B. Juan Pablo II Homilías 1146


VISITA A LA PARROQUIA ROMANA

DE SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS EN PÁNFILO



Domingo 21 de marzo de 1999

1. «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11,25-26 cf. Aclamación antes del Evangelio ).


1147 Podemos imaginar la sorpresa que ese anuncio provocó en los oyentes, los cuales, sin embargo, pudieron constatar poco después la verdad de las palabras de Jesús, cuando, obedeciendo a su orden, Lázaro, que ya llevaba cuatro días en el sepulcro, salió afuera vivo. Jesús dio más tarde una confirmación aún más clamorosa de su asombrosa afirmación cuando, con su propia resurrección, consiguió la victoria definitiva sobre el mal y la muerte.

Lo que muchos siglos antes había anunciado el profeta Ezequiel, al dirigirse a los israelitas deportados de Babilonia: «Os infundiré mi espíritu y viviréis» (
Ez 37,14), se hará realidad en el misterio pascual, y el apóstol san Pablo lo presentará como el núcleo fundamental de la nueva vida de los creyentes: «Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8,9).

¿No consiste precisamente en esto la actualidad del mensaje evangélico? En una sociedad en la que se manifiestan signos de muerte, pero donde se advierte al mismo tiempo una profunda necesidad de esperanza de vida, los cristianos tienen la misión de seguir proclamando a Cristo, «resurrección y vida» del hombre. Sí, frente a los síntomas de una «cultura de muerte» que avanza, también hoy debe resonar la gran revelación de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida».

2. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de Santa Teresa del Niño Jesús en Pánfilo, me alegra encontrarme hoy entre vosotros, prosiguiendo mi visita pastoral a las parroquias de nuestra diócesis.

Saludo cordialmente al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro párroco, padre Tommaso Pacini, y a los religiosos carmelitas descalzos que colaboran en la dirección de la parroquia. Mi pensamiento va asimismo a las religiosas, a los miembros del consejo pastoral y a los integrantes de los diversos grupos parroquiales, que realizan un valioso trabajo en los diferentes campos de la pastoral parroquial.

Saludo con afecto a todas las personas que viven en este barrio. En particular, deseo saludar a los ancianos, que sé que son numerosos, pero también a las familias jóvenes que se han trasladado recientemente a esta zona. Ojalá que la parroquia, llamada a ser una auténtica «familia de familias», sea cada vez más una comunidad acogedora para ellas, a fin de que les ayude a realizar su vocación al servicio del Evangelio.

3. Hace dos días celebramos la solemnidad de san José, esposo de la Virgen María, custodio del Redentor y trabajador. En este momento, quisiera recordar a cuantos pasan gran parte del día trabajando en las diversas instituciones presentes en este barrio: el Instituto poligráfico del Estado, el ENEL, la escuela secundaria estatal «Vittorio Alfieri», así como las numerosas oficinas y sedes diplomáticas. Sé que, en el ámbito de la misión ciudadana, en la que también vosotros participáis activamente, y os felicito por ello, vuestra comunidad parroquial está cada vez más atenta a las exigencias de los diversos ambientes y trata de proyectar y proponer adecuadas iniciativas de formación y oración en los momentos más oportunos para quienes durante todo el día se dedican a actividades productivas.

Los creyentes deben «ser presencia» activa y evangelizadora en los lugares de trabajo. Al reunirse en la parroquia para orar juntos y crecer en la fe, también están llamados a ser levadura de renovación espiritual donde trabajan. Han de convertirse en apóstoles de sus hermanos, dirigiéndoles la invitación evangélica «ven y verás» (cf. Jn Jn 1,46) y ayudándoles a redescubrir y vivir con mayor convicción los valores cristianos.

A propósito de la misión ciudadana, ¿cómo no encomendar su camino futuro a la patrona de esta parroquia, santa Teresa del Niño Jesús, a quien llamáis familiarmente santa Teresita? Vivió tan intensamente el celo misionero entre las paredes del Carmelo, que fue proclamada patrona de las misiones. Además de la misión ciudadana, encomendémosle también las «misiones ad gentes» de la diócesis de Roma y a todos los misioneros romanos, que han ido a muchas partes del mundo para sembrar generosamente la semilla evangélica.

