B. Juan Pablo II Homilías 1186


VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA


Elk, martes 8 de junio 1999



1. «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa» (Lc 19,5).

1187 San Lucas, en el pasaje evangélico que acabamos de escuchar, nos relata el encuentro de Jesús con un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos, muy rico. Dado que era bajo de estatura, se subió a un árbol para ver a Cristo. Allí escuchó las palabras del Maestro: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa». Jesús había notado el gesto de Zaqueo: interpretó su deseo y anticipó su invitación. Incluso causó sorpresa en algunos el hecho de que Jesús fuera a casa de un pecador. Zaqueo, feliz por la visita, «lo acogió con alegría» (Lc 19,6), es decir, abrió generosamente la puerta de su casa y de su corazón al encuentro con el Salvador.

2. Queridos hermanos y hermanas, saludo cordialmente a los presentes en esta santa misa. Saludo a los obispos. De modo particular, a mons. Wojciech Ziemba, pastor de la diócesis de Elk, y al obispo auxiliar Edward Eugeniusz Samsel, así como al clero, aquí presente en gran número, a las personas consagradas y al pueblo de Dios. Saludo a esta hermosa tierra y a sus habitantes. Me es muy querida porque la he visitado muchas veces, también para buscar descanso especialmente a orillas de sus magníficos lagos. Entonces tenía la posibilidad de admirar la riqueza de la naturaleza de esta parte de mi patria y gozar de la paz de los lagos y los bosques.

Vosotros mismos sois herederos del rico pasado de esta tierra, formado a lo largo de los siglos por varias tradiciones y culturas. Lo pone de relieve la presencia en esta celebración, en torno al altar de Dios, no sólo de los obispos polacos, sino también de los obispos de otros países. Les agradezco que hayan venido a Elk. Saludo también a los estudiantes de los seminarios mayores, así como a los peregrinos que han venido de las diócesis limítrofes y del extranjero, especialmente de Bielorrusia, de Rusia y de Lituania. Os pido que transmitáis mi saludo a todos esos hermanos y hermanas nuestros que hoy están unidos a nosotros espiritualmente.

Saludo cordialmente a la comunidad lituana que habita en el territorio de la diócesis de Elk, presente en esta santa misa, y a los peregrinos venidos de Lituania. De modo particular saludo al señor presidente de la República de Lituania Valdas Adamkus y a sus acompañantes. Saludo a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, así como a los alumnos de los seminarios mayores.

A través de vosotros quiero saludar a todos los habitantes de Lituania. Con el pensamiento y con el corazón vuelvo a menudo a la visita que realicé a vuestro país en septiembre de 1993. Entonces todos juntos dimos gracias a Dios y a la Madre de la misericordia en el santuario de la Puerta de la Aurora por la inquebrantable fidelidad al Evangelio en tiempos difíciles para vuestra nación.

Durante la eucaristía celebrada en la colina de las Cruces os di las gracias por «el gran testimonio que habéis dado ante Dios y ante los hombres (...), ante vuestra historia y ante todos los pueblos de Europa y de la tierra». Añadí entonces: «Que esta colina siga siendo un testimonio al final del segundo milenio después de Cristo, y un anuncio del nuevo milenio, del tercer milenio de la redención y de la salvación, que no se encuentra sino en la cruz y en la resurrección de nuestro Redentor. (...) Éste es el mensaje que quiero dejar a todos desde este lugar místico de la historia lituana. Lo dejo a todos. Espero que lo contempléis y viváis siempre».

Queridos hermanos y hermanas lituanos, después de seis años, quisiera recordaros y repetiros una vez más estas palabras. Hoy encomiendo vuestra patria a la Virgen de la Puerta de la Aurora y a san Casimiro, patrono de Lituania. Ante su tumba, en la catedral de Vilna, oré entonces con fervor por toda vuestra nación y di gracias a Dios por haber podido ir a ella y desempeñar mi ministerio pastoral. También invoco la intercesión de santa Eduvigis, reina, cuya memoria litúrgica celebra hoy la Iglesia, y también la del beato arzobispo Jurgis Matulaitis, incansable e intrépido pastor de la Iglesia de Vilna.

Que la fe sea siempre la fuerza de vuestra nación, y el testimonio del amor a Cristo dé frutos espirituales. Construid sobre la fe el futuro de vuestra patria, vuestra vida, vuestra identidad lituana y cristiana para bien de la Iglesia, de Europa y de la humanidad.

3. «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres» (Lc 19,8). Deseo volver a la lectura del evangelio según san Lucas: Cristo, «la luz del mundo» (cf. Jn Jn 8,12), llevó su luz a la casa de Zaqueo y especialmente a su corazón. Gracias a la cercanía de Jesús, a sus palabras y a su enseñanza, comienza a realizarse la transformación del corazón de ese hombre. Ya en el umbral de su casa, Zaqueo declara: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo» (Lc 19,8).

En el caso de Zaqueo vemos cómo Cristo disipa las tinieblas de la conciencia humana. A su luz se ensanchan los horizontes de la existencia: la persona comienza a darse cuenta de los demás hombres y de sus necesidades. Nace el sentido de la relación con los demás, la conciencia de la dimensión social del hombre y, en consecuencia, el sentido de la justicia. San Pablo enseña: «El fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad» (Ep 5,9).

