VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XIX: LAS FIESTAS DE PASCUA.

Capítulo XIX: LAS FIESTAS DE PASCUA.

-VIAJE DEL SANTO MATRIMONIO A JERUSALEM. -PÉRDIDA DEL NIÑO JESÚS A LA PARTIDA DE LA CIUDAD. -SU ENCUENTRO EN EL TEMPLO DISCUTIENDO CON LOS DOCTORES. -CONSIDERACIÓN SOBRE LAS PALABRAS DE JESÚS A SU MADRE MARÍA SANTÍSIMA. -VUELTA DE LA FAMILIA A NAZARETH.


«Y sus padres iban todos los años a Jerusalem en el día solemne de la Pascua», dice el Evangelio al relatar lo que podremos llamar la primera manifestación de Jesús, y el primer dolor de la vida de María.

Las fiestas de la Pascua se celebraban todos los años, y a estas solemnidades del Templo acudían de todas partes los devotos israelitas cumplidores de los preceptos de su ley. Duraban estas fiestas una semana. Estas solemnidades en que iban los israelitas al Templo, eran una la de los Tabernáculos; otra la de las Hebdomadas, que es por tiempo de Pentecostés, y la tercera la de los Ázimos, en la Pascua de Parasceve; esta era la principal y a la que mayor número de peregrinos asistía y duraban también estas fiestas siete días.

En estos días los caminos que conducían a Jerusalem se llenaban de caravanas de romeros, y las puertas de la ciudad daban entrada continuamente a pintorescos grupos, ora en paramentados camellos, ligeros caballos y pacientes y tardos borriquillos, tan humildes como sufridos, conduciendo sobre sus lomos a mujeres y niños con sus vistosos trajes de vivos colores, en que se destacaban el rojo y el azul, las blancas capas de las nazarenas, las altas y brillantes mitras fulgurantes en metales de las betlemitas y las listadas túnicas de sus hermanos y esposos con las plegadas fajas y elegantes tarbuks. En medio de la mayor alegría, en son de fiesta reuniríanse los habitantes de los pueblos para juntos, como hoy aún sucede en las fiestas de los lugares convecinos, se reúnen y acuden en numerosas cuadrillas. Así de Nazareth acudirían a Jerusalem sus habitantes y reunidos caminarían formando parte de aquéllas María con el Niño Jesús y su esposo José.

Este viaje ¡cuán alegre debía resultar a María después de aquel terrible en demanda del Egipto, esquivando el encuentro de viajeros y hundiéndose por los más agrestes caminos y solitarios valles, huyendo de la persecución de los sicarios de Herodes, siempre temerosos y con la inquieta mirada registrando el horizonte! Ahora, viaje alegre en son de fiesta en cumplimiento de preceptos litúrgicos, a la luz del día, entre el alegre gorjeo de las aves y el no menos locuaz y canoro de los niños que formaban la parte más bulliciosa e inquieta de la caravana.

María y José, llevando a su lado al hermoso Niño Jesús, que como hombre y niño seguiría los juegos y carreras de sus amigos de Nazareth, y con ellos correría, subiría a las márgenes de las huertas y perseguiría las pintadas mariposas. ¡Qué dicha resplandecería en los rostros del santo Matrimonio contemplando la belleza, inocencia y juventud de su Hijo Jesús! Y así llegarían a Jerusalem y penetrarían por sus puertas, sin que nadie se fijase en la Sagrada Familia, ni en aquel hermoso Niño que cogido de la mano de los padres penetraba en aquellas calles, en aquellas calles en las que entraría triunfante para regarlas a pocos días con su sangre y dar su vida en el patíbulo de la cruz sobre aquel Gólgota, cuya redonda y pelada cumbre se contemplaba desde las puertas del Templo.

Así habían venido desde Nazareth aquel numeroso grupo de los nazarenos; «alrededor de la Virgen acompañándola iba María Cleofás, hermana de José, dice Orsini al relatar este viaje; otra María designada en el Evangelio, bajo el nombre de altera Maria; Salomé, la mujer de Zebedeo, venida de Betsaida con sus hijos y su esposo; Juana, mujer de Chus, y una multitud de nazarenos de su vecindario y parentesco. José la seguía a alguna distancia discurriendo gravemente con Zebedeo el pescador y los ancianos de su tribu. Jesús marchaba en medio de los jóvenes galileos que el Evangelio, según el espíritu de la lengua hebrea, ha llamado sus hermanos, y que eran sus parientes inmediatos.

