B. Juan Pablo II Homilías 1164


VIAJE PASTORAL A RUMANÍA



Bucarest, domingo 9 de mayo de 1999



1. «¡Qué grandes son tus obras, Señor!».

El salmo responsorial de la liturgia de hoy es un cántico de gloria al Señor por las obras que ha realizado. Es una alabanza y una acción de gracias por la creación, obra de arte de la bondad divina, y por los prodigios que el Señor hizo en favor de su pueblo, liberándolo de la esclavitud de Egipto y guiándolo a través del mar Rojo.

¿Qué decir, además, de la obra, aún más extraordinaria, de la encarnación del Verbo, que llevó a plenitud el designio originario de la salvación humana? En efecto, el proyecto del Padre celestial se lleva a cabo con la muerte y la resurrección de Jesús, y abraza a los hombres de todas las razas y de todos los tiempos. Como nos recuerda san Pablo en la segunda lectura, Cristo «murió (...) por los pecados; (...) el inocente por los culpables. (...) Como era hombre, lo mataron; pero, como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida» (1P 3,18).

Cristo crucificado y resucitado: éste es el gran anuncio pascual que todo creyente está llamado a proclamar y testimoniar con valentía.

Antes de dejar esta tierra, el Redentor anuncia a sus discípulos la venida del Paráclito: «Yo pediré al Padre que os dé otro Consolador, que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque vive con vosotros y está con vosotros» (Jn 14,16-17). Desde entonces, el Espíritu anima a la Iglesia y la convierte en signo e instrumento de salvación para toda la humanidad. Él obra en el corazón de los cristianos y les hace tomar conciencia del don y de la misión que Cristo resucitado les ha encomendado. El Espíritu impulsó a los Apóstoles a recorrer todos los caminos del mundo entonces conocido para proclamar el Evangelio. De este modo, el mensaje evangélico también llegó aquí, y se ha difundido en Rumanía gracias al testimonio heroico de confesores de la fe y de mártires, del pasado y de nuestro siglo.

Verdaderamente, considerando la historia de la Iglesia en Rumanía, podemos repetir, con el corazón rebosante de gratitud: «¡Qué grandes son tus obras, Señor!».

1165 2. «¡Qué grandes son tus obras, Señor!». La exclamación del salmista surge espontánea en mi corazón durante esta visita, que me brinda la ocasión de ver con mis propios ojos los prodigios que Dios ha obrado entre vosotros a lo largo de los siglos y especialmente durante estos años.

Hasta hace poco tiempo, era impensable que el Obispo de Roma pudiera visitar a sus hermanos y hermanas en la fe que viven en Rumanía. Hoy, después de un largo invierno de sufrimiento y persecución, finalmente podemos darnos el abrazo de la paz y alabar juntos al Señor. Amadísimos hermanos y hermanas, os saludo a todos con gran afecto. Saludo con deferencia y cordialidad a Su Beatitud, que con un gran gesto de caridad ha querido orar con nosotros en esta celebración eucarística. Su presencia y su fraternidad me conmueven profundamente. Le expreso mi gratitud, a la vez que doy gracias por todo a nuestro Señor Jesucristo.

Os saludo con renovada alegría a vosotros, amadísimos y venerados hermanos en el episcopado; en particular, saludo al pastor de esta archidiócesis, monseñor Ioan Robu, a quien agradezco de corazón las palabras que me ha dirigido al comienzo de la misa, y al metropolita de Fagaras y Alba Julia, monseñor Lucian Muresan, presidente de la Conferencia episcopal. Abrazo espiritualmente a todos y cada uno de los católicos de rito latino y a los de rito bizantino-rumano, igualmente queridos para mi corazón. Saludo a los sacerdotes, los religiosos, las religiosas y los laicos que se dedican al apostolado. Saludo a los jóvenes y a las familias, a los enfermos y a cuantos están probados por el sufrimiento físico y espiritual.

Desde esta capital quiero abrazar a Rumanía, con todos sus componentes: a todos, tanto cercanos como lejanos, les aseguro mi afecto y mi oración. Para mí es una gran alegría espiritual estar en Rumanía y dar gracias con vosotros a Dios por las maravillas que ha realizado, y que la liturgia del tiempo pascual nos invita a recordar con alegría y gratitud.

3. Mientras termina este siglo y ya se vislumbra el alba del tercer milenio, la mirada se dirige a los años pasados, para reconocer en ellos los signos de la misericordia divina, que siempre acompañan los pasos de quienes confían en Dios.