La atención a los demás hombres, al prójimo, constituye uno de los principales frutos de una conversión sincera. El hombre sale de su egoísmo, deja de vivir para sí mismo, y se orienta hacia los demás; siente la necesidad de vivir para los demás, de vivir para los hermanos.

1188 Ese ensanchamiento del corazón como fruto del encuentro con Cristo es la prenda de la salvación, como lo demuestra el desenlace del diálogo con Zaqueo: «Jesús le dijo: Hoy ha llegado la salvación a esta casa (...), pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,9-10).

Esa descripción que nos hace san Lucas del evento que tuvo lugar en Jericó resulta muy actual también aquí hoy. Y nos renueva la exhortación de Cristo, a quien «hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención» (1Co 1,30). Al igual que en aquella ocasión frente a Zaqueo, también hoy Cristo se presenta ante el hombre de nuestro siglo, y a cada uno le hace su propuesta: «Conviene que hoy me quede yo en tu casa» (Lc 19,5).

Queridos hermanos y hermanas, ese «hoy» es muy importante. Constituye una especie de estímulo. En la vida hay asuntos tan importantes y urgentes que no pueden dejarse para el día de mañana. Deben afrontarse ya «hoy». El salmista exclama: «Ojalá escuchéis hoy su voz: "no endurezcáis vuestro corazón"» (Ps 95,8). «El clamor de los pobres» (cf. Jb Jb 34,28) de todo el mundo se eleva sin cesar de esta tierra y llega hasta Dios. Es el grito de los niños, de las mujeres, de los ancianos, de los prófugos, de los que han sufrido injusticias, de las víctimas de la guerra, de los desempleados.

Los pobres están también entre nosotros: los que no tienen hogar, los mendigos, los que sufren hambre, los despreciados, los olvidados por sus seres más queridos y por la sociedad, los degradados y los humillados, las víctimas de diversos vicios. Muchos de ellos intentan incluso ocultar su miseria humana, pero es preciso saberlos reconocer. También son pobres las personas que sufren en los hospitales, los niños huérfanos o los jóvenes que tienen dificultades y atraviesan los problemas propios de su edad.

«Existen situaciones de miseria permanente que deben sacudir la conciencia del cristiano y llamar su atención sobre el deber de afrontarlas con urgencia, tanto de manera personal como comunitaria. (...) También hoy tenemos ante nosotros grandes espacios en los que ha de hacerse presente la caridad de Dios a través de la actuación de los cristianos».

Así pues, el «hoy» de Cristo debería resonar con toda su fuerza en cada corazón y hacerlo sensible para realizar obras de misericordia. «El clamor y el grito de los pobres» nos exige una respuesta concreta y generosa. Exige estar disponibles para servir al prójimo. Es una exhortación de Cristo. Es una llamada que Cristo nos hace constantemente, aunque a cada uno de forma diversa. En efecto, en varios lugares el hombre sufre y llama a sus hermanos. Necesita su presencia y su ayuda. ¡Cuán importante es esta presencia del corazón humano y de la solidaridad humana!

No endurezcamos nuestro corazón cuando escuchemos «el clamor de los pobres». Tratemos de escuchar ese grito. Tratemos de actuar y de vivir de modo que en nuestra patria a nadie le falte un techo y el pan en su mesa; que nadie se sienta solo o abandonado. Dirijo este llamamiento a todos mis compatriotas. Conozco todo lo que se hace en Polonia para prevenir la miseria y la indigencia, que se siguen extendiendo.

En este momento deseo subrayar la actividad de las secciones de las Cáritas de la Iglesia, tanto diocesanas como parroquiales. En efecto, ponen en marcha diversas iniciativas, especialmente durante el Adviento y la Cuaresma, prestando así una gran ayuda a muchas personas y a numerosos grupos sociales. También realizan actividades formativas y educativas. Esa ayuda muchas veces rebasa las fronteras de Polonia. Son muy numerosos los centros de asistencia social, los hospicios, los comedores gratuitos, los centros de acogida, las casas para madres solteras, los asilos de niños, las guarderías, las instituciones de protección o los centros para minusválidos que se han creado recientemente. Se trata sólo de algunos ejemplos de esta ingente labor de buenos samaritanos.

Asimismo, deseo poner de relieve el esfuerzo que realizan el Estado y las instituciones privadas, y también algunas personas o los voluntarios que están comprometidos en esa labor. Es preciso citar aquí también las iniciativas encaminadas a remediar el preocupante fenómeno del aumento de la indigencia en varios ambientes y en diversas regiones. Es una contribución concreta, real y visible al desarrollo de la civilización del amor en Polonia.

Debemos recordar siempre que el desarrollo económico del país debe tener en cuenta la grandeza de la dignidad y de la vocación del hombre, «creado a imagen y semejanza de Dios» (cf. Gn Gn 1,26). El desarrollo y el progreso económico no pueden lograrse a costa del hombre, limitando sus exigencias fundamentales. Debe ser un desarrollo en el que el hombre sea el sujeto, es decir, el punto de referencia más importante. No se puede buscar a toda costa el desarrollo y el progreso económico, pues no serían dignos del hombre (cf. Sollicitudo rei socialis, SRS 27).

