B. Juan Pablo II Homilías 1345

JUBILEO DE LOS PROFESORES UNIVERSITARIOS




Domingo 10 de septiembre de 2000

1. "Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos" (Mc 7,37).

1346 En el clima jubilar de esta celebración estamos invitados, ante todo, a compartir el asombro y la alabanza de cuantos asistieron al milagro narrado en el texto evangélico que acabamos de escuchar. Como tantos otros episodios de curación, este testimonia la llegada, en la persona de Jesús, del reino de Dios. En Cristo se cumplen las promesas mesiánicas anunciadas por el profeta Isaías: "Los oídos del sordo se abrirán, (...) la lengua del mudo cantará" (Is 35,5-6). En él se ha abierto, para toda la humanidad, el año de gracia del Señor (cf. Lc Lc 4,17-21).

Este año de gracia atraviesa los tiempos, marca ya toda la historia; es principio de resurrección y de vida, que implica no sólo a la humanidad, sino también a la creación (cf. Rm Rm 8,19-22).
Estamos aquí para renovar la experiencia de ese año de gracia, en este jubileo de las universidades, que os reúne a vosotros, ilustres rectores, profesores, administradores y capellanes, que habéis acudido de varios países, y a vosotros, amadísimos estudiantes, procedentes de todo el mundo.

A todos vosotros os dirijo mi cordial saludo. Agradezco la presencia de los señores cardenales y obispos concelebrantes. Saludo también al señor ministro de Universidades y a las demás autoridades aquí reunidas.

2. "¡Effetá!, ¡ábrete!" (Mc 7,34). Esta palabra, pronunciada por Jesús en la curación del sordomudo, resuena hoy para nosotros; es una palabra sugestiva, de gran intensidad simbólica, que nos llama a abrirnos a la escucha y al testimonio.

El sordomudo, del que habla el Evangelio, ¿no evoca acaso la situación de quien no logra establecer una comunicación que dé sentido verdadero a la existencia? En cierto modo, nos hace pensar en el hombre que se encierra en una supuesta autonomía, en la que termina por encontrarse aislado con respecto a Dios y, a menudo, también con respecto a su prójimo. Jesús se dirige a este hombre para restituirle la capacidad de abrirse al Otro y a los demás, con una actitud de confianza y de amor gratuito. Le ofrece la extraordinaria oportunidad de encontrar a Dios, que es amor y se deja conocer por quien ama. Le ofrece la salvación.

Sí, Cristo abre al hombre al conocimiento de Dios y de sí mismo. Lo abre a la verdad, porque él es la verdad (cf. Jn Jn 14,6), tocándolo interiormente y curando así "desde dentro" todas sus facultades.
Amadísimos hermanos y hermanas comprometidos en el ámbito de la investigación y del estudio, esta palabra constituye para vosotros una exhortación a abrir vuestro espíritu a la verdad que libera. Al mismo tiempo, la palabra de Cristo os llama a convertiros en intermediarios, ante muchedumbres de jóvenes, de este "effetá", que abre el espíritu a la acogida de uno u otro aspecto de la verdad en los diversos campos del saber. Visto desde esta perspectiva, vuestro compromiso diario se convierte en seguimiento de Cristo por el camino del servicio a los hermanos en la verdad del amor.

Cristo es aquel que "todo lo ha hecho bien" (Mc 7,37). Es el modelo que debéis contemplar constantemente para que vuestra actividad académica preste un servicio eficaz a la aspiración humana a un conocimiento cada vez más pleno de la verdad.

3. "Decid a los cobardes de corazón: "Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios (...) que os salvará"" (Is 35,4).

Amadísimos profesores y estudiantes, en estas palabras de Isaías también se inscribe muy bien vuestra misión. Todos los días os comprometéis a anunciar, defender y difundir la verdad. A menudo se trata de verdades relacionadas con las más diversas realidades del cosmos y de la historia. No siempre, como en los ámbitos de la teología y de la filosofía, el discurso aborda directamente el problema del sentido último de la vida y la relación con Dios. Sin embargo, este sigue siendo el horizonte más vasto de todo pensamiento. También en las investigaciones sobre aspectos de la vida que parecen completamente alejados de la fe, se esconde un deseo de verdad y de sentido que va más allá de lo particular y de lo contingente.

