B. Juan Pablo II Homilías 1330

1330 El pueblo de Dios lo recibe con devota participación. Con este Pan de vida, medicina de inmortalidad, se han alimentado innumerables santos y mártires, obteniendo la fuerza para soportar incluso duras y prolongadas tribulaciones. Han creído en las palabras que Jesús pronunció un día en Cafarnaúm: "Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre" (Jn 6,51).

4. "Yo soy el pan vivo, bajado del cielo".
Después de haber contemplado el extraordinario "tríptico" eucarístico, constituido por las lecturas de la liturgia de hoy, fijemos ahora la mirada del espíritu directamente en el misterio. Jesús se define "el Pan de vida", y añade: "El pan que yo daré, es mi carne para la vida del mundo" (Jn 6,51).
¡Misterio de nuestra salvación! Cristo, único Señor ayer, hoy y siempre, quiso unir su presencia salvífica en el mundo y en la historia al sacramento de la Eucaristía. Quiso convertirse en pan partido, para que todos los hombres pudieran alimentarse con su misma vida, mediante la participación en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.

Como los discípulos, que escucharon con asombro su discurso en Cafarnaúm, también nosotros experimentamos que este lenguaje no es fácil de entender (cf. Jn Jn 6,60). A veces podríamos sentir la tentación de darle una interpretación restrictiva. Pero esto podría alejarnos de Cristo, como sucedió con aquellos discípulos que "desde entonces ya no andaban con él" (Jn 6,66).

Nosotros queremos permanecer con Cristo, y por eso le decimos con Pedro: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68). Con la misma convicción de Pedro, nos arrodillamos hoy ante el Sacramento del altar y renovamos nuestra profesión de fe en la presencia real de Cristo.

Este es el significado de la celebración de hoy, que el Congreso eucarístico internacional, en el año del gran jubileo, subraya con fuerza particular. Y este es también el sentido de la solemne procesión que, como cada año, dentro de poco se desarrollará desde esta plaza hasta la basílica de Santa María la Mayor.

Con legítimo orgullo escoltaremos al Sacramento eucarístico a lo largo de las calles de la ciudad, junto a los edificios donde la gente vive, goza y sufre; en medio de los negocios y las oficinas donde se realiza su actividad diaria. Lo llevaremos unido a nuestra vida asechada por un sinfín de peligros, oprimida por las preocupaciones y las penas, y sujeta al lento pero inexorable desgaste del tiempo.

Lo escoltaremos, elevando hacia él el homenaje de nuestros cantos y de nuestras súplicas: "Bone Pastor, panis vere (...) Buen Pastor, verdadero pan -le diremos con confianza-. Oh Jesús, ten piedad de nosotros, aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos.
"Tú que todo lo sabes y todo lo puedes, que nos alimentas en la tierra, guía a tus hermanos a la mesa del cielo, en la gloria de tus santos". Amén.



"STATIO ORBIS". CLAUSURA


DEL XLVII CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL





Domingo 25 de junio



1331 1. "Tomad, esto es mi cuerpo (...); esta es mi sangre" (Mc 14,22-23).

Las palabras que pronunció Jesús durante la última Cena resuenan hoy en nuestra asamblea, mientras nos disponemos a clausurar el Congreso eucarístico internacional. Resuenan con singular intensidad, como una renovada consigna: "¡Tomad!".

Cristo nos confía su Cuerpo entregado y su Sangre derramada. Nos los confía como hizo con los Apóstoles en el Cenáculo, antes de su supremo sacrificio en el Gólgota. Pedro y los demás comensales acogieron estas palabras con asombro y profunda emoción. Pero ¿podían comprender entonces cuán lejos los llevarían?

Se cumplía en aquel momento la promesa que Jesús había hecho en la sinagoga de Cafarnaúm: "Yo soy el pan de vida, (...) el pan que yo daré, es mi carne, para la vida del mundo" (Jn 6,48 Jn 6,51). La promesa se cumplía en la víspera de la pasión, en la que Cristo se entregaría a sí mismo por la salvación de la humanidad.

