B. Juan Pablo II Homilías 1277

1277 3. Un día Cristo afirmó: "En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo Soy" (Jn 8,58) y estas palabras despertaron el asombro de los oyentes, que objetaron: "¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham?" (Jn 8,57). Los que reaccionaban así razonaban de modo puramente humano, y por eso no aceptaron lo que Cristo les decía. "¿Eres tú acaso más grande que nuestro padre Abraham, que murió? También los profetas murieron. ¿Por quién te tienes a ti mismo?" (Jn 8,53). Jesús les replicó: "Vuestro padre Abraham se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró" (Jn 8,56). La vocación de Abraham se presenta completamente orientada hacia el día del que habla Cristo. Aquí no valen los cálculos humanos; es preciso aplicar el metro de Dios. Sólo entonces podemos comprender el significado exacto de la obediencia de Abraham, que "creyó, esperando contra toda esperanza" (Rm 4,18). Esperó que se iba a convertir en padre de numerosas naciones, y hoy seguramente se alegra con nosotros porque la promesa de Dios se cumple a lo largo de los siglos, de generación en generación.

El hecho de haber creído, esperando contra toda esperanza, "le fue reputado como justicia" (Rm 4,22), no sólo en consideración a él, sino también a todos nosotros, sus descendientes en la fe. Nosotros "creemos en aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús, Señor nuestro" (Rm 4,24), que murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación (cf. Rm Rm 4,25). Esto no lo sabía Abraham; sin embargo, por la obediencia de la fe, se dirigía hacia el cumplimiento de todas las promesas divinas, impulsado por la esperanza de que se realizarían. Y ¿existe promesa más grande que la que se cumplió en el misterio pascual de Cristo? Realmente, en la fe de Abraham Dios todopoderoso selló una alianza eterna con el género humano, y Jesucristo es el cumplimiento definitivo de esa alianza. El Hijo unigénito del Padre, de su misma naturaleza, se hizo hombre para introducirnos, mediante la humillación de la cruz y la gloria de la resurrección, en la tierra de salvación que Dios, rico en misericordia, prometió a la humanidad desde el inicio.

4. El modelo insuperable del pueblo redimido, en camino hacia el cumplimiento de esta promesa universal, es María, "la que creyó que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor" (Lc 1,45).

María, hija de Abraham por la fe, además de serlo por la carne, compartió personalmente su experiencia. También ella, como Abraham, aceptó la inmolación de su Hijo, pero mientras que a Abraham no se le pidió el sacrificio efectivo de Isaac, Cristo bebió el cáliz del sufrimiento hasta la última gota. Y María participó personalmente en la prueba de su Hijo, creyendo y esperando de pie junto a la cruz (cf. Jn Jn 19,25).

Era el epílogo de una larga espera. María, formada en la meditación de las páginas proféticas, presagiaba lo que le esperaba y, al alabar la misericordia de Dios, fiel a su pueblo de generación en generación, expresó su adhesión personal al plan divino de salvación; y, en particular, dio su "sí" al acontecimiento central de aquel plan, el sacrificio del Niño que llevaba en su seno. Como Abraham, aceptó el sacrificio de su Hijo.

Hoy nosotros unimos nuestra voz a la suya, y con ella, la Virgen Hija de Sion, proclamamos que Dios se acordó de su misericordia, "como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre" (Lc 1,55).




SANTA MISA CELEBRADA EN EL PALACIO DE DEPORTES DE EL CAIRO





Viernes 25 de febrero de 2000



1. "De Egipto llamé a mi hijo" (Mt 2,15).

El evangelio de hoy nos recuerda la huida de la Sagrada Familia a Egipto, a donde vino a buscar refugio. "El ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y quédate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarlo"" (Mt 2,13). De este modo, Cristo, "que se hizo hombre para que el hombre fuera capaz de recibir la divinidad" (san Atanasio de Alejandría, Contra los arrianos, 2, 59), quiso recorrer nuevamente el camino de la llamada divina, el itinerario que había seguido su pueblo, para que todos sus miembros llegaran a ser hijos en el Hijo. José "se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: de Egipto llamé a mi hijo" (Mt 2,14-15).
La Providencia guió a Jesús por los caminos que en otros tiempos habían recorrido los israelitas para ir a la tierra prometida, bajo el signo del cordero pascual, celebrando la Pascua. También Jesús, el Cordero de Dios, fue llamado de Egipto por el Padre, para realizar en Jerusalén la Pascua de la alianza nueva e irrevocable, la Pascua definitiva, la Pascua que da al mundo la salvación.

