VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ



Vida de la Santísima Virgen María Madre de Dios

Con la descripción de los lugares que habitó en Palestina y Egipto, y principales festividades de la Virgen
Joaquín Casañ y Alegre


Introducción


Tierra hermosa de Palestina, tierra bendecida y santificada con la presencia de Jesús, María, José, Joaquín y Ana; sagrada familia a quien el Señor concedió la gloria de ser copartícipes de la redención del mundo por el sacrificio de su Hijo, el Verbo humanado, yo te saludo desde las páginas de este libro que pongo bajo el amparo y protección de la más pura de las mujeres, María, Madre del Redentor y nuestro amparo y consuelo. Yo beso con veneración tu santo nombre y el hermoso de la tierra que fue cuna del Salvador del mundo y de su santa Madre, y tierra en la que se desenvolvió el más grande de los misterios de nuestra redención.

Y al estampar el nombre de Palestina, tan lleno de encanto y de sagrados recuerdos para el católico, surge ante mi mente, bella, encantada con la sublime poesía del más grande de los poemas, el de la redención del hombre por la participación de una Virgen en la que se realizó el milagro anunciado por los profetas, voz del Señor Todopoderoso, y levantas en mi mente la imagen embelesadora de la poesía de tus valles, el conjunto de tus montañas, el perfume de tus flores, el aroma embriagador de tus azucenas, de tus rosas, cinamomos y limoneros. La belleza de tu cielo, de tu lago de Tiberiades, mar de Galilea, siempre azul y sereno; el plateado curso del Jordán rodeado de frondosas arboledas y de puras y sagradas aguas: el torrente del Cedrón, con sus olivos seculares, árbol fecundo de la paz que acompañó al Señor en su terrible agonía; el alto Líbano con sus majestuosos cedros, sus nevadas cumbres envueltas en blancas nubes; el Carmelo con su elevada mole hundiéndose en el azul Mediterráneo, el mar camino de toda civilización; sagrado monte en que vislumbró el profeta en su éxtasis la imagen bella y radiante en nítida nube de la esperada por los pueblos, como Madre pura y virginal del Salvador del mundo. Yo contemplo a Nazareth, la bella ciudad escondida en el seno de un hermoso valle en que el nogal, la higuera, el naranjo y el granado, esmaltan con sus diferentes verdes y rojos frutos, encanto de los ojos y placer del paladar, como ofrenda a la ciudad en que pasó la niñez la siempre Virgen María, la Estrella del Mar, la hermosa Miriam y la de su santo Hijo.

Yo reconstituyo allá en lo recóndito de mi imaginación a Bethlén, en la dichosa noche del nacimiento del Hijo de María, del Hijo del Eterno Padre; veo el humilde portal convertido en clarísima puerta del templo de la verdad, e invadiendo aquel hasta entonces triste pórtico la luz que había de alumbrar al mundo en medio de aquella larga noche del error, perpetuado por tantos siglos de marcha divergente del centro de la tradición genesiaca, que fuiste tú, Palestina, quien conservaste y alimentaste con tu esperanza, y confiando en la promesa de Dios al lanzar a nuestros padres del Paraíso. Yo contemplo al Sinaí envuelto en los rayos de la Majestad Suprema, dando la ley al pueblo escogido, y a Moisés, hundida su frente en el polvo ante el Dios Creador. Yo veo el Calvario, ara santa del sacrificio del Hijo de Dios, y la Cruz que inmensa, estrecha y ciñe la redondez de la tierra con sus brazos, lazo de amor y de sacrificio regado con la sangre del Mártir, que tantos millones de mártires había de sembrar sobre la tierra, y veo, por último, el Thabor, altar sagrado de la Transfiguración de Dios Hijo en luz clarísima, representación de la verdad y claridad del Evangelio.

En esa tierra sagrada para el cristiano; en ti, Palestina santificada por el sacrificio más grande que admira la humanidad; en ti, tierra enaltecida por Moisés, David, Salomón, Ezequiel, Isaías, Micheas y Juan, profetas y precursor de la luz que había de venir; en ti pienso, confieso y siento en dulces impresiones. En ti, que olvidada de los hombres viviste encerrada en el aislamiento y soledad del mundo, que resonaba en estruendosas guerras, hasta que el romano, señor del mundo, que había llegado a tus costas, te domina e impera, y cuando reina la paz universal, cuando las puertas del templo de Jano se cierran y el dominio y señorío de Roma parece eterno, entonces, entonces se cumple la palabra de Dios, y nace un Niño de una Virgen pura, que después, con su palabra y su doctrina, hunde al dominador universal, derroca su poderío con sólo la palabra y su doctrina, más fuerte y avasalladora que todas las armas del mundo, pues que éstas dominan el cuerpo y la palabra señorea el alma.