1347 Cuando el hombre no es espiritualmente "sordo y mudo", todo itinerario del pensamiento, de la ciencia y de la experiencia le hace ver también un reflejo del Creador y suscita un deseo de él, con frecuencia escondido y quizá incluso reprimido, pero indeleble. Esto lo había comprendido muy bien san Agustín, que exclamaba: "Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti" (Confesiones I, 1, 1).

Vuestra vocación de estudiosos y profesores que habéis abierto el corazón a Cristo consiste en vivir y testimoniar eficazmente esta relación entre cada uno de los saberes y el "saber" supremo que se refiere a Dios y que, en cierto sentido, coincide con él, con su Verbo encarnado y con el Espíritu de verdad que él nos ha dado. Así, con vuestra contribución, la universidad se convierte en el lugar del effetá, donde Cristo, sirviéndose de vosotros, sigue realizando el milagro de abrir los oídos y los labios, suscitando una nueva escucha y una auténtica comunicación.

La libertad de investigación no debe temer este encuentro con Cristo. No perjudica el diálogo y el respeto a las personas, ya que la verdad cristiana, por su misma naturaleza, se propone y jamás se impone, y su punto fundamental es el profundo respeto del "sagrario de la conciencia" (Redemptoris missio
RMi 39 cf. Redemptor hominis RH 12 Dignitatis humanae, 3).

4. Nuestro tiempo es una época de grandes transformaciones, que afectan también al mundo universitario. El carácter humanístico de la cultura se manifiesta a veces de manera marginal, mientras que se acentúa la tendencia a reducir el horizonte del conocimiento a lo que es mensurable y a descuidar toda cuestión relativa al significado último de la realidad. Podríamos preguntarnos qué hombre prepara hoy la universidad.

Frente a los desafíos de un nuevo humanismo que sea auténtico e integral, la universidad necesita personas atentas a la palabra del único Maestro; necesita profesionales cualificados y testigos creíbles de Cristo. Ciertamente, es una misión difícil, que exige empeño constante, se alimenta de la oración y del estudio, y se expresa en la normalidad de la vida diaria.

Esta misión se apoya en la pastoral universitaria, que es al mismo tiempo atención espiritual a las personas y acción eficaz de animación cultural, en la que la luz del Evangelio orienta y humaniza los itinerarios de la investigación, del estudio y de la didáctica.

El centro de esa acción pastoral son las capillas universitarias, donde, profesores, alumnos y personal encuentran apoyo y ayuda para su vida cristiana. Situadas como lugares significativos en el marco de la universidad, sostienen el compromiso de cada uno en las formas y en los modos que el ambiente universitario sugiere: son lugares del espíritu, palestras de virtudes cristianas, casas acogedoras y abiertas, y centros vivos y propulsores de animación cristiana de la cultura, mediante el diálogo respetuoso y sincero, la propuesta clara y motivada (cf. 1P 3,15) y el testimonio que interroga y convence.

5. Queridos hermanos, es para mí una gran alegría celebrar hoy con vosotros el jubileo de las universidades. Vuestra multitudinaria y cualificada presencia constituye un signo elocuente de la fecundidad cultural de la fe.

Al fijar su mirada en el misterio del Verbo encarnado (cf. Incarnationis mysterium, 1), el hombre se encuentra a sí mismo (cf. Gaudium et spes GS 22). Experimenta, además, una íntima alegría, que se expresa con el mismo estilo interior del estudio y de la enseñanza. La ciencia supera así los límites que la reducen a mero proceso funcional y pragmático, para encontrar de nuevo su dignidad de investigación al servicio del hombre en su verdad total, iluminada y orientada por el Evangelio.

Amadísimos profesores y alumnos, esta es vuestra vocación: hacer de la universidad el ambiente en el que se cultiva el saber, el lugar donde la persona encuentra perspectivas, sabiduría y estímulos para el servicio cualificado de la sociedad.

