitado. Con la confirmación, el Paráclito abre ante vosotros un camino de incesante redescubrimiento de la gracia de la adopción como hijos de Dios, que os transformará en alegres buscadores de la Verdad.

1061 La Eucaristía, alimento de vida inmortal, que gustaréis por primera vez dentro de poco, os dispondrá a amar y servir a vuestros hermanos, y os hará capaces de ofrecer ocasiones de vida y esperanza, libres del dominio de la «carne » y del miedo. Si os dejáis guiar por Jesús, podréis experimentar concretamente en vuestra vida la maravillosa acción de su Espíritu, del que habla el apóstol Pablo en el capítulo octavo de la carta a los Romanos.Convendría leer hoy con mayor atención ese texto, cuyo contenido resulta particularmente actual en este año dedicado al Espíritu Santo, para rendir homenaje a la acción que el Espíritu de Cristo realiza en cada uno de nosotros.

5. Veni, Sancte Spiritus! También la magnífica secuencia, que contiene una rica teología del Espíritu Santo, merecería ser meditada, estrofa tras estrofa. Aquí nos detendremos sólo en la primera palabra: Veni, ¡ven! Nos recuerda la espera de los Apóstoles, después de la Ascensión de Cristo al cielo.

En los Hechos de los Apóstoles, san Lucas nos los presenta reunidos en el cenáculo, en oración, con la Madre de Jesús (cf. Hch
Ac 1,14). ¿Qué palabra podía expresar mejor su oración que ésta: «Veni, Sancte Spiritus»? Es decir, la invocación de aquel que al comienzo del mundo aleteaba por encima de las aguas (cf. Gn Gn 1,2), y que Jesús les había prometido como Paráclito.

El corazón de María y de los Apóstoles espera su venida en esos momentos, mientras se alternan la fe ardiente y el reconocimiento de la insuficiencia humana. La piedad de la Iglesia ha interpretado y trasmitido este sentimiento en el canto del «Veni, Sancte Spiritus». Los Apóstoles saben que la obra que les confía Cristo es ardua, pero decisiva para la historia de la salvación de la humanidad. ¿Serán capaces de realizarla? El Señor tranquiliza su corazón. En cada paso de la misión que los llevará a anunciar y testimoniar el Evangelio hasta los lugares más alejados de la tierra, podrán contar con el Espíritu prometido por Cristo. Los Apóstoles, recordando la promesa de Cristo, durante los días que van de la Ascensión a Pentecostés concentrarán todos sus pensamientos y sentimientos en ese veni, ¡ven!

6. Veni, Sancte Spiritus! Al empezar así su invocación al Espíritu Santo, la Iglesia hace suyo el contenido de la oración de los Apóstoles reunidos con María en el cenáculo; más aún, la prolonga en la historia y la actualiza siempre.

Veni, Sancte Spiritus! Así continúa repitiendo en cada rincón de la tierra con el mismo ardor, firmemente consciente de que debe permanecer idealmente en el cenáculo, en perenne espera del Espíritu. Al mismo tiempo, sabe que debe salir del cenáculo a los caminos del mundo, con la tarea siempre nueva de dar testimonio del misterio del Espíritu.

Veni, Sancte Spiritus! Oremos así con María, santuario del Espíritu Santo, morada preciosísima de Cristo entre nosotros, para que nos ayude a ser templos vivos del Espíritu y testigos incansables del Evangelio.

Veni, Sancte Spiritus! Veni, Sancte Spiritus! Veni, Sancte Spiritus! ¡Alabado sea Jesucristo!



VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN NICOLÁS DE BARI



Domingo 7 de junio de 1998



1. «Venid, adoremos al único Dios verdadero: Padre, Hijo y Espíritu Santo » (Invitatorio). Con estas palabras comienza hoy la liturgia de las Horas. Se hace eco de ellas la Antífona de entrada de la santa misa de hoy: «Bendito sea Dios Padre, y su Hijo unigénito, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros».

Son un himno de alabanza a la santísima Trinidad, el gran misterio que celebramos este domingo.

1062 En efecto, toda la liturgia es un cántico de alabanza al misterio trinitario; cada oración se dirige a Dios Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. La invocación más sencilla, como el «signo de la cruz», se hace «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»; y las más solemnes plegarias litúrgicas concluyen con la alabanza trinitaria. Cada vez que elevamos nuestra mente y nuestro corazón a Dios, entramos en el diálogo eterno de amor de la santísima Trinidad.