2. "De Egipto llamé a mi hijo". Así habla el Señor, que hizo salir a su pueblo de la condición de esclavitud (cf. Ex Ex 20,2) para sellar con él, en el monte Sinaí, una alianza. La fiesta de la Pascua seguirá siendo siempre el recuerdo de esa liberación. Conmemora ese acontecimiento, que está presente en la memoria del pueblo de Dios. Cuando los israelitas partieron para su largo viaje, bajo la guía de Moisés, no pensaban que su peregrinación a través del desierto hasta la tierra prometida duraría cuarenta años. Moisés mismo, que había sacado a su pueblo de Egipto y lo había guiado durante todo ese tiempo, no entró en la tierra prometida. Antes de morir, sólo pudo contemplarla desde la cima del monte Nebo; luego confió la guía del pueblo a su sucesor Josué.

1278 3. Mientras los cristianos celebran el bimilenario del nacimiento de Jesús, debemos hacer esta peregrinación a los lugares donde comenzó y se desarrolló la historia de la salvación, una historia de amor irrevocable entre Dios y los hombres, presencia del Señor de la historia en el tiempo y en la vida de los hombres. Hemos venido a Egipto siguiendo el itinerario por el que Dios guió a su pueblo, con Moisés a la cabeza, para conducirlo a la tierra prometida. Nos ponemos en camino, iluminados por las palabras de libro del Éxodo: dejando nuestra condición de esclavitud, vamos al monte Sinaí, donde Dios selló su alianza con la casa de Jacob, por medio de Moisés, en cuyas manos depositó las tablas del Decálogo. ¡Qué hermosa es esta alianza! Nos muestra que Dios no deja de dirigirse al hombre para comunicarle la vida en abundancia. Nos pone en presencia de Dios y es expresión de su profundo amor a su pueblo. Invita al hombre a dirigirse a Dios, a dejarse envolver por su amor y a realizar las aspiraciones a la felicidad que lleva en sí. Si acogemos en espíritu las tablas de los diez mandamientos, viviremos plenamente de la ley que Dios ha puesto en nuestro corazón y participaremos en la salvación que reveló la Alianza sellada en el monte Sinaí entre Dios y su pueblo, y que el Hijo de Dios nos ofrece mediante la redención.

4. En esta tierra de Egipto, que tengo la alegría de visitar por primera vez, el mensaje de la nueva Alianza se ha transmitido, de generación en generación, a través de la venerable Iglesia copta, heredera de la predicación y la acción apostólica del evangelista san Marcos, quien, según la tradición, sufrió el martirio en Alejandría. Hoy elevamos a Dios una ferviente acción de gracias por la rica historia de esta Iglesia, así como por el apostolado generoso de sus fieles que, a lo largo de los siglos, a veces incluso derramando su sangre, han sido testigos fervientes del amor del Señor.

Agradezco con afecto a Su Beatitud Stéphanos II Ghattas, patriarca copto católico de Alejandría, las palabras de acogida que me ha dirigido; testimonian la fe viva y la fidelidad de vuestra comunidad a la Iglesia de Roma. Saludo cordialmente a los patriarcas y a los obispos que participan en esta liturgia eucarística, así como a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles que han venido para acompañarme en esta etapa de mi peregrinación jubilar. Saludo también con deferencia a las autoridades y a todas las personas que han querido unirse a esta celebración. Tenemos a la Iglesia copta ortodoxa, a su venerado patriarca, el Papa Shenuda III, nuestro hermano, y a todos los obispos y los fieles de las Iglesias. Saludo cordialmente a Su Santidad Petrus VII, patriarca del Egipto greco-ortodoxo, y a todos los miembros de su Iglesia.
Vuestra presencia aquí, en torno al Sucesor de Pedro, es un signo de la unidad de la Iglesia, cuya cabeza es Cristo. Que la fraternidad entre todos los discípulos del Señor, tan manifiesta aquí, os aliente a proseguir vuestros esfuerzos por constituir comunidades unidas en el amor, que sean levadura de concordia y reconciliación. Así, encontraréis la fuerza y el consuelo, particularmente en los momentos de dificultad o de duda, para dar un testimonio cada vez más ardiente de Cristo en la tierra de vuestros antepasados. Con el apóstol san Pablo, doy gracias a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, orando por vosotros en todo momento para que crezcáis en la fe, os mantengáis firmes en la esperanza y difundáis por doquier la caridad de Cristo (cf. Col
Col 1,3-5).

