Redemptor hominis ES




Redemptor hominis

a los venerables Hermanos en el Episcopado

a los Sacerdotes

a las Familias religiosas

a los Hijos e Hijas de la Iglesia

y a todos los Hombres de Buena Voluntad

al principio de su Ministerio Pontifical


1979.03.04







I. HERENCIA

Venerables Hermanos y Hermanas, Amadisimos Hijos e Hijas:

Salud y Bendición Apostólica


A finales del segundo Milenio

1 EL REDENTOR DEL HOMBRE, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia. A Él se vuelven mi pensamiento y mi corazón en esta hora solemne que está viviendo la Iglesia y la entera familia humana contemporánea. En efecto, este tiempo en el que, después del amado Predecesor Juan Pablo I, Dios me ha confiado por misterioso designio el servicio universal vinculado con la Cátedra de San Pedro en Roma, está ya muy cercano al año dos mil. Es difícil decir en estos momentos lo que ese año indicará en el cuadrante de la historia humana y cómo será para cada uno de los pueblos, naciones, países y continentes, por más que ya desde ahora se trate de prever algunos acontecimientos. Para la Iglesia, para el Pueblo de Dios que se ha extendido —aunque de manera desigual— hasta los más lejanos confines de la tierra, aquel año será el año de un gran Jubileo. Nos estamos acercando ya a tal fecha que —aun respetando todas las correcciones debidas a la exactitud cronológica— nos hará recordar y renovar de manera particular la conciencia de la verdad-clave de la fe, expresada por San Juan al principio de su evangelio: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros»,1
y en otro pasaje: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna».2

También nosotros estamos, en cierto modo, en el tiempo de un nuevo Adviento, que es tiempo de espera: «Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo...»,3 por medio del Hijo-Verbo, que se hizo hombre y nació de la Virgen María. En este acto redentor, la historia del hombre ha alcanzado su cumbre en el designio de amor de Dios. Dios ha entrado en la historia de la humanidad y en cuanto hombre se ha convertido en sujeto suyo, uno de los millones y millones, y al mismo tiempo Único. A través de la Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos y la ha dado de manera definitiva —de modo peculiar a él solo, según su eterno amor y su misericordia, con toda la libertad divina— y a la vez con una magnificencia que, frente al pecado original y a toda la historia de los pecados de la humanidad, frente a los errores del entendimiento, de la voluntad y del corazón humano, nos permite repetir con estupor las palabras de la Sagrada Liturgia: «¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!».4

1.
Jn 1,14.
2. Jn 3,16.
3. He 1,1s.
4. Misal Romano, Himno Exsultet de la Vigilia pascual.


Primeras palabras del nuevo Pontificado

2 A Cristo Redentor he elevado mis sentimientos y mi pensamiento el día 16 de octubre del año pasado, cuando después de la elección canónica, me fue hecha la pregunta: «¿Aceptas?». Respondí entonces: «En obediencia de fe a Cristo, mi Señor, confiando en la Madre de Cristo y de la Iglesia, no obstante las graves dificultades, acepto». Quiero hacer conocer públicamente esta mi respuesta a todos sin excepción, para poner así de manifiesto que con esa verdad primordial y fundamental de la Encarnación, ya recordada, está vinculado el ministerio, que con la aceptación de la elección a Obispo de Roma y Sucesor del Apóstol Pedro, se ha convertido en mi deber específico en su misma Cátedra.

He escogido los mismos nombres que había escogido mi amadísimo Predecesor Juan Pablo I. En efecto, ya el día 26 de agosto de 1978, cuando él declaró al Sacro Colegio que quería llamarse Juan Pablo —un binomio de este género no tenía precedentes en la historia del Papado— divisé en ello un auspicio elocuente de la gracia para el nuevo pontificado. Dado que aquel pontificado duró apenas 33 días, me toca a mí no sólo continuarlo sino también, en cierto modo, asumirlo desde su mismo punto de partida. Esto precisamente quedó corroborado por mi elección de aquellos dos nombres. Con esta elección, siguiendo el ejemplo de mi venerado Predecesor, deseo al igual que él expresar mi amor por la singular herencia dejada a la Iglesia por los Pontífices Juan XXIII y Pablo VI y al mismo tiempo mi personal disponibilidad a desarrollarla con la ayuda de Dios.

