B. Juan Pablo II Homilías 1405

1405 Aquí se halla la fuente y el secreto de la alegría cristiana, que nadie puede quitar a los amigos del Señor, según su promesa (cf. Jn Jn 16,22). Isaías nos ha ofrecido una imagen elocuente de esta alegría profunda y definitiva con el símbolo del banquete: en él se vislumbra el anuncio del reino mesiánico, que el Hijo de Dios vino a inaugurar. Entonces la muerte será eliminada para siempre y se enjugarán las lágrimas en todos los rostros (cf. Is Is 25,6-8).

Para nuestro querido hermano, el cardenal Giuseppe Casoria, ha llegado la hora de entrar definitivamente en este Reino. Después de un largo camino en la tierra, durante el cual trabajó activamente como sacerdote, obispo y cardenal, ahora el Señor lo ha llamado a sí para compartir el destino prometido a sus servidores fieles.

2. Giuseppe Casoria, originario de Acerra, se ordenó sacerdote muy joven. Además de las actividades de ministerio, a las que se dedicó inmediatamente con entusiasmo, siguió cultivando los estudios y se doctoró en teología, en filosofía, en utroque iure y en ciencias políticas. Cultivó sobre todo el campo jurídico no sólo con la investigación y con estudios de especialización, sino también mediante el ejercicio de diversos oficios en los tribunales de la Signatura apostólica y de la Rota, y en algunos dicasterios de la Curia romana. En particular, trabajó muchos años en la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, en la que llegó a ser primero subsecretario y después secretario.

El Papa Pablo VI lo elevó al episcopado a comienzos de 1972 y, un año después, lo nombró secretario de la Congregación para las causas de los santos. Durante más de ocho años desempeñó con celo esa tarea, hasta que le confié la guía del dicasterio que conocía mejor, es decir, la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos. En el consistorio del 2 de febrero de 1983 lo nombré cardenal, asignándole el título de San José en la vía Trionfale.

El 21 de diciembre del año pasado, el querido purpurado celebró el 70° aniversario de su ordenación sacerdotal. En esa ocasión, se subrayó oportunamente lo que fue durante toda su larga vida: un alma apasionada por Cristo, al que como sacerdote trató siempre de imitar, sirviéndolo con entrega total en su trabajo diario en favor de la Iglesia. En su testamento espiritual dejó escrito: "Confieso abiertamente que siempre he creído y quiero seguir creyendo, con alegría y convicción, con firmeza y sin dificultad, todas las verdades de la religión católica que me ha enseñado el magisterio de la santa madre Iglesia, en cuyo seno, como tuve la gracia de nacer, también espero vivir y morir".

Sostenido por estas convicciones, el cardenal Casoria afrontó la muerte con plena resignación a la voluntad de Dios. Quienes lo acompañaron durante sus últimos días recogieron de sus labios expresiones como esta: "Cada día de vida, aunque sea en medio de enfermedades y sufrimientos, es un don especial del Señor, por el que le doy gracias". Y también: "Ofrezco con profundo amor todos mis sufrimientos por la Iglesia, por el Santo Padre y por el mundo entero".

3. "Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él" (Rm 6,8).

La página de la carta a los Romanos, de la que está tomada la segunda lectura de esta celebración, constituye uno de los textos fundamentales del Leccionario litúrgico. En efecto, la liturgia nos la propone todos los años en la Vigilia pascual. Pensamos en estas iluminadoras palabras de san Pablo al dar a este hermano nuestro el último y emotivo saludo. ¡Cuántas veces él mismo las habrá leído, meditado y comentado! Lo que el Apóstol escribe a propósito de la unión mística del bautizado con Cristo muerto y resucitado, él lo está viviendo ahora en la realidad ultraterrena, libre de los condicionamientos impuestos a la naturaleza humana por el pecado. "Pues -como afirma san Pablo en ese mismo pasaje- el que está muerto, queda librado del pecado" (Rm 6,7).

