B. Juan Pablo II Homilías 1321

JUBILEO DE LA DIÓCESIS DE ROMA




Domingo 28 de mayo de 2000

1. "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Cristo, la víspera de su muerte, abre su corazón a los discípulos reunidos en el Cenáculo. Les deja su testamento espiritual. En el período pascual, la Iglesia vuelve sin cesar espiritualmente al Cenáculo, a fin de escuchar de nuevo con reverencia las palabras del Señor y obtener luz y consuelo para avanzar por los caminos del mundo.

Nuestra Iglesia de Roma, que celebra su jubileo, vuelve hoy al Cenáculo con el corazón conmovido. Vuelve para dejarse interpelar por el divino Maestro, para meditar en sus palabras y descubrir la respuesta más adecuada a las peticiones que él le hace.

1322 Las palabras que nuestra Iglesia escucha hoy de los labios de su Señor son fuertes y claras: "Permaneced en mi amor. (...) Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn 15,9 Jn 15,12). ¡Cómo no sentir particularmente "nuestras" estas palabras de Jesús! ¿No tiene la Iglesia de Roma la tarea específica de "presidir en la caridad" a toda la ecúmene cristiana? (cf. san Ignacio de Antioquía, Ad Rom, inscr.). Sí, el mandamiento del amor compromete a nuestra Iglesia de Roma con una fuerza y una urgencia especiales.

El amor es exigente. Cristo dice: "Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13). El amor llevará a Jesús a la cruz. Todo discípulo debe recordarlo. El amor viene del Cenáculo y vuelve a él. En efecto, después de la resurrección, precisamente en el Cenáculo los discípulos meditarán en las palabras pronunciadas por Jesús el Jueves santo y tomarán conciencia del contenido salvífico que encierran. En virtud del amor de Cristo, acogido y correspondido, ahora son sus amigos: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15,15).

Reunidos en el Cenáculo después de la resurrección y la ascensión del divino Maestro al cielo, los Apóstoles comprenderán plenamente el sentido de sus palabras: "Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure" (Jn 15,16). Bajo la acción del Espíritu Santo, estas palabras los convertirán en la comunidad salvífica que es la Iglesia. Los Apóstoles comprenderán que han sido elegidos para una misión especial, es decir, testimoniar el amor: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor".

Esta consigna pasa hoy a nosotros: en cuanto cristianos, estamos llamados a ser testigos del amor. Este es el "fruto" que estamos llamados a dar, y este fruto "permanece" en el tiempo y por toda la eternidad.

2. La segunda lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, habla de la misión apostólica que brota de este amor. Pedro, llamado por el centurión romano Cornelio, va a su casa, en Cesarea, y asiste a su conversión, la conversión de un pagano. El mismo Apóstol comenta ese importantísimo acontecimiento: "Está claro que Dios no hace distinciones: acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea" (Ac 10,34-35). Del mismo modo, cuando el Espíritu Santo desciende sobre el grupo de creyentes provenientes del paganismo, Pedro comenta: "¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?" (Ac 10,47). Iluminado desde lo alto, Pedro comprende y testimonia que todos están llamados por el amor de Cristo.

Nos encontramos aquí ante un viraje decisivo en la vida de la Iglesia: un viraje al que el libro de los Hechos atribuye gran importancia. En efecto, los Apóstoles, y en particular Pedro, aún no habían percibido claramente que su misión no se limitaba sólo a los hijos de Israel. Lo que sucedió en la casa de Cornelio los convenció de que no era así. A partir de entonces comenzó el desarrollo del cristianismo fuera de Israel, y se consolidó una conciencia cada vez más profunda de la universalidad de la Iglesia: todo hombre y toda mujer, sin distinción de raza y cultura, están llamados a acoger el Evangelio. El amor de Cristo es para todos, y el cristiano es testigo de este amor divino y universal.

3. Totalmente convencido de esta verdad, san Pedro se dirigió primero a Antioquía y, después, a Roma. La Iglesia de Roma le debe su comienzo.Este encuentro de la comunidad eclesial de Roma, en el corazón del gran jubileo del año 2000, reaviva en todos nosotros el recuerdo de ese origen apostólico, el recuerdo de san Pedro, primer pastor de nuestra ciudad. Durante estos meses numerosos peregrinos, de todas las partes del mundo, están acudiendo a su tumba para celebrar el jubileo de la encarnación del Señor y profesar la misma fe de Pedro en Cristo, Hijo de Dios vivo.
Se manifiesta así, una vez más, la particular vocación que la divina Providencia ha reservado a Roma: ser el punto de referencia para la comunión y la unidad de toda la Iglesia y para la renovación espiritual de toda la humanidad.

