Redemptor hominis ES 16

¿Progreso o amenaza?

16 Consiguientemente, si nuestro tiempo, el tiempo de nuestra generación, el tiempo que se está acercando al final del segundo Milenio de nuestra era cristiana, se nos revela como tiempo de gran progreso, aparece también como tiempo de múltiples amenazas para el hombre, de las que la Iglesia debe hablar a todos los hombres de buena voluntad y en torno a las cuales debe mantener siempre un diálogo con ellos. En efecto, la situación del hombre en el mundo contemporáneo parece distante tanto de las exigencias objetivas del orden moral, como de las exigencias de la justicia o aún más del amor social. No se trata aquí más que de aquello que ha encontrado su expresión en el primer mensaje del Creador, dirigido al hombre en el momento en que le daba la tierra para que la «sometiese».100 Este primer mensaje quedó confirmado, en el misterio de la Redención, por Cristo Señor. Esto está expresado por el Concilio Vaticano II en los bellísimos capítulos de sus enseñanzas sobre la «realeza» del hombre, es decir, sobre su vocación a participar en el ministerio regio —munus regale— de Cristo mismo.101 El sentido esencial de esta «realeza» y de este «dominio» del hombre sobre el mundo visible, asignado a él como cometido por el mismo Creador, consiste en la prioridad de la ética sobre la técnica, en el primado de la persona sobre las cosas, en la superioridad del espíritu sobre la materia.

Por esto es necesario seguir atentamente todas las fases del progreso actual: es necesario hacer, por decirlo así, la radiografía de cada una de las etapas, precisamente desde este punto de vista. Se trata del desarrollo de las personas y no solamente de la multiplicación de las cosas, de las que los hombres pueden servirse. Se trata —como ha dicho un filósofo contemporáneo y como ha afirmado el Concilio— no tanto de «tener más» cuanto de «ser más».102 En efecto, existe ya un peligro real y perceptible de que, mientras avanza enormemente el dominio por parte del hombre sobre el mundo de las cosas; de este dominio suyo pierda los hilos esenciales, y de diversos modos su humanidad esté sometida a ese mundo, y él mismo se haga objeto de múltiple manipulación, aunque a veces no directamente perceptible, a través de toda la organización de la vida comunitaria, a través del sistema de producción, a través de la presión de los medios de comunicación social. El hombre no puede renunciar a sí mismo, ni al puesto que le es propio en el mundo visible, no puede hacerse esclavo de las cosas, de los sistemas económicos, de la producción y de sus propios productos. Una civilización con perfil puramente materialista condena al hombre a tal esclavitud, por más que tal vez, indudablemente, esto suceda contra las intenciones y las premisas de sus pioneros. En la raíz de la actual solicitud por el hombre está sin duda este problema. No se trata aquí solamente de dar una respuesta abstracta a la pregunta: quién es el hombre; sino que se trata de todo el dinamismo de la vida y de la civilización. Se trata del sentido de las diversas iniciativas de la vida cotidiana y al mismo tiempo de las premisas para numerosos programas de civilización, programas políticos, económicos, sociales, estatales y otros muchos.

Si nos atrevemos a definir la situación del hombre en el mundo contemporáneo como distante de las exigencias objetivas del orden moral, distante de las exigencias de justicia y, más aún, del amor social, es porque esto está comfirmado por hechos bien conocidos y confrontaciones que más de una vez han hallado eco en las páginas de las formulaciones pontificias, conciliares y sinodales.103 La situación del hombre en nuestra época no es ciertamente uniforme, sino diferenciada de múltiples modos. Estas diferencias tienen sus causas históricas, pero tienen también una gran resonancia ética propia. En efecto, es bien conocido el cuadro de la civilización consumística, que consiste en un cierto exceso de bienes necesarios al hombre, a las sociedades enteras —y aquí se trata precisamente de las sociedades ricas y muy desarrolladas— mientras las demás, al menos amplios estratos de las mismas, sufren el hambre, y muchas personas mueren a diario por inedia y desnutrición. Asimismo se da entre algunos un cierto abuso de la libertad, que va unido precisamente a un comportamiento consumístico no controlado por la moral, lo cual limita contemporáneamente la libertad de los demás, es decir, de aquellos que sufren deficiencias relevantes y son empujados hacia condiciones de ulterior miseria e indigencia.