La unión sacramental, pero real, con el misterio pascual de Cristo abre al bautizado la perspectiva de participar en su misma gloria. Y esto ya tiene una consecuencia para la vida terrena, porque, aunque en virtud del bautismo ya participamos en la resurrección de Cristo, ya ahora podemos "vivir una vida nueva" (Rm 6,4). Por eso, la muerte piadosa de un hermano en Cristo, mucho más si está marcado por el carácter sacerdotal, es siempre motivo de íntimo asombro y de acción de gracias por el designio de la paternidad divina, que "nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados" (Col 1,13-14).

4. Reunidos en torno al altar, damos gracias a Dios por la luz que, a través de su palabra, proyecta sobre las situaciones de nuestra existencia y sobre el misterio de la muerte. A él elevamos con confianza nuestra oración por este amigo y hermano nuestro.

El cardenal Casoria, que por su ministerio debió discernir y juzgar muchas veces, ahora está llamado, como nos sucederá a cada uno de nosotros, a comparecer ante el tribunal de Cristo (cf. 2Co 5,10). Sin embargo, el evangelio nos conforta, recordándonos que "Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3,17).

1406 Es consolador saber que seremos juzgados por Aquel que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros (cf. Ga Ga 2,20). ¡Qué alegría ir al encuentro del buen Pastor, cuya voluntad única y soberana es que cada uno tenga vida eterna y la tenga en abundancia! (cf. Jn Jn 10,10). Que sea así para ti, querido hermano en Cristo, a quien hoy ponemos en las manos misericordiosas del Padre celestial.

Ciertamente, junto a Cristo Señor está presente María, Madre suya y nuestra, a quien todos los días invocamos para que nos asista "in hora mortis nostrae". "Me encomiendo a la Virgen santísima -escribió el cardenal Casoria en el testamento mencionado-, para que me ayude a recorrer bien mi camino en la tierra y me presente amorosamente a su único Hijo Jesucristo".

Hagamos nuestra esta invocación suya: que en este momento María lo introduzca en la patria del cielo, para que participe en la alegría del banquete eterno, que Dios ha preparado para sus servidores fieles. Amén.





LITURGIA DIVINA EN RITO ARMENIO CON OCASIÓN

DEL XVII CENTENARIO DEL BAUTISMO DE ARMENIA



Domingo 18 de febrero de 2001

1. "El Espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida" (Jn 6,63).

Acabamos de escuchar estas palabras, pronunciadas por Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm después de la multiplicación de los panes, que ocurrió a orillas del lago de Tiberíades. Forman parte del gran discurso "sobre el pan de vida" y nos llevan a meditar en el inmenso don de la Eucaristía: "Quien come de este pan, vivirá para siempre" (cf. Jn Jn 6,51). Jesús es la Palabra eterna de salvación, pan bajado del cielo que se hace don supremo para la salvación de toda la humanidad, don confirmado con el sacrificio de la cruz.

Al participar en el banquete de la Palabra y del Pan de vida eterna, entramos en la intimidad del gran misterio de la fe. Subimos místicamente al Gólgota, donde triunfa la verdad que libera y el amor que transforma el mundo. Cristo crucificado y resucitado nos acoge hoy en su mesa y nos da nuevamente su Espíritu.

2. "El Espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada". Volvemos a escuchar estas palabras, mientras conmemoramos el XVII centenario del bautismo del pueblo armenio. Hace diecisiete siglos resonó en Armenia la palabra de Cristo, cuando la predicación de san Gregorio el Iluminador y la voluntad del rey Tirídates III, convertido a la fe, hicieron de esa tierra un lugar bendecido y consagrado por el Espíritu. En aquellos días, Dios puso su morada entre los armenios, y ellos, como canta el himno litúrgico, fueron dignos "de entrar en los tabernáculos del cielo y heredar el Reino".

Sus personas fueron transformadas interiormente por el Espíritu. Y también el pueblo fue transformado: gracias al sello del Espíritu, una nación entera pudo comenzar a invocar, bendecir y alabar el nombre del Salvador.

Fue una alianza que no sufrió cambios, incluso cuando la fidelidad costó sangre y el exilio fue el precio de no querer renegarla. Un ejemplo es san Vardan, héroe no sólo de la fidelidad a Cristo frente a la violencia de los sasánidas, sino también del derecho de toda conciencia a seguir sus dictámenes interiores.

