B. Juan Pablo II Homilías 1257



DURANTE EL REZO DE LAS SEGUNDAS VÍSPERAS DE NAVIDAD


Y LA APERTURA DE LA PUERTA SANTA DE LA CATEDRAL DE ROMA



Sábado 25 de diciembre

Basílica de San Juan de Letrán

1. "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida (...) os lo anunciamos" (1Jn 1,1-3).

1258 Amadísimos hermanos y hermanas, en este día solemne, en el que recordamos el nacimiento del Señor Jesucristo, sentimos la verdad, la fuerza y la alegría de estas palabras del apóstol san Juan.
Sí, por la fe, nuestras manos han tocado a la Palabra de vida; han tocado a Aquel que, como hemos rezado en el cántico, es la imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación. Por medio de él y con vistas a él fueron creadas todas las cosas (cf. Col
Col 1,15-16). Este es el misterio de la Navidad, que percibimos con profunda emoción, sobre todo hoy, comienzo del gran jubileo del año 2000. Dios ha entrado en la historia humana y ha venido a recorrer los caminos de esta tierra, para dar a todos la capacidad de llegar a ser hijos de Dios.

De todo corazón deseo que este misterio de santidad y esperanza inunde con su continuo resplandor el alma de toda la comunidad diocesana de Roma, reunida espiritualmente en esta basílica para la solemne apertura de la Puerta santa.

En este momento de fuerte intensidad espiritual, quiero dirigir mi afectuoso saludo y mis mejores deseos al cardenal vicario, mi primer colaborador en la solicitud por los fieles de la Iglesia que está en la Urbe. Saludo, asimismo, al vicegerente y a los obispos auxiliares, que colaboran con él en el servicio pastoral diocesano. Dirijo mi cordial saludo también al cabildo lateranense, a los párrocos, a todo el clero romano, al seminario, así como a todos los religiosos, religiosas y agentes pastorales laicos, que forman la parte elegida de nuestra Iglesia de Roma, llamada a presidir en la caridad y a destacar en la fidelidad al Evangelio.

Saludo al señor alcalde, a las autoridades y a los representantes de la Administración pública que han querido estar presentes. Saludo a los romanos, a los peregrinos y a cuantos, a través de la televisión, se unen a nosotros para este acontecimiento de gran importancia histórica y espiritual.

2. Después de abrir anoche la Puerta santa en la basílica vaticana, acabo de abrir la Puerta santa de esta basílica de San Juan de Letrán, "omnium Ecclesiarum Urbis et orbis Mater et caput", Madre y cabeza de todas las Iglesias de Roma y del mundo, y catedral del Obispo de Roma. Aquí, en el año 1300, el Papa Bonifacio VIII comenzó de forma solemne el primer Año santo de la historia. Aquí, en el jubileo del año 1423, el Papa Martín V abrió por primera vez la Puerta santa. Aquí se halla el corazón de la dimensión particular de la historia de la salvación vinculada a la gracia de los jubileos, y la memoria histórica de la Iglesia de Roma.

Hemos cruzado el umbral de esta Puerta, que representa a Cristo mismo, pues sólo él es el Salvador enviado por Dios Padre, que nos hace pasar del pecado a la gracia, introduciéndonos en la plena comunión que lo une al Padre en el Espíritu Santo.

Demos gracias a Dios, rico en misericordia, que ha dado su único Hijo como Redentor del mundo.

3. Podríamos decir que el rito de esta tarde asume una dimensión más familiar. En efecto, hoy la familia diocesana comienza su camino jubilar, en especial unidad con las Iglesias esparcidas por el mundo entero. A este gran evento se ha preparado desde hace tiempo, primero mediante el Sínodo y luego con la Misión ciudadana. La ferviente participación de la ciudad y de toda la diócesis testimonia que Roma es consciente de la misión de solicitud universal y de ejemplaridad en la fe y en el amor que la providencia de Dios le ha confiado. Roma sabe bien que se trata de un servicio que tiene su raíz en el martirio de los apóstoles san Pedro y san Pablo, y que ha encontrado alimento siempre nuevo en el testimonio de los innumerables mártires, santos y santas, que han marcado la historia de esta Iglesia nuestra.

Amadísimos hermanos y hermanas, el Año santo, que hoy comienza, nos invita también a nosotros a proseguir por este camino. Nos invita a responder con alegría y generosidad a la llamada a la santidad, para ser cada vez más signo de esperanza en la sociedad actual, encaminada hacia el tercer milenio.

4. A lo largo del Año santo los creyentes tendrán numerosas ocasiones de profundizar mejor este compromiso religioso, íntimamente vinculado al itinerario jubilar. Ante todo, el jubileo diocesano, que se celebrará, el domingo 28 de mayo, en la plaza de San Pedro.

