B. Juan Pablo II Homilías 1239


DURANTE LA EUCARISTÍA DE CLAUSURA


DEL SÍNODO PARA ASIA


1240
Nueva Delhi, domingo 7 de noviembre de 1999



"Vivid como hijos de la luz, (...) pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad" (
Ep 5,8-9).

Queridos hermanos y hermanas:

1. Hoy, en este vasto país, muchos celebran la Fiesta de las luces. Nos alegramos con ellos y, en esta eucaristía, aquí en Nueva Delhi, en la India, en el continente asiático, también nosotros exultamos en la luz y damos testimonio del único que es "la luz verdadera que ilumina a todo hombre" (Jn 1,9).

Dios, Padre de misericordia, me ha concedido la alegría de venir a vosotros para promulgar la exhortación apostólica postsinodal "Ecclesia in Asia", fruto de los trabajos de la Asamblea especial para Asia del Sínodo de los obispos, que se celebró el año pasado en Roma. ¿Qué fue ese Sínodo para Asia? Fue una reunión de obispos que representaban a la Iglesia en este continente. ¿Qué hicieron los obispos? Ante todo, escucharon en oración al Espíritu; reflexionaron en el camino que ha recorrido hasta ahora la Iglesia entre los pueblos de Asia; reconocieron la gracia de la hora que la Iglesia está viviendo actualmente en este continente; comprometieron a todo el pueblo de Dios a una fidelidad cada vez mayor al Señor y en la tarea evangélica que él ha encomendado a todos los bautizados para el bien de la familia humana.

2. Hoy, queridos hermanos y hermanas, vosotros representáis aquí a la comunidad católica no sólo de la India, sino también de todo el continente asiático y os entrego la exhortación apostólica postsinodal como guía para la vida espiritual y pastoral de la Iglesia en este continente mientras entramos en un nuevo siglo y en un nuevo milenio cristiano.

Es un acierto que este documento se haya firmado y publicado en la India, sede de numerosas culturas, religiones y tradiciones espirituales asiáticas antiguas. Estas antiguas civilizaciones asiáticas han forjado la vida de los pueblos de este continente y han dejado una huella indeleble en la historia de la raza humana. Hoy se hallan aquí presentes ilustres representantes de varias comunidades cristianas y de las grandes religiones de la India. Los saludo a todos con estima y amistad, y les expreso mi esperanza y mi deseo de que el próximo siglo sea un tiempo de diálogo fecundo, que lleve a una nueva relación de entendimiento y solidaridad entre los seguidores de todas las religiones.

3. Deseo dar las gracias al arzobispo Alan de Lastic, pastor de la archidiócesis que acoge esta asamblea eucarística, por las amables palabras de bienvenida que me ha dirigido. Saludo a todos mis hermanos en el episcopado de la Iglesia latina, de la Iglesia siro-malabar y de la Iglesia siro-malankar. Abrazo a los cardenales y obispos que han venido aquí de otros países para compartir la alegría de este acontecimiento.

Expreso mi agradecimiento a los numerosos sacerdotes presentes, que comparten el único sacerdocio de Jesucristo juntamente con los obispos y los sacerdotes de Asia y del mundo. Queridos hermanos en el sacerdocio, adoptad como regla de vida estas palabras de la liturgia de la ordenación: "Recibe el Evangelio de Cristo, a cuyo servicio estás; medita en la ley de Dios; cree en lo que lees; predica aquello en lo que crees y practica lo que predicas".

Con gran afecto en el Señor, saludo a los religiosos y religiosas. Tanto si os dedicáis a la contemplación como si trabajáis en el apostolado activo, vuestro testimonio de la supremacía del espíritu os sitúa en el centro de la vida y de la misión de la Iglesia en Asia. Por esto os doy las gracias y os aliento.

Encomiendo especialmente los frutos del Sínodo a los miembros del laicado, pues sobre todo vosotros estáis llamados a transformar la sociedad infundiendo "el pensamiento de Cristo" en la mentalidad, en las costumbres, en las leyes y en las estructuras del mundo en que vivís (cf. Ecclesia in Asia, ). Uno de los principales desafíos que debéis afrontar es el de hacer que la luz del Evangelio ilumine la familia y la defensa de la vida y de la dignidad humana. Dais testimonio de vuestra fe en un mundo de contrastes. Por un lado, ha habido enormes progresos económicos y tecnológicos; pero, por otro, existen aún situaciones de extrema pobreza e injusticia. El Sínodo se hizo eco de las demandas de los antiguos profetas, demandas de justicia, de un orden justo de la sociedad humana, sin los cuales no puede haber auténtico culto a Dios (cf. Is Is 1,10-17 Am 5,21-24 Ecclesia in Asia ). La Iglesia confía en que los laicos de Asia reflejarán la luz de Cristo dondequiera que las tinieblas del pecado, de la división y de la discriminación obscurezcan la imagen de Dios en sus hijos.