5. En este año jubilar, recordando que Cristo "es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia" (Col 1,18), debemos tratar de avanzar decididamente, cada vez con mayor ardor, por los caminos de la unidad que él quiso para sus discípulos, con espíritu de confianza y fraternidad. Así, nuestro testimonio común glorificará a Dios y será cada vez más creíble a los ojos de los hombres. Pido al Padre celestial que con todas las Iglesias y comunidades eclesiales, a las que saludo aquí con respeto, se desarrollen relaciones serenas y fraternas, con caridad y buena voluntad. Este clima de diálogo y acercamiento ayudará a encontrar soluciones a los problemas que aún constituyen un obstáculo para la comunión plena. Favorecerá, además, el respeto de la sensibilidad propia de cada comunidad, así como de su modo específico de expresar la fe en Cristo y celebrar los sacramentos, que las Iglesias deben reconocer recíprocamente como administrados en nombre del mismo Señor. Ojalá que, al celebrar durante esta peregrinación la Pascua del Señor, vivamos un nuevo Pentecostés, en el que todos los discípulos reunidos con la Madre de Dios acogen al Espíritu Santo, que nos reconcilia con el Señor y es principio de unidad y fuerza para la misión, haciendo de nosotros un solo cuerpo, imagen del mundo futuro.

6. Desde los orígenes, la vida espiritual e intelectual se ha desarrollado de modo notable en la Iglesia que está en Egipto. Podemos recordar aquí a los ilustres fundadores del monaquismo cristiano, Antonio, Pacomio y Macario, y a los numerosos patriarcas, confesores, pensadores y doctores que son gloria de la Iglesia universal. Aún hoy, los monasterios siguen siendo centros vivos de oración, estudio y meditación, con fidelidad a la antigua tradición cenobítica y anacorética de la Iglesia copta, recordando que el contacto fiel y prolongado con el Señor es la levadura de la transformación de las personas y de toda la sociedad. Así, la vida con Dios hace resplandecer la luz en nuestro rostro de hombres e ilumina al mundo con una luz nueva, la llama viva del amor.

Quiera Dios que los jóvenes, al acoger hoy este impulso espiritual y apostólico que les han transmitido sus padres en la fe, estén atentos a la llamada del Señor que los invita a seguirlo, y respondan con generosidad, aceptando comprometerse tanto en el sacerdocio como en la vida consagrada, activa o contemplativa. Que las personas consagradas, mediante el testimonio de su vida de hombres y mujeres entregados totalmente a Dios y a sus hermanos, fundada en una intensa experiencia espiritual, manifiesten el amor sin límites del Señor al mundo.

7. La Iglesia católica quiere traducir este amor gratuito y sin exclusión en medio del pueblo egipcio mediante su compromiso en el ámbito educativo, sanitario y caritativo. La presencia activa de la Iglesia en la formación intelectual y moral de la juventud constituye una antigua tradición del patriarcado copto católico y del vicariato latino. Mediante la educación de los jóvenes en los valores humanos, espirituales y morales fundamentales, en el respeto a la conciencia de cada uno, las instituciones educativas católicas desean brindar su contribución a la promoción de la persona, particularmente de la mujer y de la familia; quieren, asimismo, favorecer relaciones amistosas con los musulmanes, para que los miembros de cada comunidad se esfuercen sinceramente por comprenderse los unos a los otros y promover juntos, para bien de todos los hombres, la justicia social, los valores morales, la paz, el respeto y la libertad.

Es un deber de todos los ciudadanos participar activamente, con espíritu de solidaridad, en la edificación de la sociedad, en la consolidación de la paz entre las comunidades y en la gestión honrada del bien común. Para realizar esta obra común, que debe acercar a los miembros de una misma nación, es legítimo que todos, cristianos y musulmanes, respetando las diferentes opiniones religiosas, pongan igualmente sus capacidades al servicio de la colectividad, en todos los ámbitos de la vida social.