4. La vida y el mensaje espiritual de santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, que tuve la alegría de proclamar doctora de la Iglesia el 19 de octubre de 1997, son muy elocuentes para la Iglesia de nuestro tiempo. Pienso, por ejemplo, en lo mucho que puede enseñar a los numerosos fieles que, en todo el mundo, se preparan para venir en peregrinación a Roma, con ocasión del Año santo. También santa Teresa de Lisieux peregrinó a Roma, en 1887. Precisamente en esta iglesia se conserva, entre sus reliquias, el velo que llevaba con ocasión de •la audiencia pontificia, en la que pidió y obtuvo la autorización del Papa León XIII para poder entrar en el Carmelo aunque sólo tenía 15 años de edad.

La joven Teresa se entusiasmó al descubrir Roma, «ciudad santuario», en la que se hallan innumerables testimonios de santidad y amor a Cristo. Además, Teresa supo expresar y sintetizar en su experiencia mística el núcleo mismo del mensaje vinculado al próximo jubileo, es decir, el anuncio de la misericordia de Dios Padre y la invitación a confiar totalmente en él, que sale al encuentro de todos y que a todos quiere salvar mediante la cruz de Cristo.

1148 5. Santa Teresa nos recuerda también el entusiasmo y la generosidad de los jóvenes. Su entrega continua al amor misericordioso de Dios hizo que su juventud fuera más feliz y luminosa. Queridos jóvenes de esta parroquia y jóvenes de toda la diócesis, con quienes tendré la alegría de encontrarme en el Vaticano el jueves próximo, os deseo que alcancéis la sencillez de corazón y la santidad de la «joven» Teresa, para experimentar su confianza en la providencia misericordiosa de Dios. ¿No son precisamente los jóvenes quienes sienten intensamente la necesidad de ser acogidos, amados y perdonados? A vosotros, queridos muchachos y muchachas, deseo recordaros una vez más que sólo en Dios podemos encontrar la fuente que sacia toda sed de amor y de verdad presente en nuestro corazón. Os deseo que experimentéis la fascinación de este amor divino y que lo viváis en vuestra vida diaria.

Amadísimos feligreses de esta parroquia, mientras venía me preguntaba por qué, en el título de vuestra parroquia, después del nombre de Santa Teresa del Niño Jesús, aparece la expresión «en Pánfilo». Como bien sabéis, es porque bajo el altar mayor se encuentra la tumba de san Pánfilo, mártir romano del siglo III. Este venerado sepulcro forma parte de un amplio conjunto de cementerios y de monumentos cristianos de gran belleza. Que el testimonio de san Pánfilo y de los numerosos mártires de la Iglesia de Roma nos anime y estimule a testimoniar con valentía nuestra fidelidad a Cristo.

6. Repitamos con el evangelista: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que tenía que venir al mundo» (
Jn 11,27).

Como Marta, la hermana de Lázaro, también nosotros queremos renovar hoy nuestra fe en Jesús y nuestra amistad con él. Por su muerte y resurrección, se nos comunica la vida plena en el Espíritu Santo. La vida divina puede transformar nuestra existencia en don de amor a Dios y a nuestros hermanos.

Que santa Teresa del Niño Jesús y san Pánfilo, mártir, nos ayuden con su ejemplo y su intercesión, para que, como hemos orado al comienzo de la celebración eucarística, «vivamos siempre de aquel mismo amor que movió al Hijo de Dios a entregarse a la muerte por la salvación del mundo» (Oración colecta). Amén.



DOMINGO DE RAMOS



XIV Jornada mundial de la juventud

28 de marzo de 1999



1. «Cristo se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Ph 2,8).

La celebración de la Semana santa comienza con el «¡Hosanna!» de este domingo de Ramos, y llega a su momento culminante en el «¡Crucifícalo!» del Viernes santo. Pero no se trata de un contrasentido; es, más bien, el centro del misterio que la liturgia quiere proclamar: Jesús se entregó voluntariamente a su pasión, no se vio obligado por fuerzas superiores a él (cf. Jn Jn 10,18). Él mismo, escrutando la voluntad del Padre, comprendió que había llegado su hora, y la aceptó con la obediencia libre del Hijo y con infinito amor a los hombres.