4. Queridos fieles de esta amada Iglesia de Roma, me alegra dirigiros mi afectuoso saludo en esta circunstancia, en que estamos reunidos para celebrar el jubileo diocesano. Saludo al cardenal vicario, al vicegerente y a los obispos auxiliares, a los sacerdotes y a los diáconos, a los religiosos y a las religiosas, y a todos vosotros, laicos comprometidos activamente en las parroquias, en los movimientos, en los grupos y en los diferentes ambientes de trabajo y de vida de la ciudad. Saludo asimismo al alcalde y a las autoridades presentes.

Este día constituye la cumbre ideal de un intenso camino preparatorio.Desde el Sínodo diocesano hasta la misión ciudadana, nuestra Iglesia de Roma, en sus diversos componentes, ha mostrado durante estos años gran vitalidad pastoral y ardiente impulso evangelizador. Por eso hoy queremos dar gracias al Señor. Con oportunas iniciativas pastorales, toda la ciudad ha podido escuchar de nuevo el anuncio del Evangelio en los hogares y en los lugares de trabajo. Así, se ha puesto de manifiesto cuán enraizada está la Iglesia entre la gente y cuán cerca está de las personas más pobres y marginadas.

Al término de la misión ciudadana, la tarde de la vigilia de Pentecostés del año pasado, os dije que debemos aprovechar los frutos de esta estación, rica en dones del Señor. Por esa razón, el encuentro de hoy, además de ser un punto de llegada, es también un punto indispensable de partida. Es necesario que ya desde ahora se realice un esfuerzo general para hacer que penetre cada vez más el "espíritu de la misión ciudadana" en la pastoral ordinaria y diaria de las parroquias y de las realidades eclesiales. Es preciso que todos lo consideren un "compromiso permanente" y que implique a todo el pueblo de Dios, comenzando por los "misioneros", sacerdotes, religiosos y laicos, que han experimentado personalmente la belleza y la alegría de la evangelización. Precisamente con vistas a este impulso necesario en las familias y en los diversos ambientes de la ciudad, es muy oportuno que durante el próximo año pastoral se realice un atento discernimiento de los frutos del camino recorrido hasta ahora.

1323 5. Demos gracias a Dios por todo lo que está viviendo la diócesis; demos gracias, sobre todo, por los diversos acontecimientos que se están celebrando durante este Año jubilar. Ya nos hallamos en vísperas de grandes e importantes citas, que requieren la más amplia y generosa colaboración. Pienso, en primer lugar, en el Congreso eucarístico internacional, el "corazón del jubileo", que celebra la presencia viva en medio de nosotros del Verbo hecho carne, "pan de vida para el mundo".

Después, la XV Jornada mundial de la juventud, con ocasión de la cual en agosto se reunirá en Roma una multitud de jóvenes procedentes de todo el mundo, que esperan ser acogidos con alegría y simpatía por sus coetáneos romanos y ser alojados por las familias y toda la comunidad cristiana y ciudadana.

En octubre, además, celebraremos el jubileo de las familias, que exigirá un cuidado particular por parte de la diócesis y de las familias cristianas. Preparémonos para estos acontecimientos con profunda participación.

6. ¡Iglesia de Roma, sé consciente de cuán singular es tu misión también con respecto al jubileo! No te desalientes por las dificultades que encuentras en tu camino diario. Te sostiene el testimonio de los apóstoles san Pedro y san Pablo, que consagraron tus comienzos con su sangre; te estimula el ejemplo de los santos y los mártires, que te entregaron la antorcha de una inquebrantable dedicación al Evangelio. ¡No temas! Que el amor de Cristo, gracias al compromiso de tus hijos, llegue a todos los habitantes de la ciudad y se difunda en todos los ambientes, para llevar por doquier alegría y esperanza.

