B. Juan Pablo II Homilías 1267




JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA


Miércoles 2 de febrero de 2000



Amadísimos hermanos y hermanas:

1. "Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo estaba en él. (...) Había también una profetisa, Ana" (Lc 2,25 Lc 2,36).

1268 Estas dos personas, Simeón y Ana, acompañan la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén. El evangelista subraya que cada uno de ellos, a su modo, se anticipa al acontecimiento. En ambos se manifiesta la espera de la venida del Mesías. Ambos expresan de algún modo el misterio del templo de Jerusalén. Por eso, ambos se hallan presentes en el templo, de una forma que se podría definir providencial, cuando María y José llevan a Jesús, cuarenta días después de su nacimiento, para presentarlo al Señor.

Simeón y Ana representan la espera de todo Israel. Se les concede la gracia de encontrarse con Aquel a quien los profetas habían anunciado desde hacía siglos. Los dos ancianos, iluminados por el Espíritu Santo, reconocen al Mesías esperado en el niño que María y José, para cumplir lo que prescribía la ley del Señor, llevaron al templo.

Las palabras de Simeón tienen un acento profético: el anciano mira al pasado y anuncia el futuro. Dice: "Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel" (
Lc 2,29-32). Simeón expresa el cumplimiento de la espera, que constituía la razón de su vida. Lo mismo sucede con la profetisa Ana, que se llena de gozo a la vista del Niño y habla de él "a todos los que esperaban la redención de Jerusalén" (Lc 2,38).

2. Cada año con ocasión de esta fiesta litúrgica se reúnen junto a la tumba de san Pedro numerosas personas consagradas. Hoy constituyen una multitud, porque se hallan congregadas personas consagradas procedentes de todo el mundo. Amadísimos hermanos y hermanas, celebráis hoy vuestro jubileo, el jubileo de la vida consagrada. Os acojo con el abrazo evangélico de la paz.
Saludo a los superiores y superioras de las diversas congregaciones e institutos, y os saludo a todos vosotros, amados hermanos y hermanas, que habéis querido vivir la experiencia jubilar cruzando el umbral de la Puerta santa de la patriarcal basílica vaticana. En vosotros mi pensamiento se dirige a todos vuestros hermanos y hermanas esparcidos por el mundo: también a ellos los saludo con afecto.

Reunidos junto a la tumba del Príncipe de los Apóstoles durante este Año jubilar, queréis expresar con particular relieve el vínculo profundo que une la vida consagrada al Sucesor de Pedro. Estáis aquí para depositar sobre el altar del Señor las esperanzas y los problemas de vuestros respectivos institutos. Con el espíritu del jubileo, dais gracias a Dios por el bien realizado y, al mismo tiempo, pedís perdón por las posibles faltas que han marcado la vida de vuestras familias religiosas. Os preguntáis, al inicio de un nuevo milenio, cuáles son las formas más eficaces de contribuir, respetando el carisma originario, a la nueva evangelización, llegando a las numerosas personas que aún desconocen a Cristo. Desde esta perspectiva, se eleva ferviente vuestra invocación al Dueño de la mies, para que suscite en el corazón de muchos jóvenes, chicos y chicas, el deseo de entregarse totalmente a la causa de Cristo y del Evangelio.

Me uno con gusto a vuestra oración. He peregrinado por todo el mundo; por eso, he podido darme cuenta del valor de vuestra presencia profética para todo el pueblo cristiano. Los hombres y las mujeres de esta generación tienen gran necesidad de encontrarse con el Señor y de acoger su liberador mensaje de salvación. Y, de buen grado, quiero rendir homenaje, también en esta circunstancia, al ejemplo de entrega evangélica generosa de innumerables hermanos y hermanas vuestros, que a menudo trabajan en situaciones muy difíciles. Se entregan sin reservas, en nombre de Cristo, al servicio de los pobres, de los marginados y de los últimos.

No pocos de ellos han pagado, incluso en estos últimos años, con el testimonio supremo de la sangre su opción de fidelidad a Cristo y al hombre, sin ceder a componendas. Brindémosles el tributo de nuestra admiración y de nuestra gratitud.