¡Cómo no recordar el concilio ecuménico Vaticano II, que abrió una época nueva en la historia de la Iglesia, imprimiéndole un renovado impulso! Gracias a la constitución Lumen gentium, la Iglesia ha tomado mayor conciencia de ser pueblo de Dios en camino hacia la realización plena del Reino. Advertimos el misterio de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, y percibimos el valor de su misión de modo particular aquí, en Rumanía, donde viven juntos cristianos que pertenecen a la tradición oriental y a la occidental. Viven buscando la unidad, preocupados por responder al mandato de Cristo, y por esta razón desean dialogar, comprenderse y ayudarse mutuamente. Es preciso fomentar y promover cada vez más este anhelo de cooperación fraterna, sostenido por la oración y animado por la estima y el respeto recíproco, porque sólo la paz construye, mientras que la discordia destruye.

En nombre de esta gran aspiración ecuménica, me dirijo a todos los creyentes en Cristo que viven en Rumanía. Estoy aquí, entre vosotros, movido únicamente por el deseo de la auténtica unidad y por la voluntad de ejercer el ministerio petrino que el Señor me ha encomendado en medio de los hermanos y hermanas en la fe. Doy gracias a Dios, porque me concede ejercerlo. Deseo vivamente y oro para que se llegue cuanto antes a la plena comunión fraterna entre todos los creyentes en Cristo, tanto en Occidente como en Oriente. Por esta unidad, vivificada por el amor, el divino Maestro oró en el cenáculo, la víspera de su pasión y muerte.

4. Esta unidad de los cristianos es, ante todo, obra del Espíritu Santo, y es preciso pedirla incesantemente. El día de Pentecostés, los Apóstoles, que hasta ese momento se sentían torpes y atemorizados, se llenaron de valor y celo apostólico. No tuvieron miedo de anunciar a Cristo crucificado y resucitado; no tuvieron miedo de testimoniar con las palabras y la vida su fidelidad al Evangelio, aunque eso implicaba la persecución e, incluso, la muerte. En efecto, muchos pagaron con el martirio su fidelidad. Así, la Iglesia, guiada por el Espíritu, se ha difundido en todas las regiones del mundo.

Aunque a veces se han producido incomprensiones y, por desgracia, dolorosas fracturas dentro del único e indiviso cuerpo místico de Cristo, más fuerte que cualquier división sigue siendo la certeza de lo que une a todos los creyentes y de la llamada común a la unidad. Al final del segundo milenio, los senderos que se habían separado comienzan a acercarse, y se intensifica el movimiento ecuménico, que busca alcanzar la unidad plena de los creyentes. Los signos de este incesante camino hacia la unidad están presentes también en vuestra tierra, Rumanía, país que en su cultura, su lengua y su historia mantiene vivas las huellas de la tradición latina y oriental. Deseo vivamente que la oración de Jesús en el cenáculo: «Padre, que sean uno» (cf. Jn
Jn 17,21), esté siempre en vuestros labios y jamás deje de latir en vuestro corazón.

5. «Al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él» (Jn 14,21).

Estas palabras, que Jesús dirigió a sus discípulos la víspera de su pasión, son hoy para nosotros una invitación urgente a proseguir por este camino de fidelidad y amor. Amar a Cristo es el fin último de nuestra existencia: amarlo en las situaciones concretas de la vida, para que se manifieste al mundo el amor del Padre; amarlo con todas nuestras fuerzas, para que se realice su proyecto de salvación y los creyentes lleguen en él a la comunión plena. ¡Que jamás se apague en el corazón este ardiente deseo!

1166 Amadísimos católicos de Rumanía, sé bien cuánto habéis sufrido durante los años del duro régimen comunista; sé también con cuánta entereza habéis perseverado en vuestra fidelidad a Cristo y a su Evangelio. Ahora, en el umbral del tercer milenio, no tengáis miedo: abrid de par en par las puertas de vuestro corazón a Cristo salvador. Él os ama y está cerca de vosotros; os llama a un renovado compromiso de evangelización. La fe es don de Dios y patrimonio de incomparable valor, que hay que conservar y difundir. Para defender y promover los valores comunes, estad siempre abiertos a una colaboración eficaz con todos los grupos étnico-sociales y religiosos, que componen vuestro país. Que todas vuestras decisiones estén animadas siempre por la esperanza y el amor.

María, Madre del Redentor, os acompañe y proteja, para que podáis escribir nuevas páginas de santidad y de generoso testimonio cristiano en la historia de Rumanía. Amén.