Esta confrontación, universalmente conocida, y el contraste al que se han remitido en los documentos de su magisterio los Pontífices de nuestro siglo, más recientemente Juan XXIII como también Pablo VI,104 representan como el gigantesco desarrollo de la parábola bíblica del rico epulón y del pobre Lázaro.105

La amplitud del fenómeno pone en tela de juicio las estructuras y los mecanismos financieros, monetarios, productivos y comerciales que, apoyados en diversas presiones políticas, rigen la economía mundial: ellos se revelan casi incapaces de absorber las injustas situaciones sociales heredadas del pasado y de enfrentarse a los urgentes desafíos y a las exigencias éticas. Sometiendo al hombre a las tensiones creadas por él mismo, dilapidando a ritmo acelerado los recursos materiales y energéticos, comprometiendo el ambiente geofísico, estas estructuras hacen extenderse continuamente las zonas de miseria y con ella la angustia, frustración y amargura.106

Nos encontramos ante un grave drama que no puede dejarnos indiferentes: el sujeto que, por un lado, trata de sacar el máximo provecho y el que, por otro lado, sufre los daños y las injurias es siempre el hombre. Drama exacerbado aún más por la proximidad de grupos sociales privilegiados y de los de países ricos que acumulan de manera excesiva los bienes cuya riqueza se convierte de modo abusivo, en causa de diversos males. Añádanse la fiebre de la inflación y la plaga del paro; son otros tantos síntomas de este desorden moral, que se hace notar en la situación mundial y que reclama por ello innovaciones audaces y creadoras, de acuerdo con la auténtica dignidad del hombre.107

La tarea no es imposible. El principio de solidaridad, en sentido amplio, debe inspirar la búsqueda eficaz de instituciones y de mecanismos adecuados, tanto en el orden de los intercambios, donde hay que dejarse guiar por las leyes de una sana competición, como en el orden de una más amplia y más inmediata repartición de las riquezas y de los controles sobre las mismas, para que los pueblos en vías de desarrollo económico puedan no sólo colmar sus exigencias esenciales, sino también avanzar gradual y eficazmente.

No se avanzará en este camino difícil de las indispensables transformaciones de las estructuras de la vida económica, si no se realiza una verdadera conversión de las mentalidades y de los corazones. La tarea requiere el compromiso decidido de hombres y de pueblos libres y solidarios. Demasiado frecuentemente se confunde la libertad con el instinto del interés —individual o colectivo—, o incluso con el instinto de lucha y de dominio, cualesquiera sean los colores ideológicos que revisten. Es obvio que tales instintos existen y operan, pero no habrá economía humana si no son asumidos, orientados y dominados por las fuerzas más profundas que se encuentran en el hombre y que deciden la verdadera cultura de los pueblos. Precisamente de estas fuentes debe nacer el esfuerzo con el que se expresará la verdadera libertad humana, y que será capaz de asegurarla también en el campo de la economía. El desarrollo económico, con todo lo que forma parte de su adecuado funcionamiento, debe ser constantemente programado y realizado en una perspectiva de desarrollo universal y solidario de los hombres y de los pueblos, como lo recordaba de manera convincente mi predecesor Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio. Sin ello la mera categoría del «progreso» económico se convierte en una categoría superior que subordina el conjunto de la existencia humana a sus exigencias parciales, sofoca al hombre, disgrega la sociedad y acaba por ahogarse en sus propias tensiones y en sus mismos excesos.

Es posible asumir este deber; lo atestiguan hechos ciertos y resultados, que es difícil enumerar aquí analíticamente. Una cosa es cierta: en la base de este gigantesco campo hay que establecer, aceptar y profundizar el sentido de la responsabilidad moral, que debe asumir el hombre. Una vez más y siempre, el hombre.