3. La presentación de Jesús en el templo ilumina de forma particular vuestra opción, queridos hermanos y hermanas. ¿No vivís también vosotros el misterio de la espera de la venida de Cristo, manifestada y casi personificada por Simeón y Ana? Vuestros votos, ¿no expresan, con especial intensidad, esa espera del encuentro con el Mesías que los dos ancianos israelitas llevaban en su corazón? Ellos, figuras del Antiguo Testamento situadas en el umbral del Nuevo, manifiestan una actitud interior que no ha prescrito. Vosotros la habéis hecho vuestra, al estar proyectados hacia la espera de la vuelta del Esposo.

El testimonio escatológico pertenece a la esencia de vuestra vocación. Los votos de pobreza, obediencia y castidad por el reino de Dios constituyen un mensaje que comunicáis al mundo sobre el destino definitivo del hombre. Es un mensaje valioso: "Quien espera vigilante el cumplimiento de las promesas de Cristo es capaz de infundir también esperanza entre sus hermanos y hermanas, con frecuencia desconfiados y pesimistas respecto al futuro" (Vita consecrata VC 27).

4. "El Espíritu Santo estaba en él" (Lc 2,25). Lo que dice el evangelista de Simeón se puede aplicar perfectamente también a vosotros, a quienes el Espíritu lleva hacia una experiencia especial de Cristo. Con la fuerza renovadora de su amor, quiere transformaros en testigos eficaces de conversión, penitencia y vida nueva.

1269 Tener el corazón, los afectos, los intereses y los sentimientos polarizados en Jesús constituye el aspecto más grande del don que el Espíritu realiza en vosotros. Os conforma a él, casto, pobre y obediente. Y los consejos evangélicos, lejos de ser una renuncia que empobrece, representan una opción que libera a la persona para que desarrolle con más plenitud todas sus potencialidades.

El evangelista dice de la profetisa Ana que "no se apartaba nunca del templo" (
Lc 2,37). La primera vocación de quien opta por seguir a Jesús con corazón indiviso consiste en "estar con él" (Mc 3,14), vivir en comunión con él, escuchando su palabra en la alabanza constante de Dios (cf. Lc Lc 2,38). En este momento, pienso en la oración, especialmente la litúrgica, que se eleva desde tantos monasterios y comunidades de vida consagrada esparcidos por toda la tierra. Queridos hermanos y hermanas, haced que resuene en la Iglesia vuestra alabanza con humildad y constancia; así, el canto de vuestra vida tendrá un eco profundo en el corazón del mundo.

5. La gozosa experiencia del encuentro con Jesús, el júbilo y la alabanza que brotan del corazón no pueden quedar escondidos. El servicio que prestan al Evangelio los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, con la variedad de formas que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia, nace siempre de una experiencia de amor y de un encuentro vivo con Cristo.Nace de compartir su esfuerzo y su incesante ofrenda al Padre.

Vosotros, los consagrados y consagradas, invitados a dejarlo todo por seguir a Cristo, renunciáis a definir vuestra existencia a partir de la familia, la profesión o los intereses terrenos, y elegís al Señor como único criterio de identificación. Así adquirís una nueva identidad familiar. Para vosotros valen de modo particular las palabras del Maestro divino: "Este es mi hermano, mi hermana y mi madre" (cf. Mc Mc 3,35). Como sabéis bien, la invitación a la renuncia no es para quedaros "sin familia", sino para convertiros en los primeros y cualificados miembros de la "nueva familia", testimonio y profecía para todos los que Dios quiere llamar e introducir en su casa.

6. Amados hermanos y hermanas, en todo momento de vuestra vida os acompañe, como ejemplo y apoyo, la Virgen María. Simeón le reveló el misterio de su Hijo y de la espada que "traspasaría su alma" (cf. Lc Lc 2,35). A ella le encomiendo hoy a todos los presentes aquí y a todas las personas de vida consagrada que celebran su jubileo:

Virgen María, Madre de Cristo
y de la Iglesia,
dirige tu mirada
a los hombres y mujeres
que tu Hijo ha llamado
a seguirlo
1270 en la total consagración
a su amor:
que se dejen guiar siempre
por el Espíritu;
que sean incansables
en su entrega
y en su servicio al Señor,
para que sean testigos fieles
de la alegría
que brota del Evangelio
y heraldos de la Verdad
que guía al hombre
a los manantiales
1271 de la Vida inmortal.
Amén.

