B. Juan Pablo II Homilías 1099



DURANTE LA MISA EN LA PARROQUIA ROMANA

DE SANTA MARÍA DEL ROSARIO DE POMPEYA


Domingo 8 de noviembre de 1998



1. «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven» (Lc 20,38).

Una semana después de la solemnidad de Todos los Santos y de la Conmemoración de los fieles difuntos, la liturgia de este domingo nos invita de nuevo a reflexionar en el misterio de la resurrección de los muertos. Este anuncio cristiano no responde de manera genérica a la aspiración del hombre a una vida sin fin; al contrario, es anuncio de una esperanza cierta, porque, como recuerda el Evangelio, está fundada en la misma fidelidad de Dios. En efecto, Dios es «Dios de vivos» y a cuantos confían en él les concede la vida divina que posee en plenitud. Él, que es el «Viviente», es la fuente de la vida.

Ya en el Antiguo Testamento fue madurando progresivamente la esperanza en la resurrección de los muertos. Hemos escuchado un elocuente testimonio de esa esperanza en la primera lectura, donde se narra el martirio de los siete hermanos en tiempos de la persecución desencadenada por el rey Antíoco Epífanes contra los Macabeos y los que se oponían a la introducción de las costumbres y los cultos paganos en el pueblo judío.

Estos siete hermanos afrontaron los sufrimientos y el martirio, sostenidos por la exhortación de su heroica madre y por la fe en la recompensa divina reservada a los justos. Como afirma uno de ellos, ya en agonía: «Es preferible morir a manos de hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará» (2 M 7, 14).

2. Estas palabras, que han resonado hoy en nuestra asamblea, nos traen a la mente el ejemplo de otros mártires de la fe que, no lejos de este lugar, dieron su vida por la causa de Cristo. Me refiero a los jóvenes hermanos Simplicio y Faustino, asesinados durante la persecución de Diocleciano, y a su hermana Beatriz, que también murió mártir. Como es sabido, sus cuerpos se hallan sepultados en las cercanas catacumbas de Generosa, que tanto apreciáis.

El valiente testimonio de estos dos jóvenes mártires, que aún hoy recordamos y celebramos con el nombre de santos Mártires Portuenses, debe constituir para vuestra comunidad una apremiante invitación a anunciar con fuerza y perseverancia la muerte y la resurrección de Cristo en todo momento y lugar.

Su ejemplo ha de estimular vuestro celo apostólico, sobre todo durante este año pastoral en el que la misión ciudadana se dirige de modo especial a los ambientes de vida y trabajo. En efecto, precisamente en esos ámbitos sociales a menudo los cristianos corren el peligro de perderse en el anonimato y, por consiguiente, tienen mayor dificultad para dar un eficaz testimonio evangélico.

3. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de Santa María del Rosario de Pompeya en la vía Magliana, me alegra celebrar junto con vosotros el día del Señor, durante mi visita a vuestra activa comunidad cristiana. Desde que la Providencia divina me llamó, hace veinte años, a la Cátedra de Pedro, dedico algunos domingos del año a este servicio pastoral, que constituye un compromiso primario para todo pastor diocesano.

Doy gracias a Dios por el don que me ha hecho de poder visitar, en estos veinte años, 275 comunidades parroquiales con sus sacerdotes, religiosos, religiosas, y sus movimientos y asociaciones eclesiales. Tengo un vivo deseo de poder completar, Dios mediante, la visita pastoral a todas las parroquias, puesto que, como subrayé en mi primer encuentro con el clero romano, «soy plenamente consciente de haber llegado a ser Papa de la Iglesia universal por ser Obispo de Roma» (Discurso del 9 de noviembre de 1978, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de noviembre de 1978, p. 2).

1100 4. Amadísimos hermanos y hermanas, os abrazo a todos en el Señor. Saludo en particular al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, monseñor Vincenzo Apicella, a vuestro joven párroco, don Gerard McCarthy. Se ve que es irlandés, al igual que muchos que, antes de él, vinieron como misioneros de Irlanda al continente: más que a Italia, a Alemania y otros países de Europa central. Lo saludo y veo que también vosotros lo saludáis cordialmente. Saludo asimismo a los presbíteros de la fraternidad sacerdotal de los Misioneros de San Carlos Borromeo, que colaboran con él en la dirección de la comunidad. Saludo naturalmente a su superior, monseñor Camisasca.

