B. Juan Pablo II Homilías 1115


MISA PARA LOS UNIVERSITARIOS ROMANOS



Martes 15 de diciembre de 1998



1. «El Señor está cerca de quien lo busca».

Las palabras del Salmo responsorial nos recuerdan el sentido del Adviento y subrayan la actitud que debemos tomar para vivir plenamente este tiempo litúrgico. El anuncio resulta particularmente significativo para aquellos a quienes la fe y el compromiso profesional impulsan a hacer de la búsqueda una dimensión importante de su vida.

Hoy, este anuncio se dirige de modo especial a vosotros, ilustres y queridos representantes de las universidades de Roma y de Italia: rectores, profesores y alumnos, cada vez más numerosos en esta cita tradicional de Adviento, como preparación para la santa Navidad. A todos os doy mi cordial bienvenida. Saludo al ministro de Universidades e investigación científica y a las demás autoridades académicas; saludo a la representación de directores administrativos, que participan por primera vez en este encuentro. Doy las gracias al rector magnífico y a la joven estudiante, que se han hecho intérpretes, en cierto sentido, de toda la comunidad académica romana e italiana.

2. Nuestro encuentro se sitúa en el tiempo litúrgico del Adviento, que brinda mensajes sugestivos y profundos. Ante el Señor ya cercano .«Dominus prope! » (Ph 4,5). y el Rey al que debemos adoración .«Regem venturum, Dominum, venite adoremus» (Breviario romano)., tenemos que dejarnos interpelar por las grandes cuestiones de la vida. Se trata de interrogantes siempre actuales, que atañen al origen y al fin del hombre. Son preguntas que ya se plante ó el concilio Vaticano II en la constitución Gaudium et spes. Esos interrogantes nos acompañan constantemente; más aún, podríamos decir que existen juntamente con nosotros. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo y a dónde voy? ¿Cuál es el sentido de mi existencia y de ser una criatura humana? ¿Por qué siento esta perenne «inquietud», como solía llamarla san Agustín? ¿Por qué razones debo responder constantemente a las exigencias de la moral, distinguir el bien del mal, hacer el bien y evitar y vencer el mal? Nadie puede dejar de plantearse estas preguntas. La sagrada Escritura, comenzando por el libro del Génesis, les da respuestas exhaustivas. Y esas respuestas constituyen, de algún modo, el contenido del Adviento de la Iglesia, que actualiza el pasado y nos proyecta al futuro.

«El Señor está cerca de quien lo busca », dice la liturgia de hoy, abriéndonos magníficas perspectivas. En efecto, «cerca » y «lejos» son categorías relacionadas con la distancia mensurable en el espacio, con la distancia mensurable en horas, años, siglos y milenios. Sin embargo, el tiempo del Adviento nos invita a considerar sobre todo la dimensión espiritual y profunda de esa distancia, es decir, su referencia a Dios. ¿Qué es y cómo podemos percibir la cercanía o la lejanía de Dios? ¿No es en el «corazón inquieto » del hombre donde se percibe de modo sensible y adecuado la dimensión espiritual de la distancia y de la cercanía de Dios?

3. El hombre es visibilidad y misterio, cercanía y lejanía de Dios, frágil posesión y búsqueda continua. Sólo captando estas coordenadas íntimas del ser humano podemos comprender el Adviento como tiempo de espera del Mesías.

¿Quién es el Mesías, Redentor del mundo? ¿Por qué y en qué consiste su venida? Una vez más, para adentrarnos en este camino, debemos tomar como punto de referencia el libro del Génesis. Nos revela que el pecado y su entrada en la historia es la causa de la distancia entre el hombre y Dios, cuyo símbolo elocuente es la expulsión de nuestros primeros padres del paraíso terrenal.

