B. Juan Pablo II Homilías 1090


MISA DE CANONIZACIÓN DE LA BEATA TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ



Plaza de San Pedro

Domingo 11 de octubre de 1998



1. «En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (Ga 6,14).

Las palabras de san Pablo a los Gálatas, que acabamos de escuchar, reflejan bien la experiencia humana y espiritual de Teresa Benedicta de la Cruz, a quien hoy inscribimos solemnemente en el catálogo de los santos. También ella puede repetir con el Apóstol: «En cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!».

¡La cruz de Cristo! En su constante florecimiento, el árbol de la cruz da siempre nuevos frutos de salvación. Por eso, los creyentes contemplan con confianza la cruz, encontrando en su misterio de amor valentía y vigor para caminar con fidelidad tras las huellas de Cristo crucificado y resucitado. Así, el mensaje de la cruz ha entrado en el corazón de tantos hombres y mujeres, transformando su existencia.

Un ejemplo elocuente de esta extraordinaria renovación interior es la experiencia espiritual de Edith Stein. Una joven en búsqueda de la verdad, gracias al trabajo silencioso de la gracia divina, llegó a ser santa y mártir: es Teresa Benedicta de la Cruz, que hoy, desde el cielo, nos repite a todos las palabras que marcaron su existencia: «En cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!».

2. El día 1 de mayo de 1987, durante mi visita pastoral a Alemania, tuve la alegría de proclamar beata, en la ciudad de Colonia, a esta generosa testigo de la fe. Hoy, a once años de distancia, aquí en Roma, en la plaza de San Pedro, puedo presentar solemnemente como santa ante todo el mundo a esta eminente hija de Israel e hija fiel de la Iglesia.

1091 Como entonces, también hoy nos inclinamos ante el recuerdo de Edith Stein, proclamando el inquebrantable testimonio que dio durante su vida y, sobre todo, con su muerte. Junto a Teresa de Ávila y a Teresa de Lisieux, esta otra Teresa se añade a la legión de santos y santas que honran la orden carmelitana.

Amadísimos hermanos y hermanas, que habéis venido para esta solemne celebración, demos gracias a Dios por la obra que realizó en Edith Stein.

3. Saludo a los numerosos peregrinos que han venido a Roma y, de modo particular, a los miembros de la familia Stein, que han querido estar con nosotros en esta feliz circunstancia. Un saludo cordial va también a la representación de la comunidad carmelitana, que se convirtió en la «segunda familia» para Teresa Benedicta de la Cruz.

Doy mi bienvenida, asimismo, a la delegación oficial de la República federal de Alemania, encabezada por el canciller federal saliente Helmut Kohl, a quien saludo con cordialidad y deferencia. Saludo, igualmente, a los representantes de los estados del norte del Rin Westfalia y Renania-Palatinado, así como al alcalde de la ciudad de Colonia.

También de mi patria ha venido una delegación oficial guiada por el primer ministro Jerzy Buzek, a la que saludo cordialmente.

Quiero reservar una mención especial a los peregrinos de las diócesis de Wroclaw, Colonia, Münster, Espira, Cracovia y Bielsko-Zywiec, aquí presentes junto con sus cardenales, obispos y sacerdotes. Se unen a la gran multitud de fieles que han venido de Alemania, de Estados Unidos y de mi patria, Polonia.

4. Queridos hermanos y hermanas, Edith Stein, por ser judía, fue deportada junto con su hermana Rosa y muchos otros judíos de los Países Bajos al campo de concentración de Auschwitz, donde murió con ellos en la cámara de gas. Hoy los recordamos a todos con profundo respeto. Pocos días antes de su deportación, la religiosa, a quienes se ofrecían para salvarle la vida, les respondió: «¡No hagáis nada! ¿Por qué debería ser excluida? No es justo que me beneficie de mi bautismo. Si no puedo compartir el destino de mis hermanos y hermanas, mi vida, en cierto sentido, queda destruida».

Al celebrar de ahora en adelante la memoria de la nueva santa, no podremos menos de recordar, año tras año, la shoah, ese plan cruel de eliminación de un pueblo, que costó la vida a millones de hermanos y hermanas judíos. El Señor ilumine su rostro sobre ellos y les conceda la paz (cf. Nm
NM 6,25 ss).