Jesús llevó nuestros pecados a la cruz, y nuestros pecados llevaron a Jesús a la cruz: fue triturado por nuestras culpas (cf. Is Is 53,5). A David, que buscaba al responsable del delito que le había contado Natán, el profeta le responde: «Tú eres ese hombre» (2S 12,7). La palabra de Dios nos responde lo mismo a nosotros, que nos preguntamos quién hizo morir a Jesús: «Tú eres ese hombre». En efecto, el proceso y la pasión de Jesús continúan en el mundo actual, y los renueva cada persona que, cayendo en el pecado, prolonga el grito: «No a éste, sino a Barrabás. ¡Crucifícalo!».

2. Al contemplar a Jesús en su pasión, vemos como en un espejo los sufrimientos de la humanidad, así como nuestras situaciones personales. Cristo, aunque no tenía pecado, tomó sobre sí lo que el hombre no podía soportar: la injusticia, el mal, el pecado, el odio, el sufrimiento y, por último, la muerte. En Cristo, Hijo del hombre humillado y sufriente, Dios ama a todos, perdona a todos y da el sentido último a la existencia humana.

1149 Nos encontramos aquí, esta mañana, para recoger este mensaje del Padre que nos ama. Podemos preguntarnos: ¿qué quiere de nosotros? Quiere que, al contemplar a Jesús, aceptemos seguirlo en su pasión, para compartir con él la resurrección. En este momento nos vienen a la memoria las palabras que Jesús dijo a sus discípulos: «El cáliz que yo voy a beber, también vosotros lo beberéis y seréis bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado» (Mc 10,39). «Si alguno quiere venir en pos de mí, (...) tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,24-25).

El «Hosanna» y el «Crucifícalo» se convierten así en la medida de un modo de concebir la vida, la fe y el testimonio cristiano: no debemos desalentarnos por las derrotas, ni exaltarnos por las victorias, porque, como sucedió con Cristo, la única victoria es la fidelidad a la misión recibida del Padre: «Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el nombre que está sobre todo nombre» (Ph 2,9).

3. La primera parte de la celebración de hoy nos ha hecho revivir la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. ¿Quién intuyó, en aquel día fatídico, que Jesús de Nazaret, el Maestro que hablaba con autoridad (cf. Lc Lc 4,32), era el Mesías, el hijo de David, el Salvador esperado y prometido? Fue el pueblo, y los más entusiastas y activos en medio del pueblo fueron los jóvenes, que se convirtieron así, en cierto modo, en «heraldos» del Mesías. Comprendieron que aquella era la hora de Dios, la hora anhelada y bendita, esperada durante siglos por Israel, y, llevando ramos de olivo y de palma, proclamaron el triunfo de Jesús.

Continuando espiritualmente ese acontecimiento, se celebra desde hace ya catorce años la Jornada mundial de la juventud, durante la cual los jóvenes, reunidos con sus pastores, profesan y proclaman con alegría su fe en Cristo, se interrogan sobre sus aspiraciones más profundas, experimentan la comunión eclesial, confirman y renuevan su compromiso en la urgente tarea de la nueva evangelización.

Buscan al Señor en el centro del misterio pascual. El misterio de la cruz gloriosa se convierte para ellos en el gran don y, al mismo tiempo, en el signo de la madurez de la fe. Con su cruz, símbolo universal del amor, Cristo guía a los jóvenes del mundo a la gran «asamblea» del reino de Dios, que transforma los corazones y la sociedad.

¿Cómo no dar gracias al Señor por las Jornadas mundiales de la juventud, que empezaron en 1985 precisamente en la plaza de San Pedro y que, siguiendo la «cruz del Año santo», han recorrido el mundo como una larga peregrinación hacia el nuevo milenio? ¿Cómo no alabar a Dios, que revela a los jóvenes los secretos de su reino (cf. Mt Mt 11,25), por todos los frutos de bien y de testimonio cristiano que ha suscitado esta feliz iniciativa?

Esta Jornada mundial de la juventud es la última antes de la gran cita jubilar, última de este siglo y de este milenio; por eso, reviste una importancia singular. Ojalá que, con la contribución de todos, sea una fuerte experiencia de fe y de comunión eclesial.

