B. Juan Pablo II Homilías 1172


JUAN PABLO II

HOMILÍA DURANTE LA MISA EN LA SOLEMNIDAD

DEL «CORPUS CHRISTI»


3 de junio 1999


1. «Lauda, Sion, Salvatorem». Alaba, Sión, al Salvador.

Alaba a tu Salvador, comunidad cristiana de Roma, reunida delante de esta basílica catedral, dedicada a Cristo Salvador y a su precursor, san Juan Bautista. Alábalo, porque «ha puesto paz en tus fronteras; te sacia con flor de harina» (Ps 147,14).

La solemnidad del Corpus Christi es fiesta de alabanza y acción de gracias. En ella el pueblo cristiano se congrega en torno al altar para contemplar y adorar el misterio eucarístico, memorial del sacrificio de Cristo, que ha donado a todos los hombres la salvación y la paz. Este año, nuestra solemne celebración y, dentro de poco, la tradicional procesión, que nos llevará de esta plaza hasta la de Santa María la Mayor, tienen una finalidad particular: quieren ser una súplica unánime y apremiante por la paz.

1173 Mientras adoramos el Cuerpo de aquel que es nuestra Cabeza, no podemos por menos de hacernos solidarios con sus miembros que sufren a causa de la guerra. Sí, amadísimos hermanos y hermanas, romanos y peregrinos, esta tarde queremos orar juntos por la paz; queremos orar, de modo particular, por la paz en los Balcanes. Nos ilumina y guía la palabra de Dios que acabamos de escuchar.

2. En la primera lectura ha resonado el mandato del Señor: «Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer» (
Dt 8,2). «Recuerda» es la primera palabra. No se trata de una invitación, sino de un mandato que el Señor dirige a su pueblo, antes de introducirlo en la tierra prometida. Le ordena que no olvide.

Para tener la paz, que es la síntesis de todos los bienes prometidos por Dios, es preciso ante todo no olvidar, sino atesorar la experiencia pasada. Se puede aprender mucho, incluso de los errores, para orientar mejor el camino.

Contemplando este siglo y el milenio que está a punto de concluir, no podemos menos de traer a la memoria las terribles pruebas que la humanidad ha debido soportar. No podemos olvidar; más aún, debemos recordar. Ayúdanos, Dios, Padre nuestro, a sacar las debidas lecciones de nuestras vicisitudes y de las de los que nos han precedido.

3. La historia habla de grandes aspiraciones a la paz, pero también de recurrentes desilusiones, que la humanidad ha debido sufrir entre lágrimas y sangre. Precisamente en este día, el 3 de junio de hace treinta y seis años, moría Juan XXIII, el Papa de la encíclica Pacem in terris. ¡Qué coro unánime de alabanzas acogió ese documento, en el que se trazaban las grandes líneas para la edificación de una verdadera paz en el mundo! Pero, ¡cuántas veces en estos años se ha tenido que asistir al estallido de la violencia bélica en diferentes partes del mundo!

Con todo, el creyente no se rinde. Sabe que puede contar siempre con la ayuda de Dios. Son muy elocuentes, al respecto, las palabras que pronunció Jesús durante la última cena: «Mi paz os dejo, mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27). Hoy queremos una vez más acogerlas y comprenderlas a fondo. Entremos espiritualmente en el cenáculo para contemplar a Cristo que dona, bajo las especies del pan y del vino, su cuerpo y su sangre, anticipando el Calvario en el sacramento. De este modo nos dio su paz. San Pablo comenta: «él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad (...) por medio de la cruz» (Ep 2,14 Ep 2,16).

Entregándose a sí mismo, Cristo nos dio su paz. Su paz no es como la del mundo, hecha a menudo de astucias y componendas, cuando no también de atropellos y violencias. La paz de Cristo es fruto de su Pascua: es decir, es fruto de su sacrificio, que arranca la raíz del odio y de la violencia y reconcilia a los hombres con Dios y entre sí; es el trofeo de su victoria sobre el pecado y sobre la muerte, de su pacífica guerra contra el mal del mundo, librada y vencida con las armas de la verdad y el amor.

