B. Juan Pablo II Homilías 1157

1157 En esta ardua tarea os sostiene la misión ciudadana, oportunidad providencial para la nueva evangelización. Sé que en vuestra parroquia habéis continuado laudablemente esa importante iniciativa apostólica también durante este año, visitando a las familias, potenciando los centros de escucha y procurando llevar a cada uno de sus habitantes el anuncio del Evangelio. Estoy convencido de que la misión no terminará con la celebración de la fase conclusiva en la solemne Vigilia de Pentecostés. ¿Cómo se podrían dejar sin respuestas adecuadas las numerosas expectativas que la misión ha despertado en el corazón de la gente? Muchas personas desean una vida cristiana más auténtica, y hay que alentar y sostener este anhelo con iniciativas espirituales y misioneras apropiadas. Os corresponde a vosotros prolongar esta extraordinaria experiencia apostólica, teniendo en cuenta las expectativas y los desafíos relacionados con vuestro barrio, que ha cambiado notablemente durante estos años.

Ya han pasado más de 45 años desde que, en 1953, se puso la primera piedra de la iglesia, bajo la protección de la Virgen de Loreto, tan querida a los habitantes de Las Marcas, región de la que provenía gran parte de los primeros habitantes de Castelverde. Gracias a Dios, con el paso de los años se ha alcanzado cierto bienestar, y muchos han tenido la posibilidad de construir una casa para su familia y sus hijos. Pero, junto con el progreso social, a menudo fruto de grandes sacrificios, han aparecido algunos fenómenos típicos de las sociedades de consumo. A veces se filtra cierta superficialidad en la vivencia de la fe. Existe el riesgo de un aislamiento en sí mismos, sin tener debidamente en cuenta los problemas de los menos favorecidos. Se siente la crisis de la familia, al mismo tiempo que los jóvenes esperan propuestas de vida exigentes, para no caer en una existencia mediocre y superficial.

4. El Señor resucitado nos llama a todos a un renovado esfuerzo apostólico. Id, nos dice a cada uno. Id, anunciad el Evangelio, y no tengáis miedo. Él está con nosotros todos los días hasta el fin de los tiempos. Fortalecidos por esta certeza, amadísimos hermanos y hermanas, no dudéis en ser apóstoles del Resucitado. Cada uno tiene la tarea de dar, en su nombre, un generoso impulso a los valores espirituales, como la fidelidad, la acogida y la defensa de la vida en todas sus fases, el amor al prójimo, y la perseverancia en la fe también en medio de las inevitables dificultades de todos los días. No olvidéis que es necesario redescubrir el gusto de la oración, para que el testimonio cristiano alcance el anhelado y vigoroso despertar. A este propósito, me congratulo con vosotros por la hermosa práctica de la oración nocturna, que tiene lugar en vuestra iglesia los primeros viernes de mes. Con ocasión del ya inminente jubileo, sería bueno que en todas las parroquias se realizaran iniciativas similares, para proponer a los peregrinos que lleguen a Roma una ocasión de auténtica espiritualidad.

Encomendemos a la Virgen de Loreto, protectora de vuestra parroquia, no sólo el éxito de este encuentro, sino también las expectativas y los proyectos de toda vuestra comunidad parroquial. La Virgen os proteja y os inspire pensamientos de paz y reconciliación, para que siempre sepáis dar razón de vuestra esperanza. Ella asista a las personas que viven en el barrio y a la comunidad de los marquesanos residentes en Roma. Virgen de Loreto, ¡ruega por nosotros!



CANONIZACIÓN DE LOS BEATOS MARCELINO CHAMPAGNAT,

JUAN CALABRIA Y AGUSTINA LIVIA PIETRANTONI



Domingo 18 de abril de 1999



1. «Tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (Lc 24,30-31).

Acabamos de escuchar estas palabras del evangelio de san Lucas, que narran el encuentro de Jesús con dos de sus discípulos en camino hacia la aldea de Emaús, el mismo día de su resurrección. Ese encuentro inesperado alegra el corazón de los dos viandantes desconsolados, y les devuelve la esperanza. El evangelio dice que, después de reconocerlo, «al momento se volvieron a Jerusalén» (Lc 24,33). Sentían necesidad de comunicar a los Apóstoles «lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan» (Lc 24,35).

Del encuentro personal con Jesús brota, en el corazón de los creyentes, el deseo de dar testimonio de él. Es lo que sucedió en la vida de los tres nuevos santos, a quienes hoy tengo la alegría de elevar a la gloria de los altares: Marcelino Benito Champagnat, Juan Calabria y Agustina Livia Pietrantoni. Abrieron sus ojos a los signos de la presencia de Cristo: lo adoraron y acogieron en la Eucaristía, lo amaron en sus hermanos más necesitados, y reconocieron las huellas de su designio de salvación en los acontecimientos de la existencia diaria.