Saludos del Santo Padre a los peregrinos Beatitud; señor presidente; venerables hermanos en el episcopado: (en rumano) Amadísimos hermanos y hermanas, ya está a punto de concluir mi peregrinación a vuestra tierra. Con el corazón rebosante de gratitud por los intensos momentos vividos, invoco sobre todos vosotros, por intercesión del beato Jeremías de Valacchia, la gracia del Señor, y os bendigo con rentes, dirigimos juntos nuestra mirada al único Señor. Conservad vuestra herencia cultural. Construid vuestra vida sobre Jesucristo, la piedra angular. Perseverad en vuestra fidelidad al Sucesor de Pedro. Que vuestra fe esté animada por el espíritu ecuménico en la convivencia en este país, que apreciáis y amáis. Os imparto a todos de corazón la bendición apostólica. ¡Alabado sea Jesucristo! (en polaco) Saludo cordialmente a mis compatriotas que viven en este país. Sed seguidores fieles de Cristo en vuestra vida personal y familiar. El Señor os bendiga. Quiero volver a Roma con la esperanza de ver en Roma al patriarca de Rumanía. gran afecto. (en francés) Antes de dejar vuestra patria quisiera invitar de corazón al patriarca Teoctist a Roma. (en húngaro) Queridos fieles de lengua húngara, os saludo con gran afecto. Os agradezco vuestra fidelidad al Sucesor de san Pedro. Conservad la fe y vuestro patrimonio cultural. Os imparto mi bendición apostólica. ¡Alabado sea Jesucristo! (en alemán) Queridos fieles de lengua alemana, os saludo cordialmente, y me alegro de poderme reunir con vosotros aquí. A pesar de la lengua y la cultura dife



JORNADA MUNDIAL DE LA CARIDAD



Domingo 16 de mayo de 1999



1. «Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida» (Salmo responsorial).

Estas palabras del Salmo responsorial son un eco de los conmovedores testimonios que se han presentado antes de la celebración eucarística, ilustrando con la fuerza de la experiencia vivida el tema de este encuentro mundial: «Reconciliación en la caridad». En toda situación, incluso en la más dramática, el cristiano hace suya la invocación del Salmista: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (...). Oigo en mi corazón: "Buscad mi rostro". Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro» (Ps 26,1 Ps 26,8-9). Esas palabras nos infunden valentía, alimentan nuestra esperanza y nos impulsan a gastar todas nuestras energías para hacer que el rostro del Señor resplandezca como luz en nuestra existencia. Por tanto, buscar el rostro del Señor significa aspirar a la comunión plena con él, amarlo sobre todas las cosas y con todas las fuerzas, pero el camino más concreto para encontrarlo es amar al hombre, en cuyo rostro brilla el del Creador.

Se acaban de presentar en esta plaza algunos testi monios que han puesto de relieve los prodigios que Dios realiza a través del ser vicio generoso de un gran número de hombres y mu jeres, que hacen de su exis tencia un don de amor a los demás, un don que no se detiene ni siquiera ante el que lo rechaza. Estos hermanos y hermanas nues tros, junto con otros mu chos voluntarios en todos los lugares de la tierra, atestiguan con su ejemplo que amar al prójimo es el camino para llegar a Dios y hacer que se reconozca su presencia también en nues tro mundo, tan distraído e indiferente.

2. «Espero gozar de la dicha del Se ñor en el país de la vida».

La Iglesia, sostenida por la palabra de Dios, no deja de proclamar la bondad del Señor. Donde hay odio, anuncia el amor y el perdón; donde hay guerra, la reconciliación y la paz; donde hay sole dad, la acogida y la solidaridad. Prolon ga en todos los lugares de la tierra la oración de Cristo, que resuena en el evangelio de hoy: «Que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). El hombre, hoy más que nunca, necesita conocer a Dios para poner en sus manos, con una acti tud de abandono confiado, la debilidad de su naturaleza herida. Siente, a veces de modo inconsciente, la necesidad de experimentar el amor divino que lo ha ce renacer a una vida nueva.

Toda comunidad eclesial, mediante diversas formas de apostolado que la ponen en contacto con antiguas y nue vas formas de pobreza, tanto espiritual como material, está llamada a favorecer este encuentro con el «único Dios verda dero» y con su enviado, Jesucristo. La mueve e impulsa la convicción de que ayudar a los demás no significa simple mente dar un apoyo y una ayuda mate rial, sino, sobre todo, llevarlos, con el testimonio de la propia disponibilidad, a experimentar la bondad divina, que se revela con especial fuerza en la mediación humana de la caridad fraterna.

3. Amadísimos hermanos y hermanas, me alegra mucho acogeros hoy en gran número, con ocasión de la Jornada de la caridad, organizada por el Consejo pontificio «Cor unum». Con agrado celebro la eucaristía con vosotros y para vosotros, recordando a todos los «testigos de la caridad», quienes en todo el mundo luchan por vencer la injusticia y la miseria que, por desgracia, siguen presentes de muchas formas evidentes y ocultas. Pienso aquí en los innumerables rostros del voluntariado que inspira su acción en el Evangelio: institutos religiosos y asociaciones de caridad cristiana, organizaciones de promoción humana y servicio misionero, grupos de compromiso civil e instituciones de acción social, educativa y cultural. Vuestras actividades abarcan todos los campos de la existencia humana, y vuestras intervenciones llegan a muchísimas personas que atraviesan dificultades. Os expreso a cada uno mi estima y mi aliento.