8. Al unirnos al camino de fe de Moisés, durante la peregrinación jubilar que realizamos en estos días, estamos invitados a avanzar hacia el monte del Señor y a despojarnos de nuestras esclavitudes, para recorrer el camino de Dios. "Y Dios, viendo así nuestras decisiones buenas y constatando que le atribuimos lo que realizamos, (...) nos recompensará con lo que le es propio, los dones espirituales, divinos y celestiales" (san Macario, Homilías espirituales, 26, 20). Para cada uno de nosotros el Horeb, el "monte de la fe", está llamado a convertirse en "el lugar del encuentro y del pacto recíproco, en cierto sentido, el monte del amor" (Carta sobre la peregrinación a los lugares vinculados a la historia de la salvación, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de julio de 1999, p. 22). Precisamente allí el pueblo se comprometió a vivir adhiriéndose totalmente a la voluntad divina, y Dios le aseguró su benevolencia eterna. Este misterio de amor se realiza plenamente en la Pascua de la nueva Alianza, en el don que el Padre hace de su Hijo para la salvación de toda la humanidad.

Recibamos hoy, de manera renovada, la ley divina como un tesoro precioso. Convirtámonos, como Moisés, en hombres y mujeres que intercedan ante el Señor y, a la vez, transmitan a los hombres la ley, que es una llamada a la vida verdadera, que libera de los ídolos y hace que toda existencia sea infinitamente hermosa y valiosa. Por su parte, los jóvenes esperan con impaciencia que les ayudemos a descubrir el rostro de Dios, que les mostremos el camino que deben seguir, la senda del encuentro personal con Dios y los actos humanos dignos de nuestra filiación divina; se trata de un camino ciertamente exigente, pero es la única senda de liberación que puede colmar su deseo de felicidad. Cuando estemos con Dios en el monte de la oración, dejémonos inundar por su luz, para que en nuestro rostro resplandezca la gloria de Dios, invitando a los hombres a vivir de esta felicidad divina, que es la vida en plenitud.

1279 "De Egipto llamé a mi hijo". ¡Ojalá que todos los hombres escuchen la llamada del Dios de la Alianza y descubran la alegría de ser hijos!



CELEBRACIÓN DE LA PALABRA EN EL MONTE SINAÍ





Monasterio de Santa Catalina, sábado 26 de febrero


Queridos hermanos y hermanas:

1. Durante este año del gran jubileo, nuestra fe nos impulsa a convertirnos en peregrinos, siguiendo los pasos de Dios. Contemplamos el camino que recorrió en el tiempo, revelando al mundo el magnífico misterio de su amor fiel a toda la humanidad. Hoy, con gran alegría y profunda emoción, el Obispo de Roma llega como peregrino al monte Sinaí, atraído por este monte santo que se eleva como un monumento majestuoso a lo que Dios reveló aquí. ¡Aquí reveló su nombre! ¡Aquí dio su ley, los diez mandamientos de la Alianza!

¡Cuántos han venido a este lugar antes de nosotros! Aquí acampó el pueblo de Dios (cf. Ex Ex 19,2); aquí se refugió el profeta Elías en una cueva (cf. 1 R 19, 9); aquí encontró su última morada el cuerpo de la mártir santa Catalina; aquí, a lo largo de los siglos, multitud de peregrinos han escalado lo que san Gregorio de Nisa llamó "el monte del deseo" (Vida de Moisés, II, 232); aquí han velado y orado generaciones de monjes. Nosotros seguimos humildemente sus pasos en "la tierra sagrada", donde el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob ordenó a Moisés que librara a su pueblo (cf. Ex Ex 3,5-8).

2. Dios se revela de modos misteriosos, como el fuego que no consume, de acuerdo con una lógica que desafía todo lo que conocemos y esperamos. Es el Dios a la vez cercano y lejano; está en el mundo, pero no es del mundo.Es el Dios que viene a nuestro encuentro, pero que no será poseído. Es "yo soy el que soy", el nombre que no es nombre. "Yo soy el que soy": el abismo divino en el que la esencia y la existencia son una sola cosa. Es el Dios que es el Ser mismo. Ante tal misterio, no podemos por menos de "quitarnos las sandalias", como nos ordena, y adorarlo en esta tierra sagrada.

