B. Juan Pablo II Homilías 1426


SANTA MISA CRISMAL EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO

HOMIÍLIA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Jueves Santo, 12 de abril de 2001




1. "Spiritus Domini super me, eo quod unxerit Dominus me El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido" (Is 61,1).

En estos versículos, tomados del libro de Isaías, se halla contenido el tema central de la misa Crismal. Nuestra atención se concentra en la unción, dado que dentro de poco bendeciremos el óleo de los catecúmenos, el óleo de los enfermos y el crisma.

1427 Esta mañana vivimos una fiesta singular "con óleo de alegría" (Ps 45,8). Es fiesta del pueblo de Dios, el cual contempla hoy el misterio de la unción, que marca la vida de todo cristiano, desde el día de su bautismo.

Es fiesta, de manera especial, de todos nosotros, amadísimos y venerados hermanos en el sacerdocio, ordenados presbíteros para el servicio del pueblo cristiano. Os doy gracias cordialmente por vuestra numerosa presencia en torno al altar de la Confesión de San Pedro. Representáis al presbiterio romano y, en cierto sentido, al presbiterio de todo el mundo.

Celebramos la misa Crismal en el umbral del Triduo pascual, centro y cumbre del Año litúrgico. Este sugestivo rito recibe su luz, por decirlo así, del Cenáculo, es decir, del misterio de Cristo sacerdote, que en la última Cena se consagra a sí mismo, anticipando el sacrificio cruento del Gólgota. De la Mesa eucarística desciende la unción sagrada. El Espíritu divino difunde su místico perfume en toda la casa (cf. Jn Jn 12,3), es decir, en la Iglesia, y a los sacerdotes en especial los hace partícipes de la misma consagración de Jesús (cf. Oración Colecta).

2. "Misericordias Domini in aeternum cantabo Cantaré eternamente las misericordias del Señor" (estribillo del Salmo responsorial).

Íntimamente renovados por la experiencia jubilar, concluida hace poco, hemos entrado en el tercer milenio llevando en el corazón y en los labios las palabras del Salmo: "Cantaré eternamente las misericordias del Señor". Todo bautizado está llamado a alabar y dar testimonio del amor misericordioso de Dios con una vida santa, y lo mismo se puede decir de toda comunidad cristiana. "Esta es la voluntad de Dios -escribe san Pablo-: vuestra santificación" (1Th 4,3). Y el concilio Vaticano II precisa: "Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (Lumen gentium LG 40).

Esta verdad fundamental, que es preciso traducir en prioridades pastorales, nos atañe ante todo a nosotros, los obispos, y a vosotros, amadísimos sacerdotes. Antes que a nuestro "obrar", interpela a nuestro "ser". "Sed santos -dice el Señor- porque yo soy santo" (Lv 19,2); pero se podría añadir: sed santos, para que el pueblo de Dios que os ha sido confiado sea santo. Ciertamente, la santidad de la grey no deriva de la del pastor, pero no cabe duda de que la favorece, la estimula y la alimenta.

En la Carta que, como todos los años, he dirigido a los sacerdotes con ocasión del Jueves santo, he escrito: este "día especial de nuestra vocación, nos invita ante todo a reflexionar sobre nuestro "ser" y, en particular, sobre nuestro camino de santidad. De esto es de lo que surge después también el impulso apostólico" (n. 6).

Asimismo, quise destacar el hecho de que la vocación sacerdotal es "misterio de misericordia" (ib., 7). Como Pedro y Pablo, sabemos que somos indignos de un don tan grande. Por eso, ante Dios no cesamos de experimentar asombro y agradecimiento por la gratuidad con que nos ha escogido, por la confianza que deposita en nosotros y por el perdón que nunca nos niega (cf. ib., 6).

