B. Juan Pablo II Homilías 1374


JUBILEO DE LOS GOBERNANTES,

PARLAMENTARIOS Y POLÍTICOS



1375

Domingo, 5 de noviembre de 2000

1. "¡Escucha, Israel!" (Dt 6,3 Dt 6,4)


La palabra de Dios, solemne y al mismo tiempo afectuosa, nos ha dirigido, hace un momento, la invitación a "escuchar". A escuchar "hoy", "ahora"; y a hacerlo no individualmente o privadamente, sino juntos: "¡Escucha, Israel!".

Esta apelación os afecta esta mañana de modo particular, Gobernantes, Parlamentarios, Políticos, Administradores, llegados a Roma para celebrar vuestro Jubileo. Saludo a todos cordialmente, especialmente a los Jefes de Estado presentes entre nosotros.

En la celebración litúrgica se actualiza, aquí y ahora, el acontecimiento de la Alianza con Dios. ¿Qué respuesta espera Dios de nosotros?. La indicación recibida ahora mismo en la proclamación del texto bíblico es apremiante: es preciso ante todo ponerse a la escucha. No una escucha pasiva y desentendida. Los Israelitas comprendieron bien que Dios esperaba de ellos una respuesta activa y responsable. Por esto prometieron a Moisés: "Nos dirás todo lo que el Señor nuestro Dios te haya dicho y nosotros lo escucharemos y lo pondremos en práctica" (Dt 5,27).

Al asumir este compromiso, sabían lo que tenían que hacer con un Dios del cual podían fiarse. Dios amaba a su pueblo y quería su felicidad. En cambio, Él pedía el amor. En el "Shema Israel", que hemos oído en la primera Lectura, junto a la petición de fe en el único Dios, se manifiesta el mandamiento fundamental, el del amor a Él: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas" (Dt 6,5).

2. La relación del hombre con Dios no es una relación de temor, de esclavitud o de opresión; al contrario, es una relación de serena confianza, que brota de una libre elección motivada por el amor. El amor que Dios espera de su pueblo es la respuesta a aquel amor fiel y diligente que Él le ha manifestado primeramente a través de las distintas etapas de la historia de la salvación.

Precisamente por esto los Mandamientos, antes que como un código legal y una regulación jurídica, han sido comprendidos por el pueblo elegido como un acontecimiento de gracia, como signo de la privilegiada y exclusiva pertenencia al Señor. Es significativo que Israel no hable nunca de la ley como de un fardo, de una imposición, sino como de un don y de un favor, "Felices nosotros, Israel, -exclama el profeta-, porque lo que agrada a Dios nos ha sido revelado" (Ba 4,4).

El pueblo sabe que el Decálogo es un compromiso obligatorio, pero sabe también que es la condición para la vida: Mira, dice el Señor, yo pongo ante ti la vida y la muerte, es decir el bien y el mal; te prescribo cumplir mis mandamientos, para que tengas vida (cfr Dt 30,15). Con su Ley Dios no quiere coartar la voluntad del hombre, sino liberarlo de todo aquello que puede comprometer su auténtica dignidad y plena realización.

3. Me he detenido, ilustres Gobernantes, Parlamentarios y Políticos, a reflexionar sobre el sentido y sobre el valor de la Ley divina, porque éste es un argumento que os toca de cerca. ¿No es quizás, vuestra tarea cotidiana, la de elaborar leyes justas y hacerlas aprobar y aplicarlas?. Al hacer esto estáis convencidos de rendir un importante servicio al hombre, a la sociedad, a la libertad misma. Y justamente. La ley humana en efecto, si es justa, no está nunca contra, sino al servicio de la libertad. Esto lo había intuido ya el sabio pagano, cuando sentenciaba: "Legum servi sumus, ut liberi esse possimus"- "Somos siervos de la ley, para poder ser libres" (Cic., De legibus, II,13).

La libertad a la que hace referencia Cicerón, todavía, se sitúa principalmente al nivel de las relaciones externas entre los ciudadanos. Como tal, esa corre el peligro de reducirse a un equilibrio congruente de intereses respectivos, y tal vez de egoísmos contrapuestos. La libertad a la que hace referencia la palabra de Dios, al contrario, se enraíza en el corazón del hombre, un corazón que Dios puede liberar del egoísmo, haciéndolo capaz de abrirse al amor desinteresado.