«Bendita sea la Trinidad santa y la Unidad indivisa; démosle gracias porque ha tenido misericordia de nosotros » (Antífona 2, Primeras Vísperas).

2. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (
Rm 5,5).

Cuando nos acercamos al misterio de la santísima Trinidad, sabemos muy bien que nos encontramos ante el primero de los «misterios escondidos en Dios de los que, de no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia» (concilio Vaticano I, Denz- Schönm., 3.015).

Todo el desarrollo de la revelación divina está orientado a la manifestación del Dios-Amor, del Dios-Comunión. Esto se refiere, ante todo, a la vida trinitaria considerada en sí misma, en la perfecta comunión que desde la eternidad une a las tres Personas divinas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios, revelando al hombre su amor, llama a los hombres a participar en su misma vida y a entrar en comunión con él.

Cada una de las tres Personas divinas da su contribución propia a la vocación universal de los creyentes a la santidad: el Padre es la fuente de toda santidad, el Hijo es el mediador de toda salvación, y el Espíritu Santo es quien anima y sostiene el camino del hombre hacia la comunión plena y definitiva con Dios.

En el oficio de Lectura, leemos hoy un significativo texto de san Atanasio: «Así como la gracia se nos da por el Padre, a través del Hijo, así también no podemos recibir ningún don si no es en el Espíritu Santo, ya que, hechos partí- cipes del mismo, poseemos el amor del Padre, la gracia del Hijo y la participación de este Espíritu» (Segunda lectura).

3. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de San Nicolás de Bari, doy gracias al Señor, que hoy me da la oportunidad de celebrar esta solemnidad litúrgica junto con vuestra comunidad. A todos vosotros va mi más cordial saludo. Ante todo, al cardenal vicario y al obispo auxiliar para el sector pastoral sur de la diócesis, monseñor Clemente Riva; a vuestro celoso párroco, don Lorenzo Meati, así como al vicario parroquial, que pertenecen a la familia espiritual de los Oblatos Hijos de la Virgen del Amor Divino.

Saludo también a los sacerdotes y a las religiosas que prestan su generoso servicio en los organismos presentes en el territorio parroquial, especialmente en el hospital Grassi, en el centro para minusválidos de Ostia y en el cuartel Italia.

Mi saludo se extiende a la gente del barrio, y en especial a los enfermos y los ancianos, que no han podido unirse a nosotros para la celebración eucarística. Deseo llegar espiritualmente a todos los habitantes de Ostia, asegurando mi cercanía en la oración a cada persona y a cada familia. También recuerdo de buen grado a la comunidad polaca, que ya desde hace tiempo se reúne en vuestra parroquia todos los domingos.

4. Vuestra comunidad parroquial es numerosa y crece aún más durante la estación estival con la llegada de los veraneantes. Pero, desgraciadamente, la ubicación de la iglesia no facilita, como sería de desear, la participación de los creyentes en la vida sacramental y en la formación cristiana.

1063 Amadísimos hermanos y hermanas, estas dificultades reales no deben frenar vuestra acción apostólica; por el contrario, deben constituir un ulterior estímulo a redoblar vuestros esfuerzos para hacer que vuestra comunidad sea cada vez más viva y misionera.

Testimoniad con valentía y coherencia vuestra fe y sentíos directamente partícipes de la obra de la nueva evangelización, con vistas al tercer milenio. Proseguid generosamente las iniciativas de la misión ciudadana, emprendiendo actividades de evangelización orientadas a cuantos, teniendo casa aquí, cerca del mar, vienen a pasar algunos meses, especialmente en verano.

Ojalá que, además de este fervor misionero, no falten el esfuerzo formativo de los jóvenes y la animación espiritual de las familias, células primordiales de la comunidad eclesial.

A la vez que os animo a proseguir este esfuerzo, quisiera saludar en particular a los niños que frecuentan el catecismo, así como a los muchachos, algunos de los cuales pertenecen al grupo de los scouts. Extiendo mi saludo a los novios que se preparan para el matrimonio y a todos los jóvenes. A propósito de los jóvenes, ¿cómo no ir ya desde ahora, con la mente y el corazón, a la Jornada mundial de la juventud, programada para los días 19 y 20 de agosto del año 2000 en Roma? Toda la comunidad diocesana deberá movilizarse con ocasión de esa importante cita, a fin de acoger a los numerosísimos muchachos y muchachas que vendrán de todas las partes del mundo para una experiencia de fe tan extraordinaria.