1259 Otro evento, encomendado de modo peculiar a la diócesis de Roma, es el Congrego eucarístico internacional, que tendrá lugar, Dios mediante, del 18 al 25 de junio.

5. La tercera cita de gran importancia es la XV Jornada mundial de la juventud.
Junto con los jóvenes, las familias. Mi pensamiento va al Encuentro mundial de las familias, que se celebrará los días 14 y 15 de octubre del año 2000. Así pues, son muchas y significativas las citas que nos esperan. Las encomendamos todas a la maternal intercesión de María, Salud del pueblo romano. Que ella nos acompañe y guíe nuestros pasos para que este año sea un tiempo de extraordinaria gracia espiritual y de renovación social.

6. Iglesia de Roma, hoy el Señor te visita para abrir ante ti este año de gracia y de misericordia. Cruzando, en humilde peregrinación, el umbral de la Puerta santa, acoge los dones del perdón y del amor. Crece en la fe y en el impulso misionero: esta es la primera herencia de los apóstoles san Pedro y san Pablo. ¡Cuántas veces, a lo largo de tu historia milenaria, has experimentado las maravillas de la venida de Cristo, que te ha hecho madre en la fe y faro de civilización para muchos pueblos! El gran jubileo, con el que te dispones a iniciar el nuevo milenio, te vuelva a confirmar, Roma, en la alegría de seguir fielmente a tu Señor y te conceda un deseo siempre ardiente de anunciar su Evangelio. Esta es tu peculiar aportación a la construcción de una era de justicia, paz y santidad. Amén.






CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS


DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS,


Y DEL TE DEUM PARA DAR GRACIAS A DIOS


31 de diciembre

1. "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4,4).

¿Qué es "la plenitud de los tiempos", de la que habla el Apóstol? La experiencia nos permite palpar que el tiempo pasa inexorablemente. Todas las criaturas están sujetas al paso del tiempo. Pero sólo el hombre se da cuenta de su devenir en el tiempo. Advierte que su historia personal está vinculada al fluir de los días.

La humanidad, consciente de su "devenir", escribe su propia historia: la historia de las personas, de los Estados y de los continentes, la historia de las culturas y de las religiones. Esta tarde nos preguntamos: ¿qué es lo que ha caracterizado principalmente al milenio que ahora está llegando a su fin? ¿Cómo se presentaba hace mil años la geografía de los países, la situación de los pueblos y de las naciones? ¿Quién sabía entonces de la existencia de otro gran continente al oeste del océano Atlántico? El descubrimiento de América, con el que comenzó una nueva era de la historia de la humanidad, constituye sin duda un elemento fundamental en la valoración del milenio que concluye.
También este último siglo se ha caracterizado por profundas y a veces rápidas transformaciones, que han influido en la cultura y en las relaciones entre los pueblos. Basta pensar en las dos ideologías opresoras, responsables de innumerables víctimas, que en él se han consumado. ¡Qué sufrimientos! ¡Qué dramas! Pero también ¡qué conquistas tan extraordinarias! Estos años, confiados por el Creador a la humanidad, llevan en sí los signos de los esfuerzos del hombre, de sus derrotas y de sus victorias (cf. Gaudium et spes GS 2).

En este cambio de época, quizá el mayor riesgo consiste en que "muchos de nuestros contemporáneos no pueden discernir bien los valores perennes y, al mismo tiempo, compaginarlos adecuadamente con los nuevos descubrimientos" (ib., 4). Éste es un gran desafío para nosotros, hombres y mujeres que nos disponemos a entrar en el año 2000.

2. "Al llegar la plenitud de los tiempos". La liturgia nos habla de la "plenitud de los tiempos" y nos ilumina sobre el contenido de esa "plenitud". Dios quiso introducir su Verbo eterno en la historia de la gran familia humana, haciéndole asumir una humanidad como la nuestra. Mediante el acontecimiento sublime de la Encarnación, el tiempo humano y cósmico alcanzó su plenitud: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, (...) para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4,4-5). Éste es el gran misterio: la Palabra eterna de Dios, el Verbo del Padre, se ha hecho presente en los acontecimientos que componen la historia terrena del hombre. Con la encarnación del Hijo de Dios, la eternidad entró en el tiempo, y la historia del hombre se abrió a un cumplimiento trascendente en lo absoluto de Dios.

1260 De este modo, al hombre se le ofrece una perspectiva inimaginable: puede aspirar a ser hijo en el Hijo, heredero con él del mismo destino de gloria. La peregrinación de la vida terrena es, por tanto, un camino que se realiza en el tiempo de Dios. La meta es Dios mismo, plenitud del tiempo en la eternidad.