A través de estos dos nombres y dos pontificados conecto con toda la tradición de esta Sede Apostólica, con todos los Predecesores del siglo xx y de los siglos anteriores, enlazando sucesivamente, a lo largo de las distintas épocas hasta las más remotas, con la línea de la misión y del ministerio que confiere a la Sede de Pedro un puesto absolutamente singular en la Iglesia. Juan XXIII y Pablo VI constituyen una etapa, a la que deseo referirme directamente como a umbral, a partir del cual quiero, en cierto modo en unión con Juan Pablo I, proseguir hacia el futuro, dejándome guiar por la confianza ilimitada y por la obediencia al Espíritu que Cristo ha prometido y enviado a su Iglesia. Decía Él, en efecto, a los Apóstoles la víspera de su Pasión: «Os conviene que yo me vaya. Porque, si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os lo enviaré».5 «Cuando venga el Abogado que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí, y vosotros daréis también testimonio, porque desde el principio estáis conmigo».6 «Pero cuando viniere aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosas venideras».7

5.
Jn 16,7.
6. Jn 15,26s.
7. Jn 16,13.


Confianza en el Espíritu de Verdad y de Amor

3 Con plena confianza en el Espíritu de Verdad entro pues en la rica herencia de los recientes pontificados. Esta herencia está vigorosamente enraizada en la conciencia de la Iglesia de un modo totalmente nuevo, jamás conocido anteriormente, gracias al Concilio Vaticano II, convocado e inaugurado por Juan XXIII y, después, felizmente concluido y actuado con perseverancia por Pablo VI, cuya actividad he podido observar de cerca. Me maravillaron siempre su profunda prudencia y valentía, así como su constancia y paciencia en el difícil período posconciliar de su pontificado. Como timonel de la Iglesia, barca de Pedro, sabía conservar una tranquilidad y un equilibrio providencial incluso en los momentos más críticos, cuando parecía que ella era sacudida desde dentro, manteniendo una esperanza inconmovible en su compactibilidad. Lo que, efectivamente, el Espíritu dijo a la Iglesia mediante el Concilio de nuestro tiempo, lo que en esta Iglesia dice a todas las Iglesias8 no puede —a pesar de inquietudes momentáneas— servir más que para una mayor cohesión de todo el Pueblo de Dios, consciente de su misión salvífica.

Precisamente de esta conciencia contemporánea de la Iglesia, Pablo VI hizo el tema primero de su fundamental Encíclica que comienza con las palabras Ecclesiam suam; a esta Encíclica séame permitido, ante todo, referirme en este primero y, por así decirlo, documento inaugural del actual pontificado. Iluminada y sostenida por el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una conciencia cada vez más profunda, sea respecto de su misterio divino, sea respecto de su misión humana, sea finalmente respecto de sus mismas debilidades humanas: es precisamente esta conciencia la que debe seguir siendo la fuente principal del amor de esta Iglesia, al igual que el amor por su parte contribuye a consolidar y profundizar esa conciencia. Pablo VI nos ha dejado el testimonio de esa profundísima conciencia de Iglesia. A través de los múltiples y frecuentemente dolorosos acontecimientos de su pontificado, nos ha enseñado el amor intrépido a la Iglesia, la cual, como enseña el Concilio, es «sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano».9