Por amor a Dios y al hombre, una vez más elevo mi apremiante llamamiento: ¡Que nunca más se repita una análoga iniciativa criminal para ningún grupo étnico, ningún pueblo, ninguna raza, en ningún rincón de la tierra! Es una llamada que dirijo a todos los hombres y mujeres de buena voluntad; a todos los que creen en el Dios eterno y justo; a todos los que se sienten unidos a Cristo, Verbo de Dios encarnado. Todos debemos ser solidarios en esto: está en juego la dignidad humana. Existe una sola familia humana. Es lo que la nueva santa reafirmó con gran insistencia: «Nuestro amor al prójimo .escribió. es la medida de nuestro amor a Dios. Para los cristianos, y no sólo para ellos, nadie es .extranjero.. El amor de Cristo no conoce fronteras».

5. Queridos hermanos y hermanas, el amor a Cristo fue el fuego que encendió la vida de Teresa Benedicta de la Cruz. Mucho antes de darse cuenta, fue completamente conquistada por él. Al comienzo, su ideal fue la libertad. Durante mucho tiempo Edith Stein vivió la experiencia de la búsqueda. Su mente no se cansó de investigar, ni su corazón de esperar. Recorrió el camino arduo de la filosofía con ardor apasionado y, al final, fue premiada: conquistó la verdad; más bien, la Verdad la conquistó. En efecto, descubrió que la verdad tenía un nombre: Jesucristo, y desde ese momento el Verbo encarnado fue todo para ella. Al contemplar, como carmelita, ese período de su vida, escribió a una benedictina: «Quien busca la verdad, consciente o inconscientemente, busca a Dios».

Edith Stein, aunque fue educada por su madre en la religión judía, a los catorce años «se alejó, de modo consciente y explícito, de la oración». Quería contar sólo con sus propias fuerzas, preocupada por afirmar su libertad en las opciones de la vida. Al final de un largo camino, pudo llegar a una constatación sorprendente: sólo el que se une al amor de Cristo llega a ser verdaderamente libre.

1092 La experiencia de esta mujer, que afrontó los desafíos de un siglo atormentado como el nuestro, es un ejemplo para nosotros: el mundo moderno muestra la puerta atractiva del permisivismo, ignorando la puerta estrecha del discernimiento y de la renuncia. Me dirijo especialmente a vosotros, jóvenes cristianos, en particular a los numerosos monaguillos que han venido durante estos días a Roma: Evitad concebir vuestra vida como una puerta abierta a todas las opciones. Escuchad la voz de vuestro corazón. No os quedéis en la superficie; id al fondo de las cosas. Y cuando llegue el momento, tened la valentía de decidiros. El Señor espera que pongáis vuestra libertad en sus manos misericordiosas.

6. Santa Teresa Benedicta de la Cruz llegó a comprender que el amor de Cristo y la libertad del hombre se entrecruzan, porque el amor y la verdad tienen una relación intrínseca. La búsqueda de la libertad y su traducción al amor no le parecieron opuestas; al contrario, comprendió que guardaban una relación directa.

En nuestro tiempo, la verdad se confunde a menudo con la opinión de la mayoría. Además, está difundida la convicción de que hay que servir a la verdad incluso contra el amor, o viceversa. Pero la verdad y el amor se necesitan recíprocamente. Sor Teresa Benedicta es testigo de ello. La «mártir por amor», que dio la vida por sus amigos, no permitió que nadie la superara en el amor. Al mismo tiempo, buscó con todo empeño la verdad, sobre la que escribió: «Ninguna obra espiritual viene al mundo sin grandes tribulaciones. Desafía siempre a todo el hombre».

Santa Teresa Benedicta de la Cruz nos dice a todos: No aceptéis como verdad nada que carezca de amor. Y no aceptéis como amor nada que carezca de verdad. El uno sin la otra se convierte en una mentira destructora.

7. La nueva santa nos enseña, por último, que el amor a Cristo pasa por el dolor. El que ama de verdad no se detiene ante la perspectiva del sufrimiento: acepta la comunión en el dolor con la persona amada.

Edith Stein, consciente de lo que implicaba su origen judío, dijo al respecto palabras elocuentes: «Bajo la cruz he comprendido el destino del pueblo de Dios. (...) En efecto, hoy conozco mucho mejor lo que significa ser la esposa del Señor con el signo de la cruz. Pero, puesto que es un misterio, no se comprenderá jamás con la sola razón».

El misterio de la cruz envolvió poco a poco toda su vida, hasta impulsarla a la entrega suprema. Como esposa en la cruz, sor Teresa Benedicta no sólo escribió páginas profundas sobre la «ciencia de la cruz»; también recorrió hasta el fin el camino de la escuela de la cruz. Muchos de nuestros contemporáneos quisieran silenciar la cruz, pero nada es más elocuente que la cruz silenciada. El verdadero mensaje del dolor es una lección de amor. El amor hace fecundo al dolor y el dolor hace profundo al amor.