3. A los ojos de la fe, el tiempo cobra así un significado religioso y más aún durante el Año jubilar que acaba de empezar. Cristo es el Señor del tiempo. Todo instante del tiempo humano está bajo el signo de la redención del Señor, que entró, una vez para siempre, "en la plenitud de los tiempos" (Tertio millennio adveniente
TMA 10). Desde esta perspectiva, damos gracias a Dios por lo que ha sucedido a lo largo de este año, de este siglo y de este milenio. De modo especial, queremos dar gracias por los constantes progresos en el mundo del espíritu. Damos gracias por los santos de este milenio: los elevados al honor de los altares y los más numerosos aún que no conocemos y han santificado el tiempo con su adhesión fiel a la voluntad de Dios. Damos gracias también por todas las conquistas y los éxitos conseguidos por la humanidad en el campo científico y técnico, artístico y cultural.

Por cuanto concierne a la diócesis de Roma, queremos dar gracias por el itinerario espiritual recorrido durante los años pasados y por el cumplimiento de la Misión ciudadana con vistas al gran jubileo. Mi pensamiento va a la tarde del 22 de mayo, vigilia de Pentecostés, cuando invocamos juntos al Espíritu Santo, para que esta singular experiencia pastoral llegue a ser, en el nuevo siglo, forma y modelo de la vida y de la pastoral de la Iglesia, en Roma y en muchas otras ciudades y lugares del mundo, al servicio de la nueva evangelización.

Al mismo tiempo que elevamos nuestra acción de gracias a Dios, sentimos la necesidad de implorar su misericordia para el milenio que termina. Pedimos perdón porque a menudo, por desgracia, las conquistas de la técnica y de la ciencia, tan importantes para el auténtico progreso humano, se han usado contra el hombre: miserere nostri, Domine, miserere nostri!

4. Dos mil años han pasado desde que "la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros; hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14). Por eso, elevamos en coro el canto de nuestra alabanza y acción de gracias: Te Deum laudamus.

Te alabamos, Dios de la vida y de la esperanza.

Te alabamos, Cristo, Rey de la gloria, Hijo eterno del Padre.

Tú, nacido de la Virgen Madre, eres nuestro Redentor; te has convertido en hermano nuestro para la salvación del hombre y vendrás en la gloria a juzgar el mundo al final de los tiempos.

Tú, Cristo, fin de la historia humana, eres el centro de las expectativas de todo ser humano.

A ti te pertenecen los años y los siglos. Tuyo es el tiempo, oh Cristo, que eres el mismo ayer, hoy y siempre. Amén.







                                                              Giubileo 2000






APERTURA DE LA PUERTA SANTA

DE LA BASÍLICA DE SANTA MARÍA LA MAYOR


Sábado, 1 de enero de 2000



Solemnidad de Santa María, Madre de Dios


XXXIII Jornada Mundial de la Paz


1261 1. "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4,4).

Ayer por la tarde meditamos en el significado de estas palabras de san Pablo, tomadas de la carta a los Gálatas, y nos preguntamos en qué consiste la "plenitud de los tiempos", de la que habla el Apóstol, con respecto a los procesos que marcan el camino del hombre a lo largo de la historia. El momento que estamos viviendo es muy denso de significado: a medianoche el año 1999 pasó a la historia, cedió el lugar a un nuevo año. Desde hace pocas horas nos encontramos en el año 2000.

¿Qué significa esto para nosotros? Se comienza a escribir otra página de la historia. Ayer por la tarde dirigimos nuestra mirada al pasado, para ver cómo era el mundo cuando inició el segundo milenio. Hoy, al comenzar el año 2000, no podemos menos de preguntarnos sobre el futuro: ¿qué dirección tomará la gran familia humana en esta nueva etapa de su historia?

2. Teniendo en cuenta un nuevo año que comienza, la liturgia de hoy expresa a todos los hombres de buena voluntad sus mejores deseos con las siguientes palabras: "El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz" (NM 6,26).

El Señor te conceda la paz. Éste es el deseo que la Iglesia expresa a la humanidad entera el primer día del nuevo año, día dedicado a la celebración de la Jornada mundial de la paz. En el Mensaje para esta jornada recordé algunas condiciones y urgencias para consolidar el camino de la paz en el plano internacional. Desgraciadamente, se trata de un camino siempre amenazado, como nos recuerdan los hechos dolorosos que ensombrecieron muchas veces la historia del siglo XX. Por eso, hoy más que nunca, debemos desearnos la paz en nombre de Dios: ¡el Señor te conceda la paz!