3. Con este espíritu, amadísimos hermanos, renovaremos dentro de poco las promesas sacerdotales. Se trata de un rito que cobra su pleno valor y sentido precisamente como expresión del camino de santidad, al que el Señor nos ha llamado por la senda del sacerdocio. Es un camino que cada uno recorre de manera personalísima, sólo conocida por Dios, el cual escruta y penetra los corazones. Con todo, en la liturgia de hoy, la Iglesia nos brinda la consoladora oportunidad de unirnos y sostenernos unos a otros en el momento en que repetimos todos a una: "Sí, quiero". Esta solidaridad fraterna no puede por menos de transformarse en un compromiso concreto de llevar los unos la carga de los otros, en las circunstancias ordinarias de la vida y del ministerio. En efecto, aunque es verdad que nadie puede hacerse santo en lugar de otro, también es verdad que cada uno puede y debe llegar a serlo con y para los demás, siguiendo el ejemplo de Cristo.

¿Acaso la santidad personal no se alimenta de la espiritualidad de comunión, que debe preceder y acompañar las iniciativas concretas de caridad? (cf. Novo millennio ineunte, NM 43). Para educar en ella a los fieles, los pastores debemos dar un testimonio coherente. En este sentido, la misa Crismal tiene una elocuencia extraordinaria. En efecto, entre las celebraciones del Año litúrgico, esta manifiesta mejor el vínculo de comunión que existe entre el obispo y los presbíteros, y de los presbíteros entre sí: es un signo que el pueblo cristiano espera y aprecia con fe y afecto.

4. "Vos autem sacerdotes Domini vocabimini, ministri Dei nostri, dicetur vobis Vosotros seréis llamados "sacerdotes del Señor", "ministros de nuestro Dios" se os llamará" (Is 61,6).
1428 Así se dirige el profeta Isaías a los israelitas, profetizando los tiempos mesiánicos, cuando todos los miembros del pueblo de Dios recibirían la dignidad sacerdotal, profética y real por obra del Espíritu Santo. Todo ello se ha realizado en Cristo con la nueva Alianza. Jesús transmite a sus discípulos la unción recibida del Padre, es decir, el "bautismo en el Espíritu Santo" que lo constituye Mesías y Señor. Les comunica el mismo Espíritu; así su misterio de salvación extiende su eficacia hasta los confines de la tierra.

Hoy, amadísimos hermanos en el sacerdocio, recordamos de buen grado la unción sacramental que hemos recibido y, al mismo tiempo, renovamos nuestro compromiso de difundir siempre y por doquier el perfume de Cristo (cf. oración después de la comunión).

Nos sostenga la Madre de Cristo, Madre de los sacerdotes, a la que las letanías se dirigen con el título de "Vaso espiritual". María nos obtenga a nosotros, frágiles vasijas de barro, la gracia de llenarnos de la unción divina. Nos ayude a no olvidar nunca que el Espíritu del Señor nos "ha enviado para anunciar a los pueblos la buena nueva". Dóciles al Espíritu de Cristo, seremos ministros fieles de su Evangelio. Siempre. Amén.



SANTA MISA "IN CENA DOMINI"




Jueves Santo, 12 de abril de 2001

1. "In supremae nocte Cenae, recumbens cum fratribus En la noche de la última Cena, recostado a la mesa con los hermanos..., se da con sus propias manos como alimento para los Doce".


Con estas palabras el sugestivo himno "Pange lingua" presenta la última Cena, en la que Jesús nos dejó el admirable sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Las lecturas que acabamos de proclamar ilustran su sentido profundo. Forman casi un tríptico: presentan la institución de la Eucaristía, su prefiguración en el Cordero pascual, y su traducción existencial en el amor y el servicio fraterno.

Fue el apóstol san Pablo, en la primera carta a los Corintios, quien nos recordó lo que Jesús hizo "en la noche en que iba a ser entregado". Además del relato del hecho histórico, san Pablo añade un comentario suyo: "Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1Co 11,26). El mensaje del Apóstol es claro: la comunidad que celebra la Cena del Señor actualiza la Pascua. La Eucaristía no es la simple memoria de un rito pasado, sino la viva representación del gesto supremo del Salvador. Esta experiencia no puede por menos de impulsar a la comunidad cristiana a convertirse en profecía del mundo nuevo, inaugurado en la Pascua. Contemplando esta tarde el misterio de amor que la última Cena nos vuelve a proponer, también nosotros permanecemos en conmovida y silenciosa adoración.

