VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XIV: BETHLÉN; SU TRADUCCIÓN AL CASTELLANO, SU SITUACIÓN, SU HISTORIA.

Capítulo XIV: BETHLÉN; SU TRADUCCIÓN AL CASTELLANO, SU SITUACIÓN, SU HISTORIA.

-TEMPLO DE LA NATIVIDAD, SU HISTORIA, LA SANTA, GRUTA, SU ESTADO ACTUAL, ALTAR Y CRIPTA DE SAN JOSÉ Y DE LOS SANTOS INOCENTES.


Cuantos han visitado a Bethlén, dicen que un contento especial se experimenta en sus campos, peñas, horizontes y hermosos celajes, tan puros, de luz transparente, tan diáfana como encantadora; la alegría impera en aquel hermoso valle, así como contrasta su verdura, su hermoso panorama, tan cubierto de variada vegetación y flora, con los tintes y melancólicos alrededores de Jerusalén, tan llenos de ruinas y de tristes recuerdos. El trayecto que media entre ambas ciudades es corto, en dos o tres horas a caballo se recorre la distancia que separa a las dos conocidas ciudades que podemos denominar la cuna y el sepulcro, nombres que llevan en sí ideas tan distintas, la vida y la muerte, y aquí que la naturaleza, en sus aspectos, responde con su conjunto a ideas tan diferentes. Viniendo de Jerusalén el viajero ha de pasar por el sitio en que estuvieron y se ostentaban los célebres jardines de Salomón. Aquellos encantados vergeles han desaparecido y las hordas de los ejércitos, que sólo siembran desolación y tristeza, saqueo y destrucción, llantos y maldiciones, que es la gloria militar, no ha dejado más que el nombre y ni un vestigio ha quedado de aquellos vergeles.

¡La campiña de Bethlén cuántos puntos de semejanza con nuestras campiñas orientales de España! como en ellas, como en esas hermosas riberas del Mediterráneo, sin igual en el mundo, ni aun en la misma Italia, el nopal retuerce sus carnosas ramas, sus anchas hojas semejan palas que esperan el rojizo fruto azucarado, de su seno, para rebotarlo cual espinosa pelota, el áloe, con su fantástico aspecto, el blanquecino y honrado olivo, con sus sazonados frutos que destilan el bálsamo de la luz que ilumina el templo y la antigua lámpara del doméstico hogar, el fuerte y laborioso algarrobo con sus hojas de brillante verde y sus negros frutos destilando miel y nutritivo alimento para el ganado y para el hombre, pues por algo se le denomina pan de San Juan, por haberle servido de alimento en desierto; la higuera, tan pomposa, con su lujuriante verdura y tan falsa en su madera como lo es su indigesto fruto, el amarillento albaricoquero, el ciruelo y el bíblico cinamomo se alinean en los ribazos delimitando las heredades y formando un hermoso cuadriculado que encierra fecundos campos en que amarillea el dorado trigo, el ruidoso maizal y la enana judía, forman un inmenso tablero en el que se destacan como grandes punzones que sujetaran aquel hermoso tapiz las erguidas palmeras, mecidas y adormidas en su polen embriagador, cimbreantes a los impulsos de la suave brisa. A lo lejos, los montes de Moab, con su tono violáceo, dulcificado por la distancia, cierran un horizonte tan bello y encantador que el viajero se siente con alegre deseo de pisar aquella tierra, desmontar y arrancar las flores que bordean las sendas que recorre su caballo, antes de llegar a aquel pueblo que blanquea, dominado por imponentes cúpulas que coronan aquella agrupación de edificios y que sólo parece accesible por la parte que recorremos viniendo de Jerusalén, y en la que penetraremos por la misma puerta que entraron José y María cuando a ella llegaron en demanda de hospitalidad.

Tal es el aspecto de la antigua Efrata, viniendo por la parte de Jerusalem, por la que llegamos a la dichosa Bethlén, la casa del pan, cuya es la significación castellana de Bethlén. Los hijos de esta ciudad son apuestos y de bella configuración, se llega entre ellos a eda muy avanzada. Las mujeres descuellan sobre todas las de Palestina por su hermosura, y sólo admiten como rivales a las de Nazareth. Ambas se distinguen por sus hermosos y artísticos trajes. Visten túnica azul con mangas perdidas, adornada con hermosos recamados, capa o manto rojo (mendir), y a la cabeza la ligera y blanquísima toca, con el casquete (salna) adornado de menudas monedas y medallas de plata y oro graciosamente combinadas, y cuya especie de mitra realza su hermosa estatura y escultóricas proporciones. Su calzado consiste en sandalias las pobres y zapatos con tacón las de las clases más ricas, y cuyos colores varían del amarillo, rojo o negro: las de clase inferior usan también el gorro y el manto blanco como las nazarenas, y la túnica azul pero lisa, sin estofado ni bordados.

Los hombres son robustos, de rostro agraciado, negra barba que tiende a azulado como sus ojos, son apuestos y gallardos. Pasan por valerosos y turbulentos, pero lo desmiente su trato franco y amable, que hace borrar esta fama. Visten el elegante traje del país con sus sacos o gabanes en forma de jaique listados de vivos colores, y cubren su cabeza con el característico gorro.

