B. Juan Pablo II Homilías 1179


VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA


Elblag, 6 de junio 1999



1. «Damos gloria a tu Corazón, Jesús nuestro, oh Jesús...».

Doy gracias a la divina Providencia por poder estar con vosotros para alabar y glorificar al sacratísimo Corazón de Jesús, en el que se ha manifestado del modo más pleno el amor paterno de Dios. Me alegra que se mantenga viva siempre en Polonia la buena costumbre de rezar o cantar todos los días del mes de junio las letanías del Sagrado Corazón.

Saludo a todos los que participáis hoy en esta ceremonia, la tarde del domingo. De modo especial saludo a mons. Andrzej Sliwinski, pastor de esta diócesis, al obispo auxiliar y a todo el Episcopado polaco, encabezado por el cardenal primado, que ha presidido esta celebración. Saludo a los sacerdotes, a las personas consagradas y a todo el pueblo de Dios de la diócesis de Elblag. Doy una cordial bienvenida a los peregrinos de Rusia, procedentes del distrito de Kaliningrado, que han venido con su arzobispo, mons. Tadeusz Kondrusiewicz. Saludo también a los fieles de la Iglesia greco-católica. Saludo a toda la joven Iglesia de Elblag, particularmente vinculada a la figura de san Adalberto. Según la tradición, no lejos de aquí, en Swiety Gai, dio su vida por Cristo. A lo largo de la historia, la muerte de ese mártir ha dado en esta tierra abundantes frutos de santidad. En este lugar quiero recordar a la beata Dorotea de Matowy, esposa y madre de nueve hijos, y también a la sierva de Dios Regina Protmann, fundadora de la congregación de las Hermanas de Santa Catalina que, si Dios quiere, la Iglesia elevará al honor de los altares en Varsovia durante esta peregrinación, a través de mi ministerio. También será incluido en el catálogo de los beatos un hijo de esta tierra, don Wladyslaw Demski, que dio su vida en el campo de concentración de Sachsenhausen, defendiendo públicamente la cruz, ultrajada sacrílegamente por los verdugos. Vosotros habéis recogido esta magnífica herencia espiritual y debéis conservarla, incrementarla y construir el futuro de esta tierra y de la Iglesia de Elblag sobre el sólido cimiento de la fe y de la vida religiosa.

2. «Corazón de Jesús, fuente de vida y santidad, ten piedad de nosotros».

Así lo invocamos en las letanías. Todo lo que Dios quería decirnos de sí mismo y de su amor, lo depositó en el Corazón de Jesús y lo expresó mediante este Corazón. Nos encontramos frente a un misterio inescrutable. A través del Corazón de Jesús leemos el eterno plan divino de la salvación del mundo. Y se trata de un proyecto de amor. Las letanías que hemos cantado contienen de modo admirable toda esta verdad.

Hoy hemos venido aquí para contemplar el amor del Señor Jesús, su bondad, que se compadece de todo hombre; para contemplar su Corazón ardiente de amor por el Padre, en la plenitud del Espíritu Santo. Cristo nos ama y nos muestra su Corazón como fuente de vida y santidad, como fuente de nuestra redención. Para comprender de modo más profundo esta invocación, tal vez es preciso volver al encuentro de Jesús con la samaritana, en la pequeña localidad de Sicar, junto al pozo, que se encontraba allí desde los tiempos del patriarca Jacob. Había acudido para sacar agua. Entonces Jesús le dijo: «Dame de beber»; ella le replicó: «¿cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?». El evangelista añade que los judíos no se trataban con los samaritanos. Jesús, entonces, le dijo: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice 'dame de beber' tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva (...); el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,1-14). Palabras misteriosas.

Jesús es la fuente; de él brota la vida divina en el hombre. Sólo hace falta acercarse a él, permanecer en él, para tener esa vida. Y esa vida no es más que el inicio de la santidad del hombre, la santidad de Dios, que el hombre puede alcanzar con la ayuda de la gracia. Todos anhelamos beber del Corazón divino, que es fuente de vida y santidad.

3. «Dichosos los que respetan el derecho y practican siempre la justicia» (Ps 106,3).

Queridos hermanos y hermanas, la meditación del amor de Dios, que se nos ha revelado en el Corazón de su Hijo, exige del hombre una respuesta coherente. No sólo hemos sido llamados a contemplar el misterio del amor de Cristo, sino también a participar en él. Cristo dice: «Si me amáis, cumpliréis mis mandamientos» (Jn 14,15). Así, al mismo tiempo que nos dirige una gran llamada, nos pone una condición: si quieres amarme, cumple mis mandamientos, cumple la santa ley de Dios, sigue el camino que Dios te ha señalado y que yo te he indicado con el ejemplo de mi vida.