Aquí, en el monte Sinaí, la verdad de "quién es Dios" ha llegado a ser el fundamento y la garantía de la Alianza. Moisés entra en la "oscuridad luminosa" (Vida de Moisés, II, 164), y aquí recibe la ley "escrita por el dedo de Dios" (Ex 31,18). ¿Qué es esta ley? Es la ley de la vida y de la libertad.

En el mar Rojo el pueblo experimentó una gran liberación. Vio el poder y la fidelidad de Dios; descubrió que él es el Dios que realmente libra a su pueblo, como había prometido. Pero ahora, en las alturas del Sinaí, este mismo Dios sella su amor estableciendo una Alianza, a la que jamás renunciará. Si el pueblo obedece a su ley, conocerá la libertad para siempre. El Éxodo y la Alianza no son solamente acontecimientos del pasado; son para siempre el destino de todo el pueblo de Dios.

3. El encuentro entre Dios y Moisés en este monte encierra en el corazón de nuestra religión el misterio de la obediencia liberadora, que llega a su culmen en la obediencia perfecta de Cristo en la encarnación y en la cruz (cf. Flp Ph 2,8 He 5,8-9). También nosotros seremos verdaderamente libres si aprendemos a obedecer como hizo Jesús (cf. Hb He 5,8).

Los diez mandamientos no son una imposición arbitraria de un Señor tirano. Fueron escritos en la piedra; pero antes fueron escritos en el corazón del hombre como ley moral universal, válida en todo tiempo y en todo lugar. Hoy, como siempre, las diez palabras de la ley proporcionan la única base auténtica para la vida de las personas, de las sociedades y de las naciones. Hoy, como siempre, son el único futuro de la familia humana. Salvan al hombre de la fuerza destructora del egoísmo, del odio y de la mentira. Señalan todos los falsos dioses que lo esclavizan: el amor a sí mismo que excluye a Dios, el afán de poder y placer que altera el orden de la justicia y degrada nuestra dignidad humana y la de nuestro prójimo. Si nos alejamos de estos falsos ídolos y seguimos a Dios, que libera a su pueblo y permanece siempre con él, apareceremos como Moisés, después de cuarenta días en el monte, "resplandecientes de gloria" (san Gregorio de Nisa, Vida de Moisés, II, 230), envueltos en la luz de Dios.

Guardar los mandamientos significa ser fieles a Dios, pero también ser fieles a nosotros mismos, a nuestra verdadera naturaleza y a nuestras aspiraciones más profundas. El viento que aún hoy sopla en el Sinaí nos recuerda que Dios quiere ser honrado en sus criaturas y en su crecimiento: gloria Dei, homo vivens. En este sentido, ese viento lleva una insistente invitación al diálogo entre los seguidores de las grandes religiones monoteístas para el bien de la familia humana. Sugiere que en Dios podemos encontrar nuestro punto de encuentro: en Dios omnipotente y misericordioso, Creador del universo y Señor de la historia, que al final de nuestra existencia terrena nos juzgará con perfecta justicia.

1280 4. La lectura del evangelio que acabamos de escuchar nos sugiere que el episodio del Sinaí alcanza su culmen en otro monte, el monte de la Transfiguración, donde Jesús aparece a sus Apóstoles resplandeciente de la gloria de Dios. Moisés y Elías están con él para testimoniar que la plenitud de la revelación de Dios se encuentra en Cristo glorificado.

En el monte de la Transfiguración, Dios habla desde una nube, tal como hizo en el Sinaí. Pero ahora dice: "Este es mi Hijo amado, escuchadle" (
Mc 9,7). Nos ordena escuchar a su Hijo, porque "nadie conoce bien (...) al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27). Así, aprendemos que el verdadero nombre de Dios es Padre. El nombre que es superior a todos los demás nombres: Abbá (cf. Ga Ga 4,6). Jesús nos enseña que nuestro verdadero nombre es hijo o hija. Aprendemos que el Dios del Éxodo y de la Alianza libra a su pueblo, porque está formado por sus hijos e hijas, que no fueron creados para la esclavitud, sino para "la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rm 8,21).

