VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XII: LA ADORACIÓN DE LOS PASTORES.

Capítulo XII: LA ADORACIÓN DE LOS PASTORES.

-¿CUÁNTOS FUERON ÉSTOS Y CÓMO SE LLAMABAN?, SUS RESTOS ESTÁN EN ESPAÑA: LOS PASTORES DE LA SABINA EN ROMA EN VÍSPERAS DE NAVIDAD. -TEMPLO DE LOS PASTORES, SU ANTIGÜEDAD Y ESTADO ACTUAL. -LA CIRCUNCISIÓN DEL SEÑOR.


¡Qué poético cuadro, qué hermoso idilio el que vamos a narrar! Cuánta ternura, amor, sencillez y esperanza no revela la narración del Evangelista San Lucas, el pintor de la Virgen, el narrador ingenuo y gran poeta. Todo había de ser humilde y por tanto grande, pues no hay mayor grandeza ante el Soberano Señor de cielos y de tierra que la humildad. La humildad, que como la violeta, por escondida que esté, por oculta que el follaje pretenda tenerla, su perfume transciende a través de aquél; no se la verá, pero su aroma, dulce, embriagador de felicidad, lleva el perfume a nuestro pecho, ensancha nuestros pulmones y encontramos en su ambiente la grandeza de su valor, junto con la pequeñez de la forma. El humilde nacimiento del Hijo de Dios en la pobre cuna, sin más fausto ni acompañamiento que su purísima Madre y San José su padre, sin más calor en aquella abandonada cueva que el que con sus cuerpos suministraban la vaca y el jumentillo, y el incomparable del seno de María, aquellos humildes pañales con que fue envuelto, y sin más luz que el centellear de las estrellas, cual si quisiera en noble pugilato acrecentarla para iluminar tan maravilloso acontecimiento, aquella adoración de los Ángeles a la que siguió la de los pobres pastores, los últimos de la sociedad, de aquellos hombres destinados a pasar su existencia acompañados tan sólo de animales, todo, todo ello es grande, sublime, majestuoso en su misma humildad y pobreza, comparada con la mentida grandeza de la tierra, del hombre en mentida y falsa sociedad con la que pretende levantar su orgullo.

Acto sublime de poesía incomparable, de encanto sobrenatural por su misma sencillez y humildad, pero cuyo encanto, belleza y sublime moral que en sí encierra, resulta grandioso y de inmensa excelsitud como todas las obras de Dios que lo dispone y rige.

Pintar, describir el acto de la adoración de los pastores, querer narrar con galas poéticas y ornatos de la palabra un acto tan sencillo, tan inocente y hermoso, es imposible hacerlo por la dificultad que ofrece su misma sencillez imposible de pintar con su propia ingenuidad y hermosura: para ello necesítase la inspiración del Evangelista, su concisión y la mágica de aquel lenguaje hebraico.

«Había en aquella región, dice San Lucas, unos pastores que estaban despiertos y velando por turno para guardar su ganado, cuando he aquí que el Ángel del Señor se presentó junto a ellos, envolviéndolos en los resplandores de celeste luz, de modo que ellos quedaron muy sobrecogidos. Mas el Ángel les dijo: -No temáis, vengo para anunciaros una cosa que será de gran júbilo para todo el pueblo, pues que hoy os ha nacido en la ciudad de David el Salvador que es Cristo el Señor. Y la señal que os doy de ello, para buscarlo es, que lo encontraréis fajado como niño en unos pañales y colocado en un pesebre.

»Al acabar el Ángel de decir esto, reunióse a él una muchedumbre de la celestial milicia, loando a Dios y diciendo: Gloria a Dios en lo más encumbrado del cielo, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.
»Así que los Ángeles se alejaron de ellos remontándose al cielo, comenzaron los pastores a decirse unos a otros: Vamos a llegarnos a Bethlén para ver ese gran acontecimiento de que se nos ha hablado, y que el Señor ha tenido a bien revelarnos.
»Y al punto echaron a andar, y en efecto encontraron a María y José, y al Niño colocado en el pesebre. Al ver esto reconocieron la verdad de lo que se les había dicho acerca de aquel Niño».

Asombrados, atónitos los pastores con aquella visión celestial, deslumbrados con el resplandor del Ángel y el cántico de los celestes coros entonando el Gloria a Dios en las alturas, quedaron como envueltos en aquella atmósfera de amor y de dicha, de alegre y dulce deliquio con la presencia del Ángel y la nueva que les comunicaba.

Aquella celestía que en su alma se produjo los elevó en su humilde estado, sintiéndose inflamados con el amor, el deseo y la ventura de ver, adorar y contemplar al recién nacido, al Mesías prometido que era la creencia, la constante esperanza del pueblo de Israel, decimos mal, del mundo entero, pues desde el paganismo hasta la astrología, desde los livianos poetas latinos y los misteriosos druidas y soñadores indios, desde los egipcios hasta los íberos, todos esperaban el momento de la venida del Dios desconocido a que levantaron altares los griegos; todos esperaban y profetizaban al Hijo de la Virgen que había de parir. ¡La profecía universal estaba cumplida! y unos pobres pastores, unos infelices desterrados de la sociedad, habían de ser los primeros en adorarle, cumplíase en ellos la palabra santa de que los últimos serán los primeros.

Levantáronse los dos que descansando estaban cuando el tercero velaba, y abiertos los ojos de los que dormían ante la luz sobrenatural del emisario divino, quedaron estáticos ante la celeste visión, y se levantaron. Tomaron sus esportillas y cantarillas con leche y algunos panecillos de cebada, dejaron los ganados a la custodia de la mirada de Dios, y se encaminaron en busca del Dios recién nacido, del Mesías anunciado por los Profetas. Al dirigirse a la ciudad en donde ellos creían estaba el Niño Dios, pasaron por la boca de una de las cuevas que en la ladera servían de refugio a los ganados, y un movimiento sobrenatural los detuvo, e hizo entrar en la inmediata cueva en que el Salvador acababa de venir al mundo, encontrándole recostado en un pesebre cual el Ángel les había anunciado. En los lados del pesebre, una Mujer joven y sonriente su hermoso rostro, contemplaba al Niño, y tras ella un hombre con toda la varonil belleza de la plenitud de la edad, miraba lleno de amor y respeto a aquel bellísimo infante. Conocieron los pastores ser el lugar y el recién nacido anunciado, y éste es, se dijeron los tres pastores, y prosternándose le adoraron y ofrecieron los pequeños y pobres dones que llevaban, y que si pobres eran en su valor, grandes y magníficos lo fueron por la intención de amor y de respeto de aquéllos, los primeros mortales en adorar al Dios Redentor que traía en su venida la luz de la verdad para la salvación del hombre.

Terminada aquella ingenua adoración, contaron los pastores la aparición del Ángel, sus armoniosas palabras de esperanza para Israel. José las escuchaba admirando la manifestación divina, y María contemplaba silenciosamente al Niño, grabándose aquellas sencillas relaciones de los pastores en su corazón: retiráronse después de entregar sus presentes de leche, pan y manteca, y esto realizado, dice el Evangelista: «Por su parte, los pastores regresaron glorificando a Dios y alabándole por todo lo que habían visto y oído según se les había dicho». Habían visto cumplida la profecía que presentaba al Señor recién nacido cobijado en un pesebre y teniendo a su lado los dos animales que habían venido acompañando en el pesado viaje de sus padres. «Consideré Señor tus obras, y no pude menos de extremecerme al veros entre dos animales».