1376 No en vano, en la página evangélica escuchada anteriormente, al escriba que le pregunta cuál es el primero de todos los mandamientos, Jesús le responde citando el "Shema": "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu fuerza" (Mt 12,30). El acento está puesto en el "todo": el amor de Dios no puede más que ser "total". Pero sólo Dios tiene la facultad de purificar el corazón humano del egoísmo y «liberarlo» para dotarlo con plena capacidad de amar.

Un hombre con el corazón así «enriquecido» puede abrirse al hermano y hacerse cargo de él con la misma solicitud con la que se preocupa de sí mismo. Por esto Jesús añade: "El segundo (mandamiento) es este: Amarás al prójimo como a ti mismo" (Mc 12,31). Quien ama a Dios con todo el corazón y lo reconoce como «único Dios», y por tanto como Padre de todos, no puede ver a cuantos se encuentran en su camino más que como otros hermanos.

4. Amar al prójimo como a sí mismo. Estas palabras encuentran seguramente eco en vuestras almas, queridos Gobernantes, Parlamentarios, Políticos y Administradores. Os plantean hoy a cada uno, con ocasión de vuestro Jubileo, una cuestión central: ¿de qué manera, en vuestro delicado y comprometido servicio al estado y a los ciudadanos, podéis dar cumplimiento a este mandamiento?. La respuesta es clara: viviendo el compromiso político como un servicio. ¡Perspectiva tan obvia como exigente!. Esa no puede, en efecto, reducirse a una reafirmación genérica de principios o a la declaración de buenas intenciones. El servicio político pasa a través de un diligente y cotidiano compromiso, que exige una gran competencia en el desarrollo del propio deber y una moralidad a toda prueba en la gestión desinteresada y transparente del poder.

Por otra parte, la coherencia personal del político ha de expresarse también en una correcta concepción de la vida social y política a la que él está llamado a servir. Bajo este punto de vista, un político cristiano no puede dejar de hacer constante referencia a aquellos principios que la doctrina social de la Iglesia ha desarrollado a lo largo de tiempo. Esos, como es sabido, no constituyen una "ideología" y menos un "programa político", sino que ofrecen las líneas fundamentales para una comprensión del hombre y de la sociedad a la luz de la ley ética universal presente en el corazón de todo hombre e iluminada por la revelación evangélica (cfr Sollicitudo rei socialis SRS 41). A vosotros corresponde, queridos Hermanos y Hermanas comprometidos en política, haceros intérpretes convencidos y activos.

Ciertamente, en la aplicación de estos principios a la compleja realidad política, será frecuentemente inevitable encontrarse con ámbitos, problemas y circunstancias que pueden dar legítimamente lugar a diversas valoraciones concretas. Al mismo tiempo, sin embargo, no se puede justificar un pragmatismo que, también respecto a los valores esenciales y básicos de la vida social, reduzca la política a pura mediación de los intereses o, aún peor, a una cuestión de demagogia o de cálculos electorales. Si el derecho no puede y no debe cubrir todo el ámbito de la ley moral, se debe también recordar que no puede ir "contra" la ley moral.

5. Esto adquiere particular relieve en esta fase de transformaciones intensas, que ve surgir una nueva dimensión de la política. El declive de las ideologías se acompaña de una crisis de formaciones partidistas, que reta a comprender de modo nuevo la representación política y el papel de las instituciones. Es necesario redescubrir el sentido de la participación, implicando en mayor medida a los ciudadanos en la búsqueda de vías oportunas para avanzar hacia una realización siempre más satisfactoria del bien común.

En tal tarea el cristiano evitará ceder a la tentación de la oposición violenta, fuente, a menudo, de grandes sufrimientos para la comunidad. El diálogo se presenta siempre como instrumento insustituible de toda confrontación constructiva, sea en las relaciones internas de los Estados como en las internacionales. ¿Y quién podrá asumir esta «tarea» del diálogo mejor que el político cristiano, que cada día debe confrontarse con aquello que Cristo ha denominado como «el primero» de los mandamientos, el mandamiento del amor?.