»Entre ese grupo de jóvenes que iba delante de los demás, distinguíanse los dos hijos del Zebedeo, Santiago, impetuoso como el lago Tiberiades en un día de tempestad, Juan, más joven aún que Jesús, y cuya dulce fisonomía, puesta al lado de su hermano, parecía personificar el cordero de Isaías viviendo en paz con el león del Jordán. Al lado de los pescadores de Betsaida, que Jesús denominó más adelante con el sobrenombre de Boanerges (hijos del trueno), iban los cuatro hijos de Alfeo... y Jesús nada afectaba, ni la devoción, ni la austeridad, ni la prudencia, ni la sabiduría, porque poseía la plenitud de todas las cosas, y ordinariamente sólo se afecta lo que no se tiene.

»Al verle vestido sencillamente como un esenio, sus largos cabellos de color de bronce antiguo, separados de su frente morena y cayendo con gracia sobre sus hombros, se le hubiera tomado por un David en el momento en que el profeta Samuel le vio venir pequeño, tímido y en traje de simple pastor, para recibir la unción santa. Había, sin embargo, en los ojos garzos y sombríos de Jesucristo alguna cosa más que en el ojo lleno de poesía y de inspiración de su gran abuelo, y descubríase algo de penetrante y de divino que profundizaba en el pensamiento y sondeaba los pliegues internos del alma, pero Jesús templaba entonces el resplandor y viveza de sus miradas, como Moisés su frente radiosa cuando salía del tabernáculo».

Las fiestas se celebraron, y la Sagrada Familia se reunió terminadas las ceremonias religiosas, para comer el cordero pascual, los panes ázimos y las lechugas amargas, todo lo cual constituía la comida de esta festividad y ceremonias.

Concluidas las fiestas, reuniéronse los parientes y amigos para regresar a su casa. «Había, pues, cumplido los doce años (Jesús), dice el Evangelio, cuando aconteció que, habiendo Ellos (sus padres) subido a Jerusalem, según acostumbraban en tiempo de fiesta y acabados los días de ésta, al regreso, el Niño Jesús se quedó en Jerusalem sin que lo advirtiesen sus padres».

«Así que pensando estaría entre los de la comitiva, caminaron toda una jornada, añade Lafuente, y al terminarla anduvieron buscándole entre los parientes y conocidos, pero como no lo encontrasen, volvieron a Jerusalem en busca de Él».

¡Qué horas de angustia para María y José hallarse solos, haber perdido aquel tesoro confiado a su cuidado por Dios, y perderle, quedar tal vez en Jerusalem, expuesto a caer en manos de algunos bandoleros o de los soldados de Arquelao! ¡Qué horas de angustia para María, cuál se torturaría su corazón con aquella pérdida de su Hijo bien amado, del tesoro que Dios pone a su cuidado maternal!

Mas, ¿cómo había sucedido aquella pérdida? Como en las Sinagogas, entonces como ahora, las mujeres tienen por prescripción legal el estar separadas de los hombres, María debió ir por un lado con sus convecinas de Nazareth al sitio designado para las mujeres, y José al señalado para los hombres. Debieron creer mutuamente que con uno de ellos iba Jesús, lo cierto es que a la salida del Templo, saliendo cada sexo por puertas diferentes, se reunían las familias en sitio ya bastante apartado de Jerusalem; reuniéronse los esposos, y hallaron, que con ninguno de ambos estaba Jesús, como habían creído, Entonces es cuando el llanto, la tristeza se apodera de María, y José lleno de asombro no sabe qué hacer; llora su Esposa, retuércese las manos, grita llamando a su Hijo y su Hijo no aparece, sus convecinas no le han visto, y María, la Madre angustiada, emprende con su Esposo, desalada, el camino de la ciudad.