2. "Verbum caro, panem verum verbo carnem efficit El Verbo encarnado transforma, con su palabra, el verdadero pan en su carne".

Es el prodigio que nosotros, sacerdotes, tocamos cada día con nuestras manos en la santa misa. La Iglesia sigue repitiendo las palabras de Jesús, y sabe que está comprometida a hacerlo hasta el fin del mundo. En virtud de esas palabras se realiza un cambio admirable: permanecen las especies eucarísticas, pero el pan y el vino se convierten, según la feliz expresión del concilio de Trento, "verdadera, real y sustancialmente" en el Cuerpo y la Sangre del Señor.

La mente queda desconcertada ante un misterio tan sublime. Numerosos interrogantes asaltan al corazón del creyente, que, a pesar de ello, encuentra paz en las palabras de Cristo. "Et si sensus deficit, ad firmandum cor sincerum sola fides sufficit Aunque fallen los sentidos, basta sólo la fe para confirmar al corazón recto". Sostenidos por esta fe, por esta luz que ilumina nuestros pasos también en la noche de la duda y la dificultad, podemos proclamar: "Tantum ergo sacramentum veneremur cernui Veneremos, pues, postrados tan gran sacramento".

3. La institución de la Eucaristía guarda relación con el rito pascual de la primera Alianza, descrito en la página del Éxodo que acabamos de proclamar: habla del cordero "sin defecto, macho, de un año" (Ex 12,5), cuyo sacrificio liberaría al pueblo del exterminio: "La sangre será vuestra señal en las casas donde moráis. Cuando yo vea la sangre pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga exterminadora" (Ex 12,13).

1429 El himno de santo Tomás comenta: "Et antiquum documentum novo cedat ritui Y la antigua ley ceda el puesto al nuevo sacrificio". Por eso, con razón, los textos bíblicos de la liturgia de esta tarde orientan nuestra mirada hacia el nuevo Cordero, que con su sangre libremente derramada en la cruz estableció una Alianza nueva y definitiva. La Eucaristía es precisamente presencia sacramental de la carne inmolada y de la sangre derramada del nuevo Cordero. En la Eucaristía se ofrecen la salvación y el amor a toda la humanidad. No podemos por menos de quedar fascinados por este misterio. Hagamos nuestras las palabras de santo Tomás de Aquino: "Praestet fides supplementum sensuum defectui La fe supla la incapacidad de los sentidos". Sí, la fe nos lleva al asombro y a la adoración.

4. Llegados a este punto, nuestra mirada se ensancha hacia el tercer elemento del tríptico que forma la liturgia de hoy. Se encuentra en el relato del evangelista san Juan, el cual nos presenta la escena conmovedora del lavatorio de los pies. Con ese gesto Jesús recuerda a los discípulos de todos los tiempos que la Eucaristía exige dar testimonio de ella mediante el servicio de amor hacia los hermanos. Hemos escuchado las palabras del Maestro divino: "Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros" (
Jn 13,14). Es un nuevo estilo de vida que deriva del gesto de Jesús: "Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros" (Jn 13,15).

El lavatorio de los pies se presenta como un acto paradigmático, que en la muerte en cruz y en la resurrección de Cristo encuentra su clave de lectura y su explicitación máxima. En este acto de servicio humilde la fe de la Iglesia ve el desenlace natural de toda celebración eucarística. La auténtica participación en la misa no puede por menos de engendrar el amor fraterno tanto en cada creyente como en toda la comunidad eclesial.

5. "Los amó hasta el extremo" (Jn 13,1). La Eucaristía constituye el signo perenne del amor de Dios, amor que sostiene nuestro camino hacia la plena comunión con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu. Es un amor que supera el corazón del hombre. Durante la adoración de esta noche al santísimo Sacramento, y al meditar en el misterio de la última Cena, nos sentimos inmersos en el océano de amor que brota del corazón de Dios. Hagamos nuestro, con espíritu de agradecimiento, el himno de acción de gracias del pueblo de los redimidos:

"Genitori Genitoque, laus et iubilatio Al Padre y al Hijo sean dadas alabanza y júbilo, salud, honor, poder y bendición. Una gloria igual sea dada al que de uno y de otro procede". Amén.