Escucharon las palabras de Jesús y cultivaron su compañía, sintiendo arder su corazón en el pecho. ¡Qué fascinación tan indescriptible ejerce la presencia misteriosa del Señor en los que lo acogen! Es la experiencia de los santos. Es la misma experiencia espiritual que podemos hacer nosotros, peregrinos por los caminos del mundo hacia la patria celestial. El Resucitado también sale a nuestro encuentro con su palabra, revelándonos su amor infinito en el sacramento del Pan eucarístico, partido para la salvación de toda la humanidad. Que los ojos de nuestro espíritu se abran a su verdad y a su amor, como sucedió con Marcelino•Benito Champagnat, Juan Calabria y Agustina Livia Pietrantoni.

2. «¿No ardía nuestro corazón mientras nos explicaba las Escrituras?». Este deseo ardiente de Dios que tenían los discípulos de Emaús se manifestó vivamente en Marcelino Champagnat, que fue un sacerdote conquistado por el amor de Jesús y de María. Gracias a su fe inquebrantable, permaneció fiel a Cristo, incluso en medio de las dificultades, en un mundo a menudo sin el sentido de Dios. También nosotros estamos llamados a fortalecernos con la contemplación de Cristo resucitado, siguiendo el ejemplo de la Virgen María.

San Marcelino anunció el Evangelio con un corazón ardiente. Fue sensible a las necesidades espirituales y educativas de su época, especialmente a la ignorancia religiosa y a las situaciones de abandono que vivía particularmente la juventud. Su sentido pastoral es ejemplar para los sacerdotes: llamados a proclamar la buena nueva, también deben ser verdaderos educadores para los jóvenes, que buscan un sentido a su existencia, acompañando a cada uno en su camino y explicándoles las Escrituras. El padre Champagnat es, asimismo, un modelo para los padres y los educadores: les ayuda a contemplar con esperanza a los jóvenes y a amarlos con un amor total, que favorece una verdadera formación humana, moral y espiritual.

1158 Marcelino Champagnat nos invita, además, a ser misioneros, para dar a conocer y hacer amar a Jesucristo, como lo hicieron los Hermanos Maristas incluso en Asia y Oceanía. Con María como guía y Madre, el cristiano es misionero y servidor de los hombres. Pidamos al Señor un corazón tan ardiente como el de Marcelino Champagnat, para reconocerlo y ser sus testigos.

3. «Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos testigos» (
Ac 2,32).

«Todos nosotros somos testigos»: el que habla es Pedro, en nombre de los Apóstoles. En su voz reconocemos la de los innumerables discípulos, que a lo largo de los siglos han hecho de su vida un testimonio del Señor muerto y resucitado. A este coro se unen los santos canonizados hoy. Se une don Juan Calabria, testigo ejemplar de la Resurrección. En él resplandecen la fe ardiente, la caridad genuina, el espíritu de sacrificio, el amor a la pobreza, el celo por las almas y la fidelidad a la Iglesia.

En este año dedicado al Padre, que nos introduce en el gran jubileo del año 2000, estamos invitados a dar el máximo relieve a la virtud de la caridad. Toda la vida de Juan Calabria fue un evangelio vivo, rebosante de caridad: caridad hacia Dios y caridad hacia sus hermanos, especialmente hacia los más pobres. La fuente de su amor al prójimo eran la confianza ilimitada y el abandono filial con respecto al Padre celestial. A sus colaboradores solía repetir las palabras evangélicas: «Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33).

4. El ideal evangélico de la caridad hacia el prójimo, especialmente hacia los humildes, los enfermos y los abandonados, impulsó también a Agustina Livia Pietrantoni a las cumbres de la santidad. Sor Agustina, formada en la escuela de santa Juana Antida Thouret, comprendió que el amor a Jesús exige el servicio generoso a los hermanos. En efecto, en su rostro, especialmente en el de los más necesitados, resplandece el rostro de Cristo. «Sólo Dios» fue la «brújula» que orientó todas sus opciones de vida. «Amarás», el mandamiento primero y fundamental, puesto al comienzo de la «Regla de vida de las Hermanas de la Caridad», fue la fuente inspiradora de los gestos de solidaridad de la nueva santa, el impulso interior que la sostuvo en su entrega a los demás.