1241 4. "La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron" (Jn 1,5).
Estas palabras de san Juan en el evangelio que acabamos de leer nos hablan de Jesucristo. Su vida y su obra son la luz que ilumina nuestra senda hacia el destino trascendente. La buena nueva de la encarnación del Salvador y de su muerte y resurrección por nuestra salvación, ilumina el camino de la Iglesia que peregrina en la historia hacia la plenitud de la Redención.

El Sínodo que hoy concluimos se alegró al recordar que el nacimiento de Jesús tuvo lugar en tierra de Asia. El Verbo eterno se encarnó como asiático. Y fue en este continente donde la Iglesia comenzó a difundir la buena nueva, predicando el Evangelio con la fuerza del Espíritu Santo. Juntamente con los cristianos de todo el mundo, la Iglesia en Asia cruzará el umbral del nuevo milenio, dando gracias por todo lo que Dios ha realizado desde los inicios hasta hoy. Quiera Dios que, de la misma forma que en el primer milenio la cruz arraigó sólidamente en Europa, y en el segundo lo hizo en América y África, así en el tercer milenio cristiano se produzca una abundante cosecha de fe en este continente tan vasto y vital (cf. Ecclesia in Asia ).

5. En el umbral del gran jubileo, que conmemorará el bimilenario del nacimiento de Jesucristo, la comunidad de sus discípulos está llamada a reparar el gran rechazo mencionado en el prólogo del evangelio de san Juan: "El mundo fue hecho por él, y el mundo no lo reconoció. Vino a los suyos, y los suyos no lo acogieron" (Jn 1,10-11). El Verbo eterno "era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo" (Jn 1,9). Sin embargo, en vez de difundirse ampliamente, esta luz ha sido a menudo obstaculizada y obscurecida por las tinieblas. En el corazón del pecador es rechazada. Los pecados de las personas se funden y se consolidan en estructuras sociales de injusticia, en desequilibrios económicos y culturales que discriminan a las personas y las marginan de la sociedad. El signo de que celebramos realmente el jubileo como año de la misericordia del Señor (cf. Is Is 61,2) será nuestra conversión a la luz y nuestros esfuerzos por restablecer la equidad y promover la justicia en todos los ámbitos de la sociedad.

6. "A los que lo acogieron, a los que creen en su nombre, les dio poder de llegar a ser hijos de Dios" (Jn 1,12).

En la Eucaristía damos gracias a Dios Padre por los numerosos dones que nos ha concedido y, en particular, por el de su amado Hijo, nuestro Salvador Jesucristo. Jesucristo es el testigo fiel y veraz (cf. Ap Ap 3,14).

El Sínodo recuerda a los cristianos de Asia que "la vida perfectamente humana de Jesús, dedicada enteramente al amor y al servicio del Padre y de la humanidad, revela que la vocación de todo ser humano consiste en recibir y dar amor" (Ecclesia in Asia ). En los santos admiramos la inagotable capacidad del corazón humano de amar a Dios y al hombre, aunque eso implique grandes sufrimientos. ¿No va en esa misma dirección la herencia de tantos sabios maestros en la India y en otros pueblos de Asia? Esta enseñanza sigue siendo válida también hoy, y resulta más necesaria que nunca. El mundo sólo se transformará si los hombres y mujeres de buena voluntad, y todas las naciones, aceptan realmente que el único camino digno de la familia humana es la senda de la paz, del respeto mutuo, de la comprensión y el amor, y de la solidaridad con los necesitados.
Queridos hermanos y hermanas, ¿qué pide la Iglesia a sus miembros en el alba de un nuevo milenio? Ante todo, que seáis testigos convincentes, encarnando en vuestra vida el mensaje que proclamáis. Como nos recuerda la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Asia: sólo se puede encender un fuego con algo que esté encendido. Sólo se puede predicar el Evangelio si los obispos, los sacerdotes, los consagrados y los laicos están encendidos de amor a Cristo y arden de celo por darlo a conocer, amar y seguir (cf. Ecclesia in Asia ).

Este es el mensaje del Sínodo: un mensaje de amor y esperanza para los pueblos de este continente. Ojalá que la Iglesia en Asia acoja este mensaje, para que todos "tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10). Por Cristo, nuestro Señor. Amén.





HOMILÍA


Palacio de deportes de Tbilisi,

martes, 9 de noviembre de 1999


1242 1. «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito» (Jn 3,16).