4. No por casualidad es precisamente ése el saludo que dirige Cristo resucitado. Al aparecerse a los Apóstoles, primero les muestra en las manos y en el costado las huellas de la dura lucha librada y luego les desea: «¡La paz esté con vosotros!» (Jn 20,19 Jn 20,21 Jn 20,26). Esta paz la da a sus discípulos como regalo preciosísimo, no para que lo tengan celosamente escondido, sino para que lo difundan mediante el testimonio.

Esta tarde, amadísimos hermanos, al llevar en procesión la Eucaristía, sacramento de Cristo, nuestra Pascua, difundiremos por los caminos de la ciudad el anuncio de la paz que él nos ha dejado y que el mundo no puede dar. Caminaremos interrogándonos sobre nuestro testimonio personal en favor de la paz, pues no basta hablar de paz si no nos comprometemos luego a cultivar en el corazón sentimientos de paz y a manifestarlos en nuestras relaciones diarias con los que viven en nuestro entorno.

Llevaremos en procesión la Eucaristía y elevaremos nuestra apremiante súplica al «Príncipe de la paz» por la cercana tierra de los Balcanes, donde ya se ha derramado demasiada sangre inocente y se han realizado demasiadas ofensas contra la dignidad y los derechos de los hombres y de los pueblos.

Nuestra oración, esta tarde, se ve confortada por las perspectivas de esperanza, que por fin parecen haberse abierto.

1174 5. «El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo» (Jn 6,51). Estas palabras de Jesús, que acabamos de escuchar en el pasaje evangélico, nos ayudan a comprender cuál es la fuente de la verdadera paz. Cristo es nuestra paz, «pan» entregado por la vida del mundo. Él es el «pan» que Dios Padre ha preparado para que la humanidad tenga la vida y la tenga en abundancia (cf. Jn Jn 10,10).

Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo dio como salvación para todos, como Pan que constituye el alimento para tener la vida. El lenguaje de Cristo es muy claro: para tener la vida no basta creer en Dios; es preciso vivir de él (cf. St Jc 2,14). Por eso el Verbo se encarnó, murió, resucitó y nos dio su Espíritu; por eso nos dejó la Eucaristía, para que podamos vivir de él como él vive del Padre. La Eucaristía es el sacramento del don que Cristo nos hizo de sí mismo: es el sacramento del amor y de la paz, que es plenitud de vida.

6. «Pan vivo, que da la vida».

Señor Jesús, ante ti, nuestra Pascua y nuestra paz, nos comprometemos a oponernos sin violencia a las violencias del hombre sobre el hombre.

Postrados a tus pies, oh Cristo, queremos hoy compartir el pan de la esperanza con nuestros hermanos desesperados; el pan de la paz, con nuestros hermanos martirizados por la limpieza étnica y por la guerra; el pan de la vida, con nuestros hermanos amenazados cada día por las armas de destrucción y muerte.

Con la víctimas inocentes y más indefensas, oh Cristo, queremos compartir el Pan vivo de tu paz.

«Por ellos (...) te ofrecemos, y ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza» (Canon romano), para que tú, oh Cristo, nacido de la Virgen María, Reina de la paz, seas para nosotros, con el Padre y el Espíritu Santo, fuente de vida, de amor y de paz.

Amén.



VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA


Gdansk, 5 de junio 1999



1. «Estoy persuadido de que me quedaré y permaneceré con todos vosotros para progreso y gozo de vuestra fe, a fin de que tengáis por mi causa un nuevo motivo de orgullo en Cristo Jesús cuando yo vuelva a estar entre vosotros» (Ph 1,25-26). Esto lo dice el apóstol san Pablo en la liturgia de hoy. Se trata de unas palabras de la carta a los Filipenses, pero aquí, donde se conserva la memoria de san Adalberto, resultan muy significativas. Parece que no es san Pablo quien habla a los Filipenses sino san Adalberto quien nos habla a nosotros.