En la primera carta de san Pedro, que acabamos de escuchar, leemos que fuimos rescatados «no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha» (1P 1,19). La certeza del valor infinito de la sangre de Cristo, derramada por nosotros, indujo a santa Agustina Livia Pietrantoni a responder al amor de Dios con un amor igualmente generoso e incondicional, manifestado mediante el servicio humilde y fiel a los «queridos pobres», como solía repetir.

Dispuesta a cualquier sacrificio, testigo heroica de la caridad, pagó con su sangre el precio de la fidelidad al Amor. Que su ejemplo y su intercesión obtengan al instituto de las Hermanas de la Caridad, que celebra este año el bicentenario de su fundación, un nuevo impulso apostólico.

5. «Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída» (Lc 24,29). Los dos viandantes, cansados, pidieron a Jesús que se quedara con ellos en su casa para compartir su mesa.

Quédate con nosotros, Señor resucitado. Ésta es también nuestra aspiración diaria. Si tú te quedas con nosotros, nuestro corazón está en paz.

Acompáñanos, como hiciste con los discípulos de Emaús, en nuestro camino personal y eclesial.

Ábrenos los ojos, para que sepamos reconocer los signos de tu presencia inefable.

1159 Haz que seamos dóciles a las inspiraciones de tu Espíritu. Aliméntanos todos los días con tu Cuerpo y tu Sangre, pues así sabremos reconocerte y te serviremos en nuestros hermanos.

María, Reina de los santos, ayúdanos a poner en Dios nuestra fe y nuestra esperanza (cf.
1P 1,21).

San Marcelino Benito Champagnat, san Juan Calabria y santa Agustina Livia Pietrantoni, ¡rogad por nosotros!





Domingo «del buen pastor», 25 de abril de 1999


1. «Yo soy el buen pastor, (...) conozco a mis ovejas y las mías me conocen» (Aleluya).

Este domingo, llamado tradicionalmente del «buen pastor», se inserta en el itinerario litúrgico del tiempo pascual, que estamos recorriendo. Jesús se aplica a sí mismo esta imagen (cf. Jn Jn 10,6), arraigada en el Antiguo Testamento y muy apreciada por la tradición cristiana. Cristo es el buen pastor que, muriendo en la cruz, da la vida por sus ovejas. Se estable así una profunda comunión entre el buen Pastor y su grey. Jesús, escribe el evangelista, «a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera. (...) Y las ovejas le siguen, porque conocen su voz» (Jn 10,3-4). Una costumbre consolidada, un conocimiento real y una pertenencia recíproca unen al pastor y sus ovejas: él las cuida, y ellas confían en él y lo siguen fielmente.

Por eso, qué consoladoras son las palabras del Salmo responsorial, que acabamos de repetir: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Ps 22,1).

2. Según una hermosa tradición, desde hace algunos años, precisamente el domingo del «buen pastor» tengo la alegría de ordenar a nuevos presbíteros. Hoy son 31. Dedicarán su entusiasmo y sus energías jóvenes al servicio de la comunidad de Roma y de la Iglesia universal.

Junto con el cardenal vicario, los obispos auxiliares, los presbíteros de la diócesis y todos los presentes, doy gracias al Señor por este gran don. Comparto, de modo particular, vuestra alegría, queridos ordenandos, y la de vuestros formadores, vuestras familias y vuestros numerosos amigos, los cuales os rodean en un momento tan intenso y emocionante, que os dejará un profundo recuerdo para toda la vida.

Al aludir a vuestros formadores, mi pensamiento va, en este momento, a monseñor Plinio Pascoli, a quien el Señor llamó a sí hace algunos días. Durante muchos años fue rector del seminario romano y después obispo auxiliar, dedicando su larga existencia al cuidado de las vocaciones y a la formación de los presbíteros. Quiera Dios que su ejemplo sea para todos un ulterior estímulo a comprender la importancia del don del sacerdocio.

3. Amadísimos ordenandos, mediante el antiguo y sugestivo gesto sacramental de la imposición de las manos y la plegaria de consagración, os convertiréis en presbíteros para ser, a imagen del buen Pastor, servidores del pueblo cristiano con un título nuevo y más profundo. Participaréis en la misma misión de Cristo, sembrando a manos llenas la semilla de la palabra de Dios. El Señor os ha llamado para que seáis ministros de su misericordia y dispensadores de sus misterios.

1160 La Eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana, será el manantial cristalino que alimentará de modo incesante vuestra espiritualidad sacerdotal. En ella podréis encontrar fuerza inspiradora para el ministerio diario, impulso apostólico para la obra de evangelización y consuelo espiritual en los inevitables momentos de dificultad y lucha interior. Al acercaros al altar, en el que se renueva el sacrificio de la cruz, descubriréis cada vez más las riquezas del amor de Cristo y aprenderéis a traducirlas a la vida.