3. Amadísimos hermanos y hermanas del pueblo armenio, estamos hoy aquí para deciros gracias. Gracias no sólo por aquellos inicios gloriosos, sino también por toda una historia impregnada de cristianismo y casi identificada con él. El Obispo de Roma se hace intérprete de esta gratitud y os la expresa como el don más hermoso y apreciado. Con ocasión de este acontecimiento, además de celebrar con vosotros y para vosotros la Eucaristía, compendio de toda acción de gracias, de buen grado he querido dirigir una Carta apostólica a los armenios, para subrayar el valor que reviste este aniversario no sólo para vosotros, sino también para toda la Iglesia.

1407 Gracias, Beatitud, por esta celebración eucarística, en la que juntos participamos del Cuerpo y la Sangre del Salvador, y por las emotivas palabras de saludo que ha querido dirigirme. Gracias por haber venido acompañado por sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos armenios católicos de todo el mundo. Los saludo y los bendigo a ellos, así como a cuantos no han podido estar presentes y se han unido espiritualmente a nosotros. Enviamos, además, nuestro beso de paz y nuestra felicitación fraterna a los hermanos de la Iglesia armenia apostólica, que celebra con gran solemnidad este año de santas memorias.

4. Esta celebración nos invita a reflexionar en nuestras raíces. La historia no es una suma de momentos, sino un devenir de acontecimientos relacionados entre sí. Todos sentimos en nuestro interior las resonancias, aunque sean remotas, de la fe, de la cultura y de la sensibilidad de generaciones y generaciones. Todos estamos llamados a transmitir algo a las generaciones futuras.

Al repasar la historia de los armenios, como de otros pueblos cristianos, no podemos dejar de notar que la fe cristiana ha marcado las fibras más íntimas de su sentir común. El mismo alfabeto armenio nació también para dar voz y difundir el Evangelio, para traducir la Biblia, la liturgia y los escritos de los Padres en la fe. El arte, la vida social y familiar, e incluso las instituciones públicas han encontrado en la fe en Cristo un punto de referencia seguro.

En el mundo moderno, al aumentar cada vez más la influencia de la secularización, a menudo resulta difícil seguir manteniendo firme este patrimonio espiritual que ha hecho de vuestra nación una nación "cristiana".

A veces la fe es considerada únicamente como don y búsqueda personal, y no también como pertenencia común de un pueblo. ¿Cómo lograr que las conquistas sociales de la modernidad no hagan perder la riqueza de la continuidad de un pueblo y de su fe? Este es el compromiso que la celebración de hoy nos impulsa a profundizar.

5. "Iluminación" fue llamado el anuncio del Evangelio, e "Iluminador" fue denominado Gregorio, el gran santo que hizo de los armenios un pueblo cristiano. Elevemos a Dios una acción de gracias común por esta iluminación a través de Cristo, Luz del mundo. Luz que las tinieblas no pudieron ahogar, ni siquiera durante los años oscuros del ateísmo militante.

En esta misma basílica, corazón de la cristiandad, hace poco tuve la alegría de entregar a Su Santidad Karekin II, Catholicós de todos los armenios, una insigne reliquia del santo Iluminador.
Realizaré hoy el mismo gesto con el patriarca Nerses Bedros XIX. Las reliquias de este santo, presentes entre católicos y apostólicos, son el símbolo de una estrecha unidad de fe, y dan un fuerte impulso a la unidad en Cristo. Estoy convencido de que, veneradas por el pueblo armenio sin distinción, harán crecer la comunión que Cristo quiere para su Iglesia. De este modo, la fraternidad se fortalecerá en la caridad. No dividamos las reliquias, sino trabajemos y oremos para que se unan quienes las reciben. Que las mismas raíces y la continuidad de una historia de santos y mártires preparen para vuestro pueblo un futuro de plena participación y de comunión visible de la fe en el mismo Señor.