Un saludo afectuoso a los queridos Frailes menores capuchinos de la provincia de los Abruzos, que han dirigido la parroquia desde 1965 hasta 1997, encontrando constante acogida y apoyo por parte de la población. Que el Señor les recompense por el bien realizado durante esos años de generoso servicio pastoral y les conceda el don de numerosas y santas vocaciones para el bien de la familia religiosa capuchina y de toda la comunidad cristiana.

Dirijo también un saludo cordial a las religiosas Oblatas del Amor Divino y a las Misioneras de la Caridad, que hacen presente el don de la vida religiosa en esta porción de la diócesis. Por último, me dirijo con afecto a todos vosotros, amadísimos fieles, saludando en particular a los catequistas, a los numerosos muchachos que se están preparando para los sacramentos de la primera comunión y de la confirmación, y a los muchos miembros de los grupos parroquiales que, con sus dones y su actividad, contribuyen a animar a todo el pueblo de Dios.

5. Sé que en el territorio de vuestra parroquia conviven dos asentamientos urbanos diversos: uno más antiguo, que surgió en torno a la iglesia de Santa María del Rosario de Pompeya, y otro más reciente, situado alrededor de la iglesia de los Santos Mártires Portuenses. Estos dos polos se caracterizan también por una cierta diferencia social. En efecto, en el primero residen sobre todo familias antiguas o personas ancianas, mientras que en el segundo se encuentran núcleos familiares recientes, con la presencia de un número notable de niños y adolescentes. Esta diversidad no ha de constituir para vosotros una dificultad; al contrario, ha de ser una gran oportunidad para hacer que todos tengan mayor sentido de comunidad y de participación.

Viviendo en la unidad los dones que posee cada uno y poniéndolos con generosidad al servicio unos de otros, alcanzaréis la plena comunión de corazones que hace más eficaz el anuncio del evangelio de la caridad.

En el territorio de la parroquia se hallan presentes, además, varias realidades sociales: seis escuelas, dos clínicas, dos hospitales, algunas sedes de sociedades, industrias, empresas comerciales y artesanales. Tenéis el compromiso apostólico de hacer que en todos esos ambientes de vida y de actividad productiva penetre la palabra divina de salvación. Procurad que llegue explícita y adaptada, correspondiendo lo más posible a las expectativas y exigencias de las personas y de los grupos sociales que allí residen. A todos y a cada uno llevad el consuelo del amor misericordioso del Señor.

6. «Que el Señor dirija vuestro corazón para que améis a Dios y tengáis la constancia de Cristo» (
2Th 3,5). Hago mías estas palabras del apóstol san Pablo, que deseo dejaros como recuerdo y augurio con ocasión de esta visita. El amor de Dios, que se nos ha revelado plenamente en la pasión, muerte y resurrección de Cristo, es fuente de inspiración y de luz que ilumina todo compromiso misionero. Os sostenga la fuerza de amor del Espíritu y os ayude a confesar con valentía el nombre de Jesús, sin avergonzaros nunca de la cruz.

Tened ante vuestros ojos el ejemplo de los santos Mártires Portuenses y os asista la maternal protección de la Virgen del Rosario, patrona especial de vuestro barrio.

Santa María del Rosario de Pompeya, ruega por nosotros. Amén.





DURANTE LA MISA EN SUFRAGIO DE LOS CARDENALES


Y OBISPOS FALLECIDOS DURANTE EL AÑO


Martes 10 de noviembre de 1998



1. «Nuestra patria está en los cielos» (Ph 3,20).

1101 Las palabras del apóstol Pablo nos invitan a elevar nuestra mente y nuestro corazón al cielo, la verdadera patria de los hijos de Dios. Hacia ella nos han orientado, durante los días pasados, las celebraciones litúrgicas de la solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos. En este clima espiritual, nos hemos reunido en la basílica de San Pedro, a fin de ofrecer el sacrificio eucarístico en sufragio por los cardenales y obispos que han fallecido en el curso del ultimo año para alcanzar la patria celestial.