Encomiendo vuestro camino a María, Sedes sapientiae, cuya imagen os entrego hoy, para que la acojáis, como maestra y peregrina, en las ciudades universitarias del mundo. Ella, que sostuvo con su oración a los Apóstoles en los albores de la evangelización, os ayude también a vosotros a animar con espíritu cristiano el mundo universitario.



JUBILEO DE LA TERCERA EDAD




1348

Domingo 17 de septiembre de 2000

1. "Vosotros, ¿quién decís que soy yo?" (Mc 8,29). Esta es la pregunta que Cristo formula a sus discípulos, después de haberlos interrogado sobre la opinión común de la gente. Así profundiza el diálogo con sus discípulos, casi obligándolos a dar una respuesta más directa y personal. En nombre de todos Pedro responde con prontitud y claridad de fe: "Tú eres el Mesías" (Mc 8,29).

El diálogo de Jesús con los Apóstoles, que hemos vuelto a escuchar hoy en esta plaza con ocasión del jubileo de la tercera edad, nos impulsa a ahondar en el significado del acontecimiento que estamos celebrando. En el Año jubilar que recuerda el bimilenario del nacimiento de Cristo, toda la Iglesia eleva al Señor, de un modo muy particular, "una gran plegaria de alabanza y de acción de gracias sobre todo por el don de la encarnación del Hijo de Dios y de la redención realizada por él" (Tertio millennio adveniente TMA 32).

"Vosotros, ¿quién decís que soy yo?". Ante esta pregunta, que nos sigue interpelando, estamos aquí para hacer nuestra la respuesta de Pedro, reconociendo en Cristo al Verbo encarnado, al Señor de nuestra vida.

2. Amadísimos hermanos y hermanas que habéis venido en peregrinación a Roma para vuestro jubileo, os doy mi más cordial bienvenida, feliz de celebrar con vosotros este singular momento de gracia y de comunión eclesial.

Os saludo a todos con afecto. Dirijo un saludo particular al señor cardenal James Francis Stafford y a todos los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio aquí presentes. Envío un recuerdo afectuoso a todos los obispos y sacerdotes ancianos del mundo entero, así como a cuantos en la vida religiosa o laical han gastado sus energías en el cumplimiento de los deberes de su estado. ¡Gracias por vuestro ejemplo de amor, de entrega y de fidelidad a la vocación recibida!

Deseo expresar mi aprecio a cuantos han afrontado dificultades y molestias con tal de no faltar a esta cita. Sin embargo, al mismo tiempo, mi pensamiento va también a todas las personas ancianas, solas o enfermas, que no han podido salir de su casa, pero que están espiritualmente unidas a nosotros y siguen esta celebración a través de la radio y la televisión. A cuantos se encuentran en situaciones precarias o en dificultades particulares, les aseguro mi cercanía cordial y mi recuerdo en la oración.

3. El jubileo de la tercera edad, que hoy celebramos, reviste una importancia particular si se considera la presencia creciente de las personas ancianas en la sociedad actual. Celebrar el jubileo significa, ante todo, recoger el mensaje de Cristo para esas personas, pero, a la vez, atesorar el mensaje de experiencia y sabiduría que ellas mismas transmiten en esta etapa particular de su vida. Para muchas de ellas, la tercera edad es el tiempo de reorganizar la propia vida, haciendo fructificar la experiencia y las capacidades adquiridas.

En realidad, como subrayé en la Carta a los ancianos (cf. n. 13), también la edad avanzada es un tiempo de gracia, que invita a unirse con amor más intenso al misterio salvífico de Cristo y a participar más profundamente en su proyecto de salvación. Queridos ancianos, la Iglesia os mira con amor y confianza, comprometiéndose a favorecer la realización de un ambiente humano, social y espiritual en cuyo seno todas las personas puedan vivir de forma plena y digna esta importante etapa de su vida.