Para nosotros los cristianos esta responsabilidad se hace particularmente evidente, cuando recordamos —y debemos recordarlo siempre— la escena del juicio final, según las palabras de Cristo transmitidas en el evangelio de San Mateo.108

Esta escena escatológica debe ser aplicada siempre a la historia del hombre, debe ser siempre «medida» de los actos humanos como un esquema esencial de un examen de conciencia para cada uno y para todos: «tuve hambre, y no me disteis de comer; ... estuve desnudo, y no me vestisteis; ... en la cárcel, y no me visitasteis».109 Estas palabras adquieren una mayor carga amonestadora, si pensamos que, en vez del pan y de la ayuda cultural a los nuevos estados y naciones que se están despertando a la vida independiente, se les ofrece a veces en abundancia armas modernas y medios de destrucción, puestos al servicio de conflictos armados y de guerras que no son tanto una exigencia de la defensa de sus justos derechos y de su soberanía sino más bien una forma de «patriotería», de imperialismo, de neocolonialismo de distinto tipo. Todos sabemos bien que las zonas de miseria o de hambre que existen en nuestro globo, hubieran podido ser «fertilizadas» en breve tiempo, si las gigantescas inversiones de armamentos que sirven a la guerra y a la destrucción, hubieran sido cambiadas en inversiones para el alimento que sirvan a la vida.

Es posible que esta consideración quede parcialmente «abstracta», es posible que ofrezca la ocasión a una y otra parte para acusarse recíprocamente, olvidando cada una las propias culpas. Es posible que provoque también nuevas acusaciones contra la Iglesia. Esta, en cambio, no disponiendo de otras armas, sino las del espíritu, de la palabra y del amor, no puede renunciar a anunciar «la palabra... a tiempo y a destiempo».110 Por esto no cesa de pedir a cada una de las dos partes, y de pedir a todos en nombre de Dios y en nombre del hombre: ¡no matéis! ¡No preparéis a los hombres destrucciones y exterminio! ¡Pensad en vuestros hermanos que sufren hambre y miseria! ¡Respetad la dignidad y la libertad de cada uno!

100.
Gn 1,28; Conc. Vat. II, Decr. Inter mirifica, IM 6: AAS 56 (1964) 147; Const. past. Gaudium et spes, GS 74 GS 78: AAS 58 (1966) 1095s; 1101 s.
101. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, LG 10 LG 36: AAS 57 (1965) 14-15; 41-42.
102. Cf. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, GS 35: AAS (1966) 1053; Pablo VI, Discurso al Cuerpo diplomático, 7 enero 1965: AAS 57 (1965) 232; Enc. Populorum progressio, PP 14: AAS 59 (1967) 264.
103. Cf. Pío XII, Radiomensaje para el 50 aniversario de la Encícl. «Rerum novarum» de Leon XIII (1 de junio de 1941): AAS 33 (1941 ) 195-205; Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1941): AAS 34 (1942) 10-21;Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1942): AAS 35 (1943) 9-24; Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1943): AAS 36 (1944) 1124; Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1944): AAS 37 (1945) 10-23; Discurso a los Cardenales (24 de diciembre de 1946): AAS 39 (1947) 7-17; Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1947): AAS 40 (1948) 8-16; Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra: AAS 53 (1961) 401-464; Enc.Pacem in terris: AAS 55 (1963) 257-304; Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 609-659; Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de octubre de 1965): AAS 57 (1965) 877-885; Populorum progressio:AAS 59 (1967) 257-299; Discurso a los Campesinos colombianos (23 de agosto de 1968): AAS 60 (1968) 619-623;Discurso a la Asamblea General del Episcopado Latino-Americano (24 de agosto de 1968): AAS 60 (1968) 639-649; Discurso a la Conferencia de la FAO (16 de noviembre de 1970): AAS 62 (1970) 830-838; Carta apost.Octogesima adveniens: AAS 63 (1971) 401-441; Discurso a los Cardenales (23 de junio de 1972): AAS 64 (1972) 496-505; Juan Pablo II, Discurso a la III Conferencia General del Episcopado Latino-Americano (28 de enero de 1979): AAS 71 (1979) 187ss; Discurso a los Indios de Cuilapán (29 de enero de 1979): l.c., p.207ss; Discurso a los Obreros de Guadalajara (30 de enero de 1979): l.c., p.221ss; Discurso a los Obreros de Monterrey (31 de enero de 1979): l.c., p.240ss; Conc. VatT. II, Decl. Dignitatis humanae: AAS 58 (1966) 929-941; Const. past.Gaudium et spes: AAS 58 (1966) 1025-1115: Documenta Synodi Episcoporum, De iustitia in mundo: AAS 63 (1971 ) 923-941.
104. Cf. Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra: AAS 53 (1961 ) MM 418ss; Enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) PT 289ss; Pablo VI, Enc. Populorum progressio: AAS 59 (1967) 257-299.
105. Cf. Lc 16,19-31.
106. Cf. Juan Pablo II, Homilla en Santo Domingo, 3: AAS 71 (1979) 157ss; Discurso a los Indios y a los Campesinos de Oaxaca, 2: l.c., p.207ss; Discurso a los Obreros de Monterrey, 4: l.c., p. 242.
107. Cf. Pablo VI, Carta apost. Octogesima adveniens, 42: AAS 63 (1971 ) 431.
108. Cf. Mt 25,31-46.
109. Mt 25,42-43.
110. 2Tm 4,2.