El eco de esta voz resuena incesantemente en esta tierra, donde el patrono de la Iglesia de Gdansk sufrió el martirio. «Para él la vida era Cristo, y la muerte, una ganancia» (cf. Flp Ph 1,21). Llegó aquí a Gdansk en el año 997, anunció el Evangelio y administró el santo bautismo. Cristo fue glorificado por san Adalberto mediante su vida fervorosa y su muerte heroica. Durante mi anterior peregrinación a Gniezno, ante la tumba de san Adalberto, dije que siguió a Cristo «como siervo fiel y generoso, dando testimonio de él a costa de su vida. Y por eso el Padre lo ha honrado. El pueblo de Dios le ha tributado en la tierra una veneración que se reserva a los santos, con la convicción de que un mártir de Cristo participa en el cielo de la gloria del Padre. (...) Su martirio (...) está en el origen de la Iglesia polaca y, en cierto modo, también del mismo Estado» (Homilía en Gniezno, 3 de junio de 1997, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de junio de 1997, p. 5). Dos años después de su muerte, la Iglesia lo proclamó santo y yo hoy, mientras celebro este santísimo sacrificio, conmemoro el milenario de su canonización.

1175 2. Doy gracias a Dios por haber podido venir nuevamente a vosotros y por la celebración común de este jubileo. Realmente es grande el día que ha hecho el Señor por su bondad. Me alegro de ello, porque me brinda la oportunidad de visitar de nuevo la histórica y hermosa ciudad de Gdansk. Saludo a sus habitantes y a toda la archidiócesis, así como a los habitantes de Sopot, de Gdynia y de las demás ciudades y aldeas. Saludo al arzobispo Tadeusz, pastor de esta Iglesia, al obispo auxiliar, a los sacerdotes, a las personas consagradas y a todos los que participan en esta santísima eucaristía. Con veneración recuerdo a los obispos difuntos mons. Edmund Nowicki y mons. Lech Kaczmarek, que desempeñaron su ministerio de pastores en esta Iglesia de Gdansk en tiempos difíciles. Tengo ante los ojos los encuentros que celebré hace doce años con esta ciudad y con sus habitantes, especialmente con los enfermos en la basílica mariana, con el mundo del trabajo en Zaspa de Gdansk, con los jóvenes en Westerplatte y con la gente del mar en Gdynia. Llevo este recuerdo en lo más íntimo de mi corazón y en mi memoria.

Mirándolo desde una perspectiva histórica, se descubre cuán diverso era ese tiempo. La nación afrontaba entonces otras experiencias y otros desafíos. En esa ocasión os hablaba a vosotros, pero también de algún modo hablaba en nombre vuestro. Hoy la situación es diferente. Y demos gracias a Dios por ello. Recuerdo esos momentos con emoción, consciente de los grandes acontecimientos que han tenido lugar en nuestra patria. «Han llegado tiempos nuevos» a esta tierra, y san Adalberto ha desempeñado un papel fundamental.

La sangre que derramó produce siempre nuevos frutos espirituales. Es la semilla evangélica que cayó en tierra y murió, y ha dado una gran cosecha en todas las naciones en las que realizó su misión: Bohemia, Hungría, la Polonia de los Piast e incluso en la Pomerania y en Gdansk, para beneficio de los pueblos que habitaban en ellas. Mil años después de su muerte a orillas del Báltico, estamos convencidos de que precisamente la sangre de ese mártir, derramada en estos territorios hace diez siglos, contribuyó de manera decisiva a la evangelización, a la difusión de la fe y a una nueva vida. Hoy tenemos gran necesidad de seguir el ejemplo de su vida, entregada totalmente a Dios para la difusión del Evangelio. Su testimonio de servicio y de celo apostólico está profundamente arraigado en la fe y en el amor a Cristo. De san Adalberto podemos decir con el salmista: «su alma estaba sedienta de Dios; tenía sed de Dios, como tierra reseca, árida, sin agua» (cf. Sal
Ps 62,2).