Terrible, larga y angustiada noche la que pasaron los Santos Esposos en el pueblecillo en donde pernoctaron a unas cuatro leguas de Jerusalem. Los ojos no lograron el sueño reparador, sólo la oración y el llanto aliviarían sus penas. No bien apuntó el alba, tomaron nuevamente el camino de Jerusalem, y observándole e investigando por si acaso el Niño se hubiera extraviado en alguna senda o atajo. El ansia de hallarle ponía alas a sus pies con el deseo de llegar pronto a Jerusalem: el sol mediaba su carrera y principiaba a declinar al ocaso, cuando entraban en la ciudad, dirigiéndose a la casa donde se habían hospedado durante los días de la Pascua. ¡Amargo desengaño! Jesús no estaba allí, los dueños ignoraban su paradero y no le habían visto. Tristes y llorosos recorrieron las calles, bañadas ya por la escasa luz del crepúsculo. Las bocinas del Templo llamaban a la oración de la tarde, y los levitas en el Templo verificaban los preparativos del sacrificio vespertino. Allá fueron los tristes esposos, y aunque Jesús estaba en él, sus padres no le vieron, ni convenía que le viesen, dice Lafuente, por entonces; aún no había llegado la hora de que terminase aquella tribulación, que los había de hacer amar más el bien perdido: que el bien, la salud y la felicidad nunca se aprecian más que cuando se pierden, y si se las recupera se las tiene en mayor estimación. Veía Jesús la angustia de su Madre, pero ésta debía durar tres días. ¡Ay qué otros tres días de mayor angustia le esperaban en aquella ciudad para dentro de veinte años y con mayor quebranto!

Siguióles otra noche de angustia, de insomnio, de cruel fatiga: aún no había amanecido, cuando el atribulado Matrimonio nuevamente recorría calles y plazas de la ciudad, recordando el principio del capítulo tercero de los Cantares:

«Durante la noche anduve buscando en mi lecho el modo de hallar al que quiere mi alma entrañablemente, mas no pude dar con él. Con esta ansia voy a levantarme y recorrer la ciudad. Por las plazas y las encrucijadas buscaré al querido de mi vida. ¡Ay de mí que ando buscándole y no le encuentro!

»Halláronme las patrullas que rondan por la ciudad y les pregunté:¿Habéis visto al que ama mi alma? ¿Habéis visto por ventura a un Niño que anda perdido, luz de mis ojos, vida de mi vida? ¡Quizá en estos momentos llora buscándome, llamando a su Madre!»

-¿Y cómo es ese niño, Señora? No hemos visto ninguno que ande perdido por la calle.

-El Hijo de mi vida, mi Hijo es blanco, rubio y candoroso, lindo más que el oro acendrado elegido entre millares.

Y... vana esperanza, nadie le había visto, nadie da razón de Él, por ningún punto se le ve, ni se escucha su llanto; las madres que la contemplan lloran desoladas, participando de la pena de aquella desventurada Madre.

Y pasan las horas, la angustia crece, y el Niño no parece ni nadie da noticias de él; los medios humanos están agotados para encontrar a Jesús, no resta más que pedir y esperar en Dios. Las trompetas del Templo vuelven a sonar llamando los levitas al Templo a los fieles para el sacrificio de la mañana, y a estos sonidos acude al Templo el Matrimonio, triste y confiado a la voluntad de Dios. La oración trascurría silenciosa, triste, y los Esposos no se atrevían ni aun a girar su vista inquiriendo dónde pudiera hallarse Jesús.

Avanzaba ya el día tercero de la cruel prueba de María y de dolor para José, tampoco en el sepulcro después había de estar separado tres días completos del lado de su Madre. Nuevamente iban a emprender sus padres las diligencias en busca del Hijo amado, la oración había devuelto alguna tranquilidad al corazón de María, tal es la eficacia de ella cuando con fe y convicción se ora y pide a Dios, y parecíale encontrar a su Hijo.

Salían del Templo, y al cruzar por uno de sus pórticos, vieron una porción de gente grave, de ancianos y doctores que escuchaban lo que pasaba en un círculo interior al grupo que los rodeaba y oían que se discutía sobre asuntos y pasajes de los libros santos, teniendo los sabios doctores pergaminos arrollados en cilindros de cedro y que de libros formaban entonces lo que hoy conocemos con el nombre de libros. Del centro de aquel grupo salían exclamaciones de aprobación y de asombro, y sobre aquel sordo murmullo sobresalía una voz juvenil, clara, argentina y penetrante, briosa y valiente, al mismo tiempo que llena de dulzura y convicción, que hirió los oídos del angustiado Matrimonio.