4. Los jóvenes de Jerusalén aclamaban: «¡Hosanna al Hijo de David!» (Mt 21,9). Jóvenes, amigos míos, ¿queréis también vosotros, como vuestros coetáneos de aquel día lejano, reconocer a Jesús como el Mesías, el salvador, el maestro, el guía, el amigo de vuestra vida? Recordad: sólo él conoce a fondo lo que hay en todo ser humano (cf. Jn Jn 2,25); sólo él le enseña a abrirse al misterio y a llamar a Dios con el nombre de Padre, «Abbá»; sólo él lo capacita para un amor gratuito a su prójimo, acogido y reconocido como «hermano» y «hermana».

Queridos jóvenes, salid con gozo al encuentro de Cristo, que alegra vuestra juventud. Buscadlo y encontradlo en la adhesión a su palabra y a su misteriosa presencia eclesial y sacramental. Vivid con él en la fidelidad a su Evangelio, que en verdad es exigente hasta el sacrificio, pero que, al mismo tiempo, es la única fuente de esperanza y de auténtica felicidad. Amadlo en el rostro de vuestro hermano necesitado de justicia, de ayuda, de amistad y de amor.

En vísperas del nuevo milenio, ésta es vuestra hora. El mundo contemporáneo os abre nuevos senderos y os llama a ser portadores de fe y alegría, como expresan los ramos de palma y de olivo que lleváis hoy en las manos, símbolo de una nueva primavera de gracia, de belleza, de bondad y de paz. El Señor Jesús está con vosotros y os acompaña.

5. Todos los años la Iglesia entra con emoción, durante la Semana santa, en el misterio pascual, conmemorando la muerte y la resurrección del Señor.

1150 Precisamente en virtud del misterio pascual, que la engendra, puede proclamar ante el mundo, con las palabras y las obras de sus hijos: «Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (Ph 2,11). ¡Sí! Jesucristo es el Señor. Es el Señor del tiempo y de la historia, el Redentor y el Salvador del hombre. ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna! Amén.





DURANTE LA MISA CRISMAL


Jueves Santo, 1 de abril de 1999



1. «Aquel que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino, y hecho sacerdotes de Dios, su Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (Ap 1,5-6).

Cristo, el Sacerdote de la alianza nueva y eterna, ha entrado por medio de su sangre en el santuario celestial, después de realizar, de una vez para siempre, el perdón de los pecados de toda la humanidad.

En el umbral del Triduo santo, los sacerdotes de todas las Iglesias particulares del mundo se reúnen con sus obispos para la solemne Misa crismal, durante la cual renuevan las promesas sacerdotales. También el presbiterio de la Iglesia que está en Roma se congrega en torno a su Obispo, antes del gran día, en el que la liturgia recuerda cómo Cristo se convirtió, con su sangre, en el único y eterno sacerdote.

Os saludo cordialmente a cada uno de vosotros, amadísimos hermanos en el sacerdocio, y en particular al cardenal vicario, a los cardenales concelebrantes, a los obispos auxiliares y a los demás prelados presentes. Es grande mi alegría al volver a encontrarme con vosotros en este día que, para nosotros, ministros ordenados, tiene el aroma de la unción sagrada con que hemos sido consagrados a imagen de aquel que es el Consagrado del Padre.

«Él viene en las nubes. Todo ojo lo verá; también los que lo atravesaron» (Ap 1,7). Mañana, la liturgia del Viernes santo actualizará para nosotros lo que dice el autor del Apocalipsis, con las palabras que acabamos de proclamar. En este día santísimo de la pasión y muerte de Cristo, todos los altares se despojarán y quedarán envueltos en un gran silencio: ninguna misa se celebrará en el momento en que haremos la memoria anual del único sacrificio, ofrecido de modo cruento por Cristo sacerdote en el altar de la cruz.