Queridos hermanos y hermanas de Georgia, vengo a vosotros con este mensaje de esperanza: ¡Dios os ama! Nuestro Padre celestial dio a su Hijo unigénito también por vosotros, amados hijos de esta tierra rica en historia. Durante este último año del siglo y del milenio, año dedicado a Dios Padre, toda la Iglesia está, por decirlo así, sumergida en el misterio del amor de Dios, para que, renovada por la misericordia divina, pueda cruzar la puerta santa del gran jubileo.

Sin Dios el hombre no puede encontrarse plenamente a sí mismo ni puede encontrar su verdadera felicidad. De hecho, sin Dios el hombre acaba por ir contra sí mismo, porque es incapaz de construir un orden social suficientemente respetuoso de los derechos fundamentales de la persona y de la convivencia civil.

Iglesia de Dios que estás en esta tierra de Kartveli, vengo a ti como peregrino desde la Sede de Roma, honrada por la sangre de san Pedro y san Pablo, y te repito las palabras del Apóstol de las gentes: «Vosotros sois campo de Dios, edificación de Dios. (...) El santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario» (1Co 3,9 1Co 3,17).

2. Siento gran emoción y profunda alegría al visitaros, hermanos y hermanas del noble pueblo georgiano. Saludo, en primer lugar, al presidente de Georgia, señor Shevarnadze, y le doy las gracias por haber querido honrar este encuentro con su presencia.

Con sincero afecto abrazo a toda la comunidad católica de rito latino que vive en este país, y a su administrador apostólico, monseñor Giuseppe Pasotto; a la comunidad de rito armenio-católico, cuyo ordinario, el arzobispo Nerses Der Nersessian, está internado en un hospital, y al que quiero enviar mi afecto y mis mejores deseos. También abrazo a la comunidad siro-caldea, con su párroco. Saludo en particular a todos los sacerdotes y consagrados.

Doy las gracias a todos los que nos acompañan espiritualmente, especialmente a los enfermos y a los ancianos, así como a quienes han venido de otros países. Georgia estuvo siempre en mi corazón durante los años difíciles y tristes de la persecución, y ahora me alegro de hallarme aquí para orar con vosotros y dar gracias a Dios por la libertad recuperada.

3. «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3,16). En esta «buena nueva» radica la fuente de la esperanza para todo hombre. Ésta es la semilla evangélica que Cristo, después de su resurrección, confió a la Iglesia, para que la sembrara en la tierra de la historia: «Dios es amor» (1Jn 4,8 1Jn 4,16), y su providencia se extiende a todas las criaturas. El signo supremo de este amor es el sacrificio de su Hijo unigénito y el don del Espíritu Santo, que renueva el corazón humano y la faz de la tierra.

La Iglesia se prepara para celebrar en el gran jubileo el bimilenario del nacimiento de Cristo, que coincide con el tercer milenio de la nación georgiana. Vengo a vosotros, queridos hermanos y hermanas en Cristo, en vísperas del gran acontecimiento jubilar, y os invito a acoger plenamente el gran don de este «año de gracia del Señor» (Lc 4,19).

Este anuncio no sólo lo dirijo a vosotros, hermanos y hermanas de Georgia, sino también, desde esta amada tierra, a toda la Europa cristiana, de la que habéis sido una avanzada. Con su cultura, su historia y su fe, Georgia ha tendido siempre hacia Occidente y ha dado su contribución a la Europa cristiana. Al corazón de cada hombre y cada mujer deseo repetir que Dios «dio a su Hijo unigénito» por todos y cada uno. Mediante su encarnación, el Hijo de Dios se unió en cierto modo a todo hombre (cf. Gaudium et spes GS 22).

4. «Dios es nuestro refugio y fortaleza» (Ps 45,2). En esta invocación, que hemos repetido en el Salmo responsorial, oigo vuestra voz, queridos hermanos y hermanas de Georgia. Oigo la voz de vuestros antepasados, que a lo largo de los siglos defendieron con su amor y su sacrificio la fe cristiana, afrontando a veces persecuciones muy duras. Junto con otros hermanos cristianos, los católicos han contribuido a la cultura y a la civilización de Georgia. Dieron a conocer y apreciar los valores y los hombres ilustres de su país, incluso más allá de los confines de Georgia, y a menudo en épocas muy difíciles.

1243 Seguid viviendo en el amor de Cristo, que llama a sus discípulos a ser misericordiosos y comprensivos unos con otros. Este amor exige que los cristianos se comprometan a avanzar por el camino de la unidad plena, por la que Cristo oró a su Padre poco antes de su pasión: «Que todos sean uno» (Jn 17,21).