Dios mismo, a continuación, manifiesta que el alejamiento del hombre a causa del pecado no es irrevocable. Más aún, exhorta a la humanidad a esperar al Mesías, que vendrá con la fuerza del Espíritu Santo, para enfrentarse al mal o, mejor, al príncipe de la mentira. El libro del Génesis anuncia expresamente que es el Hijo de la mujer, e invita a esperarlo y a prepararse para acogerlo dignamente. Los libros sucesivos del Antiguo Testamento, precisando y ampliando este anuncio, hablan del Mesías que nacerá en Israel, el pueblo elegido por Dios entre todas las naciones.

A medida que se acerca la «plenitud de los tiempos» (Ga 4,4), la espera se va cumpliendo y se comprende cada vez mejor su sentido y su valor. Con Juan el Bautista, esa espera se convierte en una pregunta concreta, la que los discípulos del Precursor hacen a Cristo: «¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Lc 7,19). Esta misma pregunta se la hicieron otras muchas veces; sabemos que la respuesta de Cristo fue la causa de su crucifixión y de su muerte, pero podemos decir que esa respuesta fue indirectamente la causa de su resurrección, de la manifestación plena de su mesianidad. Eso es lo que se llama historia de la salvación. De este modo admirable, se cumplió la promesa hecha a la humanidad después del pecado original.

1116 4. Amadísimos hermanos y hermanas, el tiempo de Adviento se nos da para que podamos hacer nuestro una vez más el contenido de esa pregunta: ¿Eres tú el Mesías?, ¿eres tú el Hijo de Dios? No se trata simplemente de imitar a los discípulos de Juan el Bautista, o de proponer de nuevo el pasado; al contrario, es preciso vivir intensamente los interrogantes y las esperanzas de nuestros días.

La experiencia diaria y los acontecimientos de cada época muestran que la humanidad y cada persona están en continua espera de esa respuesta de Cristo, que avanza en la historia, viene a nuestro encuentro como el cumplimiento esperado de los eventos humanos. Sólo en él, colmado el horizonte caduco del tiempo y de las realidades terrenas, a veces maravillosas y atrayentes, encontraremos la respuesta definitiva a la pregunta sobre la venida del Mesías que hace vibrar el corazón humano.

Queridos jóvenes alumnos e ilustres profesores, también para vosotros la espera de Cristo debe traducirse en búsqueda diaria de la verdad, que ilumina los senderos de la vida en todas sus expresiones. Además, la verdad impulsa a la caridad, testimonio auténtico que transforma la existencia de la persona y las estructuras de la sociedad.

La revelación bíblica pone de relieve el vínculo profundo e intrínseco que existe entre la verdad y la caridad, cuando exhorta a «hacer la verdad en la caridad... » (
Ep 4,15); y, sobre todo, cuando Jesús, el revelador del Padre, afirma: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6).

La cima del conocimiento de Dios se alcanza en el amor: en el amor que ilumina y transforma con la verdad de Cristo el corazón del hombre. El hombre necesita amor, necesita verdad, para no dilapidar el frágil tesoro de la libertad.

5. En la universidad hay un signo vivo del Evangelio: es la capilla.Me complace ver que van multiplicándose en los diversos centros universitarios de la ciudad. A todas y cada una quiero entregar esta tarde la cruz de la misión ciudadana. Queridos hermanos, amad las capellanías universitarias y brindad con gusto vuestra colaboración para las actividades pastorales, numerosas e importantes, que se promueven gradualmente.

Deseo expresar aquí mi profunda estima a los profesores que están dedicando tiempo y energías a la preparación del jubileo de los profesores universitarios y a quienes están preparando activamente la Jornada mundial de la juventud del año 2000, después de la de París. Me complace, asimismo, el desarrollo de los grupos culturales en las diferentes facultades, y deseo que estén al servicio de la Palabra que, sembrada en los terrenos de las investigaciones más osadas, las hace producir abundantes frutos de bien para el hombre.

También oro para que la iniciativa de las catequesis sobre el Padrenuestro en la universidad, que han ido intensificándose durante este año de misión en los ambientes, ayude a cada creyente a profundizar su conciencia de la llamada a ser levadura evangélica en el mundo universitario.

