VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo X: CELOS DE SAN JOSÉ.

Capítulo X: CELOS DE SAN JOSÉ.

-SU EXPLICACIÓN SEGÚN CATÓLICOS ESCRITORES.


Comenzaremos este delicado capítulo, en que se habla de interioridades de la Santa Familia, apelando a lo que dice Don Vicente Lafuente acerca de punto tan espinoso. «No es San Lucas quien nos refiere el interesante episodio de los celos de San José, que bien pudiera omitirse sin faltar a la integridad de la narración evangélica, como lo omitió aquél, y más aún San Marcos, que principia su Evangelio con la predicación de San Juan Bautista, dejando a un lado todo lo relativo a los anuncios y nacimientos de Jesús y de su Precursor, referidos por los otros. Pero convenía mucho el dejar consignado este suceso, al parecer aislado y reducido a la vida privada de la Santa Familia, no solamente como lección saludable, y santificación de la pureza de los Santos Esposos, sino como prueba contundente de no ser cierta la pretendida obscuridad de la Santísima Virgen, cuando a tales pequeños y domésticos pormenores desciende el Evangelio respecto de Ella». La candorosa relación de San Mateo con relación a este suceso, dice así: (Capítulo I, vers. 23 al 25).

«La generación de Jesús pasó de este modo: Estando desposada con Josef su madre María, hallóse embarazada por obra del Espíritu Santo sin concurso humano. Mas Josef, su marido, como quiera que fuese un hombre justo, no queriendo comprometerla con una vergonzosa denuncia, resolvió dejarla, marchándose ocultamente. Estando, pues, pensando en ello, se le apareció en sueños el Ángel del Señor diciéndole -«Josef, hijo de David, no tengas reparo en tomar a María por tu mujer, pues lo que en Ella ha nacido es obra del Espíritu Santo. Así que parirá un hijo al cual darás el nombre de Jesús; pues El será quien salvará su pueblo de los pecados de ellos. De modo que todo esto se ha verificado para que se cumpliera que anunció el Señor por medio de su Profeta al decir: -«He aquí la doncella quedará embarazada y parirá un hijo al cual llamarán EMMANUEL, que quiere decir Dios con nosotros». Despertando, pues, Josef de su sueño, se atuvo a lo que había mandado el Ángel del Señor y la tomó por mujer; y no la conoció hasta que parió a su primogénito, a quien llamó Jesús».

Tal es el texto de San Mateo traducido literalmente.

Ahora bien: las señales de la intervención celestial en las purísimas entrañas de María, habían de acabar por hacerse sensibles a los ojos de su cónyuge San José. Estas señales le cogieron de sorpresa, José no tuvo conocimiento de la visita del Ángel, ni su esposa le hizo tales confidencias. Ignorándolo todo, nada tiene de particular el que fuese grande su turbación ante la vista de María. Poner en duda la virtud de su Esposa, era un pensamiento terrible ante el pasado de una adolescencia incomparablemente pura e inocente; la mirada tranquila y serena a la que no empañaba la menor inquietud, era una prueba que le estaba gritando que una sospecha respecto de la pureza de su esposa era un crimen ante aquella angelical bondad y sosiego, y sin embargo, sus ojos ven la realidad bien terrible para él. Su alma luchaba agitada por las apariencias del hecho físico, y verdad incontestable de aquella virtud de esposa de que cada hecho es una garantía.

¿Provocar una explicación? Había de ser para José un recurso harto penoso, comprendiendo como se comprende hasta qué punto había de lastimar a María la menor insinuación de duda. ¿Qué hacer? José está resuelto a seguir los consejos de su corazón tan recto y tan bueno. Inspirándose en la benignidad que constituye el fondo de carácter, se resuelve a proceder con los más prudentes miramientos, y su resolución está en armonía con la invencible repugnancia que siente en creer a su esposa culpable.

Secretamente, pues, sin escándalo alguno va a separarse de Ella.

No quiere que los hombres tengan nada que ver en este asunto. Por mucho que la ley le autorice para ello, José no ha de acudir a los tribunales humanos, desconfía de los magistrados de la tierra, y no creyéndose tampoco apto para fallar en asunto tan difícil, se echa en brazos de la Providencia, de Dios.

Compréndese muy bien que las sospechas de su esposo hubieron de ser conocidas de María, quien comenzó ya la serie de sufrimientos morales que habían de torturar toda su existencia.

¡Qué terrible golpe para Ella, el que José hubiese de abandonarla! La más pura de las vírgenes de Israel hubiese acabado por ser la más despreciada de las mujeres de Nazareth; y el mismo Hijo que traía en su seno vendría al mundo cargado con el peso de su deshonra. ¿Qué hacer? ¿Publicará el misterio de la Encarnación que sólo Ella conoce? ¿Y quién va a creer en una narración semejante? ¿inclinará la cabeza a los golpes de la calumnia? De seguro que MARÍA no hubiese tenido inconveniente en inmolarse, si esta terrible humillación no hubiese alcanzado más que a Ella, pero hay de por medio la honra del Verbo de Dios que va a venir a la tierra hecho hombre, y María no ha de poder resignarse a que la calumnia o la deshonra puedan manchar ni por un momento la cuna del Mesías prometido. Procede como su esposo; pone su inocencia en manos de Dios, cuya sabiduría atenderá debidamente a las necesidades de una obra que es un encadenamiento de milagros. Y sin saber cómo María tiene la íntima convicción de que el Hijo de Dios vendrá al mundo, sin que a deshonra pueda empañar su nacimiento.

Una noche en que José, agobiada su alma por pensamientos los más tristes, sentíase como anonadado en presencia de la lucha moral que estaba sosteniendo, se duerme y se le aparece el Ángel de Dios.

-José, hijo de David, le dice, no tengas recelo en recibir a María tu mujer en casa, porque lo que se ha engendrado en su vientre es obra del Santo Espíritu. Dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús; pues Él es el que ha de salvar a su pueblo de sus pecados.

Estas palabras del enviado de Dios desvanecen y disipan aquellas nieblas de la duda que cubrían el espíritu de José. ¡Qué bálsamo de celestial consuelo derraman las dulces voces del Ángel en su espíritu! Terminaron las dudas, vuelve la clara luz de la verdad y de la inocencia de su esposa con aquella hermosa revelación de lo alto; tranquilo queda su espíritu y mírase en su amada y pura María como en límpido espejo en que se refleja la pureza de Aquélla y la tranquilidad del alma del esposo, después de aquella cruel lucha en que se ha torturado su corazón.

El Eterno, desde lo alto de su estrellado solio dirige una mirada complaciente sobre aquel varón justo, que Él había puesto a tan dura prueba antes de elevarle al honor inaudito de ser su representante en la paternidad de su Hijo sobre la tierra. Aquella lucha, aquel sufrimiento aquilataron su virtud y su prudencia, haciéndole acreedor más y más a ser el padre putativo del Mesías. Los ángeles, fija la mirada sobre la casa de Nazareth, esperaban con ansia el término de la lucha en el ánimo de José, lucha entre el deber y los más nobles sentimientos del alma del justo que estaban combatiendo.