2. «Nos ha convertido en un reino, y hecho sacerdotes» (Ap 1,6). Cristo no sólo realizó personalmente el sacrificio redentor, que quita el pecado del mundo y glorifica de forma perfecta al Padre. También instituyó el sacerdocio como sacramento de la nueva alianza, para que el único sacrificio ofrecido por él al Padre de modo cruento pudiera renovarse continuamente en la Iglesia de modo incruento, bajo las especies del pan y del vino. El Jueves santo es, precisamente, el día en que conmemoramos de modo especial el sacerdocio que Cristo instituyó en la última cena, uniéndolo indisolublemente al sacrificio eucarístico.

«Nos ha (...) hecho sacerdotes». Nos ha hecho partícipes de su único sacerdocio, para que pudiera renovarse en todos los altares del mundo y en todas las épocas de la historia el sacrificio cruento e irrepetible del Calvario. El Jueves santo es la gran fiesta de los presbíteros. Esta tarde renovaremos el memorial de la institución del sacrificio eucarístico, según la cronología de los acontecimientos pascuales, tal como nos los transmiten los evangelios. En cambio, la liturgia solemne de esta mañana es una singular acción de gracias a Dios por parte de todos nosotros que, por un don que es a la vez misterio, participamos íntimamente en el sacerdocio de Cristo. Cada uno de nosotros hace suyas las palabras del salmo: «Misericordias Domini in aeternum cantabo», «Cantaré eternamente las misericordias del Señor» (Ps 88,2).

3. Queremos renovar en nosotros la certeza de ese don. En cierto sentido, queremos recibirlo de nuevo, para orientarlo hacia un ulterior servicio. En efecto, nuestro sacerdocio sacramental es un ministerio, un servicio singular y específico. Servimos a Cristo, a fin de que su sacerdocio único e irrepetible pueda vivir y actuar siempre en la Iglesia para el bien de los fieles. Servimos al pueblo cristiano, a nuestros hermanos y hermanas, quienes, mediante nuestro ministerio sacramental, participan de manera cada vez más profunda en la redención de Cristo.

Hoy, con especial intensidad, cada uno de nosotros puede repetir con Cristo las palabras del profeta Isaías proclamadas en el evangelio: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena nueva a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).

1151 4. «Un año de gracia del Señor». Queridos hermanos, ya nos encontramos cerca del umbral de un extraordinario año de gracia, el gran jubileo, en el que celebraremos el bimilenario de la Encarnación. Éste es el último Jueves santo antes del año 2000.

Me alegra entregar idealmente a los presbíteros del todo el mundo la Carta que les he dirigido para esta circunstancia. En el año dedicado al Padre, la paternidad de todo sacerdote, reflejo de la del Padre celestial, debe ser cada vez más evidente, para que el pueblo cristiano y los hombres de toda raza y cultura experimenten el amor que Dios les tiene y lo sigan con fidelidad. Que el próximo jubileo sea para todos ocasión propicia para experimentar el amor misericordioso de Dios, poderosa energía espiritual que renueva el corazón del hombre.

Durante esta solemne celebración eucarística pidamos al Señor que la gracia del gran jubileo madure plenamente en todos los miembros del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y, de modo particular, en los sacerdotes.

El Año santo ya cercano nos llama a todos nosotros, ministros ordenados, a estar completamente disponibles al don misericordioso que Dios Padre quiere dispensar con abundancia a todo ser humano. El Padre busca este tipo de sacerdotes (cf. Jn
Jn 4,23). ¡Ojalá que los encuentre rebosantes de su santa unción, para difundir entre los pobres la buena nueva de la salvación! Amén.





EN LA MISA «IN CENA DOMINI»


Jueves Santo, 1 de abril de 1999



1. «Adoro te devote,
latens Deitas,
quae sub his figuris
vere latitas».

«Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias».

Revivimos esta tarde la última cena, durante la cual el divino Salvador, la noche en que fue entregado, nos dejó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre, memorial de su muerte y su resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad (cf. Sacrosanctum Concilium SC 47).

1152 Todas las lecturas de esta celebración hablan de ritos y gestos destinados a imprimir en la historia el designio salvífico de Dios. El libro del Éxodo nos transmite el documento sacerdotal que fija las prescripciones para la celebración de la pascua judía. El apóstol Pablo, en la primera carta a los Corintios, transmite a la Iglesia el testimonio más antiguo sobre la nueva cena pascual cristiana: es el rito de la alianza nueva y eterna, instituido por Jesús en el cenáculo antes de su pasión. Y, por último, el evangelista san Juan, iluminado por el Espíritu Santo, sintetiza el sentido profundo del sacrificio de Cristo en el gesto del «lavatorio de los pies».