En este momento me complace recordar, en particular, a los venerados cardenales que nos han dejado: Laurean Rugambwa, Eduardo Francisco Pironio, Antonio Quarracino, Jean Balland, António Ribeiro, Alberto Bovone, John Joseph Carberry, Agostino Casaroli, Anastasio Ballestrero y Alois Grillmeier.

A ellos, así como a los arzobispos y obispos fallecidos, se les aplican bien las palabras del salmista: «Yo espero en el Señor; mi alma espera en su palabra» (
Ps 129,5). Estos hermanos nuestros fueron centinelas en la Iglesia, velando día y noche por la grey de Cristo. Su acción apostólica se fundaba en la fe, y su vigilancia atenta fijaba la mirada más allá de los confines terrenos, porque su alma aguardaba al Señor más que los centinelas la aurora (cf. Sal Ps 129,6).

2. Mientras está a punto de terminar el año que, como preparación para el gran jubileo, quise dedicar de modo especial al Espíritu Santo, hemos escuchado el célebre oráculo del profeta Ezequiel en el que, con extraordinaria fuerza expresiva, el Espíritu de Dios aparece como protagonista de la resurrección del pueblo de Israel, que a causa de su desconfianza estaba inerte y casi sin vida. Dios invita al profeta a dirigir su palabra no sólo a los huesos secos, metáfora de la «casa de Israel» (Ez 37,11), sino incluso al Espíritu mismo, con una epíclesis singular y muy osada: «Ven, Espíritu, de los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos, para que vivan» (Ez 37,9).

¡Cuántas veces estos hermanos nuestros, a los que hoy conmemoramos, en su vida y en el ejercicio de su ministerio invocaron al divino Paráclito: «Veni Sancte Spiritus, veni creator Spiritus»! ¡Cuántas veces «profetizaron en el Espíritu», para que infundiera la gracia vivificante en el pueblo de Dios! Por lo demás, ¿no es ésta la misión del ministro ordenado y, de modo pleno, la del obispo, casi como una gran epíclesis, que culmina en la celebración de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía, la confirmación y el orden?

A imagen de Cristo, todo pastor en la Iglesia está llamado a convertirse en instrumento activo de la acción del Espíritu Santo, que procede del Padre para iluminar, consolar, sanar y resucitar.

Encomendemos al Espíritu creador a estos fieles ministros suyos, para que infunda en ellos la plenitud de la vida en su encuentro con Cristo en el paraíso.

3. En el evangelio hemos vuelto a escuchar la narración de la muerte de Cristo, según la redacción del evangelista san Juan. Esta impresionante página evangélica nos permite sumergirnos con nuestra meditación en las profundidades de Dios, que sólo el Verbo encarnado, lleno de gracia y verdad, pudo revelar. Cuando contemplamos el icono joánico de la crucifixión y consideramos las palabras: «entregó el espíritu» (Jn 19,30), comprendemos, a la luz de la fe, que precisamente en ese instante, en la extrema entrega del Hijo de Dios, el Padre derramó plenamente el Espíritu Santo sobre el mundo.

El buen Pastor, que vino para que los hombres «tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10), lleva a plenitud su misión en el momento en que, clavado en la cruz, incapaz ya de realizar otro gesto que no sea el de la extrema oblación, «entrega el espíritu», y, con ese acto supremo, derrama el Espíritu Santo para la salvación del mundo.

El camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre, consiste en realizarse a través de la entrega de sí. Es, de modo particular, el camino de aquellos a quienes un especial don de gracia en la Iglesia ha configurado a Cristo, buen Pastor, que «da la vida por sus ovejas» (Jn 10,11). Y de la misma manera que Cristo, después de experimentar la extrema debilidad, fue resucitado con su cuerpo por el poder del Espíritu Santo, así el mismo Espíritu resucitará a una vida nueva y eterna a cuantos entregaron generosamente su existencia por el Evangelio.