Prepararse para el gran jubileo es tarea de todos, porque a él «está seguramente unida una particular gracia del Señor para la Iglesia y para la humanidad entera» (Tertio millennio adveniente
TMA 55).

En este día dedicado a la santísima Trinidad, ¡cómo no subrayar que el Año santo tendrá como objetivo «la glorificación de la Trinidad, de la que todo procede y a la que todo se dirige, en el mundo y en la historia» (ib.)!

La solemnidad de «Corpus Christi», con la celebración eucarística del jueves próximo en San Juan de Letrán y la ya tradicional procesión que seguirá, en la que desde ahora os invito a participar a todos, nos remite al Congreso eucarístico internacional. Esta extraordinaria cita espiritual se inaugurará en la misma basílica de San Juan de Letrán precisamente en la fiesta de la Trinidad del año 2000, para recordar a todos que Cristo es el único camino de acceso al Padre y que está presente y vivo en la Iglesia y en el mundo.

5. «Gloria y honor al único Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo, por todos los siglos» (Antífona 3, Primeras Vísperas). ¡Sí, gloria y honor a la santísima Trinidad!

Elevemos juntos nuestro cántico de alabanza y de acción de gracias a la santísima Trinidad. Adoremos el misterio de la presencia arcana de Dios entre nosotros, contemplando en silencio sus designios de salvación.

¡Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo!

Hagamos nuestras las palabras que nos sugiere la liturgia: «Gloria y alabanza al Dios que es, que era y que vendrá». Amén



SOLEMNIDAD DEL «CORPUS CHRISTI»



1064

San Juan de Letrán, jueves 11 de junio de 1998



1. «Tú caminas a lo largo de los siglos » (canto eucarístico polaco).

La solemnidad del Corpus Christi nos invita a meditar en el singular camino que es el itinerario salvífico de Cristo a lo largo de la historia, una historia escrita desde los orígenes, de modo simultáneo, por Dios y por el hombre. A través de los acontecimientos humanos, la mano divina traza la historia de la salvación.

Es un camino que empieza en el Edén, cuando, después del pecado del primer hombre, Adán, Dios interviene para orientar la historia hacia la venida del «segundo» Adán. En el libro del Génesis se encuentra el primer anuncio del Mesías y, desde entonces, a lo largo de las generaciones, como atestiguan las páginas del Antiguo Testamento, se recorre el camino de los hombres hacia Cristo.

Después, cuando en la plenitud de los tiempos el Hijo de Dios encarnado derrama en la cruz la sangre por nuestra salvación y resucita de entre los muertos, la historia entra, por decirlo así, en una dimensión nueva y definitiva: se sella entonces la nueva y eterna alianza, cuyo principio y cumplimiento es Cristo crucificado y resucitado. En el Calvario el camino de la humanidad, según los designios divinos, llega a su momento decisivo: Cristo se pone a la cabeza del nuevo pueblo para guiarlo hacia la meta definitiva. La Eucaristía, sacramento de la muerte y de la resurrección del Señor, constituye el corazón de este itinerario espiritual escatológico.

2. «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que come de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,51).

Acabamos de proclamar estas palabras en esta solemne liturgia. Jesús las pronunció después de la multiplicación milagrosa de los panes junto al lago de Galilea. Según el evangelista san Juan, anuncian el don salvífico de la Eucaristía. No faltan en la antigua Alianza prefiguraciones significativas de la Eucaristía, entre las cuales es muy elocuente la que se refiere al sacerdocio de Melquisedec, cuya misteriosa figura y cuyo sacerdocio singular evoca la liturgia de hoy. El discurso de Cristo en la sinagoga de Cafarnaum representa la culminación de las profecías veterotestamentarias y, al mismo tiempo, anuncia su cumplimiento, que se realizará en la última cena. Sabemos que en esa circunstancia las palabras del Señor constituyeron una dura prueba de fe para quienes las escucharon, e incluso para los Apóstoles.

Pero no podemos olvidar la clara y ardiente profesión de fe de Simón Pedro, que proclamó: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69).