La Iglesia de hoy anuncia y se esfuerza por realizar la opción preferencial por los pobres. Aquí no se trata sólo de un sentimiento fugaz o de una acción inmediata, sino de una voluntad real y perseverante de actuar en favor del bien de los necesitados, que a menudo carecen de la esperanza de un futuro mejor.

1189 4. «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3).

Ya desde el inicio de su actividad mesiánica, hablando en la sinagoga de Nazaret, Jesús dijo: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva» (Lc 4,18). Consideraba a los pobres los herederos privilegiados del reino. Eso significa que sólo «los pobres de espíritu» son capaces de recibir el reino de Dios con todo su corazón. El encuentro de Zaqueo con Jesús muestra que también un rico puede llegar a participar de la bienaventuranza de Cristo sobre los pobres de espíritu.

Pobre de espíritu es el que está dispuesto a usar con generosidad sus propios bienes en favor de los necesitados. En ese caso, se ve que no está apegado a esos bienes. Se ve que comprende su finalidad esencial, pues los bienes materiales están para servir a los demás, especialmente a los necesitados. La Iglesia admite la propiedad privada de los bienes, si se usan con ese fin.

Hoy recordamos a santa Eduvigis, reina. Es conocida su generosidad con los pobres. Aunque era rica, no se olvidaba de los indigentes. Es para nosotros ejemplo y modelo de cómo hace falta vivir y poner en práctica la enseñanza de Cristo sobre el amor y la misericordia, y asemejarse a él, que, como dice san Pablo, «siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que nos hiciéramos ricos por medio de su pobreza» (cf. 2Co 8,9).

«Bienaventurados los pobres de espíritu». Es el grito de Cristo que hoy debería escuchar todo cristiano, todo creyente. Hacen mucha falta los pobres de espíritu, es decir, las personas dispuestas a acoger la verdad y la gracia, abiertas a las maravillas de Dios; personas de gran corazón, que no se dejen seducir por el resplandor de las riquezas de este mundo y no permitan que los bienes materiales se apoderen de su corazón. Son realmente fuertes, porque poseen la riqueza de la gracia de Dios. Viven con la conciencia de que todo lo reciben siempre de Dios.

«No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, camina» (Ac 3,6). Con estas palabras los apóstoles Pedro y Juan respondieron a la petición del tullido. Le dieron el mayor bien que hubiera podido desear. Al ser pobres, le dieron al pobre la mayor riqueza: en el nombre de Cristo le devolvieron la salud. De esa manera proclamaron la verdad que han anunciado los confesores de Cristo a lo largo de todas las generaciones.

Los pobres de espíritu, sin poseer ni plata ni oro, gracias a Cristo tienen un poder mayor que el que pueden dar todas las riquezas del mundo.

De verdad, son felices y bienaventurados, porque a ellos les pertenece el reino de los cielos.

Amén.



VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA


Siedlce, jueves 10 de junio 1999



1. «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8,35).

1190 Acabamos de escuchar las palabras de san Pablo, dirigidas a los cristianos de Roma. Es un gran himno de gratitud a Dios por su amor y su bondad. Este amor alcanzó su cima y su expresión más perfecta en Jesucristo. En efecto, Dios no perdonó a su Hijo, sino que lo entregó por nosotros, para que tuviéramos la vida eterna (cf. Rm Rm 8,32). Injertados en Cristo mediante el bautismo, somos hijos elegidos y amados de Dios. Esta certeza debería estimularnos a perseverar en la fidelidad a Cristo. San Pablo entiende esa fidelidad como unión con Cristo en el amor.

Queridos hermanos y hermanas, ¡con cuánta elocuencia resuenan esas palabras del Apóstol de los gentiles en Podlasia, que ha dado intrépidos testigos del evangelio de Cristo! El pueblo de esta tierra ha dado, a lo largo de los siglos, innumerables testimonios de su fe en Cristo y de adhesión a su Iglesia, especialmente durante las crueles persecuciones y las duras pruebas de la historia.

Saludo a todos los presentes en esta santa misa; a todo el pueblo de Dios de Podlasia, unido a su pastor, el obispo Jan Wiktor Nowak, a los obispos eméritos Jan Mazur y Waclaw Skomorucha y al obispo auxiliar Henryk Marian Tomasik. Me alegra la presencia de los cardenales y obispos de Bielorrusia, de Kazajstán, de Rusia y de Ucrania. Saludo cordialmente al cardenal Kazimierz Swiatek y a los obispos de rito bizantino-ucranio de Polonia y de Ucrania. En especial, saludo al arzobispo metropolitano de Przemysl-Varsovia, Ivan Martyniak, al obispo electo de Wroclaw-Gdansk, y al obispo Lubomyr Husar de Lvov, con los obispos de Ucrania, así como a los peregrinos que han venido con él. Saludo a los sacerdotes, a las personas consagradas, a los estudiantes del seminario mayor de Siedlce, y a los representantes de los movimientos católicos, de los grupos de oración y de las asociaciones apostólicas. Saludo a los peregrinos de las diversas partes de Polonia, y a los de la cercana Bielorrusia, de Lituania, de Ucrania y de Rusia.