1180 La voluntad de Dios es que cumplamos sus mandamientos, es decir, la ley que dio en el monte Sinaí a Israel por medio de Moisés. La dio a todos los hombres. Conocemos esos mandamientos. Muchos de vosotros los repetís cada día en la oración. Es una devoción muy hermosa. Repitámoslos, tal como están escritos en el libro del Éxodo, para confirmar y renovar lo que recordamos:

«Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre.
No tendrás otros dioses delante de mí.
No tomarás en falso el nombre del Señor, tu Dios.
Recuerda el día del sábado para santificarlo.
Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que te va a dar el Señor, tu Dios.
No matarás.
No cometerás adulterio.
No robarás.
No darás testimonio falso contra tu prójimo.
No codiciarás la casa de tu prójimo.
1181 No codiciarás la mujer de tu prójimo» (cf. Ex Ex 20,2-17).

El fundamento de la moral que dio el Creador al hombre es el Decálogo, las diez palabras de Dios pronunciadas con firmeza en el Sinaí y confirmadas por Cristo en el sermón de la Montaña, en el marco de las bienaventuranzas. El Creador, que es al mismo tiempo el supremo legislador, ha inscrito en el corazón del hombre todo el orden de la verdad. Ese orden condiciona el bien y el orden moral, y constituye la base de la dignidad del hombre creado a imagen y semejanza de Dios.

Los mandamientos fueron dados para el bien del hombre, para su bien personal, familiar y social. Para el hombre son realmente el camino. El mero orden natural no basta. Es necesario completarlo y enriquecerlo con el orden sobrenatural. Gracias a él, la vida cobra nuevo sentido y el hombre se hace mejor. En efecto, la vida necesita fuerzas y valores divinos, sobrenaturales: sólo entonces adquiere pleno esplendor.

Cristo confirmó esa ley de la antigua Alianza. En el sermón de la Montaña lo dijo con claridad a los que lo escuchaban: «No penséis que he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17). Cristo vino para dar cumplimiento a la ley, ante todo para colmarla de contenido y de significado, y para mostrar así su pleno sentido y toda su profundidad: la ley es perfecta cuando está impregnada del amor de Dios y del prójimo. Del amor depende la perfección moral del hombre, su semejanza con Dios. «El que acoge mis mandamientos y los cumple -dice Cristo-, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado por mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14,21). Esta ceremonia litúrgica, dedicada al sacratísimo Corazón de Jesús, nos recuerda ese amor de Dios, anhelado intensamente por el hombre, y nos señala que la respuesta concreta a ese amor es cumplir en la vida diaria los mandamientos de Dios. Dios ha querido que esos mandamientos no se borren de nuestra memoria, sino que permanezcan bien grabados para siempre en la conciencia del hombre, a fin de que, conociéndolos y cumpliéndolos, «tenga la vida eterna».

4. «Dichosos los que respetan el derecho».

El salmista define así a los que caminan por la senda de los mandamientos y los cumplen hasta el fin (cf. Sal Ps 119,32-33). En efecto, el cumplimiento de la ley de Dios es la condición para obtener el don de la vida eterna, o sea, la felicidad que nunca termina. A la pregunta del joven rico: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19,16), Jesús responde: «Si quieres entrar en la vida, cumple los mandamientos» (Mt 19,17). Esta invitación de Cristo es particularmente actual en la realidad de hoy, en la que muchos viven como si Dios no existiera. La tentación de organizar el mundo y la propia vida sin Dios, o contra Dios, sin sus mandamientos y sin el Evangelio, existe y se cierne también sobre nosotros. Y la vida humana y el mundo construidos sin Dios, al final se volverán contra el hombre. Hemos visto numerosas pruebas de esta verdad en el siglo XX, que está a punto de concluir. Transgredir los mandamientos divinos, abandonar el camino trazado por Dios, significa caer en la esclavitud del pecado y «el salario del pecado es la muerte» (Rm 6,23).

Nos encontramos frente a la realidad del pecado. Es una ofensa a Dios, una desobediencia a Dios, a su ley, a la norma moral que Dios dio al hombre, inscribiéndola en su corazón, confirmándola y perfeccionándola mediante la Revelación. El pecado se opone al amor de Dios hacia nosotros y aleja de él nuestro corazón. El pecado es «el amor de sí llevado hasta el desprecio de Dios», como dice san Agustín (De civitate Dei, 14, 28). El pecado es un gran mal, en sus múltiples dimensiones: comenzando por el original, pasando por todos los pecados personales de cada hombre, hasta los pecados sociales, los pecados que gravan sobre la historia de la humanidad entera.

Debemos ser siempre conscientes de ese gran mal; debemos tener siempre una fina sensibilidad, para reconocer claramente la semilla de muerte que entraña el pecado. Aquí se trata de lo que se suele llamar el sentido del pecado. Tiene su fuente en la conciencia moral del hombre y está vinculado con el conocimiento de Dios, con el sentido de la unión con el Creador, Señor y Padre. Cuanto más profunda es esta conciencia de la unión con Dios, fortalecida por la vida sacramental del hombre y por la oración sincera, tanto más claro es el sentido del pecado. La realidad de Dios esclarece e ilumina el misterio del hombre. Hagamos todo lo posible para que nuestra conciencia sea sensible y para protegerla contra la deformación o la insensibilidad.