Antes de entrar en Bethlén, se encuentra una antiquísima construcción que denominan la Tumba de Raquel, y de la que luego cuando visitemos los monumentos de nuestra fe hablaremos de ella y de su importancia. A la derecha del camino sobre una colina se ve el pueblecillo de Beit-Djalet, y entre sus modestos edificios descuella el Seminario que ha construido el Patriarca latino. Lentamente nos hemos ido acercando a la ciudad de la alegría, a la ciudad cuna del Salvador, circunstancia que la embellece más y más a nuestros ojos. Sus jardines en que crece la anémona encarnada de brillante y espléndido color, las pimpinelas amarillas y azules, los numerosos jacintos y un hermoso clavel silvestre que no conocíamos, forman como una guirnalda en torno de aquella ciudad tan hermosa, tan simpática con la especial construcción de sus hermosas y artísticas casitas, tanto, que el ánimo desea penetrar en ellas, penetrar en las alegres casas tan llenas de macetas con variadas flores, y subir aquellas escaleras al aire libre con rústicas barandillas de madera, y que desde aquí contemplamos en una hermosa tarde de primavera en que una brisa tibia y perfumada con el aroma de las flores y del heno de sus campos, parece elevar un himno de luz y de perfumes a la Divinidad que la eligió por cuna de su Hijo amado.

Bethlén reúne aún mayor encanto para el viajero que llega a sus puertas, el encanto de la proverbial amabilidad y cariño de los belemitas, que en número de más de dos mil quinientos de sus habitantes son católicos, mil quinientos griegos, unos cuatrocientos armenios y seiscientos los musulmanes: tal número de católicos y cristianos consuela el alma, y decimos: Bethlén está en Palestina dominada por el islam, pero es una ciudad católica; sus hermanas, muertas de consunción; y esto tranquiliza el ánimo y alegra el alma.

La ciudad se encuentra encerrada en sus antiguos límites, no porque murallas limiten su recinto e impidan su expansión, no, es la misma naturaleza, es la misma situación topográfica la que le impide, extenderse.

Una grata impresión produce la entrada en la ciudad, sus calles algo más cuidadas y limpias, con la blancura de aquellas especiales construcciones, produce efectos de bienestar, de trabajo y de vida laboriosa, pues Bethlén, además del cultivo de sus campos, tiene vida industrial dedicada a trabajar el nácar, rosarios, cruces y otros mil objetos piadosos que de aquélla llegan a nuestras ciudades.

Diremos ahora cuatro palabras de su antigua historia y visitaremos los inestimables templos de nuestra fe, la cuna del Redentor, en la que oraremos y besaremos las venerandas reliquias de los objetos que el Salvador consagró con su cuerpo o con su presencia.

Efrata, que en lengua hebrea significa feracidad, riqueza agrícola, fue el antiguo nombre de Bethlén: dícese que Abraham, al visitarla, la llamó Beth-Lehem o casa del pan, de donde tomó el nombre con que hoy es conocida. Asienta sobre dos colinas oriental y occidental, rodeadas por Norte, Este y Sur, por los hermosos valles que hemos descrito: está sobre el Mediterráneo a una altura de ochocientos cuarenta metros. En ella nació y vivió David, siendo allí mismo ungido por Samuel; en tiempo de las Cruzadas Tancredo se apoderó de ella, clavando su estandarte de la cruz sobre la iglesia del Nacimiento, en la misma hora en que nació el Redentor del mundo. Bethlén ha sufrido, como todas ciudades de Palestina, los reveses de la guerra, y ha visto incendiados y devastados sus templos, saqueadas sus casas y perseguidos sus habitantes católicos. Hoy goza de una mayor tranquilidad y sus pacíficos habitantes pueden dedicarse a las industrias sin temores de nuevos atropellos, pues la media luna no anda tan creciente que su menguante no se manifieste de una manera ostensible. Excusamos extendernos en más detalles históricos, pues lo que interesa a nuestra narración son los grandiosos hechos de la vida de María, relacionados al par con los de su Hijo, y dar a conocer las memorias que los católicos veneramos en aquella tierra consagrada por el Salvador y su Santísima Madre: así, pues, basta con lo enunciado, y encaminemos como peregrinos nuestros pasos a la iglesia de Santa Catalina y bajemos a la santa cueva en que nació Jesús.


Subiendo por aquellas angostas calles, que baña un sol espléndido, deslumbrador, que ciega con la reverberación de tanta blancura, llegaremos a una gran plaza, y al entrar en ella, antes de que nuestra pluma presente las impresiones personales que en nuestro corazón produce la avenida, atrio o compás que precede al templo, dejaremos que antiguos peregrinos nos la describan, pinten y nos trasladen sus emociones ante aquel sagrado recinto, que haría latir su corazón como latía el nuestro al ver próximo a la realización tan noble y deseado momento de visitar la cuna del Redentor del mundo.

Fray Antonio del Castillo, que escribió en 1620, dice en su obra El Devoto Peregrino:

«Antes de entrar en la iglesia hay una plaza muy grande toda cubierta de piedras blancas muy lindas, tres cisternas se ven en ella, y a la parte que mira al Occidente existe un edificio el cual llaman el estudio o escuela de San Jerónimo por ser aquí donde el Santo enseñaba a sus discípulos; mas hoy está hecha caballeriza y allí meten sus caballos los turcos que van y vienen a Hebrón. Tiene la iglesia cinco naves, sustentadas sobre cincuenta y dos columnas de pórfido, que no tienen precio ni hay otras en el mundo. Las paredes están cubiertas de medio arriba de mosaico, con muchas historias del Testamento Viejo y Nuevo, apropiadas al misterio de la Natividad del infante Jesús; de medio abajo lo están de jaspes blancos, negros y rojos, cosa que vista causa maravilla. Todas las maderas y vigas son de cedro. La portada es grandiosa y tiene tres puertas; las dos están tapiadas, y la de enmedio también casi toda, de modo que no hay más que una puertecita muy pequeña por donde se entra medio inclinados. La razón es porque no se entren los turcos con sus caballos a estar allá dentro, que lo hacen; y así todas las puertas de los cristianos están de igual manera, porque en viniendo los turcos, luego se entran a aposentar con los caballos en lo mejor de la casa. Toda la iglesia está cubierta de plomo, y tiene un maravilloso ventanaje, con hermosísimas flores y labores de mosaico, que causa maravillosa y agradable vista».