Estos mismos sentimientos nos animan a todos hoy, mientras, reunidos en torno a la Eucaristía, volvemos idealmente al cenáculo, donde el Jueves santo la Iglesia se congrega espiritualmente para conmemorar la institución de la Eucaristía.

3. «In supremae nocte cenae, recumbens cum fratribus...».

«La noche de la última cena, recostado a la mesa con los Apóstoles, cumplidas las reglas sobre la comida legal, se da, con sus propias manos, a sí mismo, como alimento para los Doce».

1065 Con estas palabras, santo Tomás de Aquino resume el acontecimiento extraordinario de la última cena, ante el cual la Iglesia permanece en contemplación silenciosa y, en cierto modo, se sumerge en el silencio del huerto de los Olivos y del Gólgota.

El doctor Angélico exhorta: «Pange, lingua, gloriosi Corporis mysterium...».

«Canta, lengua, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa que el Rey de las naciones, fruto de un vientre generoso, derramó como rescate del mundo».

El profundo silencio del Jueves santo envuelve al sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Parece que el canto de los fieles no puede desplegarse en toda su intensidad ni tampoco, con mayor razón, las demás manifestaciones públicas de la piedad eucarística popular.

4. Por eso, la Iglesia sintió la necesidad de una fiesta adecuada, en la que se pudiera expresar más intensamente la alegría por la institución de la Eucaristía: nació así, hace más de siete siglos, la solemnidad del Corpus Christi, con grandes procesiones eucarísticas, que ponen de relieve el itinerario del Redentor del mundo en el tiempo: «Tú caminas a lo largo de los siglos». También la procesión que realizaremos hoy al término de la santa misa evoca con elocuencia el camino de Cristo solidario con la historia de los hombres. Significativamente a Roma se la suele llamar «ciudad eterna», porque en ella se reflejan admirablemente diversas épocas de la historia. De modo especial, conserva las huellas de dos mil años de cristianismo.

En la procesión, que nos llevará desde esta plaza hasta la basílica de Santa María la Mayor, estará presente idealmente toda la comunidad cristiana de Roma congregada alrededor de su Pastor, con sus obispos colaboradores, los sacerdotes, los religiosos, las religiosas y los numerosos representantes de las parroquias, de los movimientos, de las asociaciones y de las cofradías. A todos dirijo un cordial saludo.

Quisiera saludar en particular a los obispos cubanos que, presentes en Roma desde hace algunos días, han querido unirse a nosotros hoy, a fin de dar una vez más gracias al Señor por el don de mi reciente visita e implorar la luz y la ayuda del Espíritu para el camino de la nueva evangelización. Los acompañamos con nuestro afecto y nuestra comunión fraterna.

5. Al celebrar hoy la fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo, el pensamiento va también al 18 de junio del año 2000, cuando aquí, en esta basílica, se inaugurar á el 47° Congreso eucarístico internacional. El jueves siguiente, 22 de junio, solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, partirá desde esta plaza la gran procesión eucarística. Además, congregados en asamblea litúrgica para la Statio orbis, el domingo 25 celebraremos la solemne eucaristía unidos a los numerosos peregrinos que, acompañados por sus pastores, vendrán a Roma desde todos los continentes para el Congreso y para venerar las tumbas de los Apóstoles.

Durante los dos años que nos separan del gran jubileo, preparémonos, tanto individual como comunitariamente, para profundizar el gran don del Pan partido para nosotros en la celebración eucarística. Vivamos en espíritu y en verdad el misterio profundo de la presencia de Cristo en nuestros tabernáculos: el Señor permanece entre nosotros para consolar a los enfermos, para ser viático de los moribundos, y para que todas las almas que lo buscan en la adoración, en la alabanza y en la oración, experimenten su dulzura. Cristo, que nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre, nos conceda entrar en el tercer milenio con nuevo entusiasmo espiritual y misionero.

6. Jesús está con nosotros, camina con nosotros y sostiene nuestra esperanza. «Tú caminas a lo largo de los siglos », le decimos, recordando y abrazando en la oración a cuantos lo siguen con fidelidad y confianza.

Ya en el ocaso de este siglo, esperando el alba del nuevo milenio, también nosotros queremos unirnos a esta inmensa procesión de creyentes.