He aquí cómo explica y describe Orsini el sufrimiento de José en tan cruda y dolorosa lucha:

«En fin, el Patriarca se detuvo en una idea tan generosa que casi le coloca al nivel de la Reina de los Ángeles. Él resolvió sacrificar su honor, el aprecio que le había adquirido una vida sin mancha, los medios de existencia que le proporcionaban el pan cuotidiano, y el aire de su país nativo tan bueno para respirar cuando uno se acerca al sepulcro, para salvar la reputación de una esposa que ni siquiera intentaba justificarse, y a quien las apariencias tan cruelmente acusaban. Un sólo medio había de dejar a María sin perderla, porque su familia hubiera provocado explicaciones que habrían tenido un fin funesto, y ese medio era expatriarse, el ir a morir lejos, en el país de su destierro y cargar sobre su propia cabeza todo lo odioso de semejante abandono. Hay resignaciones tan gloriosas como triunfos, dolores sufridos con paciencia, que el cielo premia con tanta munificencia como el martirio; y de este número fue el oculto sacrificio del esposo de la Virgen.

»Para conciliar su deber y su humanidad, aceptó de antemano las tristes calificaciones de esposo sin corazón, de padre sin entrañas, de hombre sin conciencia y sin fe; Él aceptó el desprecio de sus parientes, el odio mortal de los de María, y resolvió arrancar con su propia mano su corona de buena fama para arrojarla a los pies de Aquella a quien no quería afligir ni siquiera con una mirada, con una palabra de sospecha: ¡tan grande era el amor de padre que la tenía!»

San Juan Crisóstomo no se cansa de admirar la bella y noble conducta de San José.

«Era preciso, dice el gran Santo, que estando próxima la gracia del Salvador, apareciesen ya muchas señales de una perfección mayor que todo lo que se había creado más perfecto sobre la tierra. Como cuando va a nacer el sol, el Oriente se cubre de vivos resplandores aun antes que los primeros rayos del día hayan salido al horizonte, del mismo modo Jesucristo, inmediato a salir del seno de la Virgen, iluminaba ya al mundo antes de nacer. He aquí por qué aun antes de su divino nacimiento los Profetas han saltado de gozo en el seno de sus madres, las mujeres han profetizado, y José ha hecho muestra de una virtud sobrehumana».

Esta es la opinión de San Juan Crisóstomo y la preferimos a la de San Bernardo, como lo hace Orsini y Lafuente; éste supone que José penetró por sí mismo el misterio de la Encarnación de Jesucristo, y que viendo a María en cinta no dudó, atendida la profunda veneración que le profesaba, de que fuese la Virgen milagrosa de Isaías.

«Él lo creyó (dice el Apóstol de las Cruzadas), y sólo por un sentimiento de humildad y respeto semejante al que obligó después a San Pedro a decir a Jesús: Apartaos de mí, Señor, porque soy un pecador. San José, que no era menos humilde que Pedro, pensó también en apartarse de la Virgen, no dudando de que estuviese en cinta del Salvador de los hombres».

La interpretación es muy piadosa y digna de aquel que fue honrado con el título del devoto capellán de María, pero está más en las ideas ascéticas de la Edad Media que en las costumbres de los antiguos hebreos, y cae ante el detenido examen del texto. Efectivamente, las palabras del Evangelista son tan claras, que no necesitan trabajo alguno para entenderlas, comprenderlas y admirarlas. No es el temor ni el instintivo movimiento de religioso temor que nos hace permanecer distantes de un sagrado objeto que nos sugiere el de José, ante la idea de abandonar a María, es un pensamiento de compasión y del deber, la conciencia impide extender un manto de piedad, dice Orsini, sobre la falta digna de muerte de una mujer que fuese criminal; pero él es justo, bueno y compasivo, y no quiso deshonrarla.

Las palabras del Ángel no tienen sentido, o lo tienen falso, lo cual es imposible en la hipótesis de San Bernardo: «No temas, le dice el Embajador del Altísimo, guarda a esa Mujer en tu casa, porque ninguna mancha humana la ha deshonrado, pues lo que ha nacido de Ella es por obra del Espíritu Santo».

José se reprueba su indignidad en el momento en que adquiere la certeza de que María es inocente y que lleva en su seno al Autor de todo lo creado. ¿Expone al Ángel sus escrúpulos, que debían ser entonces más fuertes que nunca? ¿Pide que ese vaso de honor, que le presenta el celeste enviado, pase de él a un mortal más digno? Nada de esto hace; las borrascas de su alma se han aplacado ante aquella celestial visión, y tras ella sobreviene la calma, dulce, tranquila y reposada que sigue a las grandes tempestades.

«Añaden algunos que los oráculos mesiánicos le eran familiares a José como a todos los hebreos y que él debía saber que se acercaban los tiempos del Mesías, y que debió conocer, ateniéndose a la santidad de María, que ésta llevaba en su seno al Salvador del mundo. La inteligencia de las profecías que se ocupaban del misterio de la redención no era tan fácil de obtener como algunos opinan. Ora que las descripciones alegóricas del reino glorioso del EMMANUEL predecido por Isaías hubiesen inducido a creer en la Sinagoga, ora que el espíritu codicioso de los judíos no pudiese remontarse de encima de la tierra y todo lo redujesen a los bienes temporales, lo cierto es que el pueblo judío había entrado en un camino, no el más cierto, y no quería apartarse de él».

«El enviado por Dios, el deseado por las naciones, debía ser un legislador, un jefe guerrero, un monarca a la manera de Salomón, y nada esto de extraño encierra en sí, pues los mismos Apóstoles se equivocaron acerca de la misión de Jesús, del Rey pobre que pasaba sin hacer ruido».

«Si pues los Apóstoles, esos hombres santos que influídos por el Espíritu Santo, predicaron, extendieron y difundieron el cristianismo, costándoles desprenderse de las preocupaciones de la infancia, viviendo al lado de Jesús, presenciando sus milagros, ¿cómo José por sí mismo y sin el socorro del cielo lo hubiera hecho?»

¡Ah!, que el vestido grosero del artesano, del humilde obrero, tenía pocos partidarios y menos analogía con la púrpura de los reyes de Judá, y nada tiene de particular que no se esperase al Mesías nacido del pueblo y educado en un taller. Además, la Galilea era el último país en que pudiera pensarse. «Leed la Escritura, decían a los discípulos de Cristo los doctores de la Ley, y veréis que nada podemos esperar de la parte de Galilea. Y es cierto que los Profetas habían designado nominativamente a Belén de Judá, Belén, la casa del pan, como lugar del nacimiento de Jesús, y los comentadores rabinos decían hasta el barrio de la ciudad en que había de nacer. José era demasiado humilde y temeroso para creer que el modesto techado de su casa hubiera de abrigar la grandeza a que estaba destinado, y María nada tampoco le permitía conjeturar tal dicha».

«En cuanto al proyecto de restituir la Virgen a su familia, como pretenden los sabios teólogos que se adhieren a la opinión de San Bernardo, hubiera sido impracticable en una nación tan recelosa como lo era la judía en lo tocante al honor de las mujeres. María era huérfana, y por tanto dependía de sus parientes, que no eran todo lo pacíficos que pudiera desearse, según dice Orsini, y algunos de los cuales no habían aprobado tal vez la unión de su parienta con el obscuro nazareno José el carpintero. Es poco probable, añade el mencionado escritor, que se hubiesen contentado con las razones del marido, y hubiesen creído sin nuevos y mejores datos que la Virgen estaba en cinta del Rey Mesías. Por el contrario, todo induce la presunción de que ellos hubieran hecho comparecer al esposo ante el tribunal de los ancianos, para obligarle a producir las razones que motivaron su conducta; porque no se trataba sólo de un simple divorcio, sino también del hijo que llevaba en su seno María, mujer joven, de sangre ilustre y mal casada en cuanto a fortuna, si contamos los once que según San Jerónimo, se habían disputado el honor de enlazarse con la heredera de Joaquín».