Pienso, en este momento, en el encuentro de oración por la paz, celebrado en octubre de 1986, que reunió en Asís a los representantes de las principales religiones del mundo. Estábamos aún en el período de la así llamada "guerra fría": todos juntos rezamos para conjurar la grave amenaza de un conflicto que se cernía sobre la humanidad. En cierto sentido, expresamos la oración de todos y Dios acogió la súplica que se elevaba de sus hijos. Aunque hemos debido constatar el estallido de peligrosos conflictos locales y regionales, al menos se evitó el gran conflicto mundial que se vislumbraba en el horizonte. Por eso, con mayor conciencia, al cruzar el umbral del nuevo siglo, nos intercambiamos este deseo de paz: "El Señor te muestre su rostro".
¡Año 2000, que sales a nuestro encuentro, Cristo te conceda la paz!

3. "La plenitud de los tiempos". San Pablo afirma que esta "plenitud" se realizó cuando Dios "envió a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4,4). Ocho días después de Navidad, hoy, primer día del año nuevo, hacemos memoria en especial de la "Mujer" de la que habla el Apóstol, la Madre de Dios. Al dar a luz al Hijo eterno del Padre, María contribuyó a la llegada de la plenitud de los tiempos; contribuyó de manera singular a hacer que el tiempo humano alcanzara la medida de su plenitud en la encarnación del Verbo.

En este día tan significativo, he tenido la alegría de abrir la Puerta santa de esta venerable basílica liberiana, la primera en Occidente dedicada a la Virgen Madre de Cristo. Una semana después del solemne rito que tuvo lugar en la basílica de San Pedro, hoy es como si las comunidades eclesiales de todas las naciones y de todos los continentes se congregaran idealmente aquí, bajo la mirada de la Madre, para cruzar el umbral de la Puerta santa que es Cristo.

En efecto, a ella, Madre de Cristo y de la Iglesia, queremos encomendarle el Año santo recién iniciado, para que proteja e impulse el camino de cuantos se convierten en peregrinos en este tiempo de gracia y misericordia (cf. Incarnationis mysterium, 14).

4. La liturgia de esta solemnidad tiene un carácter profundamente mariano, aunque en los textos bíblicos se manifieste de modo bastante sobrio. El pasaje del evangelista san Lucas resume cuanto hemos escuchado en la noche de Navidad. En él se narra que los pastores fueron a Belén y encontraron a María y a José, y al Niño en el pesebre. Después de haberlo visto, contaron lo que les habían dicho acerca de él. Y todos se maravillaron del relato de los pastores. "María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón" (Lc 2,19).

1262 Vale la pena meditar en esta frase, que expresa un aspecto admirable de la maternidad de María. En cierto sentido, todo el año litúrgico se desarrolla siguiendo las huellas de esta maternidad, comenzando por la fiesta de la Anunciación, el 25 de marzo, exactamente nueve meses antes de Navidad. El día de la Anunciación, María oyó las palabras del ángel: "Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. (...) El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios" (Lc 1,31-33 Lc 1,35). Y ella respondió: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38).

María concibió por obra del Espíritu Santo. Como toda madre, llevó en su seno a ese Hijo, de quien sólo ella sabía que era el Hijo unigénito de Dios. Lo dio a luz en la noche de Belén. Así, comenzó la vida terrena del Hijo de Dios y su misión de salvación en la historia del mundo.

5. "María (...) guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón".
¿Qué tiene de sorprendente que la Madre de Dios recordara todo eso de modo singular, más aún, de modo único? Toda madre tiene la misma conciencia del comienzo de una nueva vida en ella. La historia de cada hombre está escrita, ante todo, en el corazón de la propia madre. No debe sorprendernos que haya sucedido lo mismo en la vida terrena del Hijo de Dios.

"María (...) guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón".
Hoy, primer día del año nuevo, en el umbral de un nuevo año, de este nuevo milenio, la Iglesia recuerda esa experiencia interior de la Madre de Dios. Lo hace no sólo volviendo a reflexionar en los acontecimientos de Belén, Nazaret y Jerusalén, es decir, en las diversas etapas de la existencia terrena del Redentor, sino también considerando todo lo que su vida, su muerte y su resurrección han suscitado en la historia del hombre.

María estuvo presente con los Apóstoles el día de Pentecostés; participó directamente en el nacimiento de la Iglesia. Desde entonces, su maternidad acompaña la historia de la humanidad redimida, el camino de la gran familia humana, destinataria de la obra de la redención.

Oh María, al comienzo del año 2000, mientras avanzamos en el tiempo jubilar, confiamos en tu "recuerdo" materno. Nos ponemos en este singular camino de la historia de la salvación, que se mantiene vivo en tu corazón de Madre de Dios. Te encomendamos a ti los días del año nuevo, el futuro de la Iglesia, el futuro de la humanidad y el futuro del universo entero.

María, Madre de Dios, Reina de la paz, vela por nosotros.
María, Salud del pueblo romano, ruega por nosotros. Amén.








MISA DE ORDENACIÓN EPISCOPAL DE DOCE PRESBÍTEROS


EN LA SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA


6 de enero de 2000



1263 1. "¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!" (Is 60,1).