Gracias, san Adalberto, por tu ejemplo de santidad; porque, con tu vida, nos enseñaste el sentido de las palabras: «para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (cf. Flp Ph 1,21). Te damos gracias por el milenio de fe y de vida cristiana en Polonia y en toda Europa central.

3. «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48), dice Cristo en el evangelio de hoy. En vísperas del tercer milenio, estas palabras, recogidas por san Mateo, resuenan con nueva fuerza. Resumen la enseñanza de las ocho bienaventuranzas, expresando a la vez toda la plenitud de la vocación del hombre. Ser perfecto como Dios. Ser como Dios, grande en el amor, porque él es amor y «hace salir el sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45).

Aquí tocamos el misterio del hombre creado a imagen y semejanza de Dios y, por ello, capaz de amar y de recibir el don del amor. Esa vocación originaria del hombre ha sido inscrita por el Creador en la naturaleza humana y hace que todo hombre busque el amor, aunque a veces lo hace eligiendo el mal del pecado, que se presenta bajo las apariencias del bien. Busca el amor, porque en lo más profundo de su corazón sabe que sólo el amor puede hacerlo feliz. Sin embargo, con frecuencia el hombre busca esta felicidad a tientas. La busca en los placeres, en los bienes materiales y en lo terreno y pasajero.

«Se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 3,5), dijo a Adán en el paraíso el enemigo de Dios, Satanás, en quien se fio. Con todo, ¡cuán doloroso ha resultado para el hombre este camino de la búsqueda de la felicidad sin Dios! De inmediato experimentó las tinieblas del pecado y el drama de la muerte. En efecto, el hombre, siempre que se aleja de Dios, experimenta como consecuencia una gran desilusión, acompañada de miedo. Sucede así porque, como efecto de su alejamiento de Dios, el hombre se queda solo y comienza a sentir el dolor de la soledad: se siente perdido. Sin embargo, ese miedo lo lleva a buscar al Creador, pues nada puede saciar el hambre de Dios, arraigada en el hombre.

Queridos hermanos y hermanas, no os dejéis «intimidar en nada por los adversarios» (Ph 1,28), nos recuerda san Pablo en la primera lectura. No os dejéis intimidar por los que afirman que el pecado es el camino que conduce a la felicidad. Estáis «sosteniendo el mismo combate en que antes me visteis y en el que ahora sabéis que me encuentro» (Ph 1,30), añade el Apóstol de las gentes, y éste es el combate contra nuestros pecados personales y especialmente los pecados contra el amor: pueden asumir dimensiones preocupantes en la vida social. El hombre nunca será feliz a costa de otro hombre, destruyendo la libertad ajena, pisoteando la dignidad de las personas y cultivando el egoísmo. Nuestra felicidad es el hermano que Dios nos ha dado y encomendado, y a través de él esa felicidad es Dios mismo: Dios a través del hombre, pues «todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios (...) porque Dios es Amor» (1Jn 4,7-8).

Lo digo en la tierra de Gdansk, que fue testigo de combates dramáticos por la libertad y la identidad cristiana de los polacos. Recordemos el mes de septiembre de 1939: la heroica defensa de Westerplatte y del edificio de Correos en Gdansk. Recordemos a los sacerdotes martirizados en el campo de concentración de la cercana Stutthof, que la Iglesia elevará a la gloria de los altares durante esta peregrinación, o los bosques de Pia(l-sacute)nica, cerca de Wejherowo, donde fueron fusiladas miles de personas. Todo eso pertenece a la historia de la gente de esta tierra y está inscrita en el conjunto de los trágicos acontecimientos de los tiempos de guerra. «Millares fueron víctimas de prisiones, torturas y ejecuciones capitales. (...) Digno de admiración y de eterno recuerdo fue este esfuerzo incomparable de toda la sociedad, y en especial de la generación joven de los polacos, en defensa de la patria y de sus valores esenciales», escribí en el mensaje a la Conferencia episcopal polaca con ocasión del 50° aniversario del inicio de la segunda guerra mundial (n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de septiembre de 1989, p. 1).