En este momento se reavivan en mi corazón los recuerdos de los anteriores encuentros con la Iglesia de Siedlce, especialmente de la conmemoración del milenario del bautismo de Polonia, en 1966, y del jubileo en el 150· aniversario de la diócesis, cuando celebré la eucaristía en Koden de los Sapieha, ante la imagen de la Virgen Reina de Podlasia. Hoy con alegría me presento ante vosotros y doy gracias a la divina Providencia porque me concede honrar las reliquias de los mártires de Podlasia. En ellos se cumplieron de modo muy especial las palabras de san Pablo recogidas en la liturgia de hoy: «ni la muerte ni la vida (...) ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8,38-39).

2. «Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros» (Jn 17,11).

Cristo pronunció estas palabras la víspera de su pasión y muerte. En cierto sentido, son su testamento. Desde hace dos mil años, la Iglesia avanza en la historia con este testamento, con esta oración por la unidad. Sin embargo, hay algunos períodos de la historia en los que esa oración resulta particularmente actual. Nosotros estamos viviendo precisamente uno de esos períodos. Si el primer milenio de la historia de la Iglesia estuvo marcado esencialmente por la unidad, ya desde el inicio del segundo milenio se produjeron las divisiones, primero en Oriente y más tarde en Occidente. Desde hace casi diez siglos el cristianismo vive desunido.

Esa desunión se ha expresado y se expresa en la Iglesia que desde hace mil años realiza su misión en Polonia. En el período de la primera República, los extensos territorios polaco-lituano-rutenos constituían una región donde coexistían las tradiciones occidental y oriental. Sin embargo, se fueron manifestando gradualmente los efectos de la división que, como es sabido, se produjo entre Roma y Bizancio a mitad del siglo XI. Poco a poco se fue despertando también la conciencia de la necesidad de restablecer la unidad, especialmente a raíz del concilio de Florencia, en el siglo XV. El año 1596 tuvo lugar un acontecimiento histórico: la así llamada «Unión de Brest». Desde entonces, en los territorios de la primera República, y especialmente en los orientales, aumentó el número de las diócesis y de las parroquias de la Iglesia greco-católica. Aun conservando la tradición oriental en el ámbito de la liturgia, de la disciplina y de la lengua, esos cristianos permanecieron en unión con la Sede apostólica.

En la diócesis de Siedlce, donde nos encontramos hoy, y en particular en la localidad de Pratulina, se brindó un testimonio especial de ese proceso histórico. En efecto, aquí fueron martirizados los confesores de Cristo pertenecientes a la Iglesia greco-católica, el beato Vicente Lewoniuk, y sus doce compañeros.

Hace tres años, durante su beatificación en la plaza de San Pedro, en Roma, dije que «dieron testimonio de fidelidad inquebrantable al Señor de la viña. No lo defraudaron, sino que, habiendo permanecido unidos a Cristo como los sarmientos a la vid, dieron los frutos esperados de conversión y santidad. Perseveraron, incluso a costa del sacrificio supremo. (...) Como siervos fieles del Señor, confiando en su gracia, testimoniaron su pertenencia a la Iglesia católica en la fidelidad a su tradición oriental. (...) Con ese gesto generoso los mártires de Pratulina defendieron no sólo el templo frente al cual fueron asesinados, sino también a la Iglesia que Cristo confió al apóstol Pedro, porque se sentían sus piedras vivas».

Los mártires de Pratulina defendieron la Iglesia, que es la viña del Señor. Permanecieron fieles a ella hasta la muerte, y no cedieron a las presiones del mundo de entonces, que precisamente por eso los odiaba. En su vida y en su muerte se cumplió la petición de Cristo en la oración sacerdotal: «Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado (...). No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. (...) Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (Jn 17,14-15 Jn 17,17-19). Dieron testimonio de su fidelidad a Cristo en su santa Iglesia. En el mundo en el que vivían, con valentía trataron de derrotar, mediante la verdad y el bien, al mal que se extendía, y con amor quisieron vencer al odio que reinaba. Como Cristo, que por ellos se entregó a sí mismo en sacrificio, para santificarlos en la verdad, también ellos entregaron su vida por la fidelidad a la verdad de Cristo y en defensa de la unidad de la Iglesia. Esta gente sencilla -padres de familia- en el momento crítico prefirió la muerte antes que ceder a presiones que atentaban contra su conciencia. «¡Qué dulce es morir por la fe!», fueron sus últimas palabras.

Les agradecemos ese extraordinario testimonio, que se ha convertido en patrimonio de toda la Iglesia que está en Polonia para el tercer milenio, que ya se aproxima. Dieron una gran contribución a la construcción de la unidad. Cumplieron hasta el fin, mediante el generoso sacrificio de su vida, la oración de Cristo al Padre: «Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros» (Jn 17,11). Con su muerte confirmaron la fidelidad a Cristo en la Iglesia católica de tradición oriental.