4. «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27). Con estas últimas palabras pronunciadas por Jesús en la cruz, dirigidas al apóstol san Juan, queremos concluir nuestra meditación. Nuestros venerados hermanos cardenales y obispos, a quienes hoy encomendamos a la bondad divina, «acogieron a María en su casa» (cf. Jn Jn 19,27). Oremos para que ella, Mater misericordiae, los acoja, con todos los santos, en la casa del Padre. Amén.

VISITA A LA IGLESIA NACIONAL ARGENTINA EN ROMA



1102

Viernes 13 de noviembre de 1998



Amados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
excelentísimas autoridades;
queridos hermanos y hermanas en el Señor:

1. «Mujer, aquí tienes a tu hijo» (Jn 19,26). Estas palabras de Jesús, dirigidas desde el árbol de la cruz a María, su Madre, ante la mirada atenta del discípulo Juan, que las refiere en su evangelio, nos indican la voluntad del Señor de dar como Madre a su Iglesia naciente la misma mujer que un día lo concibió en su seno inmaculado por obra y gracia del Espíritu Santo. Desde entonces, el pueblo cristiano no ha dudado en acoger a la Virgen María con amor filial, viendo en ella un don excelente de Cristo.

2. Con gran gozo vengo en esta tarde a visitar la iglesia nacional argentina de Roma para encontrarme con todos vosotros y celebrar juntos la palabra de Dios, con ocasión de la entronización en este templo de la imagen de Nuestra Señora de Luján, que tuve la dicha de bendecir durante la última visita ad limina de los obispos argentinos.

Agradezco las amables palabras que al principio de la celebración me ha dirigido, en nombre de todo el episcopado argentino, mons. Estanislao Karlic, presidente de la Conferencia episcopal. Correspondo a ellas renovándole a usted, así como al señor cardenal Raúl Francisco Primatesta, arzobispo de Córdoba y titular de esta iglesia, y a los demás obispos de la Argentina, mi profundo aprecio en el Señor, que extiendo a todos los sacerdotes, comunidades religiosas y fieles de sus diócesis, los cuales hoy están representados en cierto modo aquí a través de la colonia argentina en Roma, atendida pastoralmente por la comunidad de sacerdotes residentes en esta iglesia, con su rector al frente, el p. Antonio Cavalieri.

Saludo deferentemente al señor presidente de la nación argentina, doctor Carlos Saúl Menem, así como a los miembros del Gobierno y autoridades civiles que lo acompañan, que han querido participar en esta celebración litúrgica llena de significado simbólico por tener lugar en este templo, patria espiritual de los católicos argentinos en la ciudad eterna y expresión visible de los profundos vínculos de comunión y afecto entre el querido pueblo argentino y la Sede de Pedro. Esta hermosa iglesia dedicada a Nuestra Señora de los Dolores fue construida gracias al tesón de mons. José León Gallardo, cuyos restos aquí reposan, y se honra de ser la primera iglesia nacional de una república americana en Roma. Así pues, ha de seguir siendo la casa romana de todos los fieles argentinos, lugar de encuentro y acogida, de amistad y reconciliación fraternas.

3. Como nos enseña san Pablo en la primera lectura, debemos dar gracias a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, porque nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes, nos ha elegido en él para que fuésemos santos por el amor y nos ha destinado en la persona del Hijo a ser también nosotros hijos suyos adoptivos (cf. Ef Ep 1,3-6). ¡Hijos de Dios y hermanos en Cristo! Éste es el misterio de la filiación divina. De aquí brota la común dignidad y la igualdad fundamental de todos los cristianos, unidos entre sí por lazos sobrenaturales de fraternidad más profundos y duraderos que las ideologías, los partidismos o los intereses de grupo de nuestro mundo.

4. Dios Padre, rico en misericordia, ha querido dar a sus hijos de la tierra una Madre inmaculada: la Madre de Jesús. Como hemos escuchado en el Evangelio, desde lo alto de la cruz, cátedra suprema del amor y el sacrificio, Jesús habla a su Madre y habla al discípulo. Dijo a la Madre: «Mujer, aquí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu Madre» (cf. Jn 19,25-27). Mirando a la Virgen Dolorosa que preside el ábside de este templo, podemos comprender mejor que la nueva maternidad de María en el orden de la gracia es fruto del amor que maduró en ella definitivamente junto a la cruz, mediante su participación en el amor redentor del Hijo. De este modo, María adquirió en el Calvario un nuevo título por el que es y puede ser llamada Madre espiritual de los hermanos de su Hijo.