Y tú, María, Salus populi romani, Virgen del amor divino, ayúdanos. Nos encomendamos a ti con confianza. Que por tu intercesión materna se renueve en la Iglesia de Roma la venida del Espíritu Santo, principio de su unidad y fuerza para su misión. ¡Alabado sea Jesucristo!





JUBILEO DE LOS EMIGRANTES E ITINERANTES



Viernes 2 de junio de 2000

1. "Permaneced en el amor fraterno. No os olvidéis de la hospitalidad" (He 13,1-2).

El pasaje de la carta a los Hebreos que acabamos de escuchar relaciona la exhortación a acoger al huésped, al peregrino y al forastero con el mandamiento del amor, síntesis de la nueva ley de Cristo. "No os olvidéis de la hospitalidad". Este mensaje resuena de modo particular hoy, amadísimos emigrantes e itinerantes, mientras celebramos este jubileo especial.

Os saludo con gran afecto, y os agradezco el haber respondido en gran número a mi invitación y a la del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes. Saludo, de modo especial, a monseñor Stephen Fumio Hamao, presidente de vuestro Consejo pontificio, y le agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre al comienzo de la celebración. Saludo, asimismo, al secretario, monseñor Gioia, al subsecretario, a los colaboradores y a cuantos han contribuido a la realización de esta importante manifestación espiritual.

Entre vosotros se encuentran emigrantes de diversos países; refugiados, que han huido de situaciones de violencia y piden que se les reconozcan sus derechos fundamentales; alumnos extranjeros deseosos de perfeccionar su formación científica y tecnológica; gente del mar y del aire, que trabaja al servicio de los que viajan en barcos o en aviones; turistas interesados en conocer ambientes, costumbres y tradiciones diversos; nómadas, que desde hace siglos recorren los caminos del mundo; artistas de circo, que llevan a las plazas atracciones y sana diversión. A todos y a cada uno, mi abrazo más cordial.

Vuestra presencia nos recuerda que el mismo Hijo de Dios, al venir a habitar en medio de nosotros (cf. Jn Jn 1,14), se convirtió en emigrante: se hizo peregrino en el mundo y en la historia.
1324 2. "Venid, benditos de mi Padre. (...) Porque (...) era forastero, y me acogisteis" (Mt 25,34-35).
Jesús afirma que sólo se entra en el reino de Dios practicando el mandamiento del amor. Por tanto, no se entra en él en virtud de privilegios raciales, culturales y ni siquiera religiosos, sino por haber cumplido la voluntad del Padre que está en los cielos (cf. Mt Mt 7,21).

Amadísimos emigrantes e itinerantes, vuestro jubileo expresa con singular elocuencia el lugar central que debe ocupar en la Iglesia la caridad de la acogida. Al asumir la condición humana e histórica, Cristo se ha unido, en cierto modo, a todo hombre. Nos ha acogido a cada uno de nosotros y, con el mandamiento del amor, nos ha pedido que imitemos su ejemplo, es decir, que nos acojamos los unos a los otros como él nos ha acogido (cf. Rm Rm 15,7).

Desde el momento en que el Hijo de Dios "puso su morada entre nosotros", todo hombre, en cierta medida, se ha transformado en el "lugar" del encuentro con él. Acoger a Cristo en el hermano y en la hermana que sufren necesidad es la condición para poder encontrarse con él "cara a cara" y de modo perfecto al final de la peregrinación terrena.

Por consiguiente, es siempre actual la exhortación del autor de la carta a los Hebreos: "No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles" (He 13,2).
3. Hago mías, hoy, las palabras de mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI, quien, en la homilía de clausura del concilio ecuménico Vaticano II, afirmó: "Para la Iglesia católica nadie es extraño, nadie está excluido, nadie está lejos" (AAS 58 [1966] 51-59). En la Iglesia, como escribió desde el inicio el Apóstol de las gentes, no hay extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios (cf. Ef Ep 2,19).

Por desgracia, se dan aún en el mundo actitudes de aislamiento, e incluso de rechazo, por miedos injustificados y por buscar únicamente los propios intereses. Se trata de discriminaciones incompatibles con la pertenencia a Cristo y a la Iglesia. Más aún, la comunidad cristiana está llamada a difundir en el mundo la levadura de la fraternidad, de la convivencia entre personas diferentes, que también hoy podemos experimentar durante este encuentro.

