B. Juan Pablo II Homilías 1368


JUBILEO DE LAS FAMILIAS



Domingo 15 de octubre de 2000



1. "Nos bendiga el Señor, fuente de la vida". Amadísimos hermanos y hermanas, esta invocación, que hemos repetido en el Salmo responsorial, sintetiza muy bien la oración diaria de toda familia cristiana, y hoy, en esta celebración eucarística jubilar, expresa eficazmente el sentido de nuestro encuentro.

Habéis venido aquí no sólo como individuos, sino también como familias. Habéis llegado a Roma desde todas las partes del mundo, con la profunda convicción de que la familia es un gran don de Dios, un don originario, marcado por su bendición.

En efecto, así es. Desde los albores de la creación, sobre la familia se posó la mirada y la bendición de Dios. Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen, y les dio una tarea específica para el desarrollo de la familia humana: "Los bendijo y les dijo: Creced, multiplicaos y llenad la tierra" (Gn 1,28).

Vuestro jubileo, amadísimas familias, es un canto de alabanza por esta bendición originaria. Descendió sobre vosotros, esposos cristianos, cuando, al celebrar vuestro matrimonio, os prometisteis amor eterno delante de Dios. La recibirán hoy las ocho parejas de diferentes partes del mundo, que han venido a celebrar su matrimonio en el solemne marco de este rito jubilar.
Sí, que os bendiga el Señor, fuente de la vida. Abríos al flujo siempre nuevo de esta bendición, que encierra una fuerza creadora, regeneradora, capaz de eliminar todo cansancio y asegurar lozanía perenne a vuestro don.

2. Esta bendición originaria va unida a un designio preciso de Dios, que su palabra nos acaba de recordar: "No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude" (Gn 2,18). Así es como el autor sagrado presenta en el libro del Génesis la exigencia fundamental en la que se basa tanto la unión conyugal de un hombre y una mujer como la vida de la familia que nace de ella. Se trata de una exigencia de comunión. El ser humano no fue creado para la soledad; en su misma naturaleza espiritual lleva arraigada una vocación relacional. En virtud de esta vocación, crece en la medida en que entra en relación con los demás, encontrándose plenamente "en la entrega sincera de sí mismo" (Gaudium et spes GS 24).

Al ser humano no le bastan relaciones simplemente funcionales. Necesita relaciones interpersonales, llenas de interioridad, gratuidad y espíritu de oblación. Entre estas, es fundamental la que se realiza en la familia: no sólo en las relaciones entre los esposos, sino también entre ellos y sus hijos. Toda la gran red de las relaciones humanas nace y se regenera continuamente a partir de la relación con la cual un hombre y una mujer se reconocen hechos el uno para el otro, y deciden unir sus existencias en un único proyecto de vida: "Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne" (Gn 2,24).

3. ¡Una sola carne! ¡Cómo no captar la fuerza de esta expresión! El término bíblico "carne" no evoca sólo el aspecto físico del hombre, sino también su identidad global de espíritu y cuerpo. Lo que los esposos realizan no es únicamente un encuentro corporal; es, además, una verdadera unidad de sus personas. Se trata de una unidad tan profunda que, de alguna manera, los convierte en un reflejo del "Nosotros" de las tres Personas divinas en la historia (cf. Carta a las familias, 8).

Así se comprende el gran reto que plantea el debate de Jesús con los fariseos en el evangelio de san Marcos, que acabamos de proclamar. Para los interlocutores de Jesús, se trataba de un problema de interpretación de la ley mosaica, que permitía el repudio, provocando debates sobre las razones que podían legitimarlo. Jesús supera totalmente esa visión legalista, yendo al núcleo del designio de Dios. En la norma mosaica ve una concesión a la sklhrokard|a, a la "dureza del corazón". Pero Jesús no se resigna a esa dureza. ¿Y cómo podría hacerlo él, que vino precisamente para eliminarla y ofrecer al hombre, con la redención, la fuerza necesaria para vencer las resistencias debidas al pecado? Jesús no tiene miedo de volver a recordar el designio originario: "Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer" (Mc 10,6).