1167 Doy las gracias a monseñor Paul Josef Cordes y a los colaboradores del Consejo pontificio «Cor unum», que han organizado este encuentro. Se sitúa en el marco del año de preparación inmediata para el gran jubileo del año 2000, dedicado al Padre celestial, rico en bondad y misericordia. Doy las gracias a cuantos han brindado su testimonio y a todos los que han querido tomar parte en esta asamblea tan significativa.

Deseo, además, alentaros a cada uno a proseguir esta noble misión, que os compromete como hijos de la Iglesia en los lugares donde el hombre sufre y vive situaciones de pobreza. A todas las personas con quienes tengáis contacto llevadles el consuelo de la solidaridad cristiana; proclamadles y testimoniadles con vigor a Cristo, Redentor del hombre. Él es la esperanza que ilumina el camino de la humanidad. Os impulse y sostenga el testimonio de los santos, en particular el de san Vicente de Paúl, patrono de todas las asociaciones caritativas.

4. Es consolador constatar cómo se multiplican en nuestra época las intervenciones del voluntariado, que une mediante acciones humanitarias a personas de origen, cultura y religión diferentes. Surge espontáneamente en el corazón el deseo de dar gracias al Señor por este movimiento creciente de atención al hombre, de filantropía generosa y de solidaridad compartida. El cristiano está llamado a dar su contribución específica a esta vasta acción humanitaria, pues sabe que en la sagrada Escritura la exhortación a amar al prójimo está vinculada al mandamiento de amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mc
Mc 12,29-31).

¡Cómo no subrayar esta fuente divina del servicio a los hermanos! Sí, el amor al prójimo sólo corresponde al mandato y al ejemplo de Cristo si va unido al amor a Dios. Jesús, que da su vida por los pecadores, es signo vivo de la bondad de Dios; del mismo modo, el cristiano, a través de su entrega generosa, hace que los hermanos con quienes entra en contacto experimenten el amor misericordioso y providente del Padre celestial.

Ciertamente, el perdón, que nace del amor al enemigo, es la más alta manifestación de la caridad divina. A este propósito, Jesús afirma que no constituye un mérito particular amar a quienes son nuestros amigos y nos benefician (cf. Mt Mt 5,46-47). Tiene verdadero mérito el que ama a su enemigo. Pero ¿quién tendría la fuerza para coronar una cima tan sublime, si no estuviera sostenido por el amor a Dios? Ante nuestros ojos se presentan en este momento las nobles figuras de heroicos servidores del amor que, en nuestro siglo, dieron su vida por sus hermanos, muriendo para cumplir el mayor mandamiento de Cristo. Al mismo tiempo que acogemos su enseñanza, estamos invitados a seguir sus huellas, conscientes de que el cristiano expresa su amor a Jesús con la entrega a los demás, pues lo que hace al más pequeño de sus hermanos, lo hace a su Señor (cf. Mt Mt 25,31-46).

5. «Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, con algunas mujeres, entre ellas María, la Madre de Jesús» (Ac 1,14).

Ciertamente, icono del voluntariado es el buen samaritano, que atendió con prontitud al viandante desconocido que había caído en manos de los salteadores mientras bajaba de Jerusalén a Jericó (cf. Lc Lc 10,30-37). Además de esta imagen, que debemos contemplar siempre, la liturgia nos presenta hoy otra: en el cenáculo, los Apóstoles y María perseveraban en la oración, a la espera de recibir el Espíritu Santo.

La acción presupone la contemplación: de ella brota y se alimenta. No podemos dar amor a los hermanos, si antes no lo recibimos de la fuente auténtica de la caridad divina, y esto sucede sólo después de tiempos prolongados de oración, de escucha de la palabra de Dios y de adoración de la Eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana. Oración y compromiso activo constituyen un binomio vital, inseparable y fecundo.

Amadísimos hermanos y hermanas, que estos dos «iconos del amor» inspiren toda vuestra acción y vuestra vida entera. Que María, Virgen de la escucha, os obtenga del Espíritu Santo a cada uno el don de la caridad; y os convierta a todos en artífices de la cultura de la solidaridad y en constructores de la civilización del amor.Amén.



VIGILIA DE PENTECOSTÉS



Plaza de San Pedro, sábado 22 de mayo de 1999



1. «Abre las puertas a Cristo, tu Salvador»: esta invitación, que ha resonado con fuerza durante los tres años de preparación para el gran jubileo, ha caracterizado nuestra misión ciudadana.