Por la experiencia de la cruz, Edith Stein pudo abrirse camino hacia un nuevo encuentro con el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, Padre de nuestro Señor Jesucristo. La fe y la cruz fueron inseparables para ella. Al haberse formado en la escuela de la cruz, descubrió las raíces a las que estaba unido el árbol de su propia vida. Comprendió que era muy importante para ella «ser hija del pueblo elegido y pertenecer a Cristo, no sólo espiritualmente, sino también por un vínculo de sangre».

8. «Dios es espíritu, y los que lo adoran, deben adorarlo en espíritu y verdad » (
Jn 4,24).

Amadísimos hermanos y hermanas, estas palabras las dirigió el divino Maestro a la samaritana junto al pozo de Jacob. Lo que donó a su ocasional pero atenta interlocutora lo encontramos presente también en la vida de Edith Stein, en su «subida al monte Carmelo». Ella percibió la profundidad del misterio divino en el silencio de la contemplación. A medida que, a lo largo de su existencia, iba madurando en el conocimiento de Dios, adorándolo en espíritu y verdad, experimentaba cada vez más claramente su vocación específica a subir a la cruz con Cristo, a abrazarla con serenidad y confianza, y a amarla siguiendo las huellas de su querido Esposo: hoy se nos presenta a santa Teresa Benedicta de la Cruz como modelo en el que tenemos que inspirarnos y como protectora a la que podemos recurrir.

Demos gracias a Dios por este don. Que la nueva santa sea para nosotros un ejemplo en nuestro compromiso al servicio de la libertad y en nuestra búsqueda de la verdad. Que su testimonio sirva para hacer cada vez más sólido el puente de la comprensión recíproca entre los judíos y los cristianos.

1093 ¡Tú, santa Teresa Benedicta de la Cruz, ruega por nosotros! Amén.





EN LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA


CON MOTIVO DEL VIGÉSIMO ANIVERSARIO DE SU ELECCIÓN


Domingo 18 de octubre de 1998



1. «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» (Lc 18,8).

Esta pregunta, que Cristo hizo un día a sus discípulos, en el arco de los dos mil años de la era cristiana ha interpelado muchas veces a los hombres que la divina Providencia ha llamado a desempeñar el ministerio petrino. Pienso en este momento en todos mis predecesores, lejanos y cercanos. Pienso, de manera especial, en mí mismo y en lo que sucedió el 16 de octubre de 1978. Con esta celebración doy gracias al Señor, junto con todos vosotros, por estos veinte años de pontificado.

Me viene a la memoria el 26 de agosto de 1978, cuando en la capilla Sixtina resonaron las palabras del cardenal primero en el orden de precedencia, dirigidas a mi inmediato predecesor: «¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?». «Acepto», respondió el cardenal Albino Luciani. «¿Cómo quieres ser llamado?», prosiguió el cardenal Villot. «Juan Pablo», fue la respuesta.

¿Quién podía pensar entonces que, sólo después de algunas semanas, me dirigirían a mí las mismas preguntas, como su sucesor? A la primera pregunta: «¿Aceptas?», respondí: «En la obediencia de la fe ante Cristo, mi Señor, abandonándome a la Madre de Cristo y de la Iglesia, consciente de las grandes dificultades, acepto». Y a la pregunta sucesiva: «¿Cómo quieres ser llamado?», yo también dije: «Juan Pablo».

Después de su resurrección, Cristo preguntó tres veces a Pedro: «¿Me amas?» (cf. Jn Jn 21,15-17). El Apóstol, consciente de su debilidad, respondió: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo», y recibió de él el mandato: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21,17). El Señor confió esta misión a Pedro y, en él, a todos sus sucesores. Esas mismas palabras las dirigió también a quien hoy os habla, en el momento en que se le encomendaba la misión de confirmar la fe de sus hermanos.

¡Cuántas veces he pensando en las palabras de Jesús que san Lucas nos ha conservado en su evangelio! Poco antes de afrontar la pasión, Jesús dice a Pedro: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22,31-32). «Confirmar en la fe a los hermanos» es, por tanto, uno de los aspectos esenciales del servicio pastoral encomendado a Pedro y a sus sucesores. En la liturgia de hoy, Jesús hace esta pregunta: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?». Es una pregunta que interpela a todos, pero especialmente a los sucesores de Pedro.