6. «Regem venturum, Dominum, venite adoremus!».

El tiempo de Adviento, y especialmente la Novena de Navidad, que comenzaremos mañana, nos estimula a dirigir nuestra mirada al Señor que viene. Precisamente la certeza de su vuelta gloriosa da sentido a nuestra espera y a nuestro trabajo diario. Al contemplar a Jesús con la actitud interior de María, Virgen de la escucha, se fortifica nuestro compromiso, a veces arduo y fatigoso, y se vuelve fecunda nuestra búsqueda activa.

El Señor está cerca de quien lo busca, nos repite la liturgia durante estos días. Dirijamos a él nuestra mirada e invoquémoslo: ¡Ven, Señor Jesús! ¡Ven, Redentor del hombre! ¡Ven a salvarnos! «Dominus prope»: el Señor está cerca de quien lo busca. Venid y adorémoslo. Amén.
* * * *


1117 (Al final de la eucaristía entregó la cruz de la misión ciudadana a treinta y cuatro jóvenes para que las coloquen en las capillas universitarias)

Queridos universitarios, Jesucristo es el único Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre. Os confío estas cruces para que en vuestras capillas universitarias recuerden a todos los que las miren el misterio de pasión y gloria que da sentido a nuestro camino de fe y de vida. María, que estuvo al pie de la cruz de su Hijo, os guíe y apoye para que acojáis y deis a conocer a Jesucristo, único Salvador del mundo.





HOMILÍA


Misa de medianoche

(Navidad, 25 de diciembre de 1998)



1. "No temáis, pues os anuncio una gran alegría... os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor" (Lc 2,10-11).

En esta Noche Santa la liturgia nos invita a celebrar con alegría el gran acontecimiento del nacimiento de Jesús en Belén. Como hemos escuchado en el Evangelio de Lucas, viene a la luz en una familia pobre de medios materiales, pero rica de alegría. Nace en un establo, porque para Él no hay lugar en la posada (cf. Lc Lc 2,7); es acostado en un pesebre, porque no tiene una cuna; llega al mundo en pleno abandono, ignorándolo todos y, al mismo tiempo, acogido y reconocido en primer lugar por los pastores, que reciben del ángel el anuncio de su nacimiento.

Este acontecimiento esconde un misterio. Lo revelan los coros de los mensajeros celestiales que cantan el nacimiento de Jesús y proclaman "gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor" (Lc 2,14). La alabanza a lo largo de los siglos se hace oración que sube del corazón de las multitudes, que en la Noche Santa siguen acogiendo al Hijo de Dios.

2. Mysterium: acontecimiento y misterio. Nace un hombre, que es el Hijo eterno del Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra: en este acontecimiento extraordinario se revela el misterio de Dios. En la Palabra que se hace hombre se manifiesta el prodigio de Dios encarnado. El misterio ilumina el acontecimiento del nacimiento: un niño es adorado por los pastores en la gruta de Belén. Es "el Salvador del mundo", es "Cristo Señor" (cf. Lc Lc 2,11). Sus ojos ven a un recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre, y en aquella "señal", gracias a la luz interior de la fe, reconocen al Mesías anunciado por los Profetas.

3. Es el Emmanuel, «Dios-con-nosotros», que viene a llenar de gracia la tierra. Viene al mundo para transformar la creación. Se hace hombre entre los hombres, para que en Él y por medio de Él todo ser humano pueda renovarse profundamente. Con su nacimiento, nos introduce a todos en la dimensión de la divinidad, concediendo a quien acoge su don con fe la posibilidad de participar de su misma vida divina.

Éste es el significado de la salvación de la que oyen hablar los pastores en la noche de Belén: "Os ha nacido un Salvador" (Lc 2,11). La venida de Cristo entre nosotros es el centro de la historia, que desde entonces adquiere una nueva dimensión. En cierto modo, es Dios mismo que escribe la historia entrando en ella. El acontecimiento de la Encarnación se abre así para abrazar totalmente la historia humana, desde la creación a la parusía. Por esto en la liturgia canta toda la creación expresando su propia alegría: aplauden los ríos; vitorean los campos; se alegran las numerosas islas (cf. Sal Ps 98,8 Ps 96,12 Ps 97,1).