Así se expresa el ilustre autor a quien aludimos en su Vida de la Virgen y al ocuparse de este delicado asunto.

«De esto, continúa el citado historiador, hubieran resultado dos hechos graves; o bien José habría guardado silencio, y entonces se le hubiera condenado a tomar por segunda vez a su mujer con prohibición de separarse jamás de ella, o bien hubiera afirmado, bajo juramento, que el hijo que llevaba María no era suyo, y entonces, ese hijo, no reconocido, quedaba inhábil a todos los cargos públicos: su nacimiento, manchado en su origen, le prohibía la entrada de las asambleas nacionales, de las escuelas del Estado, del templo y de las Sinagogas; su posteridad, heredera de su infamia, no habría sido admitida a gozar de los privilegios de los hebreos hasta la décima generación; finalmente, se hubiera convertido en un paria, sin asilo, sin derecho, sin patria, y la sentencia que hubiese deshonrado a su madre habría también marcado a la de sus hijos con el signo reprobador de Caín. Pero nada de esto hubiese sucedido: antes de consentir esa mancha sobre su genealogía, los orgullosos descendientes de David, hubieran inmolado quizás a la Virgen con sus propias manos. Tales ejemplos no son raros y se reproducen todavía en nuestros tiempos, así en la Judea como en Arabia».

«José era demasiado prudente y humano para colocarse en una u otra alternativa, y encontró, como siempre, que el partido más generoso era también el mejor. Resolvió, pues, dejar su pueblo y la esposa amada, aunque sospechosa, que le había proporcionado desde su casto himeneo una vida tan dulce y feliz».

Entonces tuvo, el prudente José el sueño en el que se le apareció el Ángel, y al despertarse, no pudo menos de adorar y reconocer los caminos inescrutables de la Providencia; la revelación del Ángel, con su luz resplandeciente, reflejo de la de Dios, había iluminado su espíritu y disipado todas sus dudas, y no viendo en María ya más que a la Madre del Redentor anunciado, no cupo ya duda en su mente, ni sospecha en el corazón y quedó en su compañía sin pensar en jamás ya separarse de Ella.

San Juan Crisóstomo se ha preguntado: ¿Por qué el Ángel de, Señor se apareció en sueños a José y no manifiestamente como a los pastores, a Zacarías y a la Virgen? Es porque -se responde- José tenía mucha fe y ninguna necesidad de una más clara revelación. En cuanto a la Virgen, como se le debían anunciar cosas más grandes y más increíbles que todo lo que se había dicho a Zacarías, era preciso que se le anunciasen antes de su ejecución y por medio de una manifestación revelada. También los pastores, como más groseros, tenían necesidad de una visión muy clara para que pudiesen comprenderlo. Mas José, habiendo ya advertido el preñado de María, del que concibió amargas sospechas, hallábase dispuesto a cambiar su dolor en gozo, si alguno se anticipaba a declararle el misterio, y así recibió con todo su corazón la revelación del Ángel.

«Esta conducta de la sabia Providencia lo fue infinitamente, puesto que sirvió para demostrar la excelencia de la virtud de José y hacer la historia evangélica más creíble, representándole agitado por los mismos movimientos de que cualquier hombre hubiera sido susceptible en lance semejante».

Mucho más pudiéramos añadir sobre un asunto tan importante en la vida de María: bien puede decirse que hasta entonces la vida de la Señora se había deslizado tranquila, sosegada y pacífica como corre el cristalino arroyuelo que cobijado por la arboleda y las flores de las orillas, se desliza tranquilo y murmurante sobre su lecho de menudas y coloridas guijas, irisando los rayos de la luz del sol con su descomposición en la cristalina superficie, para sufrir luego los choques con las peñas que cierran su camino, y luchando con ellas saltar convertido en blanca espuma saliendo del combate sus aguas más puras y transparentes cual el oro que se purifica y abrillanta en el crisol.

Así María, con este episodio de su vida, comenzaba una serie de dolores y sufrimientos que no habían de hacer sino enaltecerla más y más y purificar, si posible fuera más su pureza, su inmaculada alma y excelso nombre y llevándola desde Mater dolorosa a Regina Sanctorum omnium, y al no menos dulce para los mortales de Consuelo de los afligidos.

Capítulo XI: TRANQUILA DICHA DEL SANTO MATRIMONIO.

-EL EDICTO DE AUGUSTO. -VIAJE A BETHLÉN. -NACIMIENTO DE JESÚS.


Disipadas cual nube estival con las palabras del Ángel que devolvió la calma y tranquilidad a José, las sospechas que aquél concibiera en vista del estado de su esposa, la dicha y la felicidad apenas turbadas, volvieron a imperar en la pobre casa del obrero de Nazareth. Ya aquella sosegada y placentera existencia cifrada en la esperanza que tan grande era en ambos esposos, transcurría silenciosa y sin envidias de sus convecinos, viendo constante tan hermosa dicha en el hogar de José.

Cubriendo las modestas necesidades de su esposa, labrando maderas en el modesto taller de que ya nos hemos ocupado, y entre los golpes del martillo y el asierre de los troncos, José bendecía el nombre de aquella esposa afortunada con la gracia del Señor, tan grande para Ella como misericordioso para con él, que le había devuelto la calma a su espíritu y abierto los ojos a la grandeza y poder de Dios.

Acercábase rápidamente la época del nacimiento del Hijo de Dios y María iba preparando en su pobreza las ropas necesarias para recibir al concebido por obra del Espíritu Santo: con sus manos cosía los modestos pañales y preparaba por sí abrigo necesario a aquel Niño que iba a venir al mundo en la más cruda estación del año. Dice la tradición, tan hermosa en este punto, pues demuestra con ella la laboriosidad y virtudes domésticas de que era tesoro inagotable María, que los pañales habían sido tejidos con el lino hilado por sus santas manos, como había aprendido en su educación en el Templo. Aquella santa familia fue un modelo de laboriosidad consagrando el trabajo con la práctica del santo precepto de Dios, y cimentando su dicha para modelo de los mortales en el trabajo, fuente de toda dicha y felicidad terrena, pues consagrado fue éste con la enseñanza que dieron José, María y luego el Niño Jesús ayudando a su padre con la labor de sus manos.

La pobre familia del carpintero de Nazareth preparaba la canastilla del Niño Dios, la esperanza de Israel, el Salvador del mundo, y he aquí cómo la tantas veces citada Sor María de Ágreda nos pinta este cuadro de feliz laboriosidad y previsión de la familia de José:

«Estaba ya muy adelante el divino preñado de la Madre del eterno Verbo, y para obrar en todo con plenitud de prudencia, aunque sabía que era preciso prevenir mantillas y lo demás necesario para el parto, nada quiso disponer sin la voluntad y orden del Señor y de su esposo para cumplir en todo con las leyes de sierva felicísima.