Hasta el momento de la adoración de los pastores, todo lo que ha pasado en el nacimiento del Salvador, nos lo ha mostrado como hombre e hijo del hombre. Un viaje del santo matrimonio de Nazareth a Bethlén para obedecer un mandato del César, el tiempo del parto de María que llega a su término en esta pequeña ciudad, el gentío del mesón que no les permite albergarse, la necesidad que les obliga a no encontrar más albergue que un establo ni otra cama que un pesebre, lo cual nos muestra al hombre en su mayor desnudez y desamparo, es decir, en lo que tiene de hombre. María especialmente envolviéndole en pañales humildes y reclinándole, testifica bien por sus cuidados, que el que los reclama es uno de nosotros.

Y no obstante, ese bendito Niño no es solamente hombre sino es también Dios, y tan Dios como hombre: y en medio de tanta miseria y desvalimiento, ¿qué nos dará testimonio de su divinidad? Un homenaje que ni los Césares con su inmenso poder y orgullo, en vano hubieran pedido a las bajas adulaciones del mundo humillado a sus pies: la proclamación del nacimiento de un hijo por medio de un Ángel. ¿Y qué prueba más luminosa ni más grande de que el humilde establo de Bethlén era elección de Aquel que así se le proclamaba?

Mas ¿por qué los primeros favorecidos con esta convocatoria celestial han de ser unos rústicos y sencillos pastores? El Ángel pudo llenar el mundo con la claridad de Dios, como emisario, y con igual facilidad que a aquellos sencillos custodios, y el mundo entero hubiera estado a los pies de Jesús. Pero Dios, que había hecho al hombre libre, quería que viniese a Él libremente, ayudado, sí, y atraído, pero no forzado, y para ello conducido por medios y agentes de aparente debilidad, ocultase por su empleo y manifestará por sus afectos la Omnipotencia del que los empleaba. Por esto, observa Grocio, así como después serán pescadores, ahora son pastores los escogidos para dar testimonio de Cristo, los más inocentes de los hombres. Y en este acto, en este testimonio de Hijo de Dios, María tiene la participación que como madre le correspondía y el Evangelista tiene empeño en manifestarnos que entre todos los corazones hubo uno que se penetró de todas estas cosas divinas, las conservó y pesó en todo su valor, Y María conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón. Es decir que María, y sola María, entre todos los asistentes, estaba a la altura de estos misterios por su fidelidad en no perder nada de ellos y su aplicación a meditarlos. Este pasaje termina dignamente en el Evangelio, la relación de la misteriosa adoración de los Pastores: es como su moralidad, y parece decirnos que María, conservando de este modo para sí misma en su corazón todas estas cosas, las guardaba para nosotros, para la Iglesia, para el mundo, como digna depositaria de estos misterios de que más adelante había de ser testigo.

Al tornar al aprisco en que tenían sus ganados aquellos tres bienaventurados pastores, Jacob, Isaac y José, fueron comunicando a las gentes del campo la nueva del nacimiento del Mesías, y la noticia fue de unos en otros corriendo por los valles y entre sus habitantes, así que la cueva fue visitada por muchos otros en los siguientes días en que allí estuvo refugiada la Familia. Los tres pastores, felices por la dicha de haber sido los primeros en adorar a Dios, visitaron varias veces la cueva, acompañando a sus amigos y conocidos y llevando los alimentos de pan, leche y manteca, al matrimonio feliz de José y María. Circuló la noticia entre los habitantes de los campos como hemos dicho, y comentada sería la narración de los pastores hecha junto a las fuentes entre el rumor del agua y el paso del viento que quejumbroso parecía acompañar con sonidos de rústica arpa aquellas sencillas narraciones, en la que se pintaba la hermosura del Niño, del Mesías prometido, de su joven Madre y de la pobreza que rodeaba al santo matrimonio.

Debióse a esas relaciones hechas en el fondo de los bosques o en los quebrados barrancos, entre el descanso de la tribu viajera y las comidas hechas a la dudosa luz del crepúsculo, cuando la relación del nacimiento del divino Niño y de su Familia se narraba y comentaba con esa gravedad bíblica que tan hermoso color imprime a estas inefables escenas, se debe el que una tribu árabe esculpió en una columna de la Caaba la imagen de María, teniendo en sus brazos al Niño divinizado por su fe en las profecías y por el misterioso acontecimiento del nacimiento del Mesías esperado.

Allí permaneció la imagen divinizada de María y de su hijo hasta los tiempos de Mahoma. ¿Desapareció entonces esta primera adoración gráfica, material por su representación del amor y divinización por la fe de la Santa Señora y de su Hijo? No lo sabemos: de ello se ocupan algunos historiadores árabes, relatando el hecho que aquella tribu realizó como primer acto ostensible de piedad. Esta misma tribu, dice Orsini, después de la degollación de los inocentes niños, rugiendo en ira contra el asesino Herodes, se levantó contra él sin tener en cuenta el poder del tirano como protegido por las águilas imperiales.

La noticia, extendida rápidamente por los alrededores de Bethlén, atrajo multitud de gentes, llenando a la cueva durante todo el día, unos poseídos de fe y evangelizados con las palabras de los pastores y poseídos del espíritu de las profecías, otros atraídos por la curiosidad, llegaban y penetrando en la cueva no podían reprimir burlonas sonrisas de incredulidad. La Virgen, siempre al lado de su amado Hijo, cuando no lo tenía en sus brazos, escuchaba silenciosamente todo lo que acerca de aquel hermoso Niño se decía. Oía elogios de boca de los pastores, y también se regocijó con la rectitud de algunas almas, verdaderamente israelitas, que creyeron y adoraron; pero como hemos dicho, tuvo también el dolor de ver en muchos hijos de Bethlén señales inequívocas de incredulidad. La pobreza del establo los escandalizaba; no querían reconocer en este Niño, recostado en humildes pajas, al lado de padres sin riquezas ni consideración, al Salvador de Israel, al Rey de los siglos futuros, al dominador de las naciones a quien habían anunciado los profetas con tan magníficas palabras.

Y esto tenía su explicación; los judíos esperaban un Mesías glorioso, conquistador, dominador y triunfador de los enemigos del pueblo israelita y que sometiese a su imperio todas las naciones. Este el sueño de su orgullo nacional, y esta engañosa esperanza se sostenía en aquella época con tanta mayor exaltación, cuanto que acababan de ser sometidos los judíos al señorío de Roma, por unos gentiles a los que tanto horror y aversión profesaban. La independencia era su sueño, su esperanza en manos de un Mesías guerrero que los libertase de aquel oprobio, y con increíble ardor confiaban en una hora próxima de liberación. Pero ¡ay! que el nacimiento de aquel Mesías les desilusionaba, no era aquel pobre Niño, humildemente depositado sobre un pobre pesebre, no era el Mesías soñado por sus orientales fantasías. No puede explicarse de otro modo la indiferencia de Bethlén y de la Judea ante un suceso de tal importancia; y la explicación es tan exacta que Jesucristo hallará durante su vida esta constante objeción, el mismo obstáculo, la misma y constante oposición. Podrá hacer milagros, los jefes del pueblo no querrán ver jamás en el Jesús al prometido Mesías, en un profeta sin poder político, en un sabio que desprecia los bienes del mundo, y que sólo predica la práctica de las virtudes y no aspira a otra gloria que la de conseguir que los hombres se reformen y sean mejores. No comprendían una palabra del reino espiritual de Jesús: el corazón judío estaba empedernido y mejor entrarán sus doctrinas en el corazón de los paganos que en el suyo; éstos se contarán por millares en la grey universal que se llama Iglesia y encerrará en su vasta unidad todos los pueblos de la tierra sin destruir ni tocar las nacionalidades: y a millones entrarán en ella por la hermosa puerta de la victoria, del martirio, que tanto había de servir para aumentar las huestes de Jesucristo y extender su doctrina por todo el mundo antiguo.