1369 4. ¡Al principio! Sólo él, Jesús, conoce al Padre "desde el principio", y conoce también al hombre "desde el principio". Él es, a la vez, el revelador del Padre y el revelador del hombre al hombre (cf. Gaudium et spes GS 22). Por eso, siguiendo sus huellas, la Iglesia tiene la tarea de testimoniar en la historia este designio originario, manifestando que es verdad y que es practicable.

Al hacerlo, la Iglesia no desconoce las dificultades y los dramas que la experiencia histórica concreta registra en la vida de las familias. Pero también sabe que la voluntad de Dios, acogida y realizada con todo el corazón, no es una cadena que esclaviza, sino la condición de una libertad verdadera que tiene su plenitud en el amor. Asimismo, la Iglesia sabe -y la experiencia diaria se lo confirma- que cuando este designio originario se oscurece en las conciencias, la sociedad sufre un daño incalculable.

Ciertamente, existen dificultades. Pero Jesús ha proporcionado a los esposos los medios de gracia adecuados para superarlas. Por voluntad suya, el matrimonio ha adquirido, en los bautizados, el valor y la fuerza de un signo sacramental, que consolida sus características y sus prerrogativas. En efecto, en el matrimonio sacramental los esposos, como harán dentro de poco las parejas jóvenes cuya boda bendeciré, se comprometen a manifestarse mutuamente y a testimoniar al mundo el amor fuerte e indisoluble con el que Cristo ama a la Iglesia. Se trata del "gran misterio", como lo llama el apóstol san Pablo (cf. Ef Ep 5,32).

5. "Os bendiga Dios, fuente de la vida". La bendición de Dios no sólo es el origen de la comunión conyugal, sino también de la apertura responsable y generosa a la vida. Los hijos son en verdad la "primavera de la familia y de la sociedad", como reza el lema de vuestro jubileo. El matrimonio florece en los hijos: ellos coronan la comunión total de vida ("totius vitae consortium": Código de derecho canónico, c. 1055, 1), que convierte a los esposos en "una sola carne"; y esto vale tanto para los hijos nacidos de la relación natural entre los cónyuges, como para los queridos mediante la adopción.Los hijos no son un "accesorio" en el proyecto de una vida conyugal. No son "algo opcional", sino "el don más excelente" (Gaudium et spes GS 50), inscrito en la estructura misma de la unión conyugal.

La Iglesia, como se sabe, enseña la ética del respeto a esta institución fundamental en su significado al mismo tiempo unitivo y procreador. De este modo, expresa el acatamiento que debe dar al designio de Dios, delineando un cuadro de relaciones entre los esposos basadas en la aceptación recíproca sin reservas. De este modo se respeta, sobre todo, el derecho de los hijos a nacer y crecer en un ambiente de amor plenamente humano. Conformándose a la palabra de Dios, la familia se transforma así en laboratorio de humanización y de verdadera solidaridad.

6. A esta tarea están llamados los padres y los hijos, pero, como ya escribí en 1994, con ocasión del Año de la familia, "el "nosotros" de los padres, marido y mujer, se desarrolla, por medio de la generación y de la educación, en el "nosotros" de la familia, que deriva de las generaciones precedentes y se abre a una gradual expansión" (Carta a las familias, 16). Cuando se respetan las funciones, logrando que la relación entre los esposos y la relación entre los padres y los hijos se desarrollen de manera armoniosa y serena, es natural que para la familia adquieran significado e importancia también los demás parientes, como los abuelos, los tíos y los primos. A menudo, en estas relaciones fundadas en el afecto sincero y en la ayuda mutua, la familia desempeña un papel realmente insustituible, para que las personas que se encuentran en dificultad, los solteros, las viudas y los viudos, y los huérfanos encuentren un ambiente agradable y acogedor. La familia no puede encerrarse en sí misma. La relación afectuosa con los parientes es el primer ámbito de esta apertura necesaria, que proyecta a la familia hacia la sociedad entera.