Por eso, cuando san Pablo escribe que nosotros "quedamos muertos respecto de la ley por el cuerpo de Cristo" (Rm 7,4), no quiere decir que la ley del Sinaí ya no tiene valor. Quiere decir que los diez mandamientos se hacen oír ahora con la voz del Hijo amado. La persona a la que Jesucristo hace verdaderamente libre es consciente de que no está vinculada externamente por una serie de prescripciones, sino interiormente por el amor que se halla arraigado en lo más profundo de su corazón. Los diez mandamientos son la ley de la libertad: no una libertad para seguir nuestras ciegas pasiones, sino una libertad para amar, para elegir lo que conviene en cada situación, incluso cuando hacerlo es costoso. No debemos obedecer a una ley impersonal; lo que se nos pide es que nos abandonemos amorosamente al Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo (cf. Rm Rm 6,14 Ga 5,18). Al revelarse en el monte y entregar su ley, Dios reveló el hombre al hombre mismo. El Sinaí está en el centro de la verdad sobre el hombre y sobre su destino.

5. Los monjes de este monasterio, buscando esta verdad, han plantado su tienda a la sombra del Sinaí. El monasterio de la Transfiguración y de Santa Catalina muestra todas las huellas del tiempo y de los avatares humanos, pero permanece como testigo indómito de la sabiduría y el amor divinos. Durante siglos, monjes de todas las tradiciones cristianas han vivido y orado juntos en este monasterio, escuchando la Palabra, en la que mora la plenitud de la sabiduría y el amor del Padre. En este mismo monasterio san Juan Clímaco escribió La escalera del paraíso, una obra maestra de la espiritualidad que sigue inspirando a monjes y monjas, tanto de Oriente como de Occidente, de generación en generación. Todo esto ha sucedido bajo la poderosa protección de la gran Madre de Dios. Ya en el siglo III los cristianos egipcios la invocaban con palabras llenas de confianza: ¡Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios! Sub tuum praesidium confugimus, sancta Dei Genetrix! A lo largo de los siglos, este monasterio ha sido un excepcional lugar de encuentro para personas que pertenecen a diferentes Iglesias, tradiciones y culturas. Ruego a Dios que en este nuevo milenio el monasterio de Santa Catalina sea un faro luminoso que impulse a las Iglesias a conocerse mejor mutuamente y a redescubrir la importancia, a los ojos de Dios, de lo que nos une en Cristo.

6. Doy las gracias a los numerosos fieles de la diócesis de Ismailía, encabezados por su obispo Makarios, que se han unido a mí en esta peregrinación al monte Sinaí. El Sucesor de Pedro os agradece la firmeza de vuestra fe. Dios os bendiga a vosotros y a vuestras familias.

Ojalá que el monasterio de Santa Catalina sea un oasis espiritual para los miembros de todas las Iglesias que buscan la gloria del Señor, que vino a morar en el monte Sinaí (cf. Ex Ex 24,16). La visión de esta gloria nos impulsa a exclamar, llenos de alegría: "Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre, que has hecho morar en nuestro corazón" (Didaché X). Amén.



HOMILÍA DEL SANTO PADRE




DURANTE LA CEREMONIA


DE BEATIFICACIÓN DE 44 MÁRTIRES


Domingo 5 de marzo


1. "Te alabaré, oh Dios mi salvador; a tu nombre doy gracias, porque me has ayudado y liberado" (Si 51,1-2).

Tú, Señor, me has ayudado. Siento resonar en mi corazón estas palabras del libro del Sirácida, mientras contemplo los prodigios que Dios realizó en la existencia de estos hermanos y hermanas en la fe, que alcanzaron la palma del martirio. Hoy tengo la alegría de elevarlos a la gloria de los altares, presentándolos a la Iglesia y al mundo como testimonio luminoso de la fuerza de Dios en la fragilidad de la persona humana.

Tú, oh Dios, me has liberado. Así proclaman Andrés de Soveral, Ambrosio Francisco Ferro y sus veintiocho compañeros, sacerdotes diocesanos, laicos y laicas; Nicolás Bunkerd Kitbamrung, sacerdote diocesano; María Estrella Adela Mardosewicz y diez hermanas, religiosas profesas del instituto de la Sagrada Familia de Nazaret; Pedro Calungsod y Andrés de Phú Yên, laicos catequistas.

Sí, el Todopoderoso fue su valioso apoyo en el tiempo de la prueba, y ahora experimentan la alegría de la recompensa eterna. Estos dóciles servidores del Evangelio, cuyos nombres están escritos para siempre en el cielo, aunque vivieron en períodos históricos distantes entre sí y en ambientes culturales muy diversos, tienen en común una experiencia idéntica de fidelidad a Cristo y a la Iglesia. Los une la misma confianza incondicional en el Señor y la misma pasión profunda por el Evangelio.