Abracemos con nuestra oración a esas personas, recordando sus sufrimientos, su sacrificio y especialmente su muerte. Y tampoco podemos olvidar la historia más reciente, a la que pertenece ante todo el trágico diciembre de 1970, cuando los obreros invadieron las calles de Gdansk y Gdynia, y luego el mes de agosto de 1980, lleno de esperanza, y por último el dramático período del estado de guerra.

¿Hay un lugar más adecuado para hablar de esto que Gdansk? En efecto, en esta ciudad, hace diecinueve años, nació el sindicato «Solidaridad». Fue un acontecimiento que marcó un viraje en la historia de nuestra nación, e incluso en la de Europa. «Solidaridad» abrió las puertas de la libertad a los países esclavos del sistema totalitario, derribó el muro de Berlín y contribuyó a la unidad de Europa, dividida en dos bloques desde la segunda guerra mundial. Nunca hemos de olvidar esto. Ese acontecimiento forma parte de nuestro patrimonio nacional. En aquella ocasión, en Gdansk, os escuché decir: «No hay libertad sin solidaridad». Hoy es preciso repetir: «No hay solidaridad sin amor». Más aún, no hay felicidad, no hay futuro del hombre y de la nación sin el amor que perdona, aunque no olvide; sin el amor, que es sensible a la desgracia ajena, que no busca su propio interés, sino que desea el bien de los demás; sin el amor que está al servicio del prójimo, que se olvida de sí mismo y está dispuesto a entregarse con generosidad.

1176 Así pues, estamos llamados a construir el futuro basado en el amor a Dios y al prójimo, para edificar la «civilización del amor». Hoy el mundo y Polonia necesitan hombres de corazón grande, que sirvan con humildad y amor, que bendigan y no maldigan, que conquisten la tierra con la bendición. No se puede construir el futuro sin referirse a la fuente del amor, que es Dios, el cual «tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

Jesucristo revela al hombre el amor, mostrándole al mismo tiempo su vocación suprema. En el pasaje evangélico de hoy, nos señala, con las palabras del sermón de la montaña, cómo hay que realizar esta vocación: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48).

4. Volvamos a las palabras de la liturgia de hoy. Escribe el Apóstol: «Lo que importa es que vosotros llevéis una vida digna del evangelio de Cristo, para que tanto si voy a veros como si estoy ausente, oiga de vosotros que os mantenéis firmes en un mismo espíritu y lucháis acordes por la fe del Evangelio» (Ph 1,27).

Eso dice el apóstol san Pablo a los Filipenses y eso mismo nos dice a nosotros san Adalberto. Después de diez siglos, esas palabras parecen cobrar aún mayor elocuencia. Desde una distancia de tantos siglos viene a nosotros, vuelve nuevamente este santo obispo, el apóstol de nuestra tierra, para examinar y comprobar en cierto sentido si perseveramos en la fidelidad al Evangelio. Nuestra presencia litúrgica en los itinerarios que él recorrió debe ser la respuesta. Queremos asegurarle que sí perseveramos y queremos seguirlo haciendo. Él preparó a nuestros antepasados para entrar en el segundo milenio, con una visión muy clarividente. Hoy, aquí, todos juntos, respondiendo a esas palabras, nos preparamos a entrar en el tercer milenio. Queremos entrar en él con Dios, como un pueblo que ha puesto su confianza en el amor y que ha amado la verdad; como un pueblo que quiere vivir en espíritu de verdad, porque sólo la verdad puede hacernos libres y felices. Cantemos el Te Deum, glorificando a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Dios creador y redentor, por todo lo que ha hecho en esta tierra por medio de su siervo el obispo Adalberto. Y pidámosle al mismo tiempo: «Salvum fac populum tuum, Domine, et benedic haereditati tuae».