4. Queridos hermanos, es muy significativo que recibáis el sacramento del orden en este domingo del «buen pastor», en el que celebramos la Jornada mundial de oración por las vocaciones. En efecto, la misión de Cristo se prolonga a lo largo de la historia a través de la obra de los pastores, a quienes encomienda el cuidado de su grey. Como hizo con los primeros discípulos, Jesús sigue eligiendo nuevos colaboradores que cuiden de su grey mediante el ministerio de la palabra, de los sacramentos y el servicio de la caridad. La llamada al sacerdocio es un gran don y un gran misterio. Ante todo, don de la benevolencia divina, puesto que es fruto de la gracia. Y también misterio, dado que la vocación está relacionada con las profundidades de la conciencia y de la libertad humanas. Con ella, empieza un diálogo de amor que, día a día, forja la personalidad del sacerdote mediante un camino de formación que comienza en la familia, prosigue en el seminario y dura toda la vida. Sólo gracias a este ininterrumpido itinerario ascético y pastoral el sacerdote puede convertirse en icono vivo de Jesús, buen pastor, que se entrega a sí mismo por la grey confiada a su cuidado.

Me vienen a la memoria las palabras que os dirigiré dentro de poco, al entregaros las ofrendas para el sacrificio eucarístico: «Vive el misterio que se confía a tus manos». Sí, queridos ordenandos, este misterio del que seréis dispensadores es, en definitiva, Cristo mismo que, mediante la comunicación del Espíritu Santo, es fuente de santidad y llamada incesante a la santificación. Vivid este misterio: vivid a Cristo; sed Cristo. Que cada uno de vosotros pueda decir con san Pablo: «Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí» (
Ga 2,20).

5. Amadísimos hermanos y hermanas, que habéis venido para participar en esta celebración, oremos para que estos 31 nuevos presbíteros sean fieles a su misión, renueven todos los días su «sí» a Cristo y sean signo de su amor a toda persona. Pidamos también al Señor, en esta Jornada mundial de oración por las vocaciones, que suscite almas generosas, dispuestas a ponerse totalmente al servicio del reino de Dios.

María, Madre de Cristo y de la Iglesia, te encomendamos a estos hermanos nuestros que hoy reciben la ordenación. Te encomendamos, asimismo, a los sacerdotes de Roma y del mundo entero. Tú, Madre de Cristo y de los sacerdotes, acompaña a estos hijos tuyos en su ministerio y en su vida. ¡Alabado sea Jesucristo!





DURANTE LA MISA DE BEATIFICACIÓN


DEL PADRE PÍO DE PIETRELCINA


Domingo 2 de mayo de 1999



1. «¡Cantad al Señor un cántico nuevo!».

La invitación de la antífona de entrada expresa la alegría de tantos fieles que esperan desde hace tiempo la elevación a la gloria de los altares del padre Pío de Pietrelcina. Este humilde fraile capuchino ha asombrado al mundo con su vida dedicada totalmente a la oración y a la escucha de sus hermanos.

Innumerables personas fueron a visitarlo al convento de San Giovanni Rotondo, y esas peregrinaciones no han cesado, incluso después de su muerte. Cuando yo era estudiante, aquí en Roma, tuve ocasión de conocerlo personalmente, y doy gracias a Dios que me concede hoy la posibilidad de incluirlo en el catálogo de los beatos.

Recorramos esta mañana los rasgos principales de su experiencia espiritual, guiados por la liturgia de este V domingo de Pascua, en el cual tiene lugar el rito de su beatificación.

2. «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios; creed también en mí» (Jn 14,1). En la página evangélica que acabamos de proclamar hemos escuchado estas palabras de Jesús a sus discípulos, que tenían necesidad de aliento. En efecto, la mención de su próxima partida los había desalentado. Temían ser abandonados y quedarse solos, pero el Señor los consuela con una promesa concreta: «Me voy a prepararos sitio» y después «volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros» (Jn 14,2-3).

1161 En nombre de los Apóstoles replica a esta afirmación Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?» (Jn 14,5). La observación es oportuna y Jesús capta la petición que lleva implícita. La respuesta que da permanecerá a lo largo de los siglos como luz límpida para las generaciones futuras. «Yo soy el camino, la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6).