6. Ilustres Gobernantes, Parlamentarios, Políticos, Administradores, son numerosas y exigentes las tareas que esperan, al comienzo del nuevo siglo y del nuevo milenio, a los responsables de la vida pública. Precisamente pensando en esto, en el contexto del Gran Jubileo, he querido, como sabéis, ofreceros la protección de un Patrono especial: el santo mártir Tomás Moro.

Su figura es verdaderamente ejemplar para quienquiera que esté llamado a servir al hombre y a la sociedad en el ámbito civil y político. Su elocuente testimonio es más que nunca actual en un momento histórico que presenta retos cruciales para la conciencia de quien tiene la responsabilidad directa en la gestión pública. Como estadista, él se puso siempre al servicio de la persona, especialmente del débil y del pobre; los honores y las riquezas no hicieron mella en él, guiado como estaba de un distinguido sentido de la equidad. Sobre todo, él no aceptó nunca ir contra la propia conciencia, llegando hasta el sacrificio supremo con tal de no desoír su voz. ¡Invocadlo, seguidlo, imitadlo!. Su intercesión no os faltará para obtener, también en las situaciones más arduas, fortaleza, buen humor, paciencia y perseverancia.

Es el auxilio que queremos corroborar con la fuerza del sacrificio eucarístico, en el cual una vez más Cristo se hace alimento y orientación para nuestra vida. Que el Señor os conceda ser políticos según su Corazón, imitadores de San Tomás Moro, testigo valiente de Cristo e íntegro servidor del Estado.

CELEBRACIÓN ECUMÉNICA PRESIDIDA


POR EL PAPA JUAN PABLO II Y POR EL CATHOLICÓS KAREKIN II






Viernes 10 de noviembre de 2000

1377 "Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas" (Jn 10,11).

1. En el año 2001 la Iglesia armenia celebrará el XVII centenario del bautismo de Armenia por obra del ministerio de san Gregorio el Iluminador. A ejemplo del buen pastor, san Gregorio dio su vida por las ovejas. A causa de su fe en Cristo, pasó muchos años prisionero en un pozo oscuro por orden del rey Tirídates. Sólo después de esos crueles sufrimientos, Gregorio fue liberado finalmente para dar testimonio público de su vocación bautismal en toda su plenitud y proclamar el Evangelio a los hombres y mujeres de su tiempo.

La vida de san Gregorio fue presagio del camino de la Iglesia armenia a lo largo de los siglos. ¡Cuán a menudo fue arrojada al oscuro antro de la persecución, de la violencia y del olvido! Muchas veces sus hijos, en la oscuridad de la prisión, han repetido las palabras del profeta Miqueas: "Yo miro atento al Señor, espero en Dios mi salvador; mi Dios me escuchará. No te alegres, enemiga, de mi desgracia: si caí, me alzaré; si me siento en tinieblas, el Señor es mi luz" (Mi 7,7-8). Y esto no sólo en el pasado lejano, puesto que también el siglo XX ha sido uno de los más atormentados de la historia de la Iglesia armenia, que ha soportado todo tipo de terribles adversidades. Ahora, gracias a Dios, hay claros signos de una nueva primavera.

2. En la celebración de hoy, me alegra devolver a Su Santidad una reliquia de san Gregorio el Iluminador, que ha sido conservada en el convento de San Gregorio Armenio, en Nápoles, y venerada allí durante muchos siglos. Será colocada en la nueva catedral de Ereván, actualmente en construcción, como símbolo de esperanza y de la misión de la Iglesia en Armenia después de tantos años de opresión y silencio. En el centro de una ciudad en rápido desarrollo, un lugar donde se pueda alabar a Dios, escuchar la sagrada Escritura y celebrar la Eucaristía, será un factor esencial de evangelización. Oro para que el Espíritu Santo colme aquel lugar sagrado de su amorosa presencia, de su luz gloriosa y de su gracia santificante. Espero que la nueva catedral adorne con mayor belleza a la Esposa de Cristo en Armenia, donde el pueblo de Dios ha vivido durante siglos a la sombra del monte Ararat. Que por intercesión de la Madre de Dios y de san Gregorio el Iluminador los fieles armenios obtengan nueva valentía y nueva confianza de su catedral. Y que los peregrinos procedentes de todos los lugares experimenten la fuerza de la luz de Dios que brota de aquel lugar santo, para proseguir su peregrinación de fe.