2. "Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por muchos" (Mc 14,24).
En el Cenáculo Jesús habla de alianza. Es un término que los Apóstoles comprenden fácilmente, porque pertenecen al pueblo con el que Yahveh, como nos narra la primera lectura, había sellado la antigua alianza, durante el éxodo de Egipto (cf. Ex Ex 19-24). Tienen muy presentes en su memoria el monte Sinaí y Moisés, que había bajado de ese monte llevando la Ley divina grabada en dos tablas de piedra.

No han olvidado que Moisés, después de haber tomado el "libro de la alianza", lo había leído en voz alta y el pueblo había aceptado, respondiendo: "Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho el Señor" (Ex 24,7). Así, se había establecido un pacto entre Dios y su pueblo, sellado con la sangre de animales inmolados en sacrificio. Por eso Moisés había rociado al pueblo diciendo: "Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros, según todas estas palabras" (Ex 24,8).

Así pues, los Apóstoles comprendieron bien la referencia a la antigua alianza. Pero ¿qué comprendieron de la nueva? Seguramente muy poco. Deberá bajar el Espíritu Santo a abrirles la mente. Sólo entonces comprenderán el sentido pleno de las palabras de Jesús. Comprenderán y se alegrarán.

Se percibe claramente un eco de esa alegría en las palabras de la carta a los Hebreos que acabamos de proclamar: "Si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo!" (He 9,13-14). Y el autor de la carta concluye: "Por eso Cristo es mediador de una nueva alianza; para que (...) los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida" (He 9,15).

3. "Este es el cáliz de mi sangre". La tarde del Jueves santo, los Apóstoles llegaron hasta el umbral del gran misterio. Cuando, terminada la cena, salieron con él hacia el huerto de los Olivos, no podían saber aún que las palabras que había pronunciado sobre el pan y el cáliz se cumplirían dramáticamente al día siguiente, en la hora de la cruz. Quizá ni siquiera en el día tremendo y glorioso que la Iglesia llama feria sexta in parasceve -el Viernes santo-, se dieron cuenta de que lo que Jesús les había transmitido bajo las especies del pan y del vino contenía la realidad pascual.

En el evangelio de san Lucas hay un pasaje iluminador. Hablando de los dos discípulos de Emaús, el evangelista describe su desilusión: "Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel" (Lc 24,21). Este debió de ser también el sentimiento de los demás discípulos, antes de su encuentro con Cristo resucitado. Sólo después de la resurrección comenzaron a comprender que en la pascua de Cristo se había realizado la redención del hombre. El Espíritu Santo los guiaría luego a la verdad completa, revelándoles que el Crucificado había entregado su cuerpo y había derramado su sangre como sacrificio de expiación por los pecados de los hombres, por los pecados de todo el mundo (cf. 1Jn 2,2).

1332 También el autor de la carta a los Hebreos nos ofrece una clara síntesis del misterio: "Cristo (...) penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna" (He 9,11-12).

4. Hoy reafirmamos esta verdad en la Statio orbis de este Congreso eucarístico internacional, mientras, obedeciendo al mandato de Cristo, volvemos a hacer "en conmemoración suya" cuanto él realizó en el Cenáculo la víspera de su pasión.

"Tomad, esto es mi cuerpo. (...) Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos" (Mc 14,22 Mc 14,24). Desde esta plaza queremos repetir a los hombres y a las mujeres del tercer milenio este anuncio extraordinario: el Hijo de Dios se hizo hombre por nosotros y se entregó en sacrificio por nuestra salvación. Nos da su cuerpo y su sangre como alimento para una vida nueva, una vida divina, ya no sometida a la muerte.

Con emoción recibamos nuevamente este don de manos de Cristo, para que, por medio de nosotros, llegue a todas las familias y a todas las ciudades, a los lugares del dolor y a los centros de la esperanza de nuestro tiempo. La Eucaristía es don infinito de amor: bajo los signos del pan y del vino reconocemos y adoramos el sacrificio único y perfecto de Cristo, ofrecido por nuestra salvación y por la de toda la humanidad. La Eucaristía es realmente "el misterio que resume todas las maravillas que Dios realizó por nuestra salvación" (cf. santo Tomás de Aquino, De sacr. Euch., cap. I).