Aquilante Rocheta, que visitó en 1599 la basílica, dice que la cubierta de plomo fue colocada en el mismo año de la toma de Granada y que a esta obra contribuyeron los Reyes Católicos, y por último, Chateaubriand, cuando hizo su viaje a Tierra Santa, dice:

«El convento de Belén está unido al templo por un patio de elevados muros. Lo atravesamos, y por una puertecita lateral penetramos en la iglesia. Data ésta, sin duda alguna, de remota antigüedad, y aunque varias veces reparada, conserva visibles muestras de su origen griego: tiene forma de cruz, y adornan la nave cuarenta y ocho columnas de orden corintio, dispuestas en cuatro líneas, columnas que miden dos pies y seis pulgadas de diámetro junto a la base, y diez y ocho pies de altura, contando la base y el capitel. No tiene la nave bóveda, así es que las columnas sólo tienen un friso de madera, el cual sustituye al arquitrave y a la cornisa; en las paredes se apoya una armadura de madera de cedro, pero esto es un error. En los muros, que en otro tiempo estuvieron adornados con cuadros de mosaico y con pasajes del Evangelio escritos con caracteres griegos y latinos, de los que se observan aún vestigios, ábrense grandes ventanales. Los restos de mosaico y algunas tablas que existen aún en diferentes puntos, son muy interesantes para la historia del arte; por lo general presentan las figuras de frente rectas, tiesas, sin movimiento y sin sombra; pero su efecto es majestoso y severo, como noble su carácter».

Otro viajeros modernos describen esta monumental basílica, tan digna de estudio y de veneración para el católico: muchos son los que acerca de ella han escrito, y después de citarlos y dar sus impresiones personales, daremos las nuestras ante lugar tan maravilloso para la fe, del lugar cuna del Salvador y punto de donde arrancó la poderosa luz del Evangelio que había de iluminar al mundo e imperar en los corazones como ley de la redención y de la esperanza.

D. Ángel Barcia, en su citado viaje a Tierra Santa, dice: «Seguimos, primero, una calle ancha, desde la que se descubre el panorama de la ciudad, los conventos de la Basílica y las vertientes que bajan al valle; otra más estrecha después en que está el bazar, y al fin de ésta nos encontramos en una gran plaza, o más bien una inmensa explanada, descubierta por la izquierda, por donde el terreno, lleno de losas sepulcrales, desciende en rápidas pendientes. Al frente, con un aspecto, teatral, se alzan los muros medioevales, cortados en planos y líneas grandiosas, de los tres conventos latino, griego y armenio, que rodean la soberbia basílica constantiniana que cubre la gruta de la Natividad, el portal de Belén. Nada más hermoso que esta plaza. Es una decoración admirable. La falta completa de simétrica monotonía que hace la delicia de los civilizados alineadores de casas, junto con un grandioso estético y libre, presta a aquel montón de edificios algo de lo que tiene la naturaleza no estropeada por el hombre, y hace que la obra de éste se una perfectamente con la obra de aquélla; entre aquel magnífico extremo de la ciudad de David y las colinas sobre que asienta con sus hermosos fondos de la sierra de Moab, puede decirse que hay cierta unidad de factura».

Y en verdad que es necesario contemplar a la espléndida luz meridional aquella desierta plaza, aquel vasto terreno, cerrado en parte por las románticas paredes de ennegrecidos sillares, en medio de un silencio interrumpido tan sólo por el claro y armonioso piar de las golondrinas, tan numerosas y alegres, que recuerdan la soledad silenciosa de los campos de nuestra España en algunas regiones, como en la de Valencia, donde no se oye el canto de pajarillo alguno, pues en su afán de destrucción los naturales de aquel país, ni aun dejan vivir al inocente pajarillo, alegría del campo, y que con insensatez suma aniquilan a la inocente golondrina, tan respetada y querida por los mismos beduinos. Por aquella desierta plaza cruzaban con rápido vuelo, semejante a vertiginosa caída, para remontarse a posar en lo alto de los tan vetustos paredones que encierran la basílica constantiniana y la cuna del Señor, siendo ellas como sus guardianes y cantores. El aspecto de aquel vasto compás con sus desiguales construcciones, sus quebradas líneas, todo sellado con la patina de los años, con ese color de oro viejo que la luz abrasadora del sol comunica a la piedra dándole tonos tan suaves como atractivos, nos encantaba y largo rato permanecimos contemplando aquel hermoso conjunto y el panorama que por el lado que deja franco el horizonte se admiraba, llegando nuestra vista hasta los límites que cierran los montes de Moab con sus atractivas líneas. No hubiéramos abandonado tan pronto aquel hermoso mirador, si el ansia y el deseo de penetrar en la iglesia y descender a la cripta de la Natividad no impulsara nuestro ánimo con vehementes deseos, con ansia de humillar nuestra frente ante la piedra en que descansó el santo pesebre, cuna de un Dios, ¡cuna del Verbo humanado al descender de los cielos!