El misterio, la palabra de Dios pronunciada en las puertas del Paraíso, estaba cumplida y la Virgen, que acababa de dar a luz al Verbo encarnado, había hundido en el polvo la cabeza de la serpiente y destruido el reino de Satanás sobre la tierra; el negro monarca de las tinieblas, acababa de ser vencido por el rayo de su luz y la pureza de su Madre, que le habían arrojado en lo profundo entre aullidos de rabia y desesperación. La obra de la redención ha comenzado a consumarse, el Hijo de Dios ha venido al mundo, la Virgen ha concebido y parido al Mesías, le adoran los pastores y las bestias se inclinan ante la hermosura del Niño Dios como anonadadas en su instinto por tan humilde grandeza. ¡Gloria a Dios en las alturas! han cantado los Ángeles, y ante su voz, las tinieblas materiales de la noche han comenzado a desvanecerse, termina un tiempo, llegan los nuevos alumbrados por la luz de la verdad, por la consumación de la palabra del Eterno que se ha cumplido en la media noche del 24 de diciembre, sábado, a los 748 años de la fundación de Roma.

Continuó la romería a la ya santa y sagrada cueva durante el día y los siguientes, y los tres mencionados pastores, José, Jacob e Isaac, continuaron, como hemos dicho, sus visitas y ellos fueron los principales propulsores de la buena nueva, del nacimiento del Hijo de Dios.

Y al llegar a este punto y tener que dejar de hablar ya de los pastores, recabaremos para España, para esta hoy infortunada nación, la hija de María, la nación predilecta que honró con su presencia en carne mortal, y víctima hoy del negro poder de la masonería que la ha llevado a la ruina y la miseria, para hundirla, llevarla al descreimiento por la desesperación, sin conseguirlo más que en parte, gloria y una posesión por nadie desmentida, aun cuando con risa volteriana sean recibidas por los filosofastros del racionalismo, muchas de esas creencias que ellos llaman fábulas, consejas o supersticiones, pero que cuando las teníamos fuimos grandes y poderosos hoy que el racionalismo impera, la masonería reina y la ilustración atea manda, somos vencidos, escarnecidos, humillados y pisoteados por un pueblo materialista, avaro, hipócrita y sanguinario, sin religión ni creencias otras que el dollar y las treinta monedas de Judas.

Tristes cambios, funestos errores a que el indiferentismo nos ha traído, mil veces más funesto que la más horrible de las negaciones.

A España hace años vinieron a parar los huesos de los tres santos pastores, y nada extraño tiene que a ella vinieran por intercesión a de María, tan afecta a España, que la honró con su presencia humana, que hiciera venir a esta nación católica por excelencia, y la primera que la adoró en su Inmaculada Concepción, los restos de los tres pobres pastores, los primeros humanos que adoraron a su Santísimo Hijo en la noche de su bajada a la tierra.

He aquí cómo relata el Sr. Casabó esta traslación de los huesos de Jacob, José e Isaac:

«Por lo que honra a España, nos permitiremos trasladar aquí una página de una obra francesa. A poca distancia de Belén, dice aquélla, se ve una pobre aldea, compuesta de unas cuantas cabañas, y cuyo nombre árabe significa Pueblo de los Pastores. Según la tradición, eran de allí los pastores convidados por los ángeles para que fueran a la cuna del Salvador, en donde acudieron en número de tres, y representaron cerca del Mesías las tres familias descendientes de los tres hijos de Noé.
»Acerca de este punto están acordes las crónicas más antiguas, las piedras grabadas en las catacumbas, los bajo-relieves de los sepulcros, las viñetas de los manuscritos orientales de la más remota antigüedad, y las opiniones de los sabios. Según estos testimonios y de otros también, afirmamos con seguridad, dice Benedicto XIV, que no hubo más que tres pastores en la adoración.
»Perpetuada de edad en edad por los citados monumentos escritos o grabados, la tradición de los tres pastores resucita, por decirlo así, cada año en Roma, la ciudad por excelencia de las tradiciones.
»Al comenzar el Adviento, los pifarari o pastores de la Sabina, bajan de sus montañas, y con su pobre pero pintoresco traje de pastores italianos, van a anunciar por la Ciudad Eterna, al son de una música campestre, el próximo nacimiento del Niño en Belén. Aunque son muchos en número, van siempre de tres en tres; uno anciano, uno de mediana edad y un joven, que representan las tres épocas de la vida».

Y al llegar a este punto, aun cuando se nos pueda tachar de inmodestos y de querer intercalar impresiones propias, que si no ajenas a la vida de María, son secundarias, copiaré aquí lo que he dicho en mi diario de impresiones en la ciudad santa del Pontífice, en mi libro Roma y los monumentos cristianos.