En el Cenáculo nació y renace continuamente la fe eucarística de la Iglesia. Al terminar el Congreso eucarístico, queremos volver espiritualmente a los orígenes, a la hora del Cenáculo y del Gólgota, para dar gracias por el don de la Eucaristía, don inestimable que Cristo nos ha dejado, don del que vive la Iglesia.

5. Dentro de poco concluirá nuestra asamblea litúrgica, enriquecida con la presencia de fieles procedentes de todo el mundo, y que es más sugestiva aún gracias a este extraordinario adorno floral. A todos os saludo con afecto y os doy las gracias de corazón.

Salgamos de este encuentro fortalecidos en nuestro compromiso apostólico y misionero. Que la participación en la Eucaristía os lleve a ser pacientes en la prueba a vosotros, enfermos; fieles en el amor a vosotros, esposos; perseverantes en los santos propósitos a vosotros, consagrados; fuertes y generosos a vosotros, queridos niños de primera comunión, y, sobre todo, a vosotros, queridos jóvenes, que os disponéis a asumir personalmente la responsabilidad del futuro. Desde esta Statio orbis mi pensamiento va ahora a la solemne celebración eucarística con la que se concluirá la Jornada mundial de la juventud. A vosotros, jóvenes de Roma, de Italia y del mundo, os digo: preparaos esmeradamente para ese encuentro internacional de la juventud, en el que se os llamará a confrontaros con los desafíos del nuevo milenio.

6. Y tú, Cristo, nuestro Señor, que "con este sacramento alimentas y santificas a tus fieles, para que una misma fe ilumine y un mismo amor congregue a todos los hombres que habitan un mismo mundo" (Prefacio II de la Santísima Eucaristía), haz que tu Iglesia, que celebra el misterio de tu presencia salvadora, sea cada vez más firme y compacta.

Infunde tu Espíritu en cuantos se acercan a la sagrada mesa, y dales mayor audacia para testimoniar el mandamiento de tu amor, a fin de que el mundo crea en ti, que un día dijiste: "Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre" (Jn 6,51).
Tú, Señor Jesucristo, Hijo de la Virgen María, eres el único Salvador del hombre, "ayer, hoy y siempre".



SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO





Jueves 29 de junio de 2000



1333 1. "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?" (Mt 16,15).

Jesús formula esta pregunta sobre su identidad a los discípulos mientras se encuentra con ellos en la alta Galilea. Muchas veces ellos le habían hecho preguntas a Jesús; ahora es él quien los interpela. Su pregunta es precisa, y espera una respuesta. Simón Pedro toma la palabra en nombre de todos: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16).

Esta respuesta es extraordinariamente lúcida. Refleja de modo perfecto la fe de la Iglesia. En ella nos vemos reflejados también nosotros. De manera particular, en las palabras de Pedro se ve reflejado el Obispo de Roma, que, por voluntad divina, es su indigno sucesor. Y, en torno a él y con él, os veis reflejados en dichas palabras vosotros, queridos arzobispos metropolitanos, que habéis venido aquí de tantas partes del mundo para recibir el palio en la solemnidad de san Pedro y san Pablo.

Os dirijo a cada uno mi más cordial saludo y de buen grado lo extiendo a cuantos os han acompañado a Roma y a vuestras comunidades, unidas espiritualmente a nosotros en esta solemne circunstancia.

2. "Tú eres el Mesías". Jesús responde a la confesión de Pedro: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo" (Mt 16,17).

¡Dichoso tú, Pedro! Dichoso, porque esta verdad, que es central en la fe de la Iglesia, no podía ser fruto de tu conocimiento de hombre, sino obra de Dios. "Nadie -dijo Jesús- conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27).

Reflexionemos en esta página singularmente densa del Evangelio: el Verbo encarnado había revelado al Padre a sus discípulos; ahora llega el momento en que el mismo Padre les revela a su Hijo unigénito. Pedro acoge la iluminación interior y proclama con valentía: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".