3. En la catedral de Ereván, como en todas las otras, estará el altar de la Eucaristía y la sede del patriarca. La sede y el altar hablan de la comunión que ya existe entre nosotros. Como declaró el concilio Vaticano II: "Todos conocen también con cuánto amor los cristianos orientales realizan el culto litúrgico, principalmente la celebración eucarística, fuente de la vida de la Iglesia y prenda de la gloria futura, por la cual los fieles unidos al obispo, tienen acceso a Dios Padre por medio de su Hijo, el Verbo encarnado, que padeció y fue glorificado, en la efusión del Espíritu Santo". Los padres conciliares afirmaron, además, que las Iglesias orientales, "aunque separadas, tienen verdaderos sacramentos, y sobre todo, en virtud de la sucesión apostólica, el sacerdocio y la Eucaristía, con los que se unen aún a nosotros con vínculo estrechísimo" (Unitatis redintegratio UR 15).

A lo largo de la historia ha habido muchos contactos entre la Iglesia católica y la Iglesia armenia apostólica, del mismo modo que se han realizado varios intentos de restablecer la comunión plena. Ahora debemos orar y trabajar fervorosamente para que llegue cuanto antes el día en que nuestras sedes y los obispos vuelvan a estar en plena comunión, de manera que celebremos juntos, en el mismo altar, la Eucaristía, signo supremo y fuente de unidad en Cristo. Hasta el alba de ese día, cada una de nuestras celebraciones eucarísticas sufrirá por la ausencia del hermano que aún no está allí.

4. Querido y venerable hermano en Cristo, san Pablo nos habla con las palabras de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado: "Tened cuidado de vosotros y del rebaño que el Espíritu Santo os ha encargado guardar, como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió con la sangre de su Hijo" (Ac 20,28). Nuestra responsabilidad es grande. Cristo ha confiado a nuestro cuidado pastoral lo más valioso que tiene en la tierra: la Iglesia que él adquirió con su sangre.
Pido al Señor, por intercesión de san Gregorio el Iluminador, que derrame sus abundantes bendiciones sobre usted, sobre los hermanos en el episcopado, y sobre todos los pastores de la Iglesia armenia apostólica. Que el Espíritu lo inspire y lo guíe en su ministerio pastoral en favor del pueblo armenio, tanto en su tierra natal como en todo el mundo. A su oración fraterna encomiendo mi ministerio de Obispo de Roma, para que yo sea capaz de ejercer este ministerio cada vez más como "un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros" (Ut unum sint UUS 95), de modo que todos sean finalmente uno (cf. Jn Jn 17,21).

5. Permítame concluir con la ferviente oración que dirigí a la Madre de Dios hace trece años, durante el Año mariano, y que brota aún hoy de mi corazón: "Santa Madre de Dios (...). Dirige tu mirada a la tierra de Armenia, a sus montañas, donde vivieron multitudes inmensas de monjes santos y sabios; a sus iglesias, rocas que surgen de la roca, penetradas por el rayo de la Trinidad; a sus cruces de piedra, recuerdo de tu Hijo, cuya pasión continúa en la de los mártires; hacia sus hijos e hijas (...) de todo el mundo; inspira los deseos y las esperanzas de los jóvenes, para que continúen orgullosos de su origen. Haz que, allá donde vayan, escuchen su corazón armenio, porque en el fondo de ellos siempre habrá una plegaria dirigida a su Señor y un latido de abandono a ti, que los cubres con el manto de tu protección. ¡Virgen dulcísima, Madre de Cristo y Madre nuestra, María!" (Homilía durante la misa en rito armenio, 21 de noviembre de 1987, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de noviembre de 1987, p. 6).

Amén.