Copio aquí lo que en aquel librito, hoy agotado, dije: «Esta mañana me he despertado al eco de una cadenciosa cantinela acompañada de un instrumento parecido a nuestra gaita gallega en su tono dulce y quejumbroso. ¡Y cómo agrada aquel recuerdo de la música patria a tantas leguas de ella, en una mañana triste y silenciosa en la que desde mi cama veo el blanquecino cielo y el revolotear de los copos de nieve que venían a pegarse en los cristales de la ventana cual pequeñas y albas mariposas, infundía tristeza y añoranza de la patria y hacía pensar en la cercana Natividad del Señor que pasaría este año lejos de la familia! La melodiosa cantinela continuó largo rato, y fue lentamente alejándose.
»Al salir de Santa María la mayor, aun antes de poner los pies en el atrio, la melancólica cantinela de la mañana llegó de nuevo a mis oídos. Cuando puse los pies en la calle, vi no lejos de mí a los músicos y cantores, eran tres pastores de la Sabina, según me dijo mi compañero que lleva ya tres años de vecindad en Roma, iban vestidos con su traje artístico y pintoresco, con sus cónicos sombreros cruzados de encarnadas cintas, su corta capa parecida a nuestro antiguo ferreruelo, la llevaban apretada al cuerpo y procuraban defender con ella su cuerpo aterido en aquella fría mañana; sus voces eran temblorosas, y al vernos el más viejo se quitó el sombrero, tendiéndolo en dirección a nuestras personas y dándonos la buona festa. La cabeza del viejo era hermosa, era un busto digno de un San Pablo o de un Elías, un joven de negros ojos de un negro que tiraba a azulado y de hermosas pero tristes facciones, y un hombre de mediana edad pero más anciano en su aspecto que el viejo, cuya blanca cabellera contrastaba más con la viveza de su mirada, formaban el trío con el anciano, dímosle una limosna, y en el Corso encontramos otros tres, al bajar las gradas de Santa Trinitá otros tres se nos presentaron, y aún no habíamos llegado a la puerta de la Embajada Española, cuando otros se interpusieron en nuestro camino. En la puerta de la Embajada encontramos a un sacerdote español que lleva largos años de vivir en Roma, y preguntéle qué significaba aquello de tanto pifarari, pero siempre en grupos de tres y capitaneados por un viejo. Díjome que era producto de una tradición y una costumbre; la segunda originada de la primera que consiste en la de que los tres pastores que llamados por el Ángel fueron a visitar al Niño Dios en la cueva de Bethlén, fueron un viejo, un hombre de mediana edad y un joven. Estos fueron los que divulgaron entre los campesinos de las inmediaciones el fausto acontecimiento, y de aquí la costumbre de los pobres pastores de la Sabina de reunirse tres de las indicadas edades y bajar desde aquellas azules montañas que lejanas contemplábamos todas las tardes recordándonos hechos relativos a la fundación de Roma, a la ciudad eterna para anunciar por medio de romances y villancicos la venida del Mesías, al son de las dulces flautas dobles de un eco tan dulce y melancólico cual el de la melodiosa gaita de las umbrías de Galicia. Tradición hermosa llena de poesía, dulce recuerdo de la tierra de nuestros padres, de nuestra niñez, del nacimiento o Belén ante el cual cantábamos y bailábamos al son ronco de la zambomba, del rabel y de la pandereta, mientras contemplábamos la cueva con la vaca y el asno, la estrella de talco y las candelillas que iluminaban una cuna de dorada hojalata en que reposaba el Niño rodeado por María y San José. Los pastores, con calzón y montera castellana, y las zagalas, de ampulosas faldas de alcarreñas, y los borregos, en forma de blancas bellotas por los montecillos de corcho, y el Ángel anunciador volteando en el aire pendiente de un alambre forrado de algodón en rama. Todo aquello pasó como la visión iluminada por la luz de un relámpago, y aquel recuerdo en una mañana fría en que los copos de la nieve caían sobre nuestro rostro, y hacían a los pobres sabinos esconder las amoratadas manos bajo sus ferreruelos remendados y descoloridos, nos hacía pensar en la obscura cueva, en el frío de una noche cual la de pasado mañana, en María, en el Niño Dios... y una lágrima del recuerdo de pasados tiempos de nuestra niñez, de nuestros padres, de afecciones que ya se enfriaron cual el día de hoy que hace tiritar nuestro cuerpo y correr por nuestros huesos un frío de esos que no desaparecen con el calor del hogar, sino que necesitan el hogar del calor del cariño y de los seres amados, nos detenía y puso triste mi ánimo, retiréme al hotel, ¡tampoco allí haría calor! ¡Ah! el calor que necesitaba mi corazón estaba lejos, tenía un mar de por medio o una barrera de granito y nieve por tierra... busqué calor y solo le hallé con el recuerdo de que pasado mañana hace mil ochocientos ochenta y dos años sufrió frío y vino al mundo para llevar la cruz de nuestros pecados el Rey de cielo y tierra».


Y recobremos el hilo de cuanto a la historia de los santos pastores veníamos relatando. La Iglesia de Oriente y varias Iglesias particulares de Occidente, celebran la fiesta de los tres Santos Pastores del pesebre. Santa Elena construyó una hermosa iglesia en el sitio en donde estaba la torre de Ader, en honor de los santos ángeles y de los tres dichosos pastores, y allí descansaron sus cuerpos hasta mediados del siglo noveno en cuya época se arruinó la iglesia, de la que en la actualidad queda sólo la cripta, a la que se baja por diez escalones: los peregrinos que se encuentran en Bethlén el día de Navidad, se trasladan allí ceremoniosamente para cantar en el mismo lugar en donde por primera vez resonó el Gloria in excelsis.

El santuario que hoy se conserva es la cripta del templo construido por Santa Elena. Perteneció a los católicos hasta el año 1818, en que merced a sus malas artes y al dinero, se apoderaron de ella como de otros templos los cismáticos griegos, cuya iglesia tienen en medio del mayor abandono; es de forma rectangular de diez metros por seis, con columnas corintias, y en el iconostasio se ven algunas pinturas bizantinas sobre tablas bastante antiguas y de notable unción, sobresaliendo una Adoración de los Pastores, sumamente bella, y un Salvador que recuerda la escuela del inimitable Juanes.

«Después de arruinada la iglesia, los cuerpos de los Santos Pastores fueron trasladados a Jerusalén, en donde permanecieron hasta el año que, de donde fueron llevados a España y depositados en la iglesia de San Pedro de la villa de Ledesma, inmediata a Salamanca, siendo muy veneradas y respetadas por los vecinos. Inocencio XI concedió muchas indulgencias a la cofradía de los Santos Pastores Jacob, Isaac y José, fundada en la capilla del Santo Cristo del Amparo en la iglesia de San Pedro.

»El 16 de julio de 1864, el obispo de Salamanca hizo trasladar las reliquias de los Santos Pastores de la iglesia de San Pedro a la de los Santos Pedro y Fernando de la misma ciudad. Fueron colocadas en el interior del altar mayor, dentro de una caja en forma de sepulcro, cerrada con llave. El interior está forrado de seda blanca, y contiene algunos huesos, tres cráneos, una pequeña pala, una cuchara de madera, unas tijeras de hierro, un pedazo de calzado de piel y varios fragmentos de zurrón de pastor. Hay, además, un rollo que contiene otras reliquias, que son fragmentos de huesos desprendidos de los que están en la caja, con un rótulo que dice: «De los gloriosos José, Isaac y Jacob, pastores de Belén, que merecieron ver y adorar los primeros a Cristo Dios y hombre nacido en un establo».


A los ocho días del nacimiento de Jesús tuvo lugar el cumplimiento de la ley Mosaica, la circuncisión. San Lucas dice: «Y después que llegó el día octavo en que debía ser circuncidado el Niño, se le puso el nombre de JESÚS, que es el que el Ángel le había dado antes de ser concebido en el vientre». Así pues, relaciona la Circuncisión de Jesús con el misterio de la Anunciación del Ángel y Encarnación del Verbo divino, en cuya solemne ocasión el Ángel San Gabriel dijo a María, según el mismo Evangelista: «Mira que vas a concebir en tu vientre y parirás un hijo a quien darás el nombre de Jesús».

Mandato era de Dios dado a Abraham al establecer Aquél su pacto con éste en favor de su descendencia. «Circuncidado será entre vosotros todo varón... a los ocho días será circuncidado el recién nacido. Este pacto conmigo lo llevaréis en vuestra carne como testimonio de alianza sempiterna».

Anterior era por tanto a la ley de Moisés. A éste le amenazó el Señor porque su hijo estaba sin circuncidar y Séfora le circuncidó a toda prisa. En aquellos países era esta ceremonia legal una gran conveniencia higiénica, como otros preceptos levíticos que después se dieron a Moisés. Jesús, que como Dios y segunda persona de la Trinidad, había hecho ese pacto con Abraham, ninguna necesidad tenía de someterse a él, ni el Ángel se aparecería a su santa Madre amenazándola, y con todo, el Verbo encarnado se somete a esa ignominia, sin ser su carne pecadora ni concebida en pecado, pudiendo hasta en esto decir en su día: -No vine a saltar o relajar la ley, sino a llenarla y cumplirla.