Veamos las grandes tareas que Dios nos encomienda. Debemos formar en nosotros un verdadero hombre a imagen y semejanza de Dios. Un hombre que ame la ley de Dios y quiera vivir según ella. El salmista, que exclama: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado» (Ps 50,3), ¿no es para nosotros un ejemplo conmovedor de hombre que se presenta ante Dios arrepentido? Quiere la metánoia de su corazón, para llegar a ser criatura nueva, diversa, transformada por el poder de Dios.

Tenemos el ejemplo de san Adalberto. Sentimos aquí su presencia, porque en esta tierra dio su vida por Cristo. Desde hace mil años nos dice, con el testimonio de su martirio, que la santidad se consigue mediante el sacrificio, que aquí no hay lugar para componendas, que es preciso ser fieles hasta el final y que es necesario tener valentía para proteger la imagen de Dios en la propia alma, hasta el sacrificio supremo. Su martirio es una exhortación a los hombres para que, muriendo al mal y al pecado, dejen que nazca en ellos un hombre nuevo, un hombre de Dios, que cumpla los mandamientos del Señor.

5. Queridos hermanos y hermanas, contemplemos al Sagrado Corazón de Jesús, que es fuente de vida, pues por medio de él se ha logrado la victoria sobre la muerte. También es fuente de santidad, pues en él ha quedado derrotado el pecado, que es el enemigo de la santidad, el enemigo del progreso espiritual del hombre. Del Corazón del Señor Jesús deriva la santidad de cada uno de nosotros. Aprendamos de ese Corazón el amor a Dios y la comprensión del misterio del pecado, mysterium iniquitatis.

1182 Hagamos actos de reparación al Corazón divino por los pecados cometidos por nosotros y por nuestro prójimo. Reparemos por el rechazo de la bondad y del amor de Dios.

Acerquémonos diariamente a esta fuente, de la que brotan manantiales de agua viva. Pidamos, como la samaritana: «Dame de esa agua», pues da la vida eterna.

Corazón de Jesús, hoguera ardiente de caridad.
Corazón de Jesús, fuente de vida y santidad.
Corazón de Jesús, propiciación por nuestros pecados, ten piedad de nosotros. Amén.



VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA


Bydgoszcz, lunes 7 de junio de 1999



1. «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,10).

Acabamos de escuchar las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la Montaña. ¿A quién se refieren? En primer lugar, a Cristo mismo. Él es pobre, manso, constructor de paz, misericordioso y, también, perseguido por causa de la justicia. Esta bienaventuranza, en particular, nos pone ante los ojos los acontecimientos del Viernes santo. Cristo, condenado a muerte como un malhechor y después crucificado. En el Calvario parecía que Dios lo había abandonado, y que estaba a merced del escarnio de los hombres.

El evangelio que Cristo anunciaba afrontó entonces una prueba radical: «Es el rey de Israel: que baje ahora de la cruz, y creeremos en él» (Mt 27,42); así gritaban los testigos de aquel evento. Cristo no baja de la cruz, puesto que es fiel a su Evangelio. Sufre la injusticia humana. En efecto, sólo de este modo puede justificar al hombre. Quería que ante todo se cumplieran en él las palabras del sermón de la Montaña: «Bienaventurados seréis cuando [los hombres] os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5,11-12).

Cristo es el gran profeta. En él se cumplen las profecías, porque todas se referían a él. En él, al mismo tiempo, se abre la profecía definitiva. Él es el que sufre la persecución por causa de la justicia, plenamente consciente de que precisamente esa persecución abre a la humanidad las puertas de la vida eterna. De ahora en adelante, el reino de los cielos pertenecerá a quienes crean en él.

2. Doy gracias a Dios, porque en el recorrido de mi peregrinación se encuentra Bydgoszcz, el mayor centro urbano de la archidiócesis de Gniezno. Os saludo a todos vosotros, que habéis venido para participar en esta celebración eucarística. De modo particular, saludo al arzobispo Henryk Muszynski, pastor de la Iglesia de Gniezno, que tiene su sede en Bydgoszcz y es también pastor de Bydgoszcz. Saludo asimismo a los obispos auxiliares. Expreso mi alegría por la presencia de los cardenales huéspedes: de Berlín, Colonia y Viena; del cardenal Kozlowiecki, que viene de África, y también de los cardenales, arzobispos y obispos polacos. Saludo cordialmente al metropolita de Lvov. Saludo al clero, a las personas consagradas y también a los peregrinos que han venido de otras partes de Polonia; de igual modo, saludo a quienes no pueden estar presentes en esta santa misa, especialmente a los enfermos.