1191 Ese mismo espíritu animó a las multitudes de fieles de rito bizantino-ucranio, obispos, sacerdotes y laicos, que durante los cuarenta y cinco años de persecución han mantenido la fidelidad a Cristo, conservando su identidad eclesial. En este testimonio, la fidelidad a Cristo se mezcla con la fidelidad a la Iglesia y se transforma en servicio a la unidad.

3. «Como tú, Padre, me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo» (
Jn 17,18).

Los mártires de Pratulina dan testimonio de su fe, recordándonos que Cristo llamó y envió a todos sus discípulos para que, a lo largo de los siglos, hasta el fin de los tiempos, sean heraldos de la venida de su reino. Esta llamada universal a dar testimonio de Cristo nos la recordó con mucha claridad el concilio Vaticano II, en el decreto sobre el apostolado de los laicos: «Es el propio Señor (...) quien invita de nuevo a todos los laicos a que se unan a él cada vez más íntimamente y a que, sintiendo como propias las cosas que a él le pertenecen, se asocien a su misión salvífica» (Apostolicam actuositatem, AA 33). Esta invitación del Concilio es particularmente actual ahora, al acercarse el tercer milenio. Cristo mismo la dirige, al final del siglo XX, a través de los padres conciliares, no sólo a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino también a todos sus discípulos. Hoy, indicando el ejemplo de los trece mártires de Pratulina, nos lo dirige en particular a nosotros.

Hoy, más que nunca, hace falta un auténtico testimonio de fe, que se manifieste en la vida de los discípulos laicos de Cristo: mujeres y hombres, jóvenes y ancianos. Hace falta un decidido testimonio de fidelidad a la Iglesia y de responsabilidad frente a la Iglesia, que desde hace veinte siglos lleva a todo pueblo y a toda nación la salvación, anunciando la inmutable doctrina del Evangelio. La humanidad se encuentra ante dificultades de varias clases, ante problemas y transformaciones muy fuertes; muchas veces experimenta dramáticos sobresaltos y laceraciones. En ese mundo, muchos, especialmente jóvenes, quedan desconcertados y heridos. Algunos caen víctimas de las sectas y de deformaciones religiosas, o de manipulaciones de la verdad. Otros sucumben a diversas formas de esclavitud. Se difunden actitudes de egoísmo, injusticia e insensibilidad ante las necesidades ajenas.

La Iglesia afronta estos y otros muchos desafíos de nuestro tiempo. Quiere prestar a los hombres una ayuda eficaz y, por eso, necesita el compromiso de los fieles laicos, los cuales, bajo la guía de sus pastores, deben participar activamente en su misión salvífica.

Queridos hermanos y hermanas, mediante el santo bautismo habéis sido injertados en Cristo. Formáis parte de la Iglesia, su Cuerpo místico. Por medio de vosotros, Cristo quiere actuar con la fuerza de su Espíritu. A través de vosotros quiere «anunciar a los pobres la buena nueva, proclamar a los cautivos la liberación y a los ciegos la vista». Por medio de vosotros, quiere «dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (cf. Lc Lc 4,18-19). Como laicos, fieles a vuestra identidad, viviendo en el mundo, podéis transformarlo activa y eficazmente con el espíritu del Evangelio. Sed la sal que da a la vida el sabor cristiano. Sed la luz que brilla en las tinieblas de la indiferencia y del egoísmo.

En la Carta a Diogneto leemos: «Lo que es el alma para el cuerpo, eso son para el mundo los cristianos. De la misma manera que el alma está en todos los miembros del cuerpo, así los cristianos están esparcidos por todas las ciudades del mundo» (2, 6). La nueva evangelización nos plantea grandes desafíos. Mi predecesor el Papa Pablo VI escribió en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi: «El campo propio de su (de los laicos) actividad evangelizadora es el mundo vasto y complejo de la política, de lo social, de la economía, y también de la cultura, de las ciencias y las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación social, así como otras realidades abiertas a la evangelización como el amor, la familia, la educación de los niños y jóvenes, el trabajo profesional, el sufrimiento, etc.» (n. 70).

Con gran alegría constato que en Polonia se están desarrollando mucho la Acción católica, varios tipos de organizaciones, las asociaciones y los movimientos católicos, y entre ellos los movimientos juveniles, como la Asociación católica de jóvenes y el movimiento Luz y vida. Se trata de una nueva acción del Espíritu Santo en nuestra patria. Demos gracias a Dios por ello. Sed fieles a vuestra vocación cristiana. Sed fieles a Dios y a Cristo, que vive en la Iglesia.

4. Hoy veneramos las reliquias de los mártires de Podlasia y adoramos la cruz de Pratulina, que fue testigo mudo de su fidelidad heroica. Tenían esta cruz en las manos y la llevaban en lo más íntimo de su corazón, como signo del amor del Padre y de la unidad de la Iglesia de Cristo. La cruz les dio la fuerza para dar testimonio de Cristo y de su Iglesia. En ellos se cumplieron las palabras de san Pablo, recogidas en la liturgia de hoy: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rm 8,31). Con su muerte se insertaron de modo especial en el gran patrimonio de fe que comenzó con san Adalberto, y prosiguió con san Estanislao y san Josafat Kuncewicz, el patrono de la Rus', hasta nuestros tiempos.