1066 Con fervor e íntima fe proclamamos: «Tantum ergo Sacramentum veneremur cernui...».

«Adoremos el Sacramento que el Padre nos dio. La antigua figura ceda el puesto al nuevo rito. La fe supla la incapacidad de los sentidos». «Genitori Genitoque laus et iubilatio... ».

«Al Padre y al Hijo, gloria y alabanza, salud, honor, poder y bendición. Gloria igual a quien de ambos procede». Amén.



FUNERAL EN SUFRAGIO DEL CARDENAL AGOSTINO CASAROLI



Basílica de San Pedro

Viernes 12 de junio de 1998



1. «Ego resuscitabo eum in novissimo die»: «Yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54).

Estas palabras del Señor Jesús resuenan con singular elocuencia hoy en la basílica de San Pedro, donde nos hemos reunido, con dolor y esperanza, para celebrar las exequias del venerado hermano cardenal Agostino Casaroli, llamado por el Padre durante la noche del martes pasado.

La divina Providencia quiso que las exequias tengan lugar al día siguiente de la solemnidad del Corpus Christi, en la que la Iglesia adora el gran misterio de la Eucaristía, sacramento de Cristo muerto y resucitado, pan de vida inmortal. En esta hora de luto, la página del evangelio de san Juan sobre el «pan de vida» es realmente luminosa como un faro. «Yo soy el pan de vida (...) y el pan que yo voy a dar es mi carne para la vida del mundo. (...) Quien coma mi carne y beba mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,48 Jn 6,51 Jn 6,54).

¡Qué gran alivio nos proporcionan hoy estas palabras, mientras contemplamos el féretro del querido secretario de Estado emérito! ¡Qué íntimo consuelo al pensar que fue, y sigue siendo para siempre, sacerdote de Cristo, ministro del pan de la vida! Todos los días se alimentó de este sacramento, en el que el Señor nos da la prenda de la resurrección. Y cada día, durante más de sesenta años, lo distribuyó al pueblo de Dios. La carne de Cristo se entrega para la vida del mundo, como nos recuerda el evangelista san Juan (cf. Jn Jn 6,51), y la misión del sacerdote es precisamente «en la Iglesia para el mundo», como reza el título del libro que recoge las homilías y los discursos pronunciados por el querido cardenal Casaroli durante su larga y benemérita actividad de pastor celoso e ilustre diplomático.

2. «Rogate quae ad pacem sunt Ierusalem »: «Desead la paz a Jerusalén (...). Por mis hermanos y compañeros, voy a decir: .La paz contigo.». «Pax in te!» (Ps 122,6 Ps 122,8).

¡La obra de la paz! En este momento me complace recordar a nuestro hermano fallecido como sabio servidor de la paz, que es expresión histórica del don escatológico que Cristo dejó a su Iglesia. No podemos por menos de reconocerlo y señalarlo como un auténtico «artífice de paz», un ejemplo luminoso de los artífices del «opus iustitiae» a los que Jesús llama «bienaventurados (...) porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

1067 Con ocasión de su 70 cumpleaños, quiso abrir su corazón y mostrar las líneas fundamentales del servicio eclesial que prestó en el centro de la Santa Sede. Entre ellas incluye «el profundo amor a la causa de la paz y la cooperación entre las naciones y dentro de ellas, sostenido por la convicción de que se trata de imperativos morales y de una necesidad, sobre todo hoy, para la misma supervivencia de la humanidad» (Agostino Casaroli, Nella Chiesa per il mondo, Milán 1987, p. 494).

Esta paz, como dice el Salmo, siempre la deseó ante todo «para Jerusalén», es decir, para la Iglesia. Son innumerables las conversaciones y los encuentros que el cardenal Casaroli tuvo con representantes de Estados y organismos nacionales e internacionales, en calidad de subsecretario y, luego, secretario de la Congregación para Asuntos eclesiásticos extraordinarios, que, más tarde, se convirtió en la sección para las relaciones con los Estados; y, por último, como secretario de Estado. Su preocupación constante fue la defensa de la libertad de la Iglesia en el cumplimiento de la misión que el Redentor le confió. En esta perspectiva se deben interpretar los contactos que mantuvo en tiempos difíciles con los regímenes del mundo comunista, con el objetivo de asegurar en esos países la permanencia de las estructuras eclesiales legítimas. El fin supremo que inspiró siempre su acción fue el bien de las almas, en particular del gran número de católicos que permanecieron fieles a la Iglesia, pero en grave peligro de progresiva descristianización.