Ciertamente, en una sociedad como la nuestra, compleja y marcada por múltiples tensiones, la cultura de la acogida se debe conjugar con leyes y normas prudentes y clarividentes, que permitan valorar los aspectos positivos de la movilidad humana, previniendo sus posibles manifestaciones negativas. Esto hará que efectivamente se respete y acoja a todas las personas.
Con mayor razón en la época de la globalización, la Iglesia tiene una propuesta precisa: trabajar para que nuestro mundo, del que se suele decir que es una "aldea global", sea verdaderamente más unido, más solidario y más acogedor. Esta celebración jubilar quiere difundir por doquier como mensaje que el hombre y el respeto de sus derechos deben estar siempre en el centro de los fenómenos de movilidad.

4. La Iglesia, depositaria de un mensaje salvífico universal, está convencida de que su tarea primaria consiste en proclamar el Evangelio a todos los hombres y a todos los pueblos. Desde que Cristo resucitado envió a los Apóstoles a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra, sus horizontes son los del mundo entero. Los primeros cristianos comenzaron a reconocerse y a vivir como hermanos, en cuanto hijos de Dios, en el escenario pluriétnico, pluricultural y plurirreligioso del Mediterráneo.

Hoy no sólo el Mediterráneo, sino también todo el planeta se abre a las complejas dinámicas de una fraternidad universal. Queridos hermanos, vuestra presencia aquí en Roma subraya cuán importante es que Cristo y su evangelio de esperanza iluminen constantemente este fenómeno de crecimiento humano. Desde esta perspectiva debemos seguir comprometiéndonos, sostenidos por la gracia divina y la intercesión de los grandes santos patronos de los emigrantes: desde santa Francisca Javiera Cabrini hasta el beato Juan Bautista Scalabrini. Estos santos y beatos nos recuerdan cuál es la vocación del cristiano en medio de los hombres: caminar con ellos como hermano, compartiendo sus alegrías y esperanzas, sus dificultades y sufrimientos. Como los discípulos de Emaús, los creyentes, sostenidos por la presencia viva de Cristo resucitado, son, a su vez, compañeros de camino de sus hermanos que atraviesan dificultades, ofreciéndoles la Palabra que reaviva la esperanza en los corazones y compartiendo con ellos el pan de la amistad, de la fraternidad y de la ayuda recíproca. Así se construye la civilización del amor. Así se anuncia la esperada venida del cielo nuevo y la tierra nueva, hacia los que nos encaminamos.

1325 Invoquemos la intercesión de estos santos patronos en favor de todos los que forman parte de la gran familia de los emigrantes e itinerantes. Invoquemos, de modo particular, la protección de María, que nos ha precedido en la peregrinación de la fe, para que guíe los pasos de todos los hombres y mujeres que buscan la libertad, la justicia y la paz. Que ella acompañe a las personas, a las familias y a las comunidades itinerantes. Que ella suscite cordialidad y acogida en el corazón de los residentes, y favorezca la creación de relaciones de comprensión y solidaridad recíprocas entre cuantos están llamados a participar un día en la misma alegría en la casa del Padre celestial. Amén.





VIGILIA DE PENTECOSTÉS





Sábado 10 de junio



1. "Cuando venga el Consolador, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí" (Jn 15,26).

Estas son las palabras que el evangelista san Juan recogió de los labios de Cristo en el Cenáculo, durante la última Cena, en la víspera de la pasión. Resuenan con singular intensidad para nosotros hoy, solemnidad de Pentecostés de este Año jubilar, cuyo contenido más profundo nos revelan.
Para captar este mensaje esencial es preciso permanecer en el Cenáculo, como los discípulos.
Por eso la Iglesia, también gracias a una oportuna selección de los textos litúrgicos, ha permanecido en el Cenáculo durante el tiempo de Pascua. Y esta tarde, la plaza de San Pedro se ha transformado en un gran Cenáculo, en el que nuestra comunidad se ha reunido para invocar y acoger el don del Espíritu Santo
. La primera lectura, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, nos ha recordado lo que sucedió en Jerusalén cincuenta días después de la Pascua. Antes de subir al cielo, Cristo había encomendado a los Apóstoles una gran tarea: "Id (...) y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28,19-20). También les había prometido que, después de su marcha, recibirían "otro Consolador", que les enseñaría todo (cf. Jn Jn 14,16 Jn Jn 14,26).