HOMILIA DEL SANTO PADRE


EN LA VIGILIA PASCUAL


Sábado Santo, 14 de abril de 2001



1. "¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado" (Lc 24,5-6).

Estas palabras de dos hombres "con vestidos resplandecientes" refuerzan la confianza en las mujeres que acudieron al sepulcro, muy de mañana. Habían vivido los acontecimientos trágicos culminados con la crucifixión de Cristo en el Calvario; habían experimentado la tristeza y el extravío. No habían abandonado, en cambio, en la hora de la prueba, a su Señor.

Van a escondidas al lugar donde Jesús había sido enterrado para volverlo a ver todavía y abrazarlo por última vez. Las empuja el amor; aquel mismo amor que las llevó a seguirlo por las calles de Galilea y Judea hasta al Calvario.

¡Mujeres dichosas! No sabían todavía que aquella era el alba del día más importante de la historia. No podían saber que ellas, justo ellas, habían sido los primeros testigos de la resurrección de Jesús.

2. "Encontraron que la piedra había sido retirada del sepulcro". (Lc 24,2)

1430 Así lo narra el evangelista Lucas, y añade que, "entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús" (24, 3). En un instante todo cambia. Jesús "no está aquí, ha resucitado." Este anuncio que cambió la tristeza de estas piadosas mujeres en alegría, resuena con inalterada elocuencia en la Iglesia, en el curso de esta Vigilia pascual.

Extraordinaria Vigilia de una noche extraordinaria. Vigilia, madre de todas las Vigilias, durante la que la Iglesia entera permanece en espera junto a la tumba del Mesías, sacrificado en la Cruz. La Iglesia espera y reza, escuchando las Escrituras que recorren de nuevo toda historia de la salvación.

Pero en esta noche no son las tinieblas las que dominan, sino el fulgor de una luz repentina, que irrumpe con el anuncio sobrecogedor de la resurrección del Señor. La espera y la oración se convierten entonces en un canto de alegría: "Exultet iam angelica turba caelorum... Exulte el coro de los Ángeles"!.

Se cambia totalmente la perspectiva de la historia: la muerte da paso a la vida. Vida que no muere más. Enseguida cantaremos en el Prefacio que Cristo "muriendo destruyó la muerte y resucitando restauró la vida." He aquí la verdad que nosotros proclamamos con palabras, pero sobre todo con nuestra existencia. Aquel que las mujeres creían muerto está vivo. Su experiencia se convierte en la nuestra.

3. ¡Oh Vigilia penetrada de esperanza, que expresas en plenitud el sentido del misterio! ¡Oh Vigilia rica en símbolos, que manifiestas el corazón mismo de nuestra existencia cristiana! Esta noche todo se resume prodigiosamente en un nombre, el nombre de Cristo resucitado.

Oh Cristo, ¿cómo no darte las gracias por el don inefable que nos regalas esta noche? El misterio de tu muerte y tu resurrección se infunde en el agua bautismal que acoge al hombre antiguo y carnal y lo hace puro con la misma juventud divina.

En tu misterio de muerte y resurrección nos sumergiremos enseguida, renovando las promesas bautismales; en él se sumergirán especialmente los seis catecúmenos, que recibirán el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía.

4. Queridos Hermanos y Hermanas catecúmenos, os saludo con gran cordialidad, y en nombre de la Comunidad eclesial os acojo con fraterno afecto. Vosotros provenís de diversas naciones: del Japón, de Italia, de China, de Albania, de los Estados Unidos de América y del Perú.

Vuestra presencia en esta Plaza de San Pedro expresa la multiplicidad de las culturas y los pueblos que han abierto su corazón al Evangelio. También para vosotros, como para cada bautizado, en esta noche la muerte cede el paso a la vida. El pecado es borrado y se inicia una existencia totalmente nueva. Perseverad hasta el final en la fidelidad y en el amor. Y no temáis ante las pruebas, porque "Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene poder sobre él" (
Rm 6,9).