1168 Demos gracias a Dios por este extraordinario acontecimiento, que ha sido un acto de amor a la ciudad y a cada uno de sus habitantes. En efecto, la misión ciudadana ha brindado a las comunidades cristianas un itinerario de intensa espiritualidad, alimentado por la oración y la escucha de la palabra de Dios. Además, ha permitido incrementar la comunión eclesial, que el Sínodo romano había indicado como condición indispensable para la nueva evangelización.

Toda la comunidad diocesana, en sus diversos ministerios, vocaciones y carismas, ha dado de forma unánime su aportación de oración, anuncio, testimonio y servicio. Hemos experimentado juntos que formamos un «pueblo de Dios en misión».

Siento el deber de dar las gracias a quienes han tomado parte de diferentes modos en esta importante iniciativa pastoral. Ante todo a usted, señor cardenal vicario, que ha guiado con celo la misión, en estrecha colaboración con los obispos auxiliares, a quienes saludo cordialmente. Quisiera recordar también a los demás prelados que han prestado su valiosa colaboración y, entre ellos, a monseñor Clemente Riva, que en paz descanse.

Pienso con gratitud en vosotros, queridos misioneros, sacerdotes, religiosos, religiosas y, sobre todo, laicos, que habéis sido los primeros beneficiarios de la gracia de la misión. El generoso empeño con que os habéis preparado y habéis llevado el Evangelio a las casas y a los ambientes de la ciudad, ha abierto caminos nuevos de evangelización y de presencia cristiana en el entramado diario de la vida de nuestra gente. El Espíritu Santo os ha guiado paso a paso, os ha inspirado las palabras adecuadas para anunciar a Cristo y os ha sostenido en los inevitables momentos de dificultad.

Demos gracias al Señor por cuanto ha hecho, mostrando en todas las circunstancias los signos de su misericordia y de su amor. El gran jubileo, ya a las puertas, nos impulsa a proseguir este esfuerzo misionero con el mismo ímpetu, para consolidar y ampliar los resultados alcanzados por la misión. De este modo, podremos mostrar a los numerosos peregrinos que vengan a Roma el próximo año el rostro de nuestra Iglesia, acogedora y abierta, renovada en la fe y rica en obras de caridad.

2. Para que suceda esto, es necesario que la obra misionera, que ha comenzado tan felizmente, se consolide y desarrolle. Es preciso seguir sosteniendo a las personas y a las familias ya contactadas en sus casas y en los lugares de trabajo, y también llegar a cuantos, por diversos motivos, no ha sido posible contactar durante estos años.

Por tanto, la visita anual a las familias y los centros de escucha del Evangelio, que es preciso multiplicar, deben ser el alma de la pastoral de las parroquias, gracias a la colaboración de las asociaciones eclesiásticas, los movimientos y los grupos. La celebración de la palabra de Dios tiene que marcar el camino de fe de las comunidades parroquiales, sobre todo en los tiempos fuertes del año litúrgico. El signo de la caridad para con los pobres y los que sufren ha de acompañar el anuncio del Señor, mostrando su presencia viva, con el testimonio diario del amor fraterno.

Es necesario afianzar la comunión entre los cristianos que actúan en los ambientes de trabajo y estudio, en los lugares de asistencia y entretenimiento, donde se ha propuesto de forma concreta el Evangelio. La semilla de la novedad evangélica, sembrada con la misión, debe crecer y fructificar en todas partes, incluso donde aún no se han podido promover iniciativas misioneras específicas. Con esta finalidad, nuestro testimonio resulta más urgente aún. En efecto, ninguna realidad es impenetrable para el Evangelio; más aún, Cristo resucitado ya está misteriosamente presente mediante su santo Espíritu.

3. Una empresa apostólica tan vasta requiere una labor de formación y catequesis dirigida a todo el pueblo de Dios, a fin de que tome mayor conciencia de su vocación misionera y esté preparado para dar razón de su fe en Cristo siempre y por doquier.

A las parroquias, las comunidades religiosas, las asociaciones, los movimientos y los grupos corresponde impartir esa formación, preparando itinerarios de fe, de oración y de experiencia cristiana ricos en contenido teológico, espiritual y cultural.

Vosotros, queridos sacerdotes, sois los primeros a quienes se confía esta misión: sed guías sabios y maestros atentos de la fe en vuestras comunidades.

1169 Vosotros, queridos religiosos y religiosas, que tanto habéis contribuido a la misión, seguid sosteniéndola con vuestra oración, con vuestra santidad de vida y con vuestros carismas propios, en los múltiples campos apostólicos en los que estáis comprometidos.