Se trata de la Pascua del Señor, que hunde sus raíces en la historia del pueblo de Israel y encuentra su realización plena en Jesucristo, Cordero de Dios inmolado por nuestra salvación.

2. La Iglesia vive de la Eucaristía. Gracias al ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores, a lo largo de una cadena ininterrumpida que comienza en el cenáculo, las palabras y los gestos de Cristo se renuevan siguiendo el camino de la Iglesia, para ofrecer el pan de vida a los hombres de todas las generaciones: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía. (...) Éste es el cáliz de la nueva alianza sellada con mi sangre; cuantas veces lo bebáis, hacedlo en memoria mía» (
1Co 11,24-25).

La Eucaristía, en cuanto renovación sacramental del sacrificio de la cruz, constituye la culminación de la obra redentora: proclama y actualiza ese misterio, que es fuente de vida para todo hombre. En efecto, cada vez que comemos de este pan y bebemos del cáliz, proclamamos la muerte del Señor, hasta que vuelva (cf. 1Co 11,26).

Después de la consagración, el sacerdote proclama: «Mysterium fidei!», y la asamblea responde: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!». Sí, hoy podemos comprender de modo especial que es verdaderamente grande el «misterio de la fe»; y la sencillez de los símbolos eucarísticos, el pan y el vino, la mesa y el banquete fraterno, exalta mucho más su profundidad.

3. «O memoriale mortis Domini!
Panis vivus,
vitam praestans homini!».

«Memorial de la muerte del Señor, pan vivo que das la vida al hombre».

La muerte del Hijo de Dios se transforma para nosotros en fuente de vida. Éste es el misterio pascual; ésta es la nueva creación. La Iglesia confiesa esta fe con las palabras de santo Tomás de Aquino, implorando:

«Pie Pellicane, Iesu Domine,
me immundum munda
1153 tuo sanguine, cuius una stilla
salvum facere totum mundum
quit ab omni scelere».

«Señor Jesús, bondadoso pelícano, límpiame a mí, inmundo, con tu sangre, de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero».

Fuerza vivificadora de la muerte de Cristo. Fuerza purificadora de la sangre de Cristo, que obtiene el perdón de los pecados para los hombres de todos los tiempos y lugares. Sublimidad del sacrificio redentor, en el que hallan su plenitud todas las víctimas de la ley antigua.

4. Este misterio de amor, «incomprensible» para el ser humano, se ofrece completamente en el sacramento de la Eucaristía. Esta tarde, hasta la medianoche, el pueblo cristiano está invitado a inclinarse ante él en adoración silenciosa:

«Iesu, quem velatum nunc aspicio,
oro, fiat illud quod tam sitio:
ut, te revelata cernens facie,
visu sim beatus tuae gloriae».

«Jesús, a quien ahora veo oculto, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que, al mirar tu rostro cara a cara, sea yo feliz viendo tu gloria».

1154 Ésta es la fe de la Iglesia. Ésta es la fe de cada uno de nosotros ante el sublime misterio eucarístico. Sí, que cesen las palabras y quede la adoración. En silencio.

«Ave, verum corpus,
natum de Maria Virgine...».

«Salve, cuerpo verdadero,
nacido de María Virgen,
verdaderamente atormentado,
inmolado en la cruz
por el hombre (...).
¡Oh Jesús dulce! ¡Oh Jesús piadoso!
¡Oh Jesús, hijo de María!». Amén.



JUAN PABLO II

Homilía del Santo Padre

Vigilia Pascual, 3 de abril de 1999


1155 1. "La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular" (Ps 117,22).

Esta noche, la liturgia nos habla con la abundancia y la riqueza de la palabra de Dios. Esta Vigilia es no sólo el centro del año litúrgico, sino de alguna manera su matriz. En efecto, a partir de ella se desarrolla toda la vida sacramental. Podría decirse que está preparada abundantemente la mesa en torno a la cual la Iglesia reúne esta noche a sus hijos; reúne, de manera particular, a quienes han de recibir el Bautismo.