Precisamente durante estos días, el Consejo pontificio para los laicos ha querido dar una contribución a este aspecto de la pastoral, promoviendo una reflexión sobre el tema: "El don de una larga vida: responsabilidad y esperanza". He apreciado mucho esta iniciativa, y espero que este simposio estimule a las familias, al personal religioso y laico de las casas que acogen a los ancianos, así como a todos los agentes implicados en el servicio a la tercera edad, a contribuir activamente a la renovación de un compromiso social y pastoral específico. En efecto, aún se puede hacer mucho para acrecentar la conciencia de las exigencias de los ancianos, para ayudarles a expresar mejor sus capacidades, para facilitar su participación activa en la vida de la Iglesia y, sobre todo, para lograr que se respete y valore siempre y en todo lugar su dignidad de personas.

4. Todo esto lo iluminan las lecturas de este domingo, que nos invitan a profundizar el modo como se ha realizado el designio salvífico de Dios. Hemos escuchado en el libro del profeta Isaías la descripción del Siervo sufriente, que es el retrato de una persona que se pone totalmente a disposición de Dios. "El Señor me abrió el oído; yo no resistí, ni me eché atrás" (Is 50,5). El Siervo de Yahveh acepta la misión que se le ha encomendado, aunque es difícil y llena de peligros: la confianza que pone en Dios le da la fuerza y los recursos necesarios para cumplirla, permaneciendo firme incluso en medio de la adversidad.

1349 El misterio de sufrimiento y de redención anunciado por la figura del Siervo de Yahveh se realizó plenamente en Cristo. Como hemos escuchado en el evangelio de hoy, Jesús comenzó a enseñar a los Apóstoles "que el Hijo del hombre tenía que padecer mucho" (Mc 8,31). A primera vista, esta perspectiva resulta humanamente difícil de aceptar, como lo muestra también la reacción inmediata de Pedro y de los Apóstoles (cf. Mc Mc 8,32-35). ¿Y cómo podría ser de otro modo? El sufrimiento no puede por menos de causar miedo. Pero precisamente en el sufrimiento redentor de Cristo está la verdadera respuesta al desafío del dolor, que tanto influye en nuestra condición humana. En efecto, Cristo tomó sobre sí nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores, iluminándolos, mediante su cruz y su resurrección, con una luz nueva de esperanza y de vida.

5. Queridos hermanos y hermanas, amigos ancianos, en un mundo como el actual, en el que a menudo se mitifican la fuerza y la potencia, tenéis la misión de testimoniar los valores que cuentan de verdad, más allá de las apariencias, y que permanecen para siempre porque están inscritos en el corazón de todo ser humano y garantizados por la palabra de Dios.

Precisamente por ser personas de la llamada "tercera edad", tenéis una contribución específica que dar al desarrollo de una auténtica "cultura de la vida" -tenéis, o mejor, tenemos, porque también yo pertenezco a vuestra edad-, testimoniando que cada momento de la existencia es un don de Dios y cada etapa de la vida humana tiene sus riquezas propias que hay que poner a disposición de todos.

Vosotros mismos experimentáis cómo el tiempo que pasa sin el agobio de tantas ocupaciones puede favorecer una reflexión más profunda y un diálogo más amplio con Dios en la oración. Además, vuestra madurez os impulsa a compartir con los más jóvenes la sabiduría acumulada con la experiencia, sosteniéndolos en su esfuerzo por crecer y dedicándoles tiempo y atención en el momento en el que se abren al futuro y buscan su camino en la vida. Podéis realizar en favor de ellos una tarea realmente valiosa.

Amadísimos hermanos y hermanas, la Iglesia os contempla con gran estima y confianza. La Iglesia os necesita. Pero también la sociedad civil necesita de vosotros. Eso lo dije hace un mes a los jóvenes y ahora os lo digo a vosotros ancianos, a nosotros ancianos. La Iglesia necesita de nosotros, pero también la sociedad civil nos necesita. Sabed emplear generosamente el tiempo que tenéis a disposición y los talentos que Dios os ha concedido, ayudando y apoyando a los demás. Contribuid a anunciar el Evangelio como catequistas, animadores de la liturgia y testigos de vida cristiana. Dedicad tiempo y energías a la oración, a la lectura de la palabra de Dios y a reflexionar sobre ella.