¡Aquella voz era la de Jesús! ¡Qué alegría debió manifestarse en el corazón de María y en el de su angustiado Padre! Allí estaba Jesús en pie, dominando con su estatura de doce años a aquel concurso de ancianos, y hablando, imponiéndose con su claro razonamiento cuando contesta a las preguntas que le dirigen, y cuando refuta a los que le acosan con sus argumentos, nadie le replica. ¡Qué momento de dicha, de alegría, hallar a Jesús, y de qué modo, discutiendo con los maestros y dominando al auditorio con su infantil palabra, con su claro razonar que no tiene réplica!

Ve a su Madre, a su Padre, y comprende la tribulación de que han sido víctimas y avanza hacia Ellos modesta y tranquilamente. Los doctores felicitan a sus Padres por tal Hijo, y este portento de claro entendimiento, de inteligencia poderosa, es de Galilea, del país agreste, de gente ruda e ignorante: es hijo de aquel país que decía Natanael al apóstol San Felipe tiempo después, cuando éste, como anteriormente dijimos al principio de este libro, al hablar de Nazareth le decía que había hallado al Mesías. «Pues qué, ¿puede venir algo bueno de Nazareth?» Pues bien; aquel Niño que acababa de asombrar a los doctores, era hijo de aquellos pobres galileos, era hijo de Nazareth, pero no obstante, el mundo le ha oído y no ha llegado a comprender quién es, y... «tampoco éste reconoce a su excelsa Madre, dice Lafuente, y ¿quién reconoce en aquella hermosa Matrona, algún tanto morena por el sol de Egipto, a la antigua perla del Templo, la bella halma que veinte años antes era el embeleso de los sabios, de los sacerdotes y levitas?»

La escena cambia por completo en el momento de reunirse la Madre y el Hijo; en vez de las demostraciones de mutuo regocijo, abrazos y ósculos de cariño, aparecen los personajes de ella con cierta especie de seriedad y reserva, sin alegría, sin expansión, casi con cierta dureza. La Madre reprende al Hijo cariñosamente.

-Hijo mío, ¿por qué has hecho esto? ¡Tu padre y yo andábamos buscándote afligidos!

-¿Por qué me buscáis? ¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas que miran al servicio de mi Padre? respondió Jesús a las quejas de María, su angustiada Madre.

María tuvo un derecho innegable para hablar así. Aun cuando no lo dijera el Evangelio, podía conjeturarse que habría dirigido a su Hijo querido esta dulce y paternal reconvención; en tono de queja, como lo hizo, no de reconvención.

El citado escritor Sr. Lafuente, nos explica de la siguiente manera este admirable hecho:

«Era Madre, según la naturaleza, y además por la gracia y el milagro, tenía todos los derechos que le daban la ley divina por la naturaleza, o sea el derecho natural y la ley revelada, o sean los preceptos del Decálogo, que son la base del derecho divino positivo. El cuarto mandamiento del Decálogo que manda honrar padre y madre, obligaba a Jesús como hombre. Él mismo lo dijo: -No he venido a soltar o infringir la ley, sino a llenarla y a cumplirla;- y ese mandamiento como los otros nueve, están en nuestra ley como en la antigua, y obligan al cristiano como al israelita. Tenía pues derecho a dirigir a su Hijo esa queja o suave reconvención, ¿y qué menos podía hacer? ¿A quién se le niega el derecho de quejarse?

«Jesús no aprobó su aflicción, aun cuando ésta fuera muy natural, pues sabiendo como sabían que era Hijo de Dios, no tenían que apurarse por su ausencia. Jesús conocía su porvenir, pero sus Padres no lo sabían. Jesús en su estancia en el Templo principiaba a obrar a lo divino, sus Padres obraban y debían obrar según la prudencia humana. Dentro de diez y ocho años Jesús abandonaría su pueblo, casa y familia, para ocuparse ya exclusivamente de las cosas del servicio de su Eterno Padre, pero sus Padres en la tierra no lo sabían ni aún quiso Jesús revelárselo entonces, porque no había necesidad de ello. Por eso dice el Evangelio, que no llegaron a entender lo que les decía; -Jesús iba a satisfacer una mera curiosidad. María lo comprendió más adelante en la tierra, su Padre putativo sólo pudo verlo desde el seno de Abraham.

»Para los católicos que no se contentan con creer, sino que practican lo que creen, este pasaje de la vida de Jesús y de María, tiene una alta y doctrinal significación, y es ésta, que cuando se pierde a Jesús por nuestra culpa o nuestra debilidad, descuido o pecado, debemos buscarlo en el templo donde le hallaron sus padres, y que para no perderle, lo mejor es formar en el interior de nuestro corazón un templo vivo donde se esté de continuo en la presencia de Dios y de Jesús, el cual aprecia más estos templos vivos, que todos los que con piedra y otros materiales construyen los hombres a fuerza de tiempo, afanes y gastos».