1183 Hace dos años, en Gniezno, pude dar gracias al Señor, único Dios en la santísima Trinidad, por el don de la fidelidad de san Adalberto hasta el supremo sacrificio del martirio y por los grandes frutos que produjo su muerte no sólo para nuestra patria, sino también para toda la Iglesia. Dije en aquella ocasión: «San Adalberto está siempre con nosotros. Ha permanecido en la Gniezno de los Piast y en la Iglesia universal, envuelto en la gloria del martirio. Y, desde la perspectiva del milenio, parece hablarnos hoy con las palabras de san Pablo: 'Lo que importa es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo, para que, tanto si voy a veros como si estoy ausente, oiga de vosotros que os mantenéis firmes en un mismo espíritu y lucháis acordes por la fe del Evangelio, sin dejaros intimidar en nada por los adversarios' (Ph 1,27-28). (...) Hoy releemos, una vez más, después de mil años, este testamento de san Pablo y san Adalberto. Pedimos que sus palabras se cumplan también en nuestra generación. En efecto, se nos ha concedido en Cristo no sólo la gracia de creer en él, sino también la de sufrir por él, dado que hemos sostenido el mismo combate del que san Adalberto nos dejó testimonio (cf. Flp Ph 1,29-30)».

Quiero releer este mensaje a la luz de la bienaventuranza evangélica que se refiere a quienes están dispuestos a ser «perseguidos» por causa de la justicia. Esos confesores de Cristo no han faltado jamás en Polonia. Tampoco han faltado jamás en la ciudad situada a orillas del río Brda. Durante los últimos decenios de este siglo, Bydgoszcz se distinguió por el signo particular de la «persecución por causa de la justicia». En efecto, aquí, durante los primeros días de la segunda guerra mundial, los nazis llevaron a cabo las primeras ejecuciones públicas de los defensores de la ciudad. El mercado viejo de Bydgoszcz es su símbolo. Otro lugar trágico es el así llamado «Valle de la muerte», en Fordon. ¡Cómo no recordar en esta ocasión al obispo Michal Kozal, quien, antes de ser obispo auxiliar de Wloclawek, fue pastor celoso de Bydgoszcz. Murió mártir en Dachau, testimoniando su inquebrantable fidelidad a Cristo. Muchas personas vinculadas a esta ciudad y a esta tierra también murieron así en los campos de concentración. Sólo Dios conoce con precisión los lugares de su suplicio y sufrimiento. En todo caso, mi generación recuerda el así llamado domingo de Bydgoszcz del año 1939.

El Primado del milenio, el siervo de Dios cardenal Stefan Wyszynski, supo leer con perspicacia la elocuencia de aquellos acontecimientos. Habiendo obtenido en 1973, tras muchas tentativas, que las autoridades comunistas de entonces le dieran el permiso para construir en Bydgoszcz la primera iglesia después de la segunda guerra mundial, le confirió un extraño título: «Santos mártires hermanos polacos». El Primado del milenio quería expresar de esta manera su convicción de que la tierra de Bydgoszcz, probada por la «persecución por causa de la justicia», es un lugar adecuado para dicho templo. Conmemora a todos los polacos anónimos que, a lo largo de la historia ultramilenaria del cristianismo polaco, han dado su vida por el evangelio de Cristo y por su patria, comenzando por san Adalberto. Es significativo también el hecho de que don Jerzy Popieluszko haya partido precisamente de este templo para realizar su último viaje. En esta historia se inscriben las palabras pronunciadas durante el rezo del rosario: «A vosotros se os ha concedido la gracia no sólo de creer en Cristo, sino también de padecer por él» (Ph 1,29).

3. «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia».

¿A quién más se refieren estas palabras? A muchos, a muchos hombres que, a lo largo de la historia de la humanidad, han sufrido la persecución por causa de la justicia. Sabemos que los tres primeros siglos después de Cristo se caracterizaron por persecuciones a veces terribles, especialmente bajo algunos emperadores romanos, como Nerón o Diocleciano. Y aunque terminaron con el edicto de Milán, se han renovado en diferentes épocas históricas y en numerosos lugares de la tierra.

También nuestro siglo ha escrito un gran martirologio. Yo mismo, durante mis veinte años de pontificado, he elevado a la gloria de los altares a numerosos grupos de mártires: japoneses, franceses, vietnamitas, españoles y mexicanos. ¡Y cuántos hubo durante la segunda guerra mundial y bajo el sistema totalitario comunista! Sufrían y entregaban su vida en los campos de exterminio nazis o soviéticos. Dentro de pocos días, en Varsovia, beatificaré a 108 mártires que dieron su vida por la fe en los campos de concentración. Ha llegado la hora de recordar a esas víctimas y rendirles el debido homenaje. Se trata de «mártires, con frecuencia desconocidos, casi "militi ignoti" de la gran causa de Dios», escribí en la carta apostólica Tertio millennio adveniente (n. 37). Conviene que se hable de ellos en Polonia, ya que tuvo una particular participación en este martirologio contemporáneo. Conviene que se hable de ellos en Bydgoszcz. Todos dieron testimonio de fidelidad a Cristo, a pesar de sufrimientos que nos estremecen por su crueldad. Su sangre se derramó sobre nuestra tierra y la fecundó para que diera una gran cosecha. Sigue produciendo el céntuplo en nuestra nación, que persevera con fidelidad, unida a Cristo y al Evangelio. Perseveremos sin cesar en nuestra unión con ellos. Demos gracias a Dios, porque salieron victoriosos de las pruebas: «Dios (...) como oro en el crisol los probó y como holocausto los aceptó» (Sg 3,6). Constituyen para nosotros un modelo por imitar. De su sangre debemos sacar fuerzas para el sacrificio de nuestra vida, que hemos de ofrecer a Dios diariamente. Son un ejemplo para nosotros, a fin de que, como ellos, demos un valiente testimonio de fidelidad a la cruz de Cristo.