»Determinaron los dos esposos que en la esfera y estado de su pobreza, era razón hacer en obsequio del Niño Dios cuanto fuera posible, para que el sacramento del Rey estuviese oculto en el velo de la humilde pobreza, y el encendido amor que tenían no quedase frustrado en lo que podían ejecutarlo. Luego San José, en recambio de algunas obras de sus manos, buscó dos telas de lana, como la divina esposa había dicho: una blanca y otra de color más morado que pardo, entrambas las mejores que pudo hallar; y de ellas cortó la Reina las primeras mantillas para su Hijo, y de la tela que Ella había hilado y tejido cortó las camisillas y sabanillas en que empañarle. Era esta tela muy delicada, como tales manos, y la comenzó desde el día que entró en su casa con San José, con intento de llevarla a ofrecer al Templo. Y aunque este deseo se conmutó tan mejorado; con todo eso, de lo que sobró, hechas las últimas alhajitas del Niño Dios, cumplió la ofrenda en el templo santo de Jerusalem. Todos estos aliños y ropa necesaria para el divino parto los hizo la gran Señora por sus manos, y los cosió y aderezó estando siempre de rodillas y con lágrimas de incomparable devoción. Previno San José flores y hierbas, las que pudo hallar, y otras cosas aromáticas, de que la diligente Madre hizo agua olorosa más que de Ángeles, y rociando los fajos consagrados para la hostia y sacrificio que esperaba, los dobló y aliñó y puso en una caja, en que después los llevó consigo a Belén».

De esta poética y sencilla manera es como la Venerable Ágreda describe los preparativos que en expectación de la venida del Niño Redentor del mundo hizo aquel ángel incomparable de bondad, María, la esposa del honrado y prudente José.

Mucha era la impaciencia del santo Patriarca y su esposa en poder disfrutar del momento en que contemplarían dentro de las redes de su propia casa, a un Dios Salvador, bajo las bellas apariencias de un niño que podrían sostenerle en sus brazos, estrecharle junto a su corazón, prodigarle sus caricias y ser la felicidad completa de aquella familia, modelo de afecto y paz.

El día del nacimiento se acercaba, todo daba a entender, bajo el punto de vista humano, que el hijo tan esperado nacería en Nazareth. Pero dispuesto estaba de otra manera por el Eterno Señor, y era menester que las profecías se cumpliesen y no pudiese abrigarse la menor duda del carácter divino de aquel niño, tan ardientemente esperado por el pueblo de Israel, que invocaba la venida del libertador prometido.

Para ello, Dios, en sus inescrutables juicios, se sirvió del enemigo del pueblo judío, de su dominador, el orgulloso romano, que había llegado al pináculo de la grandeza humana, para que desvanecido con la altura, caiga humillado años después ante la cruz que tanto había perseguido.

Los profetas antiguos del pueblo hebreo, especialmente Miqueas, tenían vaticinado que el Mesías había de nacer en Bethlén de Efrata no obstante María estaba muy cercana al término de su embarazo y continuaba viviendo en Nazareth, distante bastantes leguas de la hermosa ciudad de Efrata; pero como la voluntad de Dios es siempre infalible, y antes faltarán los cielos, los astros y la tierra, que dejar de cumplirse la palabra de Dios, lo profetizado se cumpliría, como se cumplió, valiéndose de un decreto del emperador romano para hacer salir de Nazareth al santo matrimonio y acudir a Bethlén, donde la voluntad del Señor y las profecías tendrían exacto cumplimiento.


En aquel tiempo los romanos imperaban en todo el mundo conocido y los límites del imperio eran los de las tierras conocidas y todos los humanos doblegaban la cerviz ante el poderío del pueblo romano, Judea era tributaria, y el mismo rey judío, intruso y advenedizo, no era sino un esclavo coronado de Roma. El mayor esplendor rodeaba aquel imperio que no tenía ya enemigos a quienes vencer, según los vaticinios de Balaám, y llegaba el cumplimiento de la antigua y famosa profecía de Jacob, y el cetro de Judá había salido ya de esta familia. Publicóse entonces en la Judea el edicto del César Augusto para proceder al censo de los pueblos sometidos y del número de sus habitantes. Este empadronamiento, mucho más completo que el que se había verificado en el consulado sexto del sobrino de julio César, comprendía, además de las personas, los bienes y las diferentes cualidades de las tierras, era la base que había de servir para la imposición de la servidumbre a que venían sujetos los descendientes de Josué, de David y Salomón.

Con el fin de evitar la confusión mandó el Emperador que fuese cada uno al lugar de su origen y se hiciese matricular en los registros públicos y se pagase por cabeza la capitación impuesta. Los gobernadores romanos fueron los encargados de cumplimentar el edicto imperial cada uno en su distrito. Una vez cumplimentadas las órdenes del César en las provincias romanas, como también en los reinos y tetrarquías dependientes de ella, al cabo de tres años de la fecha del decreto se llegó en fin a los de Bethlén, precisamente en la fecha de la expectación del nacimiento del Salvador. Dos fines movían al Emperador, la ambición y el orgullo de señor de la tierra, que quería contar las cabezas de esclavos sujetos al dominio de la desvanecida Roma. Pero Dios dispuso así las cosas para que precisados José y María a concurrir a Bethlén, viniese al mundo el Mesías y naciese en el lugar profetizado. Aunque el santo matrimonio tenía su asiento y morada en Nazareth, ciudad de la Galilea, no obstante eran descendientes de Judá y de la casa y sangre de David, y por haber nacido éste en Bethlén y criado en dicha ciudad, ésta era el tronco o solar de todos los descendientes y allí estaba conservado el nombre de la ciudad de David; por esta causa todos los descendientes de aquel santo rey debían registrarse en la matrícula de la ciudad según el mandato de Augusto.

En el Breviarium del imperio, escrito de puño de Augusto, según nos relata Tácito en sus Annales, se encuentran detalladas las rentas todas del imperio, la cifra de los ciudadanos, de los aliados que se amparaban bajo las águilas romanas, el número de las flotas de los reinos, provincias, tributos y rentas.

El reino de Herodes era de los llamados regna reddita, y que en el concepto de tal habían de someterse a la medida del empadronamiento como tributario de Roma desde la toma de Jerusalem por Pompeyo, en cuyo concepto cada judío estaba obligado a una contribución denominada Capitación, que se satisfacía como muestra de servidumbre.

El César mandaba, y Herodes, esclavo coronado como hemos dicho, cumplió lo mandado por su amo y señor. La inscripción se hacía por familias; José, que como hemos dicho, pertenecía a la familia de David, se vio obligado a ir a Bethlén, donde había nacido, a fin de dar su nombre y justificar su existencia. María, su esposa, no quiso abandonarle en este viaje, ya porque se reclamase su presencia, ya porque otros motivos laudables la impulsasen a acometerlo. La suprema razón que había para ello y que se sobreponía a todos los cálculos terrenales, era que la Providencia tenía resuelto llevar, a María a Bethlén, donde, según los Profetas, había de nacer el Redentor. De esta suerte encamina misteriosamente a sus fines Dios las cosas del mundo, aun cuando nos parezcan que son el resultado de circunstancias fortuitas o subordinadas a la voluntad del hombre.