Todo ser creado sobre la faz de la tierra acoge este anuncio. En el silencio atónito del universo, resuena con eco cósmico lo que la liturgia pone en boca de la Iglesia: Christus natus est nobis. Venite adoremus!

1118 4. Cristo ha nacido para nosotros, ¡venid a adorarlo! Pienso ya en la Navidad del próximo año cuando, si Dios quiere, daré inicio al Gran Jubileo con la apertura de la Puerta Santa. Será un Año Santo verdaderamente grande, porque de manera muy singular se celebrará el bimilenario del acontecimiento-misterio de la Encarnación, con la cual la humanidad alcanzó el culmen de su vocación. Dios se hizo Hombre para hacer al ser humano partícipe de su propia divinidad.

¡Éste es el anuncio de la salvación; éste es el mensaje de la Navidad! La Iglesia lo proclama también, en esta noche, mediante mis palabras, para que lo oigan los pueblos y las naciones de toda la tierra: Christus natus est nobis - Cristo ha nacido para nosotros. Venite, adoremus! - ¡Venid a adorarlo!





TE DEUM


31 de diciembre de 1998



1. La Iglesia, en Roma y en todo el mundo, se reúne esta tarde para cantar el Te Deum, mientras termina el año 1998.

Te Deum laudamus: te Dominum confitemur. Te aeternum Patrem omnis terra veneratur.

Ya estamos en el umbral del año 1999, que nos introducirá en el gran jubileo. Está dedicado al Padre celestial, según la estructura trinitaria de este trienio, con el que concluyen el siglo XX y el segundo milenio. La dimensión trinitaria, inscrita en la vida diaria del cristiano, se refleja en la fórmula conclusiva de toda plegaria litúrgica: «Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que es Dios y vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos».

Dios Padre, misterio inefable, se nos reveló por medio de su Hijo, Jesucristo, que nació, murió y resucitó por nosotros, y nos santifica con la fuerza del Espíritu Santo. Aclamamos solemnemente a la santísima Trinidad mediante el Te Deum, con las palabras venerables de una larga tradición:

Patrem immensae maiestatis; venerandum tuum verum et unicum Filium; Sanctum quoque Paraclitum Spiritum.

Padre de la vida y de la santidad, Padre nuestro, que estás en el cielo. Padre, al que «nadie conoce (...), sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27).

Padre de Jesucristo y Padre nuestro.

2. El texto bíblico, que acabamos de escuchar, nos recuerda que Dios, además de enviarnos, «al llegar la plenitud de los tiempos», a su Hijo unigénito, también «ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Ga 4,4-7).

1119 ¡Abbá, Padre! En estas palabras, que el Espíritu suscita en el corazón de los creyentes, resuena el eco de la invocación de Jesús, tal como la recogieron sus discípulos de sus mismos labios. Al hacerla nuestra, tomamos viva conciencia de la realidad de nuestra adopción como hijos en Cristo, Hijo eterno y unigénito del Padre, que se hizo hombre en el seno de María.

Esta tarde, al despedir el año 1998, nos presentamos al Padre para darle gracias por todo el bien que nos ha concedido durante estos últimos doce meses. Acudimos a él para pedirle perdón por nuestros pecados y por los ajenos, y para proclamar con abandono confiando: «Dios santo, fuerte e inmortal, ten piedad de nosotros». Y le decimos: «Bendito seas Señor, Padre que estás en

el cielo, porque en tu infinita misericordia te has inclinado sobre la miseria del hombre y nos has dado a Jesús, tu Hijo, nacido de mujer, nuestro salvador y amigo, hermano y redentor» (Oración para el tercer año de preparación al gran jubileo: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de diciembre de 1998, p. 1).