8. Cfr.
Ap 2,7.
9. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, LG 1: AAS 57 (1965) 5.



En relación con la primera Encíclica de Pablo VI

4 Precisamente por esta razón, la conciencia de la Iglesia debe ir unida con una apertura universal, a fin de que todos puedan encontrar en ella «la insondable riqueza de Cristo»,10 de que habla el Apóstol de las gentes. Tal apertura, orgánicamente unida con la conciencia de la propia naturaleza, con la certeza de la propia verdad, de la que dijo Cristo: «no es mía, sino del Padre que me ha enviado»,11 determina el dinamismo apostólico, es decir, misionero de la Iglesia, profesando y proclamando íntegramente toda la verdad transmitida por Cristo. Ella debe conducir, al mismo tiempo, a aquel diálogo que Pablo VI en la Encíclica Ecclesiam suamllamó «diálogo de la salvación», distinguiendo con precisión los diversos ámbitos dentro de los cuales debe ser llevado a cabo.12 Cuando hoy me refiero a este documento programático del pontificado de Pablo VI, no ceso de dar gracias a Dios, porque este gran Predecesor mío y al mismo tiempo verdadero padre, no obstante las diversas debilidades internas que han afectado a la Iglesia en el período posconciliar, ha sabido presentar «ad extra», al exterior, su auténtico rostro. De este modo, también una gran parte de la familia humana, en los distintos ámbitos de su múltiple existencia, se ha hecho, a mi parecer, más consciente de cómo sea verdaderamente necesaria para ella la Iglesia de Cristo, su misión y su servicio. Esta conciencia se ha demostrado a veces más fuerte que las diversas orientaciones críticas, que atacaban «ab intra», desde dentro, a la Iglesia, a sus instituciones y estructuras, a los hombres de la Iglesia y a su actividad. Tal crítica creciente ha tenido sin duda causas diversas y estamos seguro, por otra parte, de que no ha estado siempre privado de un sincero amor a la Iglesia. Indudablemente, se ha manifestado en él, entre otras cosas, la tendencia a superar el así llamado triunfalismo, del que se discutía frecuentemente en el Concilio. Pero si es justo que la Iglesia, siguiendo el ejemplo de su Maestro que era «humilde de corazón»,13 esté fundada asimismo en la humildad, que tenga el sentido crítico respecto a todo lo que constituye su carácter y su actividad humana, que sea siempre muy exigente consigo misma, del mismo modo el criticismo debe tener también sus justos límites. En caso contrario, deja de ser constructivo, no revela la verdad, el amor y la gratitud por la gracia, de la que nos hacemos principal y plenamente partícipes en la Iglesia y mediante la Iglesia. Además el espíritu crítico no sería expresión de la actitud de servicio, sino más bien de la voluntad de dirigir la opinión de los demás según la opinión propia, divulgada a veces de manera demasiado desconsiderada.

Se debe gratitud a Pablo VI porque, respetando toda partícula de verdad contenida en las diversas opiniones humanas, ha conservado igualmente el equilibrio providencial del timonel de la Barca.14 La Iglesia que —a través de Juan Pablo I— me ha sido confiada casi inmediatamente después de él, no está ciertamente exenta de dificultades y de tensiones internas. Pero al mismo tiempo se siente interiormente más inmunizada contra los excesos del autocriticismo: se podría decir que es más crítica frente a las diversas críticas desconsideradas, que es más resistente respecto a las variadas «novedades», más madura en el espíritu de discernimiento, más idónea a extraer de su perenne tesoro «cosas nuevas y cosas viejas»,15 más centrada en el propio misterio y, gracias a todo esto, más disponible para la misión de la salvación de todos: «Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad».16

10.
Ep 3,8.
11. Jn 14,24.
12. Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 650 ss.
13. Mt 11,29.
14. Hay que señalar aquí los documentos más salientes del pontificado de Pablo VI, alguno de los cuales fue recordado por él mismo en la homilía pronunciada durante la Misa de la Solemnidad de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, el año 1978: Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 609-659; Exhort. apost. Investigabiles divitias Christi: AAS 57 (1965) 298-301; Enc. Mysterium Fidei: AAS 57 (1965) 753-774; Enc. Sacerdotalis caelibatus: AAS59 (1967) 657-697; Sollemnis professio Fidei: AAS 60 (1968) 433-445; Exhort. apost. Quinque iam anni: AAS 63 (1971) 97-106; Exhort. apost. Evangelica testificatio: AAS 63 (1971) 497-535; Exhort. apost. Paterna cum benevolentia: AAS 67 (1975) 5-23; Exhort. apost. Gaudete in Domino: AAS 67 (1975) 289-322; Exhort. apost.Evangelii nuntiandi: AAS 68 (1976) 5-76.
15. Mt 13,52.
16. 1Tm 2,4.