7. Así pues, queridas familias cristianas, acoged con confianza la gracia jubilar, que Dios derrama abundantemente en esta Eucaristía. Acogedla tomando como modelo a la familia de Nazaret que, aunque fue llamada a una misión incomparable, recorrió vuestro mismo camino, entre alegrías y dolores, entre oración y trabajo, entre esperanzas y pruebas angustiosas, siempre arraigada en la adhesión a la voluntad de Dios. Ojalá que vuestras familias sean cada vez más verdaderas "iglesias domésticas", desde las cuales se eleve a diario la alabanza a Dios y se irradie a la sociedad un flujo de amor benéfico y regenerador.

"¡Nos bendiga el Señor, fuente de vida!". Que este jubileo de las familias constituya para todos los que lo estáis viviendo un gran momento de gracia. Que sea también para la sociedad una invitación a reflexionar en el significado y en el valor de este gran don que es la familia, formada según el corazón de Dios.

Que la Virgen María, "Reina de la familia", os acompañe siempre con su mano materna.

DURANTE LA MISA DE INAUGURACIÓN DEL CURSO

EN LAS UNIVERSIDADES ECLESIÁSTICAS ROMANAS


Viernes 20 de octubre de 2000




1. "Para alabanza de su gloria" (Ep 1,11 Ep 1,14).

1370 Esta expresión de san Pablo, que acaba de resonar, nos brinda la perspectiva y el sentido de esta celebración, con la que inauguramos el año académico de las universidades eclesiásticas romanas. Desde el comienzo, queremos ofrecer todo a Dios y orientarlo para su gloria: la enseñanza, el estudio, la vida colegial, el tiempo de trabajo y de distracción, y, principalmente, la vida personal, la oración, la ascesis y la amistad. Esta tarde queremos poner todo nuestro ser y nuestra actividad en el altar del Señor, a fin de ofrecerlo como sacrificio espiritual "para alabanza de su gloria".

Amadísimos hermanos y hermanas, a todos vosotros que os habéis reunido para esta tradicional cita, os dirijo mi cordial saludo, comenzando por monseñor Zenon Grocholewski, prefecto de la Congregación para la educación católica, que preside esta eucaristía. Saludo, asimismo, a los rectores de las universidades, a los miembros del claustro de profesores y a los responsables de los seminarios y de los colegios, en los que vosotros, estudiantes, encontráis hospitalidad y ayuda en vuestro itinerario de formación.

Doy una bienvenida especial a los alumnos que inician este año sus estudios en las universidades y en los institutos pontificios de Roma. Quisiera que cada uno de vosotros tomara conciencia del don que representa la posibilidad de perfeccionar los estudios en Roma y, al mismo tiempo, se diera cuenta de la responsabilidad que implica este privilegio. En efecto, estáis llamados a profundizar la formación con vistas a un servicio eclesial cualificado. Por esta razón, la Roma cristiana os acoge con sus instituciones culturales, muy consciente de su vocación universal fundada en el testimonio de los Apóstoles y los mártires.

2. "Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que él se escogió como heredad" (
Ps 32,12). ¡Cómo no ver a la Iglesia en esta "nación" singular, cuyo Dios es el Señor! Ella es el pueblo "congregado por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo", según la célebre expresión de san Cipriano (cf. De Orat. Dom. 23: PL 4, 553).

Vosotros, queridos hermanos, procedéis de diversas naciones de la tierra. Vuestros rostros forman en esta basílica un "mosaico" estupendo, en el que las diferencias están llamadas a armonizarse para delinear una comunidad, que recibe su forma del único Espíritu de Cristo. "En él también vosotros -nos ha dicho san Pablo-, que habéis escuchado la verdad, la extraordinaria noticia de que habéis sido salvados y habéis creído, habéis sido marcados con el Espíritu Santo" (Ep 1,13).
Al comienzo de un nuevo año de estudios, es importante que cada uno de vosotros vuelva a sus raíces y, a través de ellas, se remonte a Cristo, en quien estas diferencias se funden para que lleguemos a formar una sola comunidad. Es hermoso reconocer y profesar que somos Iglesia, "nación cuyo Dios es el Señor", pueblo que él se escogió de entre todas las naciones, para que sea en el mundo como un "sacramento" de la unidad del género humano. No perdáis jamás este profundo sentido del misterio de la Iglesia a la que pertenecéis. En efecto, ella constituye el ambiente vital de la auténtica formación cristiana; en comunión con ella queréis cumplir vuestro compromiso de estudio.