El «sitio» que Jesús va a preparar está en «la casa del Padre»; el discípulo podrá estar allí eternamente con el Maestro y participar de su misma alegría. Sin embargo, para alcanzar esa meta sólo hay un camino: Cristo, al cual el discípulo ha de ir conformándose progresivamente. La santidad consiste precisamente en esto: ya no es el cristiano el que vive, sino que Cristo mismo vive en él (cf. Ga Ga 2,20). Horizonte atractivo, que va acompañado de una promesa igualmente consoladora: «El que cree en mí, también hará las obras que yo hago, e incluso mayores. Porque yo me voy al Padre» (Jn 14,12).

3. Escuchamos estas palabras de Cristo y nuestro pensamiento se dirige al humilde fraile capuchino del Gargano. ¡Con cuánta claridad se han cumplido en el beato Pío de Pietrelcina!

«No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios...». La vida de este humilde hijo de san Francisco fue un constante ejercicio de fe, corroborado por la esperanza del cielo, donde podía estar con Cristo.

«Me voy a prepararos sitio (...) para que donde estoy yo estéis también vosotros». ¿Qué otro objetivo tuvo la durísima ascesis a la que se sometió el padre Pío desde su juventud, sino la progresiva identificación con el divino Maestro, para estar «donde está él»?

Quien acudía a San Giovanni Rotondo para participar en su misa, para pedirle consejo o confesarse, descubría en él una imagen viva de Cristo doliente y resucitado. En el rostro del padre Pío resplandecía la luz de la resurrección. Su cuerpo, marcado por los «estigmas», mostraba la íntima conexión entre la muerte y la resurrección que caracteriza el misterio pascual. Para el beato de Pietrelcina la participación en la Pasión tuvo notas de especial intensidad: los dones singulares que le fueron concedidos y los consiguientes sufrimientos interiores y místicos le permitieron vivir una experiencia plena y constante de los padecimientos del Señor, convencido firmemente de que «el Calvario es el monte de los santos».

4. No menos dolorosas, y humanamente tal vez aún más duras, fueron las pruebas que tuvo que soportar, por decirlo así, como consecuencia de sus singulares carismas. Como testimonia la historia de la santidad, Dios permite que el elegido sea a veces objeto de incomprensiones. Cuando esto acontece, la obediencia es para él un crisol de purificación, un camino de progresiva identificación con Cristo y un fortalecimiento de la auténtica santidad. A este respecto, el nuevo beato escribía a uno de sus superiores: «Actúo solamente para obedecerle, pues Dios me ha hecho entender lo que más le agrada a él, que para mí es el único medio de esperar la salvación y cantar victoria» (Epist 1P 807).

Cuando sobre él se abatió la «tempestad», tomó como regla de su existencia la exhortación de la primera carta de san Pedro, que acabamos de escuchar: Acercaos a Cristo, la piedra viva (cf. 1P 2,4). De este modo, también él se hizo «piedra viva», para la construcción del edificio espiritual que es la Iglesia. Y por esto hoy damos gracias al Señor.

5. «También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu» (1P 2,5).

¡Qué oportunas resultan estas palabras si las aplicamos a la extraordinaria experiencia eclesial surgida en torno al nuevo beato! Muchos, encontrándose directa o indirectamente con él, han recuperado la fe; siguiendo su ejemplo, se han multiplicado en todas las partes del mundo los «grupos de oración». A quienes acudían a él les proponía la santidad, diciéndoles: «Parece que Jesús no tiene otra preocupación que santificar vuestra alma» (Epist. II, p. 155).

Si la Providencia divina quiso que realizase su apostolado sin salir nunca de su convento, casi «plantado» al pie de la cruz, esto tiene un significado. Un día, en un momento de gran prueba, el Maestro divino lo consoló, diciéndole que «junto a la cruz se aprende a amar» (Epist 1P 339).

1162 Sí, la cruz de Cristo es la insigne escuela del amor; más aún, el «manantial» mismo del amor. El amor de este fiel discípulo, purificado por el dolor, atraía los corazones a Cristo y a su exigente evangelio de salvación.

6. Al mismo tiempo, su caridad se derramaba como bálsamo sobre las debilidades y sufrimientos de sus hermanos. El padre Pío, además de su celo por las almas, se interesó por el dolor humano, promoviendo en San Giovanni Rotondo un hospital, al que llamó: «Casa de alivio del sufrimiento». Trató de que fuera un hospital de primer rango, pero sobre todo se preocupó de que en él se practicara una medicina verdaderamente «humanizada», en la que la relación con el enfermo estuviera marcada por la más solícita atención y la acogida más cordial. Sabía bien que quien está enfermo y sufre no sólo necesita una correcta aplicación de los medios terapéuticos, sino también y sobre todo un clima humano y espiritual que le permita encontrarse a sí mismo en la experiencia del amor de Dios y de la ternura de sus hermanos.