JUBILEO DEL MUNDO AGRÍCOLA





Domingo 12 de noviembre de 2000


1378 1. "El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente" (Ps 146,6).

Precisamente para cantar esta fidelidad del Señor, que nos ha recordado el Salmo responsorial, vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, os encontráis hoy aquí para vuestro jubileo. Me complace vuestro hermoso testimonio, que acaba de interpretar y expresar el obispo monseñor Fernando Charrier, a quien doy las gracias de corazón. Saludo cordialmente también a las personalidades que han querido manifestar su adhesión, en representación de diversos Estados y, sobre todo, de las organizaciones y organismos de las Naciones Unidas para la agricultura y la alimentación.

Saludo a los directivos y miembros de la "Coldiretti" y de las demás organizaciones de agricultores aquí presentes, así como a los miembros de las federaciones de panaderos, de las cooperativas agroalimentarias y de la Unión forestal de Italia. Vuestra múltiple presencia, amadísimos hermanos y hermanas, nos hace sentir vivamente la unidad de la familia humana y la dimensión universal de nuestra oración, dirigida al único Dios, creador del universo y fiel al hombre.

2. La fidelidad de Dios. Para vosotros, hombres del mundo agrícola, se trata de una experiencia diaria, repetida constantemente en la observación de la naturaleza. Conocéis el lenguaje de la tierra y de las semillas, de la hierba y de los árboles, de la fruta y de las flores. En los más diversos paisajes, desde las altas montañas hasta las llanuras regadas, bajo los más diversos cielos, este lenguaje tiene su encanto, que os resulta familiar. En este lenguaje captáis la fidelidad de Dios a las palabras que pronunció el tercer día de la creación: "Haga brotar la tierra hierba verde que engendre semilla, y árboles frutales" (Gn 1,11). Dentro del movimiento tranquilo y silencioso, pero lleno de vida de la naturaleza, sigue palpitando la complacencia originaria del Creador: "Y vio Dios todo lo que había hecho; y era muy bueno" (Gn 1,12).

Sí, el Señor mantiene su fidelidad perpetuamente. Y vosotros, expertos en este lenguaje de fidelidad -lenguaje antiguo y siempre nuevo-, sois naturalmente hombres agradecidos. Vuestro prolongado contacto con la maravilla de los productos de la tierra os permite percibirlos como un don inagotable de la Providencia divina. Por eso vuestra jornada anual es, por antonomasia, la "Jornada de acción de gracias". Este año, además, reviste un valor espiritual más alto, al insertarse en el jubileo que celebra el bimilenario del nacimiento de Cristo. Habéis venido para dar gracias por los frutos de la tierra, pero, ante todo, para reconocer en él al Creador y, al mismo tiempo, el fruto más hermoso de nuestra tierra, el "fruto" del seno de María, el Salvador de la humanidad y, en cierto sentido, del "cosmos" mismo. En efecto, la creación, como dice san Pablo, "está gimiendo toda ella con dolores de parto", y alberga la esperanza de ser liberada "de la esclavitud de la corrupción" (Rm 8,21-22).

3. El "gemido" de la tierra nos lleva con el pensamiento a vuestro trabajo, amadísimos hombres y mujeres de la agricultura, un trabajo muy importante, pero también muy arduo y duro. En el pasaje que hemos escuchado del libro de los Reyes, se evoca precisamente una situación típica de sufrimiento debida a la sequía. El profeta Elías, que padecía hambre y sed, es protagonista y a la vez beneficiario de un milagro de la generosidad. Una pobre viuda lo socorre, compartiendo con él el último puñado de harina y las últimas gotas de su aceite; su generosidad abre el corazón de Dios, hasta el punto de que el profeta puede anunciar: "La vasija de la harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra" (1R 17,14).