3. En esta hora de oración, mi pensamiento va con particular afecto a los habitantes de nuestra ciudad. Los encomiendo al Señor, junto con sus familias, las parroquias y las instituciones públicas. Oro especialmente por los que, agobiados por dificultades y sufrimientos, no se sienten capaces de mirar con esperanza al nuevo año. A todos os expreso mis cordiales deseos de paz y prosperidad para el 1999, que ya está a la puerta.

Asimismo, quiero saludar con afecto a cuantos están presentes en esta tradicional cita espiritual de fin de año, comenzando por el cardenal vicario, los obispos auxiliares de Roma y los demás prelados que nos acompañan en esta celebración. Saludo de modo especial al padre Kolvenbach, prepósito general de la Compañía de Jesús, y a los padres jesuitas, a cuyo cuidado está confiado este templo, lleno de recuerdos de santidad.

Expreso mi profunda gratitud al alcalde de Roma y a los miembros del Ayuntamiento por su participación y su renovado homenaje del cáliz votivo, recordando con intensa alegría la visita que el Señor me permitió realizar al Capitolio a comienzos de 1998. Extiendo mi saludo al prefecto de Roma, que desde hace pocos días ha asumido esta importante responsabilidad; al presidente de la Junta regional del Lacio y a todas las autoridades civiles, militares y religiosas que se han dado cita aquí.

4. ¿Cómo agradecer a Dios los abundantes dones que nos ha concedido durante este año que está a punto de terminar? Esta tarde quisiera darle gracias, junto con vosotros, especialmente por cuanto ha obrado en nuestra comunidad diocesana. Pienso en las visitas a las parroquias, ocasiones valiosas y enriquecedoras de fecundos encuentros pastorales. En el arco de estos veinte años he visitado 278, encontrando en cada una de ellas fervor de fe y de obras, gracias a la acción de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, romanos u originarios de otras partes de Italia y del mundo.

También doy gracias al Señor por la misión ciudadana, que este año se ha caracterizado sobre todo por las visitas a las familias. Al entrar en las casas, los misioneros por lo general han encontrado una acogida positiva, y han sido testigos de significativos testimonios de fe, incluso de personas que no frecuentan regularmente la iglesia. Deseo que prosigan esos contactos pastorales con cada núcleo familiar, tanto mediante la bendición de las casas como mediante otras iniciativas oportunas, ya experimentadas con provecho en muchas parroquias romanas.

Esta tarde deseo dar gracias al Señor, en particular, por los miles de misioneros que, trabajando ya desde hace dos años, constituyen un recurso providencial para dar a la pastoral diocesana un creciente impulso apostólico, también con vistas al gran jubileo del año 2000.

Dentro de doce meses, ya estaremos en el Año santo, y empezarán a llegar numerosos peregrinos desde todas las partes de la tierra. Espero de corazón que los acoja una Iglesia viva y llena de fervor religioso; una Iglesia generosa y sensible a las exigencias de los hermanos, especialmente de los más pobres y necesitados.

5. Al hacer el balance del año transcurrido, no puedo menos de recordar las dificultades y los problemas que, también en Roma, han influido en la existencia de muchos hermanos y hermanas nuestros. Pienso en las familias que se esfuerzan por lograr que les cuadre su balance diario; en los menores con dificultades y en los jóvenes sin perspectivas de futuro; en los enfermos, en los ancianos y en los que viven solos; en las personas abandonadas, en las que carecen de un hogar y en las que se sienten rechazadas por la sociedad. Ojalá que el año nuevo les traiga serenidad y esperanza. Gracias a una amplia colaboración y a medidas sociales, económicas y políticas más abiertas a la iniciativa y al cambio, se promoverán en la ciudad actitudes de mayor confianza y más creativas.

