B. Juan Pablo II Homilías 1388


JUBILEO DEL MUNDO DEL ESPECTÁCULO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Domingo 17 de diciembre de 2000



1. "Alegraos. (...) El Señor está cerca" (Ph 4,4 Ph 4,5).

1389 Este tercer domingo de Adviento se caracteriza por la alegría: la alegría de quien espera al Señor que "está cerca", el Dios con nosotros, anunciado por los profetas. Es la "gran alegría" de la Navidad, que hoy gustamos anticipadamente; una alegría que "será de todo el pueblo", porque el Salvador ha venido y vendrá de nuevo a visitarnos desde las alturas, como sol que surge (cf. Lc Lc 1,78).

Es la alegría de los cristianos, peregrinos en el mundo, que aguardan con esperanza la vuelta gloriosa de Cristo, quien, para venir a ayudarnos, se despojó de su gloria divina. Es la alegría de este Año santo, que conmemora los dos mil años transcurridos desde que el Hijo de Dios, Luz de Luz, iluminó con el resplandor de su presencia la historia de la humanidad.

Por tanto, desde esta perspectiva, cobran singular elocuencia las palabras del profeta Sofonías, que hemos escuchado en la primera lectura: "Regocíjate, hija de Sión; grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena; ha expulsado a tus enemigos" (So 3,14-15): este es el "año de gracia del Señor", que nos sana del pecado y de sus heridas.

2. Resuena con gran intensidad en nuestra asamblea este consolador anuncio profético: "El Señor tu Dios, en medio de ti, es un poderoso salvador. Él se goza y se complace en ti, te ama" (So 3,17).

Él es el que ha venido, y es él al que esperamos. El Año jubilar nos invita a fijar la mirada en él, sobre todo en este Adviento del año 2000. Él, "el poderoso salvador", se os presenta hoy también a vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, que actuáis en diversos sectores del mundo del espectáculo. En su nombre os acojo y os saludo cordialmente. Agradezco con afecto las amables palabras que me han dirigido monseñor John Patrick Foley, presidente del Consejo pontificio para las comunicaciones sociales, y vuestros dos representantes. Extiendo mi saludo a vuestros colegas y amigos que no han podido estar presentes.

3. El evangelio de san Lucas nos presentó el domingo pasado a Juan Bautista, el cual, a orillas del Jordán, proclamaba la venida inminente del Mesías. Hoy la liturgia nos hace escuchar la continuación de ese texto evangélico: el Bautista explica a las multitudes cómo preparar concretamente el camino del Señor. A las diversas clases de personas que le preguntan: "Nosotros, ¿qué debemos hacer?" (Lc 3,10 Lc 3,12 Lc 3,14), les indica lo que es necesario realizar a fin de prepararse para acoger al Mesías.

Esta página evangélica nos hace pensar, en cierto sentido, en los encuentros jubilares para las diversas clases sociales o profesionales. Os hace pensar también a vosotros, queridos hermanos y hermanas: con vuestra peregrinación jubilar, también vosotros habéis venido a preguntar: "¿Qué debemos hacer?". La primera respuesta que os da la palabra de Dios es una invitación a recuperar la alegría. ¿Acaso no es el jubileo -término que deriva de "júbilo"- la exhortación a rebosar de alegría porque el Señor ha venido a habitar entre nosotros y nos ha dado su amor?

Sin embargo, esta alegría que brota de la gracia divina no es superficial y efímera. Es una alegría profunda, enraizada en el corazón y capaz de impregnar toda la existencia del creyente. Se trata de una alegría que puede convivir con las dificultades, con las pruebas e incluso, aunque pueda parecer paradójico, con el dolor y la muerte. Es la alegría de la Navidad y de la Pascua, don del Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado; una alegría que nadie puede quitar a cuantos están unidos a él en la fe y en las obras (cf. Jn Jn 16,22-23).