Saludos a los peregrinos
(En francés)
Saludo a las personas consagradas presentes en esta jornada jubilar. Dirijo mi saludo cordial también a los peregrinos de lengua francesa. Que todos den gracias por el don de la vida consagrada. Os bendigo a todos.

(En inglés)
Saludo cordialmente a los consagrados y consagradas, así como a los peregrinos y visitantes de países de lengua inglesa. Invoco las bendiciones y la gracia de Dios todopoderoso sobre vosotros, para que crezcáis en amistad con Dios, el único que puede satisfacer las más profundas aspiraciones del corazón humano.

(En alemán)
Saludo cordialmente a los consagrados y consagradas de países de lengua alemana, que habéis venido a Roma para celebrar el jubileo y renovar vuestros votos. Que este encuentro sea para vuestra vida fuente de alegría interior y entusiasmo, de acuerdo con los consejos evangélicos.

(En español)
Saludo cordialmente a las personas consagradas, así como a los peregrinos de lengua española que han participado en esta celebración. Que con la gracia del jubileo anunciéis a Cristo, mediante el testimonio de vida y el ardor apostólico.

(En polaco)
1272 Saludo cordialmente a todas las órdenes, congregaciones, sociedades de vida apostólica e institutos, cuyos miembros han querido estar presentes en Roma para el jubileo de la vida consagrada. Doy gracias a Dios juntamente con todos vosotros por el don de la vocación a la vida consagrada, que da abundantes frutos de santidad y celo apostólico en nuestra patria, al igual que en todas las partes del mundo. Saludo también a todos los peregrinos que se encuentran en la ciudad eterna.








JUBILEO DE LOS ENFERMOS Y DE LOS AGENTES SANITARIOS


Viernes 11 de febrero de 2000

1. "Nos visitará el sol que nace de lo alto" (Lc 1,78). Con estas palabras, Zacarías anunciaba la ya próxima venida del Mesías al mundo.

En la página evangélica que acabamos de proclamar, hemos revivido el episodio de la Visitación: la visitación de María a su prima Isabel, la visitación de Jesús a Juan, la visitación de Dios al hombre.

Amadísimos hermanos y hermanas enfermos, que habéis venido hoy a esta plaza para celebrar vuestro jubileo, también el acontecimiento que estamos viviendo es expresión de una peculiar visitación de Dios. Con esta certeza, os acojo y os saludo cordialmente. Estáis en el corazón del Sucesor de Pedro, que comparte todas vuestras preocupaciones y angustias: ¡sed bienvenidos! Con íntima emoción celebro hoy el gran jubileo del año 2000 junto con vosotros, y con los agentes sanitarios, los familiares y los voluntarios que os acompañan con diligente abnegación.

Saludo al arzobispo monseñor Javier Lozano Barragán, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de los agentes sanitarios, y a sus colaboradores, que se han ocupado de la organización de este encuentro jubilar. Saludo a los señores cardenales y obispos presentes, así como a los prelados y sacerdotes que han acompañado a grupos de enfermos en esta celebración. Saludo a la ministra de Salud pública del Gobierno italiano y a las demás autoridades que han participado. Por último, saludo y doy las gracias a los numerosísimos profesionales y voluntarios que han estado dispuestos a ponerse al servicio de los enfermos durante estos días.

2. "Nos visitará el sol que nace de lo alto". ¡Sí, Dios nos ha visitado hoy! Él está con nosotros en toda situación difícil. Pero el jubileo es experiencia de una visitación suya muy singular. Al hacerse hombre, el Hijo de Dios ha venido a visitar a cada una de las personas y se ha convertido para cada una de ellas en "la Puerta": Puerta de la vida, Puerta de la salvación. Si el hombre quiere encontrar la salvación, debe entrar a través de esta Puerta. Cada uno está invitado a cruzar este umbral.