Contemplemos por última vez por hoy este hermoso agrupamiento de edificios, el convento latino, la basílica de Santa Elena y la iglesia de Santa Catalina, todo ello circuido de los recios muros y grandes sillares, con los macizos contrafuertes y las torres almenadas que le dan aspecto de inexpugnable fortaleza. El lado Norte le ocupa el convento latino: el del Oeste se alza sobre el terreno que en tiempos pasados fue el espacioso atrio rectangular de la basílica con pórticos elevados y aljibes, y en el Sur el convento armenio por donde tiene la entrada en el convento griego. Al Sureste una grande extensión junto al presbiterio adornado por un jardincillo y en la parte Noreste, que como hemos dicho, deja libre el valle, se descubre el horizonte de que hemos hecho mención.

Tal es el conjunto de este incomparable y grandioso escenario que prepara el ánimo para más gratas impresiones, avancemos, entremos en el vasto claustro.

Penetramos a través de humilde puerta y nos encontramos el claustro, construcción de los Cruzados: claustro de desnudas y sencillas ojivas que hacen pensar en aquella edad de hierro, de fe y de constancia para acometer empresas cual las legendarias Cruzadas, inspiración de toda poesía, poema de grandeza y de heroísmos, para venir a comparar aquella edad con nuestra prosaica, fría, calculadora y egoísta edad en que no hay más interés ni móvil que el interés utilitario de la esfera de los sentimientos y goces materiales. Aquellos muros que fueron blancos y hoy conservan un tinte agrisado que acusa su antigüedad, aquellos arcos tapiados con viejas paredes en la parte que da al patio, respiran un ambiente de sufrimiento y convulsiones de luchas y profanaciones, que llenan el corazón de tristeza y de esa melancólica poesía de las ruinas.

Por una puertecilla que comunica con el templo, penetramos en él, pero al contemplar desde ella parte del interior de aquél, la vista percibe un ambiente de luz azulada, de una luz dulce y misteriosa que contrasta con la intensa, difusa y deslumbradora que reina en el patio. Penetramos en la iglesia y el ánimo se sobrecoge ante aquella dulce calma, la vista reposa descansada con aquella luz suave que produce en la retina una sensación de frescura y bienestar. La vista se explaya entonces con la contemplación de la basílica más hermosa del mundo. No conocemos nada que iguale a este templo en majestad, sencillez, gusto y sentimiento religioso. Las primitivas basílicas del arte latino, esos templos tan sencillos, tan llenos de unción cristiana como Santa María de Naranco, Santa Cristina y San Lino, tienen para mí más encanto, más belleza y espíritu cristiano que esas catedrales góticas, tan admiradas, tan espirituales y llenas de encanto y delicado arte. Bellas son, sí, no hay que negarlo; aquellos rosetones calados con vidrieras de colores que tamizan la luz en torrentes de topacios, turquesas y esmeraldas, y a través de las cuales parece entreverse la luz del paraíso, son hermosas, incomparables muestras de un arte que siente y traduce las aspiraciones a la felicidad eterna del Cristianismo. Pero bellas y tanto más lo son para mí esas basílicas de redondos arcos, de techos alfarjiados, o de robustas bóvedas, de estrechos ventanales y monolíticas columnas, parecen encerrar en sí algo de la catacumba, algo de los tiempos de la persecución cuando las virtudes y la fe se aquilatan en el crisol del sufrimiento y del martirio, templos en que entra por mucho la elevación y el triunfo de Jesucristo, pero fortalezas al exterior para resistir todavía el empuje del enemigo: templos en los que se combina con aquellas columnas el rumor de las pesadas armas, el camisote de malla con el relucir de la Franciska de doble filo. Aquella sencilla majestad, que sin acudir a lo aparatoso, resulta grande en su misma sencillez, armoniza mejor en nuestro concepto con el Evangelio, con el espíritu católico en su severa grandeza y bondad.

Así pues, no os extrañe que al contemplar aquella iglesia tan grande y tan pobre en su despojo, tan grandiosa en su primitiva sencillez, mi admiración y entusiasmo me hicieran enmudecer y contemplar con la mirada hundida en aquel bosque de rojas columnas de pórfido veteado de azul y se elevara mi espíritu en medio de aquel caos de color que giraba ante mis ojos iluminado por una luz tan suave como misteriosa. Ante aquel templo, tan genuinamente latino, ante aquel augusto monumento, que califico como el más antiguo y el más propio y verídico, auténtico y fehaciente del cristianismo, mis rodillas se doblaran y humillado contemplara aquel espacio de mundo encerrado por muros y cubierto por sencilla techumbre, todo ello evocado por el genio del arte inspirado en la santa idea del catolicismo que sobre su cuna se levantó para cubrirla como digno fanal de tan inapreciable joya.

Cuando la imaginación y el sentimiento artístico rebajó sus vuelos, cuando el goce estético dio lugar a la razón, al examen de tanta belleza, entonces comenzamos a ver, principiamos a reconocer el mérito y el valor de aquella joya arquitectónica, tan singular, tan hermosa, que no tememos en creerla superior -en el concepto del sentimiento católico- al mismo San Pedro de Roma, a todos los templos modernos en que la belleza estriba en el conjunto matemático de la potencia y de la resistencia.

Entonces es cuando podremos dar, como lo vamos a hacer, la descripción de tan hermosa e inspiradora Basílica, aun cuando la despojáramos de grandiosa idea, del gran joyel sobre que descansa, y prepara el ánimo para las dulces, gratas e inspiradoras alegrías y dichas que nos esperan en las criptas del templo.