Vosotros, queridos laicos, estáis llamados a impulsar un gran movimiento misionero permanente en la ciudad y en todos sus ambientes. No dejéis de dar vuestra aportación en las familias, en el vasto y complejo mundo del trabajo y la cultura, en la escuela y la universidad, en las instituciones de salud, en los medios de comunicación social y en las actividades del tiempo libre, para que el anuncio del Evangelio influya en toda la sociedad.

Y no podemos olvidar la contribución que los enfermos han dado a la misión, y que están llamados a renovar, con la ofrenda de su sufrimiento, así como la de las monjas de clausura con su oración constante.

A todos y a cada uno agradezco su valiosa ayuda espiritual.

4. Repasando estos tres años de la misión ciudadana, nos damos cuenta con facilidad de que la palabra de Dios se ha sembrado abundantemente. Para que esta semilla divina no quede infecunda, para que eche raíces sólidas y dé frutos en la vida y en la pastoral diaria, será necesario favorecer una reflexión específica que, implicando a todos los componentes eclesiales, culmine en un congreso. Pienso en un gran encuentro que, con la base de la experiencia de la misión ciudadana, servirá para trazar las líneas directrices de un compromiso constante de evangelización y celo misionero.

Ser Iglesia en misión es el gran desafío de los próximos años para Roma y para el mundo entero. Os doy esta consigna a vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y, de modo especial, a vosotros, movimientos y nuevas comunidades, recordando el encuentro de hace un año, en la vigilia de Pentecostés, en esta misma plaza. Es necesario abrirse con docilidad a la acción del Espíritu, acogiendo con gratitud y obediencia los dones que no deja de derramar en beneficio de toda la Iglesia. Esta tarde Cristo os repite a cada uno: «Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación» (
Mc 16,15).

Queridos hermanos, el evangelio que Cristo nos ha encomendado es el evangelio de la paz. No podemos tenerlo sólo para nosotros, sobre todo en este momento en que la violencia y la guerra están sembrando destrucción y muerte en la cercana región de los Balcanes. El Espíritu nos impulsa a ser heraldos y constructores de paz, mediante la justicia y la reconciliación. Desde este punto de vista, quisiera que en la próxima fiesta del Corpus Christi toda la Iglesia de Roma elevara una insistente invocación por la paz. Por eso, os invito a todos vosotros, sacerdotes, religiosos y fieles, a uniros a mí la tarde del jueves 3 de junio en San Juan de Letrán, para participar en la misa y en la procesión del Corpus Christi, durante la cual imploraremos juntos el don de la paz en los Balcanes. Que el día del santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo se caracterice este año por una intensa oración por la paz.

5. «¡Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor!».

¡Ven, Espíritu Santo! La invocación, que resuena en la liturgia de esta vigilia de Pentecostés, nos llena de alegría y esperanza. Espíritu Santo, artífice y alma de la misión, suscita en la Iglesia de Roma muchos misioneros entre los jóvenes, los adultos y las familias, e infunde en cada uno el fuego inextinguible de tu amor.

Espíritu, «luz de los corazones», señala los caminos nuevos para la misión ciudadana y universal en el tercer milenio, que está a punto de comenzar.

«Consolador perfecto», sostén a quien ha perdido la confianza, confirma el entusiasmo de quien ha experimentado la alegría de la evangelización, fortalece en todos los fieles el deseo y la valentía de ser diariamente misioneros del Evangelio en su propio ambiente de vida y trabajo.

1170 «Dulce huésped del alma», abre el corazón de todas las personas, familias y comunidades religiosas y parroquiales, para que acojan con generosidad a los peregrinos pobres que participen en los acontecimientos del jubileo. En efecto, éste será uno de los frutos más hermosos y fecundos de la misión ciudadana: la actuación concreta de la caridad romana, fruto de la fe, que ha acompañado siempre la celebración de los Años santos.

María santísima, que desde Pentecostés velas con la Iglesia invocando la venida del Espíritu Santo, permanece en medio de nosotros en el centro de nuestro singular cenáculo. A ti, a quien veneramos como Virgen del Amor divino, te encomendamos los frutos de la misión ciudadana para que, con tu intercesión, la diócesis de Roma dé al mundo un testimonio convencido de Cristo, nuestro Salvador.



VIAJE PASTORAL A ANCONA (ITALIA)


Solemnidad de la Santísima Trinidad

Domingo 30 de mayo de 1999



1. «Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo. Al Dios que es, que era y que vendrá» (Aleluya; cf. Ap Ap 1,8).

Alabamos a Dios por la providencial coincidencia de las dos fiestas, diversas en su contenido pero convergentes en su significado, que estamos viviendo en esta jornada: la solemnidad de la Santísima Trinidad y las celebraciones del milenario de vuestra iglesia catedral.