El profeta Isaías dirige su mirada al futuro. Pero el futuro que contempla no es un futuro profano. Iluminado por el Espíritu, se remonta a la plenitud de los tiempos, al cumplimiento del designio de Dios en el tiempo mesiánico.

El oráculo que pronuncia el profeta se refiere a la ciudad santa, que ve resplandecer de luz: "Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti" (Is 60,2). Precisamente eso es lo que sucedió con la encarnación del Verbo de Dios. Con él vino al mundo "la luz verdadera que ilumina a todo hombre" (Jn 1,9). Ahora, el destino de cada uno se decide según la aceptación o el rechazo de esta luz; en efecto, en ella reside la vida de los hombres (cf. Jn Jn 1,4).

2. La luz que apareció en la Navidad aumenta hoy su resplandor: es la luz de la epifanía de Dios. Ya no son sólo los pastores de Belén quienes la ven y la siguen; también los reyes Magos, procedentes de Oriente, llegan a Jerusalén para adorar al Rey que ha nacido (cf. Mt Mt 2,1-2). Con los Magos están las naciones, que comienzan su camino hacia la Luz divina.

Hoy la Iglesia celebra esta Epifanía salvífica, escuchando la descripción que de ella se hace en el evangelio de san Mateo. La célebre narración de los Magos que llegaron de Oriente en búsqueda del Mesías que debía nacer, desde siempre ha inspirado también la piedad popular, convirtiéndose en un elemento tradicional del belén.

La Epifanía es un acontecimiento y, al mismo tiempo, un símbolo.El evangelista describe el acontecimiento de modo detallado. El significado simbólico, en cambio, se ha ido descubriendo gradualmente, a medida que el acontecimiento se convertía en objeto de meditación y de celebración litúrgica por parte de la Iglesia.

3. Después de dos mil años, dondequiera que se celebra la Epifanía, la comunidad eclesial toma de esta valiosa tradición litúrgica y espiritual elementos siempre nuevos de reflexión.
Aquí, en Roma, según una tradición a la que he querido permanecer fiel ya desde el comienzo de mi pontificado, celebramos este misterio consagrando algunos nuevos obispos. Se trata de una tradición que posee una intrínseca elocuencia teológica y pastoral, y con alegría la introducimos hoy en el tercer milenio.

Amadísimos hermanos que dentro de poco seréis consagrados, procedéis de diversas naciones y representáis la universalidad de la Iglesia que adora al Verbo encarnado por nuestra salvación. Así, se cumplen las palabras del Salmo responsorial: "Se postrarán ante ti, Señor, todos los reyes de la tierra".

Nuestra asamblea litúrgica expresa de modo singular esta índole católica de la Iglesia, también gracias a vosotros, queridos obispos elegidos. En efecto, en torno a vosotros se reúnen idealmente los fieles de las diferentes partes del mundo, a los que sois enviados como sucesores de los Apóstoles.

4. Algunos de vosotros cumplirán su misión como nuncios apostólicos: tú, monseñor Józef Wesolowski, en Bolivia; tú, monseñor Giacomo Guido Ottonello, en Panamá; tú, monseñor George Panikulam, en Honduras; y tú, monseñor Alberto Bottari de Castello, en Gambia, Guinea, Liberia y Sierra Leona. Seréis los representantes pontificios en esos países, al servicio de las Iglesias particulares y del auténtico progreso humano de sus respectivos pueblos.

1264 Tú, monseñor Ivo Baldi, guiarás la diócesis de Huaraz, en Perú; tú, monseñor Gabriel Mbilingi, has sido elegido como obispo coadjutor de Lwena, en Angola; y tú, monseñor David Laurin Ricken, como obispo coadjutor de Cheyenne, en Estados Unidos de América.

La ordenación episcopal te confirma y fortalece a ti, monseñor Anton Cosa, en el servicio de administrador apostólico de Moldavia, y a ti, mons. Giuseppe Pasotto, como administrador apostólico del Cáucaso.

Tú, monseñor Andras Veres, serás obispo auxiliar del arzobispo de Eger, en Hungría; y tú, monseñor Péter Erdo, auxiliar del pastor de Székesfehérvár.

En cuanto a ti, monseñor Franco Croci, proseguirás tu tarea de secretario de la Prefectura para los Asuntos económicos de la Santa Sede.

Recordad constantemente la gracia de este día de Epifanía. La luz de Cristo brille siempre en vuestro corazón y en vuestro ministerio pastoral.

5. La liturgia de hoy nos exhorta a la alegría por un motivo: la luz, que brilló con la estrella de Navidad para guiar a los Magos de Oriente hasta Belén, sigue orientando por el mismo camino a los pueblos y a las naciones del mundo entero.