Derechos del hombre: "letra" o "espíritu"

17 Nuestro siglo ha sido hasta ahora un siglo de grandes calamidades para el hombre, de grandes devastaciones no sólo materiales, sino también morales, más aún, quizá sobre todo morales. Ciertamente, no es fácil comparar bajo este aspecto, épocas y siglos, porque esto depende de los criterios históricos que cambian. No obstante, sin aplicar estas comparaciones, es necesario constatar que hasta ahora este siglo ha sido un siglo en el que los hombres se han preparado a sí mismos muchas injusticias y sufrimientos. ¿Ha sido frenado decididamente este proceso? En todo caso no se puede menos de recordar aquí, con estima y profunda esperanza para el futuro, el magnífico esfuerzo llevado a cabo para dar vida a la Organización de las Naciones Unidas, un esfuerzo que tiende a definir y establecer los derechos objetivos e inviolables del hombre, obligándose recíprocamente los Estados miembros a una observancia rigurosa de los mismos. Este empeño ha sido aceptado y ratificado por casi todos los Estados de nuestro tiempo y esto debería constituir una garantía para que los derechos del hombre lleguen a ser en todo el mundo, principio fundamental del esfuerzo por el bien del hombre.

La Iglesia no tiene necesidad de confirmar cuán estrechamente vinculado está este problema con su misión en el mundo contemporáneo. En efecto, él está en las bases mismas de la paz social e internacional, como han declarado al respecto Juan XXIII, el Concilio Vaticano II y posteriormente Pablo VI en documentos específicos. En definitiva, la paz se reduce al respeto de los derechos inviolables del hombre, —«opus iustitiae pax»—, mientras la guerra nace de la violación de estos derechos y lleva consigo aún más graves violaciones de los mismos. Si los derechos humanos son violados en tiempo de paz, esto es particularmente doloroso y, desde el punto de vista del progreso, representa un fenómeno incomprensible de la lucha contra el hombre, que no puede concordarse de ningún modo con cualquier programa que se defina «humanístico». Y ¿qué tipo de programa social, económico, político, cultural podría renunciar a esta definición? Nutrimos la profunda convicción de que no hay en el mundo ningún programa en el que, incluso sobre la plataforma de ideologías opuestas acerca de la concepción del mundo, no se ponga siempre en primer plano al hombre.

Ahora bien, si a pesar de tales premisas, los derechos del hombre son violados de distintos modos, si en práctica somos testigos de los campos de concentración, de la violencia, de la tortura, del terrorismo o de múltiples discriminaciones, esto debe ser una consecuencia de otras premisas que minan, o a veces anulan casi toda la eficacia de las premisas humanísticas de aquellos programas y sistemas modernos. Se impone entonces necesariamente el deber de someter los mismos programas a una continua revisión desde el punto de vista de los derechos objetivos e inviolables del hombre.