Además, Georgia ha sido una tierra particularmente hospitalaria y acogedora, que ha servido como modelo de respeto y tolerancia con respecto a los seguidores de otras religiones. Un signo elocuente de esta capacidad vuestra, profundamente arraigada, de convivir y colaborar con todos los hombres de buena voluntad, es el hecho de que no lejos de aquí se encuentran muy cercanos entre sí los principales lugares de culto de cristianos, judíos y musulmanes.

5. El pueblo georgiano, formado ya desde la antigüedad según los valores cristianos, posee un fuerte sentido del carácter sagrado de la familia. Conservad siempre esta gran herencia: defended y promoved la familia en la esfera social y política, pero sobre todo testimoniad con vuestra vida la fidelidad al matrimonio y la responsabilidad en la educación de vuestros hijos.

Ojalá que los cónyuges cristianos y sus familias sean los primeros en anunciar a toda la sociedad el evangelio del amor con el ejemplo de una vida sencilla, laboriosa, acogedora y atenta a los pobres, según el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret. Hoy, con gran afecto, bendigo a vuestras familias, a vuestros niños, a los jóvenes y a los ancianos. Llevad el saludo del Papa a vuestros hogares.

6. Hermanos y hermanas, esforzaos para que toda la sociedad se convierta en una gran familia, abierta a la solidaridad y a la paz verdaderas. Sé que esto no es fácil, en parte a causa del largo período de dominación atea, en que todos los creyentes soportaron duras pruebas. Durante aquellos años, la presencia de la comunidad católica se redujo notablemente. Algunos sacerdotes intrépidos, verdaderos ejemplos de lo que debe ser un pastor, realizaron extraordinarios esfuerzos para alimentar la fe, en la medida de sus posibilidades.

Hoy os encontráis en una situación de gran fragmentación en la que, por una parte, sufrís gran pobreza, y, por otra, sentís la tentación del consumismo. ¡No os desaniméis! Que la luz y la fuerza del Evangelio os sostengan en vuestro camino.

Sed siempre generosos con aquellos de vosotros que padecen necesidad, como ya estáis haciendo con vuestro apoyo a Cáritas y a otras formas laudables de asistencia. Sé cuánto aprecia el pueblo georgiano la obra incansable de estos ministros de la caridad que se han entregado al servicio de todos, sin distinción, teniendo en cuenta únicamente las necesidades reales. Con la ayuda de la doctrina social cristiana, formad personas honradas y competentes, que estén dispuestas a comprometerse en el campo social y político, al servicio del bien común.

7. Iglesia de Dios en Georgia, deja que el agua viva del Espíritu Santo fluya abundantemente en ti. Ayuda a tus hijos a rechazar la mentalidad de este mundo y a tener siempre los oídos abiertos al Espíritu de Cristo, el Redentor, para discernir lo que es bueno y perfecto a los ojos de Dios (cf. Rm Rm 12,2). Así, serás como una ciudad situada en la cima de un monte, cuya luz no está escondida, sino que es para todos testimonio de verdad y libertad, de amor y paz.

María santísima, icono vivo del amor de Dios, te proteja y acompañe siempre. Ahora que estás a punto de entrar en el tercer milenio, te encomiendo a su maternal protección y a la intercesión de tus santos patronos.

Pueblo de Dios que peregrinas en esta amada tierra de Georgia, avanza con confianza: ¡Dios te ha amado mucho! Que su amor sea tu fuerza hoy y siempre. Amén.



JUAN PABLO II

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

EN LA MISA POR LOS CARDENALES Y OBISPOS


FALLECIDOS DURANTE EL AÑO


viernes, 12 de noviembre de 1999

1244
1. «Viviremos en su presencia» (Os 6,2).


Las celebraciones litúrgicas de la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de todos los fieles difuntos nos orientaron, en los días pasados, hacia el gran misterio de la muerte y de la vida eterna. En este clima espiritual nos volvemos a reunir hoy en la basílica de San Pedro para ofrecer el sacrificio eucarístico en sufragio por los cardenales y obispos que han llegado a la casa del Padre durante este último año.
Deseo recordar, en particular, a los venerados cardenales Carlos Oviedo Cavada, Raúl Silva Henríquez y George Basil Hume. A ellos, así como a los arzobispos y obispos fallecidos a lo largo de este año, va nuestro pensamiento emocionado y agradecido. En su acción apostólica, fundada en la fe, y en su atento servicio pastoral, dirigieron su mirada más allá de los confines terrenos, esperando en el Señor, anunciando su nombre a sus hermanos y alabándolo en medio de la asamblea de los creyentes. Ojalá que ahora descansen en la casa del Padre celestial, morada de paz para los hijos de Dios.

2. «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14).