Hoy estáis invitados a cruzarlo especialmente vosotros, queridos enfermos y personas que sufrís, que habéis acudido a la plaza de San Pedro desde Roma, desde Italia y desde el mundo entero. También estáis invitados vosotros que, comunicados por un puente televisivo especial, os unís a nosotros en la oración desde el santuario de Czestochowa (Polonia): os envío mi saludo cordial, que extiendo de buen grado a cuantos, mediante la televisión y la radio, siguen nuestra celebración en Italia y en el extranjero.

Amadísimos hermanos y hermanas, algunos de vosotros estáis inmovilizados desde hace años en un lecho de dolor: pido a Dios que este encuentro constituya para ellos un extraordinario alivio físico y espiritual. Deseo que esta conmovedora celebración ofrezca a todos, sanos y enfermos, la oportunidad de meditar en el valor salvífico del sufrimiento.

3. El dolor y la enfermedad forman parte del misterio del hombre en la tierra. Ciertamente, es justo luchar contra la enfermedad, porque la salud es un don de Dios. Pero es importante también saber leer el designio de Dios cuando el sufrimiento llama a nuestra puerta. La "clave" de dicha lectura es la cruz de Cristo. El Verbo encarnado acogió nuestra debilidad, asumiéndola sobre sí en el misterio de la cruz. Desde entonces, el sufrimiento tiene una posibilidad de sentido, que lo hace singularmente valioso. Desde hace dos mil años, desde el día de la pasión, la cruz brilla como suprema manifestación del amor que Dios siente por nosotros. Quien sabe acogerla en su vida, experimenta cómo el dolor, iluminado por la fe, se transforma en fuente de esperanza y salvación.

Ojalá que Cristo sea la Puerta para vosotros, queridos enfermos llamados en este momento a llevar una cruz más pesada. Que Cristo sea también la Puerta para vosotros, queridos acompañantes, que los cuidáis. Como el buen samaritano, todo creyente debe dar amor a quien sufre. No está permitido "pasar de largo" ante quien está probado por la enfermedad. Por el contrario, hay que detenerse, inclinarse sobre su enfermedad y compartirla generosamente, aliviando su peso y sus dificultades.

1273 4. Santiago escribe: "¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados" (Jc 5,14-15). Dentro de poco reviviremos de modo singular esta exhortación del Apóstol, cuando algunos de vosotros, queridos enfermos, recibáis el sacramento de la unción de los enfermos. Él, devolviendo el vigor espiritual y físico, pone muy bien de relieve que Cristo es para la persona que sufre la Puerta que conduce a la vida.

Queridos enfermos, éste es el momento culminante de vuestro jubileo. Al cruzar el umbral de la Puerta santa, uníos a todos los que, en todas las partes del mundo, ya la han cruzado, y a cuantos la cruzarán durante el Año jubilar. Ojalá que pasar a través de la Puerta santa sea signo de vuestro ingreso espiritual en el misterio de Cristo, el Redentor crucificado y resucitado, que por amor "llevó nuestras dolencias y soportó nuestros dolores" (Is 53,4).

5. La Iglesia entra en el nuevo milenio estrechando en su corazón el evangelio del sufrimiento, que es anuncio de redención y salvación. Hermanos y hermanas enfermos, sois testigos singulares de este Evangelio. El tercer milenio espera este testimonio de los cristianos que sufren. Lo espera también de vosotros, agentes de la pastoral sanitaria, que con funciones diferentes cumplís junto a los enfermos una misión tan significativa y apreciada, apreciadísima.

Que se incline sobre cada uno de vosotros la Virgen Inmaculada, que nos visitó en Lourdes, como hoy recordamos con alegría y gratitud. En la gruta de Massabielle confió a santa Bernardita un mensaje que lleva al corazón del Evangelio: a la conversión y a la penitencia, a la oración y al abandono confiado en las manos de Dios.

Con María, la Virgen de la Visitación, elevamos también nosotros al Señor el "Magníficat", que es el canto de la esperanza de todos los pobres, los enfermos y los que sufren en el mundo, que exultan de alegría porque saben que Dios está junto a ellos como Salvador.