¡Jesús nos entregó a María por Madre, y María nos recibió a todos por hijos! Éste es el testamento de Cristo en la cruz. De una parte, confía la Iglesia al cuidado de su propia Madre; de otra, encomienda su Madre al cuidado de la Iglesia. La escena del Calvario nos revela el secreto de la verdadera piedad mariana, que es amor filial de entrega y gratitud a María, amor de imitación y consagración a su persona.

1103 5. Al igual que san Juan, el discípulo amado, recibió a María en su casa, también hoy el pueblo argentino la recibe en esta casa suya de Roma entronizando su santa imagen de Luján. Dar albergue a María, ofrecerle el trono del corazón y de la mente tiene un significado profundo que va más allá del simple sentimiento: es la experiencia de la propia indigencia que recurre confiada a la omnipotencia suplicante de María ante el Padre; es unir la propia voluntad a la de María pronunciando como ella un «sí» para que Cristo entre plenamente en nuestra vida. Hoy, al entronizar esta imagen de la Virgen, todos los católicos argentinos pueden sentir la invitación maternal de María a renovar su amor a Cristo y a medirse con la verdad del Evangelio, que renueva los individuos y las instituciones, y sobre cuya respuesta seremos juzgados al final de nuestra vida.

6. Ante tu imagen de la pura y limpia Concepción, Virgen de Luján, patrona de la Argentina, me postro en este día junto con todos los hijos e hijas de esa tierra querida, cuyas miradas y cuyos corazones convergen hacia ti. En la encrucijada del tercer milenio te encomiendo, Madre santa de Luján, la patria argentina: las esperanzas y anhelos de sus gentes; sus familias y hogares, para que vivan en santidad; sus niños y jóvenes, para que crezcan en paz y armonía y puedan encontrar la plenitud de su vocación humana y cristiana; te encomiendo también el esfuerzo cotidiano y el diálogo solidario de los empresarios, trabajadores y políticos, que en la doctrina social de la Iglesia encuentran su inspiración más genuina. Acoge bajo tu amparo a todos los que sufren, a los pobres, a los enfermos, a los marginados. Haz que la Argentina entera sea fiel a tu Hijo, y abra de par en par su corazón a Cristo, el Redentor del hombre, la esperanza cierta de la humanidad.

Virgen de Luján, cuida al pueblo argentino, sostenlo en la defensa de la vida, consuélalo en la tribulación, acompáñalo en la alegría y ayúdalo siempre a elevar la mirada al cielo, donde los colores de su bandera se confunden con los colores de tu manto inmaculado. ¡A ti el honor y la alabanza de la Iglesia por siempre, Madre de Jesús y Madre nuestra!

VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN MATEO APÓSTOL



Domingo 15 de noviembre de 1998



1. «Velad y estad preparados, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor» (cf. Mt Mt 24,42 y 44).

Estas palabras tomadas del Aleluya nos ayudan a comprende mejor el significado del tiempo litúrgico que estamos viviendo. Ya se acerca la conclusión del año litúrgico, y la Iglesia nos invita a considerar los acontecimientos últimos de la vida y de la historia.

Las lecturas bíblicas, que acabamos de escuchar, presentan la espera del regreso de Cristo con las emotivas palabras del profeta Malaquías, que describe el «día del Señor» (Ml 3,1) como una intervención imprevista y decisiva de Dios en la historia. El Señor vencerá definitivamente el mal y restablecerá la justicia, castigando a los malos y trayendo el premio para los buenos.

Desde la perspectiva final del mundo, es muy apremiante la invitación a velar y estar preparados, proclamada en el Aleluya. El cristiano está llamado a vivir con la perspectiva del encuentro con Cristo, siempre consciente de que debe contribuir todos los días, con su esfuerzo personal, a la instauración gradual del reino de Dios.

2. «El que no trabaja, que no coma» (2Th 3,10).