Colegialidad y apostolado

5 Esta Iglesia está —contra todas las apariencias— mucho más unida en la comunión de servicio y en la conciencia del apostolado. Tal unión brota de aquel principio de colegialidad, recordado por el Concilio Vaticano II, que Cristo mismo injertó en el Colegio apostólico de los Doce con Pedro a la cabeza y que renueva continuamente en el Colegio de los Obispos, que crece cada vez más en toda la tierra, permaneciendo unido con el Sucesor de San Pedro y bajo su guía. El Concilio no sólo ha recordado este principio de colegialidad de los Obispos, sino que lo ha vivificado inmensamente, entre otras cosas propiciando la institución de un organismo permanente que Pablo VI estableció al crear el Sínodo de los Obispos, cuya actividad no sólo ha dado una nueva dimensión a su pontificado, sino que se ha reflejado claramente después, desde los primeros días, en el pontificado de Juan Pablo I y en el de su indigno Sucesor.

El principio de colegialidad se ha demostrado particularmente actual en el difícil período posconciliar, cuando la postura común y unánime del Colegio de los Obispos —la cual, sobre todo a través del Sínodo, ha manifestado su unión con el Sucesor de Pedro— contribuía a disipar dudas e indicaba al mismo tiempo los caminos justos para la renovación de la Iglesia, en su dimensión universal. Del Sínodo ha brotado, entre otras cosas, ese impulso esencial para la evangelización que ha encontrado su expresión en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi,17 acogida con tanta alegría como programa de renovación de carácter apostólico y también pastoral. La misma línea se ha seguido en los trabajos de la última sesión ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tuvo lugar casi un año antes de la desaparición del Pontífice Pablo VI y que fue dedicada —como es sabido— a la catequesis. Los resultados de aquellos trabajos requieren aún una sistematización y un enunciado por parte de la Sede Apostólica.

Dado que estamos tratando del evidente desarrollo de la forma en que se expresa la colegialidad episcopal, hay que recordar al menos el proceso de consolidación de las Conferencias Episcopales Nacionales en toda la Iglesia y de otras estructuras colegiales de carácter internacional o continental. Refiriéndonos por otra parte a la tradición secular de la Iglesia, conviene subrayar la actividad de los diversos Sínodos locales.

Fue en efecto idea del Concilio, coherentemente ejecutada por Pablo VI, que las estructuras de este tipo, experimentadas desde hace siglos por la Iglesia, así como otras formas de colaboración colegial de los Obispos, por ejemplo, la provincia eclesiástica, por no hablar ya de cada una de las diócesis, pulsasen con plena conciencia de la propia identidad y a la vez de la propia originalidad, en la unidad universal de la Iglesia. El mismo espíritu de colaboración y de corresponsabilidad se está difundiendo también entre los sacerdotes, lo cual se confirma por los numerosos Consejos Presbiterales que han surgido después del Concilio. Este espíritu se ha extendido asimismo entre los laicos, confirmando no sólo las organizaciones de apostolado seglar ya existentes, sino también creando otras nuevas con perfil muchas veces distinto y con un dinamismo excepcional. Por otra parte, los laicos, conscientes de su responsabilidad en la Iglesia, se han empeñado de buen grado en la colaboración con los Pastores, con los representantes de los Institutos de vida consagrada en el ámbito de los Sínodos diocesanos o de los Consejos pastorales en las parroquias y en las diócesis.

Me es necesario tener en la mente todo esto al comienzo de mi pontificado, para dar gracias a Dios, para dar nuevos ánimos a todos los Hermanos y Hermanas y para recordar además con viva gratitud la obra del Concilio Vaticano II y a mis grandes Predecesores que han puesto en marcha esta nueva «ola» de la vida de la Iglesia, movimiento mucho más potente que los síntomas de duda, de derrumbamiento y de crisis.