5. Sí, queridos Hermanos y Hermanas, Jesús está vivo y nosotros vivimos en Él. Para siempre. He aquí el regalo de esta noche, que ha revelado definitivamente al mundo el poder de Cristo, Hijo de la Virgen María, que nos fue dada como Madre a los pies de la Cruz.

Esta Vigilia nos introduce en un día que no conoce el ocaso. Día de la Pascua de Cristo, que inaugura para la humanidad una renovada primavera de esperanza.

1431 "Haec dies quam fecit Dominus: exsultemus et laetamur en ea - Éste es el día que ha hecho el Señor: regocijémonos y exultemos de alegría." ¡Alleluya!





CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

DEL DOMINGO DE LA MISERICORDIA DIVINA



Domingo 22 de abril de 2001



1. "No temas: yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos" (Ap 1,17-18).

En la segunda lectura, tomada del libro del Apocalipsis, hemos escuchado estas consoladoras palabras, que nos invitan a dirigir la mirada a Cristo, para experimentar su tranquilizadora presencia. En cualquier situación en que nos encontremos, aunque sea la más compleja y dramática, el Resucitado nos repite a cada uno: "No temas"; morí en la cruz, pero ahora "vivo por los siglos de los siglos"; "yo soy el primero y el último, yo soy el que vive".

"El primero", es decir, la fuente de todo ser y la primicia de la nueva creación; "el último", el término definitivo de la historia; "el que vive", el manantial inagotable de la vida que ha derrotado la muerte para siempre. En el Mesías crucificado y resucitado reconocemos los rasgos del Cordero inmolado en el Gólgota, que implora el perdón para sus verdugos y abre a los pecadores arrepentidos las puertas del cielo; vislumbramos el rostro del Rey inmortal, que tiene ya "las llaves de la muerte y del infierno" (Ap 1,18).

2. "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (Ps 117,1).
Hagamos nuestra la exclamación del salmista, que hemos cantado en el Salmo responsorial: la misericordia del Señor es eterna. Para comprender a fondo la verdad de estas palabras, dejemos que la liturgia nos guíe al corazón del acontecimiento salvífico, que une la muerte y la resurrección de Cristo a nuestra existencia y a la historia del mundo. Este prodigio de misericordia ha cambiado radicalmente el destino de la humanidad. Es un prodigio en el que se manifiesta plenamente el amor del Padre, el cual, con vistas a nuestra redención, no se arredra ni siquiera ante el sacrificio de su Hijo unigénito.

Tanto los creyentes como los no creyentes pueden admirar en el Cristo humillado y sufriente una solidaridad sorprendente, que lo une a nuestra condición humana más allá de cualquier medida imaginable. La cruz, incluso después de la resurrección del Hijo de Dios, "habla y no cesa nunca de decir que Dios-Padre es absolutamente fiel a su eterno amor por el hombre. (...) Creer en ese amor significa creer en la misericordia" (Dives in misericordia ).

Queremos dar gracias al Señor por su amor, que es más fuerte que la muerte y que el pecado. Ese amor se revela y se realiza como misericordia en nuestra existencia diaria, e impulsa a todo hombre a tener, a su vez, "misericordia" hacia el Crucificado. ¿No es precisamente amar a Dios y amar al próximo, e incluso a los "enemigos", siguiendo el ejemplo de Jesús, el programa de vida de todo bautizado y de la Iglesia entera?

3. Con estos sentimientos, celebramos el II domingo de Pascua, que desde el año pasado, el año del gran jubileo, se llama también domingo de la Misericordia divina. Para mí es una gran alegría poder unirme a todos vosotros, queridos peregrinos y devotos, que habéis venido de diferentes naciones para conmemorar, a un año de distancia, la canonización de sor Faustina Kowalska, testigo y mensajera del amor misericordioso del Señor. La elevación al honor de los altares de esta humilde religiosa, hija de mi tierra, representa un don no sólo para Polonia, sino también para toda la humanidad. En efecto, el mensaje que anunció constituye la respuesta adecuada y decisiva que Dios quiso dar a los interrogantes y a las expectativas de los hombres de nuestro tiempo, marcado por enormes tragedias. Un día Jesús le dijo a sor Faustina: "La humanidad no encontrará paz hasta que se dirija con confianza a la misericordia divina" (Diario, p. 132). ¡La misericordia divina! Este es el don pascual que la Iglesia recibe de Cristo resucitado y que ofrece a la humanidad, en el alba del tercer milenio.