Esta invitación del apóstol Pablo a la comunidad de Tesalónica pone de manifiesto que la espera del «día del Señor» y la intervención final de Dios no significan para el cristiano una fuga del mundo o una actitud pasiva frente a los problemas diarios.

Por el contrario, la palabra revelada funda la certeza de que las vicisitudes humanas, aunque estén sometidas a presiones y a desórdenes a veces trágicos, permanecen firmemente en las manos de Dios.

1104 De este modo, la espera del «día del Señor» impulsa a los creyentes a trabajar con mayor ahínco por el progreso integral de la humanidad. Al mismo tiempo, les inspira una actitud de prudente vigilancia y sano realismo, viviendo, día tras día, con la esperanza del encuentro definitivo con el Señor.

3. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de San Mateo en Morena, prosiguiendo las visitas pastorales a las parroquias romanas, la providencia de Dios me ha guiado hoy hasta aquí, al confín de la diócesis de Roma con la de Frascati. Desde un punto de vista geográfico, vuestra parroquia está situada en una zona lejana de la casa del Papa; sin embargo, no lo está desde el punto de vista del afecto y la comunión eclesial. Por otra parte, como toda comunidad parroquial, está muy cercana a mí, y siento una gran alegría al encontrarme con vosotros en esta feliz circunstancia.

Os saludo a todos con gran cordialidad. En primer lugar, saludo al cardenal vicario y al monseñor vicegerente, que sigue directamente la pastoral del sector este de la diócesis, al que pertenece esta comunidad. Saludo, asimismo, a vuestro párroco, padre Pedro Martínez Pedromingo, y a los sacerdotes Misioneros Identes que colaboran con él, a quienes agradezco de corazón el generoso ministerio que desempeñan desde hace cinco años en esta parroquia.

Dirijo un saludo particular a las Esclavas Parroquiales del Espíritu Santo que, con su presencia, su testimonio y su ayuda pastoral, constituyen un componente valioso de vuestra comunidad. Saludo, igualmente, a los miembros de los numerosos grupos parroquiales y a todos los que, de diferentes maneras, participan en la labor de evangelización de la zona. A este respecto, no puedo menos de mencionar en particular a los misioneros de vuestra parroquia que están comprometidos en la misión ciudadana en el territorio.

A propósito de la misión ciudadana, el domingo 29 de noviembre, en la basílica vaticana, durante la celebración eucarística €de apertura del tercer €año de preparación para el gran jubileo del año 2000, Dios mediante, tendré la dicha de conferir el mandato a los misioneros y misioneras de la diócesis, para que vayan a anunciar el Evangelio a los ambientes de vida y trabajo de la ciudad. En esa significativa celebración, durante la cual se promulgará la bula de indicción del Año santo, les entregaré el crucifijo que llevarán a cada uno de esos lugares.

El anuncio del amor de Dios Padre, que se manifestó plenamente en la muerte y resurrección de Cristo, no tiene confines de espacio y tiempo. Con la misión ciudadana, ese anuncio debe resonar en todos los rincones de la diócesis, porque el Evangelio está destinado a todos los hombres; es un mensaje de salvación que hay que proclamar siempre y por doquier.

4. Como escribí en la carta apostólica Tertio millennio adveniente, en el tercer año de preparación inmediata para el jubileo del año 2000, «recordando que Jesús vino a .evangelizar a los pobres. (
Mt 11,5 Lc 7,22)», habrá que «subrayar más decididamente la opción preferencial de la Iglesia por los pobres y los marginados» (n. 51). Por tanto, me congratulo con vosotros, queridos parroquianos, porque queréis crear, sobre todo a partir de este año, un voluntariado que responda de modo cada vez más adecuado a las necesidades de los menos favorecidos que viven en vuestro barrio. Me refiero especialmente a los ancianos, a las familias que han perdido la alegría de vivir unidas, a los muchachos y a los jóvenes que no tienen espacios suficientes y adecuados para el tiempo libre.