Muchos de vosotros, queridos hermanos, trabajáis para entretener al público, en la ideación y realización de espectáculos que quieren brindar momentos de sana distensión y esparcimiento. Aunque, en sentido propio, la alegría cristiana se sitúa en un plano más directamente espiritual, abarca también la sana diversión, que hace bien al cuerpo y al espíritu. Por tanto, la sociedad debe estar agradecida con quien produce y realiza transmisiones y programas inteligentes y relajantes, divertidos sin ser alienantes, humorísticos pero no vulgares. Difundir una auténtica alegría puede ser una forma genuina de caridad social.

4. Además, la Iglesia, como Juan Bautista, tiene hoy un mensaje específico para vosotros, queridos trabajadores del mundo del espectáculo. Un mensaje que podría expresarse en estos términos: en vuestro trabajo, tened siempre presentes a las personas de vuestros destinatarios, sus derechos y sus expectativas legítimas, sobre todo cuando se trate de personas en formación. No os dejéis condicionar por el mero interés económico o ideológico. Este es el principio fundamental de la ética de las comunicaciones sociales, que cada uno de vosotros está llamado a aplicar en su ámbito de actividad. A este propósito, el Consejo pontificio para las comunicaciones sociales publicó el pasado mes de junio un documento específico: Ética en las comunicaciones sociales, sobre el que os invito a reflexionar.

Especialmente aquellos de entre vosotros que son más conocidos por el público deben ser siempre conscientes de su responsabilidad. Queridos amigos, la gente os observa con simpatía e interés. Sed siempre para ellos modelos positivos y coherentes, capaces de infundir confianza, optimismo y esperanza.

1390 Para poder realizar esta comprometedora misión, viene en vuestra ayuda el Señor, a quien podéis acudir mediante la escucha de su palabra y la oración. Sí, queridos hermanos, vosotros trabajáis con las imágenes, los gestos y los sonidos; en otras palabras, trabajáis con la exterioridad.
Precisamente por eso debéis ser hombres y mujeres de fuerte interioridad, capaces de recogimiento. En nosotros mora Dios, más íntimo a nosotros que nosotros mismos, como decía san Agustín. Si dialogáis con él, podréis comunicaros mejor con vuestro prójimo. Si tenéis gran sensibilidad por el bien, la verdad y la belleza, las obras de vuestra creatividad, incluso las más sencillas, serán de buena calidad estética y moral.

5. La Iglesia os acompaña y cuenta con vosotros. Espera que infundáis en el cine, la televisión, la radio, el teatro, el circo y en toda forma de entretenimiento la "levadura" evangélica, gracias a la cual toda realidad humana desarrolla al máximo sus potencialidades positivas.

Es impensable una nueva evangelización en la que no participe vuestro mundo, el mundo del espectáculo, tan importante para la formación de las mentalidades y de las costumbres. Pienso aquí en las numerosas iniciativas que vuelven a proponer el mensaje bíblico y el riquísimo patrimonio de la tradición cristiana en el lenguaje de las formas, de los sonidos y de las imágenes mediante el teatro, el cine y la televisión. Pienso, asimismo, en las obras y en los programas no explícitamente religiosos que, sin embargo, son capaces de hablar al corazón de las personas, suscitando en ellas admiración, interrogantes y reflexiones.

6. Amadísimos hermanos y hermanas, la Providencia ha querido que vuestro jubileo se celebre pocos días antes de la Navidad, la fiesta sin duda alguna más representada en vuestro campo de trabajo, en todos los niveles, desde los medios de comunicación social hasta los belenes vivientes. Así, este encuentro nos ayuda a entrar en sintonía con el auténtico espíritu navideño, muy diverso del mundano, que lo transforma en ocasión de comercio.

Dejad que María, la Madre del Verbo encarnado, os guíe en el itinerario de preparación para esta solemnidad. Ella espera en silencio el cumplimiento de las promesas divinas, y nos enseña que para llevar al mundo la paz y la alegría es preciso acoger antes en el corazón al Príncipe de la paz y fuente de la alegría, Jesucristo. Para que esto suceda, es necesario convertirse a su amor y estar dispuestos a cumplir su voluntad.

Amadísimos amigos del mundo del espectáculo, os deseo que también vosotros hagáis esta experiencia consoladora. Así, con los lenguajes más diversos, seréis portadores de alegría, de la alegría que Cristo da a toda la humanidad en la Navidad.