4. «Bienaventurados seréis cuando [los hombres] os injurien, y os persigan (...) por mi causa» (Mt 5,11).

A quienes lo siguen, Cristo no les promete una vida fácil. Antes bien, les anuncia que, viviendo el Evangelio, deberán convertirse en signo de contradicción. Si él mismo sufrió persecución, también deberán sufrirla sus discípulos: «Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas» (Mt 10,17).

Queridos hermanos y hermanas, todo cristiano, unido a Cristo mediante la gracia del santo bautismo, llega a ser miembro de la Iglesia, y «ya no se pertenece a sí mismo» (cf. 1Co 6,19), sino a Aquel que murió y resucitó por nosotros. Desde ese momento, entra en una particular relación comunitaria con Cristo y con su Iglesia. Por tanto, tiene la obligación de profesar ante los hombres la fe recibida de Dios por mediación de la Iglesia. Como cristianos, pues, estamos llamados a dar testimonio de Cristo. A veces esto exige un gran sacrificio por parte del hombre, que debe ofrecerlo diariamente y, con frecuencia, también durante toda su vida. Esta firme perseverancia en unión con Cristo y su evangelio, y esta disponibilidad a afrontar «sufrimientos por causa de la justicia», a menudo son actos heroicos, y pueden llegar a asumir la forma de un auténtico martirio, que se realiza día a día y minuto a minuto, gota a gota en la vida del hombre, hasta el último «todo está cumplido».

Un creyente «sufre por causa de la justicia» cuando, por su fidelidad a Dios, experimenta humillaciones, ultrajes y burlas en su ambiente, y es incomprendido incluso por sus seres queridos; cuando se expone a ser contrastado, corre el riesgo de ser impopular y afronta otras consecuencias desagradables. Sin embargo, está dispuesto siempre a cualquier sacrificio, porque «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Ac 5,29). Además del martirio público, que se realiza externamente, ante los ojos de muchos, ¡con cuánta frecuencia tiene lugar el martirio escondido en la intimidad del corazón del hombre, el martirio del cuerpo y del espíritu, el martirio de nuestra vocación y de nuestra misión, el martirio de la lucha consigo mismo y de la superación de sí mismo! En la bula de convocación del gran jubileo del año 2000, Incarnationis mysterium, escribí entre otras cosas: «El creyente que haya tomado seriamente en consideración la vocación cristiana, en la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya por la Revelación, no puede excluir esta perspectiva en su propio horizonte existencial» (n. 13).

El martirio es siempre para el hombre una prueba grande y radical. La mayor prueba del hombre, la prueba de la dignidad del hombre frente a Dios mismo. Sí, es una gran prueba para el hombre, que se realiza a los ojos de Dios, pero también a los ojos del mundo, que se ha olvidado de Dios. En esta prueba, el hombre obtiene la victoria cuando se deja sostener por la fuerza de la gracia y se convierte en su testigo elocuente.

1184 ¿No se encuentra ante esa misma prueba la madre que decide sacrificarse para salvar la vida de su hijo? ¡Cuán numerosas fueron y son estas madres heroicas en nuestra sociedad! Les agradecemos su ejemplo de amor, que no se detiene ante el supremo sacrificio.

¿No se encuentra ante este tipo de prueba un creyente que defiende el derecho a la libertad religiosa y a la libertad de conciencia? Pienso aquí en todos nuestros hermanos y hermanas que, durante las persecuciones contra la Iglesia, testimoniaron su fidelidad a Dios. Basta recordar la reciente historia de Polonia y las dificultades y persecuciones que se vieron obligados a sufrir la Iglesia en Polonia y los creyentes en Dios. Fue una gran prueba para las conciencias humanas, un auténtico martirio de la fe, que exigía confesarla ante los hombres. Fue un tiempo de prueba, a menudo muy dolorosa. Por eso considero un deber particular de nuestra generación en la Iglesia recoger todos los testimonios que hablan de quienes dieron su vida por Cristo. Nuestro siglo tiene su martirologio particular, que aún no se ha escrito íntegramente. Es necesario investigar este martirologio; hay que confirmarlo y también escribirlo, como hizo la Iglesia de los primeros siglos. El testimonio de los mártires de los primeros siglos es hoy nuestra fuerza. Pido a todos los Episcopados que dediquen la debida atención a esta causa.