«Cuando venga, encontrará...?». Cada año se acerca su venida. Al celebrar el santo sacrificio de la misa, después de la consagración, repetimos siempre: «Anunciamos tu muerte; proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!». Cuando venga, ¿encontrará fe en la tierra?

2. Las lecturas litúrgicas de este domingo pueden sugerir una doble respuesta a esta pregunta.

La primera nos la da la exhortación que san Pablo dirige a su fiel colaborador Timoteo. Escribe el Apóstol: «Ante Dios y ante Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te conjuro por su venida en majestad: proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda comprensión y pedagogía» (2Tm 4,1-2).

1094 Aquí se halla sintetizado un programa preciso de acción. En efecto, el ministerio apostólico, y especialmente el ministerio de Pedro, consiste en primer lugar en la enseñanza. Como escribe también el Apóstol a Timoteo, quien enseña la verdad divina debe «permanecer en lo que ha aprendido y se le ha confiado» (2Tm 3,14).

El obispo, y con mayor razón el Papa, debe volver continuamente a las fuentes de la sabiduría que llevan a la salvación. Debe amar la palabra de Dios. Al cabo de veinte años de servicio en la sede de Pedro, hoy no puedo menos de hacerme algunas preguntas: ¿has mantenido todo esto?, ¿has sido un maestro diligente y vigilante de la fe de la Iglesia?, ¿has tratado de acercar a los hombres de hoy la gran obra del concilio Vaticano II?, ¿has procurado responder a las expectativas de los creyentes en la Iglesia y saciar el hambre de verdad que se siente en el mundo, fuera de la Iglesia?

Y resuena en mi corazón la invitación de san Pablo: «Ante Dios y ante Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos —y también te juzgará a ti —, te conjuro por su venida en majestad: proclama la Palabra» (2Tm 4,1-2). ¡Proclamar la Palabra! Ésta es mi misión, haciendo todo lo posible para que, cuando venga el Hijo del hombre, pueda encontrar fe en la tierra.

3. La primera lectura bíblica, tomada del libro del Éxodo, nos brinda una segunda respuesta. Presenta la imagen significativa de Moisés en oración con las manos levantadas al cielo, a la vez que desde una cima sigue la batalla de su pueblo contra los amalecitas. Mientras Moisés tenía elevadas las manos, Israel prevalecía. Dado que a Moisés le pesaban los brazos, le pusieron una piedra para que se sentara, al tiempo que Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Él permaneció en oración hasta la puesta del sol, hasta la derrota de Amalec por parte de Josué (cf. Ex Ex 17,11-13).

Éste es un icono de extraordinaria fuerza expresiva: el icono del pastor orante. Es difícil encontrar una referencia más elocuente para todas las situaciones en las que el nuevo Israel, la Iglesia, tiene que combatir contra los diferentes «amalecitas». En cierto sentido, todo depende de las manos de Moisés levantadas al cielo.

La oración del pastor sostiene a la grey. Esto es seguro. Pero también es verdad que la oración del pueblo sostiene a quien tiene la misión de guiarlo. Así ha sido desde el principio. Cuando Pedro es encarcelado en Jerusalén para ser condenado a muerte, como Santiago, después de las fiestas, toda la Iglesia rezaba por él (cf. Hch Ac 12,1-5). Los Hechos de los Apóstoles narran que fue liberado milagrosamente de la cárcel (cf. Hch Ac 12,6-11).

Así ha sucedido innumerables veces a lo largo de los siglos. Yo mismo soy testigo de ello por haberlo experimentado personalmente. La oración de la Iglesia es una gran fuerza.

4. Quisiera aquí dar las gracias a todos los que durante estos días me han expresado su solidaridad. Gracias por los numerosos mensajes de felicitación que me han enviado; gracias, sobre todo, por su constante recuerdo en la oración. Pienso de manera especial en los enfermos y en los que sufren, que están cerca de mí con el ofrecimiento de sus dolores. Pienso en los conventos de clausura y en los numerosos religiosos y religiosas, en los jóvenes y en las familias que elevan incesantemente al Señor su oración por mí y por mi ministerio universal. Durante estos días he sentido latir junto a mí el corazón de la Iglesia.

Gracias a todos vosotros presentes aquí, en la plaza de San Pedro, que hoy os unís a mi oración de alabanza al Señor por mis veinte años de servicio a la Iglesia y al mundo como Obispo de Roma. Dirijo unas palabra de gratitud en particular al presidente de la República italiana y a cuantos lo han acompañado esta mañana para honrarme con su presencia.