La Declaración de estos derechos, junto con la institución de la Organización de las Naciones Unidas, no tenía ciertamente sólo el fin de separarse de las horribles experiencias de la última guerra mundial, sino el de crear una base para una continua revisión de los programas, de los sistemas, de los regímenes, y precisamente desde este único punto de vista fundamental que es el bien del hombre —digamos de la persona en la comunidad— y que como factor fundamental del bien común debe constituir el criterio esencial de todos los programas, sistemas, regímenes. En caso contrario, la vida humana, incluso en tiempo de paz, está condenada a distintos sufrimientos y al mismo tiempo, junto con ellos se desarrollan varias formas de dominio totalitario, neocolonialismo, imperialismo, que amenazan también la convivencia entre las naciones. En verdad, es un hecho significativo y confirmado repetidas veces por las experiencias de la historia, cómo la violación de los derechos del hombre va acompañada de la violación de los derechos de la nación, con la que el hombre está unido por vínculos orgánicos como a una familia más grande.

Ya desde la primera mitad de este siglo, en el período en que se estaban desarrollando varios totalitarismos de Estado, los cuales —como es sabido— llevaron a la horrible catástrofe bélica, la Iglesia había delineado claramente su postura frente a estos regímenes que en apariencia actuaban por un bien superior, como es el bien del Estado, mientras la historia demostraría en cambio que se trataba solamente del bien de un partido, identificado con el estado.111 En realidad aquellos regímenes habían coartado los derechos de los ciudadanos, negándoles el reconocimiento debido de los inviolables derechos del hombre que, hacia la mitad de nuestro siglo, han obtenido su formulación en sede internacional. Al compartir la alegría de esta conquista con todos los hombres de buena voluntad, con todos los hombres que aman de veras la justicia y la paz, la Iglesia, consciente de que la sola «letra» puede matar, mientras solamente «el espíritu da vida»,112 debe preguntarse continuamente junto con estos hombres de buena voluntad si la Declaración de los derechos del hombre y la aceptación de su «letra» significan también por todas partes la realización de su «espíritu». Surgen en efecto temores fundados de que muchas veces estamos aún lejos de esta realización y que tal vez el espíritu de la vida social y pública se halla en una dolorosa oposición con la declarada «letra» de los derechos del hombre. Este estado de cosas, gravoso para las respectivas sociedades, haría particularmente responsable, frente a estas sociedades y a la historia del hombre, a aquellos que contribuyen a determinarlo.

El sentido esencial del Estado como comunidad política, consiste en el hecho de que la sociedad y quien la compone el pueblo, es soberano de la propia suerte. Este sentido no llega a realizarse, si en vez del ejercicio del poder mediante la participación moral de la sociedad o del pueblo, asistimos a la imposición del poder por parte de un determinado grupo a todos los demás miembros de esta sociedad. Estas cosas son esenciales en nuestra época en que ha crecido enormemente la conciencia social de los hombres y con ella la necesidad de una correcta participación de los ciudadanos en la vida política de la comunidad, teniendo en cuenta las condiciones de cada pueblo y del vigor necesario de la autoridad pública.113 Estos son, pues, problemas de primordial importancia desde el punto de vista del progreso del hombre mismo y del desarrollo global de su humanidad.

La Iglesia ha enseñado siempre el deber de actuar por el bien común y, al hacer esto, ha educado también buenos ciudadanos para cada Estado. Ella, además, ha enseñado siempre que el deber fundamental del poder es la solicitud por el bien común de la sociedad; de aquí derivan sus derechos fundamentales. Precisamente en nombre de estas premisas concernientes al orden ético objetivo, los derechos del poder no pueden ser entendidos de otro modo más que en base al respeto de los derechos objetivos e inviolables del hombre. El bien común al que la autoridad sirve en el Estado se realiza plenamente sólo cuando todos los ciudadanos están seguros de sus derechos. Sin esto se llega a la destrucción de la sociedad, a la oposición de los ciudadanos a la autoridad, o también a una situación de opresión, de intimidación, de violencia, de terrorismo, de los que nos han dado bastantes ejemplos los totalitarismos de nuestro siglo. Es así como el principio de los derechos del hombre toca profundamente el sector de la justicia social y se convierte en medida para su verificación fundamental en la vida de los Organismos políticos.