Nuestro siglo XX tiene su gran martirologio en muchos países, en muchas regiones de la tierra. Mientras estamos entrando en el tercer milenio, debemos cumplir nuestro deber con respecto a quienes dieron un gran testimonio de Cristo en nuestro siglo. En muchas personas se cumplieron plenamente las palabras del libro de la Sabiduría: «Dios (...) como oro en el crisol los probó y como holocausto los aceptó» (
Sg 3,6). Hoy queremos rendirles homenaje, porque no tuvieron miedo de afrontar dicha prueba y porque nos han mostrado el camino que hay que recorrer hacia el nuevo milenio. Son para nosotros un gran aliciente. Con su vida han demostrado que el mundo necesita este tipo de «locos de Dios», que atraviesan la tierra como Cristo, como Adalberto, Estanislao o Maximiliano María Kolbe y muchos otros. Necesita personas que tengan la valentía de amar y no retrocedan frente a ningún sacrificio, con la esperanza de que un día dé frutos abundantes.

5. «Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,12). Éste es el evangelio de las ocho bienaventuranzas. Todos los hombres, lejanos y cercanos, de otras naciones y compatriotas nuestros de los siglos pasados y de éste, todos los que han sido perseguidos por causa de la justicia se han unido a Cristo. Mientras estamos celebrando la Eucaristía, que actualiza el sacrificio de la cruz realizado en el Calvario, queremos asociar a él a cuantos, como Cristo, fueron perseguidos por causa de la justicia. A ellos les pertenece el reino de los cielos. Ya han recibido su recompensa de Dios.

Con la oración abrazamos también a quienes siguen estando sometidos a la prueba. Cristo les dice: «Alegraos y regocijaos», porque no sólo compartís mi sufrimiento; también compartiréis mi gloria y mi resurrección.

En verdad, «alegraos y regocijaos» todos los que estáis dispuestos a sufrir por causa de la justicia, dado que será grande vuestra recompensa en el cielo. Amén.



VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA



DURANTE LA SOLEMNE CEREMONIA


DE BEATIFICACIÓN


Torun, lunes 7 de junio 1999



1. «Corazón de Jesús, paz y reconciliación nuestra, ten piedad de nosotros».

Nos arrodillamos con fe ante el gran misterio del amor del Sagrado Corazón, y queremos rendirle honor y gloria. ¡Alabado sea Jesús!, ¡alabado sea el Corazón divino del Hijo del hombre, que tanto ha amado a los hombres!

Doy gracias a Dios porque hoy me concede visitar la joven diócesis de Torun y alabar, junto con vosotros, al sacratísimo Corazón del Salvador. Doy gracias con alegría a la divina Providencia por el don de un nuevo beato, el sacerdote y mártir Esteban Vicente Frelichowski, testigo heroico del amor de que es capaz un pastor.

Saludo cordialmente a todos los presentes en esta ceremonia del mes de junio. Saludo de modo particular al obispo Andrzej Wojciech Suski, pastor de la Iglesia de Torun, al obispo auxiliar Jan Chrapeck, c.s.m.a., al clero, a las personas consagradas y a todo el pueblo de Dios de esta tierra. Saludo a Torun, ciudad muy querida para mí, y a la hermosa Pomerania a orillas del Vístula. Me alegra haber podido venir a vuestra ciudad, que Nicolás Copérnico hizo famosa. Torun también es conocida gracias a los esfuerzos hechos a lo largo de la historia en favor de la paz. Precisamente aquí, en dos ocasiones, se firmaron los tratados de paz que se conocen en la historia con el nombre de «Paz de Torun». También en esta ciudad tuvo lugar el encuentro de los representantes de los católicos, luteranos y calvinistas de toda Europa, que ha recibido el nombre de Colloquium charitativum. Aquí cobran una elocuencia particular las palabras del salmista: «Por mis hermanos y compañeros, voy a decir: ¡La paz contigo! Por la casa del Señor nuestro Dios, te deseo todo bien» (Ps 121,8-9).

1185 2. «Corazón de Jesús, paz y reconciliación nuestra».

He aquí el Corazón del Redentor, signo palpable de su amor invencible y fuente inagotable de paz verdadera. En él «reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (
Col 2,9). La paz que Cristo trajo a la tierra proviene precisamente de esta plenitud y de este amor. Es don de un Dios que ama, que ha amado al hombre en el Corazón de su Hijo unigénito. «Él es nuestra paz» (Ep 2,14), exclama san Pablo. Sí, Jesús es la paz, es nuestra reconciliación. Él acabó con la enemistad, nacida después del pecado del hombre, y reconcilió a todos los hombres con el Padre mediante su muerte en la cruz. En el Gólgota el Corazón de Cristo fue traspasado por una lanza, como signo de entrega total de sí, del amor oblativo y salvífico con que nos «amó hasta el extremo» (Jn 13,1), poniendo los cimientos de la amistad de Dios con los hombres.

Por eso la paz de Cristo es diversa de la paz imaginada por el mundo. En el cenáculo, antes de su muerte, dirigiéndose a los Apóstoles, Cristo les dijo claramente: «Mi paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27). Mientras los hombres consideraban la paz ante todo como algo temporal y exterior, Cristo dice que brota del orden sobrenatural, que es el resultado de la unión con Dios en el amor.