Así pues, con la Virgen santísima queremos proclamar: "Proclama mi alma la grandeza del Señor", y dirigir nuestros pasos hacia la verdadera Puerta jubilar: Jesucristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre.

Saludos

(En inglés)
Saludo cariñosamente a los peregrinos de lengua inglesa que toman parte en esta especial celebración jubilar para los enfermos y los agentes sanitarios. Encomendándoos a todos a la poderosa intercesión de la Bienaventurada Virgen María, auxilio de los cristianos y consuelo de los afligidos, invoco sobre vosotros fuerza y paz en su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.

(En francés)
Dirijo un saludo muy cordial a los enfermos y a quienes los acompañan. Habiendo venido para vivir juntos este jubileo, formáis una magnífica comunidad de fe y esperanza. Vuestro testimonio y vuestra oración son un tesoro precioso, y constituyen una misión esencial para la Iglesia y el mundo. En efecto, toda oración, incluso la más recóndita, contribuye a elevar el mundo a Dios. Servir a nuestros hermanos significa servir a Cristo. ¡Que la Virgen María os guíe cada día!

(En español)
1274 Me dirijo ahora a los peregrinos de lengua española participantes en esta celebración del jubileo de los enfermos. Que la gracia jubilar os ayude a ser testigos valientes de Jesucristo, ofreciendo con él vuestra vida, alegrías y tristezas, para la salvación de todos.

(En alemán)
Saludo con particular cordialidad a todos los peregrinos de lengua alemana que han venido a Roma para el jubileo de los enfermos. Expreso mi estima a quienes se dedican al cuidado y a la asistencia de los enfermos. Ojalá que la celebración de esta liturgia divina refuerce vuestra fe, mediante la cual renováis vuestra valentía de vivir.

(En portugués)
Dirijo un saludo amistoso y solidario a todos los enfermos de lengua portuguesa que participan física o espiritualmente en esta peregrinación jubilar: deseo aseguraros que encomiendo diariamente a Dios, Padre de toda consolación, vuestro calvario, para que vuestra fe y vuestra esperanza en el divino Crucificado no desfallezcan; él puede transformar en júbilo vuestra aflicción, y vuestros dolores en remedio de salvación para quienes amáis.

(En polaco)
Saludo a los peregrinos procedentes de Polonia, de modo particular a los enfermos y a los que sufren, así como a las personas que los asisten y a los sacerdotes. A través de vuestro sufrimiento, estáis particularmente unidos a Cristo. Él, que con su pasión y su muerte en la cruz ha redimido el mundo, sea siempre vuestra fuerza en el dolor.

Hermanos y hermanas que sufrís, tenemos una deuda con vosotros. ¡La Iglesia tiene una deuda con vosotros, y también el Papa! Rezad por nosotros.





EN EL JUBILEO DE LA CURIA ROMANA


martes 22 de febrero de 2000



1. "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16,18).

Hemos cruzado como peregrinos la Puerta santa de la basílica vaticana, y ahora la palabra de Dios atrae nuestra atención hacia lo que Cristo dijo a Pedro y de Pedro.

1275 Nos encontramos reunidos en torno al altar de la Confesión, situado sobre la tumba del Apóstol, y nuestra asamblea está formada por la especial comunidad de servicio que se llama la Curia romana. El ministerio petrino, es decir, el servicio propio del Obispo de Roma, con el que cada uno de vosotros está llamado a colaborar en su propio campo de trabajo, nos une en una sola familia e inspira nuestra oración en el momento solemne que la Curia romana vive hoy, fiesta de la Cátedra de San Pedro.

Todos nosotros, y en primer lugar yo mismo, nos sentimos profundamente afectados por las palabras del Evangelio que acabamos de proclamar: "Tú eres el Cristo... Tú eres Pedro" (
Mt 16,16 Mt 16,18). En esta basílica, junto a la memoria del martirio del Pescador de Galilea, esas palabras resuenan de nuevo con singular elocuencia, incrementada por el intenso clima espiritual del jubileo del bimilenario de la Encarnación.