6. "Yo, por las obras, te demostraré mi fe" (Jc 2,18). Con estas palabras el apóstol Santiago nos ha invitado a expresar en la vida diaria, abiertamente y con valentía, nuestra fe en Cristo, especialmente a través de nuestras obras de caridad y solidaridad para con los necesitados (cf. Jc 2,15-16).

Hoy doy gracias al Señor por nuestros numerosos hermanos que testimonian esa fe operante en el servicio diario a los ancianos, pero también por el gran número de ancianos que, en la medida de sus posibilidades, siguen prodigándose aún por los demás.

En esta alegre celebración del jubileo de la tercera edad queréis renovar vuestra profesión de fe en Cristo, único Salvador del hombre, y vuestra adhesión a la Iglesia, mediante el compromiso de una vida vivida con amor.

Juntos queremos hoy dar gracias por el don de la encarnación del Hijo de Dios y de la redención que realizó. Prosigamos la peregrinación de nuestra existencia diaria con la certeza de que la historia humana en su conjunto y también la historia personal de cada uno forman parte de un plan divino, iluminado por el misterio de la resurrección de Cristo.

Pidamos a María, Virgen peregrina en la fe y nuestra Madre celestial, que nos acompañe a lo largo del camino de la vida y nos ayude a pronunciar como ella nuestro "sí" a la voluntad de Dios, cantando junto con ella nuestro Magníficat, con la confianza y la alegría perenne del corazón.



MISA DE CLAUSURA DEL XX CONGRESO


MARIOLÓGICO-MARIANO INTERNACIONAL






Domingo 24 de septiembre de 2000




1350 Amadísimos hermanos y hermanas:

1. "Acercando a un niño, lo puso en medio de ellos" (
Mc 9,36). Este singular gesto de Jesús, que nos recuerda el evangelio que acabamos de proclamar, viene inmediatamente después de la recomendación con la que el Maestro había exhortado a sus discípulos a no desear el primado del poder, sino el del servicio. Una enseñanza que debió impactar profundamente a los Doce, que acababan de "discutir sobre quién era el más importante" (Mc 9,34). Se podría decir que el Maestro sentía la necesidad de ilustrar una enseñanza tan difícil con la elocuencia de un gesto lleno de ternura. Abrazó a un niño, que según los parámetros de aquella época no contaba para nada, y casi se identificó con él: "El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí" (Mc 9,37).

En esta eucaristía, que concluye el XX Congreso mariológico-mariano internacional y el jubileo mundial de los santuarios marianos, me agrada asumir como perspectiva de reflexión precisamente ese singular icono evangélico.En él se expresa, antes que una doctrina moral, una indicación cristológica e, indirectamente, una indicación mariana.

En el abrazo al niño Cristo revela ante todo la delicadeza de su corazón, capaz de todas las vibraciones de la sensibilidad y del afecto. Se nota, en primer lugar, la ternura del Padre, que desde la eternidad, en el Espíritu Santo, lo ama y en su rostro humano ve al "Hijo predilecto" en el que se complace (cf. Mc Mc 1,11 Mc 9,7). Se aprecia también la ternura plenamente femenina y materna con la que lo rodeó María en los largos años transcurridos en la casa de Nazaret. La tradición cristiana, sobre todo en la Edad Media, solía contemplar frecuentemente a la Virgen abrazando al niño Jesús. Por ejemplo, Aelredo de Rievaulx se dirige afectuosamente a María invitándola a abrazar al Hijo que, después de tres días, había encontrado en el templo (cf. Lc Lc 2,40-50): "Abraza, dulcísima Señora, abraza a Aquel a quien amas; arrójate a su cuello, abrázalo y bésalo, y compensa los tres días de su ausencia con múltiples delicias" (De Iesu puero duodenni 8: SCh 60, p. 64).

2. "Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos" (Mc 9,35). En el icono del abrazo al niño se manifiesta toda la fuerza de este principio, que en la persona de Jesús, y luego también en la de María, encuentra su realización ejemplar.