3. "¡Cuidado con la levadura de los fariseos!" (Lc 12,1). En la página del evangelio que acabamos de proclamar Jesús alerta a sus discípulos contra la actitud hipócrita de quien se engaña creyendo que puede presentar cosas malas con una apariencia honrada. El Señor nos recuerda que todo está destinado a salir a la luz, incluso las cosas escondidas y secretas. Además, exhorta a los suyos, a quienes llama "amigos", a no temer nada ni a nadie, sino sólo a Dios, en cuyas manos está nuestra vida. Aunque la invitación a temer "al que tiene poder para matar y después echar en el fuego" (Lc 12,4) infunde un saludable temor, inmediatamente después conforta la descripción de Dios que cuida de todas las criaturas y, con mayor razón, de los hombres, que son valiosísimos a sus ojos.
El tema de la absoluta transparencia de todo y de todos en presencia de Dios unifica las dos partes de la perícopa evangélica de hoy. Se trata de un elemento esencial de la relación filial con Dios que predicó Cristo, perfeccionando la revelación de la antigua Alianza.

Queridos profesores y estudiantes de las universidades eclesiásticas, si se considera atentamente, vuestra tarea prioritaria es la misma que la de Jesús: conocer y dar a conocer la auténtica imagen de Dios."Que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo" (Jn 17,3): en esto consiste para los hombres la vida eterna, y por esto el Hijo de Dios vino al mundo, para que "tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10).

Al comienzo de un nuevo año de estudios teológicos o, en cualquier caso, eclesiásticos, esta página del evangelio de san Lucas nos ayuda a explicitar la referencia fundamental a la misión de Cristo y al sentido de su encarnación: de ella recibe luz y fuerza también la misión de cada uno de vosotros, en la diversidad de los carismas y de los ministerios.

4. Amadísimos hermanos y hermanas, hoy quisiera repetir las palabras del concilio ecuménico Vaticano II en la declaración Gravissimum educationis: "La Iglesia espera mucho del trabajo intenso de las facultades de ciencias sagradas" (n. 11). En verdad, cuenta mucho con la obra que se realiza diariamente en cada una de las universidades pontificias. En particular, como Obispo de Roma, deseo expresar mi aprecio y mi gratitud por el trabajo de los superiores, de los profesores y de los responsables de las instituciones eclesiásticas de Roma. Vuestra iniciativa, queridos hermanos, unida al elevado nivel científico y a la segura fidelidad al Magisterio, manifiesta vuestro amor a Cristo y a la Iglesia y, diría, el auténtico espíritu misionero con el que servís a la verdad.

1371 En vísperas de la Jornada mundial de las misiones, me complace subrayar que el trabajo de cuantos enseñan y estudian en las facultades eclesiásticas no está separado ni mucho menos en contraste con el de quien trabaja, por decirlo así, "en la vanguardia". Todos estamos al servicio de la verdad, que es el Evangelio de Cristo Señor. El Evangelio, por su misma naturaleza, exige ser anunciado, pero el anuncio supone un sólido y profundo conocimiento del mensaje, para que la evangelización sea servicio eficaz a Dios, a la verdad y al hombre.

Queridos hermanos, que la Madre del Redentor, Sede de la sabiduría, vele por vosotros y por los compromisos de este año académico que comienza. María es imagen y modelo de la Iglesia que acoge la Palabra divina, la custodia con amor, la pone en práctica y la lleva al mundo. Que su asistencia materna sea para cada uno de vosotros fuente de renovada motivación y de continuo apoyo en el empeño, para que todas vuestras actividades tengan siempre en Dios su origen y su coronación, "para alabanza de su gloria". Amén.

JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES



Domingo 22 de octubre de 2000



1. "El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10,45).

Estas palabras del Señor, amadísimos hermanos y hermanas, resuenan hoy, Jornada mundial de las misiones, como buena nueva para toda la humanidad y como programa de vida para la Iglesia y para cada cristiano. Lo ha recordado al inicio de la celebración el cardenal Jozef Tomko, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, informando de que se hallan presentes, esta mañana, en esta plaza, delegados de 127 naciones que han participado en el Congreso misionero internacional, y estudiosos de varias confesiones que han venido para el Congreso misionológico internacional. Agradezco al cardenal Tomko las palabras de felicitación que me ha dirigido y todo el trabajo que, juntamente con los miembros de la Congregación que preside, lleva a cabo al servicio del anuncio del Evangelio en el mundo.

"El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate por muchos". Estas palabras constituyen la autopresentación del Maestro divino. Jesús afirma de sí mismo que vino para servir y que precisamente en el servicio y en la entrega total de sí hasta la cruz revela el amor del Padre. Su rostro de "siervo" no disminuye su grandeza divina; más bien, la ilumina con una nueva luz.

Jesús es el "Sumo Sacerdote" (He 4,14); es el Verbo que "estaba en el principio en Dios: todo fue hecho por él, y sin él no se hizo nada de cuanto existe" (Jn 1,2). Jesús es el Señor, que "a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo" (Ph 1,6-7); Jesús es el Salvador, al que "podemos acercarnos con plena confianza". Jesús es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6), el pastor que ha dado la vida por las ovejas (cf. Jn Jn 10,11), el jefe que nos lleva a la vida (cf. Hch Ac 3,15).

2. El compromiso misionero brota como fuego de amor de la contemplación de Jesús y del atractivo que posee. El cristiano que ha contemplado a Jesucristo no puede menos de sentirse arrebatado por su esplendor (cf. Vita consecrata VC 14) y testimoniar su fe en Cristo, único Salvador del hombre. ¡Qué gran gracia es esta fe que hemos recibido como don de lo alto, sin ningún mérito por nuestra parte! (cf. Redemptoris missio, RMi 11).

Esta gracia se transforma, a su vez, en fuente de responsabilidad. Es una gracia que nos convierte en heraldos y apóstoles: precisamente por eso decía yo en la encíclica Redemptoris missio que "la misión es un problema de fe, es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros" (n. 11). Y también: "El misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble" (ib., 91).

Fijando nuestra mirada en Jesús, el misionero del Padre y el sumo sacerdote, el autor y perfeccionador de nuestra fe (cf. Hb He 3,1 He 12,2), es como aprendemos el sentido y el estilo de la misión.

3. Él no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida por todos. Siguiendo las huellas de Cristo, la entrega de sí a todos los hombres constituye un imperativo fundamental para la Iglesia y a la vez una indicación de método para su misión.

1372 Entregarse significa, ante todo, reconocer al otro en su valor y en sus necesidades. "La actitud misionera comienza siempre con un sentimiento de profunda estima frente a lo que "en el hombre había", por lo que él mismo, en lo íntimo de su espíritu, ha elaborado respecto a los problemas más profundos e importantes; se trata de respeto por todo lo que en él ha obrado el Espíritu, que "sopla donde quiere"" (Redemptor hominis, RH 12).

Como Jesús reveló la solidaridad de Dios con la persona humana asumiendo totalmente su condición, excepto el pecado, así la Iglesia quiere ser solidaria con "el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos" (Gaudium et spes GS 1). Se acerca a la persona humana con la discreción y el respeto de quien quiere prestar un servicio y cree que el servicio primero y mayor es el de anunciar el Evangelio de Jesús, dar a conocer al Salvador, a Aquel que ha revelado al Padre y a la vez ha revelado el hombre al hombre.