MISA DE MEDIANOCHE

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Navidad, 24 diciembre de 2000



1. "Hoy nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Estr. Salmo resp.).

Resuena en esta noche, antiguo y siempre nuevo, el anuncio del Nacimiento del Señor. Resuena para quien está en vela, como los pastores de Belén hace dos mil años; resuena para quien ha acogido la llamada del Adviento y, vigilante en la espera, está dispuesto a acoger el gozoso mensaje, que se hace canto en la liturgia: “Hoy nos ha nacido un Salvador”.

Vela el pueblo cristiano; vela el mundo entero en esta noche de Navidad que se relaciona con la de hace un año, cuando fue la apertura de la Puerta Santa del Gran Jubileo, Puerta de la gracia abierta de par en par para todos.

1391 2. Cada día del año jubilar es como si la Iglesia hubiera repetido incesantemente: “Hoy nos ha nacido un Salvador”. Este anuncio, que lleva consigo un impulso inagotable de renovación, resuena en esta noche santa con singular fuerza: es la Navidad del Gran Jubileo, memoria viva de los dos mil años de Cristo, de su nacimiento prodigioso, que ha marcado un nuevo inicio de la historia. Hoy “el Verbo se ha hecho carne y ha venido a habitar entre nosotros” (Jn 1,14).

Hoy”. En esta noche el tiempo se abre a lo eterno, porque Tú o Cristo, has nacido entre nosotros surgiendo de lo alto. Has venido a la luz del regazo de una Mujer bendita entre todas, Tú, el “Hijo del Altísimo”. Tu santidad ha santificado de una vez para siempre nuestro tiempo: los días, los siglos, los milenios. Con tu nacimiento has hecho del tiempo un “hoy” de salvación.

3. “Hoy nos ha nacido un Salvador”.

Celebramos en esta noche el misterio de Belén, el misterio de una noche singular que, en cierto sentido, está en el tiempo y más allá del tiempo. En el seno de la Virgen ha nacido un Niño, un pesebre ha sido cuna por la Vida inmortal.

Navidad es la fiesta de la vida, porque Tú, Jesús, viniendo a la luz como todos nosotros, has bendecido la hora del nacimiento: una hora que simbólicamente representa el misterio de la existencia humana, uniendo el padecimiento del parto a la esperanza, el dolor a la alegría. Todo esto ha ocurrido en Belén: una Madre ha dado a luz; “ha nacido un hombre en el mundo” (Jn 16,21), el Hijo del hombre. ¡Misterio de Belén!

4. Conmovido interiormente, pienso en los días de mi peregrinación jubilar a Tierra Santa. Vuelvo con la mente a aquella gruta en la que se me concedió la gracia de estar en oración. Beso espiritualmente aquella tierra bendita, en la cual ha brotado para el mundo el gozo imperecedero.

Pienso con preocupación en los Santos Lugares y, de modo especial, en la ciudad de Belén, donde, a causa de la difícil situación política, desafortunadamente no podrán desarrollarse los sugestivos ritos de la Santa Navidad con la solemnidad acostumbrada. Quisiera que aquellas comunidades cristianas escucharan en esta noche la total solidaridad de la Iglesia entera.

Queridos Hermanos y Hermanas, estamos con vosotros con una plegaria especialmente intensa. Junto con vosotros tememos por la suerte de toda la región del Medio Oriente ¡Quiera Dios escuchar nuestra invocación! Desde esta Plaza, centro del mundo católico, resuene una vez más con renovado vigor el anuncio de los ángeles a los pastores: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que Dios ama” (Lc 2,14).

Nuestra confianza no puede vacilar, del mismo modo que no puede faltar la admiración por lo que estamos conmemorando. Nace hoy el que da al mundo la paz.

5. “Hoy nos ha nacido un Salvador”.

El Verbo llora en un pesebre. Se llama a Jesús, que significa “Dios salva”, porque “porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21).