1120 De modo especial, quisiera invitar de nuevo a los creyentes a proseguir su esfuerzo de reflexión y programación, para que Roma, «apoyándose en su misión espiritual y civil, y aprovechando su patrimonio de humanidad, cultura y fe, promueva su desarrollo civil y económico también con vistas al bien de toda la nación italiana» (Carta sobre el evangelio del trabajo, 8 de diciembre de 1998, n. 8: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de diciembre de 1998, p. 9). Espero de corazón que nuestra ciudad se presente a la cita del jubileo profundamente renovada en todas las dimensiones de la vida social y espiritual.

6. Este deseo mío se convierte en oración, para que el Señor bendiga el esfuerzo de todos. A él encomendémosle todos nuestros anhelos y proyectos. A él elevemos nuestra alabanza y nuestra oración filial y confiada:

«A ti, Padre de la vida, principio sin principio, suma bondad y eterna luz, con el Hijo y el Espíritu, honor y gloria, alabanza y gratitud, por los siglos sin fin. Amén» (Oración para el tercer año de preparación al gran jubileo).





1999



SOLEMNIDAD DE MARÍA, MADRE DE DIOS



1 de enero de 1999



1. Christus heri et hodie, principium et finis, alpha et omega... «Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (Misal romano, preparación del cirio pascual).

Todos los años, durante la Vigilia pascual, la Iglesia renueva esta solemne aclamación a Cristo, Señor del tiempo. También el último día del año proclamamos esta verdad, en el paso del «ayer» al «hoy»: «ayer», al dar gracias a Dios por la conclusión del año viejo; «hoy», al acoger el año que empieza. Heri et hodie. Celebramos a Cristo que, como dice la Escritura, es «el mismo ayer, hoy y siempre» (He 13,8). Él es el Señor de la historia; suyos son los siglos y los milenios.

Al comenzar el año 1999, el último antes del gran jubileo, parece que el misterio de la historia se revela ante nosotros con una profundidad más intensa. Precisamente por eso, la Iglesia ha querido imprimir el signo trinitario de la presencia del Dios vivo sobre el trienio de preparación inmediata para el acontecimiento jubilar.

2. El primer día del nuevo año concluye la Octava de la Navidad del Señor y está dedicado a la santísima Virgen, venerada como Madre de Dios. El evangelio nos recuerda que «guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19). Así sucedió en Belén, en el Gólgota, al pie de la cruz, y el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió al cenáculo.

Y lo mismo sucede también hoy. La Madre de Dios y de los hombres guarda y medita en su corazón todos los problemas de la humanidad, grandes y difíciles. La Alma Redemptoris Mater camina con nosotros y nos guía, con ternura materna, hacia el futuro. Así, ayuda a la humanidad a cruzar todos los «umbrales» de los años, de los siglos y de los milenios, sosteniendo su esperanza en aquel que es el Señor de la historia

3. Heri et hodie. Ayer y hoy. «Ayer» invita a la retrospección. Cuando dirigimos nuestra mirada a los acontecimientos de este siglo que está a punto de terminar, se presentan ante nuestros ojos las dos guerras mundiales: cementerios, tumbas de caídos, familias destruidas, llanto y desesperación, miseria y sufrimiento. ¿Cómo olvidar los campos de muerte, a los hijos de Israel exterminados cruelmente y a los santos mártires: el padre Maximiliano Kolbe, sor Edith Stein y tantos otros?

1121 Sin embargo, nuestro siglo es también el siglo de la Declaración universal de derechos del hombre, cuyo 50° aniversario se celebró recientemente. Teniendo presente precisamente este aniversario, en el tradicional Mensaje para la actual Jornada mundial de la paz, quise recordar que el secreto de la paz verdadera reside en el respeto de los derechos humanos. «El reconocimiento de la dignidad innata de todos los miembros de la familia humana (...) es el fundamento de la libertad, de la justicia y de la paz en el mundo» (n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de diciembre de 1998, p. 6).