Estas palabras en los labios de Pedro provienen de lo más profundo del misterio de Dios; revelan la verdad íntima, la vida misma de Dios. Y Pedro, bajo la acción del Espíritu divino, se convierte en testigo y confesor de esta verdad sobrehumana. Así, su profesión de fe constituye la base sólida de la fe de la Iglesia: "Sobre ti edificaré mi Iglesia" (Mt 16,18). La Iglesia de Cristo está edificada sobre la fe y sobre la fidelidad de Pedro.

La primera comunidad cristiana era muy consciente de ello y, como narran los Hechos de los Apóstoles, cuando Pedro se encontraba en la cárcel, se reunió para elevar a Dios una oración ferviente por él (cf. Hch Ac 12,5). Fue escuchada, porque la presencia de Pedro era aún necesaria para la comunidad que daba sus primeros pasos: el Señor envió a su ángel para liberarlo de las manos de sus perseguidores (cf. Hch Ac 12,7-11). Estaba escrito en los designios de Dios que Pedro, después de confirmar por mucho tiempo en la fe a sus hermanos, sufriría el martirio aquí, en Roma, juntamente con Pablo, el Apóstol de las gentes, quien también había escapado muchas veces de la muerte.

3. "El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles" (2Tm 4,17). En la segunda lectura hemos escuchado estas palabras, que san Pablo dirigió a su fiel discípulo Timoteo. Testimonian la obra que el Señor realizó en él, a quien había elegido como ministro del Evangelio, "alcanzándolo" en el camino de Damasco (cf. Flp Ph 3,12).

Envuelto en una luz deslumbrante, el Señor se le apareció diciéndole: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" (Ac 9,4), mientras una fuerza misteriosa lo arrojaba al suelo (cf. Hch Ac 9,5). "¿Quién eres, Señor?", había preguntado Saulo. "Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Ac 9,5). Esta fue la respuesta de Cristo. Saulo perseguía a los seguidores de Jesús, y Jesús le hacía saber que, en ellos, lo perseguía a él mismo, a Jesús de Nazaret, el Crucificado, de quien los cristianos afirmaban que había resucitado. Si Saulo experimentaba en ese momento su poderosa presencia, era evidente que Dios lo había resucitado realmente de entre los muertos. Era precisamente él el Mesías esperado por Israel, era él el Cristo vivo y presente en la Iglesia y en el mundo.

1334 ¿Podía comprender Saulo únicamente con su razón todo lo que implicaba ese acontecimiento? Ciertamente, no. En efecto, formaba parte de los designios misteriosos de Dios. El Padre dará a Pablo la gracia de conocer el misterio de la redención, realizada en Cristo. Dios le permitirá comprender la estupenda realidad de la Iglesia, que vive por Cristo, con Cristo y en Cristo. Y él, partícipe de esta verdad, no dejará de proclamarla incansablemente hasta los últimos confines de la tierra.

Pablo comenzará en Damasco su itinerario apostólico, que lo llevará a difundir el Evangelio en muchas partes del mundo entonces conocido. Así, su impulso misionero contribuirá al cumplimiento del mandato que Cristo dio a los Apóstoles: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes..." (
Mt 28,19).

4. Amadísimos hermanos en el episcopado, que habéis venido a recibir el palio, vuestra presencia muestra elocuentemente la dimensión universal de la Iglesia, que nació con el mandato del Señor: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes..." (Mt 28,19).

En efecto, procedéis de quince países de cuatro continentes, y habéis sido llamados por el Señor para ser pastores de Iglesias metropolitanas. La imposición del palio subraya bien el vínculo particular de comunión que os une a la Sede de Pedro y manifiesta la índole católica de la Iglesia.

Cada vez que os revistáis con estos palios, recordad, hermanos queridos, que como pastores estamos llamados a salvaguardar la pureza del Evangelio y la unidad de la Iglesia de Cristo, fundada sobre la "roca" de la fe de Pedro. A esto nos llama el Señor; esta es nuestra misión irrenunciable de guías prudentes de la grey que el Señor nos ha confiado.

5. ¡La unidad plena de la Iglesia! Resuena en mi alma el eco de esta consigna de Cristo. Se trata de una consigna sumamente urgente en el comienzo de este nuevo milenio. Por esta intención oremos y trabajemos sin cansarnos jamás de esperar.