¡Cuántas veces estos hermanos, a quienes hoy recordamos, se refirieron, en su vida y en el ejercicio de su ministerio, a esa verdad fundamental enunciada por el Apóstol! ¡Cuántas veces invocaron al divino Paráclito e impetraron la efusión de su gracia sobre el pueblo cristiano!
Su ejemplo nos invita a confirmar nuestra fe en la persona de nuestro Salvador y en la fuerza vivificante de su Espíritu. La fe nos infunde la certeza consoladora de que la muerte es un paso hacia la vida eterna. Nos lo recuerda el prefacio de difuntos: «La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo».

3. «El Hijo da la vida eterna a todos» (cf. Jn Jn 17,2).

En el evangelio hemos escuchado el inicio de la gran oración de Jesús al Padre, antes de su pasión. Tiene como telón de fondo la cruz, pero permite vislumbrar la alegría de la resurrección.
Al fijar nuestra mirada en Cristo crucificado, comprendemos que precisamente en esa entrega suprema del Hijo el Padre derramó plenamente el Espíritu Santo en el mundo. El buen Pastor, que vino para que los hombres «tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10), cumple así su misión y da el Espíritu Santo para la salvación de la humanidad entera.

4. A la luz de estas verdades tan consoladoras, nos dirigimos al Dios de la vida, para que acoja a estos hermanos nuestros difuntos, que durante muchos años fueron obreros generosos en su viña. Que, ahora que el Señor los ha llamado a su presencia, experimenten la verdad consoladora de la promesa de Cristo: «El Hijo da la vida eterna a todos».
Pensando en ellos y orando por ellos, prosigamos con confianza el camino hacia la patria celestial. Que nos sostenga diariamente María santísima, que Jesús en la cruz nos dio como madre. Llenos de esperanza, dirigimos a ella nuestra mirada, buscando refugio bajo su protección. Ella, Virgen gloriosa y bendita, nos libre de todos los peligros y nos acompañe al encuentro con Dios. Amén.



JUAN PABLO II

CELEBRACIÓN ECUMÉNICA EN HONOR

DE SANTA BRÍGIDA DE SUECIA, COPATRONA DE EUROPA


1245
Sábado, 13 de noviembre de 1999




1. «He aquí que hago nuevas todas las cosas. (...) Éstas son palabras ciertas y verdaderas» (
Ap 21,5).
Cristo hace nuevas todas las cosas. Santa Brígida, ilustre hija de Suecia, creyó en Cristo intensamente y con profundo amor. Adornó con su canto de fe y sus buenas obras a la Iglesia, a la que reconocía como la comunidad de los creyentes, morada del Espíritu de Dios.

Hoy recordamos a esta santa extraordinaria, y me alegra particularmente que me acompañen en esta celebración los más altos representantes de las Iglesias luteranas de Suecia y Finlandia, así como mis venerados hermanos en el episcopado de Estocolmo y Copenhague. Con gran afecto les doy la bienvenida a todos y cada uno

Saludo también con deferencia al rey y a la reina de Suecia, que han querido honrar esta celebración con su presencia. Mi saludo va asimismo a los líderes políticos que están aquí con nosotros. Por último, os saludo a todas vosotras, queridas religiosas de la orden del Santísimo Salvador de santa Brígida, acompañadas por vuestra superiora general.

2. Estamos reunidos, una vez más, para renovar ante el Señor el compromiso por la unidad de fe y de la Iglesia, que santa Brígida asumió con gran convicción en tiempos difíciles. Ese celo por la unidad de los cristianos la impulsó toda su vida. Y, mediante su testimonio y el de la madre Isabel Hesselblad, ese compromiso ha llegado hasta nosotros en la misteriosa corriente de la gracia, que rebasa los confines del tiempo y del espacio.

Esta celebración nos invita a meditar en el mensaje de santa Brígida, a la que proclamé recientemente copatrona de Europa, junto con santa Catalina de Siena y santa Teresa Benedicta de la Cruz. El amor activo de santa Brígida a la Iglesia de Cristo y su testimonio de la cruz son un punto de encuentro para todos nosotros, ahora que nos preparamos para cruzar el umbral del nuevo milenio.

Me alegra inaugurar y bendecir, esta tarde, al final de la celebración, una estatua que hará más vivo aquí, en el Vaticano, el recuerdo de esa gran testigo de la fe. Colocada en el exterior de esta basílica, precisamente junto a la así llamada puerta de la Plegaria, la imagen de mármol de santa Brígida será una invitación permanente a orar y trabajar siempre por la unidad de los cristianos.