Nadie puede decir como Jesús que es el "primero". En efecto, él es el "primero y el último, el alfa y la omega" (cf. Ap Ap 22,13), el resplandor de la gloria del Padre (cf. Hb He 1,3). A él, en la resurrección, se le concedió "el nombre que está sobre todo nombre" (Ph 2,9). Pero, en la pasión, él se manifestó también "el último de todos" y, como "servidor de todos", no dudó en lavar los pies a sus discípulos (cf. Jn Jn 13,14).

Muy de cerca lo sigue María en este abajamiento. Ella, que tuvo la misión de la maternidad divina y los excepcionales privilegios que la sitúan por encima de toda otra criatura, se siente ante todo "la esclava del Señor" (Lc 1,38 Lc 1,48) y se dedica totalmente al servicio de su Hijo divino. Y, con pronta disponibilidad, también se convierte en "servidora" de sus hermanos, como lo muestran muy bien los episodios evangélicos de la Visitación y las bodas de Caná.

3. Por eso, el principio enunciado por Jesús en el evangelio ilumina también la grandeza de María. Su "primado" está enraizado en su "humildad". Precisamente en esta humildad Dios la llamó y la colmó de sus favores, convirtiéndola en la kexaritwmSnh, la llena de gracia (cf. Lc Lc 1,28). Ella misma confiesa en el Magníficat: "Ha mirado la humillación de su esclava. (...) El Poderoso ha hecho obras grandes por mí" (Lc 1,48-49).

En el Congreso mariológico que acaba de concluir, habéis fijado la mirada en las "obras grandes" realizadas en María, considerando su dimensión más interior y profunda, es decir, su relación especialísima con la Trinidad. Si María es la Theotókos, la Madre del Hijo unigénito de Dios, no nos ha de sorprender que también goce de una relación completamente única con el Padre y el Espíritu Santo.

Ciertamente, esta relación no le evitó, en su vida terrena, las pruebas de la condición humana: María vivió plenamente la realidad diaria de numerosas familias humildes de su tiempo, experimentó la pobreza, el dolor, la fuga, el exilio y la incomprensión. Así pues, su grandeza espiritual no la "aleja" de nosotros: recorrió nuestro camino y ha sido solidaria con nosotros en la "peregrinación de la fe" (Lumen gentium LG 58). Pero en este camino interior María cultivó una fidelidad absoluta al designio de Dios. Precisamente en el abismo de esta fidelidad reside también el abismo de grandeza que la transforma en "la criatura más humilde y elevada" (Dante, Paraíso XXXIII, 2).

4. María destaca ante nosotros sobre todo como "hija predilecta" (Lumen gentium LG 53) del Padre. Si todos hemos sido llamados por Dios "a ser sus hijos adoptivos por obra de Jesucristo" (cf. Ef Ep 1,5), "hijos en el Hijo", esto vale de modo singular para ella, que tiene el privilegio de poder repetir con plena verdad humana las palabras pronunciadas por Dios Padre sobre Jesús: "Tú eres mi Hijo" (cf. Lc 3,22 Lc 2,48). Para llevar a cabo su tarea materna, fue dotada de una excepcional santidad, en la que descansa la mirada del Padre.

1351 Con la segunda persona de la Trinidad, el Verbo encarnado, María tiene una relación única, al participar directamente en el misterio de la Encarnación. Ella es la Madre y, como tal, Cristo la honra y la ama. Al mismo tiempo, ella lo reconoce como su Dios y Señor, haciéndose su discípula con corazón atento y fiel (cf. Lc Lc 2,19 Lc Lc 2,51) y su compañera generosa en la obra de la redención (cf. Lumen gentium LG 61). En el Verbo encarnado y en María la distancia infinita entre el Creador y la criatura se ha transformado en máxima cercanía; ellos son el espacio santo de las misteriosas bodas de la naturaleza divina con la humana, el lugar donde la Trinidad se manifiesta por vez primera y donde María representa a la humanidad nueva, dispuesta a reanudar, con amor obediente, el diálogo de la alianza.