Esta promesa se cumplió precisamente el día de Pentecostés: el Espíritu, bajando sobre los Apóstoles, les dio la luz y la fuerza necesarias para hacer discípulos a todas las gentes, anunciándoles el evangelio de Cristo. De este modo, en la fecunda tensión entre Cenáculo y mundo, entre oración y anuncio, nació y vive la Iglesia.

2. Cuando el Señor Jesús prometió el Espíritu Santo, habló de él como el Consolador, el Paráclito, que enviaría desde el Padre (cf. Jn Jn 15,26). Se refirió a él como el "Espíritu de la verdad", que guiaría a la Iglesia hacia la verdad completa (cf. Jn Jn 16,13). Y precisó que el Espíritu Santo daría testimonio de él (cf. Jn Jn 15,26). Pero en seguida añadió: "Y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo" (Jn 15,27). En el momento en que el Espíritu desciende en Pentecostés sobre la comunidad reunida en el Cenáculo, comienza este doble testimonio: el del Espíritu Santo y el de los Apóstoles.

El testimonio del Espíritu es divino en sí mismo: proviene de la profundidad del misterio trinitario. El testimonio de los Apóstoles es humano: transmite, a la luz de la revelación, su experiencia de vida junto a Jesús.Poniendo los fundamentos de la Iglesia, Cristo atribuye gran importancia al testimonio humano de los Apóstoles. Quiere que la Iglesia viva de la verdad histórica de su Encarnación, para que, por obra de los testigos, en ella esté siempre viva y operante la memoria de su muerte en la cruz y de su resurrección.

3. "También vosotros daréis testimonio" (Jn 15,27). La Iglesia, animada por el don del Espíritu, siempre ha sentido vivamente este compromiso y ha proclamado fielmente el mensaje evangélico en todo tiempo y en todos los lugares. Lo ha hecho respetando la dignidad de los pueblos, su cultura y sus tradiciones, pues sabe bien que el mensaje divino que se le ha confiado no se opone a las aspiraciones más profundas del hombre; antes bien, ha sido revelado por Dios para colmar, por encima de cualquier expectativa, el hambre y la sed del corazón humano. Precisamente por eso, el Evangelio no debe ser impuesto, sino propuesto, porque sólo puede desarrollar su eficacia si es aceptado libremente y abrazado con amor.

1326 Lo mismo que sucedió en Jerusalén con ocasión del primer Pentecostés, acontece en todas las épocas: los testigos de Cristo, llenos del Espíritu Santo, se han sentido impulsados a ir al encuentro de los demás para expresarles en las diversas lenguas las maravillas realizadas por Dios. Eso sigue sucediendo también en nuestra época. Quiere subrayarlo la actual jornada jubilar, dedicada a la "reflexión sobre los deberes de los católicos hacia los demás hombres: anuncio de Cristo, testimonio y diálogo".

La reflexión que se nos invita a hacer no puede menos de considerar, ante todo, la obra que el Espíritu Santo realiza en las personas y en las comunidades.El Espíritu Santo esparce las "semillas del Verbo" en las diferentes tradiciones y culturas, disponiendo a las poblaciones de las regiones más diversas a acoger el anuncio evangélico. Esta certeza debe suscitar en los discípulos de Cristo una actitud de apertura y de diálogo con quienes tienen convicciones religiosas diversas. En efecto, es necesario ponerse a la escucha de cuanto el Espíritu puede sugerir también a los "demás". Son capaces de ofrecer sugerencias útiles para llegar a una comprensión más profunda de lo que el cristiano ya posee en el "depósito revelado". Así, el diálogo podrá abrirle el camino para un anuncio más adecuado a las condiciones personales del oyente.