Este notable monumento fue construido sobre el terreno adyacente al en que se halla la santa cuna de la Natividad del Señor, por la emperatriz Elena en los años de 327 del nacimiento de Jesús. La planta es la de cruz latina y sus proporciones son majestuosas. Tiene de Oeste a Este, pues esta es su orientación, cincuenta y seis metros y treinta y cinco y ochenta centímetros de anchura en transepto, y la de las naves es de veintiocho con treinta centímetros. Hoy la nave no se ostenta en toda su majestad y proporciones merced a una pared que la estupidez y barbarie de los cismáticos griegos han levantado, cerrando el templo en su longitud y dejando la parte inferior como un atrio o vestíbulo, que se halla en el mayor estado de abandono e incuria, sirviendo de patio para que jueguen y hagan otros excesos los muchachos y sirva ¡brutos! de campo de ejercicio a los soldados turcos. ¡Y la Europa católica, las naciones que se llaman civilizadas... tan tranquilas! Tratárase de una sospecha de ofensa al criado de cualquier embajada, para que esto produjera una nota o quizá una guerra por el prestigio de la bandera nacional, pero que los griegos se apoderen de lo que no es suyo, despojen a los latinos de lo que de derecho les corresponde, y conviertan en pocilga la basílica de la Natividad del Señor, que insulten y apaleen a los cristianos... eso qué importa; si se tratara de haberse apoderado de unos fardos de telas o cargas de algodón... ¡ah! entonces sería otra cosa; ante semejante hecho se conmovería ese mito o ridícula farsa de lo que se llama derecho internacional y tendríamos un conflicto; pero que los griegos nos roben lo que de derecho corresponde a los latinos, que nos quiten la cuna del Salvador del mundo... eso qué importa; ¿qué riqueza representa ni qué valor tiene en el mercado ese templo ni esa reliquia? Y hago punto en este punto, pues no quedaría muy bien parado el catolicismo de algunas naciones, ni en buen lugar nuestra decantada y materialista civilización.

Destrozado y maltrecho, aún esta parte del templo resulta hermosa, sin vidrieras las ventanas, llenas de polvo y otras porquerías, con desconchadas paredes que conservan en lo alto borrosos rastros de las antiguas pinturas donde no ha podido llegar la bárbara mano del musulmán ni la astuta y traicionera del cismático, preferimos es resto del profanado templo, pues en medio de su destrucción resulta más grandioso y como anonadando a sus verdugos con su majestad y grandeza. Como hemos dicho, aquel estado de abandono, aquel pavimento destrozado, aquellas hermosas columnas monolíticas de roja piedra veteada de azul que aplastan con su majestad y que con sus colores, demuestran el enojo y la vergüenza que tiñen a la insensible piedra; colores que cual al rostro, suben con la palidez del enojo el azul y con el rojo la vergüenza, representan la triste situación a que ha venido a parar el templo que debiera ser no de una nación, sino de la cristiandad entera.

Ahora bien: entre el estado de pobreza y de incuria en que hoy se halla esta parte del templo, la prefiero a la otra tan ridícula y abigarradamente adornada, tan llena de parches y mamarrachos como los griegos en su mal gusto han pretendido adornarla.

En cinco naves se divide el templo, formadas por las cuarenta y ocho hermosas columnas de que hemos hecho mérito y que se implantan en cuatro filas. La nave central es más ancha, y el crucero tiene las mismas dimensiones, terminando las naves con dos ábsides de iguales dimensiones que el central. La techumbre de madera cedro es relativamente moderna en comparación con el templo, y es un modelo de elegancia y buen gusto en el dibujo y ejecución. El pavimento de ricos mármoles desapareció robado por los musulmanes para adornar la mezquita de Omar. Los restos de los mosaicos que cubrían las paredes, van desapareciendo lo mismo que las pinturas del tiempo de las cruzadas; nada queda, nada adorna esta parte del templo mas que las lámparas que se ostentan en la nave central, y otras más pequeñas en las laterales adornadas con huevos de avestruz, según costumbre oriental.

Atravesando el muro que como cartel de ignominia y perversión de gusto y profanación allí tortura la hermosa basílica, comienza la iglesia actual con el coro griego en el centro y el altar armenio en el ábside del Evangelio, y una vez en este recinto, el gusto, el sentimiento estético, protesta de tanta profanación artística ante aquel escaparate de quincallería y prendería. ¡Dios perdone a los griegos los crímenes cometidos contra el arte en su santo templo!

Inmediatas al ingreso hay dos puertecitas, la del Norte comunica con el convento de los PP. Franciscanos, los verdaderos y antiguos dueños del santuario. Atravesada la puerta se penetra en lo que hoy es verdaderamente el templo, que con el corte de las naves queda en forma de cruz griega. Los tres ábsides de que hemos hablado no tienen cubierta de madera sino bóveda, y el central, mucho mayor, se halla elevado setenta centímetros sobre el nivel del pavimento de la iglesia. En la parte del Evangelio se abre una puertecita bizantina que conduce descendiendo por una escalera a la cripta del Nacimiento. Hoy los griegos y armenios son los dueños de la iglesia merced al despojo que de ella han hecho a los latinos, el ábside central lo ocupan ellos para sus ceremonias y culto, y el del lado del Evangelio los armenios; los latinos sólo tienen derecho al paso por el templo; ¡quién sabe si el día de mañana se les será privado si así se les antoja a los disidentes!