El espléndido edificio, que desde lo alto de la colina domina la ciudad, es efectivamente el símbolo del pueblo de Dios que, en esta tierra de Ancona, se ha reunido, según una sugestiva expresión de san Cipriano, «por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (De Orat. Dom., 23: PL 4, 536). Así pues, al celebrar el milenario de la catedral, celebramos también los prodigios de gracia y amor que, durante diez siglos de historia, la santísima Trinidad ha realizado en favor de las generaciones cristianas que en este territorio han creído en el Evangelio y se han esforzado por vivirlo.

Consciente de esto, nuestra asamblea litúrgica, reunida hoy en este estadio engalanado, aclama con alegría: «¡Bendito sea Dios Padre y su Hijo unigénito y el Espíritu Santo, porque es grande su amor a nosotros!».

2. Verdaderamente es grande el amor que Dios nos tiene a cada uno. Es grande, amadísimos hermanos y hermanas de Ancona, el amor que Dios os tiene a cada uno de vosotros, y vuestra hermosa catedral, dedicada a san Ciríaco, es signo tangible de ese amor.

Vista desde fuera, destacando sobre la ciudad, simboliza bien la presencia tranquilizadora de Dios trino, que desde las alturas orienta y protege la vida de los hombres. Al mismo tiempo, la catedral constituye una fuerte invitación a mirar hacia lo alto, a elevarse por encima de las cosas ordinarias y de todo lo que hace pesada la vida terrena, para fijar la mirada en el cielo, con una continua tensión hacia los valores espirituales. Es, por decirlo así, el punto de encuentro entre dos movimientos: el descendente del amor de Dios revelado a la humanidad, y el ascendente de las aspiraciones del hombre a la comunión con Dios, fuente de alegría y paz.

3. «¡Bendito eres en el templo de tu santa gloria. A ti gloria y alabanza por los siglos!». Con esta invocación del Salmo responsorial me alegra saludaros a todos vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, recordando con gratitud a la Providencia divina los mil años de vuestra magnífica catedral. Conmemoramos un milenio rico en historia, en tradiciones religiosas y culturales, y en activa vida cristiana, entrelazada con los acontecimientos de la ciudad y de la región.

1171 Os saludo con afecto a todos, comenzando por vuestro pastor, el querido arzobispo Franco Festorazzi, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre al principio de la celebración. Saludo, asimismo, a los prelados marquesanos, al arzobispo de Zara y a los demás obispos presentes. Saludo cordialmente al vicepresidente del Consejo de ministros, que ha venido en representación del Gobierno italiano, al alcalde de Ancona, al prefecto, al presidente de la región y a las autoridades civiles y militares, que han querido honrar con su presencia esta solemne celebración.

Mi afectuoso saludo va también a los sacerdotes, a los religiosos y las religiosas, así como a los laicos que se dedican activamente al apostolado. Saludo a los peregrinos que han venido de otras localidades para celebrar con nosotros esta histórica circunstancia y, de modo particular, al grupo de fieles croatas y bosnios.

A todos, amadísimos fieles de la archidiócesis de Ancona-Ósimo, os abrazo espiritualmente y os agradezco la exquisita acogida que me habéis dispensado, manifestando así la sensibilidad y el calor típicos de la tradición marquesana.

4. Acabamos de escuchar las palabras del apóstol san Pablo: «Hermanos: alegraos, trabajad por vuestra perfección, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz» (
2Co 13,11). Estas mismas palabras, amadísimos hermanos y hermanas, os las dirijo a vosotros con afecto y viva cordialidad.

Ante todo, a vosotros, los jóvenes. Con san Pablo os digo: «Trabajad por vuestra perfección». Una invitación tan exigente supone en los destinatarios la capacidad de entusiasmo. ¿No es ésta una característica típica de vuestra edad? Por eso, os digo: ¡pensad en grande! ¡Tened la valentía de ser atrevidos! Con la ayuda de Dios, «trabajad por vuestra perfección». Dios tiene un proyecto de santidad para cada uno de vosotros.

Hoy está aquí, en medio de vosotros, la «cruz de los jóvenes» que, a partir del Año santo de 1984, ha acompañado las citas eclesiales más importantes de la juventud. La cruz os invita a testimoniar con valentía la fe que habéis heredado de san Esteban, san Ciríaco y san Leopardo, patronos de vuestras comunidades. Estad dispuestos a proseguir por el camino de la nueva evangelización, entrando con la cruz victoriosa de Cristo en el tercer milenio.

5. «Tened un mismo sentir». Queridas familias, y especialmente vosotros, queridos esposos jóvenes, aceptad esta invitación a la unidad de los corazones y a la comunión plena en Dios. ¡Es grande la vocación que habéis recibido de él! Él os llama a ser familias abiertas a la vida y al amor, capaces de transmitir esperanza y confianza en el futuro ante una sociedad que a veces carece de ellas.