17. Cfr. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi: AAS 58 (1976) 5-76.


Hacia la unión de los cristianos

6 Y ¿qué decir de todas las iniciativas brotadas de la nueva orientación ecuménica? El inolvidable Papa Juan XXIII, con claridad evangélica, planteó el problema de la unión de los cristianos como simple consecuencia de la voluntad del mismo Jesucristo, nuestro Maestro, afirmada varias veces y expresada de manera particular en la oración del Cenáculo, la víspera de su muerte: «para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti».18 El Concilio Vaticano II respondió a esta exigencia de manera concisa con el Decreto sobre el ecumenismo. El Papa Pablo VI, valiéndose de la actividad del Secretariado para la unión de los Cristianos inició los primeros pasos difíciles por el camino de la consecución de tal unión. ¿Hemos ido lejos por este camino? Sin querer dar una respuesta concreta podemos decir que hemos conseguido unos progresos verdaderos e importantes. Una cosa es cierta: hemos trabajado con perseverancia, coherencia y valentía, y con nosotros se han empeñado también los representantes de otras Iglesias y de otras Comunidades cristianas, por lo cual les estamos sinceramente reconocidos. Es cierto además que, en la presente situación histórica de la cristiandad y del mundo, no se ve otra posibilidad de cumplir la misión universal de la Iglesia, en lo concerniente a los problemas ecuménicos, que la de buscar lealmente, con perseverancia, humildad y con valentía, las vías de acercamiento y de unión, tal como nos ha dado ejemplo personal el Papa Pablo VI. Debemos por tanto buscar la unión sin desanimarnos frente a las dificultades que pueden presentarse o acumularse a lo largo de este camino; de otra manera no seremos fieles a la palabra de Cristo, no cumpliremos su testamento. ¿Es lícito correr este riesgo?

Hay personas que, encontrándose frente a las dificultades o también juzgando negativos los resultados de los trabajos iniciales ecuménicos, hubieran preferido echarse atrás. Algunos incluso expresan la opinión de que estos esfuerzos son dañosos para la causa del evangelio, conducen a una ulterior ruptura de la Iglesia, provocan confusión de ideas en las cuestiones de la fe y de la moral, abocan a un específico indiferentismo. Posiblemente será bueno que los portavoces de tales opiniones expresen sus temores; no obstante, también en este aspecto hay que mantener los justos límites. Es obvio que esta nueva etapa de la vida de la Iglesia exije de nosotros una fe particularmente consciente, profunda y responsable. La verdadera actividad ecuménica significa apertura, acercamiento, disponibilidad al diálogo, búsqueda común de la verdad en el pleno sentido evangélico y cristiano; pero de ningún modo significa ni puede significar renunciar o causar perjuicio de alguna manera a los tesoros de la verdad divina, constantemente confesada y enseñada por la Iglesia. A todos aquellos que por cualquier motivo quisieran disuadir a la Iglesia de la búsqueda de la unidad universal de los cristianos hay que decirles una vez más: ¿Nos es lícito no hacerlo? ¿Podemos no tener confianza —no obstante toda la debilidad humana, todas las deficiencias acumuladas a lo largo de los siglos pasados— en la gracia de nuestro Señor, tal cual se ha revelado en los últimos tiempos a través de la palabra del Espíritu Santo, que hemos escuchado durante el Concilio? Obrando así, negaríamos la verdad que concierne a nosotros mismos y que el Apóstol ha expresado de modo tan elocuente: «Mas por gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que me confirió no resultó vana».19