El concilio Vaticano II, el concilio que ha preparado a la Iglesia para entrar en el tercer milenio, reafirmó que el mundo, teatro de la historia del género humano, ha sido liberado de la esclavitud del pecado por Cristo crucificado y resucitado, «para que se transforme, según el designio de Dios, y llegue a su consumación» (Gaudium et spes
GS 2). Es así como los creyentes miran al mundo de nuestros días, a la vez que avanzan gradualmente hacia el umbral del año 2000.

4. El Verbo eterno, al hacerse hombre, entró en el mundo y lo acogió para redimirlo. Por tanto, el mundo no sólo está marcado por la terrible herencia del pecado; es, ante todo, un mundo salvado por Cristo, el Hijo de Dios, crucificado y resucitado. Jesús es el Redentor del mundo, el Señor de la historia. Eius sunt tempora et saecula: suyos son los años y los siglos. Por eso creemos que, al entrar en el tercer milenio junto con Cristo, cooperaremos en la transformación del mundo redimido por él. Mundus creatus, mundus redemptus.

Desgraciadamente, la humanidad cede a la influencia del mal de muchos modos. Sin embargo, impulsada por la gracia, se levanta continuamente, y camina hacia el bien guiada por la fuerza de la redención. Camina hacia Cristo, según el proyecto de Dios Padre.

«Jesucristo es el principio y el fin, el alfa y la omega. Suyo es el tiempo y la eternidad».

Empecemos este año nuevo en su nombre. Que María nos obtenga la gracia de ser fieles discípulos suyos, para que con palabras y obras lo glorifiquemos y honremos por los siglos de los siglos: Ipsi gloria et imperium per universa aeternitatis saecula. Amén.



SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA



Basílica de San Pedro, 6 de enero de 1999



1. «La luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron» (Jn 1,5).

Toda la liturgia habla hoy de la luz de Cristo, de la luz que se encendió en la noche santa. La misma luz que guió a los pastores hasta el portal de Belén indicó el camino, el día de la Epifanía, a los Magos que fueron desde Oriente para adorar al Rey de los judíos, y resplandece para todos los hombres y todos los pueblos que anhelan encontrar a Dios.

En su búsqueda espiritual, el ser humano ya dispone naturalmente de una luz que lo guía: es la razón, gracias a la cual puede orientarse, aunque a tientas (cf. Hch Ac 17,27), hacia su Creador. Pero, dado que es fácil perder el camino, Dios mismo vino en su ayuda con la luz de la revelación, que alcanzó su plenitud en la encarnación del Verbo, Palabra eterna de verdad.

La Epifanía celebra la aparición en el mundo de esta luz divina, con la que Dios salió al encuentro de la débil luz de la razón humana. Así, en la solemnidad de hoy, se propone la íntima relación que existe entre la razón y la fe, las dos alas de que dispone el espíritu humano para elevarse hacia la contemplación de la verdad, como recordé en la reciente encíclica Fides et ratio.

1122 2. Cristo no es sólo luz que ilumina el camino del hombre. También se ha hecho camino para sus pasos inciertos hacia Dios, fuente de vida. Un día dijo a los Apóstoles: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto» (Jn 14,6-7). Y, ante la objeción de Felipe, añadió: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. (...) Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,9 Jn 14,11). La epifanía del Hijo es la epifanía del Padre.

¿No es éste, en definitiva, el objetivo de la venida de Cristo al mundo? Él mismo afirmó que había venido para «dar a conocer al Padre», para «explicar» a los hombres quién es Dios y para revelar su rostro, su «nombre» (cf. Jn Jn 17,6). La vida eterna consiste en el encuentro con el Padre (cf. Jn Jn 17,3). Por eso, ¡cuán oportuna es esta reflexión, especialmente durante el año dedicado al Padre!

La Iglesia prolonga en los siglos la misión de su Señor: su compromiso principal consiste en dar a conocer a todos los hombres el rostro del Padre, reflejando la luz de Cristo, lumen gentium, luz de amor, de verdad y de paz. Para esto el divino Maestro envió al mundo a los Apóstoles, y envía continuamente, con el mismo Espíritu, a los obispos, sus sucesores.