Con afecto fraterno doy las gracias también al cardenal Camillo Ruini que, al comienzo de la celebración, se ha hecho intérprete de la fidelidad de todos vosotros a Cristo y al Sucesor de Pedro. Estoy conmovido por la presencia tan numerosa de cardenales, arzobispos y obispos y, especialmente, de sacerdotes de la diócesis de Roma y de la Curia, que toman parte en esta solemne celebración eucarística. En este momento quisiera deciros a todos, queridos hermanos, cuán valioso ha sido para mí vuestro apoyo durante estos años de servicio a la Iglesia en la cátedra de Pedro. Quisiera testimoniar mi gratitud por el afecto con que la ciudad de Roma e Italia me han acogido ya desde los primeros días de mi ministerio petrino. Pido al Señor que os recompense generosamente por cuanto habéis hecho y hacéis para facilitar la misión que se me ha confiado.

Amadísimos hermanos y hermanas de Roma, de Italia y del mundo, éste es el significado de nuestra asamblea de oración en la plaza de San Pedro: dar gracias a Dios por la providencial solicitud con que guía y sostiene continuamente a su pueblo en camino a lo largo de la historia; renovar, por mi parte, el «sí» que pronuncié hace veinte años, confiando en la gracia divina; y ofrecer, por vuestra parte, el compromiso de rezar siempre por este Papa, para que pueda cumplir plenamente su misión.

1095 Renuevo de todo corazón la consagración de mi vida y de mi ministerio a la Virgen María, Madre del Redentor y Madre de la Iglesia. A ella le repito con abandono filial: Totus tuus! Amén.

EN LA MISA PARA LAS UNIVERSIDADES ECLESIÁSTICAS

Basílica de San Pedro

Viernes 23 de octubre de 1998



1. «Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos» (Ps 24,1-2).

Las palabras del salmista, que han resonado en la liturgia de hoy, recuerdan el señorío de Dios sobre el mundo. Él lo creó y lo encomendó al hombre como tarea; una tarea que atañe tanto al campo del saber como al del obrar. El mundo es, en este sentido, la vocación del hombre.

El apóstol san Pablo exhorta a vivir de modo digno de la vocación recibida (cf. Ef Ep 4,1). Se refiere a la vocación cristiana, que compromete al bautizado a seguir a Cristo y a conformarse a él. Pero podemos entender la expresión también en un sentido más amplio, según el cual el mundo mismo puede constituir para la persona humana una especie de llamada a la que, efectivamente, el hombre siempre ha tratado de responder. De aquí nació la ciencia, ese inmenso conjunto de conocimientos que es fruto de la admiración, de intuiciones, de hipótesis y de experiencias. Así, a lo largo de los siglos y las generaciones, en las diversas épocas históricas se ha ido formando el patrimonio científico de la humanidad.

2. Todos nosotros, reunidos aquí, somos herederos de esta progresiva maduración del saber, elaborada por las generaciones anteriores. En particular, vosotros, queridos rectores, profesores y estudiantes de las universidades eclesiásticas romanas, con vuestro compromiso científico os insertáis en este itinerario de investigación en las diferentes disciplinas teológicas, filosóficas, humanísticas, históricas y jurídicas. A todos os saludo cordialmente. Saludo con gratitud al señor cardenal Pio Laghi, que preside esta celebración, y también a los grandes cancilleres de las universidades pontificias. Es importante comenzar un nuevo año académico con la conciencia de acoger el tesoro de la cultura como una herencia de cuantos nos han precedido y, al mismo tiempo, como tarea para la propia creatividad cognoscitiva y operativa.

Mediante el saber, el hombre se relaciona, según su naturaleza particular, con el mundo creado y lo refiere a sí mismo. Sin embargo, el mundo no agota la vocación del hombre.

3. El salmista habla de «subir al monte del Señor»: «¿Quién subirá al monte del Señor?, ¿quién podrá estar en su recinto santo?» (Ps 24,3).

En esta imagen encontramos el coronamiento de la verdad sobre el hombre: creado en el mundo y para el mundo, al mismo tiempo está llamado a subir hacia Dios.

Dios, al crear al ser humano a su imagen y semejanza, lo ha llamado a la búsqueda de su «prototipo», de Aquel a quien se asemeja más que a cualquier otra criatura y, conociéndolo, se conoce también a sí mismo. De aquí proviene toda la tensión metafísica del hombre. De aquí nace su apertura a la palabra de Dios, su disposición a buscar a Aquel que es invisible y, a la vez, constituye la plenitud de la realidad.