Con estos sentimientos, abrazo y saludo con afecto a la delegación del patriarcado ecuménico de Constantinopla, que ha venido para celebrar con nosotros la memoria litúrgica de san Pedro y san Pablo. Gracias, venerados hermanos, por vuestra presencia y vuestra cordial participación en esta solemne celebración litúrgica. Que el Señor nos conceda llegar cuanto antes a la unidad plena de todos los creyentes en Cristo.

Que nos obtengan este don los apóstoles san Pedro y san Pablo, a quienes la Iglesia de Roma recuerda en este día, en el que se hace memoria de su martirio y, por eso, de su nacimiento a la vida en Dios. Por el Evangelio aceptaron sufrir y morir, y llegaron a ser partícipes de la resurrección del Señor. Su fe, confirmada por el martirio, es la misma fe de María, la Madre de los creyentes, de los Apóstoles, de los santos y de las santas de todos los siglos.

Hoy la Iglesia proclama nuevamente su fe. Es nuestra fe, la fe inmutable de la Iglesia en Jesús, único Salvador del mundo; en Cristo, el Hijo del Dios vivo, muerto y resucitado por nosotros y por la humanidad entera.



PEREGRINACIÓN NACIONAL DE POLONIA




Jueves 6 de julio de 2000



1. "Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben" (Ps 67,4).
1335 Esta invocación resuena desde aquí, desde este lugar, desde la puerta abierta del año del gran jubileo. Y a ella responden no sólo las personas de forma individual, sino también pueblos enteros, enteras naciones. Llegan las peregrinaciones nacionales de diversas partes de Europa y del mundo para dar aquí, en el corazón de la Iglesia, gloria y honor a Dios. Hoy se encuentra en Roma la peregrinación de Polonia.

Os doy a todos mi cordial bienvenida. Saludo al cardenal primado, a los cardenales de Cracovia y Wroclaw, a los arzobispos, a los obispos, a los sacerdotes, a las religiosas y a los fieles de tantas parroquias y comunidades. Saludo a los representantes de las autoridades estatales y regionales, encabezadas por el presidente de la República, el primer ministri y los presidentes del Parlamento y del Senado. Que la abundancia de las gracias jubilares se derrame sobre todos los peregrinos aquí presentes. Que la obtengan también vuestras familias y vuestros seres queridos, en la patria y en el mundo.

2. "Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (
He 13,8). A él queremos unir nuestro futuro. Sólo él es la Puerta y sólo él tiene palabras de vida eterna. Este es el sentido más profundo del gran jubileo: es el tiempo de la vuelta a las raíces de la fe y, a la vez, de la entrada en el futuro a través de la Puerta, que es Cristo. En él, Hijo de Dios encarnado, se realiza el misterio eterno de la elección del hombre por parte de Dios, el misterio que hoy nos desvela el apóstol san Pablo, que escribe: "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor" (Ep 1,3-4).

Siguiendo el pensamiento del Apóstol, conozcamos cuál es el plan eterno de Dios con respecto al hombre, que hizo a su imagen y semejanza. Dios, al crearlo de este modo, desde el inicio hizo al hombre semejante a su Hijo y lo unió a él. Si en este Año jubilar recordamos de modo especial el nacimiento del Hijo de Dios, que tuvo lugar hace dos mil años, mediante este acontecimiento, el más grande de la historia de la humanidad, nos encontramos en el umbral del misterio que nos envuelve a todos y cada uno: el Hijo de Dios se hizo hombre, para que nosotros, en él y por él, nos convirtiéramos en hijos adoptivos de Dios. En efecto, "al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4,4-5). Son palabras de san Pablo en la carta a los Gálatas. Si hoy hacemos la peregrinación a la Puerta santa del gran jubileo, lo hacemos ante todo para dar gracias por el gran don de la filiación adoptiva de Dios, que mediante el nacimiento de Cristo llegó a ser la herencia del hombre.