5. Y ¿qué decir de su relación con el Espíritu Santo? María es el "sagrario" purísimo donde él habita. La tradición cristiana ve en María el prototipo de la respuesta dócil a la moción interior del Espíritu, el modelo de una plena acogida de sus dones. El Espíritu sostiene su fe, fortalece su esperanza y reaviva la llama de su amor. El Espíritu hace fecunda su virginidad e inspira su cántico de alegría. El Espíritu ilumina su meditación sobre la Palabra, abriéndole progresivamente la inteligencia a la comprensión de la misión de su Hijo. Y es también el Espíritu quien consuela su corazón quebrantado en el Calvario y la prepara, en la espera orante del Cenáculo, para recibir la plena efusión de los dones de Pentecostés.

6. Amadísimos hermanos y hermanas, ante este misterio de gracia se ve muy bien cuán apropiados han sido en el Año jubilar los dos acontecimientos que concluyen con esta celebración eucarística: el Congreso mariológico-mariano internacional y el jubileo mundial de los santuarios marianos. ¿No estamos celebrando el bimilenario del nacimiento de Cristo? Así pues, es natural que el jubileo del Hijo sea también el jubileo de la Madre.

Por tanto, es de desear que, entre los frutos de este año de gracia, además de un amor más intenso a Cristo, se cuente también el de una renovada piedad mariana. Sí, hay que amar y honrar mucho a María, pero con una devoción que, para ser auténtica, debe estar bien fundada en la Escritura y en la Tradición, valorando ante todo la liturgia y sacando de ella una orientación segura para las manifestaciones más espontáneas de la religiosidad popular; debe expresarse en el esfuerzo por imitar a la Toda santa en un camino de perfección personal; debe alejarse de toda forma de superstición y de credulidad vana, acogiendo en su sentido correcto, en sintonía con el discernimiento eclesial, las manifestaciones extraordinarias con las que la santísima Virgen suele concederse para el bien del pueblo de Dios; y debe ser capaz de remontarse siempre hasta la fuente de la grandeza de María, convirtiéndose en incesante Magníficat de alabanza al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

7. Amadísimos hermanos y hermanas, "el que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí", nos ha dicho Jesús en el Evangelio. Con mayor razón, podría decirnos: "El que acoge a mi Madre, me acoge a mí". Y María, por su parte, acogida con amor filial, nos señala una vez más a su Hijo, como hizo en las bodas de Caná: "Haced lo que él os diga" (Jn 2,5).

Queridos hermanos, que esta sea la consigna de la celebración jubilar de hoy que une, en una sola alabanza, a Cristo y a su Madre santísima. A cada uno de vosotros deseo que reciba abundantes frutos espirituales de ella y se sienta estimulado a una auténtica renovación de vida. Ad Iesum per Mariam! Amén.



MISA EN SUFRAGIO DE LOS PAPAS PABLO VI Y JUAN PABLO I




Jueves 28 de septiembre de 2000

1. "Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas" (Lc 12,35).


En el evangelio, Cristo invita muchas veces a sus discípulos a la vigilancia.Se trata, más bien, de un verdadero mandato: ¡vigilad!, ¡estad preparados! Ese mandato resuena hoy para nosotros, venerados hermanos, durante esta celebración, en la que nos reunimos en torno al altar del Señor para ofrecer su sacrificio en favor de las almas elegidas de los Sumos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo I. Y es conmovedor, en este momento, pensar en ellos e imaginarlos a ambos "con la cintura ceñida y las lámparas encendidas", preparados, gracias a sus virtudes personales y a su ministerio, para su encuentro definitivo con Cristo Señor.


En el Papa Luciani, en particular, se verificó a la letra la bienaventuranza de los servidores a quienes el señor, al "llegar entrada la noche" (Lc 12,38), encuentra en vela. La impresión profunda que dejó en el corazón de los fieles, a pesar de los pocos días que duró su pontificado, atestigua que era vigilante, en su solicitud por toda la Iglesia.


2. Este año la tradicional celebración en sufragio de mis venerados predecesores Pablo VI y Juan Pablo I adquiere, debido a este tiempo de gracia jubilar, un significado especial y una ulterior eficacia espiritual.