3. Mi pensamiento va ahora al 5 de octubre de 1991, cuando, en esta misma basílica, tuvo lugar una solemne celebración ecuménica con motivo del sexto centenario de la canonización de santa Brígida. En aquella circunstancia dije: «Desde hace ya veinticinco años, luteranos y católicos trabajan para encontrar el camino común (...). El diálogo teológico ha sacado a la luz el vasto patrimonio de fe que nos une (...). Nadie ignora que la Reforma protestante comenzó a partir de la doctrina de la justificación y que rompió la unidad de los cristianos de Occidente. Su comprensión común (...) nos ayudará -estamos seguros- a resolver las otras controversias que directa o indirectamente están relacionadas con ella» (n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de octubre de 1991, p. 7).

Esta «comprensión común» que anhelaba hace ocho años, hoy, gracias al Señor, se ha convertido en una realidad alentadora. El pasado 31 de octubre, en la ciudad de Augsburgo, se firmó solemnemente una Declaración conjunta, en la que luteranos y católicos han llegado a un consenso sobre algunas verdades fundamentales de la doctrina de la justificación. Este logro del diálogo ecuménico, piedra miliar en el camino hacia la unidad plena y visible, es fruto de un intenso trabajo de investigación, de encuentros y de oración.

Sin embargo, nos queda aún un largo camino por recorrer: «Grandis restat nobis via». Debemos hacer mucho más, conscientes de las responsabilidades que tenemos todos en el umbral de un nuevo milenio. Debemos seguir caminando juntos, sostenidos por Cristo, que, en el cenáculo, la víspera de su muerte, oró al Padre para que «todos sus discípulos fueran uno» (cf. Jn Jn 17,21).

1246 4. El texto de la Declaración conjunta afirma muy oportunamente que el consenso alcanzado por los católicos y los luteranos «con respecto a los postulados fundamentales de la doctrina de la justificación debe llegar a influir en la vida y el magisterio de nuestras Iglesias» (n. 43).

En este camino, nos encomendamos a la acción incesante del Espíritu Santo. Y confiamos también en la intercesión de santa Brígida, que, antes que nosotros, amó mucho a Cristo y su cruz, y oró por la unidad, una característica irrenunciable de la Iglesia.

No conocemos el día del encuentro con el Señor. Por eso, el Evangelio nos llama a velar, manteniendo encendidas nuestras lámparas, a fin de que, cuando llegue el Esposo, estemos preparados para acogerlo. Durante esta espera vigilante, resuena en el corazón de cada creyente la invocación del divino Maestro: «Ut unum sint».

Que santa Brígida sea nuestro ejemplo e interceda por nosotros. A vosotras, sus amadísimas hijas espirituales de la orden del Santísimo Salvador, os pido de modo especial que prosigáis fielmente vuestro valioso apostolado al servicio de la unidad.

El nuevo milenio ya está a las puertas: «Cristo, ayer, hoy y siempre» sea el centro y la meta de todas nuestras aspiraciones. Él hace nuevas todas las cosas y traza para sus fieles un itinerario de gozosa esperanza. Oremos sin cesar para que él nos conceda la sabiduría y la fuerza de su Espíritu; invoquémoslo para que todos los cristianos alcancen cuanto antes la unidad. ¡Nada es imposible para Dios!



JUAN PABLO II

DEDICACIÓN DE LA CAPILLA "REDEMPTORIS MATER"

domingo, 14 de noviembre



1. El ángel «me mostró la ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, y tenía la gloria de Dios» (Ap 21,10-11).

La página del libro del Apocalipsis que acabamos de escuchar nos invita a elevar nuestra mirada hacia la Jerusalén celestial, llena de luz, resplandeciente como una piedra preciosa, como jaspe cristalino. En las representaciones de esta capilla, que hoy inauguramos, se reflejan las visiones que san Juan tuvo en la isla de Patmos, donde se encontraba «por causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús» (Ap 1,9).

En la pared frontal destaca la imagen de la ciudad santa, rodeada de «una muralla grande y alta con doce puertas» (Ap 21,12). Sobre ella resplandece la gloria de la Trinidad, que ilumina a la multitud de los beatos, situados más abajo, de tres en tres, como iconos vivos del gran misterio.

Recorriendo las otras paredes nuestra mirada puede contemplar, a través de imágenes y símbolos, una síntesis grandiosa de toda la «economía» de la salvación.

2. La imagen de la Redemptoris Mater, que resalta en la pared central, pone ante nuestros ojos el misterio del amor de Dios, que se hizo hombre para darnos a nosotros, seres humanos, la capacidad de convertirnos en hijos de Dios (cf. san Agustín, Sermo 128: PL 39, 1997).

1247 Ya en el umbral del tercer milenio, quisiera subrayar este mensaje de salvación y alegría, que Cristo, nacido de María, trajo a la humanidad.