Mucho ha cambiado y está cambiando en la tierra polaca. Con el paso de los siglos, Polonia crece entre destinos mudables, como una gran encina de la historia, que ha echado sólidas raíces. Demos gracias a la divina Providencia porque ha bendecido el proceso milenario de este crecimiento con la presencia de san Adalberto y con su martirio a orillas del Báltico. Es una gran herencia, con la que caminamos hacia el futuro. Que por obra de san Adalberto y de todos los patronos polacos reunidos alrededor de la Madre de Dios permanezcan los frutos de la Redención y se consoliden entre las generaciones futuras. Que los hombres del tercer milenio asuman la misión transmitida en otro tiempo, hace mil años, por san Adalberto y, a su vez, la transmitan a las nuevas generaciones.

El grano de trigo caído en tierra,
en esta tierra,
ha dado el ciento por uno.

Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA


Pelplin, domingo 6 de junio 1999



1. «Bienaventurados (...) los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11,28). Esta bienaventuranza de Cristo acompaña hoy nuestra peregrinación a Polonia. La pronuncio con alegría en Pelplin, al saludar a todos los fieles de esta Iglesia, con su obispo Jan Bernard Szlaga, al que doy las gracias por sus palabras de bienvenida. Saludo asimismo al obispo auxiliar, mons. Piotr Krupa; a todos los cardenales, arzobispos y obispos polacos aquí reunidos, encabezados por el cardenal primado; a los sacerdotes, los religiosos, las religiosas; y a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas. «Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen». Que hagamos nuestra esta bienaventuranza.

1177 2. Durante más de mil años han pasado por estas tierras muchos hombres que escucharon la palabra de Dios. La acogieron de labios de los que la anunciaban. Los primeros la recibieron de labios del gran misionero de estas tierras, san Adalberto. Fueron testigos de su martirio. Las generaciones sucesivas crecieron de esas semillas, gracias al ministerio de otros misioneros, obispos, sacerdotes y religiosos: los apóstoles de la palabra de Dios. Unos confirmaron con el martirio el mensaje del Evangelio; otros, mediante un continuo compromiso apostólico según el espíritu del «ora et labora», ora y trabaja, benedictino. La palabra anunciada cobraba una fuerza particular como palabra confirmada con el testimonio de la vida.

Está muy arraigada en esta tierra la tradición de escuchar la palabra de Dios y dar testimonio del Verbo, que en Cristo se hizo carne. Esa tradición, vivida durante muchos siglos, también se cumple en el nuestro. Un signo elocuente, y a la vez trágico, de esta continuidad fue el así llamado «otoño de Pelplin», que tuvo lugar hace sesenta años. Entonces, veinticuatro sacerdotes valientes, profesores del seminario mayor y funcionarios de la curia episcopal, testimoniaron su fidelidad al servicio del Evangelio con el sacrificio del sufrimiento y de la muerte. Durante el tiempo de la ocupación perdieron la vida en esta tierra 303 pastores, que difundieron con heroísmo el mensaje de esperanza a lo largo de ese dramático período de guerra y ocupación. Si hoy recordamos a esos sacerdotes mártires es porque de sus labios nuestra generación escuchó la palabra de Dios y gracias a su testimonio experimentó su fuerza.

Conviene que recordemos esa histórica siembra de la palabra y del testimonio, especialmente ahora, mientras nos acercamos al final del segundo milenio. Esa tradición plurisecular no puede interrumpirse en el tercer milenio. Sí; considerando los nuevos desafíos que se plantean al hombre de hoy y a toda la sociedad, debemos renovar continuamente en nosotros mismos la conciencia de lo que es la palabra de Dios, de su importancia en la vida del cristiano, de la Iglesia y de toda la humanidad, y de su fuerza.

3. ¿Qué dice Cristo al respecto en el pasaje evangélico de hoy? Al terminar el sermón de la Montaña, dice: «Todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que construyó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero no cayó, porque estaba cimentada sobre roca» (
Mt 7,24-25). El caso contrario del que edificó sobre roca es el hombre que edificó sobre arena. Su construcción resultó poco resistente. Ante las pruebas y las dificultades, se derrumbó. Esto es lo que Cristo nos enseña.