Amadísimos hermanos y hermanas, este es un compromiso que debéis cumplir siempre con fidelidad y valentía. Que os sostenga la intercesión celestial de los numerosos compatriotas vuestros, que, en los períodos oscuros de la persecución, pagaron con la sangre su fidelidad al Señor. Pienso sobre todo en tantas madres y abuelas que, cuando la Iglesia se veía obligada a callar, "iluminaban" a sus seres queridos con la Palabra que salva y con los ejemplos de vida cristiana.

6. Queridos hermanos y hermanas, he podido conocer al pueblo armenio desde los años de mi juventud, y albergo el gran deseo de ir como peregrino de esperanza y de unidad a vuestra patria. Ya quise realizar esta visita en el pasado, aunque sólo fuera para dar el último adiós a mi amado hermano el Catholicós Karekin I, pero el Señor tenía otros planes.

Ahora espero con ilusión el día en que, Dios mediante, podré finalmente besar vuestra amada tierra impregnada de la sangre de tantos mártires; visitar los monasterios donde hombres y mujeres se inmolaron espiritualmente por seguir al Cordero pascual; y encontrarme con los armenios de hoy, que se esfuerzan por recuperar la dignidad, la estabilidad y la seguridad de vida. Juntamente con los hermanos de la Iglesia armenia apostólica, y en particular con el Catholicós y los obispos, anunciaremos, una vez más, todos juntos, católicos y apostólicos, que Cristo es el único Salvador.
1408 Sólo en él está la vida; sólo su Evangelio podrá hacer revivir a vuestro pueblo la grandeza del pasado. Por vuestras venas corre la sangre de los santos; sobre vuestra historia ha descendido el agua de la redención. Nada puede resistir a la fuerza renovadora de la gracia.

7. Pueblo armenio, ¡mantén fija tu mirada en Cristo, camino, verdad y vida! Él es la esperanza que no defrauda, la luz que disipa las tinieblas del mal. Cristo guía tus pasos: ¡no temas!
Te protege la santa Madre de Dios; interceden por ti los santos armenios, y especialmente san Gregorio el Iluminador, a quien dentro de poco invocaremos como "columna de luz de la santa Iglesia armenia" y "arca salvífica del pueblo armenio".

Está cerca de ti el Obispo de Roma y toda la Iglesia católica. Pueblo armenio, al que hoy abrazo con afecto, avanza en la fe de tus padres y pasa la antorcha a las generaciones futuras.

Y tú, Cristo, nuestro Dios, concédenos a todos que seamos dignos de entrar un día en la morada celestial de luz y heredar tu reino preparado desde el comienzo del mundo para tus santos.
Gloria a ti, con el Padre y con el Espíritu Santo, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.
Amén.



CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES

Miércoles 21 de febrero de 2001

1. "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor" (Mc 10,43).

Hemos escuchado una vez más estas desconcertantes palabras de Cristo. Hoy, en esta plaza, resuenan particularmente para vosotros, venerados y queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, a los que he tenido la alegría de incluir entre los miembros del Colegio cardenalicio. Con profundo afecto os dirijo mi cordial saludo, que extiendo a las numerosas personas que os acompañan. Expreso mi gratitud de manera especial al querido cardenal Giovanni Battista Re por las amables palabras que me ha dirigido, interpretando con vigor los sentimientos de todos vosotros.

Saludo fraternalmente a todos los demás cardenales presentes, así como a los arzobispos y obispos que están aquí con nosotros. Saludo también a las delegaciones oficiales, que han venido de varios países para festejar a sus cardenales: a través de ellas envío mi afectuoso saludo a las autoridades y a las queridas poblaciones que representan.

1409 Me alegra que en el consistorio estén presentes delegados fraternos de algunas Iglesias y comunidades eclesiales. Les dirijo un cordial saludo, con la certeza de que también este gesto delicado de su parte contribuirá a favorecer el entendimiento recíproco cada vez mayor y el progreso hacia la comunión plena.