Así termina el ilustre escritor católico sus consideraciones altamente consoladoras para el alma cristiana y verdaderamente creyente. La Iglesia celebra en el primer domingo después de la Epifanía o Adoración de los Reyes, esta festividad del Niño perdido y hallado entre los sabios doctores, y en la Misa lee y comenta en el oficio divino este hermoso pasaje del Evangelio de San Lucas. Los comentarios en el tercer nocturno están tomados de una hermosa homilía de San Ambrosio. Allí distingue las dos generaciones, una paterna y otra materna.

«Las cosas, dice, que son superiores a la naturaleza, a la edad y a las costumbres en Cristo, no lo hemos de referir a las virtudes humanas, sino a los poderes divinos de que está investido. En unos puntos la Madre obliga a Jesús a cumplir su ministerio en otros se arguye por Éste a su Madre por tratar de exigir como lo que era meramente humano». (Lec. 2.ª del 3.er nocturno.)

Vuelto Jesús al seno de su Familia y tranquila ésta ya de haber recobrado al perdido bien, volvieron a Nazareth, al escondido retiro y hogar en que el trabajo era la santificación de su dicha, y como dice el texto sagrado:

«Y su Madre guardaba todas estas cosas en su corazón», y miraba a su Hijo con otros ojos, pues en Él veía al Hombre-Dios iba a padecer, y se asociaba anticipadamente a todos sus dolores.

Capítulo XX: LA SANTA FAMILIA EN NAZARETH.

-SU VIDA EN EL HOGAR, TRABAJOS DE JESÚS EN EL OFICIO CON SU PADRE. -ENFERMEDAD DE JOSÉ.


Imposible e inútil sería querer arrancar del misterio los años transcurridos para la Santa Familia desde el hecho del Templo hasta la predicación de Jesús: esos diez y ocho años pasan, como hemos dicho, en un misterio no fácil de desvanecer, y en el que fuera temerario escribir una historia que ignoramos. Un solo hecho llena verdaderamente este total espacio, y es el silencio. El Evangelio no debía hablarnos más de la Sagrada Familia, porque todo su objeto se encierra en la vida y en la misión de Jesucristo, y ya por esto no había tampoco de María, por más que fuese su verdadera Madre, después de mencionar las relaciones que era necesario consignar.

Mucho más fácil es imaginar que explicar, dicen los Santos Padres, las eminentes virtudes que la Santísima Virgen practicó en aquel período de los citados diez y ocho años, escondida con su Hijo y en la sosegada y laboriosa vida del artesano con la que tenían que vivir; pero esta pobreza y esta existencia ignota no envilecía, como no envilece nunca el trabajo sino que ennoblece, obscurecía en parte el lustre y esplendor de la Santa Familia.

La Virgen Santísima pasó este tiempo de que nos estamos ocupando en profunda y tranquila soledad, la cual se la hacía tan deliciosa con la presencia visible de Jesucristo, como es la que gozan los espíritus bienaventurados en el cielo. José con su trabajo procuraba proveer las necesidades de la familia, haciendo más dulce, como resulta siempre, el pan amasado con el trabajo, fuente de toda virtud, auxiliado de su Hijo Jesús, que con él compartía los trabajos del taller. Por otro lado María, modelo de la mujer hacendosa y cuidadosa de su casa, cuidaba de aquel pobre y feliz hogar y del modesto ajuar, y sin perder de vista a su querido Hijo, era la representación más perfecta de la familia cristiana, y jamás se vio familia más santa, dichosa ni más digna de los homenajes y admiración de los humanos, en medio de aquella hermosa obscuridad.

De la Santa Familia debemos aprender, y en este silencio de ella hemos de hallar, que la verdadera grandeza de nuestra vida consiste en creer virtuosamente en la presencia de Dios que debe ser el término de todas nuestras acciones, ya que aquí en la tierra todo es como sombra sin duración ni consistencia, y sólo en Dios y a Dios debemos la vida terrenal, cuyo complemento será el día en que ajusten nuestras acciones por la práctica de la virtud.