4. De todas formas, lo que sigue siendo decisivo para la eficacia del anuncio es el testimonio vivido. Sólo el creyente que vive lo que profesa con los labios, tiene esperanzas de ser escuchado. Además, hay que tener en cuenta que, a veces, las circunstancias no permiten el anuncio explícito de Jesucristo como Señor y Salvador de todos. En este caso, el testimonio de una vida respetuosa, casta, desprendida de las riquezas y libre frente a los poderes de este mundo, en una palabra, el testimonio de la santidad, aunque se dé en silencio, puede manifestar toda su fuerza de convicción.
Es evidente, asimismo, que la firmeza en ser testigos de Cristo con la fuerza del Espíritu Santo no impide colaborar en el servicio al hombre con los seguidores de las demás religiones. Al contrario, nos impulsa a trabajar junto con ellos por el bien de la sociedad y la paz del mundo.
En el alba del tercer milenio, los discípulos de Cristo son plenamente conscientes de que este mundo se presenta como "un mapa de varias religiones" (Redemptor hominis
RH 11). Si los hijos de la Iglesia permanecen abiertos a la acción del Espíritu Santo, él les ayudará a comunicar, respetando las convicciones religiosas de los demás, el mensaje salvífico único y universal de Cristo.

5. "Él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo" (Jn 15,26-27). Estas palabras encierran toda la lógica de la Revelación y de la fe, de la que vive la Iglesia: el testimonio del Espíritu Santo, que brota de la profundidad del misterio trinitario de Dios, y el testimonio humano de los Apóstoles, vinculado a su experiencia histórica de Cristo. Uno y otro son necesarios. Más aún, si lo analizamos bien, se trata de un único testimonio: el Espíritu sigue hablando a los hombres de hoy con la lengua y con la vida de los actuales discípulos de Cristo.

En el día en que celebramos el memorial del nacimiento de la Iglesia, queremos elevar una ferviente acción de gracias a Dios por este testimonio doble y, en definitiva, único, que abraza a la gran familia de la Iglesia desde el día de Pentecostés. Queremos darle gracias por el testimonio de la primera comunidad de Jerusalén, que, a través de las generaciones de los mártires y de los confesores, ha llegado a ser a lo largo de los siglos la herencia de innumerables hombres y mujeres de todo el mundo.

La Iglesia, animada por la memoria del primer Pentecostés, reaviva hoy la esperanza de una renovada efusión del Espíritu Santo. Asidua y concorde en la oración con María, la Madre de Jesús, no deja de invocar: "Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra" (Ps 103,30).

Veni, Sancte Spiritus: Ven, Espíritu Santo, enciende en los corazones de tus fieles la llama de tu amor.

Sancte Spiritus, veni!





APERTURA DEL XLVII CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL


VÍSPERAS SOLEMNES DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD




Domingo 18 de junio de 2000



1327 1. "Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados" (Ep 4,4).

¡Un solo cuerpo! En estas palabras del apóstol san Pablo se concentra esta tarde de modo particular nuestra atención, durante estas Vísperas solemnes, con las que inauguramos el Congreso eucarístico internacional. Un solo cuerpo: nuestro pensamiento va, ante todo, al Cuerpo de Cristo, ¡Pan de vida!

Jesús, que nació hace dos mil años de María Virgen, quiso dejarnos durante la última Cena su cuerpo y su sangre, inmolados por toda la humanidad. En torno a la Eucaristía, sacramento de su amor a nosotros, se reúne la Iglesia, su Cuerpo místico. Cristo y la Iglesia, un solo cuerpo, un único y gran misterio. Mysterium fidei!

2. Ave, verum corpus, natum de Maria Virgine! ¡Salve, verdadero cuerpo de Cristo, nacido de María Virgen! Nacido en la plenitud de los tiempos, nacido de mujer, nacido bajo la ley (cf . Ga Ga 4,4).

En el corazón del gran jubileo y al comienzo de esta semana dedicada al Congreso eucarístico, volvemos a aquel acontecimiento histórico que marcó el pleno cumplimiento de nuestra salvación. Nos arrodillamos como los pastores ante la cuna de Belén; como los magos que llegaron de Oriente, adoramos a Cristo, Salvador del mundo. Como el anciano Simeón, lo estrechamos entre los brazos, bendiciendo a Dios porque nuestros ojos han visto la salvación que ha preparado ante todos los pueblos: luz para iluminar a los gentiles y gloria del pueblo de Israel (cf. Lc Lc 2,30-32).
Recorremos las etapas de su existencia terrena hasta el Calvario, hasta la gloria de su resurrección. Durante los próximos días, iremos espiritualmente sobre todo al Cenáculo para volver a meditar en cuanto Jesucristo hizo y sufrió por nosotros.