1096 4. Prosigue el salmista: «El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos ni jura contra el prójimo en falso. (...) Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob» (Ps 24,4 Ps 24,6).

Mientras repito estas palabras, mi pensamiento va espontáneamente a vosotros, queridos estudiantes, que habéis venido en gran número a esta celebración ya tradicional: sacerdotes, personas consagradas y laicos. Con el estudio de las diversas disciplinas, estáis llamados a buscar el «rostro» del Señor, es decir, la revelación de su misterio, tal como Jesucristo la realizó de modo pleno y definitivo.

«Nadie conoce quién es (...) el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10,22), acabamos de escuchar en el evangelio de san Lucas. La mediación de Cristo es absolutamente necesaria para conocer el verdadero rostro de Dios. Su mediación se refiere inseparablemente a la razón y al «corazón», al orden de los conocimientos y al de las intenciones y de la conducta. «Quien no ama .observa el apóstol san Juan. no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1Jn 4,8). «Quien dice: .Yo lo conozco. y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él» (1Jn 2,4).

5. Precisamente en el ámbito del «corazón» se sitúa el mensaje contenido en las lecturas bíblicas de esta celebración. Recuerdan que el rostro del Señor se busca y se encuentra en la caridad (primera lectura) y en la sencillez (evangelio).

El Apóstol, en su carta a los Efesios, recuerda con fuerza el primado de la caridad al servicio de la unidad, que tiene su fundamento en Dios uno y trino: «Un solo Espíritu, (...) un solo Señor, (...) un solo Dios y Padre» (Ep 4,4-6). Cada uno posee dones para la edificación de la comunidad; y también el estudio es un don valioso, especialmente el profundo y sistemático. Para que sus frutos redunden en beneficio de quien lo posee y de sus hermanos, también él necesita ser fecundado por la caridad, sin la cual de nada sirve poseer toda la ciencia (cf. 1Co 1Co 13,2).

La caridad va acompañada por la sencillez de corazón, propia de aquellos a quienes el Evangelio, haciéndose eco de las palabras del Señor, llama los «pequeños». «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños» (Lc 10,21). Esta estupenda bendición, que brotó del corazón de Cristo, nos recuerda que la auténtica madurez intelectual va siempre unida a la sencillez. Ésta no consiste en la superficialidad de la vida y del pensamiento, ni en la negación de la problemática de la realidad, sino más bien en saber captar el núcleo de toda cuestión y remitirla a su significado esencial y a su relación con el conjunto. .

6. Amadísimos hermanos y hermanas, a todos vosotros, que formáis la gran comunidad académica eclesiástica de Roma, os deseo que el año que acaba de empezar os ayude a madurar en el conocimiento de la verdad, que constituye la vocación y el destino del hombre. Con palabras de mi reciente encíclica Fides et ratio, deseo que «quien sienta el amor por ella [la verdadera sabidur ía] pueda emprender el camino adecuado para alcanzarla y encontrar en la misma descanso a su fatiga y gozo espiritual» (n. 6).

Tened muy presente que el tiempo del estudio no se quita a la misión, sino que es para la misión. El domingo pasado celebramos la Jornada mundial de las misiones. Deseo recordar que la misi ón ciudadana de la diócesis de Roma se realizará el año próximo de modo particular en los diversos ambientes y, por tanto, también en las universidades. Las universidades eclesiásticas constituyen lugares privilegiados de testimonio, en la forma de la mediación cultural, y de preparación de los que están llamados a sembrar la buena semilla de la verdad evangélica en el vasto campo de la Iglesia.

Ojalá que cada uno de vosotros busque, encuentre y contemple el rostro del Señor, para reflejar eficazmente su luz, que colma de sentido la vida del hombre.

Que María, antorcha meridiana de caridad y sede de la sabiduría, interceda por vosotros y os acompañe en esta búsqueda.

MISA DE BEATIFICACIÓN DE CUATRO SIERVOS DE DIOS



Domingo 25 de octubre de 1998



1097 1. «Que los humildes escuchen y se alegren» (Ps 33,3). Con estas palabras, la liturgia de hoy nos invita a la alegría, a la vez que damos gracias al Señor por el don de los nuevos beatos. La alegría de la Iglesia se expresa en el canto de alabanza que la asamblea eleva al cielo. Sí, que los humildes escuchen y se alegren, considerando las obras que Dios realiza en la vida de sus siervos fieles. La Iglesia, que es el «pueblo de los humildes», escucha y se alegra, porque en estos miembros suyos, incluidos entre los beatos, ve reflejado el amor misericordioso del Padre celestial. Con la liturgia hacemos nuestras las palabras inspiradas de Jesús: «Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los secretos del Reino a los pequeños» (Aleluya).