De todas maneras parece que la operación se practicó en la misma cueva. La Iglesia dedica la primera festividad del año común en el día primero de enero para celebrar la Circuncisión del Señor, ningún detalle, ningún pormenor da acerca de este acto, manifestando así la conveniencia de proceder en esta descripción con gran cautela y parsimonia.

Y pues la Iglesia no desciende a más pormenores sobre este pasaje de la venida de la vida de Jesús y de su santa Madre, imitemos también este pudoroso recato, tanto más cuanto que de la vida de María nos ocupamos y no de la de su santo Hijo, nuestro Señor Jesucristo.

Capítulo XIII: LA ADORACIÓN DE LOS SANTOS REYES.

-LAS PROFECÍAS. -LA FESTIVIDAD DE LA VENIDA DE LOS REYES. -LA ADORACIÓN DE LOS REYES EN LA PINTURA. -CONSIDERACIÓN SOBRE LA ADORACIÓN Y PALABRAS DEL EVANGELISTA SAN MATHEO.


En el tiempo del nacimiento de Jesucristo, unos Magos de la Caldea, hábiles en el conocimiento de la marcha de los astros como ciencia muy común y estudiada en su país, divisaron una noche en el horizonte una nueva estrella de primera magnitud, a la que reconocieron por su rápida marcha y extraordinario brillo deslumbrador, por la estrella de Jacob, largos años antes vaticinada por Balaam, y que según su profecía, vendría a presentarse deslumbrante en el cielo en el momento del alumbramiento de la Virgen. Las antiguas tradiciones del Irán fueron recogidas por Abulfarage Zerdscht, que como sabido es fue en antiguos tiempos el restaurador del magismo; era hombre de mucha ciencia, grande astrónomo, pues que estos conocimientos eran la base de sus creencias y además había estudiado y conocía en mucho la teología de los hebreos, anunció durante el reinado de los sucesores de Ciro, y poco tiempo después del restablecimiento del templo, profecías que tuvieron su realización. Que un Niño divino nacería de una Virgen pura e inmaculada en la región más occidental del Asia, y que una estrella desconocida en su horizonte señalaría este notable suceso, y que a su aparición los magos deberían por sí mismos llevar presentes a este joven Rey.

La magia, la interpretación sobrenatural de las cosas naturales, el comentario misterioso puesto a las cosas vulgarísimas y corrientes, extendíase por tal extremo, que había razas y reyes magos. Con la magia unían las viejas tradiciones astrológicas, intérpretes más o menos seguros, pero intérpretes, al fin, del movimiento y curso de los astros. Así es que en medio del ansia y esperanza de la venida del Redentor que había de nacer de una Virgen, la aparición de aquella espléndida estrella de hermosa luz y rápida marcha debía anunciarles un grande acontecimiento, grande y maravilloso, y éste no podía ser otro sino el anuncio del Mesías y que sus deslumbradores centelleos los guiaría a la cueva de Bethlén. Y en verdad, cuanto sucedía en aquellas horas del génesis de la Redención de nuestra alma, de la esperanza cristiana, realizaba las profecías dichas por unas y otras edades en continua sucesión hasta este momento tan esperado y deseado. No hay sino abrir los sagrados libros, especialmente el maravilloso de los Números, y ver en él de una manera clara y evidente lo que anuncian profetas ajenos, como Balaam, a las creencias de Israel. Llamado por Balac para que maldiga con altos acentos a los israelitas, los aclama y bendice al impulso y mandato de Jehová que ilumina su espíritu. Y entonces, no sólo los bendice, sino que profetiza la extensión que debía dar a los ideales de Israel su prometido Mesías. Cerráronse sus ojos al error, cegaron los de su cuerpo, y entonces abriéronse intensamente a la luz los ojos de su alma.

Entonces, ante aquella clara videncia de su espíritu, contempló hermosas las tiendas de Jacob y hermosos los pueblos de Israel, y los compara con claros riachuelos, con vergeles bordando las márgenes del Jordán, con bosques de perfumados áloes plantados por la mano de Dios, con erguidos y hermosos cedros nacidos en los altos del Líbano. «Y como Dios sacó a los israelitas del cautiverio egipcio, les dará las fuerzas del unicornio para que devoren a sus enemigos y rompan sus huesos de éstos y ericen de saetas sus cuerpos. Fuerte como un león, se acostará, fiado en sus fuerzas, Israel. ¿Quién de sus enemigos se atreverá a despertarlo? Así una estrella saldrá de Jacob y levantará el cetro de Israel en tales términos que caerán los cantones de Moab y morirán los hijos de Seth».

El mayor entre todos los profetas hebreos, el grande y sublime Isaías, anuncia también los milagros del Mesías, y la aparición de estrella maravillosa convocará reyes de las más apartadas regiones para que conduzcan a los lugares del rey David, a los jardines de Salomón, el oro, el incienso de Sawa, camellos de Madian, dromedarios de Elfa, los marfiles de la negra y misteriosa Etiopía, mirra de la Arabia y presentes de cien y cien pueblos. Y lo mismo anuncia David en el salmo cuarenta y cinco cuando dice «cuánto se ha hermoseado el prometido a causa de verter Dios la gracia en sus labios y amar él la justicia y aborrecer la maldad, por lo cual ungiéronle con óleo de gozo y mirra, y áloe y casia exhalaron sus vestidos y recibió el oro de Offir, los brocados de Tiro, las perlas de Tarsis y el incienso de la Arabia».

Hay que reconocer que la estrella mística de espléndida luz guió a los reyes de Oriente hasta el nacimiento del Hijo de Dios en Bethlén. La tradición señala a Tarsis, Arabia y Ethiopía como los países respectivos en que imperaban estos tres reyes magos. La Ethiopía en aquellos tiempos como un misterio impenetrable y a Arabia como un aromoso pebetero. Desde aquella tierra, abrasada por el sol y renegrida por su luz cegadora, de hermosa y fuerte raza, tiene poblada de santuarios y viejos templos tallados en el negro y brillante ébano y marfil, venían las mágicas creencias, en tanto que de la perfumada Arabia venían las más ricas y preciadas esencias, que embriagaban con sus perfumes y cuajaban la mente de embriagadores sueños que difundían en la atmósfera y sostenían el ambiente de misterio y profecía.

De aquí que la fe, generada por tantos y tantos inspirados profetas por la luz divina, alma y esperanza de las generaciones, animó todas estas hermosas figuras vistas en el pesebre de Belén, dándoles la hermosura de la verdad creadora de la ley divinal y que se acatan y reverencian en las páginas de la fe y las de la historia.