1392 No es un palacio real donde nace el Redentor, destinado a establecer el Reino eterno y universal. Nace en un establo y, viniendo entre nosotros, enciende en el mundo el fuego del amor de Dios (cf. Lc Lc 12,49). Este fuego no se apagará jamás.

¡Que este fuego arda en los corazones como llama de caridad efectiva, que se haga acogida y sostén para muchos hermanos aquejados por la necesidad y el sufrimiento!

6. Señor Jesús, que contemplamos en la pobreza de Belén, haznos testigos de tu amor, de aquel amor que te ha llevado a despojarte de la gloria divina, para venir a nacer entre los hombres y a morir por nosotros.

Mientras el Gran Jubileo entra en su fase final, infunde en nosotros tu Espíritu, para que la gracia de la Encarnación suscite en cada creyente el compromiso de una respuesta más generosa a la vida nueva recibida en el Bautismo.

Haz que la luz de esta noche, más resplandeciente que el día, se proyecte sobre el futuro y oriente los pasos de la humanidad por los caminos de la paz.

¡Tú, Príncipe de la paz, Tú Salvador nacido hoy por nosotros, camina con tu Iglesia por las veredas que se abren ante ella en el nuevo milenio!


                                                                           2001




SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA MADRE DE DIOS


XXXIV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ


HOMILÍA


1 de enero de 2001



1. "Los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José y al Niño acostado en el pesebre" (Lc 2,19).

Hoy, Octava de Navidad, la liturgia nos estimula con estas palabras a caminar, con nuevo y consciente fervor, hacia Belén, para adorar al Niño divino, que ha nacido por nosotros. Nos invita a seguir los pasos de los pastores que, al entrar en la gruta, reconocen en aquel pequeño ser humano, "nacido de una mujer, nacido bajo la ley" (Ga 4,4), al Omnipotente que se hizo uno de nosotros. Junto a él, José y María son testigos silenciosos del prodigio de la Navidad. Este es el misterio que también nosotros, hoy, contemplamos asombrados: ha nacido por nosotros el Señor. María dio "a luz al Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos" (cf. Sedulio).
Permanecemos extasiados ante la escena que nos narra el evangelista. Contemplemos, de modo particular, a los pastores. Ellos, modelos sencillos y gozosos de la búsqueda humana, especialmente en el marco del gran jubileo, ponen de manifiesto cuáles deben ser las condiciones interiores para encontrar a Jesús.

1393 La desarmante ternura del Niño, la pobreza sorprendente en la que se halla, y la humilde sencillez de María y José transforman la vida de los pastores: se convierten así en mensajeros de salvación, evangelistas ante litteram.Escribe san Lucas: "Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho" (Lc 2,20). Se fueron felices y enriquecidos por un acontecimiento que había cambiado su existencia. En sus palabras se percibe el eco de una alegría interior que se transforma en canto: "Se volvieron dando gloria y alabanza a Dios".

2. También nosotros, en este Año jubilar, nos hemos puesto en camino para encontrar a Cristo, el Redentor del hombre. Al cruzar la Puerta santa, hemos experimentado su presencia misteriosa, que da al hombre la posibilidad de pasar del pecado a la gracia, de la muerte a la vida. El Hijo de Dios, que se encarnó por nosotros, nos ha hecho oír su fuerte exhortación a la conversión y al amor.

¡Cuántos dones, cuántas ocasiones extraordinarias ha ofrecido el gran jubileo a los creyentes! En la experiencia del perdón recibido y dado, en el recuerdo de los mártires, en la escucha del grito de los pobres del mundo y en los testimonios llenos de fe que nos han transmitido nuestros hermanos creyentes de todos los tiempos, también nosotros hemos percibido la presencia salvífica de Dios en la historia. Hemos palpado su amor que renueva la faz de la tierra. Dentro de algunos días concluirá este tiempo especial de gracia. Como a los pastores que fueron a adorarlo, Cristo pide a los creyentes, a quienes ha dado la alegría de encontrarlo, una valiente disponibilidad a ponerse nuevamente en camino para anunciar su Evangelio, antiguo y siempre nuevo. Los envía a vivificar la historia y las culturas de los hombres con su mensaje salvífico.