Por ello vemos que María fue la primera y única discípula de su Hijo amado, y escogida entre todas las criaturas para imagen y espejo en que se representasen y reflejasen la nueva ley del Evangelio y de su Autor, y sirviese como de luminoso faro en su Iglesia, a cuya imitación se formasen los Santos y debiéramos imitar en los efectos de la redención humana. Es muy cierto que la virtud y beatitud los Santos fue y es obra del amor de Cristo y de sus merecimientos y obra perfecta de sus manos, pero comparadas con la grandeza María Santísima, pequeñas parecen al parangonarlas, y pobres, pues todos los Santos tuvieron sus imperfecciones si se les compara con Ella. Solo María, imagen viva del Unigénito, no tuvo ninguna de aquéllas, pues fue creada perfecta. Y por el modo como el Padre formó a María en su excelsa santidad, se vio aunque lejanamente su sabiduría al formarla, pues que había de ser el fundamento de su Iglesia, llamar a los Apóstoles, predicar a su pueblo y establecer la ley del Evangelio, bastando para ello la predicación de tres años en que super abundantemente cumplió esta grandiosa obra que le encomendó su Eterno Padre, justificó y santificó con su amor todos los creyentes, para estampar en su beatísima Madre la imagen de toda su santidad echando en Ella incesantemente la fuerza de su amor.

Fijémonos en la vida de la Santa Familia como modelo provechoso de enseñanza de las familias cristianas en el modo y manera de emplear bien el tiempo; veremos el trascurso del día en el santo hogar de Nazareth, y al mismo tiempo que aprendemos, meditemos sobre vida tan retirada, laboriosa y ejemplar y ésta enseña a las familias cristianas cómo se consagra a Dios la mañana. Pasemos con la imaginación un día entero entre aquellos modelos de trabajo y de virtud, examinemos todos los instantes de las horas del día para deducir de ellas provechosa enseñanza para nuestra felicidad terrena, tomando el ejemplo de una morada en la que no había momento ocioso, de la ociosidad, nuestra enemiga del espíritu tan combatida por la Santa Familia.

De la misma suerte que al abrirse las puertas al día, a la luz se abren nuestros ojos, y libres de la pesadez del sueño que repone nuestras fuerzas físicas, se despierta también nuestro entendimiento, de la misma suerte debe abrirse nuestra inteligencia y nuestro corazón en acción de gracias a Dios nuestro Señor, y en verdad ¡cuán claros y luminosos deben ser nuestros pensamientos al elevarlos al cielo, a la Divinidad, en aquellos momentos en que la pura luz del alba parece también purificar nuestros labios! Elevaban su oración de la mañana, pronunciábase el obligado schema y sólo pensaban en el cotidiano trabajo, sustento que nos da el pan nuestro de cada día, y Jesús con José dirigíanse al taller para labrar la madera, la madera que había de ser el lecho de muerte de aquel hermoso joven, que con sus miradas intensas, profundas cual las aguas del mar, animaban con su luz a su venerable padre, haciéndole más llevadera la fatiga del trabajo, la santificación de la actividad humana. María en el telar, con el huso y las ocupaciones domésticas, no daba descanso a la mañana hasta que la llegada del inmediato taller reunía la Familia para la reposición de las fuerzas corporales.

La Sagrada Familia nos da ejemplo vivo y permanente de cómo se ha de consagrar a Dios: es la hora de suspender la fatiga del trabajo para reanimar los cansados miembros de la rudeza del violento ejercicio. Reunida la Familia, dan gracias a Dios por el beneficio de aquel alimento que van a tomar, consagrado y santificado por el cumplimiento de la ley del trabajo. Jesús ora y bendice la comida como bendijo todos los elementos en los días de la creación: con aquella bendición de Jesús, los alimentos ¡cuán gratos y sanos no han de ser para quien con fe y devoción los recibe para restaurar sus fuerzas!

Después de la comida, ¡qué dulces coloquios no pasarían entre la Santa Familia, cómo se comentarían los trabajos realizados y los que pendientes quedaban en el taller, como en toda familia cristiana ese coloquio de sobremesa representa el amor y el afecto reunido ante el modesto altar de la refacción, y con la consideración de los esfuerzos de la mañana el adelanto de los trabajos realizados y anima el espíritu, para los trabajos que esperan para la tarde!