Es incalculable el número de los que en Polonia, o más bien en el territorio de la primera República, que abarcaba zonas de Polonia, Lituania y Rutenia, sufrieron por la cruz de Cristo los mayores sacrificios. Varias veces en su historia, nuestra nación debió defender su fe y soportar la opresión y la persecución por su fidelidad a la Iglesia. Especialmente el largo período que siguió a la segunda guerra mundial se caracterizó por una lucha particularmente intensa contra la Iglesia, librada por el sistema totalitario. Se trataba de prohibir la enseñanza de la religión en la escuela; se impedía la profesión pública de la fe, así como la construcción de iglesias o capillas. ¡Cuántos sacrificios se debían afrontar! ¡Cuánta valentía hizo falta para conservar la identidad cristiana! Sin embargo, no lograron eliminar la cruz, signo de fe y amor, de la vida personal y social, porque estaba profundamente arraigada en los corazones y en las conciencias. La cruz se transformó para la nación y para la Iglesia en fuente de fuerza y signo de unidad entre los hombres.

La nueva evangelización necesita auténticos testigos de la fe, personas enraizadas en la cruz de Cristo y dispuestas a afrontar sacrificios por ella. En efecto, el verdadero testimonio de la fuerza vivificante de la cruz lo dan quienes, en su nombre, derrotan en sí mismos el egoísmo y los demás males, y los que desean imitar el amor de Cristo hasta el fin.

1192 Es preciso que, como en el pasado, la cruz siga estando presente en nuestra existencia como una clara señalización del camino que se ha de seguir y como la luz que ilumina toda nuestra vida. Ojalá la cruz, que con sus brazos une el cielo y la tierra y a los hombres entre sí, crezca en nuestra tierra y forme un gran árbol, lleno de frutos de salvación; que engendre nuevos y valientes heraldos del Evangelio, que amen a la Iglesia y sean responsables de ella; verdaderos heraldos de la fe, estirpe de hombres nuevos, que enciendan la antorcha de la fe y la lleven encendida cruzando el umbral del tercer milenio.

Cruz de Cristo, te adoramos.
Te veneramos en todo tiempo.
De ti brota la fuerza y la fortaleza.
En ti está nuestra victoria.


VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA


Drohiczyn, jueves 10 de junio 1999



1. «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado» (Jn 13,34).

Acabamos de escuchar las palabras de Cristo que san Juan nos transmite en su evangelio. El Señor las dirigió a los discípulos en el discurso de despedida antes de su pasión y muerte en cruz, cuando lavó los pies a los Apóstoles. Es casi su última exhortación a la humanidad, con la que expresa un deseo ardiente: «Que os améis los unos a los otros».

Con estas palabras de Cristo saludo a todos los presentes en este encuentro litúrgico, que es al mismo tiempo una oración ecuménica por la unidad de los cristianos. Saludo cordialmente a mons. Antoni Pacyfik Dydycz, o.f.m. cap., pastor de la diócesis de Drohiczyn, al obispo Jan Szarek, presidente del Consejo ecuménico polaco, así como a los representantes de las Iglesias y comunidades eclesiales miembros de ese Consejo. Saludo a los hermanos y hermanas de la Iglesia ortodoxa de Polonia y a los que vienen del extranjero. Saludo en particular al arzobispo Sawa, metropolita de Varsovia y de toda Polonia, al que agradezco las palabras que me acaba de dirigir. Saludo asimismo a todos los obispos de la Iglesia ortodoxa en Polonia.

Deseo saludar cordialmente a los señores cardenales, a los arzobispos y obispos procedentes de Polonia y del extranjero. Abrazo de corazón a todo el pueblo de Dios de la diócesis de Drohiczyn, muy querida para mí. De modo especial saludo a los hermanos sacerdotes, a las personas consagradas, a los alumnos del seminario mayor de Drohiczyn. A los ancianos, a los enfermos, a los minusválidos, a los jóvenes y a los niños aquí presentes los saludo con intenso afecto. Saludo también a los peregrinos de Bielorrusia, Lituania y Ucrania. Su presencia me llena de particular alegría.

Te saludo, tierra de Podlasia, tierra enriquecida por la hermosura de la naturaleza y, ante todo, santificada por la fidelidad de este pueblo que, a lo largo de su historia, muchas veces fue duramente probado y tuvo que luchar para superar enormes contrariedades de todo tipo. Sin embargo, permaneció siempre fiel a la Iglesia, y lo sigue siendo. Me alegra encontrarme aquí con vosotros para desempeñar mi servicio pastoral.

1193 Recuerdo con emoción mis numerosas visitas a Drohiczyn, especialmente con ocasión de las celebraciones del milenario, cuando los obispos de toda Polonia, junto con el Primado del milenio, dieron gracias a Dios por el don del santo bautismo, por la gracia de la fe, de la esperanza y de la caridad. Aquí participé en el último viaje del prelado mitrado mons. Krzywicki, administrador apostólico de la diócesis de Pinsk. Algunos años después, volví para concluir la peregrinación de la copia de la imagen de la Virgen de Czestochowa. Estos recuerdos reviven hoy en mí mientras, como Pontífice peregrino, me encuentro entre vosotros.