Desde siempre la cultura del mundo agrícola ha estado marcada por el sentido del peligro que se cierne sobre las cosechas a causa de las imprevisibles adversidades atmosféricas. Pero hoy, a los contratiempos tradicionales, se añaden a menudo otros debidos a la negligencia del hombre. La actividad agrícola de nuestro tiempo ha tenido que afrontar las consecuencias de la industrialización y el desarrollo no siempre ordenado de las áreas urbanas, con el fenómeno de la contaminación ambiental y el desequilibrio ecológico, los vertederos de residuos tóxicos y la deforestación. El cristiano, aun confiando siempre en la ayuda de la Providencia, no puede menos de emprender iniciativas responsables para lograr que se respete y promueva el valor de la tierra. Es necesario que el trabajo agrícola esté cada vez más organizado y sostenido por seguros sociales que compensen plenamente el esfuerzo que implica y la gran utilidad que lo distingue. Si el mundo de la técnica más refinada no se armoniza con el lenguaje sencillo de la naturaleza en un equilibrio saludable, la vida del hombre correrá riesgos cada vez mayores, de los que ya vemos actualmente signos preocupantes.

4. Por tanto, amadísimos hermanos y hermanas, estad agradecidos con el Señor, pero, al mismo tiempo, sentíos orgullosos de la tarea que os asigna vuestro trabajo. Resistid a las tentaciones de una productividad y de unos beneficios que no respeten la naturaleza. Dios confió la tierra al hombre "para que la guardara y la cultivara" (cf. Gn Gn 2,15). Cuando el hombre olvida este principio, convirtiéndose en tirano y no en custodio de la naturaleza, antes o después esta se rebela.

Pero vosotros, queridos hermanos, comprendéis muy bien que este principio de orden, que vale tanto para el trabajo agrícola como para cualquier otro sector de la actividad humana, está arraigado en el corazón del hombre. Por consiguiente, es precisamente el "corazón" el primer terreno que hay que cultivar. No por casualidad Jesús quiso explicar la obra de la palabra de Dios recurriendo, con la parábola del sembrador, a un ejemplo iluminador tomado del mundo agrícola. La palabra de Dios es una semilla destinada a dar fruto abundante, pero, por desgracia, a menudo cae en un terreno poco adecuado, donde el pedregal, los abrojos y las espinas -expresiones múltiples de nuestro pecado- le impiden echar raíces y desarrollarse (cf. Mt Mt 13,3-23 y paralelos). Por esto, un Padre de la Iglesia, dirigiéndose precisamente a un agricultor, dice: "Por tanto, cuando estés en el campo y contemples tu finca, piensa que también tú eres campo de Cristo, y presta atención a ti mismo como a tu campo. Del mismo modo que exiges a tu obrero que cultive bien tu campo, así también cultiva para el Señor Dios tu corazón" (san Paulino de Nola, Carta 39, 3 a Apro y Amanda).

Con vistas a este "cultivo del espíritu" habéis venido hoy aquí a celebrar vuestro jubileo. Más que vuestro esfuerzo profesional, presentáis al Señor el trabajo diario de purificación de vuestro corazón: obra exigente, que jamás lograríamos realizar solos. Nuestra fuerza es Cristo, de quien la carta a los Hebreos acaba de recordarnos que "se ha manifestado una sola vez, en el momento culminante de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo" (He 9,26).

5. Este sacrificio, realizado una vez para siempre en el Gólgota, se actualiza para nosotros cada vez que celebramos la Eucaristía. En ella Cristo se hace presente, con su cuerpo y su sangre, para convertirse en nuestro alimento.

1379 ¡Qué significativo debe ser para vosotros, hombres del mundo agrícola, contemplar sobre el altar este milagro, que corona y sublima las maravillas mismas de la naturaleza! ¿No se realiza un milagro diario cuando una semilla se transforma en espiga, y muchos granos de trigo maduran para ser molidos y convertirse en pan? ¿No es un milagro de la naturaleza un racimo de uvas que cuelga de los sarmientos de la vid? Ya todo esto entraña, misteriosamente, el signo de Cristo, puesto que "por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de lo que se ha hecho" (cf. Jn Jn 1,3). Pero mayor aún es el acontecimiento de gracia mediante el cual la Palabra y el Espíritu de Dios transforman el pan y el vino, "fruto de la tierra y del trabajo del hombre", en cuerpo y sangre del Redentor. La gracia jubilar que habéis venido a implorar no es más que sobreabundancia de gracia eucarística, fuerza que nos eleva y nos sana desde lo más profundo, injertándonos en Cristo.