Entre estos derechos se incluye, y justamente, el derecho a la libertad religiosa junto al derecho de la libertad de conciencia. El Concilio Vaticano II ha considerado particularmente necesaria la elaboración de una Declaración más amplia sobre este tema. Es el documento que se titulaDignitatis humanae,114 en el cual se expresa no sólo la concepción teológica del problema, sino también la concepción desde el punto de vista del derecho natural, es decir, de la postura «puramente humana», sobre la base de las premisas dictadas por la misma experiencia del hombre, por su razón y por el sentido de su dignidad. Ciertamente, la limitación de la libertad religiosa de las personas o de las comunidades no es sólo una experiencia dolorosa, sino que ofende sobre todo a la dignidad misma del hombre, independientemente de la religión profesada o de la concepción que ellas tengan del mundo. La limitación de la libertad religiosa y su violación contrastan con la dignidad del hombre y con sus derechos objetivos. El mencionado Documento conciliar dice bastante claramente lo que es tal limitación y violación de la libertad religiosa, Indudablemente, nos encontramos en este caso frente a una injusticia radical respecto a lo que es particularmente profundo en el hombre, respecto a lo que es auténticamente humano. De hecho, hasta el mismo fenómeno de la incredulidad, arreligiosidad y ateísmo, como fenómeno humano, se comprende solamente en relación con el fenómeno de la religión y de la fe. Es por tanto difícil, incluso desde un punto de vista «puramente humano», aceptar una postura según la cual sólo el ateísmo tiene derecho de ciudadanía en la vida pública y social, mientras los hombres creyentes, casi por principio, son apenas tolerados, o también tratados como ciudadanos de «categoría inferior», e incluso —cosa que ya ha ocurrido— son privados totalmente de los derechos de ciudadanía.

Hay que tratar también, aunque sea brevemente, este tema porque entra dentro del complejo de situaciones del hombre en el mundo actual, porque da testimonio de cuánto se ha agravado esta situación debido a prejuicios e injusticias de distinto orden. Prescindiendo de entrar en detalles precisamente en este campo, en el que tendríamos un especial derecho y deber de hacerlo, es sobre todo porque, juntamente con todos los que sufren los tormentos de la discriminación y de la persecución por el nombre de Dios, estamos guiados por la fe en la fuerza redentora de la cruz de Cristo. Sin embargo, en el ejercicio de mi ministerio específico, deseo, en nombre de todos los hombres creyentes del mundo entero, dirigirme a aquellos de quienes, de algún modo, depende la organización de la vida social y pública, pidiéndoles ardientemente que respeten los derechos de la religión y de la actividad de la Iglesia. No se trata de pedir ningún privilegio, sino el respeto de un derecho fundamental. La actuación de este derecho es una de las verificaciones fundamentales del auténtico progreso del hombre en todo régimen, en toda sociedad sistema o ambiente.

111. Pío XI, Enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931 ) 213; Enc. Non abbiamo bisogno: AAS 23 (1931) 285-312; Enc. Divini Redemptoris: AAS 29 (1937) 65-106; Enc. Mit brennender Sorge: AAS 29 (1937) 145-167; Pío XII, Enc.Summi Pontificatus: AAS 31 (1934) 413-453.
112. Cf.
2Co 3,6.
113. Cf. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, GS 31: AAS 58 (1966) 1050.
114. Cf. AAS 58 (1966) 929-946.


IV. LA MISIÓN DE LA IGLESIA Y LA SUERTE DEL HOMBRE


La Iglesia solícita por la vocación del hombre en Cristo

18 Esta mirada, necesariamente sumaria, a la situación del hombre en el mundo contemporáneo nos hace dirigir aún más nuestros pensamientos y nuestros corazones a Jesucristo, hacia el misterio de la Redención, donde el problema del hombre está inscrito con una fuerza especial de verdad y de amor. Si Cristo «se ha unido en cierto modo a todo hombre»,115 la Iglesia, penetrando en lo íntimo de este misterio, en su lenguaje rico y universal, vive también más profundamente la propia naturaleza y misión. No en vano el Apóstol habla del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.116 Si este Cuerpo Místico es Pueblo de Dios —como dirá enseguida el Concilio Vaticano II, basándose en toda la tradición bíblica y patrística— esto significa que todo hombre está penetrado por aquel soplo de vida que proviene de Cristo. De este modo, también el fijarse en el hombre, en sus problemas reales, en sus esperanzas y sufrimientos, conquistas y caídas, hace que la Iglesia misma como cuerpo, como organismo, como unidad social perciba los mismos impulsos divinos, las luces y las fuerzas del Espíritu que provienen de Cristo crucificado y resucitado, y es así como ella vive su vida. La Iglesia no tiene otra vida fuera de aquella que le da su Esposo y Señor. En efecto, precisamente porque Cristo en su misterio de Redención se ha unido a ella, la Iglesia debe estar fuertemente unida con todo hombre.