Pienso directamente en vosotros, queridos Catecúmenos, que dentro de poco renaceréis del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn Jn 3,5). Con gran gozo os saludo y saludo, al mismo tiempo, a los Países de donde venís: Albania, Cabo Verde, China, Francia, Marruecos y Hungría.

Con el Bautismo os convertiréis en miembros del Cuerpo de Cristo, partícipes plenamente de su misterio de comunión. Que vuestra vida permanezca inmersa constantemente en este misterio pascual, de modo que seáis siempre auténticos testigos del amor de Dios.

2. No sólo vosotros, queridos catecúmenos, sino también todos los bautizados están llamados esta noche a hacer en la fe una experiencia profunda de lo que poco antes hemos escuchado en la Epístola: "Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del padre, así también nosotros andemos en una vida nueva" (Rm 6,3-4).

Ser cristianos significa participar personalmente en la muerte y resurrección de Cristo. Esta participación es realizada de manera sacramental por el Bautismo sobre el cual, como sólido fundamento, se edifica la existencia cristiana de cada uno de nosotros. Y es por esto que el Salmo responsorial nos ha exhortado a dar gracias: "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia... La diestra del Señor... es excelsa. No he de morir, viviré, para contar las hazañas del Señor" (Ps 117,1-2 Ps 117,16-17). En esta noche santa la Iglesia repite estas palabras de acción de gracias mientras confesa la verdad sobre Cristo que "padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día" (cf. Credo).

3. "Noche en que veló el Señor... por todas las generaciones" (Ex 12,42).

Estas palabras del Libro del Éxodo concluyen la narración de la salida de los Israelitas de Egipto. Resuenan con una elocuencia singular durante la Vigilia pascual, en cuyo contexto cobran la plenitud de su significado. En este año dedicado a Dios Padre, ¿cómo no recordar que esta noche, la noche de Pascua, es la gran "noche de vigilia" del Padre? Las dimensiones de esta "vigilia" de Dios abarcan todo el Triduo pascual. Sin embargo, el Padre "vela" de manera particular durante el Sábado Santo, mientras el hijo yace muerto en el sepulcro. El misterio de la victoria de Cristo sobre el pecado del mundo está encerrado precisamente en el velar del Padre. Él "vela" sobre toda la misión terrena del Hijo. Su infinita compasión llega a su culmen en la hora de la pasión y de la muerte: la hora en que el Hijo es abandonado, para que los hijos sean encontrados; el Hijo muere, para que los hijos puedan volver a la vida.

La vela del Padre explica la resurrección del Hijo: incluso en la hora de la muerte, no desaparece la relación de amor en Dios, no desaparece el Espíritu Santo que, derramado por Jesús moribundo en la cruz, llena de luz las tinieblas del mal y resucita a Cristo, constituyéndolo Hijo de Dios con poder y gloria (cf. Rm Rm 1,4).

4. "La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular" (Ps 117,22). A la luz de la Resurrección de Cristo, ¡cómo sobresale en plenitud esta verdad que canta el Salmista! Condenado a una muerte ignominiosa, el Hijo del hombre, crucificado y resucitado, se ha convertido en la piedra angular para la vida de la Iglesia y de cada cristiano.

"Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente" (Ps 117,23). Esto sucedió en esta noche santa. Lo pudieron constatar las mujeres que "el primer día de la semana... cuando aún estaba oscuro" (Jn 20,1), fueron al sepulcro para ungir el cuerpo del Señor y encontraron la tumba vacía. oyeron la voz del ángel: "No temáis, ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí: ha resucitado" (cf. Mt Mt 28,1-5).

1156 Así se cumplieron las palabras proféticas del Salmista: "La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular". Ésta es nuestra fe. Ésta es la fe de la Iglesia y nosotros nos gloriamos de profesarla en el umbral del tercer milenio, porque la Pascua de Cristo es la esperanza del mundo, ayer, hoy y siempre.

Amén.



VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE LA VIRGEN DE LORETO



Domingo «in albis», 11 de abril de 1999



1. «A los ocho días (...) llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y dijo: "Paz a vosotros"» (Jn 20,26).