3. "Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios" (Lc 2,30). También nosotros, animados y enriquecidos por la gracia jubilar, iniciemos este nuevo año que nos da el Señor. Nos confortan las palabras de la primera lectura, que renuevan la bendición del Creador: "El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz" (NM 6,24-25). El Señor nos dé su paz, la paz que no es fruto de componendas humanas, sino del sorprendente efecto de su mirada benévola sobre nosotros. Esta es la paz que invocamos hoy, al celebrar la XXXIV Jornada mundial de la paz.

Saludo con gran afecto a los ilustres señores embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, presentes en esta solemne liturgia. Saludo, de modo particular, al querido monseñor François Xavier Nguyên Van Thuân, presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, así como a los colaboradores de ese dicasterio, que tiene la misión específica de representar la solicitud del Papa y de la Sede apostólica por la promoción de un mundo más justo y concorde. Saludo a las autoridades y a cuantos han querido intervenir en este encuentro de oración por la paz. A todos quisiera volver a proponer idealmente el Mensaje para la jornada mundial de la paz de este año, en el que he afrontado un tema particularmente actual, el "Diálogo entre las culturas para una civilización del amor y la paz".

4. Hoy, en este sugestivo marco litúrgico, renuevo a toda persona de buena voluntad la invitación apremiante a recorrer con confianza y tenacidad el camino privilegiado del diálogo. Sólo así no se dilapidarán las riquezas específicas, que caracterizan la historia y la vida de los hombres y los pueblos, sino que, por el contrario, podrán contribuir a la construcción de una era nueva de solidaridad fraterna. Ojalá que todos se esfuercen por promover una auténtica cultura de la solidaridad y de la justicia, estrechamente "unida al valor de la paz, objetivo primordial de toda sociedad y de la convivencia nacional e internacional" (Mensaje para la XXXIV Jornada mundial de la paz, 8 de diciembre de 2000, n. 18: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de diciembre de 2000, p. 11).

Esto es más necesario aún en la actual situación mundial, que se ha vuelto compleja a causa de la difundida movilidad humana, la comunicación global y el encuentro, no siempre fácil, entre culturas diversas. Al mismo tiempo, hay que reafirmar con vigor la urgencia de defender la vida, bien fundamental de la humanidad, ya que "no se puede invocar la paz y despreciar la vida" (ib., 19).
Elevemos al Señor nuestra oración para que el respeto de estos valores de fondo, patrimonio de toda cultura, contribuya a la construcción de la deseada civilización del amor y de la paz. Que nos lo obtenga Cristo, Príncipe de la paz, a quien contemplamos en la pobreza del pesebre.

5. "María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón" (Lc 2,19).
Hoy la Iglesia celebra la solemnidad de María, Madre de Dios. Después de presentarla como la Madre que ofrece el Niño a los pastores que lo buscaban con solicitud, el evangelista san Lucas nos brinda un icono de María, sencillo y majestuoso a la vez. María es la mujer de fe, que acogió a Dios en su corazón, en sus proyectos, en su cuerpo y en su experiencia de esposa y madre. Es la creyente capaz de captar en el insólito nacimiento del Hijo la llegada de la "plenitud de los tiempos" (Ga 4,4), en la que Dios, eligiendo los caminos sencillos de la existencia humana, decidió comprometerse personalmente en la obra de la salvación.

La fe lleva a la Virgen santísima a recorrer sendas desconocidas e imprevisibles, conservando todo en su corazón, es decir, en la intimidad de su espíritu, para responder con renovada adhesión a Dios y a su designio de amor.

1394 6. A ella dirigimos, al comienzo de este nuevo año, nuestra oración.
Ayúdanos también a nosotros, oh María, a renovar con espíritu de fe nuestra existencia. Ayúdanos a saber salvaguardar espacios de silencio y de contemplación en la frenética vida diaria. Haz que tendamos siempre hacia las exigencias de la paz verdadera, don de la Navidad de Cristo.