1281 ¡Te alabaré, oh Dios, mi salvador! Con su vida entregada por la causa de Cristo, estos nuevos beatos, los primeros del Año jubilar, proclaman que Dios es "Padre" (cf. Si Si 51,10), que Dios es "protector" y "ayuda" (cf. Si Si 51,2); que es nuestro salvador y acoge la súplica de cuantos confían en él con todo su corazón (cf. Si Si 51,11).

2. Estos son los sentimientos que embargan nuestro corazón al evocar el significativo recuerdo de la celebración del V Centenario de la evangelización de Brasil, que tiene lugar este año. En aquel inmenso país, no fueron pocas las dificultades para la implantación del Evangelio. La presencia de la Iglesia se fue consolidando lentamente mediante la acción misionera de varias órdenes y congregaciones religiosas y de sacerdotes del clero diocesano. Los mártires que hoy son beatificados provenían, a finales del siglo XVII, de las comunidades de Cunhaú y Uruaçu de Río Grande del Norte. Andrés de Soveral, Ambrosio Francisco Ferro, presbíteros, y sus 28 compañeros laicos pertenecen a esa generación de mártires que regó el suelo patrio, fecundándolo para la generación de los nuevos cristianos. Son las primicias del trabajo misionero, los protomártires de Brasil. A uno de ellos, Mateo Moreira, estando aún vivo, le arrancaron el corazón por la espalda, pero todavía tuvo fuerzas para proclamar su fe en la Eucaristía, diciendo: "Alabado sea el santísimo Sacramento".

Hoy, una vez más, resuenan las palabras de Cristo evocadas en el Evangelio: "No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma" (Mt 10,28). La sangre de católicos indefensos, muchos de ellos anónimos, niños, ancianos y familias enteras, servirá de estímulo para fortalecer la fe de las nuevas generaciones de brasileños, recordando, sobre todo, el valor de la familia como auténtica e insustituible formadora en la fe y generadora de valores morales.

3. "Alabaré tu nombre sin cesar, te cantaré himnos de acción de gracias" (Si 51,10). La vida sacerdotal del padre Nicolás Bunkerd Kitbamrung fue un auténtico himno de alabanza al Señor. Hombre de oración, el padre Nicolás sobresalió en la enseñanza de la fe, en la búsqueda de los alejados y en su amor a los pobres. Procurando siempre dar a conocer a Cristo a quienes nunca habían oído su nombre, el padre Nicolás afrontó las dificultades de una misión en las montañas y en el interior de Birmania. La fuerza de su fe fue patente a todos cuando perdonó a los que lo habían acusado falsamente, privándolo de su libertad y haciéndolo sufrir mucho. En la cárcel, el padre Nicolás animó a los demás prisioneros, les enseñó el catecismo y les administró los sacramentos. Su testimonio de Cristo se refleja en las palabras de san Pablo: "Atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestro cuerpo por todas partes la muerte de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2 Co 4, 8-10). Que, por intercesión del beato Nicolás, la Iglesia en Tailandia sea bendecida y fortalecida en su tarea de evangelización y servicio.

4. Dios fue verdadero "protector" y "ayuda" también para las mártires de Nowogródek, para la beata María Estrella Mardosewicz y las diez hermanas, religiosas profesas de la congregación de la Sagrada Familia de Nazaret, nazaretanas. Fue para ellas una ayuda durante toda su vida, y después, en el momento de la terrible prueba, cuando esperaron durante una noche entera la muerte; lo fue, sobre todo, a lo largo del camino hacia el lugar de la ejecución, y, por último, en el momento del fusilamiento.

¿De dónde sacaron la fuerza para entregarse a sí mismas a cambio de la salvación de los condenados en la cárcel de Nowogródek? ¿De dónde sacaron la audacia para aceptar con valentía la condena a muerte, tan cruel e injusta? Dios las había preparado lentamente para ese momento de una prueba más grande. La semilla de la gracia sembrada en su corazón en el momento del santo bautismo y cultivada después con gran esmero y responsabilidad, arraigó profundamente y dio el fruto más hermoso, que es la entrega de la vida. Cristo dice: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15,13). Sí, no existe un amor más grande que éste: estar dispuestos a dar la vida por los hermanos.