Con la «Casa de alivio del sufrimiento» quiso mostrar que los «milagros ordinarios» de Dios pasan a través de nuestra caridad. Es necesario estar disponibles para compartir y para servir generosamente a nuestros hermanos, sirviéndonos de todos los recursos de la ciencia médica y de la técnica.

7. El eco que esta beatificación ha suscitado en Italia y en el mundo es un signo de que la fama del padre Pío, hijo de Italia y de san Francisco de Asís, ha alcanzado un horizonte que abarca todos los continentes. Me complace saludar a cuantos han venido, comenzando por las autoridades italianas que han querido estar presentes: el señor presidente de la República, el señor presidente del Senado, el señor presidente del Gobierno, que encabeza la delegación oficial, así como numerosos ministros y personalidades. Italia está ciertamente bien representada. Pero también se hallan presentes numerosos fieles de otras naciones, que han venido para honrar al padre Pío.

A todos los que han venido, de cerca o de lejos, y en especial a los padres capuchinos, les dirijo un afectuoso saludo. A todos, gracias de corazón.

8. Quisiera concluir con las palabras del Evangelio proclamado en esta misa: «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios». Esa exhortación de Cristo la recogió el nuevo beato, que solía repetir: «Abandonaos plenamente en el corazón divino de Cristo, como un niño en los brazos de su madre». Que esta invitación penetre también en nuestro espíritu como fuente de paz, de serenidad y de alegría. ¿Por qué tener miedo, si Cristo es para nosotros el camino, la verdad y la vida? ¿Por qué no fiarse de Dios que es Padre, nuestro Padre?

«Santa María de las gracias», a la que el humilde capuchino de Pietrelcina invocó con constante y tierna devoción, nos ayude a tener los ojos fijos en Dios. Que ella nos lleve de la mano y nos impulse a buscar con tesón la caridad sobrenatural que brota del costado abierto del Crucificado.

Y tú, beato padre Pío, dirige desde el cielo tu mirada hacia nosotros, reunidos en esta plaza, y a cuantos están congregados en la plaza de San Juan de Letrán y en San Giovanni Rotondo. Intercede por aquellos que, en todo el mundo, se unen espiritualmente a esta celebración, elevando a ti sus súplicas. Ven en ayuda de cada uno y concede la paz y el consuelo a todos los corazones.

Amén.



VIAJE PASTORAL A RUMANÍA



DURANTE LA DIVINA LITURGIA BIZANTINA


EN LA CATEDRAL DE SAN JOSÉ


Sábado 8 de mayo de 1999



1. «Cíñete y cálzate las sandalias» (Ac 12,8). Estas palabras las dirige el ángel al apóstol san Pedro, a quien la primera lectura nos ha presentado encerrado en la cárcel. Guiado por el ángel, san Pedro puede salir y recuperar la libertad.

1163 También el Señor Jesús nos ha hablado de libertad en el pasaje evangélico que acabamos de proclamar: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8,32). Los que lo escuchan no comprenden: ¿De qué esclavitud debemos ser liberados?, se preguntan. Y Jesús explica que la esclavitud más engañosa y opresora es la del pecado (cf. Jn Jn 8,34). De esta esclavitud sólo él nos puede liberar.

He aquí el anuncio que la Iglesia ofrece al mundo: Cristo es nuestra libertad, porque él es la verdad. No es una verdad abstracta, que la razón del hombre, siempre inquieta, busca a tientas. La verdad es para nosotros la persona de Cristo. Él nos lo dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Si las tinieblas del pecado son disipadas por la luz de la vida, entonces no hay esclavitud que pueda ahogar la libertad.

2. Tú conoces bien esta verdad, querido hermano Alexandru Todea, cardenal de la santa Iglesia romana, y tú, arzobispo Gheorghe Gutiu, porque ante vosotros, como ante Pedro, se ha abierto por sí misma la pesada puerta de la esclavitud y habéis sido devueltos a vuestras Iglesias, juntamente con tantos otros hermanos y hermanas, a algunos de los cuales tenemos la alegría y el privilegio de saludar y besar espiritualmente aquí, en esta divina liturgia bizantina. Otros, en cambio, fueron ya acogidos en el abrazo del Padre durante los días de la persecución, y no pudieron ver cómo su patria recuperaba las libertades fundamentales, incluida la religiosa. Amados hermanos, vuestras cadenas, las cadenas de vuestra gente, son la gloria, el orgullo de la Iglesia: ¡la verdad os ha hecho libres! Intentaron acallar, ahogar vuestra libertad, pero no lo lograron. Habéis permanecido interiormente libres, incluso entre cadenas; libres, aun con llanto y entre privaciones; libres, aunque vuestras comunidades eran atropelladas y golpeadas. Pero «la Iglesia oraba insistentemente a Dios» (Ac 12,5) por vosotros, por ellos, por todos los creyentes en Cristo, a quienes la mentira quería destruir. Ningún hijo de las tinieblas puede tolerar el canto de la libertad, porque le echa en cara su error y su pecado.