A ti, en este primer día del año 2001, te encomendamos las expectativas y las esperanzas de toda la humanidad: "Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no desoigas la oración de tus hijos necesitados; antes bien, líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita" (Liturgia de las Horas).

Virgen Madre de Dios, intercede por nosotros ante tu Hijo, para que su rostro resplandezca en el camino del nuevo milenio y todo hombre pueda vivir en la justicia y la paz. Amén.





CLAUSURA DE LA PUERTA SANTA


Homilía del Santo Padre


Solemnidad de la Epifanía del Señor, Sábado, 6 de enero de 2001

“¡Te adorarán, Señor, todos los pueblos de la tierra!”. Esta aclamación, repetida ahora en el Salmo responsorial, expresa muy bien el significado de la Solemnidad de la Epifanía que hoy celebramos. Al mismo tiempo ilumina también este rito de clausura de la Puerta Santa.

“Te adorarán, Señor...”: se trata de una visión que nos habla de futuro y nos hace mirar a lo lejos. Evoca la antigua profecía mesiánica, que se realizará plenamente cuando Cristo el Señor volverá glorioso al final de la historia. En efecto, ha tenido ya una primera realización histórica y al mismo tiempo profética cuando los Magos llegaron a Belén trayendo sus dones. Fue el inicio de la manifestación de Cristo – o sea su “epifanía”- a los representantes de los pueblos del mundo.

Es una profecía que se va realizando gradualmente a lo largo del tiempo, a medida que el anuncio del Evangelio se extiende en los corazones de los hombres y hunde sus raíces en todas las regiones de la tierra. ¿No ha sido, tal vez, el Gran Jubileo una especie de “epifanía”? Viniendo aquí a Roma o también peregrinando a tantas Iglesias jubilares en otros lugares, innumerables personas se han puesto de alguna manera sobre las huellas de los Magos a la búsqueda de Cristo. La Puerta Santa no es más que el símbolo de este encuentro con Él. Cristo es la verdadera “Puerta Santa” que nos abre el acceso a la casa del Padre y nos introduce en la intimidad de la vida divina.

“¡Te adorarán, Señor, todos los pueblos de la tierra!”. Sobre todo aquí, en el centro de la catolicidad, el aflujo imponente de peregrinos provenientes de todos los continentes ha ofrecido este año una imagen elocuente del camino de los pueblos hacia Cristo. Han sido personas de las más diversas categorías, venidas con el deseo de contemplar el rostro de Cristo y de obtener su misericordia.

Cristo ayer y hoy/Principio y Fin/Alfa y Omega./Suyo es el tiempo y la eternidad./ A Él la gloria y el poder/ por todos los siglos de los siglos” (Liturgia de la Vigilia Pascual). Sí, este es el himno con el cual el Jubileo, en el sugestivo horizonte del paso hacia el tercer milenio, ha querido ensalzar a Cristo, Señor de la historia, a los dos mil años de su nacimiento. Hoy se concluye oficialmente este año extraordinario, pero quedan los dones espirituales que en él se han prodigado; continúa aquel gran “año de gracia” que Cristo inauguró en la sinagoga de Nazaret (cf Lc 4,18-19) y que durará hasta el fin de los tiempos.

Mientras hoy, con la Puerta Santa, se cierra un “símbolo” de Cristo, queda más que nunca abierto el corazón de Cristo. Él sigue diciendo a la humanidad necesitada de esperanza y de sentido: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso” (Mt 11,28). Más allá de las numerosas celebraciones e iniciativas que lo han distinguido, la gran herencia que nos deja el Jubileo es la experiencia viva y consoladora del “encuentro con Cristo”.

1395 Hoy deseamos hacernos portavoces de la acción de gracias y alabanza de toda la Iglesia. Por ello, al término de esta celebración, cantaremos un solemne Te Deum de agradecimiento. El Señor ha hecho maravillas por nosotros, nos ha colmado de misericordia. Hoy debemos hacer nuestro el sentimiento de alegría experimentado por los Magos en su camino hacia Cristo: “Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría”. Sobre todo, debemos imitarlos mientras presentan a los pies del Niño no solo sus dones, sino su vida.