Antes de descender al más grande de los santuarios, echemos una mirada sobre la iglesia, desfigurada hoy con parches y altares llenos de oro y pintarrajeados de pinturas más o menos antiguas y no siempre buenas. Miles de colgajos de telas, huevos de avestruz que la convierten en un gabinete de historia natural, en prendería de cintajos y telas, ramos y cachivaches que le dan todo el aspecto de esos ridículos adornos con que exornan con mal gusto las gentes de los pueblos sus iglesias llenándolas de flores inverosímiles de trapo, con rabiosos colores y hojas de una naturaleza imaginaria. Al contemplar aquellos adefesios de tan mal gusto, suspirábamos casi por la desnudez grandiosa y majestad de la parte profanada, allí cuando menos no campea, reina ni impera el mal gusto que predomina en la iglesia griega.

Hoy, merced al estado de enemistad en que se encuentran los tres conventos, hace que nada se restaure, pues ninguno consiente que se ponga la mano en el templo para que no se puedan alegar derechos de propiedad el día de mañana; tanto, que si un cristal se rompe, ya no se repone, pues si uno lo pusiese el otro lo quitaría para evitar la apropiación, y así el templo va perdiendo y perdiendo cada día. ¿Cuándo terminará esta situación? Dios lo sabe; tal vez cuando concluya el indiferentismo de las naciones europeas, y éste no lleva aspecto de terminar por ahora.

Los tres altares que ocupan los ábsides contienen el recuerdo de la Natividad y se levantan sobre el punto que ocupa la cueva, el del Sur representa la Circuncisión, pues dice la tradición que allí es el punto en que fue circuncidado el Niño, y el del Norte encierra la adoración de los Reyes, pues se levanta en el punto en que desmontaron aquéllos para entrar en la cueva. Al pie del altar y en el pavimento vemos una estrella de mármol que determina el punto del cielo en que se paró la milagrosa estrella que los guiaba.

En ambos lados del altar mayor se abren dos puertecillas bizantinas con verja de bronce que conducen a la cripta o cueva en que nació el Salvador del mundo en la noche del 24 de diciembre del año 4004, según el sentir e interpretar de los cronólogos, y 752 de la fundación de Roma.

Acerquémonos a la puertecilla del lado Norte que es la antigua entrada, a la constantemente admirada, venerada y santificada cueva en que tuvo lugar el grandioso acontecimiento de la humanidad; nuestro corazón se impresiona gratamente y nuestros pasos, al mismo tiempo que nos aproximan al lugar del misterio con un respeto y temor que no nos explicamos, parece que aquél nos paraliza, al mismo tiempo que el corazón late apresurado, y como deseando llenarse de la santa alegría de visitar el santo recinto del nacimiento de Jesús. Avanzamos y nuestra vista se hundió en la media obscuridad que reina en la escalera que veo descender. Un estremecimiento, cual si un frío interior corriera por mis huesos y cual el respeto que infunde lugar tan santo, me hizo casi desvanecer, me dominaba, era un temor y respeto parecido al que experimenté al acercarme por vez primera al santo Pilar de Zaragoza. El hecho, lo grandioso del acto, diez y nueve siglos de existencia de la luz de Jesucristo, los millones de mártires, las Catacumbas, el Coliseo, Constantino, Santa Elena, las Cruzadas y toda la historia maravillosa del Cristianismo se presentó en mi imaginación, alumbrada por la vivísima y clara luz que despedía un hermoso Niño tendido en humilde pesebre. ¡Ah, qué emoción más dulce y arrebatadora! Mis rodillas, antes de llegar al santo lugar temblaban ya y deseaban doblarse ante tan sagrado lugar.

Algo más repuesto, avancé, penetré en el hueco de la escalera y emprendí lentamente el descenso de los quince escalones que por ella conducen. El hueco de la escalera tuerce hacia la derecha y sus paredes están cubiertas de rica y hermosa tela, no sé por qué, pero hubiera deseado el muro desnudo de toda tela, tanto más, cuanto que ésta era la entrada que tenía la gruta cuando el nacimiento del Señor: aquel muro desnudo, viva la roca, hablaría más al corazón que aquella ostentosa tela.

Entramos en la cueva; enfrente de la escalera por la que habíamos descendido, se ve otra que baja también desde la iglesia, más moderna, abierta posteriormente. Entre ambas se ve un hueco, una especie de nicho, lleno de luz, iluminado de una manera y de un resplandor que llenan la vista, deslumbra y conmueve.

¡He ahí el lugar en donde nació Jesús! Caímos de rodillas, y nuestra cabeza se inclinó, nos humillamos hasta besar el suelo del mármol del pavimento, y en esta actitud permanecimos unos momentos ¡Qué menos puede ni debe hacer el católico, el amante de Jesús, su esclavo, ante el lugar santo, venerable y grandioso en que vino al mundo el Salvador de la humanidad! Hay humillaciones que alegran, que llenan el alma de inmenso placer, y en aquel momento en que las lágrimas asomaban a mis ojos, me sentía tan feliz, tan lleno de santa y hermosa caridad, que hubiera querido tener en aquel momento a mi lado a cuantos seres amé y quiero en este mundo, para que fueran partícipes de mi dicha, de mi santa alegría. Hubiera querido tener a mi lado a cuantos me han querido mal, no me atrevo a llamarles enemigos, pues no me creo tan grande que pueda causar la envidia ni el rencor de nadie, para besar sus manos ante aquel altar de la más alta, de la más grande humildad en que el Dios de cielos y tierra quiso posar su planta en este mísero mundo.