6. Ante esta gracia, la actitud que debemos asumir nos la sugiere el evangelio con el ejemplo de la viuda pobre que echa unas pocas monedas en el cepillo, pero en realidad da más que todos, porque no da de lo que le sobra, sino "todo lo que tenía para vivir" (Mc 12,44). Esa mujer desconocida imita así la actitud de la viuda de Sarepta, que acogió en su casa a Elías y compartió con él su comida. A ambas las sostenía su confianza en el Señor. Ambas encuentran en la fe la fuerza de una caridad heroica.

Esas dos viudas nos invitan a abrir de par en par nuestra celebración jubilar hacia los horizontes de la caridad, abrazando a todos los pobres y necesitados del mundo. Lo que hagamos al más pequeño de ellos, lo haremos a Cristo (cf. Mt Mt 25,40).

Y no podemos olvidar que precisamente en el ámbito del trabajo agrícola se dan situaciones humanas que nos interpelan profundamente. Pueblos enteros, que viven sobre todo del trabajo agrícola en las regiones económicamente menos desarrolladas, se encuentran en condiciones de indigencia. Vastas regiones son devastadas por las frecuentes calamidades naturales. Y, a veces, a estas desgracias se añaden las consecuencias de guerras que, además de causar víctimas, siembran destrucción, obligan a las poblaciones a abandonar territorios fértiles, y en ocasiones los contaminan con pertrechos bélicos y sustancias nocivas.

7. El jubileo nació en Israel como un gran tiempo de reconciliación y redistribución de los bienes. Ciertamente, acoger hoy este mensaje no significa limitarse a dar un pequeño óbolo. Es preciso contribuir a una cultura de la solidaridad que, también en el ámbito político y económico, tanto nacional como internacional, fomente iniciativas generosas y eficaces en beneficio de los pueblos menos favorecidos.

Queremos recordar hoy en nuestra oración a todos estos hermanos, proponiéndonos traducir nuestro amor a ellos en solidaridad activa, para que todos, sin excepción, puedan gozar de los frutos de la "madre tierra" y llevar una vida digna de los hijos de Dios.

MISA EN SUFRAGIO DE LOS CARDENALES Y OBISPOS

FALLECIDOS EN EL AÑO




Martes 14 de noviembre de 2000

."Yo sé que mi Redentor está vivo" (cf. Jb Jb 19,25).

1. Las palabras del autor sagrado nos introducen en el clima de fe de esta celebración en la que, con emoción, recordamos a los cardenales, arzobispos y obispos fallecidos durante este año que está a punto de terminar. Es un gesto debido de sufragio y solidaridad espiritual con estos hermanos nuestros, que dedicaron toda su vida al servicio del Evangelio y de la Iglesia. Para ellos resuena hoy una vez más la consoladora promesa del Señor: "A quien me sirva, el Padre lo premiará" (Jn 12,26). Quienes se dedicaron fielmente a la causa del Evangelio encontrarán en Dios la recompensa eterna. En la lógica de Cristo, el servicio a la comunidad de los redimidos se convierte así en motivo de gloria y de vida perdurable. Quienes, durante la peregrinación terrena, gastaron todas sus energías por el reino de Dios, serán acogidos por él, el Viviente, que venció la muerte y ahora está sentado a la derecha del Padre.