Demos gracias por los hombres y las mujeres que han recorrido ese camino de fe durante los pasados dos mil años. Alabemos a Cristo, Lumen gentium, que los guió y sigue guiando a los pueblos por el camino de la historia.

A él, Señor del tiempo, Dios de Dios y Luz de Luz, elevemos con confianza nuestra súplica. Que su estrella, la estrella de la Epifanía, no deje de brillar en nuestro corazón, señalando en el tercer milenio a los hombres y a los pueblos el camino de la verdad, del amor y de la paz. Amén.



SANTA MISA Y ADMINISTRACIÓN DEL SACRAMENTO DEL BAUTISMO



HOMILÍA


DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


Domingo 9 de enero de 2000




1. "Tú eres mi Hijo predilecto, en quien tengo mis complacencias" (Mc 1,11).

Estas palabras, tomadas del evangelista san Marcos, nos llevan directamente al corazón de esta fiesta del Bautismo del Señor, con la que concluye el tiempo de Navidad. Hoy conmemoramos la manifestación del misterio del amor trinitario, que tuvo lugar precisamente al inicio de la actividad pública del Mesías.

1265 En Belén, la noche santa, Jesús nació entre nosotros en la pobreza de una cueva; el día de la Epifanía, los Magos lo reconocieron como el Mesías esperado de los pueblos; hoy toda nuestra atención se centra en su persona y en su misión. El Padre le habla directamente: "Tú eres mi Hijo predilecto", mientras los cielos se abren y el Espíritu Santo baja sobre él en forma de paloma (cf. Mc Mc 1,10-11). Por tanto, la escena a orillas del Jordán presenta la solemne proclamación de Jesús como Hijo de Dios. Así, comienza públicamente su misión salvífica.

2. El Señor recibe el bautismo en el marco de la predicación penitencial de san Juan Bautista. El gesto ritual de sumergirse en el agua, propuesto por el Precursor, era un signo exterior de arrepentimiento de los pecados cometidos y de deseo de una renovación espiritual.
Todo eso remite al sacramento cristiano del bautismo, que dentro de poco tendré la alegría de administrar a estos niños, y que nosotros hemos recibido hace ya mucho tiempo. El bautismo nos ha injertado en la vida misma de Dios, convirtiéndonos en sus hijos adoptivos, en su unigénito "Hijo predilecto".

¡Cómo no dar gracias al Señor, que hoy llama a estos dieciocho niños a convertirse en hijos suyos en Cristo! Los encomendamos en nuestra oración y les brindamos nuestro afecto. Proceden de Italia, Brasil, España, Estados Unidos y Suiza. Con gran alegría los acogemos en la comunidad cristiana, que a partir de hoy es realmente su familia. Deseo, asimismo, dirigir mi más cordial saludo a sus padres, a sus padrinos y madrinas, que presentan a estos niños ante el altar. Demos gracias al Señor por el don de su vida y, más aún, por el de su nuevo nacimiento espiritual.

3. Es muy sugestivo administrar el sacramento del bautismo en esta capilla Sixtina, en la que estupendas obras maestras de arte nos recuerdan los prodigios de la historia de la salvación, desde los orígenes del hombre hasta el juicio universal. Y más significativo aún es contemplar estos signos de la acción de Dios en nuestra vida durante el Año jubilar, centrado totalmente en el misterio de Cristo, que nació, murió y resucitó por nosotros.

Deseo a estos niños que crezcan en la fe que hoy reciben, de modo que pronto puedan participar activamente en la vida de la Iglesia.

A vosotros, queridos padres, que vivís este importante momento con intensa emoción, os pido que renovéis los compromisos de vuestra vocación bautismal. De este modo, estaréis más preparados para realizar la tarea de primeros educadores de vuestros hijos en la fe. Estos niños deberán encontrar en vosotros, así como en sus padrinos y madrinas, un apoyo y una guía en su camino de fidelidad a Cristo y al Evangelio. Sed para ellos ejemplos de fe sólida, de profunda oración y de compromiso activo en la vida eclesial.

María, Madre de Dios y de la Iglesia, acompañe los primeros pasos de los recién bautizados. Los proteja siempre, al igual que a sus padres, a sus padrinos y madrinas. Ayude a cada uno a crecer en el amor a Dios y en la alegría de servir al Evangelio, para dar así pleno sentido a su vida





APERTURA DE LA PUERTA SANTA


DE LA BASÍLICA DE SAN PABLO EXTRAMUROS



Martes 18 de enero





Queridos hermanos y hermanas:

1. Las palabras de san Pablo a la comunidad de Corinto: "En un solo Espíritu hemos sido bautizados todos, para no formar más que un cuerpo" (1Co 12,13), parecen servir de contrapunto a la oración de Cristo: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros" (Jn 17,21).