Os damos gracias, beatas mártires de Nowogródek, por el testimonio de amor, por el ejemplo de heroísmo cristiano y por la confianza en la fuerza del Espíritu Santo. "Os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca" (Jn 15,16). Sois la mayor herencia de la congregación de la Sagrada Familia de Nazaret. Sois la herencia de toda la Iglesia de Cristo para siempre y especialmente en Bielorrusia.

5. "A todo aquel que me confiese ante los hombres, yo también le confesaré ante mi Padre que está en los cielos" (Mt 10,32). Ya desde su niñez, Pedro Calungsod confesó firmemente a Cristo y respondió generosamente a su llamada. Los jóvenes de hoy pueden obtener estímulo y fuerza del ejemplo de Pedro, cuyo amor a Jesús lo impulsó a dedicar los años de la adolescencia a enseñar la fe como catequista laico. Dejando a su familia y a sus amigos, Pedro aceptó de buen grado el desafío que le había propuesto el padre Diego de San Vitores de unirse a él en la misión a los chamorros. Con espíritu de fe, caracterizado por una fuerte devoción eucarística y mariana, Pedro acometió la exigente tarea que se le pedía y afrontó con valentía los numerosos obstáculos y dificultades que encontró. Frente al peligro inminente, Pedro no quiso abandonar al padre Diego sino que, como "buen soldado de Cristo", prefirió morir junto con el misionero. Hoy el beato Pedro Calungsod intercede por los jóvenes, en particular por los de su tierra natal, Filipinas, y los desafía.

Jóvenes amigos, no dudéis en seguir el ejemplo de Pedro, que "agradó a Dios y fue amado por él" (Sg 4,10), y que, habiendo alcanzado la perfección en tan breve tiempo, vivió una vida plena (cf. Sb Sg 4,13).

6. "A todo aquel que me confiese ante los hombres, yo también le confesaré ante mi Padre que está en los cielos" (Mt 10,32). Andrés de Phú Yên, en Vietnam, hizo suyas estas palabras del Señor con una intensidad heroica. Desde el día en que recibió el bautismo, a la edad de dieciséis años, se dedicó a cultivar una profunda vida espiritual. En medio de las dificultades que afrontaban quienes se adherían a la fe cristiana, vivió como testigo fiel de Cristo resucitado, y anunció sin descanso el Evangelio a sus hermanos en el seno de la asociación de catequistas "La casa de Dios". Por amor al Señor, consagró todas sus fuerzas al servicio de la Iglesia, asistiendo a los sacerdotes en su misión. Perseveró hasta el don de la sangre, para permanecer fiel al amor de Cristo, a quien se había entregado totalmente. Las palabras que repetía avanzando resueltamente por el camino del martirio son la expresión de lo que animó toda su existencia: "Devolvamos amor por amor a nuestro Dios, devolvamos vida por vida".

El beato Andrés, protomártir de Vietnam, se presenta hoy como modelo a la Iglesia de su país. Que todos los discípulos de Cristo encuentren en él fuerza y apoyo en la prueba, y se preocupen por intensificar su intimidad con el Señor, su conocimiento del misterio cristiano, su fidelidad a la Iglesia y su sentido de la misión.

1282 7. "Así pues, no temáis" (Mt 10,31). Esta es la invitación de Cristo. Y esta es también la exhortación de los nuevos beatos, que permanecieron firmes en su amor a Dios y a sus hermanos, aun en medio de las pruebas. Esta invitación nos llega como aliento durante el Año jubilar, tiempo de conversión y profunda renovación espiritual. Que no nos asusten las pruebas y las dificultades; que los obstáculos no nos impidan hacer opciones valientes y coherentes con el Evangelio.

¿Qué podemos temer, si Cristo está con nosotros? ¿Por qué dudar, si estamos de parte de Cristo y aceptamos el compromiso y la responsabilidad de ser sus discípulos? Que la celebración del jubileo nos confirme en esta decidida voluntad de seguir el Evangelio. Los nuevos beatos son un ejemplo para nosotros, y nos ofrecen su ayuda.

María, Reina de los mártires, que al pie de la cruz compartió hasta el fondo el sacrificio de su Hijo, nos sostenga al testimoniar con valentía nuestra fe.






B. Juan Pablo II Homilías 1277