Aunque de modo distinto y con las debidas diferencias, hay que aplicar lo que se ha dicho a la actividad que tiende al acercamiento con los representantes de las religiones no cristianas, y que se expresa a través del diálogo, los contactos, la oración comunitaria, la búsqueda de los tesoros de la espiritualidad humana que —como bien sabemos— no faltan tampoco a los miembros de estas religiones. ¿No sucede quizá a veces que la creencia firme de los seguidores de las religiones no cristianas, —creencia que es efecto también del Espíritu de verdad, que actúa más allá de los confines visibles del Cuerpo Místico— haga quedar cunfundidos a los cristianos, muchas veces tan dispuestos a dudar en las verdades reveladas por Dios y proclamadas por la Iglesia, tan propensos al relajamiento de los principios de la moral y a abrir el camino al permisivismo ético? Es cosa noble estar predispuestos a comprender a todo hombre, a analizar todo sistema, a dar razón a todo lo que es justo; esto no significa absolutamente perder la certeza de la propia fe,20 o debilitar los principios de la moral, cuya falta se hará sentir bien pronto en la vida de sociedades enteras, determinando entre otras cosas consecuencias deplorables.

18.
Jn 17,21; cfr. ibid. Jn 11,22-23 Jn 10,16 Lc 9,49-50 Lc 9,54.
19. 1Co 15,10.
20. Cfr. Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, can. III De fide, n. 6: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Ed. Istituto per le Scienze religiose, Bologna 1973³, p. 811.


II. EL MISTERIO DE LA REDENCIÓN


En el Misterio de Cristo

7 Si las vías por las que el Concilio de nuestro siglo ha encaminado a la Iglesia —vías indicadas en su primera Encíclica por el llorado Papa Pablo VI— permanecen por largo tiempo las vías que todos nosotros debemos seguir, a la vez, en esta nueva etapa podemos justamente preguntarnos: ¿Cómo? ¿De qué modo hay que proseguir? ¿Qué hay que hacer a fin de que este nuevo adviento de la Iglesia, próximo ya al final del segundo milenio, nos acerque a Aquel que la Sagrada Escritura llama: «Padre sempiterno», Pater futuri saeculi?21 Esta es la pregunta fundamental que el nuevo Pontífice debe plantearse, cuando, en espíritu de obediencia de fe, acepta la llamada según el mandato de Cristo dirigido más de una vez a Pedro: «Apacienta mis corderos»,22 que quiere decir: Sé pastor de mi rebaño; y después: «... una vez convertido, confirma a tus hermanos». 23

Es precisamente aquí, carísimos Hermanos, Hijos e Hijas, donde se impone una respuesta fundamental y esencial, es decir, la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna».24

A través de la conciencia de la Iglesia, tan desarrollada por el Concilio, a todos los niveles de esta conciencia y a través también de todos los campos de la actividad en que la Iglesia se expresa, se encuentra y se confirma, debemos tender constantemente a Aquel «que es la cabeza»,25 a Aquel «de quien todo procede y para quien somos nosotros»,26 a Aquel que es al mismo tiempo «el camino, la verdad»27 y «la resurrección y la vida»,28 a Aquel que viéndolo nos muestra al Padre,29 a Aquel que debía irse de nosotros30 —se refiere a la muerte en Cruz y después a la Ascensión al cielo— para que el Abogado viniese a nosotros y siga viniendo constantemente como Espíritu de verdad.31 En Él están escondidos «todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia»,32 y la Iglesia es su Cuerpo.33 La Iglesia es en Cristo como un «sacramento, o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano»34 y de esto es Él la fuente. ¡Él mismo! ¡Él, el Redentor!

La Iglesia no cesa de escuchar sus palabras, las vuelve a leer continuamente, reconstruye con la máxima devoción todo detalle particular de su vida. Estas palabras son escuchadas también por los no cristianos. La vida de Cristo habla al mismo tiempo a tantos hombres que no están aún en condiciones de repetir con Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».35 Él, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como Hombre: es su misma vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor que abarca a todos. Habla además su muerte en Cruz, esto es, la insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono. La Iglesia no cesa jamás de revivir su muerte en Cruz y su Resurrección, que constituyen el contenido de la vida cotidiana de la Iglesia. En efecto, por mandato del mismo Cristo, su Maestro, la Iglesia celebra incesantemente la Eucaristía, encontrando en ella la «fuente de la vida y de la santidad»,36 el signo eficaz de la gracia y de la reconciliación con Dios, la prenda de la vida eterna. La Iglesia vive su misterio, lo alcanza sin cansarse nunca y busca continuamente los caminos para acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particular, como si repitiese siempre a ejemplo del Apóstol: «que nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado».37 La Iglesia permanece en la esfera del misterio de la Redención que ha llegado a ser precisamente el principio fundamental de su vida y de su misión