Pero desgraciadamente aquella hermosura de la tierra prometida decayó con la invasión sarracena y agostados sus campos presenta hoy distinto aspecto, parece entristecida al verse dominada por la media luna e imperar en sus ciudades la doctrina de Mahoma. «Esta desolada región, dice Chateaubriand, produce a primera vista cierto desasosiego en el corazón: mas luego que pasando de soledad en soledad ve el viajero dilatarse sin fin aquel espacio, se va desvaneciendo poco a poco esta inquietud y experimentamos un terror secreto, que lejos de abatir el alma, la infunde nuevo valor y encumbra más el espíritu. Los extraordinarios objetos que por todas partes se descubren, indican que aquel país ha sido fértil en portentos: un sol ardiente, el águila impetuosa, el humilde hisopo, el cedro soberano, la estéril higuera, toda la poesía, todos los cuadros de la Escritura, todo se encuentra reunido en aquel sitio. Cada nombre encierra un misterio, cada gruta habla de lo porvenir y cada cima de aquellos montes retumba con los acentos de un profeta. Dios mismo ha hablado en aquellos sitios, y los torrentes secos y las rocas hendidas y los sepulcros entreabiertos atestiguan el prodigio: el desierto parece todavía enmudecer de terror y se diría que no se ha atrevido a romper el silencio desde que oyó la voz del Eterno».

Y en verdad que el nombre de Palestina despierta en nuestra alma un mundo de poéticos y sagrados recuerdos: no hay nombre de montaña, valle, cumbre ni ciudad que junto con sus armónicos nombres no lleve envuelto en sí las bellas páginas de los sagrados libros y evoque las primeras impresiones de nuestra niñez al embelesarnos con los hechos de la Sagrada Historia. Emaús, Judea, Nazareth, Aín, Hebrón y Jerusalem, ciudades que en nuestra mente infantil se presentaban llenas de encantos y hermosura, como ataviados con la varonil belleza se nos representaban Moisés, Aarón, Josué, Gedeón y bellas como las flores de sus campos las heroínas Judith, Esther, Abigail y la más hermosa de todas estas figuras, María, la heroína y Virgen Madre de Jesús, que cual faro refulgente es y ha sido el objeto de nuestra admiración y entusiasmo.

María, Jesús, José, Ana, Joaquín, el Bautista, nombres que tan dulce suenan en nuestros oídos y hacen vibrar nuestro corazón con los más tiernos acordes del sentimiento y amor a los copartícipes del gran poema de nuestra redención, es imposible pronunciarlos sin que el nombre de Palestina no resuene como nota armónica de la más dulce música y del más suave colorido que embelesa nuestros ojos con la contemplación de los paisajes de la tierra en que se desenvolvieron los misterios de la vida de María y pasión de su Hijo Jesús nuestro Redentor.

Tierra bendita de Palestina, tierra consagrada, campo hermoso y fecundo de nuestra redención, tierra que guarda su fisonomía propia conservando sus costumbres, su manera de ser, sus trajes y aspecto, tierra en la que verdaderamente se atesora toda la tradición, con su color y encanto a través de los siglos. Vigoroux expresa del siguiente modo la manera de ser este pueblo, que guarda a través de los siglos su elemento histórico:

«Una de las más dulces alegrías del peregrino de Tierra Santa es ver todavía con sus ojos las costumbres y hábitos patriarcales. Las escenas de los Libros Santos aparecen vivas, claras e inteligibles cuando casi podemos tocarlas, ser como sus testigos y actores. La inmovilidad de Oriente ha hecho de él una especie de Pompeya, pero no una Pompeya muerta en que lo pasado se, ha inmovilizado, no, es la antigüedad que vive aún, que obra y se mueve a nuestra vista. Sólo conocemos a los romanos y los griegos por sus escritos, por sus artes, por sus pergaminos, sus mármoles, sus frescos y algunas ruinas: Atenas no está habitada por sus antiguos atenienses y Roma no está poblada por sus antiguos romanos; pero en Palestina -como si Dios por una gracia singular, hubiese querido permitirnos juzgar hoy todavía de las descripciones que su Espíritu ha dictado a los escritores sagrados-, en Palestina, sus antiguos habitantes parecen vivir aún: llevan casi los mismos trajes, hablan un lenguaje poco diverso del antiguo, tienen los mismos modismos en su lengua, el mismo tono, los mismos hábitos, las mismas costumbres. Abraham habita aún allí bajo la misma tienda, Sara amasa el pan para sus huéspedes, Rebeca va a buscar el agua a la fuente. Los usos que reinaban en esas regiones hace cuatro mil años, se han conservado intactos o casi sin cambio... La costumbre de casarse en la propia familia subsiste siempre, y un padre no da a su hija a un esposo extranjero a no ser que haya sido rehusada por su primo. Ciertas tribus no permiten jamás que sus miembros tomen una mujer fuera de su seno. Las disensiones entre Sara y Agar se reproducen con frecuencia en las familias árabes, y una de las esposas es obligada a dejar la tienda conyugal por el bien de la paz... Las mujeres llevan las joyas que Alazor dio a Rebeca, con las que se adornaba Sara; el nizem, anillo de oro o de plata, sobrecargado de perlas y coral, es suspendido de la nariz; collares y brazaletes adornan su cuello y manos».