3. Siguiendo una significativa tradición, en la solemnidad de la Epifanía, el Obispo de Roma confiere la ordenación episcopal a algunos prelados, y hoy tengo la alegría de consagraros a vosotros, amadísimos hermanos, para que, con la plenitud del sacerdocio, lleguéis a ser ministros de la epifanía de Dios entre los hombres. A cada uno de vosotros se confían misiones específicas, diferentes una de otra, pero todas encaminadas a difundir el único Evangelio de salvación entre los hombres.

Tú, monseñor Alessandro D'Errico, como nuncio apostólico en Pakistán; tú, monseñor Salvatore Pennacchio, como mi representante en Ruanda; y tú, monseñor Alain Lebeaupin, como nuncio apostólico en Ecuador, seréis testigos de la unidad y la comunión entre las Iglesias particulares y la Sede apostólica.

A ti, monseñor Cesare Mazzolari, te ha sido encomendada la diócesis de Rumbek, en Sudán, una tierra cuya población, que desde hace años vive en medio de grandes sufrimientos, espera una paz justa, en el respeto a los derechos humanos de todos, comenzando por los más débiles; y tú, monseñor Pierre Tran Dinh Tu, estás llamado a ser mensajero de esperanza en la diócesis de Phú Cuong, en Vietnam, entre hermanos y hermanas en la fe, probados por muchas dificultades.

Tú, monseñor Diarmuid Martin, secretario del Consejo pontificio Justicia y paz; y tú, monseñor José Luis Redrado Marchite, secretario del Consejo pontificio para la pastoral de los agentes sanitarios, continuaréis vuestro apreciado servicio en la Curia romana, teniendo ante vuestros ojos el vasto horizonte de la Iglesia entera.

Tu misión, monseñor Rafael Cob García, vicario apostólico de Puyo, Ecuador, es rica en expectativas; y también lo es la tuya, monseñor Mathew Moolakkattu, auxiliar del obispo de Kottayam de los siro-malabares en la India: vuestras personas me traen a la memoria Asia y América, continentes para los que celebramos recientemente dos Asambleas especiales del Sínodo de los obispos.

Dios quiera que cada uno de vosotros, nuevos obispos a quienes voy a imponer hoy las manos, lleve por doquier, con las palabras y las obras, el anuncio gozoso de la Epifanía, en la que el Hijo reveló al mundo el rostro del Padre rico en misericordia.

4. El mundo, en el umbral del tercer milenio, tiene gran necesidad de experimentar la bondad divina; de sentir el amor de Dios a toda persona.

También a nuestra época se puede aplicar el oráculo del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: «La oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos, mas sobre ti amanece el Señor y su gloria sobre ti aparece» (Is 60,2-3). En el paso, por decirlo así, del segundo al tercer milenio, la Iglesia está llamada a revestirse de luz (cf. Is Is 60,1), para resplandecer como una ciudad situada en la cima de un monte: la Iglesia no puede permanecer oculta (cf. Mt Mt 5,14), porque los hombres necesitan recoger su mensaje de luz y esperanza, y glorificar al Padre que está en los cielos (cf. Mt Mt 5,16).

1123 Conscientes de esta tarea apostólica y misionera, que compete a todo el pueblo cristiano, pero especialmente a cuantos el Espíritu Santo ha puesto como obispos para pastorear la Iglesia de Dios (cf. Hch Ac 20,28), vamos como peregrinos a Belén, a fin de unirnos a los Magos de Oriente, mientras ofrecen dones al Rey recién nacido.

Pero el verdadero don es él: Jesús, el don de Dios al mundo. Debemos acogerlo a él, para llevarlo a cuantos encontremos en nuestro camino. Él es para todos la epifanía, la manifestación de Dios, esperanza del hombre, de Dios, liberación del hombre, de Dios, salvación del hombre.

Cristo nació en Belén por nosotros.

Venid, adorémoslo. Amén.





B. Juan Pablo II Homilías 1115