Esta unión de Cristo con el hombre es en sí misma un misterio, del que nace el «hombre nuevo»,117 llamado a participar en la vida de Dios, creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia y verdad.118 La unión de Cristo con el hombre es la fuerza y la fuente de la fuerza, según la incisiva expresión de San Juan en el prólogo de su Evangelio: «Dios dioles poder de venir a ser hijos».119 Esta es la fuerza que transforma interiormente al hombre, como principio de una vida nueva que no se desvanece y no pasa, sino que dura hasta la vida eterna.120 Esta vida prometida y dada a cada hombre por el Padre en Jesucristo, Hijo eterno y unigénito, encarnado y nacido «al llegar la plenitud de los tiempos»121 de la Virgen María, es el final cumplimiento de la vocación del hombre. Es de algún modo cumplimiento de la «suerte» que desde la eternidad Dios le ha preparado. Esta «suerte divina» se hace camino, por encima de todos los enigmas, incógnitas, tortuosidades, curvas de la «suerte humana» en el mundo temporal. En efecto, si todo esto lleva, aun con toda la riqueza de la vida temporal, por inevitable necesidad a la frontera de la muerte y a la meta de la destrucción del cuerpo humano, Cristo se nos aparece más allá de esta meta: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí ... no morirá para siempre».122 En Jesucristo crucificado, depositado en el sepulcro y después resucitado, «brilla para nosotros la esperanza de la feliz resurrección ..., la promesa de la futura inmortalidad»,123 hacia la cual el hombre, a través de la muerte del cuerpo, va compartiendo con todo lo creado visible esta necesidad a la que está sujeta la materia. Entendemos y tratamos de profundizar cada vez más el lenguaje de esta verdad que el Redentor del hombre ha encerrado en la frase: «El Espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha para nada».124 Estas palabras, no obstante las apariencias, expresan la más alta afirmación del hombre: la afirmación del cuerpo, al que vivifica el espíritu.

La Iglesia vive esta realidad, vive de esta verdad sobre el hombre, que le permite atravesar las fronteras de la temporalidad y, al mismo tiempo, pensar con particular amor y solicitud en todo aquello que, en las dimensiones de esta temporalidad, incide sobre la vida del hombre, sobre la vida del espíritu humano, en el que se manifiesta aquella perenne inquietud de que hablaba San Agustín: «Nos has hecho, Señor, para ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti».125 En esta inquietud creadora bate y pulsa lo que es más profundamente humano: la búsqueda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de la libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia. La Iglesia, tratando de mirar al hombre como con «los ojos de Cristo mismo», se hace cada vez más consciente de ser la custodia de un gran tesoro, que no le es lícito estropear, sino que debe crecer continuamente. En efecto, el Señor Jesús dijo: «El que no está conmigo, está contra mí».126 El tesoro de la humanidad, enriquecido por el inefable misterio de la filiación divina,127 de la gracia de «adopción»128 en el Unigénito Hijo de Dios, mediante el cual decimos a Dios «¡Abbá!, ¡Padre!»,129 es también una fuerza poderosa que unifica a la Iglesia, sobre todo desde dentro, y da sentido a toda su actividad. Por esta fuerza, la Iglesia se une con el Espíritu de Cristo, con el Espíritu Santo que el Redentor había prometido, que comunica constantemente y cuya venida, revelada el día de Pentecostés, perdura siempre. De este modo en los hombres se revelan las fuerzas del Espíritu,130 los dones del Espíritu,131los frutos del Espíritu Santo.132 La Iglesia de nuestro tiempo parece repetir con fervor cada vez mayor y con santa insistencia: ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Ven! ¡Ven! ¡Riega la tierra en sequía! ¡sana el corazón enfermo! ¡Lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo! ¡Doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero!».133