Al contemplar la imagen de la Virgen Madre, resuena en nuestro corazón la invitación que hemos escuchado en la primera lectura, tomada del libro de Nehemías: «No estéis tristes: la alegría del Señor es vuestra fortaleza» (
Ne 8,10).

3. Me alegra consagrar el altar e inaugurar la capilla renovada, en cuyos mosaicos revive la riqueza de la tradición oriental, releída con la conciencia de quien conoce también la occidental. Aquí Oriente y Occidente, lejos de contraponerse entre sí, se intercambian los dones, con el propósito de expresar mejor las insondables riquezas de Cristo.

Doy las gracias a cuantos trabajaron con dedicación y amor en la realización de esta obra, que se propone como expresión de la teología que respira con dos pulmones y puede dar nueva vitalidad a la Iglesia del tercer milenio.

En particular, doy las gracias a los señores cardenales que han querido recordar con este don el 50° aniversario de mi ordenación sacerdotal. Es para mí motivo de alegría que este aniversario quede vinculado a la Redemptoris Mater, bajo cuya protección he vivido durante todos estos años mi servicio a la Iglesia y a cuya intercesión encomiendo el tiempo que el Señor quiera concederme todavía.

4. El pasaje evangélico que hemos escuchado nos ha llevado a la región de Cesarea de Filipo, donde Cristo planteó a sus discípulos esta pregunta crucial: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Al recorrer el mensaje que se desarrolla en los mosaicos de las paredes, se puede leer la respuesta que la Iglesia sigue dando también hoy a la pregunta de su Señor. Se trata de la misma respuesta que dio Pedro aquel día: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

Con humilde confianza hagamos nuestra esa profesión de fe, conscientes de que no viene de «la carne ni de la sangre», sino del Padre «que está en los cielos» (cf. Mt Mt 16,17).
«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»; el mismo «ayer, hoy y siempre». Amén.





DURANTE LA MISA DE CANONIZACIÓN DE DOCE BEATOS:


CIRILO BERTRÁN Y OCHO COMPAÑEROS,


INOCENCIO DE LA INMACULADA,


BENITO MENNI,


TOMÁS DE CORI


Domingo de Cristo Rey, 21 de noviembre de 1999


1. "Se sentará en el trono de su gloria" (Mt 25,31).

La solemnidad litúrgica de hoy se centra en Cristo, Rey del universo, Pantocrátor, como resplandece en el ábside de las antiguas basílicas cristianas. Contemplamos esa majestuosa imagen en este último domingo del año litúrgico.
1248 La realeza de Jesucristo es, según los criterios del mundo, paradójica: es el triunfo del amor, que se realiza en el misterio de la encarnación, pasión, muerte y resurrección del Hijo de Dios. Esta realeza salvífica se revela plenamente en el sacrificio de la cruz, acto supremo de misericordia, en el que se lleva a cabo al mismo tiempo la salvación del mundo y su juicio.
Todo cristiano participa en la realeza de Cristo. En el bautismo, junto con la gracia interior, recibe el impulso a hacer de su existencia un don gratuito y generoso a Dios y a sus hermanos. Esto se manifiesta con gran elocuencia en el testimonio de los santos y las santas, que son modelos de humanidad renovada por el amor divino. Entre ellos, a partir de hoy incluimos con alegría a Cirilo Bertrán y sus ocho compañeros, a Inocencio de la Inmaculada, a Benito Menni y a Tomás de Cori.

2. "Cristo tiene que reinar" hemos escuchado de san Pablo en la segunda lectura. El reinado de Cristo se va construyendo ya en esta tierra mediante el servicio al prójimo, luchando contra el mal, el sufrimiento y las miserias humanas hasta aniquilar la muerte. La fe en Cristo resucitado hace posible el compromiso y la entrega de tantos hombres y mujeres en la transformación del mundo, para devolverlo al Padre: "Así Dios será todo para todos".
Este mismo compromiso es el que animó al hermano Cirilo Bertrán y a sus siete compañeros, Hermanos de las Escuelas Cristianas del Colegio "Nuestra Señora de Covadonga", que habiendo nacido en tierras españolas y uno de ellos en Argentina, coronaron sus vidas con el martirio en Turón (Asturias) en 1934, junto con el padre pasionista Inocencio de la Inmaculada. No temiendo derramar su sangre por Cristo, vencieron a la muerte y participan ahora de la gloria en el reino de Dios. Por eso, hoy tengo la alegría de inscribirlos en el catálogo de los santos, proponiéndolos a la Iglesia universal como modelos de vida cristiana e intercesores nuestros ante Dios.
Al grupo de los mártires de Turón se añade el hermano Jaime Hilario, de la misma Congregación religiosa, y que fue asesinado en Tarragona tres años más tarde. Perdonando a los que lo iban a matar, exclamó: "Amigos, morir por Cristo es reinar".
Todos ellos, como cuentan los testigos, se prepararon a la muerte como habían vivido: con la oración perseverante, en espíritu de fraternidad, sin disimular su condición de religiosos, con la firmeza propia de quien se sabe ciudadano del cielo. No son héroes de una guerra humana en la que no participaron, sino que fueron educadores de la juventud. Por su condición de consagrados y maestros afrontaron su trágico destino como auténtico testimonio de fe, dando con su martirio la última lección de su vida. Que su ejemplo y su intercesión lleguen a toda la familia lasaliana y a la Iglesia entera.