3. "In supremae nocte cenae... se dat suis manibus".Durante la última cena, celebrando la Pascua con sus discípulos, Cristo se entregó a sí mismo por nosotros. Sí, la Iglesia, convocada para el Congreso eucarístico internacional, vuelve durante estos días al Cenáculo y permanece allí en adoración. Revive el gran misterio de la Encarnación, fijando su mirada en el sacramento en que Cristo nos dejó el memorial de su pasión: "Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros. (...) Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros" (Lc 22,19-20).
Ave, verum corpus... vere passum, immolatum!

Te adoramos, verdadero Cuerpo de Cristo, presente en el Sacramento de la nueva y eterna Alianza, memorial vivo del sacrificio redentor. ¡Tú, Señor, eres el Pan vivo bajado del cielo, que da vida al hombre! En la cruz diste tu carne para la vida del mundo (cf. Jn Jn 6,51): in cruce pro homine!

Ante un misterio tan sublime la mente humana queda desconcertada. Pero, confortada por la gracia divina, se atreve a repetir con fe: Adoro te devote, latens Deitas, quae sub his figuris vere latitas. Te adoro, oh Dios escondido, que bajo las sagradas especies te ocultas realmente.
4. "Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados" (Ep 4,4).

1328 En estas palabras, que acabamos de escuchar, el apóstol san Pablo habla de la Iglesia, comunidad de los creyentes congregados en la unidad de un solo cuerpo, animados por el mismo Espíritu y sostenidos por la participación en la misma esperanza. San Pablo piensa en la realidad del Cuerpo místico de Cristo, que en su Cuerpo eucarístico encuentra el propio centro vital, del que fluye la energía de la gracia hacia cada uno de sus miembros.

El Apóstol afirma: "El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque, aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo" (1 Co 10, 16-17). Así, todos los bautizados nos convertimos en miembros de ese cuerpo y, por consiguiente, en miembros unos de otros (cf.
1Co 12,27 Rm 12,5). Con íntimo reconocimiento, demos gracias a Dios, que ha hecho de la Eucaristía el sacramento de nuestra plena comunión con él y con nuestros hermanos.

5. Esta tarde, con las Vísperas solemnes de la Santísima Trinidad, comenzamos una semana singularmente densa, durante la cual se reunirán en torno a la Eucaristía obispos y sacerdotes, religiosos y laicos de todas partes del mundo. Será una extraordinaria experiencia de fe y un testimonio elocuente de comunión eclesial.

Os saludo a vosotros, queridos hermanos y hermanas que participáis en este acontecimiento jubilar, que se puede considerar el corazón de todo el Año santo. Mi saludo se dirige, en particular, a los fieles de la diócesis de Roma, nuestra diócesis, que, bajo la guía del señor cardenal vicario y de los obispos auxiliares, y con la colaboración del clero, de los religiosos y las religiosas, así como de tantos laicos generosos, ha preparado en sus diversos aspectos este Congreso eucarístico. La diócesis de Roma se dispone a asegurar su desarrollo ordenado en los próximos días, consciente del honor que tiene al acoger este acontecimiento central del gran jubileo.

También deseo dirigir un saludo especial a las numerosas Hermandades, reunidas en Roma para un significativo "camino de fraternidad". Su presencia, más sugestiva aún por sus artísticas cruces y notables imágenes sagradas transportadas hasta aquí en majestuosas andas, es un marco digno de la celebración eucarística para la que nos hemos congregado aquí.

En esta plaza confluyen la mente y el corazón de numerosos fieles del mundo entero. Invito a los creyentes y a las comunidades eclesiales de todos los rincones de la tierra a compartir con nosotros estos momentos de profunda espiritualidad eucarística. Pido especialmente a los niños y a los enfermos, así como a las comunidades contemplativas, que ofrezcan su oración por la feliz y fructuosa realización de este encuentro eucarístico mundial.

6. El Congreso eucarístico nos invita a renovar nuestra fe en la presencia real de Cristo en el sacramento del altar: Ave, verum corpus!

Al mismo tiempo, nos dirige una apremiante exhortación a la reconciliación y a la unidad de todos los creyentes: "Un solo cuerpo... una sola fe... un solo bautismo". Por desgracia, divisiones y contrastes desgarran aún el cuerpo de Cristo e impiden a los cristianos de diversas confesiones compartir el único Pan eucarístico. Por eso, invoquemos unidos la fuerza sanante de la misericordia divina, sobreabundante en este año jubilar.