4. La Iglesia quiere anunciar a Jesús, el Cristo, hijo de María, siguiendo el camino que Cristo mismo recorrió: el servicio, la pobreza, la humildad y la cruz. Por tanto, debe resistir con fuerza a las tentaciones que el pasaje evangélico de hoy nos permite entrever en el comportamiento de los dos hermanos, los cuales querían sentarse "uno a la derecha y otro a la izquierda" del Maestro, y también de los demás discípulos, que se dejaron llevar del espíritu de rivalidad y competencia. La palabra de Cristo traza una neta línea de división entre el espíritu de dominio y el de servicio. Para un discípulo de Cristo ser el primero significa ser "servidor de todos".

Es una alteración radical de valores, que sólo se comprende dirigiendo la mirada al Hijo del hombre "despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento" (Is 53,3). Son las palabras que el Espíritu Santo hará comprender a su Iglesia con respecto al misterio de Cristo. Sólo en Pentecostés los Apóstoles recibirán la capacidad de creer en la "fuerza de la debilidad", que se manifiesta en la cruz.

Y aquí mi pensamiento va a los numerosos misioneros que, día tras día, en silencio y sin el apoyo de fuerzas humanas, anuncian y, antes aún, testimonian su amor a Jesús, a menudo hasta dar su vida, como ha acontecido también recientemente. ¡Qué espectáculo contemplan los ojos del corazón! ¡Cuántos hermanos y hermanas consumen generosamente sus energías en las avanzadillas del reino de Dios! Son obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, que nos representan a Cristo, lo muestran concretamente como Señor que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida por amor al Padre y a los hermanos. A todos va mi aprecio y mi gratitud, así como un afectuoso estímulo a perseverar con confianza. ¡Ánimo, hermanos y hermanas: Cristo está con vosotros!

Pero todo el pueblo de Dios debe colaborar con quienes trabajan en la vanguardia de la misión "ad gentes", dando cada uno su contribución, como intuyeron y subrayaron muy bien los fundadores de las Obras misionales pontificias: todos pueden y deben participar en la evangelización, incluso los niños, incluso los enfermos, incluso los pobres con su óbolo, como el de la viuda cuyo ejemplo señaló Jesús (cf. Lc Lc 21,1-4). La misión es obra de todo el pueblo de Dios, cada uno en la vocación a la que ha sido llamado por la Providencia.

5. Las palabras de Jesús sobre el servicio son también profecía de un nuevo estilo de relaciones que es preciso promover no sólo en la comunidad cristiana, sino también en la sociedad. No debemos perder nunca la esperanza de construir un mundo más fraterno. La competencia sin reglas, el afán de dominio sobre los demás a cualquier precio, la discriminación realizada por algunos que se creen superiores a los demás y la búsqueda desenfrenada de la riqueza, están en la raíz de las injusticias, la violencia y las guerras.

Las palabras de Jesús se convierten, entonces, en una invitación a pedir por la paz. La misión es anuncio de Dios, que es Padre; de Jesús, que es nuestro hermano mayor; y del Espíritu, que es amor. La misión es colaboración, humilde pero apasionada, en el designio de Dios, que quiere una humanidad salvada y reconciliada. En la cumbre de la historia del hombre según Dios se halla un proyecto de comunión. Hacia ese proyecto debe llevar la misión.

A la Reina de la paz, Reina de las misiones y Estrella de la evangelización le pedimos el don de la paz. Invocamos su maternal protección sobre todos los que generosamente colaboran en la difusión del nombre y del mensaje de Jesús. Que ella nos obtenga una fe tan viva y ardiente que haga resonar con fuerza renovada a los hombres de nuestro tiempo la proclamación de la verdad de Cristo, único Salvador del mundo.

Al final deseo recordar las palabras que pronuncié, hace veintidós años, en esta misma plaza. "¡No tengáis miedo! Abrid las puertas a Cristo!".

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

CONMEMORACIÓN DEL 50 ANIVERSARIO

DE LA DEFINICIÓN DOGMÁTICA DE LA ASUNCIÓN



1 de noviembre de 2000


1373 . 1. "La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Señor, por los siglos de los siglos" (Ap 7,12).