Hoy es una gran fiesta para la Iglesia universal, que se enriquece con cuarenta y cuatro nuevos cardenales. Y también es una gran fiesta para la ciudad de Roma, sede del Príncipe de los Apóstoles y de su Sucesor, no sólo porque instaura una relación especial con cada uno de los nuevos purpurados, sino también porque la llegada de tantas personas de todas las partes del mundo le brinda la posibilidad de revivir un momento de gozosa acogida. En efecto, esta reunión solemne trae a la mente los numerosos eventos que han marcado el gran jubileo, concluido hace poco más de un mes. Con ese mismo entusiasmo, esta mañana la Roma "católica" estrecha a los nuevos cardenales en un cordial abrazo, convencida de que se está escribiendo otra página significativa de su historia bimilenaria.

2. "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (
Mc 10,45).

Estas palabras del evangelista san Marcos nos ayudan a comprender mejor el sentido profundo de un acontecimiento como el consistorio que estamos celebrando. La Iglesia no se apoya en cálculos y fuerzas humanas, sino en Jesús crucificado y en el coherente testimonio que han dado de él los apóstoles, los mártires y los confesores de la fe. Es un testimonio que puede exigir incluso el heroísmo de la entrega total a Dios y a los hermanos. Cada cristiano sabe que está llamado a una fidelidad sin componendas, que puede requerir incluso el sacrificio supremo. Y esto lo sabéis especialmente vosotros, venerados hermanos, elegidos para la dignidad cardenalicia. Os comprometéis a seguir fielmente a Cristo, el Mártir por excelencia y el Testigo fiel.

Vuestro servicio a la Iglesia se manifiesta prestando al Sucesor de Pedro vuestra asistencia y colaboración para aligerar el trabajo que implica su ministerio, que se extiende hasta los confines de la tierra. Juntamente con él debéis ser defensores valientes de la verdad y custodios del patrimonio de fe y de costumbres que tiene su origen en el Evangelio. Así seréis guías seguros para todos y, en primer lugar, para los presbíteros, las personas consagradas y los laicos comprometidos.

El Papa cuenta con vuestra ayuda al servicio de la comunidad cristiana, que se introduce con confianza en el tercer milenio. Como auténticos pastores, sabréis ser centinelas vigilantes en defensa de la grey encomendada a vosotros por el "Pastor supremo", que os tiene preparada "la corona de gloria que no se marchita" (1P 5,4).

3. Un vínculo especialísimo os une desde hoy al Sucesor de Pedro, que por voluntad de Cristo -como se ha recordado oportunamente- es "el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de fieles" (Lumen gentium LG 23). Este vínculo os hace, con un nuevo título, signos elocuentes de comunión. Si sois promotores de comunión, se beneficiará la Iglesia entera. San Pedro Damiani, cuya memoria litúrgica se celebra hoy, afirma: "La unidad hace que muchas partes constituyan un solo todo, que converjan las diversas voluntades de los hombres en la unión de la caridad y de la armonía del espíritu" (Opusc.XIII, 24).
"Muchas partes" de la Iglesia encuentran expresión en vosotros, que habéis madurado vuestras experiencias en diferentes continentes y en diversos servicios al pueblo de Dios. Es esencial que las "partes" que representáis estén reunidas en "un solo todo" mediante la caridad, que es el vínculo de perfección. Sólo así podrá hacerse realidad la oración de Cristo: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).

Desde el concilio Vaticano II hasta hoy se ha hecho mucho para ensanchar los espacios de la responsabilidad de cada uno al servicio de la comunión eclesial. No cabe duda de que, con la gracia de Dios, se podrá realizar aún mucho más. Hoy vosotros sois proclamados y constituidos cardenales para que os comprometáis, en lo que de vosotros dependa, a hacer que la espiritualidad de la comunión crezca en la Iglesia. En efecto, sólo esa espiritualidad puede dar "un alma a la estructura institucional, con una llamada a la confianza y a la apertura que responde plenamente a la dignidad y responsabilidad de cada miembro del pueblo de Dios" (Novo millennio ineunte NM 45).

4. Venerados hermanos, sois los primeros cardenales creados en el nuevo milenio. Después de haber tomado en abundancia de las fuentes de la misericordia divina durante el Año santo, la mística nave de la Iglesia se apresta a "bogar mar adentro" de nuevo para llevar al mundo el mensaje de la salvación. Juntos queremos desplegar las velas al viento del Espíritu, escudriñando los signos de los tiempos e interpretándolos a la luz del Evangelio, para responder "a los perennes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas" (Gaudium et spes GS 4).