1266 ¡La oración de Cristo por la unidad! Es la oración que él elevó al Padre en la inminencia de su pasión y su muerte. A pesar de nuestras resistencias, esa oración sigue dando fruto, si bien de modo misterioso. ¿No brota de ella la gracia del "movimiento ecuménico"? Como afirma el concilio Vaticano II, "el Señor de los tiempos (...) últimamente ha comenzado a infundir con mayor abundancia en los cristianos separados entre sí el arrepentimiento y el deseo de la unión", de forma que "ha surgido, con ayuda de la gracia del Espíritu Santo, un movimiento cada día más amplio para restaurar la unidad de todos los cristianos" (Unitatis redintegratio UR 1). Nosotros hemos sido y somos testigos de ello. Todos nos hemos enriquecido con la gracia del Espíritu Santo, que guía nuestros pasos hacia la unidad y la comunión plena y visible.

La Semana de oración por la unidad de los cristianos se inaugura hoy en Roma con la celebración para la que estamos ahora reunidos. He querido que con ella coincidiera la apertura de la Puerta santa en esta basílica dedicada al Apóstol de las gentes, a fin de subrayar la dimensión ecuménica que debe caracterizar el Año jubilar 2000. Al inicio de un nuevo milenio cristiano, en este año de gracia que nos invita a convertirnos más radicalmente al Evangelio, debemos dirigirnos con una súplica más apremiante al Espíritu, implorando la gracia de nuestra unidad.
"En un solo Espíritu hemos sido bautizados todos, para no formar más que un cuerpo": nosotros, representantes de pueblos y naciones diversos, de varias Iglesias y comunidades eclesiales, reunidos en la basílica que lleva el nombre de san Pablo, nos sentimos directamente interpelados por esas palabras del Apóstol de las gentes. Sabemos que somos hermanos aún divididos, pero ya estamos encaminados con firme convicción por la senda que lleva a la plena unidad del Cuerpo de Cristo.

2. Queridos hermanos y hermanas, ¡sed todos bienvenidos! A cada uno de vosotros doy mi abrazo de paz en el Señor, que nos ha reunido, a la vez que os agradezco cordialmente vuestra presencia, que tanto aprecio. En cada uno de vosotros quiero saludar, con el "beso santo" (Rm 16,16), a todos los miembros de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales, que dignamente representáis.

¡Bienvenidos a este encuentro, que marca un paso adelante hacia la unidad en el Espíritu, en el que "hemos sido bautizados"! El bautismo que hemos recibido es único. Crea un vínculo sacramental de unidad entre todos los que por él han sido regenerados. Esta agua purificadora, "agua de vida", nos permite pasar a través de la única "puerta" que es Cristo: "Yo soy la puerta: si uno entra por mí, se salvará" (Jn 10,9). Cristo es la puerta de nuestra salvación, que lleva a la reconciliación, a la paz y a la unidad. Él es "la luz del mundo" (Jn 8,12) y nosotros, conformándonos plenamente a él, estamos llamados a llevar esta luz al nuevo siglo y al nuevo milenio

El humilde símbolo de una puerta que se abre entraña una extraordinaria riqueza de significado: proclama a todos que Jesucristo es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Lo es para todo ser humano. Este anuncio llegará con tanta mayor fuerza cuanto más unidos estemos, haciendo que nos reconozcan como discípulos de Cristo al ver que nos amamos los unos a los otros como él nos ha amado (cf. Jn Jn 13,35 Jn 15,12). Muy oportunamente el concilio Vaticano II recordó que la división contradice abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el anuncio del Evangelio a toda criatura (cf. Unitatis redintegratio UR 1).

3. La unidad que quiere Jesús para sus discípulos es participación en la unidad que él tiene con el Padre y que el Padre tiene con él: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti -dijo en la Última Cena-, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21). Por consiguiente, la Iglesia, "pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (san Cipriano, De Dom. orat., 23), no puede por menos de mirar constantemente al supremo modelo y principio de la unidad que resplandece en el misterio trinitario.

El Padre y el Hijo, con el Espíritu Santo, son uno en distintas personas. La fe nos enseña que, por obra del Espíritu, el Hijo se encarnó en el seno de la Virgen María y se hizo hombre (Credo). A las puertas de Damasco, san Pablo experimentó de modo singularísimo, por la fuerza del Espíritu, a Cristo encarnado, crucificado y resucitado, y se convirtió en apóstol de Aquel "que se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres" (Ph 2,7).
Cuando escribe: "En un solo Espíritu hemos sido bautizados todos, para no formar más que un cuerpo" (1Co 12,13), desea expresar su fe en la encarnación del Hijo de Dios y revelar la peculiar analogía del cuerpo de Cristo: la analogía entre el cuerpo del Dios-hombre, un cuerpo físico, que se hizo sujeto de nuestra redención, y su cuerpo místico y social, que es la Iglesia. Cristo vive en ella, haciéndose presente, mediante el Espíritu Santo, en todos los que formamos en él un solo cuerpo.