4. El evangelio, que acabamos de proclamar, nos ayuda a captar plenamente el sentido y el valor de este don. El evangelista san Juan nos hace compartir la emoción que experimentaron los Apóstoles durante el encuentro con Cristo, después de su resurrección. Nuestra atención se centra en el gesto del Maestro, que transmite a los discípulos temerosos y atónitos la misión de ser ministros de la misericordia divina. Les muestra sus manos y su costado con los signos de su pasión, y les comunica: "Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo" (Jn 20,21). E inmediatamente después "exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos"" (Jn 20,22-23). Jesús les confía el don de "perdonar los pecados", un don que brota de las heridas de sus manos, de sus pies y sobre todo de su costado traspasado. Desde allí una ola de misericordia inunda toda la humanidad.

1432 Revivamos este momento con gran intensidad espiritual. También a nosotros el Señor nos muestra hoy sus llagas gloriosas y su corazón, manantial inagotable de luz y verdad, de amor y perdón.
5. ¡El Corazón de Cristo! Su "Sagrado Corazón" ha dado todo a los hombres: la redención, la salvación y la santificación. De ese Corazón rebosante de ternura, santa Faustina Kowalska vio salir dos haces de luz que iluminaban el mundo. "Los dos rayos -como le dijo el mismo Jesús- representan la sangre y el agua" (Diario, p. 132). La sangre evoca el sacrificio del Gólgota y el misterio de la Eucaristía; el agua, según la rica simbología del evangelista san Juan, alude al bautismo y al don del Espíritu Santo (cf. Jn
Jn 3,5 Jn 4,14).

A través del misterio de este Corazón herido, no cesa de difundirse también entre los hombres y las mujeres de nuestra época el flujo restaurador del amor misericordioso de Dios. Quien aspira a la felicidad auténtica y duradera, sólo en él puede encontrar su secreto.

6. "Jesús, en ti confío". Esta jaculatoria, que rezan numerosos devotos, expresa muy bien la actitud con la que también nosotros queremos abandonarnos con confianza en tus manos, oh Señor, nuestro único Salvador.

Tú ardes del deseo de ser amado, y el que sintoniza con los sentimientos de tu corazón aprende a ser constructor de la nueva civilización del amor. Un simple acto de abandono basta para romper las barreras de la oscuridad y la tristeza, de la duda y la desesperación. Los rayos de tu misericordia divina devuelven la esperanza, de modo especial, al que se siente oprimido por el peso del pecado.

María, Madre de misericordia, haz que mantengamos siempre viva esta confianza en tu Hijo, nuestro Redentor. Ayúdanos también tú, santa Faustina, que hoy recordamos con particular afecto. Fijando nuestra débil mirada en el rostro del Salvador divino, queremos repetir contigo: "Jesús, en ti confío". Hoy y siempre. Amén.



MISA DE BEATIFICACIÓN DE CINCO SIERVOS DE DIOS



Domingo 29 de abril de 2001


1. "Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla" (Jn 21,4). Al rayar el alba, el Resucitado se apareció a los Apóstoles, que habían pasado toda la noche trabajando en vano en el lago de Tiberíades. El evangelista precisa que aquella noche "no pescaron nada" (Jn 21,3), y añade que no tenían nada que comer. A la invitación de Jesús: "Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis" (Jn 21,6), obedecieron sin dudar. Pronta fue su respuesta y grande su recompensa, porque "por la abundancia de peces no tenían fuerzas para sacar la red" (Jn 21,6), que había estado vacía durante la noche.

¡Cómo no ver en este episodio, que san Juan narra en el epílogo de su evangelio, un signo elocuente de lo que el Señor sigue realizando en la Iglesia y en el corazón de los creyentes, que confían en él sin reservas! Los cinco siervos de Dios, que hoy he tenido la alegría de elevar al honor de los altares, son testigos singulares del extraordinario don que Cristo resucitado concede a todo bautizado: el don de la santidad.