Esta súplica al Espíritu, dirigida precisamente a obtener el Espíritu, es la respuesta a todos «los materialismos» de nuestra época. Son ellos los que hacen nacer tantas formas de insaciabilidad del corazón humano. Esta súplica se hace sentir en diversas partes y parece que fructifica también de modos diversos. ¿Se puede decir que en esta súplica la Iglesia no está sola? Sí, se puede decir porque «la necesidad» de lo que es espiritual es manifestada también por personas que se encuentran fuera de los confines visibles de la Iglesia.134 ¿No lo confirma quizá esto aquella verdad sobre la Iglesia, puesta en evidencia con tanta agudeza por el reciente Concilio en la Constitución dogmática Lumen gentium, allí donde enseña que la Iglesia es «sacramento» o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano?».135 Esta invocación al Espíritu y por el Espíritu no es más que un constante introducirse en la plena dimensión del misterio de la Redención, en que Cristo unido al Padre y con todo hombre nos comunica continuamente el Espíritu que infunde en nosotros los sentimientos del Hijo y nos orienta al Padre.136 Por esta razón la Iglesia de nuestro tiempo —época particularmente hambrienta de Espíritu, porque está hambrienta de justicia, de paz, de amor, de bondad, de fortaleza, de responsabilidad, de dignidad humana— debe concentrarse y reunirse en torno a ese misterio, encontrando en él la luz y la fuerza indispensables para la propria misión. Si, en efecto, —como se dijo anteriormente— el hombre es el camino de vida cotidiana de la Iglesia, es necesario que la misma Iglesia sea siempre consciente de la dignidad de la adopción divina que obtiene el hombre en Cristo, por la gracia del Espíritu Santo137 y de la destinación a la gracia y a la gloria.138 Reflexionando siempre de nuevo sobre todo esto, aceptándolo con una fe cada vez más consciente y con un amor cada vez más firme, la Iglesia se hace al mismo tiempo más idónea al servicio del hombre, al que Cristo Señor la llama cuando dice: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir».139 La Iglesia cumple este ministerio suyo, participando en el «triple oficio» que es propio de su mismo Maestro y Redentor. Esta doctrina, con su fundamento bíblico, ha sido expuesta con plena claridad, ha sido sacada a la luz de nuevo por el Concilio Vaticano II, con gran ventaja para la vida de la Iglesia. Cuando, efectivamente, nos hacemos conscientes de la participación en la triple misión de Cristo, en su triple oficio —sacerdotal, profético y real—, 140 nos hacemos también más conscientes de aquello a lo que debe servir toda la Iglesia, como sociedad y comunidad del Pueblo de Dios sobre la tierra, comprendiendo asimismo cuál debe ser la participación de cada uno de nosotros en esta misión y servicio.

115. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes,
GS 22: AAS 58 (1966) 1042.
116. Cf. 1Co 6,15 1Co 11,3 1Co 12,12s; Ep 1,22s; Ep 2,15s; Ep 4,4s; Ep 5,30 Col 1,18 Col 3,15 Rm 12,4s; Ga 3,28.
117. 2P 1,4.
118. Cf. Ep 2,10 Jn 1,14 Jn 1,16.
119. Jn 1,12.
120. Cf. Jn 4,14.
121. Cf. Ga 4,4.
122. Jn 11,25s.
123. Misal Romano, Prefacio de difuntos I.
124. Jn 6,63.
125. Confesiones, I, 1: CSL 33, p. 1.
126. Mt 12,30.
127. Cf. Jn 1,12.
128. Ga 4,5.
129. Ga 4,6 Rm 8,15.
130. Cf. Rm 15,13 1Co 1,24.
131. Cf. Is 11,21 He 2,38.
132. Cf. Ga 5,22s.
133. Misal Romano, secuencia de la Misa de Pentecostés.
134. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, LG 16: AAS 57 (1965) 20.
135. Ibid., LG 1: l.c., p.5.
136. Cf. Rm 8,15 Ga 4,6.
137. Cf. Rm 8,15.
138. Cf. Rm 8,30.
139. Mt 20,28.
140. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, LG 31-36: AAS 57 (1965) 37-42.



Redemptor hominis ES 16