Terminado había el otoño y el invierno era entrado con sus cortos y duros días: las nubes cubrían el horizonte a intervalos y la lluvia pesada, fría e insistente, hacía correr los secos torrentes con las rumorosas rojizas aguas que mezclaban sus ecos con los silbidos del viento que cruzaba las angosturas de los valles y las estrechas gargantas quebradas de las montañas del valle de Nazareth. El invierno, con su tristeza característica, envolvía la tierra con sus nieblas y sus heladas: las altas cumbres aparecían cubiertas con el blanco ropaje de la nieve y las manchas obscuras de los gigantescos cedros del Líbano presentaban a la alta cordillera con los efectos de la piel de la pantera: los árboles despojados de sus hojas que en ruidosos remolinos se agitaban y corrían por las calles de Nazareth a impulsos del vendaval y ostentaban sus negras y húmedas ramas cubiertas de enmohecido musgo. Cerrábanse las puertas, sus habitantes se refugiaban en las habitaciones subterráneas como puntos más abrigados contra las inclemencias del tiempo, y los vecinos de Nazareth atravesaban esa pesada y triste estación en los pueblos con sus largas noches y crueles vendavales.

Era una mañana triste y sombría de diciembre del año 748 de Roma: en la puerta de la casa del carpintero José veíase arrendado un pollino con su aparejadura: el asno, con la cabeza inclinada y las orejas caldas, parecía presumir una larga jornada, y aplomado sobre sus remos, parecía descansar acumulando fuerza y resistencia para la marcha. La abierta puerta de la casa dio salida a José con unas mantas que colocó sobre el lomo del pollino, aseguró la cincha, y a poco María, envuelta la cabeza con el turbante característico de las nazarenas, y sobre los hombros la blanca capa y en sus manos un pequeño lío de ropas, salió de la casa, subió a un poyo, que junto a la puerta se hallaba, y con ayuda y cuidado de su esposo, montó sobre el lomo del paciente borriquillo. Colgó María del asiento el lío de ropas y en el opuesto lado una de esas cestas características de Palestina, tejida con hojas de palmera, que contenía algunos alimentos, despidióse con tranquila sonrisa de las mujeres convecinas, que se dolían de su viaje en semejante estado, miró a José que desataba el jumento y entregaba a María el ronzal, y pacíficamente el animalejo emprendió el camino. Cerró la casa el esposo, tomó un báculo, echó sobre sus hombros un pequeño saco y el manto de pelo de cabra y despidióse de sus convecinos, que les deseaban un buen viaje.

Así atravesaron las estrechas calles de la ciudad, siendo despedidos por los vecinos, parientes y amigos que les decían id en paz, quedando fijos en las puertas compadeciendo a María por el estado en que se hallaba y obligada a un penoso viaje por seguir a su esposo en el cumplimiento del mandato del César imperante. Así dejaron su pueblo y casa aquel santo matrimonio descendiente de los príncipes de Judá, y que obedientes a los mandatos de un pagano, iban a inscribir sus nombres al lado de los más ilustres, por su fastuosidad, ya que no por sus méritos, de los magnates y señores del reino. ¡Ejemplo de obediencia y de humildad que debiéramos tener presente los que tenemos la dicha de pertenecer a la comunión de Jesucristo, cuando a disgusto cumplimos las órdenes de la autoridad en asuntos harto triviales, sin la fatiga y peligro que sufrieron los padres del Redentor! ¡Ellos que habían de tener la eterna dicha de ser los padres del Señor de cielos y de tierra, con mansedumbre y obediencia ciega se apresuraron a cumplir los mandatos del que había de estar bajo sus plantas! Viaje penosísimo y peligroso en un país como la Palestina, en medio de la estación más cruda del año y en una mañana obscura, nebulosa y en que el viento huracanado, tan común en esta región, hacía gemir las ramas de los árboles y arrollar las ropas sobre las cabezas de los caminantes. Cuán penoso y lleno de fatigas debió ser para la inocente esposa en el estado en que se encontraba y con lo perverso de los caminos, sin embargo, María no se quejaba, y antes compadecía al pobre José, cargado, ceñidos los lomos para mejor llevar la marcha, caminando sobre los guijarros del camino a su lado y atendiendo más a los cuidados de María que a los peligros en que sus pies se hallaran. Pensativo caminaba el esposo, preocupado más con los sufrimientos de su esposa y meditando sobre las antiguas profecías que desde hacía cuatro mil anos prometían la venida de un Salvador del mundo y recordaba la profecía de Miqueas: «Y tú, Bethlén, llamada Efrata, no eres pequeña entre las ciudades de Judá, y de ti saldrá AQUEL que debe reinar en Israel y cuya generación tuvo principio desde la eternidad». Y arrojando una mirada sobre su pobre equipaje y el de su modesta compañera, equipo acomodado a su condición, repasaba los oráculos y recordaba las palabras de Isaías: «El se elevará delante del Señor como un vástago que sale de la tierra», y tornaba sus ojos sobre María y creíala ver envuelta en misteriosa claridad, en dorada nube que tornaba más hermoso aquel rostro angelical y de pura niña, y caminaba lleno de fe y amor a su término y procurando evitar las incomodidades inherentes a tan cruda estación.

De esta suerte caminaría el matrimonio modelo de dicha conyugal, y es muy posible que José recitara en su interior el bello salmo de su ascendiente David, tan a propósito para confortar el alma por sus altísimos conceptos:

«El Señor me dirige, y nada me faltará: en sitio de pasto abundante me ha colocado.
»Agua me ha proporcionado para refrigerarme: volvióme el alma al cuerpo.
»Llevóme a los senderos de la justicia por amor de su nombre.
»Pero aunque tuviera que andar por parajes sombríos y expuesto a morir, no temería los riesgos ni que me aconteciera mal alguno.
»Tu vara para dirigirme, tu báculo para apoyarme, a eso se ha reducido mi consuelo.
»Has preparado delante de mi mesa abundante, a despecho aquellos que me atribulan.
»Ungiste mi cabeza sudosa con óleo aromático, y ¡cuán excelente es el bendito cáliz con que me proporcionaste la santa embriaguez de tu amor!
»Tu misericordia me seguirá todos los días de mi vida, y de ese modo lograré al cabo habitar en la casa del Señor por muy dilatados días».

¡Hermoso salmo lleno de consoladoras esperanzas, cual dimanan siempre y llenan de consuelo el corazón de todo el que espera divina misericordia que nunca abandona al creyente, y le consuela las aflicciones que purifican y elevan el alma! Hemos preferido la traducción en paráfrasis que de él hizo D. Vicente Lafuente, porque las bellezas y consuelos del salmo se une la hermosura de la palabra y la nobleza y elevación de la lengua castellana, tan a propósito como decía Carlos I el emperador, para orar, para hablar con Dios nuestro Señor.

Cinco días duró el viaje con lentas jornadas, pues no más permitía el estado de la Virgen y el solícito cariño de su Esposo, atento a procurar la menor molestia a su Esposa en un viaje emprendido por necesidad en la época peor del año, cuando los días son cortísimos, las noches larguísimas y el estado de los caminos, si tales podían llamarse aquéllos en la época, y cuando aún hoy después de diez y nueve siglos, difíciles y peligrosos son todavía de transitar.