2. "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16): esta es la confesión de fe del Príncipe de los Apóstoles. Y esta es también la confesión que renovamos nosotros hoy, venerados hermanos cardenales, obispos y sacerdotes, juntamente con todos vosotros, amadísimos religiosos, religiosas y laicos que prestáis vuestra apreciada colaboración en el ámbito de la Curia romana. Repetimos las luminosas palabras del Apóstol con particular emoción en este día, en el que celebramos nuestro jubileo especial.

Y la respuesta de Cristo resuena con fuerza en nuestra alma: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16,18). El evangelista san Juan atestigua que Jesús había puesto a Simón el nombre "Cefas" ya desde su primer encuentro, cuando lo había llevado a él su hermano Andrés (cf. Jn Jn 1,41-42). En cambio, el relato de san Mateo confiere a este acto de Cristo el mayor relieve, colocándolo en un momento central del ministerio mesiánico de Jesús, el cual explicita el significado del nombre "Pedro" refiriéndolo a la edificación de la Iglesia.

"Tú eres el Cristo": sobre esta profesión de fe de Pedro, y sobre la consiguiente declaración de Jesús: "Tú eres Pedro", se funda la Iglesia. Un fundamento invencible, que las fuerzas del mal no pueden destruir, pues lo protege la voluntad misma del "Padre que está en los cielos" (Mt 16,17). La Cátedra de Pedro, que hoy celebramos, no se apoya en seguridades humanas -"ni la carne ni la sangre"- sino en Cristo, piedra angular. Y también nosotros, como Simón, nos sentimos "bienaventurados", porque sabemos que nuestro único motivo de orgullo está en el plan eterno y providente de Dios.

3. "Yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él" (Ez 34,11). La primera lectura, tomada del célebre oráculo del profeta Ezequiel sobre los pastores de Israel, evoca con fuerza el carácter pastoral del ministerio petrino. Es el carácter que distingue, de reflejo, la naturaleza y el servicio de la Curia romana, cuya misión consiste precisamente en colaborar con el Sucesor de Pedro en el cumplimiento de la tarea que Cristo le encargó: apacentar su rebaño.

"Yo mismo apacentaré mis ovejas y las llevaré a reposar" (Ez 34,15). "Yo mismo": estas son las palabras más importantes, pues manifiestan la determinación con la que Dios quiere tomar la iniciativa, ocupándose él personalmente de su pueblo. Sabemos muy bien que la promesa -"Yo mismo"- se ha hecho realidad. Se cumplió en la plenitud de los tiempos, cuando Dios envió a su Hijo, el buen Pastor, a apacentar su rebaño "con el poder del Señor, con la majestad del nombre del Señor" (Mi 5,3). Lo envió a reunir a los hijos de Dios dispersos, ofreciéndose como cordero, víctima mansa de expiación, sobre el altar de la cruz.

Este es el modelo de pastor que Pedro y los demás Apóstoles aprendieron a conocer e imitar estando con Jesús y compartiendo su ministerio mesiánico (cf. Mc Mc 3,14-15). Se ve reflejado en la segunda lectura, en la que Pedro se define a sí mismo "testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse" (1P 5,1). El pastor Pedro fue totalmente modelado por el Pastor Jesús y por el dinamismo de su Pascua. El ministerio petrino está arraigado en esta singular conformación a Cristo Pastor de Pedro y de sus Sucesores, una conformación que tiene su fundamento en un peculiar carisma de amor: "¿Me amas más que estos?... Apacienta mis corderos" (Jn 21,15).

4. En una ocasión como la que estamos viviendo, el Sucesor de Pedro no puede olvidar lo que aconteció antes de la pasión de Cristo, en el huerto de los Olivos, después de la última Cena. Ninguno de los Apóstoles parecía darse cuenta de lo que estaba a punto de suceder y que Jesús conocía muy bien: él sabía que acudía a ese lugar para velar y orar, a fin de prepararse así para "su hora", la hora de la muerte en la cruz.