A propósito de los jóvenes, no puedo por menos de pensar en la Jornada mundial de la juventud, que la diócesis de Roma acogerá durante el mes de agosto del año 2000. Estoy seguro de que, tanto para vosotros como para todas las demás parroquias, constituirá la ocasión propicia para reavivar la pastoral juvenil e incrementar la atención de toda la comunidad diocesana hacia las generaciones jóvenes. Deseo, desde ahora, que todas las parroquias, los institutos religiosos, las escuelas católicas, las demás estructuras eclesiales y las familias se comprometan a acoger a los numerosos jóvenes que vendrán a Roma para esa significativa celebración.

5. «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc 21,19).

Éstas son las palabras finales del pasaje evangélico de hoy. Encuadran la perspectiva del fin del mundo y del juicio final en un marco de espera confiada y de esperanza cristiana. Los discípulos de Cristo saben, por la fe, que el mundo y la historia provienen de Dios y a Dios están destinados. En esta convicción se funda la perseverancia cristiana, que impulsa a los creyentes a afrontar con optimismo las inevitables pruebas y dificultades de la vida diaria.

Con la mirada dirigida a esa meta definitiva, hagamos nuestras las palabras del Salmo responsorial: «¡Ven, Señor, a juzgar el mundo!». Sí, ¡ven, Señor Jesús, a instaurar en el mundo el Reino! El Reino de tu Padre y nuestro Padre; el Reino de vida y de salvación; el Reino de justicia, de amor y de paz. Amén.

MISA DE APERTURA DE LA ASAMBLEA ESPECIAL

PARA OCEANÍA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS



1105

Domingo 22 de noviembre de 1998

Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo


1. «Jesús Nazareno, el rey de los judíos». Ésta es la inscripción que pusieron en la cruz. Poco antes de la muerte de Cristo, uno de los dos condenados, crucificados junto con él, le dijo: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». ¿Cuál reino? El objeto de su petición no era, ciertamente, un reino terreno, sino otro reino.

El buen ladrón habla como si hubiera escuchado la conversación que mantuvieron antes Pilato y Cristo. En efecto, en presencia de Pilato, acusaron a Jesús de querer convertirse en rey. A este propósito, Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?» (Jn 18,33). Cristo no lo negó; le explicó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí» (Jn 18,36). A la siguiente pregunta de Pilato sobre si era rey, Jesús le respondió directamente: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18,37).

2. La liturgia de hoy habla del reino terreno de Israel, recordando la unción de David como rey. Sí, Dios eligió a Israel y no sólo le envió profetas, sino también reyes, cuando el pueblo elegido insistió en tener un soberano terreno. Entre todos los reyes que se sentaron en el trono de Israel, el más grande fue David. La primera lectura de esta celebración habla de ese reino, para recordar que Jesús de Nazaret provenía de la estirpe del rey David; pero al mismo tiempo, y sobre todo, para subrayar que la realeza de Cristo es de otro tipo.

Son significativas las palabras que dirige el ángel a María en la anunciación: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará para siempre sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin» (Lc 1,32-33). Por tanto, su reino no es sólo el reino terreno de David, que tuvo fin. Es el reino de Cristo, que no tendrá fin, el reino eterno, el reino de verdad, de amor y de vida eterna.

El buen ladrón crucificado con Cristo llegó, de algún modo, al núcleo de esta verdad. En cierto sentido, se convirtió en profeta de este reino eterno, cuando, clavado en la cruz, dijo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Cristo le respondió: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43).

3. Jesús nos invitó a mirar hacia ese reino, que no es de este mundo, cuando nos enseñó a orar: «¡Venga tu reino!». Por obediencia a ese mandato, los Apóstoles, los discípulos y los misioneros de todos los tiempos han gastado sus mejores energías para extender, mediante la evangelización, los confines de este reino. En efecto, es don del Padre (cf. Lc Lc 12,32), pero también fruto de la respuesta personal del hombre. En la «nueva creación», sólo podremos entrar en el reino del Padre si hemos seguido al Señor en su peregrinación terrena (cf. Mt Mt 19,28).

Por eso, el programa de todo cristiano consiste en seguir al Señor, que es el camino, la verdad y la vida, para poseer el reino que prometió y dio. Con esta solemne concelebración eucarística, inauguramos hoy la Asamblea especial para Oceanía del Sínodo de los obispos, cuyo tema es: «Jesucristo y los pueblos de Oceanía: seguir su camino, proclamar su verdad y vivir su vida».