21.
Is 9,6.
22. Jn 21,15.
23. Lc 22,32.
24. Jn 6,68; cfr. He 4,8-12.
25. Cfr. Ep 1,10 Ep 1,22 Ep 4,25 Col 1,18.
26. 1Co 8,6; Cfr. Col 1,17.
27. Jn 14,6.
28. Jn 11,25.
29. Cfr. Jn 14,9.
30. Cfr. Jn 16,7.
31. Cfr. Jn 16,7 Jn 16,13.
32. Col 2,3.
33. Cfr. Rm 12,5 1Co 6,15 1Co 10,17 1Co 12,12 1Co 12,27 Ep 1,23 Ep 2,16 Ep 4,4 Col 1,24 Col 3,15.
34. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, LG 1: AAS 57 (1965) 5.
35. Mt 16,16.
36. Cfr. Letanías del Sagrado Corazón.
37. 1Co 2,2.


Redención: creación renovada

8 ¡Redentor del mundo! En Él se ha revelado de un modo nuevo y más admirable la verdad fundamental sobre la creación que testimonia el Libro del Génesis cuando repite varias veces: «Y vio Dios ser bueno».38 El bien tiene su fuente en la Sabiduría y en el Amor. En Jesucristo, el mundo visible, creado por Dios para el hombre39 —el mundo que, entrando el pecado está sujeto a la vanidad— 40 adquiere nuevamente el vínculo original con la misma fuente divina de la Sabiduría y del Amor. En efecto, «amó Dios tanto al mundo, que le dio su unigénito Hijo».41Así como en el hombre-Adán este vínculo quedó roto, así en el Hombre-Cristo ha quedado unido de nuevo.42 ¿ Es posible que no nos convenzan, a nosotros hombres del siglo XX, las palabras del Apóstol de las gentes, pronunciadas con arrebatadora elocuencia, acerca de «la creación entera que hasta ahora gime y siente dolores de parto»43 y «está esperando la manifestación de los hijos de Dios»,44 acerca de la creación que está sujeta a la vanidad? El inmenso progreso, jamás conocido, que se ha verificado particularmente durante este nuestro siglo, en el campo de dominación del mundo por parte del hombre, ¿no revela quizá el mismo, y por lo demás en un grado jamás antes alcanzado, esa multiforme sumisión «a la vanidad»? Baste recordar aquí algunos fenómenos como la amenaza de contaminación del ambiente natural en los lugares de rápida industrialización, o también los conflictos armados que explotan y se repiten continuamente, o las perspectivas de autodestrucción a través del uso de las armas atómicas: al hidrógeno, al neutrón y similares, la falta de respeto a la vida de los no-nacidos. El mundo de la nueva época, el mundo de los vuelos cósmicos, el mundo de las conquistas científicas y técnicas, jamás logradas anteriormente, ¿no es al mismo tiempo que «gime y sufre»45 y «está esperando la manifestación de los hijos de Dios»?46

El Concilio Vaticano II, en su análisis penetrante «del mundo contemporáneo», llegaba al punto más importante del mundo visible: el hombre bajando —como Cristo— a lo profundo de las conciencias humanas, tocando el misterio interior del hombre, que en el lenguaje bíblico, y no bíblico también, se expresa con la palabra «corazón». Cristo, Redentor del mundo, es Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha entrado en su «corazón». Justamente pues enseña el Concilio Vaticano II: «En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (
Rm 5,14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación». Y más adelante: «Él, que es imagen de Dios invisible (Col 1,15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado».47 ¡Él, el Redentor del hombre!