Así cruzaron lentamente la Galilea, Samaria y las frías montañas de la Judea; sorprendíales la noche en medio de aquellos desiertos lugares, y acogidos al abrigo de algún peñasco o bajo la copa de algún terebinto, sufrieron las inclemencias de la más cruda de las estaciones, convirtiéndose aquel pesado viaje en un prólogo de las amarguras del más terrible de los viajes, del que había de hacer para salvarnos lleno de heridas y de insultos aquel inocente Niño que iba venir a la tierra para terminar su dolorosa misión en las alturas del Calvario. Cuenta una hermosa tradición llena del encanto, dulzura luz que rodea a todo cuanto a María se refiere, que en una de las jornadas, aterida por el frío y angustiada por el cansancio, desmontó del jumentillo y quiso descansar y pasar la noche bajo un terebinto inmediato al camino por el que caminaban. Colocó San José unas ropas y su manto sobre una piedra que bajo el árbol se vela, preparando un asiento cómodo a la fatigada Esposa, sentóse la Virgen reposando su cabeza sobre el tronco del árbol, y la tradición le ha señalado como que nunca perdió sus hojas ni envejeció jamás: hoy el terebinto no existe, quién sabe si las invasiones sarracenas en su odio al cristianismo segarían un tronco tan venerable para los hijos amantes de María y de cuanto a Ella se refiere.

Al quinto día descubrieron la ciudad de Bethlén, recostada en la colina en que despliega su caserío, y a la que lentamente iban acercándose los pobres viajeros. Era sábado y las cuatro horas de ella cuando llegaron a sus muros; ya el frío sol de invierno escondíase tras de los montes, iluminando apenas aquellos campos cubiertos de secas vides que presentaban sus secos sarmientos cual una red que cubría los retorcidos troncos de las plantas, y entre las cuales sonaban, con ruido seco y estridente, algunos remolinos de sus amarillas y secas hojas. Los olivos presentaban ese verde blanquecino característico del árbol fecundo de la paz, y los ramilletes pomposos de sus ramas se agitaban, produciendo manso ruido al moverlos el helado viento. Tropas de camellos montados por mujeres y niños, con purpúreos mantos y blancas tocas, tropas de ligeros caballos, con jóvenes jinetes lujosamente ataviados con los espléndidos colores de sus artísticos trajes, grupos de hermosos ancianos cuyas artísticas cabezas ornadas de blancas cabelleras semejando las de los Profetas, por todas partes llegaban caravanas de viajeros que se arremolinaban en las puertas de la ciudad con la prisa del descanso después de la jornada del día. Entre aquel revuelto gentío llegaron nuestros pobres viajeros, en los que ninguna mirada se fijaba y sólo tenían que apartarse con el modesto jumentillo de aquellos briosos corceles y gigantescos camellos, que amenazaban atropellarles a cada paso.

Fuera del recinto de la ciudad elevábase un edificio de grandes proporciones; era una de esas posadas o albergues que se hallan en Palestina llamadas Caravaen-Seralls, en los que el viajero sólo halla un techo y cuadras para las cabalgaduras y un sotejado en que pasar la noche resguardado de las inclemencias de la atmósfera. A él se dirigió San José, con deseo de ver si hallaba posada sin molestar a sus parientes y amigos. Penetró en el vasto zaguán, pero era inútil, todo estaba invadido, e imposible hallar un lugar en que malamente pudiera descansar su Esposa. Volvió al lado de su María pintada la tristeza en su semblante, conociólo la santa Virgen y recibiólo sonriendo como para alentarle y no desmayar por no encontrar allí la posada que buscaban. Tomó el ronzal del jumento y penetró en las calles de Belén, y rendido de fatiga comenzó su peregrinación por calles y plazas en demanda de hospedaje, esperando encontrar algún belenita caritativo que se apiadara del estado de quebranto de la pobre María, su amada esposa.

De puerta en puerta fue demandando un cobertizo en que pudiera hallar descanso la inocente María; nadie se apiadaba de aquel santo matrimonio, veía cerrarse todas las puertas sin que llegara a corazón el aflictivo estado, ni la palidez de aquella fatigada y viajera ¡ay! más de una puerta que vio cerrarse a su ruego, al dolor y limosna de un asilo, vio abrirse acto continuo a viajeros mejor trajeados que ellos y en cuyas bolsas sonaba el dinero. Era necesario que el interés dominara el corazón de aquellas gentes para que éste no se moviera a compasión ante el estado de aquella pobre joven tan adelantada en su embarazo y aterida por el frío de aquella noche tan dura comenzaba.

Abrumado por el desconsuelo y dolorida su alma ante tamañas desatenciones y falta de caridad, José clavó su triste mirada en María lleno de tristeza; ¿qué hacer, qué determinación tomar, dónde guarecerse? Dirigióse al registro donde debía inscribir su nombre y pagar la capitación, hízolo así, y en tanto María, rebujada en su pobre manto, esperaba pacientemente la salida de su esposo y pedía conformidad y paciencia para José sin pensar en los sufrimientos y malestar que agobiaba su delicado cuerpo tras aquella larga jornada. Cumplido el deber impuesto por el romano, José pareció quedar más tranquilo; ¡cuán cierto es que el cumplimiento de nuestros debe llevan la tranquilidad y el sosiego a nuestro espíritu, aun en medio las mayores aflicciones! ¡Dios nos da siempre consuelo, aun en medio de las penalidades que nos agobian, para purificar nuestra alma del pecado y hacernos agradables a los ojos de su divina bondad y justicia!

En vano era buscar nuevamente albergue, las puertas que antes se habían cerrado no iban a abrirse para socorrer con un techado a aquellos pobres nazarenos, era en vano buscar piedad ni conmiseración, y sin saber a dónde guiar sus pasos, José tomó nuevamente el ronzal del jumento y caminó a la ventura saliendo de Bethlén. La campiña obscura, helada, ningún abrigo podía ofrecerles, y el viento frío azotaba los secos árboles y traía entre sus ráfagas los aullidos de los chacales y lobos de las montañas, que olfateaban los ganados encerrados en los apriscos al cuidado de los vigilantes perros, que respondían con ladridos a aquellos gritos de combate y les prevenían como vigilantes centinelas.

En las vertientes de la montaña y en dirección a Norte, vio José algunas oquedades en las que podrían refugiarse, y a ellas enderezó sus pasos. Llegó a una de ellas y penetrando José en su recinto vio que iba angostándose hacia el fondo. Encontró en aquella cueva, refugio de pastores y ganados, un lugar seguro y resguardado de las inclemencias de la noche, y desmontando a María, penetraron en la cueva bendiciendo al Señor que tal abrigo les deparaba, cuando confiaban en pasar la noche al abrigo de algún árbol o muro de casa. Dolorida con el pesado viaje, María sentíase desfallecer, apoyada en el brazo de José, se dirigió a una peña que formaba una especie de asiento en el fondo de la cueva y sobre ella se sentó la Reina de los Cielos, dando un hondo suspiro de descanso y gratitud; suspiro que si no conmovió las peñas no debe extrañarse, pues eran insensibles, aun cuando no tanto como el corazón de aquellos que le negaron la hospitalidad, y aquéllos eran seres humanos más insensibles en aquella ocasión que las mismas rocas.

Recorrió José la cueva, encontrando en el fondo de ella otra más pequeña y abrigada del frío viento, en la que se veía un tosco pesebre formado con unas tablas. Quién sabe si David en su juventud cuando guardaba ganados había estado en ella alguna vez. Limpió José como pudo aquel antro para que en él descansase la Virgen y Señora, ya se acercaba la media noche, y José quería que su Esposa descansase del pesado viaje y de los desaires y desatenciones para con ellos tenidas por los belenitas. Tomó la Señora algún alimento, y José con las ropas que llevaban a prevención, en el desvencijado pesebre acomodó un lecho para que descansara la pobre embarazada: hízolo así María, y José se retiró a la parte anterior para guardar la entrada de la cueva y descansar en el poyo de piedra que indicamos.