La Iglesia vive incesantemente del evangelio de la paz. Lo anuncia a todos los pueblos y a todas las naciones. Indica incansablemente los caminos de la paz y la reconciliación. Introduce la paz, derrumbando los muros de prejuicios y hostilidad entre los hombres. Lo hace, en primer lugar, con el sacramento de la penitencia y la reconciliación: comunicando la gracia de la misericordia divina y del perdón, llega a las raíces mismas de las angustias humanas y sana las conciencias heridas por el pecado, para que el hombre experimente consuelo interior y se convierta en mensajero de paz. La Iglesia comparte también la paz que ella misma experimenta diariamente en la Eucaristía. La Eucaristía es el culmen de nuestra paz. En ella se realiza el sacrificio de la reconciliación con Dios y con los hermanos, resuena la palabra de Dios que anuncia la paz, y se eleva sin cesar la oración: «Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros». En la Eucaristía recibimos el don de Cristo mismo, que se ofrece y llega a ser nuestra paz. Entonces, con particular claridad, experimentamos que el mundo no puede dar esta paz, porque no la conoce (cf. Jn Jn 14,27).

Alabamos hoy la paz de nuestro Señor Jesucristo; la paz que concedió a todos los que se encontraron con él durante su vida terrena. La paz con la que saludó gozosamente a los discípulos después de su resurrección.

3. «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

Así nos dice Cristo en el sermón de la Montaña. Desde lo más profundo de su corazón que ama, expresa el deseo de nuestra felicidad. Cristo sabe que la mayor felicidad es la unión con Dios, que convierte al hombre en su hijo. Entre los diversos caminos que conducen a la plenitud de la felicidad, él indica también el de trabajar en favor de la paz y compartirla con los demás. Los hombres de paz son dignos del nombre de hijos de Dios. Jesús llama dichosas a estas personas.

«Bienaventurados los que trabajan por la paz». La dignidad de esta condición corresponde justamente a don Esteban Vicente Frelichowski, elevado hoy a la gloria de los altares. En efecto, toda su vida es como un espejo en el que se refleja el esplendor de la filosofía de Cristo, según la cual sólo alcanza la verdadera felicidad aquel que, en unión con Dios, se convierte en un hombre de paz, trabaja por la paz y lleva la paz a los demás. Este sacerdote de Toruncuyo servicio pastoral duró menos de ocho años, dio un testimonio palpable de su entrega a Dios y a los hombres. Viviendo de Dios, ya desde los primeros años de sacerdocio, con la riqueza de su carisma sacerdotal iba a todos los lugares donde había necesidad de la gracia de la salvación. Aprendía los secretos del corazón humano y adaptaba los métodos de la pastoral a las necesidades de todos los hombres con quienes se encontraba. Adquirió esa capacidad de los scouts, entre los que desarrolló una particular sensibilidad frente a las necesidades de los demás, que ponía en práctica constantemente con el espíritu de la parábola del buen pastor que busca las ovejas perdidas y está dispuesto a dar su vida para salvarlas (cf. Jn Jn 10,1-21). Como sacerdote, siempre tenía la convicción de ser testigo de una gran causa, y, al mismo tiempo, servía a los hombres con una profunda humildad. Gracias a su bondad, mansedumbre y paciencia, conquistó a muchos para Cristo, incluso en las trágicas circunstancias de la guerra y la ocupación.

En el drama de la guerra escribió, en cierto sentido, una serie de capítulos del servicio a la paz. El así llamado Fuerte VII, Stutthof, Grenzdorf, Oranienburgo-Sachsenhausen y, por último, Dachau, fueron las estaciones sucesivas de su vía crucis, en el que siguió siendo siempre él mismo: intrépido en el ejercicio del ministerio sacerdotal. Lo ejercía especialmente con quienes más lo necesitaban, con los numerosos hombres que morían a causa del tifus, y del que al final se contagió también él. Entregó su vida sacerdotal a Dios y a los hombres, llevando la paz a las víctimas de la guerra. Compartía generosamente la paz con los demás, porque su alma obtenía la fuerza de la paz de Cristo. Y fue una fuerza tan grande, que ni siquiera su martirio logró eliminar.

4. Queridos hermanos y hermanas, sin la renovación interior y sin el esfuerzo por derrotar el mal y el pecado en el corazón, y especialmente sin el amor, el hombre no conquistará la paz interior. Ésta sólo puede sobrevivir cuando está arraigada en los valores más altos, cuando se basa en las normas morales y está abierta a Dios. Por el contrario, no puede resistir si ha sido construida en el terreno pantanoso de la indiferencia religiosa y de un árido pragmatismo. La paz interior nace en el corazón del hombre y en la vida de la sociedad mediante el orden moral, el orden ético y el cumplimiento de los mandamientos de Dios.

Compartamos con otros esta paz de Dios, como lo hizo el beato sacerdote y mártir Vicente Frelichowski. Así, llegaremos a ser un germen de paz en el mundo, en la sociedad y en el ambiente en que vivimos y trabajamos. Dirijo esta exhortación a todos, sin excepción, y, de modo particular, a vosotros, queridos sacerdotes. Sed testigos del amor misericordioso de Dios. Anunciad con alegría el evangelio de Cristo, dispensando el perdón de Dios en el sacramento de la reconciliación. Con vuestro servicio, procurad acercar a todos a Cristo, dador de la paz.