4. ¿Puede un cuerpo estar dividido? ¿Puede la Iglesia, cuerpo de Cristo, estar dividida? Ya desde los primeros concilios, los cristianos han profesado juntos: "creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica". Saben, con san Pablo, que hay un solo cuerpo, un solo Espíritu, como es una la esperanza a que han sido llamados: "Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está presente en todos" (Ep 4,4-6).

Con respecto a este misterio de unidad, que es don de lo alto, las divisiones presentan un carácter histórico que atestigua las debilidades humanas de los cristianos. El concilio Vaticano II reconoció que surgieron "a veces no sin culpa de los hombres por ambas partes" (Unitatis redintegratio UR 3). En este año de gracia cada uno de nosotros debe tomar mayor conciencia de la propia responsabilidad en las rupturas que marcan la historia del Cuerpo místico de Cristo. Esa conciencia es indispensable para progresar hacia la meta que el Concilio calificó como unitatis redintegratio, la reconstrucción de nuestra unidad.

1267 Pero el restablecimiento de la unidad no es posible sin una conversión interior, porque el deseo de la unidad nace y madura de la renovación de la mente, del amor a la verdad, de la abnegación de sí mismos y de la libre efusión de la caridad. La conversión de corazón y la santidad de vida, la oración personal y comunitaria por la unidad, son el núcleo que constituye la fuerza y esencia del movimiento ecuménico.

La aspiración a la unidad va acompañada de una profunda capacidad de "sacrificio" de lo que es personal, para disponer el alma a una fidelidad cada vez mayor al Evangelio. Prepararnos al sacrificio de la unidad significa cambiar nuestra mirada, dilatar nuestro horizonte, saber reconocer la acción del Espíritu, que actúa en nuestros hermanos, descubrir nuevos rostros de santidad, abrirnos a aspectos inéditos del compromiso cristiano.

Si, sostenidos por la oración, renovamos nuestra mente y nuestro corazón, el diálogo que mantenemos actualmente acabará por superar los límites de un intercambio de ideas y se transformará en intercambio de dones, se hará diálogo de la caridad y de la verdad, impulsándonos y estimulándonos a proseguir hasta poder ofrecer a Dios "el sacrificio mayor", es decir, el de nuestra paz y de nuestra concordia fraterna (cf. san Cipriano, De Dom. orat.,23).

5. En esta basílica, construida en honor de san Pablo, recordando las palabras con que el Apóstol ha interpelado hoy nuestra fe y nuestra esperanza -"En un solo Espíritu hemos sido bautizados todos, para no formar más que un cuerpo" (
1Co 12,13)-, pedimos perdón a Cristo por todo lo que en la historia de la Iglesia ha perjudicado a su plan de unidad. Le pedimos con confianza a él, puerta de la vida, puerta de la salvación, puerta de la paz, que sostenga nuestros pasos, que haga duraderos los progresos ya logrados y que nos conceda el apoyo de su Espíritu, para que nuestro compromiso sea cada vez más auténtico y eficaz.

Queridos hermanos y hermanas, en este momento solemne expreso el deseo de que el año de gracia 2000 sea para todos los discípulos de Cristo ocasión para dar nuevo impulso al compromiso ecuménico, acogiéndolo como un imperativo de la conciencia cristiana. De él depende en gran parte el futuro de la evangelización, la proclamación del Evangelio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Desde esta basílica, en la que nos hallamos reunidos con el alma llena de esperanza, dirijo la mirada hacia el nuevo milenio. Del corazón me brota el deseo, que se hace súplica apremiante ante el trono del Eterno, de que en un futuro no muy lejano los cristianos, reconciliados finalmente, vuelvan a caminar juntos como un solo pueblo, cumpliendo el designio del Padre, un pueblo capaz de repetir, a una sola voz, con la alegría de una fraternidad renovada: "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo" (Ep 1,3).

El Señor Jesús escuche nuestros deseos y nuestra ardiente súplica. Amén.

"Unidad, unidad", este grito que escuché en Bucarest, durante mi visita a Rumanía, vuelve ahora a mi memoria. "Unidad, unidad", gritaba el pueblo reunido durante la celebración eucarística: todos los cristianos -católicos, ortodoxos y protestantes evangélicos- gritaban "unidad, unidad". Gracias por esta exclamación consoladora de nuestros hermanos y hermanas. Ojalá nosotros podamos salir de esta basílica exclamando también como ellos: "Unidad, unidad". Gracias.





B. Juan Pablo II Homilías 1257