Como escribe san Pablo, hemos recibido esta gracia de Dios para ser "santos e irreprochables ante él" (Ep 1,4) y "para ser alabanza de su gloria" (Ep 1,12). No se puede alcanzar la santidad, no es posible existir para la gloria de Dios si no es por Cristo, con Cristo y en Cristo. En él "tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia" (Ep 1,7). Por eso, en este Año jubilar la Iglesia nos lleva de modo particular por el camino de la penitencia y de la reconciliación, para que nos acerquemos con confianza a Cristo y encontremos en él las inagotables fuentes de su misericordia. "Él perdona todas nuestras culpas, y cura todas nuestras enfermedades; él rescata nuestra vida de la fosa y nos colma de gracia y de ternura" (cf. Sal Ps 103,3-4). Si hoy la Iglesia nos recomienda e impulsa a la antigua práctica de la indulgencia, lo hace porque el tiempo del jubileo es particularmente propicio para que el hombre abra su corazón a la acción de esta gracia, que brota del Corazón abierto del Redentor.
San Pablo escribe: Cristo "es prenda de nuestra herencia, para redención del pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria" (Ep 1,14). Así pues, debemos aprovechar la gracia de este tiempo, que nos acerca a Cristo y nos permite participar más plenamente en la herencia que Dios nos ha preparado en su gloria.

3. Una vez, en Nazaret, Cristo dijo de sí mismo, como hemos escuchado en el evangelio de hoy: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. (...) Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy" (Lc 4,18-19 Lc 4,21). Este "hoy" perdura incesantemente desde el día en que el Hijo de Dios vino a la tierra. Después de su muerte y resurrección, este "hoy" permanece en la Iglesia, en la que está presente Cristo, hasta el fin del mundo. Este "hoy" se realiza en cada uno de nosotros, que mediante el bautismo hemos sido injertados en Cristo.

Es necesario que en el año del gran jubileo seamos particularmente conscientes de esta verdad. Debemos recordar que este "hoy" de Cristo debe continuar en los siglos futuros, hasta su segunda venida. Esa conciencia debe determinar el programa de vida de la Iglesia y el de la vida de cada uno de nosotros en el nuevo milenio.

En los últimos años las diócesis han elaborado ese programa durante los sínodos pastorales locales, y toda la Iglesia en Polonia lo hizo en el Sínodo plenario, tratando de definir cuáles eran los desafíos que planteaban a los creyentes el presente y el futuro, y de qué modo se debían afrontar. Los pastores y los fieles, pidiendo luz al Espíritu Santo, hicieron un análisis de los fenómenos presentes actualmente en la Iglesia en Polonia, trataron de discernir las tareas que debía llevar a cabo nuestra generación en la perspectiva del nuevo milenio y trazaron los caminos, a lo largo de los cuales la Iglesia debe entrar en el nuevo siglo. Todo esto se redactó por escrito como programa de evangelización para el tercer milenio. La puerta abierta del gran jubileo nos recuerda de modo particular a nosotros y a toda la Iglesia en Polonia que este programa no puede quedar como letra muerta, sino que debe ser aceptado por todos y realizado con entrega y perseverancia.

Afecta a numerosos sectores de la vida de la Iglesia. Sin embargo, hoy, poniéndome a la escucha del Evangelio que acabamos de proclamar, quiero destacar dos dimensiones de la actividad pastoral del clero y del apostolado de los laicos en nuestro país.

Cristo dice: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva" (Lc 4,18). Por eso, la primera tarea para la que fue enviado era el anuncio del Evangelio. Esa fue la primera tarea de los Apóstoles: "Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a todas las gentes" (Mc 16,15). Esta llamada es siempre actual y apremiante. Atañe a todos los fieles, tanto clérigos como laicos. Todos estamos llamados a testimoniar cada día con nuestra vida el Evangelio de la salvación. Es preciso que, al entrar en el nuevo milenio, respondamos a esta llamada con todo fervor. Los padres han de ser testigos del Evangelio ante los niños y los jóvenes. Los jóvenes deben llevar la buena nueva a sus coetáneos, que a menudo pierden el sentido de la vida, desconcertados entre lo que el mundo les propone. Los pastores no han de olvidar que el espíritu misionero, la solicitud por cada hombre que busca a Cristo y por todos los que se han alejado de él, pertenece a la esencia de su misión pastoral.