Los «pequeños»: ¡cuán diferente es la lógica de los hombres con respecto a la divina! Los «pequeños», según el Evangelio, son las personas que, reconociéndose como criaturas de Dios, huyen de toda presunción: ponen toda su esperanza en el Señor y por eso jamás se quedan defraudadas. Ésta es la actitud fundamental del creyente: la fe y la humildad son inseparables. Lo prueba también el testimonio que dieron los nuevos beatos: Ceferino Agostini, Antonio de Santa Ana Galvão, Faustino Míguez y Teodora Guerin. Cuanto más grande es una persona en la fe, tanto más se siente «pequeña», a imagen de Cristo Jesús, que, «siendo de condición divina (...), se despojó de sí mismo» (Ph 2,6-7), y vino a los hombres como su servidor.

2. Los nuevos beatos son para nosotros ejemplos que debemos imitar y testigos que debemos seguir. Confiaron en Dios. Su existencia demuestra que la fuerza de los pequeños es la oración, como pone de relieve la palabra de Dios de este domingo. Los santos, los beatos son, ante todo, hombres y mujeres de oración: bendicen al Señor en todo momento, en su boca está siempre su alabanza; gritan y el Señor los escucha, los libra de sus angustias, como nos ha recordado el Salmo responsorial (cf. Sal Ps 33,2 Sal Ps 33,18). Su oración atraviesa las nubes, es incesante; no descansan y no cejan, hasta que el Altísimo los atiende (cf. Si Si 35,16-18).

La fuerza de la oración de los hombres y mujeres espirituales va acompañada siempre por la profunda conciencia de su limitación y de su indignidad. La fe, y no la presunción, alimenta la valentía y la fidelidad de los discípulos de Cristo. Como el apóstol Pablo, saben que el Señor reserva la corona de justicia para cuantos esperan con amor su manifestación (cf. 2Tm 4,8).

3. «El Señor me ayudó y me dio fuerzas» (2Tm 4,17).

Estas palabras del Apóstol a Timoteo se aplican muy bien a don Ceferino Agostini, que, a pesar de numerosas dificultades, jamás se desanimó. Se nos presenta hoy como humilde y firme testigo del Evangelio, en el fecundo período de la Iglesia veronesa de fines del siglo XIX. Fue firme su fe, eficaz su acción caritativa y ardiente el espíritu sacerdotal que lo caracterizó.

El amor del Señor lo impulsó en su apostolado dirigido a los más pobres y, en particular, a la educación cristiana de las muchachas, especialmente las más necesitadas. Había comprendido muy bien la importancia de la mujer como protagonista de la renovación de la sociedad, en su papel de educadora en los valores de la libertad, de la honradez y de la caridad.

A las ursulinas, sus hijas espirituales, recomendaba: «Las muchachas pobres sean el objeto más preciado de vuestra solicitud y de vuestras atenciones. Sensibilizad su mente, educad su corazón en la virtud, y salvad su alma del pestífero contacto con el mundo perverso» (Escritos a las ursulinas, 289). Que su ejemplo constituya un aliciente para cuantos hoy lo honran como beato y lo invocan como protector.

4. «El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje» (2Tm 4,17).

Estas palabras de san Pablo a Timoteo reflejan muy bien la vida de fray Antonio de Santa Ana Galvão, que quiso responder a su consagración religiosa dedicándose con amor y devoción a los afligidos, a los enfermos y a los esclavos de su época en Brasil.

Demos gracias a Dios por los continuos beneficios otorgados mediante la fuerza evangelizadora que el Espíritu Santo ha infundido hasta hoy en tantas almas, a través de fray Galvão. Su fe genuinamente franciscana, vivida evangélicamente y gastada apostólicamente al servicio del prójimo, servirá de estímulo para imitarlo como «hombre de paz y de caridad». La misión de fundar los Retiros dedicados a Nuestra Señora y a la Providencia sigue produciendo frutos sorprendentes: fue fervoroso adorador de la Eucaristía, maestro y defensor de la caridad evangélica, consejero prudente de la vida espiritual de tantas almas y defensor de los pobres. Que María Inmaculada, de quien fray Galvão se consideraba «hijo y esclavo perpetuo», ilumine el corazón de los fieles y suscite en ellos el hambre de Dios, hasta la entrega al servicio del Reino, mediante su testimonio de vida auténticamente cristiana.