1186 Os dirijo estas palabras también a vosotros, queridos padres, que sois los primeros educadores de vuestros hijos. Sed para ellos la imagen del amor y del perdón divino, procurando con todas vuestras fuerzas construir una familia unida y solidaria. Familia, precisamente a ti se te ha encomendado una misión de importancia fundamental: debes participar en la construcción de la paz, del bien que es indispensable para el desarrollo y para el respeto a la vida humana.

Os pido a vosotros, educadores, que estáis llamados a inculcar en las generaciones jóvenes los valores auténticos de la vida: enseñad a los niños y a los jóvenes la tolerancia, la comprensión y el respeto a todo hombre; educad a las generaciones jóvenes en un clima de verdadera paz. Es su derecho y vuestro deber.

Vosotros, jóvenes, que lleváis en el corazón grandes aspiraciones, aprended a vivir en la concordia y el respeto recíproco, ayudándoos solidariamente unos a otros. Cultivad en vuestro corazón la aspiración al bien y el deseo de la paz (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1 de enero de 1997, n. 8).

La sociedad y las naciones necesitan hombres de paz, sembradores auténticos de concordia y respeto recíproco. Hombres que colmen su corazón con la paz de Cristo y la lleven a los demás, a las casas, a las oficinas y a las instituciones, a los lugares de trabajo, a todo el mundo. La historia y nuestros días demuestran que el mundo no puede dar la paz. El mundo a menudo es impotente. Por eso es preciso mostrarle a Jesucristo, quien, con su muerte en la cruz, ha dejado su paz a los hombres, garantizándonos su presencia hasta la consumación de los siglos (cf. Jn
Jn 14,7-31). ¡Cuánta sangre inocente se ha derramado durante el siglo XX en Europa y en todo el mundo, porque algunos sistemas políticos y sociales abandonaron los principios de Cristo, que garantizan una paz justa! ¡Cuánta sangre inocente se está derramando ante nuestros ojos! Los trágicos acontecimientos en Kosovo lo han demostrado y siguen mostrándolo de modo muy doloroso. Somos testigos de cómo la gente invoca y desea la paz.

Pronuncio estas palabras en una tierra que en su historia ha experimentado los trágicos efectos de la falta de paz, y ha sido víctima de guerras crueles y desastrosas. El recuerdo de la segunda guerra mundial sigue siempre vivo, las heridas de ese cataclismo de la historia necesitarán mucho tiempo para cicatrizar completamente. Que el clamor de paz llegue desde este lugar a todo el mundo. Quiero repetir las palabras que pronuncié este año en el Mensaje pascual Urbi et orbi: «¡La paz es posible, la paz es apremiante, la paz es responsabilidad primordial de todos! Que el alba del tercer milenio vea el surgir de una nueva era en la que el respeto por cada hombre y la solidaridad fraterna entre los pueblos derroten, con la ayuda de Dios, la cultura del odio, de la violencia y de la muerte».

5. Acojamos con inmensa gratitud el testimonio de la vida del beato Vicente Frelichowski, héroe de nuestro tiempo, sacerdote y hombre de paz, como una llamada para nuestra generación. Quiero encomendar el don de esta beatificación de modo particular a la Iglesia de Torun, para que conserve y difunda la memoria de las maravillas que Dios realizó en la breve vida de este sacerdote. Lo encomiendo, sobre todo, a los sacerdotes de esta diócesis y de toda Polonia. Don Frelichowski escribió al comienzo de su camino sacerdotal: «Debo ser un sacerdote según el Corazón de Cristo». Si esta beatificación es una gran acción de gracias a Dios por su sacerdocio, es también una alabanza al Señor por las maravillas de su gracia, que realiza a través de las manos de todos los sacerdotes, también de las vuestras. Quiero dirigirme, asimismo, a toda la familia de los scouts polacos, a la que el nuevo beato estaba profundamente unido. Que sea vuestro patrono, maestro de nobleza de ánimo e intercesor de paz y reconciliación.

Dentro de pocos días se celebrará el centenario de la consagración de la humanidad al sacratísimo Corazón de Jesús. Se realizó en todas las diócesis por obra del Papa León XIII, quien, con esta finalidad, publicó la encíclica Annum sacrum. En ella escribió: «El Corazón divino es símbolo e imagen viva del infinito amor de Jesucristo, que nos impulsa a pagarle también con amor» (n. 2). Acabamos de renovar juntos el acto de consagración al sacratísimo Corazón de Jesús. De esta manera, hemos expresado nuestro mayor homenaje, y también nuestra fe en Cristo, Redentor del hombre. Él es «el alfa y la omega, el principio y el fin» (Ap 21,6), a él le pertenece este mundo y su destino.

Hoy, mientras adoramos su sacratísimo Corazón, oramos con fervor por la paz. En primer lugar, por la paz en nuestro corazón, pero también por la paz en nuestras familias, en nuestra nación y en todo el mundo.

Corazón de Jesús, paz y reconciliación nuestra, ten piedad de nosotros.



B. Juan Pablo II Homilías 1179