El mundo se hace cada vez más complejo y mudable, y la viva conciencia de las discrepancias existentes produce o aumenta las contradicciones y los desequilibrios (cf. ib., 8). Las enormes potencialidades del progreso científico y técnico, así como el fenómeno de la globalización, que se extiende continuamente a campos nuevos, nos exigen estar abiertos al diálogo con toda persona y con toda instancia social, a fin de dar a cada uno razón de la esperanza que llevamos en el corazón (cf. 1P 3,15).

1410 Sin embargo, venerados hermanos, sabemos que, para poder afrontar adecuadamente las nuevas tareas es necesario cultivar una comunión cada vez más íntima con el Señor. El mismo color púrpura de las vestiduras que lleváis os recuerda esta urgencia. ¿No es ese color un símbolo del amor apasionado a Cristo? Ese rojo encendido, ¿no indica el fuego ardiente del amor a la Iglesia que debe alimentar en vosotros la disponibilidad, si es necesario, incluso a dar el supremo testimonio de la sangre? "Usque ad effusionem sanguinis", reza la antigua fórmula. Al contemplaros, el pueblo de Dios debe poder encontrar un punto de referencia concreto y luminoso que lo estimule a ser verdaderamente luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt Mt 5,13).

5. Procedéis de veintisiete países de cuatro continentes y habláis lenguas diversas. ¿No es este también un signo de la capacidad que tiene la Iglesia, extendida ya por todos los rincones del planeta, de comprender pueblos con tradiciones y lenguajes diferentes para llevar a todos el anuncio de Cristo? En él, y sólo en él, es posible encontrar salvación. He aquí la verdad que queremos reafirmar hoy juntos. Cristo camina con nosotros y guía nuestros pasos.

A doscientos años del nacimiento del cardenal Newman, me parece volver a escuchar las palabras con las que aceptó de mi predecesor, el Papa León XIII, la sagrada púrpura: "La Iglesia -dijo- no debe hacer más que proseguir su misión, con confianza y en paz; permanecer firme y tranquila, y esperar la salvación de Dios. Mansueti hereditabunt terram, et delectabuntur in multitudine pacis" (Ps 37,11). Que estas palabras de ese gran hombre de Iglesia nos estimulen a todos a amar cada vez más nuestro ministerio pastoral.

Venerados hermanos, en torno a vosotros se encuentran reunidos, para compartir este momento de alegría, vuestros familiares y amigos, así como muchos de los fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral. Juntamente con todo el pueblo cristiano, espiritualmente presente, dirigen al Señor fervientes súplicas por vuestro nuevo servicio a la Sede apostólica y a la Iglesia universal.

Sobre vosotros extiende su manto materno María que, acogiendo la invitación del mensajero divino, supo responder prontamente: "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Interceden por vosotros los apóstoles san Pedro y san Pablo, así como vuestros santos protectores. Os acompaña también mi recuerdo fraterno en la oración y mi bendición.



CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LOS NUEVOS CARDENALES



Jueves 22 de febrero de 2001 - Fiesta de la Cátedra de San Pedro

1. «"Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?". Simón Pedro contestó: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo"» (Mt 16,15-16).

Este diálogo entre Cristo y sus discípulos, que acabamos de escuchar, es siempre actual en la vida de la Iglesia y del cristiano. En todas las horas de la historia, especialmente en las más decisivas, Jesús interpela a los suyos y, después de preguntarles sobre lo que piensa de él "la gente", limita el campo y les pregunta: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?".

Esta pregunta la hemos escuchado, en el fondo, durante todo el gran jubileo del año 2000. Y cada día la Iglesia ha respondido incesantemente con una profesión común de fe: "Tú eres el Cristo, el Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre". Una respuesta universal, en la que, a la voz del Sucesor de Pedro se han unido las de los pastores y los fieles de todo el pueblo de Dios.