El edificio de nuestra vida debe ser una casa construida sobre roca. ¿Cómo construirlo para que no se desplome bajo el peso de los acontecimientos de este mundo? ¿Cómo construirlo para que, de «morada terrestre», se convierta en «edificio de Dios, una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos»? (cf. 2Co 5,1). Hoy escuchamos la respuesta a esa pregunta esencial de la fe: los cimientos del edificio cristiano son la escucha y el cumplimiento de la palabra de Cristo. Al decir «la palabra de Cristo» no sólo nos referimos a su enseñanza, a sus parábolas y sus promesas, sino también a sus obras, sus signos y sus milagros. Y sobre todo a su muerte, a su resurrección y a la venida del Espíritu Santo. Más aún: nos referimos al Hijo mismo de Dios, al Verbo eterno del Padre, en el misterio de la Encarnación. «Y el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

Con este Verbo, Cristo vivo, resucitado, san Adalberto vino a Polonia. Durante siglos vinieron con Cristo también otros heraldos, y dieron testimonio de él. Por él dieron la vida los testigos de nuestros tiempos, tanto sacerdotes como seglares. Su servicio y su sacrificio se han convertido para las generaciones sucesivas en signo de que nada puede destruir una construcción cuyo cimiento es Cristo. A lo largo de los siglos han venido repitiendo, como san Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? (...) Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rm 8,35-37).

4. «Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen». Si, en el umbral del tercer milenio, nos preguntamos cómo serán los tiempos que van a venir, no podemos evitar a la vez la pregunta sobre el fundamento que ponemos bajo esa construcción, que continuarán las futuras generaciones. Es preciso que nuestra generación construya con prudencia el futuro; y constructor prudente es el que escucha la palabra de Cristo y la cumple.

Desde el día de Pentecostés, la Iglesia conserva la palabra de Cristo como su más valioso tesoro. Recogida en las páginas del Evangelio, ha llegado hasta nuestro tiempo. Hoy somos nosotros quienes tenemos la responsabilidad de transmitirla a las futuras generaciones, no como letra muerta, sino como fuente viva de conocimiento de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, fuente de auténtica sabiduría. En este marco cobra actualidad particular la exhortación conciliar, dirigida a todos los fieles «para que adquieran 'la ciencia suprema de Jesucristo' (Ph 3,8), 'pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo' (san Jerónimo)» (Dei Verbum, DV 25).

Por eso, mientras durante la liturgia tomo en las manos el libro del Evangelio y como signo de bendición lo elevo sobre la asamblea y sobre toda la Iglesia, lo hago con la esperanza de que siga siendo el libro de la vida de todo creyente, de toda familia y de la sociedad entera. Con esa misma esperanza, os pido hoy: entrad en el nuevo milenio con el libro del Evangelio. Que no falte en ninguna casa polaca. Leedlo y meditadlo. Dejad que Cristo os hable. «Escuchad hoy su voz: 'No endurezcáis vuestro corazón'...» (Ps 95,8).

5. A lo largo de veinte siglos la Iglesia se ha inclinado sobre las páginas del Evangelio para leer del modo más preciso posible lo que Dios ha querido revelar en él. Ha descubierto el contenido más profundo de sus palabras y de sus acontecimientos; ha formulado sus verdades, declarándolas seguras y salvíficas. Los santos las han puesto en práctica y han compartido su experiencia del encuentro con la palabra de Cristo. De ese modo se ha desarrollado la tradición de la Iglesia, fundada en el testimonio mismo de los Apóstoles. Si hoy interpelamos el Evangelio, no podemos separarlo de ese patrimonio de siglos, de esa tradición.

Hablo de esto porque existe la tentación de interpretar la sagrada Escritura separándola de la tradición plurisecular de la fe de la Iglesia, aplicando claves de interpretación propias de la literatura contemporánea o de los medios de comunicación. De esa forma se corre el peligro de caer en simplificaciones, de falsificar la verdad revelada e incluso de adaptarla a las necesidades de una filosofía individual de la vida o de ideologías aceptadas a priori. Ya san Pedro apóstol se opuso a intentos de ese tipo. Escribe: «Ante todo, tened presente que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia» (2P 1,20). «El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios (...) ha sido encomendado sólo al magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» (Dei Verbum DV 10).