Había dicho a los Apóstoles: "Todos os vais a escandalizar, ya que está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas" (Mc 14,27). Pedro replicó: "Aunque todos se escandalicen, yo no" (Mc 14,29). Nunca me escandalizaré, nunca te dejaré... Y Jesús le respondió: "Yo te aseguro: hoy, esta misma noche, antes que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres" (Mc 14,30). "Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré" (Mc 14,31), insistió firmemente Pedro, y con él los demás Apóstoles. Y Jesús le dijo: "¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos" (Lc 22,31-32).

He aquí la promesa de Cristo, que constituye nuestra consoladora certeza: el ministerio petrino no se funda en las capacidades y en las fuerzas humanas, sino en la oración de Cristo, que implora al Padre para que la fe de Simón "no desfallezca" (Lc 22,32). "Una vez convertido", Pedro podrá cumplir su servicio en medio de sus hermanos. La conversión del Apóstol -podríamos decir su segunda conversión- constituye así el paso decisivo en su itinerario de seguimiento del Señor.

1276 5. Amadísimos hermanos y hermanas que participáis en esta celebración jubilar de la Curia romana, no debemos olvidar nunca esas palabras de Cristo a Pedro. Nuestro gesto de cruzar la Puerta santa, para obtener la gracia del gran jubileo, debe estar impulsado por un profundo espíritu de conversión.Para ello nos resulta muy útil precisamente la historia de Pedro, su experiencia de la debilidad humana, que, poco después del diálogo con Jesús que acabamos de recordar, lo llevó a olvidar las promesas hechas con tanta insistencia y a negar a su Señor. A pesar de su pecado y de sus limitaciones, Cristo lo eligió y lo llamó a una misión altísima: la de ser el fundamento de la unidad visible de la Iglesia y confirmar a sus hermanos en la fe.

En el caso de Pedro fue decisivo lo que sucedió en la noche entre el jueves y el viernes de la Pasión. Cristo, al ser llevado fuera de la casa del sumo sacerdote, miró a Pedro a los ojos. El Apóstol, que lo acababa de negar tres veces, fulgurado por esa mirada, lo comprendió todo. Recordó las palabras del Maestro y sintió que le traspasaban el corazón. "Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente" (
Lc 22,62).

Quiera Dios que el llanto de Pedro nos sacuda interiormente, de modo que nos impulse a una auténtica purificación interior. "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lc 5,8), había exclamado un día, después de la pesca milagrosa. Hagamos nuestra, amadísimos hermanos y hermanas, esta invocación de Pedro, mientras celebramos nuestro santo jubileo. Cristo renovará también para nosotros -así lo esperamos con humilde confianza- sus prodigios: nos concederá de forma sobreabundante su gracia sanante y realizará nuevas pescas milagrosas, llenas de promesas para la misión de la Iglesia en el tercer milenio.

Virgen santísima, que acompañaste con la oración los primeros pasos de la Iglesia naciente, vela sobre nuestro camino jubilar. Alcánzanos experimentar, como Pedro, el apoyo constante de Cristo. Ayúdanos a vivir nuestra misión al servicio del Evangelio en la fidelidad y en la alegría, a la espera de la vuelta gloriosa de nuestro Señor Jesucristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre.





DURANTE LAS CELEBRACIONES EN RECUERDO


DE ABRAHAM "PADRE DE TODOS LOS CREYENTES"



miércoles 23 de febrero




1. "Yo soy el Señor que te saqué de Ur de los caldeos, para darte esta tierra en propiedad. (...) Aquel día firmó el Señor una alianza con Abram, diciendo: "A tu descendencia he dado esta tierra, desde el río de Egipto hasta el gran río, el río Éufrates"" (Gn 15,7 Gn 15,18).