2. Una única confesión de fe: ¡tú eres el Cristo! Esta confesión de fe es el gran don que la Iglesia ofrece al mundo al inicio del tercer milenio, mientras se aventura en el "inmenso océano" que se abre ante ella (cf. Novo millennio ineunte NM 58). La fiesta de hoy pone en primer plano el papel de Pedro y de sus Sucesores al guiar la barca de la Iglesia en este "océano". Por consiguiente, es sumamente significativo que en esta celebración litúrgica esté junto al Papa el Colegio cardenalicio con los nuevos cardenales, creados ayer en el primer consistorio después del gran jubileo. Queremos dar todos juntos gracias a Dios por haber fundado su Iglesia sobre la roca de Pedro. Como sugiere la oración "colecta", deseamos orar intensamente para que "entre los peligros del mundo", la Iglesia no se turbe, sino que avance con valentía y confianza.

1411 3. Sin embargo, permitidme ante todo expresar mi alegría y gratitud al Señor precisamente por vosotros, amadísimos y venerados hermanos, que acabáis de entrar a formar parte del Colegio cardenalicio. A cada uno le renuevo mi más cordial saludo, que extiendo a vuestros familiares y a los fieles aquí reunidos, así como a las comunidades de las que procedéis y que hoy se unen espiritualmente a nuestra celebración.

Considero providencial celebrar con vosotros y con todo el Colegio la fiesta de la Cátedra de San Pedro, porque se trata de un singular y elocuente signo de unidad, con el que juntos comenzamos el período posjubilar. Un signo que es, al mismo tiempo, invitación a profundizar la reflexión sobre el ministerio petrino, al que se refiere de forma particular vuestra función de cardenales.

4. "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (
Mt 16,18).

En el "hoy" de la liturgia, el Señor Jesús dirige también al Sucesor de Pedro esas palabras, que se convierten para él en el compromiso de confirmar a sus hermanos (cf. Lc Lc 22,32). Con gran consuelo y con vivo afecto os llamo a vosotros, venerados hermanos cardenales, a uniros a la Sede de Pedro en el peculiar ministerio de unidad que se le ha encomendado.

"Como Obispo de Roma soy consciente -lo afirmé en la encíclica Ut unum sint sobre el compromiso ecuménico-, de que la comunión plena y visible de todas las comunidades, en las que, gracias a la fidelidad de Dios, habita su Espíritu, es el deseo ardiente de Cristo" (n. 95). Para esa finalidad primaria los cardenales, sea como Colegio sea de forma individual, pueden y deben brindar su valiosa contribución, pues son los primeros colaboradores del ministerio de unidad del Romano Pontífice. La púrpura con que están revestidos recuerda la sangre de los mártires, especialmente la de san Pedro y san Pablo, sobre cuyo supremo testimonio se funda la vocación y la misión universal de la Iglesia de Roma y de su Pastor.

5. ¡Cómo no recordar que el ministerio de Pedro, principio visible de unidad, constituye una dificultad para las demás Iglesias y comunidades eclesiales! (cf. Ut unum sint UUS 88). Sin embargo, ¡cómo no recordar, al mismo tiempo, el dato histórico del primer milenio, cuando la función primacial del Obispo de Roma fue ejercida sin encontrar resistencias en la Iglesia tanto de Occidente como de Oriente! Hoy quisiera orar al Señor de modo particular, junto con vosotros, para que en el nuevo milenio, en el que ya nos encontramos, se supere pronto esta situación y se vuelva a la comunión plena. El Espíritu Santo dé a todos los creyentes la luz y la fuerza necesarias para realizar el ardiente anhelo del Señor. A vosotros os pido que me asistáis y colaboréis conmigo de todos los modos posibles en esta comprometedora misión.

Venerados hermanos cardenales, el anillo que lleváis y que dentro de poco voy a entregar a los nuevos miembros del Colegio, pone de relieve precisamente el vínculo especial que os une a esta Sede apostólica. En el "inmenso océano" que se abre ante la nave de la Iglesia, cuento con vosotros para orientar su camino en la verdad y en el amor, a fin de que, superando las tempestades del mundo, resulte cada vez más eficazmente signo e instrumento de unidad para todo el género humano (cf. Lumen gentium LG 1).