Y ésta se comenzaba con la continuación de las obras emprendidas, y llenos de fe, como todo cristiano debe hacer, las continuaban hasta que la dulce luz de un día que se despide para hundirse en el insondable del pasado, en la eternidad, les hacía suspender los trabajos y cerrar el taller, aquel templo de la laboriosidad, que nosotros tomamos por martirizador calabozo en que consumimos las horas del día y consideramos, no como templo de nuestra purificación por el cumplimiento de la ley divina, sino presidio a que nos condena nuestra pobreza y al que deseamos olvidar, relegar y maldecir el día en que la suerte nos proporciona la dicha de la holganza, la esclavitud del pecado de la ociosidad, que es el ideal de los humanos, huir del trabajo, separarse de lo que se estima como una maldición, ¡tener que trabajar! humillación que consideramos como depresivo estado para la dignidad del orgullo humano. ¡Y nos llamamos católicos, hijos de la doctrina de Jesús, que ennobleció y santificó el trabajo, no sólo el intelectual, sino que ensalzó y honró al trabajo manual, al más mísero de los trabajos, sirviéndole y ocupando sus divinas manos en los más vulgares y sencillos artefactos de la carpintería! Y no obstante, ¡nos avergonzamos de ser trabajadores los que nos llamamos sus discípulos, los que en Él comulgamos, creemos y adoramos, con el humilde Hijo del carpintero y oficial laborioso de su padre!

Llegaba la noche, y... ¿por qué no decirlo así, cuando nada nos lo contraría ni con ello ofendemos a la Santa Familia? Entonces José y Jesús tornaban a su casa, y hallándola sola bajarían los dos hacia la fuente que hemos dicho se denomina de la Virgen, y única en el pueblo de Nazareth, a donde María había ido con el grato fresco la tarde a recoger el agua necesaria para la familia, y que allí, a esa poética fuente que es necesario contemplar animada con el grupo de nazarenas que a ella acuden al crepúsculo de la tarde, cuando la naturaleza parece adormecerse con el encanto de la dudosa luz y el perfume de las flores y de los campos con su penetrante aroma, allí reunidos los tres felices y dichosos seres, ayudarían a María a llenar el pesado cántaro, cuya forma aún hoy conservan las nazarenas, y juntos y en dulce coloquio subirían la cuesta del pueblo para regresar a su modesta y pobre casita.

Nuevamente se reunían en torno de la pobre mesa, preparada por María, y la noche, esa hora tan grata para las familias cristianas en que terminada la labor del día se reúnen, y la santa velada se consagra a los afectos de la familia, de la oración y de la comunicación de los afectos, cuán gratas, cuán dulces son esas horas para los corazones amantes de los placeres honestos en el santo hogar cristiano, alumbrado por esa lámpara, que no sólo da luz, sino calor a los corazones allí reunidos y consagrados por el afecto y el amor.

Allí, alumbrados por la clara luna de Palestina, contemplando aquella naturaleza tan poética como soñadora, obra de sus manos, vemos en nuestra imaginación a la Santa Familia sentada, bendiciendo a Dios nuestro Señor y disfrutando con las noches de primavera y de verano, del fresco y perfume de las inmediatas huertas y jardines, menos gratos y dulces que el aroma de beatitud y felicidad que se desprendía de aquella santa casa y bendita Familia.

La oración de la noche, el schema y la decoración de los Mandamientos como precepto que debían cumplir los israelitas, la consagración de los últimos pensamientos del día a Dios nuestro Señor, buscar el descanso del cuerpo para reponer las fatigas del día, esos serían los últimos momentos de la velada de aquella Familia, modelo y ejemplo de las cristianas. Todavía en el mundo existen familias semejantes en la imitación de aquel modelo, todavía entre nosotros se advierte en el interior de las casas y se ve resplandecer a través de los cristales de los balcones la luz de la lámpara santa del hogar que representa una familia congregada a su calor, ora en el trabajo, ora en la lectura, en tanto que la deslumbrante de los cafés y otros centros atraen como a la mariposa a quemarse en su espléndida brillantez. ¡Ah! ¡y cómo consuela durante las noches frías y lluviosas del invierno, cuando al hogar se retira el padre que en aquel momento termina sus ocupaciones del día, ver arder con modesto reflejo la lámpara que con su luz modesta irradia un bienestar y dicha que aquella habitación se respira, y cuán grato es su calor, cuando mojados y ateridos por el frío se penetra en aquellas modestas habitaciones en que al par de sanas lecturas, de labores y estudio, de conversación y del rosario familiar, dan un calor al corazón que no comunican ni las más encendidas chimeneas, ni alumbran el corazón espléndidos lucernarios, porque allí existe el calor de la familia, el calor del amor de padres e hijos, de ese calor que sólo comunica el santo temor de Dios!