2. «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado» (
Jn 13,34).

Estas palabras de Cristo irradian una gran fuerza. Cuando murió en la cruz, en su horrible pasión, en el anonadamiento y el abandono, precisamente entonces mostró al mundo todo el significado y la profundidad de esas palabras. Contemplando la agonía de Cristo, los discípulos tomaron conciencia de la empresa a la que los había llamado diciéndoles: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». San Juan, al recordar ese acontecimiento, escribirá en su evangelio: «Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Cristo nos amó primero, nos amó a pesar de nuestro pecado y nuestra debilidad humana. Él nos hizo dignos de su amor, que no tiene límites y no acaba jamás. Es un amor definitivo y perfectísimo, pues Cristo nos redimió con su preciosísima sangre.

También a nosotros nos ha enseñado ese amor y nos ha dicho: «Os doy un mandamiento nuevo» (Jn 13,34). Eso significa que este mandamiento es siempre actual. Si queremos responder al amor de Cristo, debemos cumplirlo siempre, en cualquier tiempo y lugar: debe ser para el hombre un camino nuevo, una semilla nueva, que renueve las relaciones entre los hombres. Este amor nos transforma en discípulos de Cristo, hombres nuevos, herederos de las promesas divinas. Nos hace a todos hermanos y hermanas en el Señor. Nos convierte en el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, en la que todos deberíamos amar a Cristo y en él amarnos los unos a los otros.

Éste es el verdadero amor, que se manifestó en la cruz de Cristo. Hacia esta cruz todos debemos mirar; hacia ella debemos orientar nuestros deseos y nuestros esfuerzos. En ella tenemos el mayor modelo que imitar.

3. «Señor, enséñanos tus caminos, para que sigamos tus senderos» (cf. Is Is 2,3).

La visión del profeta Isaías, recogida en la primera lectura de la liturgia de hoy, nos muestra a todos los pueblos y naciones reunidos en torno al monte Sión. Manifiesta la presencia de Dios. La profecía anuncia un reino universal de justicia y paz. Se puede referir a la Iglesia, tal como Cristo la quiso, es decir, una Iglesia en la que reine el principio irrenunciable de la unidad.

Es preciso que nosotros los cristianos, reunidos hoy para esta oración común, oremos con las palabras de Isaías: «Señor enséñanos tus caminos, para que sigamos tus senderos», para que avancemos juntos, confesando la misma fe en Cristo, por esos senderos, hacia el futuro. En particular, la cercanía del gran jubileo debe impulsarnos a realizar el esfuerzo de buscar nuevos caminos en la vida de la Iglesia, Madre común de todos los cristianos.

En la carta apostólica Tertio millennio adveniente expresé un ardiente deseo, que renuevo hoy: «Que el jubileo sea la ocasión adecuada para una fructífera colaboración en la puesta en común de tantas cosas que nos unen y que son ciertamente más que las que nos separan» (n. 16). La fe nos dice que la unidad de la Iglesia no sólo es una esperanza para el futuro: en cierta medida, esa unidad ya existe. Aún no ha logrado entre los cristianos una forma plenamente visible. Su edificación constituye, por tanto, «un imperativo de la conciencia cristiana iluminada por la fe y guiada por la caridad» (Ut unum sint, UUS 8), dado que «creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad» (ib., 9).

Así pues, estamos llamados a edificar la unidad. La unidad presente en los comienzos de la vida de la Iglesia nunca puede perder su valor esencial. Sin embargo, es preciso constatar con tristeza que esa unidad originaria se ha debilitado seriamente a lo largo de los siglos y especialmente en el último milenio.

4. El camino de la Iglesia no es fácil. «Lo podemos comparar -escribe el teólogo ortodoxo Pavel Evdokimov- al vía crucis de Cristo. Pero no dura algunas horas; dura siglos». Donde aumentan las divisiones entre los discípulos de Cristo, queda herido su Cuerpo místico. Aparecen las sucesivas «estaciones» del vía crucis en la historia de la Iglesia. Pero Cristo fundó una sola Iglesia y desea que así permanezca para siempre. Por tanto, todos, en el umbral de un nuevo período de la historia, debemos hacer un examen de conciencia sobre la responsabilidad por las divisiones existentes. Debemos admitir las culpas cometidas y perdonarnos recíprocamente. En efecto, hemos recibido el mandamiento nuevo del amor mutuo, que tiene su fuente en el amor de Cristo. San Pablo nos exhorta a este amor con las palabras: «Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma. Sed, pues, imitadores de Dios y vivid en el amor» (cf. Ef Ep 5,1-2).

1194 El amor debe inducirnos a una reflexión común sobre el pasado, para avanzar con perseverancia y valentía por la senda que lleva hacia la unidad.

El amor es la única fuerza que abre los corazones a la palabra de Jesús y a la gracia de la Redención. Es la única fuerza capaz de impulsarnos a compartir fraternalmente todo lo que somos y todo lo que tenemos por voluntad de Cristo. Es un poderoso estímulo al diálogo, en el que nos escuchamos y nos conocemos mutuamente.