Los Evangelios no dan nombre a los tres reyes, pero la tradición católica les ha dado, y de labio en labio, de siglo en siglo, han llegado hasta nosotros: y esta denomina al uno Balthassar, que significa el rey del alba y de la aurora. Melchor, que significa el rey de la plena luz, y Gaspar, que representa la idea de diadema de la obscura Ethiopía. ¡La celebración de la Fiesta de los Santos Reyes! ¡Fiestas incomparables en las creencias del alma católica, fiestas sin igual calentadas con el sagrado del santuario de la familia cristiana, en cuyo seno viven, alientan y palpitan, llenando el corazón de los padres con esa pura alegría que hace asomar las lágrimas a los ojos como muestra de una pura y santa dicha! Las fiestas del 23 de junio, la del 24 de diciembre, los nacimientos de San Juan y de Jesús, las dos fiestas de la familia se completan con la no menos santa y hermosa, la noche de Reyes.

Con qué alegría no se esperan esas noches, la víspera de Juan, la noche hermosa de junio, cálida, llena de gratos rumores la brisa veraniega produce en las verdes y pomposas arboledas, el claro sonar de las fuentes, el perfume de las flores que embalsa una noche tibia y misteriosa, noche de santas alegrías en que gritos de ¡San Juan! ¡San Juan! resuenan por las calles y paseos de lo pueblos, las encendidas hogueras cuyas chispas suben en brillantes, ramilletes cual miríadas de constelaciones que desaparecen en un cielo azul intenso y misterioso que parece con suaves entonaciones y titilar de las estrellas celebrar la venida del Precursor de la buena nueva que ha de tener lugar a los seis meses cabales en el día más corto del año, en la más cruda estación. La fiesta de Navidad, fiesta alegre y santa que conmemora la venida de Jesús al mundo, y con la entrada de la nueva vida, la venida del Redentor. Y qué diferencia entre ambas fiestas, la primera en el campo, abiertas las puertas pequeñas para dar expansión a la expansión de alegría y vida, la segunda la fiesta del hogar, entre el chisporroteo de los troncos y los copos de nieve que caen por el cañón de la chimenea, frío, concentración de vida en torno del abrigo de los muros, congregación de todos los individuos de la familia en torno de la mesa patriarcal que presiden los ancianos, y en santa reunión entonan cánticos a la venida del Mesías, los niños que se extasían ante las figuritas del Nacimiento que representa para ellos un mundo desconocido con visiones de fantástica ilusión. Y la tercera, festividad grande para la Iglesia de Cristo, la adoración de los Santos Reyes, la adoración de los grandes de la tierra rindiendo homenaje y depositando sus ofrendas, humilladas sus testas coronadas ante un Niño nacido bajo la bóveda de una cueva, albergue de ganados, y dormido sobre el humilde pesebre de unos irracionales. ¡Divino misterio que la grandeza del Omnipotente coloca ante los ojos de los mortales, para que humillen su orgullo ante sus altos destinos! Festividad grande que la Iglesia celebra tan fausto día y a la que precede la misteriosa y soñada noche de venida de los Reyes.

Noche de ilusión para los inocentes niños, que todos, en dichosa edad, hemos esperado con ansia, con zozobra, con sueño intranquilo, creyendo oír por la calle el paso de los altos camellos y el rumor de los criados colocando los obsequios de los Reyes en los balcones y ventanas, y recogiendo los modestos presentes de la paja, la cebada y la algarroba, con que creíamos obsequiar a las cabalgaduras de los fantásticos monarcas.

Todos los hemos visto en sueños, pasar a caballo de los camellos y dromedarios, con sus altos y dorados turbantes relucientes en rica pedrería, las capas de armiño y púrpura sobre los hombros y los cálices de oro que encerraban la mirra y el incienso, que dejaban perfumes resinosos que embriagaban nuestros sentidos. Les veíamos sonreír mirando nuestros balcones y ágiles criados con blanquísimas y anchas túnicas, trepar por doradas escaleras a nuestros balcones, depositando los juguetes que nuestra ilusión deseaba y sacaban de grandes cestos que pendían de las espaldas de los camellos y entregaban a los trepadores negros niños que acompañaban al rey negro, al Gaspar, cuyos blancos dientes al sonreír tenían reflejos del nácar o cual si interna luz iluminara aquella boca.

¡Ah, qué noche de recuerdos para los que dejamos hace años las dulces e inocentes ilusiones de una juventud que ya pasó! ¡Ah, qué víspera del día grande para la Iglesia de Cristo en el que conmemora la adoración de los Reyes al Rey de cielo y tierra, al Redentor cuyo reinado no tiene fin, pero cuyo trono fue la pobreza y la humildad como flor la más preciada en el jardín de la Sabiduría Omnipotente!

Qué fuente de inspiración para el artista en estos dos actos tan grandes, tan sublimemente poéticos y artísticos, el Nacimiento y la Adoración de los Reyes: pocos asuntos habrán sido tratados por mayor número de grandes artistas y todos, todos ellos han brillado en el concepto puro de esta composición inspirada por la más grande de las fuentes de belleza, la sencillez y encanto que en sí ofrece tan hermosa escena.

Desde las miniaturas de los códices, hasta los frescos de los templos, desde las tablas bizantinas hasta los lienzos, la escena de la adoración de los Santos Reyes ha sido pintada y reproducida de mil maneras, pero brillando en todas, no sólo la ingenuidad, sino el mayor deseo de reproducir con exactitud la escena.

Uno de los cuadros más hermosos y que demuestran cuanto llevamos dicho, es el de un pintor cuyo nombre no es de los que con solo pronunciarle se resume su fama: Gentile es el artista a quien aludimos, y en el museo de Florencia puede contemplarse esta hermosa obra de tan sentida inspiración. Hay que tener presente que en éste, como en otros muchos cuadros de aquellas épocas, la verdad y propiedad indumentaria no es la más acertada, y trasládase la escena y los personajes a la época en que se pintó el cuadro, y así vemos pajes, damas y caballeros del siglo XIV y XV adorando al Señor, acompañando a Santa Isabel en el nacimiento de María, a soldados con armaduras de dichos siglos escoltando o guardando al prisionero Jesús en su dolorosa vía del Calvario. Pero, aparte de esas inexactitudes históricas, fijémonos en el sentimiento, en el espíritu del artista, que sintiendo aquel grandioso acto, supo trasladarle al lienzo con verdad y dulzura. En el cuadro del citado Gentile forma el fondo de una composición arquitectónica de tres arcos, bajo los cuales se ve un conjunto bien estudiado de pajes, heraldos y cortesanos como acompañamiento de los reyes venidos en caballos de hermosa estampa y ricamente paramentados. La figura de la Virgen, muy sencilla, muy primitiva en sus líneas, casi temerosa baja la amplia frente en busca del Niño que tiene sentado sobre sus rodillas. Este es hermoso, ingenuo en su dibujo, y sonriente pone su manecita sobre la calva frente de uno de los monarcas casi tendido a sus pies, que ha dejado en suelo la corona, que es magnífica, deponiendo y adorando la pobreza y humildad ante el Niño Dios sus riquezas y poder, según le acusan los brocados y pedrerías. La cabeza del monarca es hermosa y la coloración del cuadro es simpática y dulce la luz difundida en todo él. No obstante la belleza de esta pintura en que tan bien se expresa la adoración de las grandezas humanas a la humildad y modestia del Rey de cielos y tierra, en la que el artista supo tan acertadamente combinar todos estos pensamientos, dándole forma tangible que impresione por la vista al que la contempla, Poselino, en su cuadro, la realiza de una manera más natural y sencilla, menos grandiosa por el decorado, pero más grande por esa misma verdad y realismo poético con que está traducida en la obra de arte.