En aquella triste cueva, hasta entonces refugio de pastores, allí quiso nacer el Salvador del mundo y convertirla en trono de luz, en foco refulgente de esplendorosa claridad que había de iluminar al mundo entero, irradiando desde un humilde pesebre que había de ser alto que todos los solios de los monarcas. ¡Allí, abandonado del mundo, solo, sin más compañía humana que María y José, pero acompañado de legiones de ángeles y serafines y la mirada del Eterno Señor, vino al mundo terrenal el Verbo humanado, el Mesías prometido, libertador del hombre en el pecado por su purísima y fecunda sangre!

«Hasta las vulpejas tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos, y el Hijo de la Virgen no tiene dónde reclinar su cabeza».

Fray Luis de Granada -dice D. Vicente Lafuente- traduce las palabras Filius hominis non habet ubi relinct caput, diciendo: El Hijo de la Virgen y no el Hijo del hombre, y escuda su traducción en la del ilustre Fray Luis de Granada, a quien sigue y nosotros seguimos y respetamos:

«Acercábase la media noche -escribe el citado Lafuente- María en éxtasis sublime con el cuerpo en la tierra, con el alma en el cielo, nada veía ni oía. ¡Qué le hubiera importado entonces toda la riqueza, toda la magnificencia del palacio más grandioso de la tierra! ¿No era mucho mejor aquella soledad completa, aquel aislamiento absoluto, para su alma pura, santa y humilde, absorta en aquel sublime arrobamiento, que la compañía de los hombres, por santos, por buenos, por doctos que fuesen?... Buscan los rincones aquellas almas santas que reciben celestiales favores y quisieran no ser vistas ni aun de otros santos, ¿a qué, pues, la presencia de cortesanos y criados? He aquí por qué, dado su éxtasis y santo sueño, con el consiguiente abandono de la materia, insensibilidad y abstracción de todo lo terreno, lo mismo le era una humilde y obscura gruta, que el más espléndido palacio, y antes bien, aquélla para el caso, mejor que éste.

»Llegado el momento solemne previsto desde la eternidad, ofrecido por Dios, anunciado a los Profetas, esperado por los Santos Patriarcas, revelado a los Ángeles, acatado por San Miguel y los Ángeles buenos y humildes, protestado por Luzbel y los querubes malditos por su orgullo, la tierna doncella de Nazareth dio a luz a su Hijo, sin dolor, sin trabajo, sin esfuerzo, sin quebranto, sin impureza alguna, hermoso, limpio, perfecto, risueño, puro, inmaculado en el cuerpo y mucho más en su alma, saliendo del cuerpo de su Madre como pasa el rayo del sol por el cristal, sin romperlo ni mancharlo».

El Evangelista San Juan lo dice, expresa y manifiesta, de una manera tan sencilla como digna, elocuente y grandiosa, con sólo cuatro palabras que expresan más que cuanto queriendo sublimar el grandioso acto del nacimiento del Hijo de Dios pudiera concebir la mente y expresar la palabra más elocuente: VERBUM CARO FACTUM EST

San Lucas, que es el verdadero historiador de María entre los Evangelistas y no la pierde de vista, y refiere el hecho como historiador, y nos dice: ET PEPERIT FILIUM SUUM PRIMOGENITUM

Y la Iglesia lo incluye en el símbolo de los Apóstoles, y diariamente lo canta en sus oficios en los millones de templos elevados al Jesús nuestro Redentor diciendo: ET INCARNATUS EST DE SPIRITU SANCTO EX MARIA VIRGINE ET HOMO FACTUS EST

¡Quién al oír entonar estas palabras en las oraciones de la Iglesia, no cae de rodillas e inclina la cabeza anonadado ante el poder y bondad de Dios que nos hizo tanto bien, aún mayor que el de criar mundo en que vivimos y le adoramos!

También María se prosternó en el pavimento de la humilde cueva, dobló su frente y no se atrevió a mirar lo que tenía entre las manos. ¡Oh deslumbramiento santísimo el de María! ¡Cómo ver con los ojos del cuerpo al que venía viendo su alma desde mucho tiempo atrás! Gozo sin igual, dicha sin ejemplo, gloriosa concesión no otorgada a ningún mortal.

A Moisés le dijo el Señor: «No me verá el hombre mientras viva: no podrá vivir si llega a verme». Y María gozaba de aquel hermoso y adorable privilegio, tenía al Hijo de Dios en sus brazos y le miraba, contemplaba y adoraba con sus hermosos ojos azules, más puro que los serenos cielos, enaltecido con el rocío bienhechor de sus lágrimas de dicha y felicidad, contemplando el divino rostro del recién nacido.

El estado del éxtasis había pasado, había vuelto la sensibilidad y reanimado el cuerpo de la Virginal santa doncella y Madre, tenía nuevos deberes que cumplir, y la primera sonrisa de la Madre que se postraba para adorar a su Hijo, sin atreverse aún a tomar un ósculo tierno de sus benditos labios, absorta, atónita, embriagada de amor santo y de inefable dicha, correspondió la sonrisa del divino Infante, destinando después la segunda sonrisa al varón justo a quien tomaba por padre en la tierra.

Despertóse entonces en María el sentido de la maternidad con todos sus dulces y delicados instintos de la madre que la naturaleza, hija de la Providencia divina, deposita en el tierno corazón de la mujer. Quitóse entonces de su cabeza la modesta toca de blanco cendal y tibio con su propio calor, envolvió al niño en los pañales preparados y las mantillas cubriéndolo con aquélla para suministrarle más calor en tan fría hora y noche. El manto de José que había doblado en el pesebre para mayor descanso de María, sirvió sobre las pajas de aquél de humilde colchoncillo en que reposara el tierno cuerpo del recién nacido. ¡Pobre y humilde lecho que sirvió para el Redentor del mundo, lecho incomparable que sirvió de cuna para la redención del hombre, más grande y esplendente que todos los tronos de la tierra, y desde el cual envió sus primeras sonrisas al mundo sumido en triste noche, y aurora que El había de ser de la verdad y dignidad del hombre! Y San Lucas no olvida al narrar este hecho, que tan grande es en su humildad cuando dice: Et pannis eum involvit, et reclinavit eum in praesepio.

La naturaleza, añade Lafuente, hizo su oficio, Dios no la violenta cuando hace milagros, aun cuando hace cosas que a ella no alcanza, porque son sobre ella. Las cosas imposibles para el reloj, son facilísimas para el relojero: lo mismo mueve la saeta hacia atrás que hacia adelante, aunque al reloj no le sea dado sino moverlas en aquella primera dirección. Y Dios hecho hombre lloró, y la Iglesia nos lo presenta llorando y ceñido de estrechas fajas, reclinado sobre la paja de un pesebre. Así nos lo cuenta Fortunato en su himno que se canta en las Vísperas del Domingo de Pasión y principia

Pange lingua gloriosi
Lauream certaminis...