6. "Así dice el Señor: Yo mismo buscaré a mis ovejas y cuidaré de ellas" (Ez 34,11).
En la fiesta de la Cátedra de San Pedro, la liturgia nos vuelve a proponer el célebre oráculo del profeta Ezequiel, en el que Dios se revela como el Pastor de su pueblo. En efecto, la cátedra es inseparable del báculo pastoral, porque Cristo, Maestro y Señor, vino a nosotros como el buen Pastor (cf. Jn Jn 10,1-18). Así lo conoció Simón, el pescador de Cafarnaúm: experimentó su amor tierno y misericordioso, y quedó conquistado por él. Su vocación y su misión de apóstol, resumidas en el nuevo nombre, Pedro, que recibió del Maestro, se basan totalmente en su relación con él, desde el primer encuentro, al que lo llamó su hermano Andrés (cf. Jn Jn 1,40-42), hasta el último, en la ribera del lago, cuando el Resucitado le encargó que apacentara a su rebaño (cf. Jn Jn 21,15-19). En medio, el largo camino del seguimiento, en el que el Maestro divino llevó a Simón a una profunda conversión, que experimentó horas dramáticas en el momento de la pasión, pero que desembocó luego en la alegría luminosa de la Pascua.

En virtud de esta experiencia transformadora del buen Pastor, Pedro, escribiendo a las Iglesias de Asia menor, se define a sí mismo "testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que va a manifestarse" (1P 5,1). Exhorta a "los presbíteros" a apacentar el rebaño de Dios, siendo sus modelos (cf. 1P 5,2-3). Esta exhortación se dirige hoy de modo especial a vosotros, amadísimos hermanos, a quienes el buen Pastor ha querido asociar del modo más eminente al ministerio del Sucesor de Pedro. Sed fieles a vuestra misión, dispuestos a dar la vida por el Evangelio. Esto os pide el Señor y esto espera de vosotros el pueblo cristiano, que hoy os acompaña con alegría y afecto.

7. "Yo he orado por ti, para que tu fe no desfallezca" (Lc 22,32). Lo dijo el Señor a Simón Pedro durante la última Cena. Estas palabras de Jesús, fundamentales para Pedro y para sus Sucesores, difunden luz y consuelo también sobre quienes colaboran más de cerca en su ministerio. Hoy, a cada uno de vosotros, venerados hermanos cardenales, Cristo os repite: "Yo he orado por ti", para que tu fe no desfallezca en las situaciones en que pueda ponerse más a prueba tu fidelidad a Cristo, a la Iglesia y al Papa.

1412 Esta oración, que brota incesantemente del corazón del buen Pastor, sea siempre, amadísimos hermanos, vuestra fuerza. No dudéis de que, como sucedió con Cristo y con san Pedro, así acontecerá también con vosotros: vuestro testimonio más eficaz será siempre el marcado por la cruz. La cruz es la cátedra de Dios en el mundo. En ella Cristo dio a la humanidad la lección más importante, la de amarnos los unos a los otros como él nos amó (cf. Jn Jn 13,34): hasta el don supremo de sí.

Al pie de la cruz está siempre la Madre de Cristo y de los discípulos, María santísima. A ella el Señor nos encomendó cuando dijo: "Mujer, he ahí a tu hijo" (Jn 19,26). La Virgen santísima, Madre de la Iglesia, como protegió de modo especial a Pedro y a los Apóstoles, seguramente protegerá al Sucesor de Pedro y a sus colaboradores. Esta consoladora certeza os aliente a no temer las pruebas y las dificultades. Más aún, con la seguridad de la protección constante de Dios, cumplamos juntos el mandato de Cristo, que con vigor invita a Pedro, y con él a la Iglesia, a remar mar adentro: "Duc in altum" (Lc 5,4). Sí, amadísimos hermanos, rememos mar adentro, echemos las redes para la pesca y "avancemos con esperanza" (Novo millennio ineunte NM 58).

Cristo, el Hijo de Dios vivo, es el mismo ayer, hoy y siempre. Amén.



B. Juan Pablo II Homilías 1405