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Si se considera atentamente, esta eficacia no redunda sólo en beneficio de las almas de nuestros hermanos difuntos, sino también de todos nosotros, aquí reunidos en oración. En efecto, si podemos ofrecer sufragios en su favor, ellos, del otro lado del umbral de la muerte, nos invitan a meditar en la meta última de la peregrinación terrena.


3. "¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?" (Rm 8,35). Es el apóstol san Pablo quien formula esta pregunta. Conocemos la respuesta: el pecado aparta al hombre de Dios, pero el misterio de la encarnación, pasión, muerte y resurrección de Cristo ha restablecido la alianza perdida. Nada ni nadie podrá apartarnos jamás del amor de Dios Padre, revelado y actuado en Cristo Jesús, mediante el poder del Espíritu Santo. La muerte misma, privada del veneno del pecado, ya no atemoriza: para quien cree, se ha transformado en un sueño que preludia el descanso eterno en la tierra prometida.


El libro de la Sabiduría nos ha recordado que "el justo, aunque muera prematuramente, encontrará el descanso", porque "agradó a Dios y Dios lo amó" (Sg 4,7 Sg 4,10). ¡Qué gran amor sintió el Padre por los venerados Pontífices Pablo VI y Juan Pablo I! Los llamó a la fe, al sacerdocio, al episcopado y al ministerio petrino. Los enriqueció con innumerables dones de sabiduría y de virtud. Y nosotros, mientras rogamos a Dios por ellos, con la seguridad de que "la gracia y la misericordia son para sus elegidos" (Sg 4,15), le damos gracias por haberlos donado a la Iglesia, que fue y sigue siendo edificada por su testimonio y su servicio.


4. "Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo" (Ps 41,3). Esta sed, que los Papas Montini y Luciani experimentaron intensamente, se saciará cuando "entremos y veamos el rostro de Dios" (cf. Sal Ps 41,3).


En el ejército de los espíritus bienaventurados, que ya contemplan la gloria divina, acaban de entrar dos Pontífices romanos: Pío IX y Juan XXIII. A su especial intercesión encomendamos hoy nuestra oración de sufragio, para que, en la liturgia del cielo, Pablo VI y Juan Pablo I avancen "hacia la casa de Dios, entre cantos de júbilo y alabanza, en el bullicio de la fiesta" (Ps 41,5).

Que los acoja, ante el trono del Altísimo, la santísima Virgen María, en cuya inmaculada belleza podrán admirar, finalmente perfecta, la de la Iglesia, a la que amaron y sirvieron en la tierra.

MISA DE CANONIZACIÓN



Domingo 1 de octubre de 2000

1. "Tu palabra, Señor, es la verdad; conságranos en tu amor" (Aleluya; cf. Jn Jn 17,17). Esta invocación, eco de la súplica que Cristo dirigió al Padre después de la última Cena, la eleva a Dios la multitud de santos y beatos que el Espíritu de Dios, de generación en generación, va suscitando en su Iglesia.

A dos mil años del comienzo de la Redención, hoy hacemos nuestras esas palabras, mientras tenemos ante nosotros, como modelos de santidad, a Agustín Zhao Rong y sus 119 compañeros, mártires en China, a María Josefa del Corazón de Jesús Sancho de Guerra, a Catalina María Drexel y a Josefina Bakhita. Dios Padre los "consagró en su amor", acogiendo la súplica de su Hijo, quien, para adquirirle un pueblo santo, extendió los brazos en la cruz y, muriendo, destruyó la muerte y proclamó la resurrección (cf. Plegaria eucarística II, Prefacio).

A todos vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis venido aquí en gran número para expresar vuestra devoción a estos luminosos testigos del Evangelio, os dirijo mi cordial saludo.

2. "Los mandatos del Señor alegran el corazón" (Salmo responsorial). Estas palabras del Salmo responsorial reflejan muy bien la experiencia de Agustín Zhao Rong y sus 119 compañeros, mártires en China. Los testimonios que nos han llegado permiten vislumbrar en ellos un estado de ánimo caracterizado por una serenidad y una alegría profundas.


B. Juan Pablo II Homilías 1345