En esta octava de Pascua, resuena el saludo de paz que Jesús dirigió a los Apóstoles el mismo día de su resurrección: «Paz a vosotros». Con su muerte y resurrección, Cristo nos ha reconciliado con el Padre, y a todos los que lo acogen les ha ofrecido el don valioso de la paz. Su gracia redentora los hace testigos de su paz y los compromete a convertirse en artífices de paz, acogiendo este don sobrenatural de Dios y traduciéndolo en gestos concretos de reconciliación y fraternidad.

¡Cuánta necesidad de auténtica paz tiene el mundo en este último tramo del milenio! Afecta a las personas, a las familias y a la vida misma de las naciones. Por desgracia, ¡cuántas situaciones de tensión y guerra perduran en el mundo, tanto en Europa como en otros continentes! Durante estos días, nuestros ojos están llenos de las imágenes de violencia y muerte que provienen de Kosovo y de los Balcanes, donde se libra una guerra con consecuencias dramáticas. A pesar de todo, no queremos perder la esperanza de la paz. Como santo Tomás y los demás Apóstoles, durante este tiempo pascual estamos llamados a renovar nuestra fe en el Señor vencedor del pecado y la muerte, acogiendo su don de la paz y difundiéndolo con todos los medios de que disponemos.

2. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de Santa María de Loreto en Castelverde, me alegra encontrarme finalmente en vuestra comunidad, que no pude visitar al inicio del pasado mes de febrero. Doy gracias al Señor por la oportunidad que me brinda de estar entre vosotros este domingo, llamado tradicionalmente «in albis». Comparto de buen grado con vosotros la alegría del tiempo pascual, expresada repetidamente durante estos días con las palabras del salmista: «Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Ps 118,24)

Dirijo un saludo cordial al cardenal vicario, al monseñor vicegerente, a vuestro querido párroco, don Patrizio Milano, y a sus colaboradores, así como a las religiosas Franciscanas de los Sagrados Corazones, a los miembros del consejo pastoral parroquial y a todos los componentes de los diversos grupos, asociaciones y movimientos presentes en la parroquia. Os saludo con afecto a todos vosotros, queridos feligreses, con un recuerdo particular para los pobres y los enfermos, que constituyen un auténtico «tesoro» de vuestra comunidad.

Sabéis bien que no es la primera vez que vuestra comunidad parroquial recibe la visita del Sucesor de Pedro. En efecto, mi venerado predecesor, el siervo de Dios Papa Pablo VI, de quien concluyó hace pocas semanas la fase diocesana del proceso de beatificación, os visitó el 5 de marzo de 1967: es una circunstancia que merece ser recordada. Su paso dejó una huella profunda en el corazón de las personas, pero también en la misma denominación del territorio, hasta entonces llamado Castellaccio. En efecto, el Papa, al ver la exuberante vegetación de esta zona, exclamó: «¡Debería llamarse Castelverde y no Castellaccio!». Y la administración municipal, acogiendo prontamente su propuesta, cambió el nombre del barrio.

3. Hoy, más de treinta años después de esa fecha, el Papa está nuevamente entre vosotros. Deseo que este encuentro sea una ocasión propicia para que todos intensifiquen su camino hacia Dios, gracias a una existencia cristiana más sólida, animada por la escucha constante de la palabra de Dios, vivificada por la práctica frecuente de los sacramentos y caracterizada por un genuino testimonio evangélico en todos los ambientes y en todas las situaciones.

Queridos hermanos y hermanas, el Señor resucitado os llama como individuos y como parroquia a anunciar su Evangelio con el mismo estilo de la comunidad apostólica descrito en la primera lectura de hoy (cf. Hch Ac 2,42-43). Así mostraréis el valor de la fe que os anima y la profundidad de vuestro amor a Cristo (cf. 1P 1,7-8). Y entonces seréis dichosos, según la promesa de Jesús (cf. Jn Jn 20,28), puesto que, aunque no tenéis la posibilidad de tocar, como santo Tomás, las señales de la crucifixión en el cuerpo del Resucitado, creéis en él y queréis ser sus apóstoles intrépidos y generosos.


B. Juan Pablo II Homilías 1146