38. Cfr. Gn 1.
39. Cfr. Gn 1,26-30.
40. Rm 8,20; cfr. ibid. Rm 8,19-22; Conc Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, GS 2 GS 13: AAS 58 (1966) 1026; 1034 s.
41. Jn 3,16.
42. Cfr. Rm 5,12-21.
43. Rm 8,22.
44. Rm 8,19-20.
45. Rm 8,22.
46. Rm 8,19.
47. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, GS 22: AAS 58 (1966) 1042s.

Dimensión divina del misterio de la Redención

9 Al reflexionar nuevamente sobre este texto maravilloso del Magisterio conciliar, no olvidamos ni por un momento que Jesucristo, Hijo de Dios vivo, se ha convertido en nuestra reconciliación ante el Padre.48 Precisamente Él, solamente Él ha dado satisfacción al amor eterno del Padre, a la paternidad que desde el principio se manifestó en la creación del mundo, en la donación al hombre de toda la riqueza de la creación, en hacerlo «poco menor que Dios»,49 en cuanto creado «a imagen y semejanza de Dios»;50 e igualmente ha dado satisfacción a la paternidad de Dios y al amor, en cierto modo rechazado por el hombre con la ruptura de la primera Alianza51y de las posteriores que Dios «ha ofrecido en diversas ocasiones a los hombres».52 La redención del mundo —ese misterio tremendo del amor, en el que la creación es renovada53— es en su raíz más profunda «la plenitud de la justicia en un Corazón humano: en el Corazón del Hijo Primogénito, para que pueda hacerse justicia de los corazones de muchos hombres, los cuales, precisamente en el Hijo Primogénito, han sido predestinados desde la eternidad a ser hijos de Dios54 y llamados a la gracia, llamados al amor. La Cruz sobre el Calvario, por medio de la cual Jesucristo —Hombre, Hijo de María Virgen, hijo putativo de José de Nazaret— «deja» este mundo, es al mismo tiempo una nueva manifestación de la eterna paternidad de Dios, el cual se acerca de nuevo en Él a la humanidad, a todo hombre, dándole el tres veces santo «Espíritu de verdad».55

Con esta revelación del Padre y con la efusión del Espíritu Santo, que marcan un sello imborrable en el misterio de la Redención, se explica el sentido de la cruz y de la muerte de Cristo. El Dios de la creación se revela como Dios de la redención, como Dios que es fiel a sí mismo,56 fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación. El suyo es amor que no retrocede ante nada de lo que en él mismo exige la justicia. Y por esto al Hijo «a quien no conoció el pecado le hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justicia de Dios».57 Si «trató como pecado» a Aquel que estaba absolutamente sin pecado alguno, lo hizo para revelar el amor que es siempre más grande que todo lo creado, el amor que es Él mismo, porque «Dios es amor».58 Y sobre todo el amor es más grande que el pecado, que la debilidad, que la «vanidad de la creación»,59 más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar, siempre dispuesto a ir al encuentro con el hijo pródigo,60 siempre a la búsqueda de la «manifestación de los hijos de Dios»,61 que están llamados a la gloria.62 Esta revelación del amor es definida también misericordia,63 y tal revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo.

48. Cfr.
Rm 5,11 Col 1,20.
49. Ps 8,6.
50. Cfr. Gn 1,26.
51. Cfr. Gn 3,6-13.
52. Cfr. IV Plegaria Eucarística.
53. Cfr. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, GS 37: AAS 58 (1966) 1054s; Const. dogm. Lumen gentium, LG 48: AAS 57 (1965) 53s.
54. Cf. Rm 8,29s; Ep 1,8.
55. Cf. Jn 16,13.
56. Cf. 1Th 5,24.
57. 2Co 5,21; cf. Ga 3,13.
58. 1Jn 4,8 1Jn 4,16.
59. Cf. Rm 8,20.
60. Cf. Lc 15,11-32.
61. Rm 8,19.
62. Cf. Rm 8,18.
63. Cf. Santo Tomás, Summa Theol. III 46,1 ad 3.



Redemptor hominis ES