Con actitud de profunda adoración a la santísima Trinidad nos unimos a todos los santos que celebran perennemente la liturgia celestial para repetir con ellos la acción de gracias a nuestro Dios por las maravillas que ha realizado en la historia de la salvación.

Alabanza y acción de gracias a Dios por haber suscitado en la Iglesia una multitud inmensa de santos, que nadie puede contar (cf. Ap Ap 7,9). Una multitud inmensa: no sólo lo santos y los beatos que festejamos durante el año litúrgico, sino también los santos anónimos, que solamente Dios conoce. Madres y padres de familia que, con su dedicación diaria a sus hijos, han contribuido eficazmente al crecimiento de la Iglesia y a la construcción de la sociedad; sacerdotes, religiosas y laicos que, como velas encendidas ante el altar del Señor, se han consumido en el servicio al prójimo necesitado de ayuda material y espiritual; misioneros y misioneras, que lo han dejado todo por llevar el anuncio evangélico a todo el mundo. Y la lista podría continuar.

2. ¡Alabanza y acción de gracias a Dios, de modo particular, por la más santa de entre todas las criaturas, María, amada por el Padre, bendecida a causa de Jesús, fruto de su seno, y santificada y hecha nueva criatura por el Espíritu Santo! Modelo de santidad por haber puesto su vida a disposición del Altísimo, "precede con su luz al peregrinante pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo" (Lumen gentium LG 68).

Precisamente hoy se celebra el quincuagésimo aniversario del acto solemne con el que mi venerado predecesor el Papa Pío XII, en esta misma plaza, definió el dogma de la Asunción de María al cielo en cuerpo y alma. Alabamos al Señor por haber glorificado a su Madre, asociándola a su victoria sobre el pecado y la muerte.

A nuestra alabanza han querido unirse hoy, de modo especial, los fieles de Pompeya, que, en gran número, han venido en peregrinación, guiados por el arzobispo prelado del santuario, monseñor Francesco Saverio Toppi, y acompañados por el alcalde de la ciudad. Su presencia recuerda que fue precisamente el beato Bartolo Longo, fundador de la nueva Pompeya, quien comenzó, en 1900, el movimiento promotor de la definición del dogma de la Asunción.

3. Toda la liturgia de hoy habla de santidad. Pero para saber cuál es el camino de la santidad, debemos subir con los Apóstoles a la montaña de las bienaventuranzas, acercarnos a Jesús y ponernos a la escucha de las palabras de vida que salen de sus labios. También hoy nos repite: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. El Maestro divino proclama "bienaventurados" y, podríamos decir, "canoniza" ante todo a los pobres de espíritu, es decir, a quienes tienen el corazón libre de prejuicios y condicionamientos y, por tanto, están dispuestos a cumplir en todo la voluntad divina. La adhesión total y confiada a Dios supone el desprendimiento y el desapego coherente de sí mismo.

Bienaventurados los que lloran. Es la bienaventuranza no sólo de quienes sufren por las numerosas miserias inherentes a la condición humana mortal, sino también de cuantos aceptan con valentía los sufrimientos que derivan de la profesión sincera de la moral evangélica.

Bienaventurados los limpios de corazón. Cristo proclama bienaventurados a los que no se contentan con la pureza exterior o ritual, sino que buscan la absoluta rectitud interior que excluye toda mentira y toda doblez.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. La justicia humana ya es una meta altísima, que ennoblece el alma de quien aspira a ella, pero el pensamiento de Jesús se refiere a una justicia más grande, que consiste en la búsqueda de la voluntad salvífica de Dios: es bienaventurado sobre todo quien tiene hambre y sed de esta justicia. En efecto, dice Jesús: "Entrará en el reino de los cielos el que cumpla la voluntad de mi Padre" (Mt 7,21).

Bienaventurados los misericordiosos. Son felices cuantos vencen la dureza de corazón y la indiferencia, para reconocer concretamente el primado del amor compasivo, siguiendo el ejemplo del buen samaritano y, en definitiva, del Padre "rico en misericordia" (Ep 2,4).