El amor nos abre unos a otros; es la base de las relaciones humanas. Nos hace capaces de superar la barrera de nuestras debilidades y de nuestros prejuicios. Purifica la memoria, enseña nuevas sendas, abre a la perspectiva de una auténtica reconciliación, premisa indispensable para dar un testimonio común del Evangelio, tan necesario para el mundo actual.

En vísperas del tercer milenio, debemos acelerar el paso hacia la perfecta y fraterna reconciliación, para poder testimoniar juntos, en el próximo milenio, la salvación a un mundo que espera con anhelo este signo de unidad.

Es muy oportuno que hablemos de la gran causa del ecumenismo precisamente en Drohiczyn, en el centro de Podlasia, donde desde hace siglos conviven las tradiciones cristianas de Oriente y Occidente. Es una ciudad que siempre ha estado abierta a los católicos, a los ortodoxos y a los protestantes. Sin embargo, hay muchos momentos en la historia de esta tierra que, más que en cualquier otro lugar, ponen de relieve la necesidad del diálogo en la aspiración de los cristianos a la unidad.

En la encíclica Ut unum sint subrayé que «el diálogo es (...) un instrumento natural para confrontar diversos puntos de vista y sobre todo examinar las divergencias que obstaculizan la plena comunión de los cristianos entre sí» (n. 36). Este diálogo debe caracterizarse por el amor a la verdad, puesto que «el amor a la verdad es la dimensión más profunda de una auténtica búsqueda de la plena comunión entre los cristianos. Sin este amor sería imposible afrontar las objetivas dificultades teológicas, culturales, psicológicas y sociales que se encuentran al examinar las divergencias. A esta dimensión interior y personal está inseparablemente unido el espíritu de caridad y humildad. Caridad hacia el interlocutor, humildad hacia la verdad que se descubre y que podría exigir revisiones de afirmaciones y actitudes» (ib.).

Así pues, el amor debe construir puentes entre nuestras orillas y estimularnos a hacer todo lo posible. Que el amor recíproco y el amor a la verdad sean la respuesta a las dificultades existentes y a las tensiones que a veces surgen.

Hoy me dirijo a los hermanos y hermanas de todas las Iglesias: abrámonos al amor reconciliador de Dios. Abramos las puertas de nuestra mente y de nuestro corazón, de las Iglesias y de las comunidades. El Dios de nuestra fe, al que invocamos como Padre, es «el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (
Mc 12,26), es el Dios de Moisés. Y, sobre todo, es el Dios y Padre de nuestro Señor común, Jesucristo, en el que se hizo «Dios con nosotros» (cf. Mt Mt 1,23 Rm 15,6).

Ofrezcamos a nuestro Padre celestial, al Padre de todos los cristianos, el don de una sincera voluntad de reconciliación, manifestándola con actos concretos. A Dios, «que es amor», respondamos con nuestro amor humano que mira con benevolencia a los demás, demuestra un deseo sincero de colaborar dondequiera que sea posible, y permite apreciar lo que es bueno y lo que merece aplauso e imitación.

5. «Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob» (Is 2,3).

Es el grito que el profeta Isaías pone en labios de los pueblos y las naciones que anhelan la unidad y la paz.

1195 Queridos hermanos y hermanas, nada expresará mejor y con mayor eficacia esta solicitud que una gran oración por la unidad, por la fraternidad, por una sola familia de todos los cristianos. El amor de Cristo nos impulsa a esta oración. Es Cristo mismo quien nos manda orar al Padre: «Venga tu reino» (cf. Mt Mt 6,10). El reino de Dios, que trajo consigo al venir al mundo y hacerse hombre, permanece en la Iglesia como realidad ya existente, pero, al mismo tiempo, como tarea que cumplir.

Sólo la oración puede realizar una auténtica metánoia del corazón, pues tiene el poder de unir a todos los bautizados en la fraternidad de los hijos de Dios. La oración purifica de todo lo que nos separa de Dios y de los hombres. Nos protege contra la tentación de la pusilanimidad y abre el corazón del hombre a la gracia divina.

Así pues, exhorto a todos los que están aquí reunidos a orar fervientemente por la plena comunión de nuestras Iglesias. El progreso en el camino hacia la unidad exige nuestro compromiso, benevolencia recíproca, apertura y una auténtica experiencia de fraternidad en Cristo.

Imploremos al Señor para obtener esta gracia. Pidámosle que quite los obstáculos que retrasan el logro de la unidad plena. Roguémosle que todos cumplamos bien sus designios, para que la aurora del nuevo milenio despunte sobre los discípulos de Cristo más unidos entre sí.

«Os doy un mandamiento nuevo» (Jn 13,34), el mandamiento nuevo: «Que todos sean uno, para que el mundo crea» (cf. Jn Jn 17,21).

Cuando escucho estas palabras, me viene a la mente el encuentro con el patriarca Teoctist en Bucarest. Al final del encuentro, toda la gran asamblea clamaba: «¡Unidad, unidad, unidad!». Queremos la unidad, queremos la unidad, oremos por la unidad. Que Dios os recompense.



B. Juan Pablo II Homilías 1186