En esas delicadas misiones se mostró como un activo y creativo realizador del principio del diálogo, tan apreciado por el siervo de Dios el Papa Pablo VI, de quien fue íntimo colaborador, después de haber trabajado fielmente con los venerados Pontífices los siervos de Dios Pío XII y Juan XXIII. «Diálogo .afirma también él mismo. como camino fundamental y método soberano, no sólo para servir a la paz, sino también para incrementar la eficacia y los resultados de la actividad diplomática», diálogo auténtico, es decir, «firme en la afirmación de la verdad y en la defensa del derecho, respetando a las personas» (ib.).

Con ese servicio, siempre animado por un fino espíritu eclesial, prestó una contribución notable, reconocida por todos, a la causa de la verdad y de la libertad en tiempos difíciles para la Iglesia y para la humanidad. Tuvo la dicha de ver coronados sus sabios y pacientes esfuerzos con la llegada de la nueva fase histórica, marcada por los acontecimientos de 1989.

3. Pocos meses después del inicio de mi pontificado, llamé a monseñor Agostino Casaroli a mi lado como secretario de Estado y, algo más tarde, lo creé cardenal. Durante muchos años, hasta que cumplió su mandato en diciembre de 1990, pude constatar con admiración, siendo yo el primer beneficiado, su fidelidad y sus múltiples dotes humanas, pastorales y diplomáticas.

Con ocasión de mi visita a la diócesis de Piacenza, hace diez años, quise acudir a Castel San Giovanni, su pueblo natal, y entrar en la iglesia parroquial donde fue bautizado y donde recibió la confirmación y la ordenación sacerdotal. En este momento, expreso mi sentimiento de profundo pésame a sus familiares y a los numerosos amigos y conocidos de su tierra de origen. Pero, sobre todo, como hice en aquella feliz circunstancia (cf. L.Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de julio de 1988, p. 18), quisiera elevar mi acción de gracias al Espíritu Santo por haberlo concedido a la Iglesia para el servicio directo de la Sede apostólica.

Me complace mencionar también otro aspecto, menos conocido pero muy edificante, de su personalidad. A pesar de estar ocupado en asuntos de gran importancia para la Iglesia y para las relaciones internacionales, desde 1943 no dejó de prestar un servicio pastoral en el Centro correccional de menores de Casal del Marmo, en Roma. Había entablado con esos jóvenes y con sus familias una relación de confianza recíproca: lo llamaban familiarmente «don Agostino ». Así, además de su arduo trabajo de pastor y diplomático, mantenía un contacto concreto con las personas, especialmente con estos «sus» muchachos, a quienes visitó por última vez hace cerca de diez días.

«Paz para los que te aman» (
Ps 122,6): es consolador, como desea el Salmo responsorial, pensar que la oración de muchos, a quienes su sacerdocio proporcionó consuelo y esperanza, se une hoy a la nuestra, y se eleva agradable al Padre celestial en sufragio de su alma.

4. Confiamos en que Dios, infinitamente bueno y misericordioso, acogerá en su paz a nuestro venerado hermano, que nos deja el testimonio de sus virtudes humanas, cristianas y sacerdotales, gracias a las cuales permanece inolvidable para nosotros.

Aquel que, según las palabras del apóstol Pedro que acabamos de proclamar, «mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible » (1P 1,3-4), seguramente lo introducirá en el Reino, por el que entregó toda su vida.

Tenemos un signo seguro de esa esperanza en María santísima, asociada al misterio del Redentor y elevada a la gloria. A ella, Madre y Reina de los Apóstoles, encomendamos el alma del cardenal Agostino Casaroli, para que alcance, con la plenitud de gozo y de paz, la meta de su fe (cf. 1P 1,9).

1068 A todos nosotros, que despedimos a este inolvidable hermano nuestro, se dirige la invitación a mirar a las alturas y a renovar la fe en la resurrección. En nuestro espíritu resuenan nuevamente las palabras de Dios en el libro del profeta Ezequiel: «He aquí que yo abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestros sepulcros. (...) Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestro suelo, y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago, oráculo de Yahveh» (Ez 37,12 Ez 37, . Amén.





B. Juan Pablo II Homilías 1059