En este Año jubilar, la Iglesia ha intentado desempeñar aún con mayor interés, para sus hijos y para la humanidad, la función de la estrella que orientó los pasos de los Magos. La Iglesia no vive para sí misma, sino para Cristo. Intenta ser la “estrella” que sirva como punto de referencia para ayudar a encontrar el camino que conduce a Él.

En la teología patrística se hablaba de la Iglesia como “mysterium lunae” para subrayar que ella, como la luna, no brilla con luz propia, sino que refleja a Cristo, su Sol. Me es grato recordar que, justamente con este pensamiento, comienza la Constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II: “¡Cristo es la luz de los pueblos!”, “lumen gentium”! Los Padres conciliares continuaban expresando sus ardientes deseos de “iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo que resplandece sobre el rostro de la Iglesia” (n. 1).

Mysterium lunae: el Gran Jubileo ha hecho vivir a la Iglesia una experiencia intensa de esta vocación suya. Es Cristo quien la ha indicado en este año de gracia, haciendo resonar una vez más aún las palabras de Pedro: “Señor ¿a dónde vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna” (
Jn 6,68).

“¡Te adorarán, Señor, todos los pueblos de la tierra!”. Esta universalidad de la llamada de los pueblos a Cristo se ha manifestado este año de modo más llamativo. Personas de todos los continentes y de todas las lenguas se han dado cita en esta Plaza. Tantas voces se han elevado aquí con cantos, como sinfonía de alabanza y anuncio de fraternidad.

Ciertamente no podría recordar en este momento los diversos encuentros que hemos vivido. Me vienen a la mente los niños, que han inaugurado el Jubileo con su irresistible regocijo, y los jóvenes, que han conquistado Roma con su entusiasmo y la seriedad de su testimonio. Pienso en las familias, que han propuesto un mensaje de fidelidad y de comunión, tan necesario en nuestro mundo, y en los ancianos, los enfermos y los discapacitados, que han sabido ofrecer un elocuente testimonio de esperanza cristiana. Tengo presente el Jubileo de aquellos que, en el mundo de la cultura y de la ciencia, se dedican cotidianamente a la búsqueda de la verdad.

La peregrinación que los Magos realizaron hace dos mil años desde Oriente hasta Belén en búsqueda de Cristo recién nacido, ha sido repetida este año por millones y millones de discípulos de Cristo, que han llegado aquí no con “oro, incienso y mirra”, sino trayendo el propio corazón lleno de fe y necesitado de misericordia.

Por ello hoy goza la Iglesia, vibrando con la llamada de Isaías: “Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz...Caminarán las naciones a tu luz” (Is 60,1 Is 60,3). En este sentimiento de alegría no hay ningún vano triunfalismo. ¿Cómo podríamos caer en esta tentación, precisamente al final de un año tan intensamente penitencial? El Gran Jubileo nos ha ofrecido una ocasión providencial para llevar a cabo la “purificación de la memoria”, pidiendo perdón a Dios por las infidelidades llevadas a cabo en estos dos mil años por los hijos de la Iglesia.

Delante de Cristo crucificado, hemos recordado que, de frente a la gracia sobreabundante que hace a la Iglesia “santa”, nosotros, sus hijos, estamos marcados profundamente por el pecado y empañamos el rostro de la Esposa de Cristo: así pues ninguna autoexaltación, sino plena conciencia de nuestros propios límites y de nuestras debilidades. No obstante, no podemos dejar de vibrar de alegría, de esa alegría interior a la que nos invita el profeta, rica de gratitud y alabanza, porque está fundada en la conciencia de las gracias recibidas y en la certeza del amor perenne de Cristo.

6. Ahora es el momento de mirar hacia delante; el relato de los Magos puede, en cierto sentido, indicarnos un camino espiritual. Ante todo ellos nos dicen que, cuando se encuentra a Cristo, es necesario saber detenerse y vivir profundamente la alegría de la intimidad con Él. “Entraron en la casa, vieron al niño con María su Madre y, postrándose, lo adoraron”: sus vidas habían sido entregadas ya para siempre a aquella Criatura por la cual habían afrontado las asperezas del viaje y las insidias de los hombres. El cristianismo nace, y se regenera continuamente, a partir de esta contemplación de la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo.