Bienvenidos, venerados y queridos hermanos en el episcopado, a quienes está encomendado el cuidado pastoral de las Iglesias particulares de Oceanía. Saludo, asimismo, a todos los que tomarán parte en los trabajos sinodales y a los que han contribuido a su preparación. Quisiera, además, enviar un cordial saludo a las comunidades cristianas y a las poblaciones de Oceanía que están unidas espiritualmente a nosotros en este momento.

«Jesús, el Verbo encarnado, fue enviado por el Padre al mundo para salvarlo, para proclamar y establecer el reino de Dios. (...) El Padre, al resucitarlo, lo convirtió, perfectamente y para siempre, en el camino, la verdad y la vida para todos los que creen» (Instrumentum laboris, 5). Esa amplia porción de la Iglesia, que está extendida por los inmensos espacios de Oceanía, conoce el camino y sabe que en él encontrará la verdad y la vida: el camino del Evangelio, el camino señalado por los santos y los mártires, que dieron su vida por el Evangelio (cf. ib., 4).

1106 4. Mientras la Iglesia universal se prepara para cruzar el umbral del tercer milenio de la era cristiana, los pastores de Oceanía se han reunido en la comunión, unidos al Sucesor de Pedro, para tratar de dar un nuevo impulso a la solicitud pastoral que los lleva a anunciar el reino de Cristo en las diversas culturas y tradiciones humanas, sociales y religiosas, y en la admirable multiplicidad de sus pueblos.

El apóstol Pablo, en la segunda lectura, explica en qué consiste el reino del que habla Jesús. Escribe a los Colosenses: demos gracias a Dios, que «nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados » (
Col 1,13-14). Precisamente este perdón de los pecados se convirtió en la herencia del buen ladrón en el Calvario. Él fue el primero en experimentar que Cristo es rey por ser Redentor.

A continuación, el Apóstol explica en qué consiste la realeza de Cristo: «Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda creatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles; (...) todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él» (Col 1,15-17). Por tanto, Cristo es Rey ante todo como primogénito de toda creatura.

El texto paulino prosigue: «Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1,18-20). Con estas palabras, el Apóstol confirma de nuevo y justifica lo que había revelado sobre la esencia de la realeza de Cristo: Cristo es Rey como primogénito de entre los muertos. En otras palabras: como Redentor del mundo, Cristo crucificado y resucitado es el Rey de la humanidad nueva.

5. «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42).

En el Calvario, Jesús tuvo un compañero de pasión bastante singular: un ladrón. Para ese desventurado, el camino de la cruz se transformó infaliblemente en el camino del paraíso (cf. Lc Lc 23,43), el camino de la verdad y de la vida, el camino del Reino. Hoy lo recordamos como el «buen ladrón». En esta circunstancia solemne, en la que estamos reunidos alrededor del altar de Cristo para inaugurar un Sínodo, que tiene ante sí todo un continente con sus problemas y sus esperanzas, podemos hacer nuestra la oración del «buen ladrón»:

Jesús, acuérdate de mí, acuérdate de nosotros, acuérdate de los pueblos a los que los pastores aquí reunidos dan diariamente el pan vivo y verdadero de tu Evangelio a lo largo y a lo ancho de espacios ilimitados, por mar y por tierra. Mientras pedimos que venga tu reino, nos damos cuenta de que tu promesa se convierte en realidad: después de haberte seguido, venimos a ti, a tu reino, atraídos por ti, elevado en la cruz (cf. Jn Jn 12,32); a ti, elevado sobre la historia y en el centro de ella, alfa y omega, principio y fin (cf. Ap Ap 22,13), Señor del tiempo y de los siglos.

A ti nos dirigimos con las palabras de un antiguo himno: «Por tu muerte dolorosa, Rey de eterna gloria, has obtenido para los pueblos la vida eterna; por eso el mundo entero te llama Rey de los hombres. ¡Reina sobre nosotros, Cristo Señor!». Amén.

B. Juan Pablo II Homilías 1099