«¡Alegraos!», os repite hoy a vosotros el apóstol san Pablo. Para el cristiano la razón profunda de la alegría interior se encuentra en la palabra de Dios y en su amor, que jamás falla. Con esta firme certeza, la Iglesia prosigue su peregrinación y proclama a todos: «El Dios del amor y de la paz estará con vosotros».

6. Mi mirada se extiende ahora hacia toda vuestra ciudad que, asomada al mar Adriático, constituye desde siempre, por decirlo así, una «cabeza de puente» hacia Oriente. La historia de Ancona está impregnada de celo apostólico y espíritu misionero. Basta pensar en san Esteban protomártir, a quien se dedicó la primera catedral, y en Primiano, griego de origen y primer obispo de la ciudad. Luego viene san Ciríaco, a quien recordamos de modo especial en estas celebraciones del milenario de la catedral dedicada a él: venía de Jerusalén. Liberio era armenio, y los mártires de Ósimo -Florencio, Sisinio y Dioclecio- también provenían de Oriente. En verdad vuestra ciudad se asoma a un horizonte vastísimo.

Ancona, lugar de tránsito para comerciantes y peregrinos, ha conocido a lo largo de los siglos la serena convivencia de comunidades griegas y armenias, que han construido aquí sus propios templos y han entablado relaciones de respeto recíproco y de colaboración con la comunidad católica. Demos gracias a Dios porque la Iglesia de Ancona ha adquirido durante los siglos una índole cosmopolita y ha madurado un ardiente impulso misionero, como testimonia de modo elocuente la actividad de los obispos Antonio María Sacconi en China y Giacomo Riccardini en Oriente Medio.

Esta herencia espiritual no se ha interrumpido y sigue dando sus frutos. Lo prueba, entre otras cosas, la cooperación misionera que la diócesis presta a la comunidad eclesial de Anatuya, en Argentina. Estoy seguro de que vuestra Iglesia se abrirá a nuevas y prometedoras perspectivas, imprimiendo a todo el pueblo cristiano de Ancona un renovado impulso apostólico al servicio del Evangelio. Éste será uno de los resultados más significativos de las celebraciones jubilares de vuestra catedral.

1172 7. «Vivid en paz», recomienda san Pablo. Queridos hermanos, la catedral es símbolo de la unidad de la Iglesia. También aquí, en Ancona, como en la cercana Ósimo, ha sido el lugar donde toda la ciudad ha rendido alabanza a Dios, la sede de la recuperada armonía entre los momentos del culto y de la vida cívica, y el punto de referencia para la pacificación de los espíritus.

Impulsados por la memoria, queréis vivir la actualidad de la historia. Y como vuestros padres supieron construir el espléndido templo de piedra, para que fuera signo e invitación a la comunión de vida, os corresponde a vosotros hacer visible y creíble el significado del edificio sagrado, viviendo en paz en la comunidad eclesial y civil.

Recordando el pasado y atentos al presente, pero también proyectados hacia el futuro, vosotros, cristianos de la diócesis de Ancona-Ósimo, sabéis que el progreso espiritual de vuestras comunidades eclesiales e incluso la promoción del bien común de las comunidades civiles exigen un trabajo arduo y la inserción cada vez más vital de vuestras parroquias y asociaciones en el territorio. Ojalá que el camino recorrido hasta ahora y la fe que os anima os den valentía y os impulsen a continuar.

8. «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (
2Co 13,11-13): éste es el saludo que el apóstol san Pablo dirigió a los cristianos de Corinto. Este mismo saludo, de estructura trinitaria, el Sucesor de Pedro desea dirigirlo hoy a vuestra comunidad que está de fiesta por el milenario de la catedral.

Cristianos de Ancona, emulando a vuestros antepasados, sed una Iglesia viva al servicio del Evangelio. Una Iglesia acogedora y generosa, que con su testimonio perseverante sepa hacer presente el amor de Dios a todos los seres humanos, especialmente a los que sufren y a los necesitados. Sé que éste es vuestro compromiso. Lo testimonia, entre otras cosas, la iniciativa que, como recuerdo de las celebraciones del milenario, ha querido realizar la Iglesia de Ancona: la reestructuración del complejo de la Anunciación de la Virgen, que se destinará a los servicios de solidaridad y a la pastoral juvenil. El Papa os felicita por esto y os alienta.

María, a quien veneráis en vuestra catedral con el hermoso título de «Reina de todos los santos», vele desde lo alto de la colina por cada uno de vosotros y por la gente de mar.

Y tú, Reina de los santos, Reina de la paz, escucha nuestra oración: haz que seamos testigos creíbles de tu Hijo Jesús y artífices incansables de paz. Amén.



B. Juan Pablo II Homilías 1164