1336 Con el mismo espíritu pido a todos los fieles de Polonia que oren por las intenciones de los misioneros y por las vocaciones misioneras. Hago esta petición de manera especial porque hoy se celebra la memoria litúrgica de la beata María Teresa Ledòchowska, llamada "Madre de los africanos", patrona de la Cooperación misionera de la Iglesia en Polonia y fundadora de las religiosas Claverianas, de cuya beatificación este año celebramos el vigésimo quinto aniversario. Es grande la riqueza espiritual y son grandes las posibilidades de la Iglesia que está en Polonia. Es preciso aprovechar ese tesoro, para ayudar de forma eficaz a las Iglesias hermanas de África, América, Asia e incluso Europa. Pido a Dios que inspire con el espíritu de este particular apostolado el corazón de los numerosos sacerdotes y religiosos de nuestra patria. La Iglesia universal necesita servidores del Evangelio procedentes de Polonia.

Mientras estamos a la escucha de las palabras de Cristo: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor" (cf. Lc
Lc 4,18-19), nos damos cuenta de que el jubileo, como período en el que experimentamos de modo particular la misericordia de Dios, nos lleva hacia los que tienen necesidad de nuestra misericordia. El "hoy" de la Iglesia, vivido como un "hoy" en el que se cumple la misión mesiánica de Cristo, debemos vivirlo como un "hoy" de los pobres, de los oprimidos, de los que están solos o enfermos, de todos los que Cristo eligió como destinatarios especiales de la predicación "del año de gracia del Señor". Ojalá que este "año de gracia" se les proclame mediante obras de amor auténtico, tratando de formar una cultura de solidaridad y colaboración. Ojalá que el fantasma de la pérdida del trabajo, de la casa, de la salud o de la posibilidad de instrucción, no ensombrezca la alegría de vivir el Año jubilar, que abre la perspectiva del nuevo milenio. Es preciso que todos los responsables de la vida social en nuestro país hagan todo lo que esté de su parte para que se lleven a cabo reformas económicas justas, pues así todos saldrían beneficiados, especialmente los más pobres. Pido esto de modo particular a todos los que basan en los valores cristianos el programa de su actividad.

Sin embargo, el deber de salir al encuentro de las necesidades de los menos afortunados no corresponde sólo a los políticos, a los empresarios o a las organizaciones caritativas, sino a todos los que pueden remediar de algún modo la indigencia del prójimo. El Año jubilar es una ocasión especial para que todos los miembros de la comunidad de la Iglesia, tanto eclesiásticos como laicos, lleven a cabo obras de misericordia para bien de sus hermanos. Al elaborar programas pastorales en el país, en la diócesis o en la parroquia, es preciso volver constantemente a la idea de la opción preferencial por los pobres y los necesitados. Pensando en las familias con muchos hijos, en los ancianos, en los enfermos, en los abandonados, os pido a vosotros, queridos hermanos y hermanas, y a todos los creyentes de Polonia, lo mismo que pedía san Pablo: "Que vuestra abundancia remedie su necesidad, para que la abundancia de ellos pueda remediar también vuestra necesidad y reine la igualdad, como dice la Escritura: el que mucho recogió, no tuvo de más; y el que poco, no tuvo de menos" (2Co 8,14-15).

4. "Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (He 13,8). Esta verdad nos habla con una fuerza particular, mientras nos acercamos al umbral de la puerta del gran jubileo, para entrar en el nuevo milenio con la fe, la esperanza y la caridad que hemos recibido junto con la gracia del santo bautismo. "Pasar por esa puerta significa confesar que Cristo Jesús es el Señor, fortaleciendo la fe en él para vivir la vida nueva que nos ha dado" (Incarnationis mysterium, 8). Sólo él es la Puerta que permite entrar en la vida de comunión con Dios: "Esta es la puerta del Señor, los vencedores entrarán por ella" (Ps 118,20). Que esta peregrinación nacional de los polacos con ocasión del gran jubileo nos acerque a todos a Cristo Redentor; él es la fuente de la vida y de la esperanza para el tercer milenio, que se acerca. "Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre".