San José, mudo de asombro, ilustrado por superiores luces interiores y exteriores, también se acerca al tierno infante reclinado en el pesebre, le contempla extático y absorto, le tributa su homenaje de respeto y de cariño a la vez, y recibe por premio de devoción humilde la segunda sonrisa del Dios niño, a quien el mundo llamará su hijo, y de quien será padre putativo para salvar el decoro de su Madre y cuidar del amparo y subsistencia de ellos, del mismo Dios hecho hombre, que a su vez sustenta a todos.

A la adoración de los padres siguió la de los Ángeles, y ¡con qué humildad, con qué respeto! El misterio, la palabra de Dios estaba cumplida: las profecías se habían realizado. El Niño Dios había nacido a la media noche al comenzar un nuevo día. Con la noche terminaba la noche de los siglos, terminaba la noche de las tinieblas comenzaba la luz clara, esplendente y brillante del Evangelio. En la noche del 24 de diciembre terminaba el imperio de Lucifer, concluía el imperio del error y amanecía el 25 de diciembre con la luz del sol, con el nacimiento del que había de ser el Redentor del mundo, aquella noche vacilaron en sus pedestales los ídolos al cántico de los Ángeles con el Gloria in excelsis, y el rugido del infierno al ser destronado del imperio del mundo su monarca Satanás demostró su ira.

El Evangelista San Juan pinta con enigmático lenguaje todo el suceso en el capítulo XII del Apocalipsis, en que describe la predestinación de María, el orgullo de Lucifer y su caída, vencido por San Miguel, la concepción y el parto de la Virgen, la adoración de los Ángeles buenos, el regocijo de los cielos y de los buenos y la preservación incólume e inmaculada de la Madre del Salvador.

«Luego apareció en el cielo una gran señal: era una mujer vestida del sol, teniendo la luna a sus pies y en la cabeza una diadema de doce estrellas.

»Y al verse en cinta clamaba para dar a luz y sufría al parir».
Entiéndese en sentido místico y elevado, pues sabido es que la Virgen no sufrió los dolores materiales a que están sujetas las mujeres.
«Viose también otra señal en el cielo: érase un dragón grande y rojo con siete cabezas y diez cuernos y siete diademas sobre sus siete cabezas. Y con su cola arrastraba la tercera parte de las estrellas del cielo arrojándolas a la tierra.
»Paróse el dragón ante la Mujer que iba a parir, a fin de devorar a su Hijo así que pariese.
»Parió, pues, a su Hijo varón, el que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro. Mas este Hijo fue arrebatado a la presencia de Dios, y a su mismo Trono. Y por lo que hace a la Mujer, huyó a la soledad, en donde tenía un lugar preparado por Dios para que allí la sustentaran durante mil doscientos sesenta días.
»Y hubo un gran combate en el cielo: Miguel y sus ángeles peleaban con el dragón, y también éste y sus ángeles contra aquéllos; mas no pudieron prevalecer los malos ni quedó rastro de ellos en el cielo.
»Arrojado fue aquel gran dragón, la antigua serpiente (la del Paraíso), que se llama el diablo y Satanás, que seduce a todo el orbe. Mas éste cayó a tierra y sus ángeles fueron lanzados con él.
»Oí, pues, una gran voz en el cielo que decía: -Ahora queda ya verificada la salvación y triunfantes la virtud y el reino de Dios nuestro Señor, y el poderío de su CRISTO; porque ya queda expulsado el acusador de nuestros hermanos, que día y noche estaba censurándole ante la presencia de nuestro Dios.
»Ya le han derrotado ellos mismos mediante la sangre del Cordero, y no han hecho aprecio de sus almas (sus vidas) poniéndolas en trance de muerte.
»Por tanto, regocijáos, cielos, y los que habitáis en sus alturas».

La naturaleza en sus animales fue, después de José y María, la primera en adorar al divino recién nacido, y el buey que recogido estaba en la cueva y el manso jumento, fueron los primeros brutos que acompañaron al Hijo de Dios en la soledad del antro, en donde acaba de nacer abandonado de los hombres que habían negado un techo bajo el que cobijarse la viajera familia. Con el calor de sus cuerpos dieron calor al recién nacido, y cumplióse al pie de la letra como todas las profecías de Isaías: «Conoció el buey a su dueño, y el jumento al pesebre de su Señor y no lo conoció Israel, ni su pueblo tuvo inteligencia».

Y para terminar este capítulo de una manera digna del acto, del gran hecho del nacimiento de Jesús, de la inmensa transcendencia y del espanto que en el infierno produjo su derrota, copiaremos aquí las palabras del gran poeta Milton en su grandioso poema de El Paraíso Perdido: «Los oráculos enmudecen: ninguna voz, ningún murmullo siniestro hace ya resonar palabras falaces bajo las bóvedas de los templos. Apolo abandona desesperado la colina de Delfos sin acertar a predecir lo futuro. Ningún arrebato nocturno, ningún augurio secreto sale del antro misterioso que pueda inspirar sus vaticinios al sacerdote que espantado abre sus ojos. Aléjanse los genios de las montañas y de las riberas de los ríos, gimen las ninfas y las dríadas al ver marchitarse las guirnaldas con que orlaba sus frentes la mitología pagana. Los Lares y Penates huyen de los hogares domésticos que presidían, y de las aves de los templos y de sus estatuas salen sonidos lúgubres que asustan a sus flámines, y el mármol parece bañado en sudor frío al desaparecer la divinidad idolátrica donde se le daba maléfico culto».

Así pinta el espanto de la idolatría sostenida por el infierno y tambaleada al solo influjo de la luz que irradiaba de la cueva de Bethlén. En cambio, la naturaleza parece sentir a su modo un grato y superior influjo. Cesa el crudo frío de una noche de diciembre, las tinieblas se aclaran, se desvanecen las nubes, soplan suavemente las brisas de las montañas enviando sus gratos aromas, enviando sus perfumes: las olas de aquel mar latino baten suave y cadenciosamente las arenosas playas o bañan con alba espuma los acantilados de las rocas: la aurora parece querer adelantar su llegada con el ansia de bañar con sus rosados efluvios la tierra en donde acaba de realizarse el gran misterio, y las aves asombradas baten las alas a impulsos de secreto deseo y ante el canto enérgico y valiente del vigilante gallo. ¡Ah! noche feliz y misteriosa, cuyo recuerdo felizmente no se ha borrado en nuestras costumbres: en la Edad Media, después de la Misa del Gallo, era costumbre el avisar por los campos el nacimiento de Dios, al son de los rústicos instrumentos, y al atravesar por las campiñas decían a los arroyos, árboles y plantas: ¡alegráos, que ya nació el Señor!

¿Cómo se celebra hoy en las ciudades y... también en los pueblos, la Nochebuena, la noche alegre del nacimiento del Redentor? No es menester decirlo; no queremos compararla, por más que bien pudiéramos hacerlo por la forma, con las saturnales del paganismo. Nuestra libertad de pensar y de costumbres nos lleva a celebrar una función tan grande para el mundo, con una noche de licencia, cuando no de pecado. Pero aun en medio de tales costumbres, quedan almas puras y cristianas que celebran la más grande de las festividades de nuestra religión, con el patrón de los antiguos cristianos, con la fiesta santa de la familia consagrada en la mesa patriarcal, en la que se juntan tres generaciones, padres, hijos y nietos.


VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo X: CELOS DE SAN JOSÉ.