Así permanecí unos minutos; nada veía, nada se fijaba en mis ojos de una manera concreta, sólo veía un núcleo de lucecitas cual corona de estrellas que iluminaban un hueco de la peña, un mármol deslumbrante y unas letras que me parecían de refulgente luz que se clavaban en mis ojos, que las veía resplandecientes con los tonos de la que despide el diamante, irisadas de azul, rosa, oro y nácar, que me decían, me hablaban en dulce y amoroso coloquio con las armonías del arpa:

HIC DE VIRGINE MARIA
JESVS CHRISTVS NATVS EST

Un silencio embelesador reinaba en la cripta y sólo era interrumpido por los latidos del corazón, por las vibraciones de nuestros nervios que repercutían sonoros golpes de la sangre corriendo por nuestras venas con inusitada fuerza de la emoción. Vi atravesar como sombras algunos peregrinos que entraban y salían silenciosamente; el fraile que nos había acompañado, atizaba las lamparitas que tanto me habían deslumbrado y añadía aceite a algunas de ellas.

Cuando ya más repuesto de la emoción, cuando hube orado por todos mis hermanos en el mundo, cuando hube pedido por mis padres y cuantos seres comparten conmigo su cariño y existencia, pude darme cuenta del lugar en que me hallaba, quise ya examinar, ver y conocer aquel santo lugar, aquel templo augusto de la cristiandad, saturar mi alma con su impresión religiosa y artística.

Comencé por levantar mi vista para reconocer la cripta: tendrá esta cueva unos dos metros a tres de altura y su bóveda no es la abierta en la piedra calcárea, hízose para asegurar su firmeza, pero en ésta como en otras obras ejecutadas, se ha quitado la inocencia y verdad de la techumbre del santuario, aquella ya no es la bóveda de la cueva, la verdadera queda oculta por la nueva que la ha separado. El espacio de la cueva es irregular, teniendo unos diez metros de longitud por unos cinco de anchura. El pavimento tampoco es el primitivo y se halla cubierto de mármoles riquísimos, como las paredes. De ellas penden antiguas colgaduras de deteriorado tisú de oro, en el que se ven los blasones de España, de ¡España, la nación católica por excelencia, de la nación que tanto ha hecho por los Santos Lugares, despojada hoy de sus derechos por el abandono dé las naciones católicas! Los griegos impiden la renovación de estos venerandos restos, un nuevo pretexto para despojarnos de nuestra propiedad, y... quién sabe si este obstáculo tenemos que agradecérseles; son más venerables aquellos girones de nuestra piedad y grandeza, que unas modernas telas sin historia pero con riqueza: serían mejores y más ricas, pero no tendrían nobleza, semejarían a esa aristocracia moderna que funda su excelencia en fajos de billetes y pilas de monedas, de treinta monedas de plata como algunas de las que nos había el Evangelio; en medio de su deterioro las preferimos a las otras.

Entre las dos escaleras hay un hueco irregular, especie de nicho u hornacina, en que la roca se conserva intacta en ella, un tablero de mármol blanco sirve de mesa de altar, y debajo de ella, colgadas, arden quince lamparitas propiedad cuatro de los latinos, cinco de los armenios y seis de los griegos, multitud de lamparitas que forman un foco de dulce y suave luz: el resto de la cueva esta alumbrada por treinta y dos lámparas de plata propiedad de España, Austria, Francia y Nápoles. Debajo de la mesa del altar de la hornacina, vese resplandecer en el suelo una brillante estrella de plata que en su centro, abierto, deja ver el mármol y grabada en ella se ve la inscripción de que hemos hecho mérito:

HIC DE VIRGINE MARIA
JESVS CHRISTVS NATVS EST.

Esta estrella, que por su inscripción latina consagra los derechos que los latinos tienen al santuario, fue robada en 1847 por los griegos ¡siempre los griegos! y transportada al monasterio de San Sabas, pretendiendo de esta suerte robar a los católicos un título irrevocable de su derecho y propiedad: siguiéronse largas negociaciones con el gobierno turco por parte de Francia y Rusia, sosteniendo Francia los derechos de los católicos y apoyando Rusia a los griegos cismáticos como era natural, y el sultán Abdul-Medjid resolvió la cuestión mandando poner en dicho lugar otra estrella exactamente igual con idéntica inscripción latina, quedando burlada de esta suerte la estratagema de los griegos; pero a pesar de este reconocimiento, contra todo derecho, contra toda ley, razón y evidencia, el santuario continúa en poder de los griegos, verdad es que estamos en una época en que impera ya, gracias a nuestro estado de civilización tan adelantada, en que ya no estamos en aquellos períodos de la Edad Media, de la época de barbarie, y hoy impera y domina al mundo el derecho, la santa sanción del derecho de... la fuerza, los latinos no pueden celebrar misa, pero sí los armenios y los griegos.