En el lado izquierdo del cuadro vense dos caballos fuertes y pesados, de verdadera raza del Norte, a los que sigue una muchedumbre de cazadores que expresan su alegría soltando los rapaces halcones que elevan su vuelo. En el centro los reyes con su espléndida corte, vestida toda ella con los lujosos trajes del renacimiento florentino y en el lado derecho bajo el portal de Bethlén, construcción puramente medioeval, se ve a la Virgen sentada humildemente con su Hijo en el regazo, contemplando sonriente las ofrendas que aquéllos presentan al Niño. La escena varía en su presentación con el cuadro de que hemos hecho mérito. Pero en superior belleza nuestro Museo de Madrid encierra dos obras notabilísimas, sumamente apartadas la una de la otra: la una es de Velázquez, la otra de Rubens. Entre ambas, como hemos dicho, el punto de vista de la grandiosa escena no puede ser, como hemos apuntado, más distinto. Velázquez ha pintado la realidad con demasiado prosaísmo, el flamenco la ha tomado por el lado contrario, lo artificioso, convencional y de aspecto teatral. Velázquez pinta las figuras reales arrancadas de lo humano, son copia de personas que se mueven en el escenario de la vida, no son creaciones de la imaginación, son seres vivientes arrancados de la prosa de la vida. No hay riquezas, trajes deslumbrantes ni pedrería, no, no hay convencionalismos contrarios a la verdad histórica que desfiguran un hecho, tanto más grandioso y sublime cuanta mayor es su sencillez y pobreza. La Virgen está sentada sobre unas piedras labradas de cantería, cual restos de una construcción antigua desplomados sobre la tierra, viste túnica de color rosa pálido, algo descolorido, manto de obscuro azul y blanca toca muy rebozada en la cabeza: con sus manos sostiene a su divino Hijo, fajado humildemente, y con amor presentado a la adoración de los Reyes, los cuales, arrodillados, y en pie el tercero, acompañado de un paje, que mira con curiosidad a la Santa Familia, como no dándose cuenta de una adoración de sus reales señores a tan humildes gentes: un cielo puro como la mirada de María y un paisaje que denota conocimiento del país, terminan esta escena tan real como sencilla, tan pura como sentida en su humildad y grandeza a la par.

En el cuadro de Rubens, por lo contrario, el estudio, la composición, la afectación y el conjunto, los efectos teatrales predominan en la obra. Brocados, terciopelos, oro, estofados, tisúes, arquillas cinceladas, jarrones de oro, cálices, copas, pebeteros, caballos, camellos, dromedarios, pajes vestidos con refulgentes dalmáticas, reyes cargados con toda la riqueza del vestido, coronas, cetros, arreos militares y las preseas y cadenas, usuales en las cortes de España y Francia, aparecen correctamente trazadas con los deslumbrantes efectos de una luz intensa, viva, que se descompone y centellea con los cambiantes del iris al quebrarse en las mil facetas de tanta pedrería, oro y plata, colores brillantes, con reflejos que ciegan y deslumbran. Todo ello reunido en corto espacio y limitado por la superficie del lienzo, a través del cual se ven horizontes extensos en que se adivina el campo de Italia más que el sereno y melancólico de Palestina. Aquel conjunto parece vibrar a impulsos de tanta luz, de tal estrepitosa animación, y la vista cree oír gritos de alegría, voces de entusiasmo y ese murmullo que el asombro produce en las multitudes ante algo que las anima y entusiasma. La Virgen resulta aquí una de aquellas reposadas damas flamencas, rubias, pálidas por la excesiva transparencia de un cutis bajo el cual se adivinan las azules líneas de las venas, el Niño hermoso, con más apariencia de sajón que un niño de la fina raza de Palestina, de enérgicas líneas y escaso de linfática grosura, forman, como hemos dicho, un conjunto, que si artístico, maravilloso en su dibujo, rico en el color, magnífico en la ejecución y perfecto en la transcripción de las humanas fisonomías, no tiene, en medio de su maravilloso conjunto, la verdad, la hermosura y la bíblica realidad y encanto de la obra de Velázquez, que si gusta, atrae y encanta, en cambio no conmueve, no llega al corazón como la obra incomparable del pintor español.

La escuela valenciana no dejó de representar un acto tan grandioso para la vida de Jesús y de María principalmente, que es la que como Madre pudo llenar en aquel momento su corazón de puro gozo al ver adorado y obsequiado su Hijo por los potentados de la tierra, que de lejanas venían a presentar sus ofrendas al Mesías anunciado por los profetas. De Juan de Juanes conocemos también una Adoración de los Reyes de no gran tamaño, y en cuya representación el famoso pintor de la Inmaculada reprodujo con verdad y la pulcritud característica de sus obras el acto de la ofrenda; también los detalles arquitectónicos carecen de verdad, pues que acomodó a los detalles de la época la representación: unas ruinas de portal, el horizonte con paisaje, cielo azul en el que brilla la misteriosa estrella, unos reyes modelos de ejecución en sus hermosas cabezas y fina ejecución de unas barbas y cabelleras que obscurecen la realidad, trajes ricos pero sin ostentación, presentan, arrodillados ante el Niño, sus dones, cuya escena contempla María con plácida sonrisa; un Niño Dios, que es un modelo de belleza infantil, al que rodea una atmósfera de divina luz, y cuya mirada penetrante, clavada en las hermosas cabezas de los reyes, parece comunicarles su celestial luz. El rostro de María es de una plácida hermosura tan poco terrenal, que eleva el espíritu a la contemplación de la pureza de la Santa Madre del Redentor: San José contempla aquella escena, se apoya en un cayado, descansando su blanca barba sobre las manos, de una ejecución admirable, sonríe al ver alargar las manecitas al Niño. Es uno de los cuadros menos conocidos del inmortal pintor, y del que poca mención han hecho los historiadores del concepto pictórico, y es uno de los que más se ajustan a la verdad evangélica y la inspiración del verdadero pintor cristiano. En él se reasume la veracidad y realidad del hecho con la majestad que debe imprimirse a acto tan grande para la vida de María, de Jesús y de la Iglesia Católica, que desde los más antiguos tiempos ha procurado representar la solemne adoración.

Antes que la pintura saliera de los estrechos límites de las iluminaciones de los códices, ya en ellos encontramos representada la Adoración en muchos de los siglos XIV y XV, ejecutada con más exactitud que en los tiempos posteriores en que la fantasía quiso idealizar por medio del lujo la grandiosidad del hecho.

Y dejando este punto en que hemos procurado dar a conocer la presentación de este hermoso pasaje, para que se comprenda cómo el arte ha procurado enaltecerle para dar idea por la vista de este notable y providencial hecho profetizado por los inspirados por Dios, continuaremos la narración de la celebración por la Iglesia de la festividad de la Epifanía.

No es ya San Lucas quien narra este interesante pasaje de la adoración de Jesús por los Magos con la visita a María, cuyo nombre no omite San Mateo, a quien somos deudores de esta relación tan curiosa e interesante y en la que aparece el nombre de la Señora a pesar de la pretendida obscuridad a que han querido relegarla los que en su frío racionalismo y fe sin caridad cual los protestantes, quieren y han querido rebajarla del pedestal hermoso en que Dios Omnipotente la quiso colocar para la veneración de los discípulos de la pura doctrina y salvadora misericordia de su Hijo.