He venido estos días a rendir homenaje al pueblo rumano, que en la historia es signo del irradiarse de la civilización romana en esta parte de Europa, donde ha perpetuado su recuerdo, su lengua y su cultura. He venido a rendir homenaje a hermanos y hermanas que han consagrado esta tierra con el testimonio de su fe, haciendo florecer en ella una civilización inspirada en el evangelio de Cristo; a un pueblo cristiano orgulloso de su identidad, defendida con frecuencia a un precio muy elevado, en las tribulaciones y en las vicisitudes que han marcado su existencia.

Hoy estoy aquí para rendir homenaje a vosotros, hijos de la Iglesia greco-católica, que desde hace tres siglos testimoniáis, a veces con sacrificios inauditos, vuestra fe en la unidad. Vengo a vosotros para dar voz al reconocimiento de la Iglesia católica, y no sólo de ella: a toda la comunidad cristiana, a todos los hombres de buena voluntad habéis dado el testimonio de la verdad que hace libres.

Desde esta catedral mi pensamiento no puede menos de dirigirse a Blaj. Espiritualmente beso esa tierra de mártires y hago mías las emotivas palabras del gran poeta Mihai Eminescu, que se refieren a ella: «Te doy gracias, oh Dios, porque me has permitido verla». Al amadísimo hermano Lucian Muresan, metropolita de vuestra Iglesia greco-católica rumana, a los obispos, a los sacerdotes, a los diáconos, a los religiosos y a todos los fieles, expreso en esta santa celebración mi saludo afectuoso.

3. En el decurso de vuestra historia, varias almas del cristianismo -la latina, la constantinopolitana y la eslava- se han unido al genio original de vuestro pueblo. Esta valiosa herencia religiosa fue conservada por vuestras comunidades orientales, junto con los hermanos de la Iglesia ortodoxa rumana. Vuestros padres quisieron restablecer la unión visible con la Iglesia de Roma. En la Clausula unionis afirmaron, entre otras cosas: «Los abajo firmantes nos unimos con toda nuestra tradición: deben conservarse los ritos eclesiásticos, la divina liturgia, los ayunos y nuestro calendario». Esa unión tuvo lugar hace 300 años. Considero providencial y significativo que las celebraciones de su tercer centenario coincidan con el gran jubileo del año 2000.

La unión correspondía a siglos de historia y cultura del pueblo rumano. A esa historia y cultura precisamente la unión aportó una contribución de gran significado, como lo muestra la escuela que surgió en Blaj, a la que el mismo Eminescu se refirió, no por casualidad, como «pequeña Roma». Amadísimos hermanos y hermanas de la Iglesia greco-católica, tenéis el compromiso de ser fieles a vuestra historia y tradición. Figuras como Teófilo Szeremi y Ángel Atanasio Popa, que defendieron con ardor su identidad cultural frente a todos los que la amenazaban, demuestran que la catolicidad y la cultura nacional no sólo pueden convivir, sino también fecundarse recíprocamente, abriéndose asimismo a una universalidad que ensancha los horizontes y favorece la superación de actitudes de encerramiento en sí mismos. Al pie de la espléndida iconostasis de vuestra catedral, por fin, han encontrado descanso los restos del venerado obispo Inocencio Micu Klein, otra figura que amó y defendió con generosidad y valentía su catolicidad, íntimamente unida a su identidad rumana. Una prueba de esa fecunda síntesis es el hecho de que en vuestra Iglesia el hermoso idioma rumano entró en la liturgia y los rumanos greco-católicos contribuyeron en gran medida a la renovación intelectual y al fortalecimiento de la identidad nacional.

4. Ese patrimonio se alimentaba también de las riquezas de la liturgia y de la tradición bizantina, que tenéis en común con los hermanos de la Iglesia ortodoxa. Estáis llamados a hacer revivir ese patrimonio, a renovarlo donde sea necesario, inspirándoos en la sensibilidad de cuantos quisieron la unión con Roma y en lo que la Iglesia católica espera de vosotros. La fidelidad a vuestra tradición, tan rica y variada, se ha de renovar continuamente hoy, que disponéis de nuevos espacios de libertad, para que vuestra Iglesia, volviendo a sus raíces y abriéndose a la llamada del Espíritu, pueda ser cada vez más lo que debe ser y, precisamente por esta múltiple identidad, pueda contribuir al crecimiento de la Iglesia universal.