3. "Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo, (...) porque estuve enfermo y me visitasteis" (
Mt 25,34 Mt 25,36). Estas palabras del evangelio proclamado hoy le serán sin duda familiares a Benito Menni, sacerdote de la orden de San Juan de Dios. Su dedicación a los enfermos, vivida según el carisma hospitalario, guió su existencia.
Su espiritualidad surge de la propia experiencia del amor que Dios le tiene. Gran devoto del Corazón de Jesús, Rey de cielos y tierra, y de la Virgen María, encuentra en ellos la fuerza para su dedicación caritativa a los demás, sobre todo a los que sufren: ancianos, niños escrofulosos y poliomielíticos y enfermos mentales. Su servicio a la orden y a la sociedad lo realizó con humildad desde la hospitalidad, con una integridad intachable, que lo convierte en modelo para muchos. Promovió diversas iniciativas, orientando a algunas jóvenes que formarían el primer núcleo del nuevo instituto religioso, fundando en Ciempozuelos (Madrid): las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús. Su espíritu de oración lo llevó a profundizar en el misterio pascual de Cristo, fuente de comprensión del sufrimiento humano y camino para la resurrección. En este día de Cristo Rey, san Benito Menni ilumina con el ejemplo de su vida a quienes quieren seguir las huellas del Maestro por los caminos de la acogida y la hospitalidad.

4. "Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas y las cuidaré" (Ez 34,11). Tomás de Cori, sacerdote de la orden de los Frailes Menores, fue imagen viva del buen Pastor. Como guía amoroso, supo conducir a los hermanos encomendados a su cuidado hacia las verdes praderas de la fe, animado siempre por el ideal franciscano.
En el convento mostraba su espíritu de caridad, siempre disponible para cualquier tarea, incluidas las más humildes. Vivió la realeza del amor y del servicio, según la lógica de Cristo que, como canta la liturgia de hoy, "se ofreció a sí mismo como víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz, consumando el misterio de la redención humana" (Prefacio de Jesucristo, Rey del universo).
Como auténtico discípulo del Poverello de Asís, santo Tomás de Cori fue obediente a Cristo, Rey del universo. Meditó y encarnó en su existencia la exigencia evangélica de la pobreza y la entrega de sí a Dios y al prójimo. De este modo, toda su vida aparece como signo del Evangelio y testimonio del amor del Padre celestial, revelado en Cristo y operante en el Espíritu Santo, para la salvación del hombre.

1249 5. Demos gracias a Dios que, a lo largo de los senderos del tiempo, no deja de suscitar luminosos testigos de su reino de justicia y paz. Los doce nuevos santos, a los que hoy tengo la alegría de proponer a la veneración del pueblo de Dios, nos indican el camino que debemos recorrer para llegar preparados al gran jubileo del año 2000. En efecto, no es difícil reconocer en su ejemplaridad algunos elementos que caracterizan el acontecimiento jubilar. Pienso, en particular, en el martirio y en la caridad (cf. Incarnationis mysterium, 12-13). Más en general, esta celebración nos recuerda el gran misterio de la comunión de los santos, fundamento del otro elemento característico del jubileo, que es la indulgencia (cf. ib., 9-10).
Los santos nos señalan el camino del reino de los cielos, el camino del Evangelio aceptado radicalmente. Al mismo tiempo, sostienen nuestra serena certeza de que toda realidad creada encuentra en Cristo su cumplimiento y que, gracias a él, el universo será entregado a Dios Padre plenamente renovado y reconciliado en el amor.

Que san Cirilo Bertrán y sus ocho compañeros, san Inocencio de la Inmaculada, san Benito Menni y santo Tomás de Cori nos ayuden también a nosotros a recorrer este camino de perfección espiritual. Nos sostenga y proteja siempre María, Reina de todos los santos, a quien precisamente hoy contemplamos en su presentación en el Templo. Ojalá que, siguiendo su ejemplo, también nosotros colaboremos fielmente en el misterio de la redención. Amén.



B. Juan Pablo II Homilías 1239