Aquel arco rebajado que forma el altar de la Natividad, aquella brillante estrella fulgurante a la luz de las lámparas, parece y simula como el arco del pórtico del que salió la luz que había de iluminar al mundo con la mirada de aquel Niño divino que allí nació. Enfrente de este altar se ve un hueco en la peña y al lado de él otro hueco al que se baja por dos escalones, su altura es escasa, y en aquel rincón estuvo el santo pesebre en que fue depositado el Niño; es un cavidad de unos dos metros y medio y decorada desde tiempos antiguos con tres columnas que parecen sostener la bóveda aquí natural, como las paredes en que se ve y besa con veneración la roca desnuda de todo adorno: a tres metros de ella se ve el banco que sostenía el pesebre, que fue trasladado a Roma en tiempo de Sixto V y se conserva en Santa María la mayor: a esta cavidad se desciende por dos gradas; reviste el banco un tablero de mármol algo cóncavo y sobre el cual arden cinco lámparas, pertenecientes sólo a los católicos: sobre éstas un hermoso cuadro de Maello con marco de plata representa la adoración de los Pastores; en la noche de la Natividad y durante la misa del Gallo se levanta la losa de mármol y se expone a la veneración de los cristianos la desnuda roca sobre que descansó el pesebre.

A dos metros de este lugar al frente, se levanta otro altar sobre el sitio en que estuvo la Virgen y el Niño durante la Adoración de los Reyes Magos, semejante al anterior y coronado por una estrella campea otro hermoso cuadro de Maello.

En la cripta principal se me olvidaba decir que en medio de ella se ven tres grandes candeleros pertenecientes a las tres comuniones y un detalle que me impresionó desagradablemente, como no puede menos de repugnar a todo buen católico el ver custodiando la santa cueva a aquel centinela turco que silencioso y pegado al muro se pasa las horas.

¿Qué hace allí el soldado turco? ¿Qué le interesa a él tan santo lugar? Nada; nada le importa, ni nuestra devoción ni respeto a aquel santo lugar. Está allí como mudo padrón de vergüenza para las naciones católicas, que consienten y han consentido que los lugares sagrados de nuestra redención sean propiedad o dominio de los mahometanos. ¿Hubiera sucedido otro tanto si el sepulcro de Mahoma estuviese en dominios cristianos? No lo sabemos.

El centinela puesto allí es una garantía para el orden, pues no sería la primera ni la segunda vez que los griegos han promovido cuestiones contra los latinos, y como la paciencia tiene sus límites, han llegado a las manos, se han repartido palos y han tenido que entrar las tropas turcas repartiendo palos para poner en paz a los contendientes. ¡Triste verdad y realidad del hecho!

Sigamos la peregrinación por estos santos lugares, saliendo por la parte Oeste de la cueva, y de paso diremos que la primitiva entrada de la cueva, por la parte del campo, fue cerrada para evitar las profanaciones y atropellos de los turcos; siguiendo el pasadizo se encuentra otra cueva en la que se ve un altar de San José. En esta cueva, dice y venera la tradición, como el lugar a donde se retiró el Santo Patriarca durante el alumbramiento de María, y recibió del Ángel el mandato de huir a Egipto. A continuación de ésta y distanciada por el estrecho pasillo, se encuentra otra cueva denominada de los Santos Inocentes, por ser el lugar donde la tradición señala se refugiaron varias mujeres con sus hijos para salvarlos de la persecución y matanza decretada por Herodes. En ella fueron descubiertas y asesinados sus infantes que enterraron en otra cavidad detrás de ésta, en donde se dice se guardaron sus restos. Hoy está vacía.

Síguense otros santuarios, pero éstos no tienen ya relación con los hechos ni la vida de María, y por tanto no los describiremos por no hacer más larga la relación. Pero sí repetiremos lo que hemos apuntado, que es lástima que el afán de hermosear y modernizar estos santuarios, les haga despojarse de su verdadero carácter, de su sencillez e inocencia primitiva que habla más al alma, al sentimiento católico, que algunas nada acertadas restauraciones, mejor dicho, transformaciones que se han realizado. ¡Cuánto más hermoso, más grande, más sublime, no hubiera sido dejar la santa gruta en el mismo estado en que se hallaba en los primeros siglos del Cristianismo, con su pobreza, su roca al natural, mucho más preciosa por el santo recuerdo, por haber estado en contacto con la Sagrada Familia, que el más rico, preciado y valioso mármol, o el más esplendente metal! Las innovaciones de escaleras y puertas hechas para comodidad y conveniencia, podrán tener su apoyo en aquellas razones, pero nunca lo tendrán en cuanto al arte cristiano, a la estética santa de lo bello, que se pierde con aquellos altarcitos barrocos y cuadros italianos que da el aspecto de una vulgar ermita al santuario de los santuarios nuestra fe.

La santa gruta, tal cual estaba en el momento del nacimiento del Señor, con una sencilla mesa de altar como en las catacumbas o basílicas cristianas de los primeros tiempos, lámparas de estilo de las halladas en los asilos y refugios subterráneos de los perseguidos fieles, recuerdos sobre el lugar del nacimiento, del trasladado pesebre y de la adoración de los Reyes, el pavimento térreo y la verdad respeto consagrado por la veneración, ¿no sería todo ello más grande, más sublime e inspirador del santo misterio que aquellas lámparas de gusto moderno, aquellos altares barrocos con sus escarolados de oro y sus amanerados cuadros? Creemos que sí y bueno fuera que no se pusiera mano sobre restos tan venerandos en afán de lo que no puede hermosearse más, por ser el sumum de la belleza católico-religiosa.

Inspírense las restauraciones y modificaciones en la grandiosidad del sublime misterio, y téngase en cuenta que no hay que confundir lo bello con lo ostentoso, ni lo amanerado con lo inspirador fuente tan grande de belleza como lo es el santo misterio del nacimiento del Hijo de Dios.


VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XIV: BETHLÉN; SU TRADUCCIÓN AL CASTELLANO, SU SITUACIÓN, SU HISTORIA.