Antes de que Moisés oyera en el monte Sinaí las conocidas palabras de Yahveh: "Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la situación de esclavitud" (Ex 20,2), el patriarca Abraham ya había escuchado estas otras palabras: "Yo soy el Señor que te saqué de Ur de los caldeos". Por consiguiente, debemos dirigirnos con el pensamiento hacia ese lugar tan importante en la historia del pueblo de Dios, para buscar en él los inicios de la alianza de Dios con el hombre. Precisamente por ello, en este año del gran jubileo, mientras con el corazón nos remontamos hasta los orígenes de la alianza de Dios con la humanidad, nuestra mirada se vuelve hacia Abraham, hacia el lugar donde escuchó la llamada de Dios y respondió a ella con la obediencia de la fe. Juntamente con nosotros, también los judíos y los musulmanes contemplan la figura de Abraham como un modelo de sumisión incondicional a la voluntad de Dios (cf. Nostra aetate, NAE 3).

El autor de la carta a los Hebreos escribe: "Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba" (He 11,8). Abraham, a quien el Apóstol llama "nuestro Padre en la fe" (cf. Rm Rm 4,11-16), creyó en Dios, se fio de él, que lo llamaba. Creyó en la promesa.Dios dijo a Abraham: "Sal de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y serás tú una bendición. (...) Por ti serán bendecidos todos los linajes de la tierra" (Gn 12,1-3). ¿Estamos, acaso, hablando de la ruta de una de las múltiples emigraciones típicas de una época en la que la ganadería era una forma fundamental de vida económica? Es probable. Pero, con toda seguridad, no sólo se trató de esto. En la historia de Abraham, con el que comenzó la historia de la salvación, ya podemos percibir otro significado de la llamada y de la promesa. La tierra hacia la que se encamina el hombre guiado por la voz de Dios no pertenece exclusivamente a la geografía de este mundo. Abraham, el creyente que acoge la invitación de Dios, es el que se pone en camino hacia una tierra prometida que no es de aquí abajo.
2. En la carta a los Hebreos leemos: "Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda, y el que había recibido las promesas, ofrecía a su unigénito, respecto del cual se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia" (He 11,17-18). He aquí el culmen de la fe de Abraham. Fue puesto a prueba por el Dios en quien había depositado su confianza, por el Dios del que había recibido la promesa relativa al futuro lejano: "Por Isaac tendrás descendencia" (He 11,18). Pero es invitado a ofrecer en sacrifico a Dios precisamente a ese Isaac, su único hijo, a quien estaba vinculada toda su esperanza, de acuerdo con la promesa divina. ¿Cómo podrá cumplirse la promesa que Dios le hizo de una descendencia numerosa si Isaac, su único hijo, debe ser ofrecido en sacrificio?

Por la fe, Abraham sale victorioso de esta prueba, una prueba dramática, que comprometía directamente su fe. En efecto, como escribe el autor de la carta a los Hebreos, "pensaba que Dios era poderoso aun para resucitarlo de entre los muertos" (He 11,19). Incluso en el instante, humanamente trágico, en que estaba a punto de infligir el golpe mortal a su hijo, Abraham no dejó de creer. Más aún, su fe en la promesa alcanzó entonces su culmen. Pensaba: "Dios es poderoso aun para resucitarlo de entre los muertos". Eso pensaba este padre probado, humanamente hablando, por encima de toda medida. Y su fe, su abandono total en Dios, no lo defraudó. Está escrito: "Por eso lo recobró" (He 11,19). Recobró a Isaac, puesto que creyó en Dios plenamente y de forma incondicional.

El autor de la carta a los Hebreos parece expresar aquí algo más: toda la experiencia de Abraham le resulta una analogía del evento salvífico de la muerte y la resurrección de Cristo. Este hombre, que está en el origen de nuestra fe, forma parte del eterno designio divino. Según una tradición, el lugar donde Abraham estuvo a punto de sacrificar a su propio hijo es el mismo sobre el que otro padre, el Padre eterno, aceptaría la ofrenda de su Hijo unigénito, Jesucristo. Así, el sacrificio de Abraham se presenta como anuncio profético del sacrificio de Cristo. "Porque tanto amó Dios al mundo -escribe san Juan- que le dio a su Hijo unigénito" (Jn 3,16). En cierto sentido, el patriarca Abraham, nuestro padre en la fe, sin saberlo, introduce a todos los creyentes en el plan eterno de Dios, en el que se realiza la redención del mundo.


B. Juan Pablo II Homilías 1267