¡Bienaventurados los que hacen fructificar este misterioso don, dejando que el Espíritu Santo conforme su existencia a Cristo muerto y resucitado! Bienaventurados sois vosotros que, como astros luminosos, resplandecéis hoy en el firmamento de la Iglesia: Manuel González García, obispo, fundador de la congregación de las Misioneras Eucarísticas de Nazaret; Carlos Manuel Cecilio Rodríguez Santiago, laico; María Ana Blondin, virgen, fundadora de la congregación de las Hermanas de Santa Ana; Catalina Volpicelli, virgen, fundadora de las Esclavas del Sagrado Corazón; y Catalina Cittadini, virgen, fundadora de las Hermanas Ursulinas de Somasca.

Cada uno de vosotros, al entregarse a Cristo, ha hecho del Evangelio la regla de su existencia. Así, recibiendo esa vida nueva, inaugurada por el misterio de su resurrección, en la fuente inagotable de su amor, os habéis convertido en sus discípulos fieles.

1433 2. "Aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: "Es el Señor"" (Jn 21,7). En el evangelio hemos escuchado, ante el milagro realizado, que un discípulo reconoce a Jesús. También los otros lo harán después. El pasaje evangélico, al presentarnos a Jesús que "se acerca, toma el pan y se lo da" (Jn 21,13), nos señala cómo y cuándo podemos encontrarnos con Cristo resucitado: en la Eucaristía, donde Jesús está realmente presente bajo las especies de pan y de vino. Sería triste que esa presencia amorosa del Salvador, después de tanto tiempo, fuera aún desconocida por la humanidad.

Esa fue la gran pasión del nuevo beato Manuel González García, obispo de Málaga y después de Palencia. La experiencia vivida en Palomares del Río ante un sagrario abandonado le marcó para toda su vida, dedicándose desde entonces a propagar la devoción a la Eucaristía, y proclamando la frase que después quiso que fuera su epitafio: "¡Ahí está Jesús! ¡Ahí está! ¡No lo dejéis abandonado!". Fundador de las Misioneras Eucarísticas de Nazaret, el beato Manuel González es un modelo de fe eucarística, cuyo ejemplo sigue hablando a la Iglesia de hoy.

3. "Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor" (Jn 21,12). Cuando los discípulos lo reconocen junto al lago de Tiberíades, se afianza su fe en que Cristo ha resucitado y está presente en medio de los suyos. La Iglesia, desde hace dos milenios, no se cansa de anunciar y repetir esta verdad fundamental de la fe.

La experiencia del misterio pascual hace nuevas todas las cosas, pues como cantamos en el Pregón pascual: "Ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes". Este espíritu animó toda la existencia de Carlos Manuel Rodríguez Santiago, primer puertorriqueño elevado a la gloria de los altares. El nuevo beato, iluminado por la fe en la resurrección, compartía con todos el profundo significado del misterio pascual repitiendo frecuentemente: "Vivimos para esa noche", la de Pascua. Su fecundo y generoso apostolado consistió principalmente en esforzarse para que la Iglesia en Puerto Rico cobrara conciencia de este gran acontecimiento de nuestra salvación.

Carlos Manuel Rodríguez puso de relieve la llamada universal a la santidad para todos los cristianos y la importancia de que cada bautizado responda a ella de manera consciente y responsable. Que su ejemplo ayude a toda la Iglesia de Puerto Rico a ser fiel, viviendo con firme coherencia los valores y los principios cristianos recibidos en la evangelización de la isla.

4. María Ana Blondin, fundadora de las Hermanas de Santa Ana, es modelo de una existencia entregada al amor y animada por el misterio pascual. Esta joven campesina canadiense propuso a su obispo fundar una congregación religiosa para la educación de los niños pobres del campo, a fin de vencer el analfabetismo. Con gran espíritu de abandono en la Providencia, a la que alababa por su "guía plenamente materna", aceptó humildemente las decisiones de la Iglesia y realizó hasta su muerte trabajos humildes por el bien de sus hermanas. Las pruebas no alteraron jamás su gran amor a Cristo y a la Iglesia, ni su preocupación por formar verdaderas educadoras de la juventud. María Ana Blondin, modelo de una vida humilde y escondida, encontró su fuerza interior en la contemplación de la cruz, mostrándonos que la vida de intimidad con Cristo es el medio más seguro para dar misteriosamente fruto y cumplir la misión querida por Dios. Que su ejemplo dé a las religiosas de su instituto y a numerosos jóvenes el gusto de servir a Dios y a los hombres, en particular a la juventud, a la que es preciso ofrecer los medios para un auténtico desarrollo espiritual, moral e intelectual.