1098 5. «El que se humilla será enaltecido» (Lc 18,14). Al elevar a la gloria de los altares al sacerdote escolapio Faustino Míguez se cumplen estas palabras de Jesús que hemos escuchado en el evangelio. El nuevo beato, renunciando a sus propias ambiciones, siguió a Jesús Maestro y consagró su vida a la enseñanza de la infancia y la juventud, al estilo de san José de Calasanz. Como educador, su meta fue la formación integral de la persona. Como sacerdote, buscó sin descanso la santidad de las almas. Como científico, quiso paliar la enfermedad liberando a la humanidad que sufre en el cuerpo. En la escuela y la calle, en el confesionario y el laboratorio, el padre Faustino Míguez fue siempre transparencia de Cristo, que acoge, perdona y anima.

«Hombre del pueblo y para el pueblo », nada ni nadie le fue ajeno. Por eso constata la situación de ignorancia y marginación en la que vive la mujer, a la que considera el «alma de la familia y la parte más interesante de la sociedad». Con el fin de guiarla desde su infancia por el camino de la promoción humana y cristiana, funda el Instituto Calasancio de Hijas de la Divina Pastora, para la educación de las niñas en la piedad y las letras.

Su ejemplo luminoso, entretejido de oración, estudio y apostolado, se prolonga hoy en el testimonio de sus hijas y de tantos educadores que trabajan con denuedo e ilusión para grabar la imagen de Jesús en la inteligencia y el corazón de la juventud.

6. «El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje» (2 Tm 4, 17).

Con estas palabras dirigidas a Timoteo, san Pablo recuerda los años de su ministerio apostólico y confirma su esperanza en el Señor frente a la adversidad.

Las palabras del Apóstol se grabaron en el corazón de la madre Teodora Guerin cuando, en el año 1840, con sus cinco compañeras, abandonó su tierra natal, Francia, para afrontar las incertidumbres y los peligros del territorio fronterizo de Indiana. Su vida y su obra estuvieron guiadas siempre por la mano segura de la Providencia, en la que tenía plena confianza. Comprendió que debía consagrarse al servicio de Dios, tratando siempre de cumplir su voluntad. A pesar de las dificultades e incomprensiones iniciales y de los sucesivos sufrimientos y aflicciones, sintió profundamente que Dios bendecía su congregación de Hermanas de la Providencia, haciéndola crecer y creando una unión de corazones entre sus miembros. En las escuelas y los orfanatos de la congregación, el testimonio de la madre Teodora hizo que numerosos muchachos y muchachas experimentaran en su vida la protección amorosa de Dios.

Hoy, sigue enseñando a los cristianos a abandonarse en manos de la providencia de nuestro Padre celestial y a esforzarse con todo empeño por hacer lo que le agrada. La vida de la beata Teodora Guerin testimonia que todo es posible con Dios y por Dios. Que sus hijas espirituales y todos los que han experimentado su carisma vivan ese mismo espíritu hoy.

7. Amadísimos hermanos y hermanas, que habéis venido de diversas partes del mundo para participar en esta solemne celebración, os saludo cordialmente y os agradezco vuestra presencia.

El testimonio que dieron los nuevos beatos nos aliente a proseguir con generosidad por el camino del Evangelio. Al contemplarlos a ellos, que hallaron gracia ante Dios por su humilde obediencia a su voluntad, nuestro espíritu se sienta impulsado a seguir el Evangelio con paciente y constante generosidad.

«Quien sirve a Dios, es aceptado, su plegaria sube hasta las nubes» (Si 35,16). La gran lección que nos dan nuestros hermanos es ésta: honrar, amar y servir a Dios con toda nuestra vida, conscientes siempre de que «todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido» (Lc 18,14).

Dios, que «escucha las súplicas del oprimido» (Si 35,13); que «está cerca de los atribulados» (Ps 33,19); que libra a los pobres «de sus angustias» (Ps 33,18); y que recompensa a los justos y restablece la justicia (cf. Si Si 35,18), abra a todos con generosidad los tesoros de su misericordia.

1099 Que la Virgen María, Reina de todos los santos, nos obtenga a nosotros y a todos los creyentes el don de la humildad y de la fidelidad, para que nuestra oración sea siempre auténtica y agradable al Señor. Amén.

B. Juan Pablo II Homilías 1090