JUBILEO EN LAS CÁRCELES





Domingo 9 de julio


1. "Estuve (...) en la cárcel..." (Mt 25,35-36). Estas palabras de Cristo han resonado hoy para nosotros en el pasaje evangélico que acabamos de proclamar. Nos traen a la mente la imagen de Cristo que estuvo efectivamente en la cárcel. Nos parece volverlo a ver en la tarde del Jueves santo en Getsemaní: él, la inocencia personificada, escoltado como un malhechor por los esbirros del Sanedrín, capturado y llevado ante el tribunal de Anás y Caifás. Siguen las largas horas de la noche a la espera del juicio ante el tribunal romano de Pilato. El juicio tiene lugar la mañana del Viernes santo en el pretorio: Jesús está de pie ante el procurador romano, que lo interroga. Sobre su cabeza pende la demanda de condena a muerte mediante el suplicio de la cruz. Lo vemos luego atado a un palo para la flagelación. Sucesivamente es coronado de espinas... "Ecce homo", "He aquí al hombre". Pilato pronunció esas palabras, tal vez esperando que se produjera una reacción de humanidad en los presentes. La respuesta fue: "¡Crucifícalo, crucifícalo!" (Lc 23,21). Y cuando, por fin, le quitaron las cuerdas de las manos, fue para clavarlas en la cruz.

2. Amadísimos hermanos y hermanas, ante nosotros, aquí reunidos, se presenta Jesucristo, el detenido. "Estuve (...) en la cárcel, y vinisteis a verme" (Mt 25,35-36). Pide que lo vean en vosotros, como en muchas otras personas afectadas por diversas formas de sufrimiento humano: "Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40). Se puede decir que estas palabras contienen el "programa" del jubileo en las cárceles, que hoy celebramos. Nos invitan a vivirlo como compromiso en favor de la dignidad de todos, la dignidad que brota del amor de Dios a toda persona humana.

Doy las gracias a todos los que han querido participar en este evento jubilar. Dirijo un cordial saludo a las autoridades que han intervenido: al señor ministro de Justicia, al jefe del departamento de la Administración penitenciaria, al director de esta cárcel, al comandante de la policía, así como a los agentes que colaboran con él.

Sobre todo os saludo a cada uno de vosotros, detenidos, con afecto fraterno. Me presento a vosotros como testigo del amor de Dios. Vengo a deciros que Dios os ama y desea que recorráis un itinerario de rehabilitación y de perdón, de verdad y de justicia. Quisiera poder escuchar el relato de la historia personal de cada uno. Yo no puedo hacerlo, pero sí lo pueden hacer vuestros capellanes, que os acompañan en nombre de Cristo. A ellos va mi saludo cordial y mi aliento.

Saludo también a todos los que desempeñan esa tarea tan ardua en todas las cárceles de Italia y del mundo. Además, siento el deber de expresar mi aprecio a los voluntarios, que colaboran con los capellanes para estar cerca de vosotros con iniciativas oportunas. También con su ayuda, la cárcel puede adquirir un rasgo de humanidad y enriquecerse con una dimensión espiritual, que es importantísima para vuestra vida. Esta dimensión, propuesta a la libre aceptación de cada uno, se ha de considerar un elemento determinante para un proyecto de reclusión más conforme a la dignidad humana.

3. Precisamente sobre ese proyecto arroja luz el pasaje de la primera lectura, en el que el profeta Isaías traza el perfil del futuro Mesías con algunos rasgos significativos: "No gritará, no hablará recio ni hará oír su voz en las plazas. No romperá la caña quebrada ni apagará la mecha que se extingue. Expondrá fielmente el derecho, sin cansarse ni desmayar, hasta que establezca el derecho en la tierra" (Is 42,2-4). En el centro de este jubileo está Cristo, el detenido; al mismo tiempo, está Cristo, el legislador.Él es el que establece la ley, la proclama y la consolida. Sin embargo, no lo hace con prepotencia, sino con mansedumbre y con amor. Cura lo que está enfermo, fortalece lo que está quebrado. Donde arde aún una tenue llama de bondad, la reaviva con el soplo de su amor. Proclama con fuerza el derecho, pero cura las heridas con el bálsamo de la misericordia.


B. Juan Pablo II Homilías 1330