5. "Digno es el Cordero inmolado de recibir... el honor, la gloria y la alabanza" (Ap 5,12). Estas palabras, tomadas del libro del Apocalipsis y proclamadas en la segunda lectura, corresponden también a la experiencia mística de la beata Catalina Volpicelli. En su vida, totalmente consagrada al corazón del Cordero inmolado, destacan tres aspectos significativos: una profunda espiritualidad eucarística, una fidelidad inquebrantable a la Iglesia, y una sorprendente generosidad apostólica.

La Eucaristía, adorada largamente y convertida en centro de su vida hasta formular el voto de víctima expiatoria, fue para ella escuela de dócil y amorosa obediencia a Dios. Al mismo tiempo, fue fuente de amor tierno y misericordioso al prójimo: en los más pobres y marginados amaba a su Señor, al que contemplaba durante mucho tiempo en el santísimo Sacramento.

Siempre supo sacar de la Eucaristía el celo misionero que la llevó a vivir su vocación en la Iglesia, obedeciendo dócilmente a los pastores y dedicándose proféticamente a promover el laicado y formas nuevas de vida consagrada. Sin delimitar espacios operativos, ni dar origen a instituciones específicas, quiso, como ella misma afirmaba, encontrar la soledad en las ocupaciones y un trabajo fecundo en la soledad. Fue la primera "celadora" del Apostolado de la oración en Italia, y deja como herencia, especialmente a las Esclavas del Sagrado Corazón, una singular misión apostólica, que debe seguir alimentándose incesantemente en la fuente del misterio eucarístico.

6. "Sí, Señor, tú sabes que te quiero" (Jn 21,15 cf. vv. Jn 16 y Jn 17). La triple declaración de amor que, según la página evangélica de hoy, Pedro hace al Señor, nos lleva a pensar en Catalina Cittadini.Durante su difícil existencia, la nueva beata manifestó un amor inquebrantable al Señor. Quienes tuvieron la oportunidad de conocerla ponderan su profunda capacidad de amar, sostenida por un gran equilibrio afectivo. Al quedar huérfana a tierna edad, se convirtió en madre amorosa para las huérfanas. Y quiso que sus hijas espirituales fueran "madres" en la escuela y en el contacto con los niños.

Catalina se esforzaba por ser de Cristo, por llevar a Cristo. Su secreto consistió también en su unión con la Eucaristía. A sus primeras colaboradoras recomendaba cultivar una intensa vida espiritual en la oración y, sobre todo, un contacto vital con Jesús eucarístico. ¡Cuán actual es esta consigna espiritual también para los que están llamados a ser maestros en la fe y quieren transmitir a las nuevas generaciones, en esta época de grandes cambios sociales, los valores de la cultura cristiana!

1434 7. "Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen" (Ac 5,32). Con alegría, hagamos nuestras estas palabras tomadas del libro de los Hechos de los Apóstoles, que han resonado en nuestra asamblea. Sí, somos testigos de los prodigios que Dios obra en "los que le obedecen".

Confirmamos la verdad de esta afirmación en vuestra existencia, oh nuevos beatos, a los que desde hoy veneramos e invocamos como intercesores. Vuestra fidelidad heroica al Evangelio es una prueba de la acción fecunda del Espíritu Santo.

Ayudadnos también a nosotros a recorrer el camino de la santidad, especialmente cuando resulta difícil. Sostenednos para mantener fija nuestra mirada en Aquel que nos ha llamado. A vuestra voz, a la de la Virgen María y a la de todos los santos unimos también la nuestra para cantar: "Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos" (Ap 5,13). Amén.



B. Juan Pablo II Homilías 1426