1374 Bienaventurados los que trabajan por la paz. La paz, síntesis de los bienes mesiánicos, es una tarea exigente. En un mundo que presenta tremendos antagonismos y obstáculos, es preciso promover una convivencia fraterna inspirada en el amor y en la comunión, superando enemistades y contrastes. Bienaventurados los que se comprometen en esta nobilísima empresa.

4. Los santos se tomaron en serio estas palabras de Jesús. Creyeron que su "felicidad" vendría de traducirlas concretamente en su existencia. Y comprobaron su verdad en la confrontación diaria con la experiencia: a pesar de las pruebas, las sombras y los fracasos gozaron ya en la tierra de la alegría profunda de la comunión con Cristo. En él descubrieron, presente en el tiempo, el germen inicial de la gloria futura del reino de Dios.

Esto lo descubrió, de modo particular, María santísima, que vivió una comunión única con el Verbo encarnado, entregándose sin reservas a su designio salvífico. Por esta razón se le concedió escuchar, con anticipación respecto al "sermón de la montaña", la bienaventuranza que resume todas las demás: "¡Bienaventurada tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!" (
Lc 1,45).

5. La profunda fe de la Virgen en las palabras de Dios se refleja con nitidez en el cántico del Magnificat: "Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava" (Lc 1,46-48).

Con este canto María muestra lo que constituyó el fundamento de su santidad: su profunda humildad. Podríamos preguntarnos en qué consistía esa humildad. A este respecto, es muy significativa la "turbación" que le causó el saludo del ángel: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo" (Lc 1,28). Ante el misterio de la gracia, ante la experiencia de una presencia particular de Dios que fijó su mirada en ella, María experimenta un impulso natural de humildad (literalmente de "humillación"). Es la reacción de la persona que tiene plena conciencia de su pequeñez ante la grandeza de Dios. María se contempla en la verdad a sí misma, a los demás y el mundo.

Su pregunta: "¿Cómo será eso, pues no conozco varón?" (Lc 1,34) fue ya un signo de humildad. Acababa de oír que concebiría y daría a luz un niño, el cual reinaría sobre el trono de David como Hijo del Altísimo. Desde luego, no comprendió plenamente el misterio de esa disposición divina, pero percibió que significaba un cambio total en la realidad de su vida. Sin embargo, no preguntó: "¿Será realmente así? ¿Debe suceder esto?". Dijo simplemente: "¿Cómo será eso?". Sin dudas ni reservas aceptó la intervención divina que cambiaba su existencia. Su pregunta expresaba la humildad de la fe, la disponibilidad a poner su vida al servicio del misterio divino, aunque no comprendiera cómo debía suceder.

Esa humildad de espíritu, esa sumisión plena en la fe se expresó de modo especial en su fiat: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Gracias a la humildad de María pudo cumplirse lo que cantaría después en el Magnificat: "Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo" (Lc 1,48-49).

A la profundidad de la humildad corresponde la grandeza del don. El Poderoso realizó por ella "grandes obras" (Lc 1,49), y ella supo aceptarlas con gratitud y transmitirlas a todas las generaciones de los creyentes. Este es el camino hacia el cielo que siguió María, Madre del Salvador, precediendo en él a todos los santos y beatos de la Iglesia.

6. Bienaventurada eres tú, María, elevada al cielo en cuerpo y alma.El Papa Pío XII definió esta verdad "para gloria de Dios omnipotente (...), para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte, para aumento de la gloria de la misma augusta Madre, y gozo y regocijo de toda la Iglesia" (Munificentissimus Deus: AAS 42 [1950] 770).

Y nosotros nos regocijamos, oh María elevada al cielo, en la contemplación de tu persona glorificada y, en Cristo resucitado, convertida en colaboradora del Espíritu Santo para la comunicación de la vida divina a los hombres. En ti vemos la meta de la santidad a la que Dios llama a todos los miembros de la Iglesia. En tu vida de fe vemos la clara indicación del camino hacia la madurez espiritual y la santidad cristiana.

Contigo y con todos los santos glorificamos a Dios trino, que sostiene nuestra peregrinación terrena y vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

B. Juan Pablo II Homilías 1368