Y tú, oh Cristo, única Cabeza y Salvador, atrae hacia ti a todos tus miembros. Únelos y transfórmalos con tu amor, para que la Iglesia resplandezca con la belleza sobrenatural que brilla en los santos de todas las épocas y naciones, en los mártires, en los confesores, en las vírgenes y en los innumerables testigos del Evangelio.

O Iesu dulcis, o Iesu pie, o Iesu, fili Mariae!

Amén.





SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI





1329

Jueves 22 de junio



1. La institución de la Eucaristía, el sacrificio de Melquisedec y la multiplicación de los panes es el sugestivo tríptico que nos presenta la liturgia de la Palabra en esta solemnidad del Corpus Christi.

En el centro, la institución de la Eucaristía. San Pablo, en el pasaje de la primera carta a los Corintios, que acabamos de escuchar, ha recordado con palabras precisas ese acontecimiento, añadiendo: "Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva" (1 Co 11, 26). "Cada vez", por tanto también esta tarde, en el corazón del Congreso eucarístico internacional, al celebrar la Eucaristía, anunciamos la muerte redentora de Cristo y reavivamos en nuestro corazón la esperanza de nuestro encuentro definitivo con él.
Conscientes de ello, después de la consagración, respondiendo a la invitación del Apóstol, aclamaremos: "Anunciamos tu muerte. Proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!".

2. Nuestra mirada se ensancha hacia los otros elementos del tríptico bíblico, que la liturgia presenta hoy a nuestra meditación: el sacrificio de Melquisedec y la multiplicación de los panes.
La primera narración, muy breve pero de gran relieve, está tomada del libro del Génesis, y ha sido proclamada en la primera lectura. Nos habla de Melquisedec, "rey de Salem" y "sacerdote del Dios altísimo", que bendijo a Abraham y "ofreció pan y vino" (Gn 14,18). A este pasaje se refiere el Salmo 109, que atribuye al Rey Mesías un carácter sacerdotal singular, por consagración directa de Dios: "Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec" (Ps 109,4).

La víspera de su muerte en la cruz, Cristo instituyó en el Cenáculo la Eucaristía. También él ofreció pan y vino, que "en sus santas y venerables manos" (Canon romano) se convirtieron en su Cuerpo y su Sangre, ofrecidos en sacrificio. Así cumplía la profecía de la antigua Alianza, vinculada a la ofrenda del sacrificio de Melquisedec. Precisamente por ello, -recuerda la carta a los Hebreos- "él (...) se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios sumo sacerdote a semejanza de Melquisedec" (He 5,7-10).

En el Cenáculo se anticipa el sacrificio del Gólgota: la muerte en la cruz del Verbo encarnado, Cordero inmolado por nosotros, Cordero que quita el pecado del mundo. Con su dolor, Cristo redime el dolor de todo hombre; con su pasión, el sufrimiento humano adquiere nuevo valor; con su muerte, nuestra muerte queda derrotada para siempre.

3. Fijemos ahora la mirada en el relato evangélico de la multiplicación de los panes, que completa el tríptico eucarístico propuesto hoy a nuestra atención. En el contexto litúrgico del Corpus Christi, esta perícopa del evangelista san Lucas nos ayuda a comprender mejor el don y el misterio de la Eucaristía.

Jesús tomó cinco panes y dos peces, levantó los ojos al cielo, los bendijo, los partió, y los dio a los Apóstoles para que los fueran distribuyendo a la gente (cf. Lc Lc 9,16). Como observa san Lucas, todos comieron hasta saciarse e incluso se llenaron doce canastos con los trozos que habían sobrado (cf. Lc Lc 9,17).

Se trata de un prodigio sorprendente, que constituye el comienzo de un largo proceso histórico: la multiplicación incesante en la Iglesia del Pan de vida nueva para los hombres de todas las razas y culturas. Este ministerio sacramental se confía a los Apóstoles y a sus sucesores. Y ellos, fieles a la consigna del divino Maestro, no dejan de partir y distribuir el Pan eucarístico de generación en generación.


B. Juan Pablo II Homilías 1321