Un rostro para contemplar, casi vislumbrando en sus ojos los “rasgos” del Padre y dejándose envolver por el amor del Espíritu. La gran peregrinación jubilar nos ha recordado esta dimensión trinitaria fundamental de la vida cristiana: en Cristo encontramos también al Padre y al Espíritu. La Trinidad es el origen y el culmen. Todo parte de la Trinidad, todo vuelve a la Trinidad.

1396 Y, no obstante, como sucedió a los Magos, esta inmersión en la contemplación del misterio no impide caminar, antes bien obliga a reemprender un nuevo tramo de camino, en el cual nos convertimos en anunciadores y testigos. “Volvieron a su país por otro camino”. Los Magos fueron en cierta manera los primeros misioneros. El encuentro con Cristo no los bloqueó en Belén, sino que les impulso nuevamente a recorrer los caminos del mundo. Es necesario volver a comenzar desde Cristo, y por tanto, desde la Trinidad.

Esto es precisamente, queridos hermanos y hermanas, lo que se nos pide como fruto del Jubileo que hoy se concluye.

En función de este compromiso que nos espera, firmaré dentro de poco la Carta Apostólica “Novo millennio ineunte”, en la cual propongo algunas líneas de reflexión que pueden ayudar a toda la comunidad cristiana a “reemprender” el camino con renovado impulso tras el compromiso jubilar. Ciertamente, no se trata de organizar otras iniciativas de grandes proporciones a corto plazo. Volvemos a las tareas ordinarias, pero esto no significa en modo alguno un descanso. Es necesario sacar de la experiencia jubilar las enseñanzas útiles para dar al nuevo compromiso una inspiración y un orientación eficaz.

Entrego estas líneas de reflexión a las Iglesias particulares, casi como la herencia del Gran Jubileo, para que lo valoren a la luz de sus programaciones pastorales. Hay una urgente necesidad de aprovechar el impulso de la contemplación de Cristo que la experiencia de este año nos ha dado. En el rostro humano del Hijo de María reconocemos al Verbo hecho carne, en la plenitud de su divinidad y de su humanidad. Los más insignes artistas –en Oriente y Occidente- se han confrontado con el misterio de este Rostro. Pero el verdadero Rostro es, sobre todo, el que el Espíritu, divino “iconógrafo”, imprime en los corazones de los que lo contemplan y lo aman. Es necesario “recomenzar desde Cristo”, con el impulso de Pentecostés, con entusiasmo renovado. Recomenzar desde Él ante todo en el compromiso cotidiano por la santidad, poniéndonos en actitud de oración y de escucha de su palabra. Recomenzar también desde Él para testimoniar el Amor mediante la práctica de una vida cristiana marcada por la comunión, por la caridad, por el testimonio en el mundo. Este es el programa que entrego en la presente Carta Apostólica. Se podría reducir a una sola palabra: “¡Jesucristo!”.

Al inicio de mi Pontificado, y tantas veces después, he gritado a los hijos de la Iglesia y al mundo: “Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo”. Deseo hacerlo una vez más, al final de este Jubileo y comienzo de este nuevo milenio.

“¡Te adorarán, Señor, todos los pueblos de la tierra!”. Esta profecía se realiza ya en la Jerusalén celeste, donde todos los justos del mundo, y especialmente tantos Testigos de la fe, están recogidos misteriosamente en aquella santa ciudad en la cual ya no luce el sol, porque su sol es el Cordero. Allá arriba, los ángeles y los santos unen sus voces para cantar la alabanza de Dios.

La Iglesia peregrina en la tierra, a través de su liturgia, del anuncio del Evangelio, de su testimonio, se hace eco cada día de este canto celeste. Quiera el Señor que, en el nuevo milenio, crezca cada vez más en la santidad, para ser en la historia verdadera “epifanía” del rostro misericordioso y glorioso de Cristo el Señor. ¡Así sea!




B. Juan Pablo II Homilías 1388