Así suponemos, como hemos dicho, viviría la Santa Familia, modelo de las familias cristianas, modelo que hemos de tener presente para nuestra enseñanza y esperanza de felicidad, cumpliendo con los preceptos del Evangelio, única fuente de dicha que hemos de conseguir durante nuestra marcha en la existencia terrenal.

Pero aquella dicha, aquella tranquila felicidad que gozaba la Santa Familia después de su regreso de Egipto, felicidad y dicha que había de ser tanto mayor cuanto era el disfrute de la tierra, de la patria perdida durante siete años; y si no compárese lo que en nuestro pecho ocurre, cuando volvemos al hogar perdido, qué dulce tranquilidad, sosiego y bienestar al tornar a vivir entre los pasados que nos son familiares, dentro de aquellos muros en que se han desenvuelto días de dicha, de penas y de dolores, y en donde se conserva el santo recuerdo de los padres, de los que nos precedieron y dieron vida y educación cristiana.

Así transcurrieron felices los días para la Sagrada Familia, viendo crecer a Jesús, cada día más hermoso, y llegando a los límites de la juventud, ayudando y siendo el sostén de José, de su padre terrenal, quebrantado más que por los años por las fatigas de una vida accidentada de viajes y sobresaltos, penas y temores por la preciosa existencia de aquel tesoro confiado a su cuidado.

José se hallaba enfermizo, no por la edad, y cuando la Virgen había cumplido los treinta y tres años, las enfermedades y dolores le impedían en muchas ocasiones dedicarse a sus habituales trabajos, teniendo no solo que interrumpirlos, sino en muchas ocasiones suspenderlos por algunos días.

Desde esta hora en adelante José tuvo que ceder a las instancias de María, que le rogaba dejase ya aquel trabajo con el que no podía por el estado de su salud, teniendo al fin que ceder a los ruegos de María, y convencido de su imposibilidad física, abandonó el trabajo del que Jesús no podía aún encargarse por sus pocos años y falta de experiencia para sustituirle en aquel oficio.

He aquí cómo expresa Casabó en su obra citada, el nuevo estado de la Sagrada Familia después que José tuvo que dejar el trabajo de la carpintería, con el cual cubría las escasas necesidades de aquélla:

«Desde esta hora en adelante, cediendo a las instancias de la Virgen, cesó en el trabajo corporal de sus manos, aunque ganaba la comida para todos tres, y dieron de limosna los instrumentos de su oficio de carpintero, para que nada estuviese ocioso y superfluo en aquella casa y familia. Desde entonces tomó María por su cuenta sustentar con su trabajo a su Hijo y a su Esposo, hilando y tejiendo hilo y lana, más de lo que hasta entonces había hecho. A pesar de su mucho trabajo, guardaba siempre la Virgen la soledad y retiro, y por esto la acudía aquella dichosísima mujer, su vecina, y llevaba las labores que hacía y le traía lo necesario. Ni la Virgen ni su Hijo comían carne; su sustento era sólo de pescados, frutas y yerbas y aún con admirable templanza y abstinencia. Para José aderezaba comida de carne, y aunque en todo resplandecía necesidad y pobreza, suplíalo todo el aliño y sazón que le daba María y agrado con que lo suministraba. Dormía poco la diligente Virgen y gastaba algunas veces en el trabajo mucha parte de la noche. Sucedía a veces que no alcanzaba el trabajo y la labor para conmutarla en todo lo necesario, porque José necesitaba más regalo que en lo restante de su vida y vestido, entonces entraba el poder de Jesús, quien multiplicaba las cosas que tenían en casa...

»Puesta de rodillas servía la Virgen la comida a su Esposo, y cuando estaba más impedido y trabajado, le descalzaba en la misma postura, y en su flaqueza le ayudaba llevándole del brazo. En los últimos tres años de la vida de José, cuando se agravaron más sus enfermedades, asistíale la Virgen de día y de noche, y sólo faltaba en lo que se ocupaba sirviendo y administrando a su Hijo, aunque también el mismo Jesús la acompañaba y ayudaba a servir al Santo Esposo».


VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XIX: LAS FIESTAS DE PASCUA.