2. Mientras nos hallamos reunidos en torno al altar, en el que se hace presente el sacrificio que proclama la victoria de la vida sobre la muerte, de la gracia sobre el pecado y del Paraíso sobre el infierno, elevamos nuestra acción de gracias a Dios por habernos dado a estos hermanos, que él ya ha llamado a sí. Su recuerdo se presenta a nuestra memoria. Pienso, en particular, en los miembros del Colegio cardenalicio que han muerto en los meses pasados: los cardenales Paolo Dezza, Ignatius Kung Pin-Mei, Antony Padiyara, Bernardino Echeverría Ruiz, John Joseph O'Connor, Vincentas Sladkevicius, Paul Zoungrana, Augusto Vargas Alzamora, Vincenzo Fagiolo, Paul Gouyon, Egano Righi-Lambertini y Pietro Palazzini. Su recuerdo, juntamente con el de todos los arzobispos y obispos difuntos, vuelve a nuestra mente. Durante su vida anunciaron el Evangelio, edificaron la Iglesia, repartieron los dones de gracia de los sacramentos e hicieron el bien. Ahora, con corazón agradecido, los encomendamos a la generosa recompensa del Señor por las obras buenas y por los ejemplos positivos que nos dejaron. Los encomendamos, además, a su infinita misericordia, implorando para ellos la justificación de cualquier residuo de debilidad humana.
Estos hermanos nuestros creyeron firmemente en Cristo, y esa fe fue el fundamento de toda su existencia. La vida del hombre, por sí misma, no puede llegar a la visión beatífica, que es un don reservado a quien cree. Por eso el fiel proclama con confianza cierta: "Yo sé que mi Redentor está vivo" (cf. Jb Jb 12,27). Nosotros sabemos que, al final, Cristo, nuestro Salvador, vendrá a acogernos, y estaremos para siempre con él.

1380 3. Amadísimos hermanos y hermanas, nuestra fe de cristianos se funda en la palabra de Cristo, quien, en el Evangelio que acabamos de proclamar, afirma: "Quien escucha mi palabra y cree al que me envió, posee la vida eterna" (Jn 5,24). La Iglesia anuncia incansablemente esta palabra a todas las personas, para que puedan abrirse a la fe y tengan como herencia la felicidad eterna.
¡Qué importancia cobra, desde esta perspectiva, nuestra peregrinación en el mundo! Es un tiempo, más o menos largo, que se nos ofrece para conocer a Cristo y crecer en la comunión con él. Quien cree en el Hijo de Dios encarnado vivirá eternamente; quien lo ama no debe temer ninguna dificultad; quien se apoya en él no puede detenerse frente a ningún obstáculo. Cristo es el objetivo fundamental de su existencia. Cree, confía y se entrega a él: así, entra en lo más íntimo de su amor, que salva y llena de alegría el corazón.

¡Qué tesoro es la fe y cuán urgente es la tarea de anunciarla a cuantos aún no la tienen! Es preciso que al hombre, sediento de verdad y amor, llegue la palabra que explica, que da seguridad y que indica el camino: la palabra que sana. Esta palabra es el Verbo eterno, que salió del seno del Padre para traernos la vida. Es Cristo, nuestro Redentor, a quien contemplamos constantemente durante el gran jubileo. Quienes escuchen su palabra "vivirán" (cf. Jn Jn 5,25). ¡Bienaventurados quienes la anuncian! ¡Bienaventurados quienes se ponen a su servicio y sobre ella construyen su vida!

4. Amadísimos hermanos y hermanas, la certeza de que Cristo es nuestro Salvador y de que murió y resucitó por nosotros nos consuela y sostiene, mientras proseguimos nuestra peregrinación hacia la patria celestial. A lo largo de los días y de las estaciones resuena la palabra de Dios: "Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (He 13,8). Esta verdad nos ha acompañado durante todo el año jubilar, marcando nuestro camino de esperanza. Es la fe de la Iglesia. Es nuestra fe.

Queremos reafirmar esta fe, mientras elevamos nuestra oración de sufragio por los pastores que hoy conmemoramos. Es un recuerdo lleno de afecto y gratitud, que se abre a la serena certeza de que un día todos nos volveremos a reunir para alabar eternamente al Señor de la misericordia y de la vida.

Al mismo tiempo que encomendamos al Pastor supremo a estos hermanos en el sacerdocio, que él llamó a sí, renovemos nuestra adhesión a Cristo, con la esperanza de que un día también a nosotros nos conceda escuchar su voz consoladora: "Ven, siervo bueno y fiel, comparte la alegría de tu Señor" (cf. Mt Mt 25,21).

A María, Madre de la esperanza, encomendamos a estos hijos devotos suyos, para que los introduzca en el reino de la felicidad eterna.

En Cristo, requiescant in pace.

Amén.


B. Juan Pablo II Homilías 1374