Os espera una tarea apasionante: reavivar la esperanza en el corazón de los fieles de vuestra Iglesia, que resurge. Dad espacio y atención a los laicos, y en particular a los jóvenes, que son el porvenir de la Iglesia: enseñadles a encontrarse con Cristo en la oración litúrgica, que ha recuperado la belleza y la solemnidad después de las limitaciones de la clandestinidad, en la meditación asidua de la sagrada Escritura, en el recurso a los santos Padres, teólogos y místicos. Impulsad a los jóvenes hacia metas arduas, propias de hijos de mártires. Enseñadles a rechazar las fáciles ilusiones del consumismo; a permanecer en su tierra para construir juntos un porvenir de prosperidad y paz; a abrirse a Europa y al mundo; a servir a los pobres, que son el icono de Cristo; a prepararse como cristianos al trabajo profesional, para animar a la sociedad civil con honradez y solidaridad; a no desconfiar de la política, sino a actuar en ella con espíritu de servicio, que tanto necesita.

Tratad de mejorar la enseñanza teológica, conscientes de que los futuros sacerdotes son los guías que van a introducir a las comunidades en el nuevo milenio. Unid los esfuerzos, formad bien a los profesores y a los educadores, arraigándolos a la vez en vuestra identidad particular y en la dimensión universal de la Iglesia. Cuidad la vida religiosa y promoved la renovación del monacato, tan íntimamente vinculado a la esencia misma de las Iglesias orientales.

1164 5. «Por encima de todo esto -os digo, con san Pablo- revestíos del amor» (Col 3,14). Más que por la privación del inestimable don de la libertad e incluso de la vida, habéis sufrido por no haberos sentido amados, por haber sido obligados a la clandestinidad, con un penoso aislamiento de la vida nacional e internacional. Sobre todo se infligió una herida dolorosa a las relaciones con los hermanos y hermanas de la Iglesia ortodoxa, a pesar de que con muchos de ellos habéis compartido los sufrimientos del testimonio de Cristo en la persecución. Si la comunión entre ortodoxos y católicos aún no es plena, «considero ahora que es ya perfecta en lo que todos consideramos el vértice de la vida de gracia, la martyría hasta la muerte, la comunión más auténtica que existe con Cristo, que derrama su sangre y, en este sacrificio, acerca a quienes un tiempo estaban lejanos (cf. Ef Ep 2,13)» (Ut unum sint UUS 84).

Para los cristianos, éstos son los días del perdón y de la reconciliación. Sin este testimonio el mundo no creerá: ¿cómo podemos hablar de modo creíble de Dios, que es Amor, si seguimos enfrentados? Curad las heridas del pasado con el amor. El sufrimiento común no debe engendrar separación, sino suscitar el milagro de la reconciliación. ¿No es éste el prodigio que el mundo espera de los creyentes? También vosotros, queridos hermanos y hermanas, estáis llamados a dar vuestra valiosa contribución al diálogo ecuménico en la verdad y en la caridad, según las directrices del concilio Vaticano II y del magisterio de la Iglesia.

6. Acabo de visitar el cementerio católico de esta ciudad. Ante las tumbas de los pocos mártires conocidos y de los muchos cuyos restos mortales no tienen ni siquiera el honor de una sepultura cristiana, he orado por todos vosotros, y he invocado a vuestros mártires y a los confesores de la fe, para que intercedan por vosotros ante el Padre que está en el cielo. He invocado en particular a los obispos, para que sigan siendo vuestros pastores desde el cielo: Vasile Aftenie y Ioan Balan, Valeriu Traian Frentiu, Ioan Suciu, Tit Liviu Chinezu y Alexandru Rusu. Vuestro martirologio se abre con la concelebración ideal de estos obispos que han mezclado su sangre con la del sacrificio eucarístico que celebraban diariamente. He invocado también al cardenal Iuliu Hossu, que prefirió quedarse con los suyos hasta la muerte, renunciando a trasladarse a Roma para recibir del Papa el capelo cardenalicio, porque eso habría significado dejar su amada tierra.

Que en vuestro camino hacia Cristo, fuente de libertad verdadera, ellos os acompañen con María, la santa Madre de Dios. A ella os encomiendo, con las palabras que en la persecución le cantabais con confianza filial: «No nos abandones, oh Madre, agotados en el camino, porque somos los hijos de tus lágrimas».



B. Juan Pablo II Homilías 1157