Mas, a la narración clara, sencilla y hermosa del Evangelio, hay que añadir algunos antecedentes que demuestran la verdad, la majestad de un hecho tan hermoso y profetizado y reconocido por los paganos y sus escritores e historiadores. El misterio de la Adoración de los Reyes se completa con la de los Pastores en el divino misterio del nacimiento de Jesús. La lección y enseñanza que de este acto se desprende, es una repetición, pero de mayor enseñanza. Es Jesús niño adorado en los brazos de María: no parece sino que Jesucristo gusta tanto de aparecer niño en el regazo de María, que nada de cuanto a ello conduce quiere pase en silencio. En ningún tiempo de su vida apareció tan hombre, ni fue reconocido tan Dios, y como de María, quiere sacar el testimonio más sensible de su debilidad humana, y sobre la pura Virgen refleja el resplandor más vivo de su divinidad.

De aquí que para este alto fin no bastaba la adoración de los pastores, de los sencillos e ignorantes, de los judíos, necesitábase más la adoración de los gentiles, de los grandes coronados y extranjeros al pueblo de Israel. Era la adoración por parte de los que no habían escuchado la voz de los profetas.

Como comprobante de cuanto vamos relatando, diremos que el celestial prodigio de la estrella que atrajo a los Magos del Oriente a la humilde cueva de Bethlén es un hecho, recordaremos la gran circunstancia histórica en que se manifestó y que era su preparación, a saber, que era opinión antigua y acreditada en todo Oriente, fundada en antiguos oráculos, que en aquel tiempo debía salir de la Judea un Poder que regeneraría el Universo. Los historiadores, Tácito Suetonio y Josefo, refieren este rumor en términos muy semejantes, que demuestran ser ecos de aquél. Cicerón y Virgilio, el primero en su tratado de Adivinación, y el segundo en la cuarta Égloga, demuestran que ésta era la gran preocupación de su época, preocupación que Vespasiano y Herodes trataron de aplicársela en su provecho. Y Josefo y el Evangelio dan voz de alerta y San Matheo dice (XXIV. 23 y 24): «Si alguno os dijere: el Cristo está aquí, o está allí, no le creáis; porque aparecerán falsos Cristos, que harán grandes señales y prodigios; de suerte que a los escogidos, si fuere posible, caerían en error».

Es opinión general que los Magos venían de la Arabia y así lo indican sus presentes; eran de importancia, así como Emires, que juntaban entre sí los tres caracteres de la Ciencia, la Religión y la Soberanía. Su religión era el Sabeísmo o culto de los astros, representando por este culto una de las fases del error en que estaba sumido el gentilismo, y en esto se manifiesta la Providencia, atrayéndolos a los pies de la cuna de Jesús, haciéndolos como comisionados de lo porvenir, señalándolos como las primicias de la conversión del gentil al Cristianismo.

Esclarécese más este designio cuando se le compara con la adoración de los pastores. Estos representaban al pueblo judío, y como la doctrina del Mesías debía reunir a los dos pueblos, al judío y al gentil, su cuna recibe las adoraciones de ambos. Hay no obstante una aclaración que hacer en este punto, y es que el judío es hijo de la primera alianza, de cuya ley ha huido el gentil, y por esto los pastores son los llamados por los Ángeles como por hermanos e iguales. Mas los gentiles tienen sólo el espectáculo de la naturaleza, la luz exterior del sol y de las estrellas que han convertido en sus dioses, y por ello la Providencia se sirve de esa causa de su extravío religioso para hacerla instrumento de su conversión a la luz verdadera, al astro divino que acaba de nacer.

Una estrella los indica, los señala, los atrae y conduce a Bethlén, una estrella milagrosa, una estrella inteligente, mejor dicho, un destello de la sabiduría divina concentrado en tan hermosa estrella. Y esto mismo dan ellos a entender cuando dicen Hemos visto su estrella, la estrella anunciada, aquella hermosa constelación que no hacía sino asomar y centellear deslumbrante, apareciendo y ocultándose a la vista de los asombrados Magos.

Hay motivos fundadísimos para creer, que esa estrella, además del interior atractivo que ejercía Jesús en el corazón de los Magos, hallaba un auxiliar muy poderoso en la preocupación general que volvía todas las miradas del Oriente y Occidente a la Judea, al lugar misterioso en que debía cumplirse la profecía de La Estrella se levantará de Jacob, de Jacob saldrá el dominador.

Que esta era la creencia general, lo demuestra el discurso de la divina relación, según San Matheo:
«Habiendo pues nacido Jesús en Bethlén de Judá en los días del rey Herodes, vinieron del Oriente a Jerusalem unos Magos.
»Diciendo: ¿dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque vimos en Oriente su estrella, y hemos venido a adorarle.
»Y oyendo esto el rey Herodes, se turbó, y todo Jerusalem con él.
»Y juntando todos los príncipes de los sacerdotes y los escribas del pueblo, les preguntaba dónde debía nacer el Cristo.
»Y ellos le dijeron en Bethlén de Judá, porque así está escrito por el profeta.
»Y tú, Bethlén, tierra de Judá, de ningún modo eres la más pequeña entre las ciudades de Judá, porque de ti saldrá el capitán que gobierne mi pueblo de Israel.
»Y entonces Herodes, llamando ocultamente a los Magos, averiguó cuidadosamente de ellos el tiempo en que les había aparecido la estrella.
»Y los envió a Bethlén diciendo: id y preguntad con disimulo por el Niño, y en hallándole dadme noticia para ir yo también a adorarle.
»Los Magos habiendo oído al rey, marcharon. Y he aquí que iba delante de ellos la estrella que hablan visto en el Oriente, hasta que llegando se paró encima de donde estaba el Niño.
»Y viendo los Magos la estrella se llenaron de una alegría muy grande.
»Y entrando en la casa, encontraron al Niño con su Madre María, y postrándose, le adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron dones, oro, incienso y mirra.
»Y habiendo recibido en sueños aviso de que no volvieran a Herodes, se volvieron a su país por otro camino».

Con tanta hermosura y sencillez bíblica relata el Evangelio la llegada y visita de los Magos a la cuna del Redentor, y nada decimos en confirmación de este grandioso hecho mas que las consideraciones que sobre la adoración se desprenden y consignamos, terminando este pasaje con las sublimes palabras del Evangelista.

Hemos hablado del hecho admirable del nacimiento del Hijo de Dios, de la adoración de los Pastores y de los Reyes Magos, de un hecho tan grandioso para la Iglesia en la solemne fiesta de la Epifanía y por la narración del Evangelista hemos visto la participación que en el hecho tuvo María, como prueba irrecusable de su coparticipación y prueba evidente en contra de los anticatólicos, que ha pretendido dar una obscuridad a la vida de la Señora que correspondiese a los fines propuestos por los racionalistas y filósofos. Vése, pues, de una manera clara y evidente, que María tuvo la participación correspondiente que el cielo la había señalado, y su nombre aparece, figura y participa en todo cuanto es necesario a los fines señalados por Dios y para la armonía de tan memorable hecho.


VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XII: LA ADORACIÓN DE LOS PASTORES.