1178 Me alegra que la Iglesia en Polonia ayude con eficacia a los fieles a conocer el contenido de la Revelación. Conozco la gran importancia que los pastores atribuyen a la liturgia de la Palabra durante la santa misa y a la catequesis. Doy gracias a Dios porque en las parroquias y en el ámbito de las comunidades y de los movimientos eclesiales surgen y se desarrollan continuamente círculos bíblicos y grupos de debate.Con todo, es necesario que los que asumen la responsabilidad de una exposición autorizada de la verdad revelada no confíen en su intuición, a menudo poco fiable, sino en un conocimiento sólido y en una fe inquebrantable.

Deseo expresar aquí mi gratitud a todos los pastores que, con entrega y humildad, cumplen el servicio de la proclamación de la palabra de Dios. No puedo por menos de mencionar a todos los obispos, sacerdotes, diáconos, personas consagradas y catequistas que, con fervor, a menudo en medio de grandes dificultades, realizan esa misión profética de la Iglesia. Asimismo, quiero dar las gracias a los exegetas y a los teólogos que, con un empeño digno de elogio, investigan las fuentes de la Revelación, prestando a los pastores una ayuda competente. Queridos hermanos y hermanas, que Dios recompense con su bendición vuestro compromiso apostólico. «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación!» (
Is 52,7).

6. Bienaventurados también todos los que con corazón abierto se benefician de ese servicio. Son realmente «bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen», pues experimentan esta gracia particular, en virtud de la cual la semilla de la palabra de Dios no cae entre espinas, sino en terreno fértil, y da abundante fruto. Precisamente esta acción del Espíritu Santo, el Consolador, se adelanta y nos ayuda, mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede «a todos gusto en aceptar y creer la verdad» (Dei Verbum DV 5). Son bienaventurados porque, descubriendo y cumpliendo la voluntad del Padre, encuentran constantemente el sólido cimiento del edificio de su vida.

A los que van a cruzar el umbral del tercer milenio les queremos decir: construid la casa sobre roca.Construid sobre roca la casa de vuestra vida personal y social. Y la roca es Cristo, que vive en su Iglesia; Cristo, que perdura en esta tierra desde hace mil años. Vino a vosotros por el ministerio de san Adalberto. Creció sobre el fundamento de su martirio, y persevera. La Iglesia es Cristo, que vive en todos nosotros. Cristo es la vid y nosotros los sarmientos. Él es el cimiento y nosotros las piedras vivas.

7. «Señor, quédate con nosotros» (cf. Lc Lc 24,29), dijeron los discípulos que se encontraron con Cristo resucitado a lo largo del camino de Emaús y «su corazón les ardía cuando les hablaba y les explicaba las Escrituras» (cf. Lc Lc 24,32). Hoy queremos repetir sus palabras: «Señor, quédate con nosotros». Te hemos encontrado a lo largo del camino de nuestra vida. Te encontraron nuestros antepasados, de generación en generación. Tú los confirmaste con tu palabra mediante la vida y el ministerio de la Iglesia.

Señor, quédate con los que vengan después de nosotros. Deseamos que estés con ellos, como has estado con nosotros. Esto es lo que deseamos y lo que te pedimos

Quédate con nosotros, cuando atardece. Quédate con nosotros mientras el tiempo de nuestra historia se está acercando al final del segundo milenio.

Quédate con nosotros y ayúdanos a caminar siempre por la senda que lleva a la casa del Padre.

Quédate con nosotros en tu palabra, en esa palabra que se convierte en sacramento: la Eucaristía de tu presencia.

Queremos escuchar tu palabra y cumplirla.

Deseamos vivir en la bendición.

1179 Anhelamos contarnos entre los bienaventurados «que escuchan la palabra de Dios y la cumplen».





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