Faltan a estos detalles otros muchos en el citado autor: todavía visten las nazarenas el mismo traje que Ana y María, la misma hechura y corte acopla las telas y todavía el camello y la caravana son el modo de viajar en Palestina, verdaderamente este pueblo y esta región es un documento vivo y fehaciente de la historia. A poco de poner los pies en Palestina nos creemos trasportados a los tiempos bíblicos, y al ver cruzar en lontananza al escueto camello que dibuja su silueta en un cielo teñido con los rojizos celajes del ocaso, creemos ver a los criados de Abraham retornando de los campos de su señor o los mercaderes que llevaban a José vendido por sus hermanos.

Por eso decimos y repetimos que visitarte ¡oh Palestina!, sin trasladarse a las épocas de tu esplendor, cuando el templo se levantaba erguido y majestuoso sobre la cumbre de Jerusalem, es imposible dejar de impresionarse nuestra alma con tan hermosos recuerdos y sin que a ellos presidan en luminoso nimbo los nombres de Jesús, María y José.

Sí, tierra de bendición; en tu seno y entre el perfume de tus naranjos y limoneros, los aromas de tus jardines y las azucenas y lirios de tus valles, había de nacer María, la hija de Joaquín y Ana, pura en su concepción como correspondía al arca santa que había de encerrar en sí al Verbo humanado, el Hijo de Dios. Allí naciste, y mecida por las brisas del Mediterráneo, pasó su infancia la Reina de los Cielos, y en tu seno se verificaron todos los misterios de la redención del humano linaje, santificándote para los siglos. Yo te saludo, tierra sagrada de promisión; tú fuiste la prometida de Dios al pueblo de Israel y la fuente de alegría para el mundo con el nacimiento de María y de Jesús, pues de ella nos vino la fe, la esperanza y el amor a nuestros hermanos.

Tal es el encanto que en mi alma produce tu santo nombre, tierra bendita de nuestra redención, y suenas en mis oídos tan armónicamente, como dulce y embelesador el nombre de María se graba en el alma.

Si queréis gozar de esos placeres del espíritu cristiano, si queréis sufrir con los dolores y agonías de esa santa Madre, si queréis conocer el lugar de las escenas de tan grandioso poema, de tan sagrados misterios, seguidme; vuestra compañía fortalecerá mi espíritu y yo con voluntad firme y fe decidida, os relataré la vida de María y os haré conocer los lugares en que vivió y gozó con la compañía de su Hijo, sufrió con su martirio y se levantó llena de luz radiante y pura a los cielos con majestad y gloria.

Seguidme y penetraremos en Nazareth, entraremos en la casa del santo matrimonio, y llenos de devoción y de fe visitaremos la estancia que habitaba María, la pura mujer que había de ser Reina de los cielos; veremos el sagrado recinto en que pasó sus primeros años la que había de ser Madre de Aquél, cuya doctrina había de iluminar al mundo, la casa de la prometida por Dios al lanzar del Paraíso a nuestros pecadores padres; la de aquella prometida que había de quebrantar la cabeza de la serpiente, causa de la perdición del mundo, borrando con su pureza y sacrificio el delito de nuestros padres. Seguiremos paso tras paso la niñez de esa Virgen concebida sin pecado original, en el templo, y sus místicos desposorios con José.

Conoceremos la vida de ese matrimonio espejo de los cristianos, su vida humilde, resignada y santa, visitaremos el santo lugar de la Salutación del Ángel, gozaremos con Ella en el portal de Bethlén, y nos alegraremos con esa dicha ante la adoración de reyes y pastores. Temblaremos con Ella ante la persecución de Herodes, y sufriremos hambre y sed en su penosa huida a través del desierto, falta la Santa Familia de los más necesarios alimentos, caminando con las caravanas, durmiendo bajo el estrellado cielo de brillantes constelaciones trémulas en su luz, cual espantadas ante los sufrimientos y penalidades del Hijo de Dios.

Relataremos la vida de los desterrados en Egipto y su vuelta a Nazareth; veremos a la pura Señora extasiarse de placer ante las predicaciones de su Hijo, y sufriremos con su espanto ante el miedo de la muerte de Aquél cuando las turbas querían despeñarlo de lo alto del monte del Tremor.

La veremos llena de asombro y alegría en las bodas de Caná ante el milagro de su Hijo, y con Ella sufriremos en la calle de la Amargura y en el Calvario ante la bárbara crucifixión de su Hijo, y nuestro corazón se despedazará con el cruel tormento; la acompañaremos al sepulcro y con Ella gozaremos al verle resucitado, y por último la acompañaremos en su soledad, hasta que la muerte la eleva al trono de su Hijo, siendo recibida llena de gloria por la Trinidad santa, que la corona por Reina de cielos y tierra.

Tal es nuestro plan siguiendo las huellas luminosas que nos dejaron los santos Evangelistas, doctores y místicos historiadores de la vida de la Santísima Virgen; a ellas ajustaremos nuestros pasos en tan dulce misión, y nuestro trabajo será el de narradores fieles de los hechos de su santa vida, espejo de virtudes y consuelo de nuestras almas. Sólo la parte descriptiva entrará en ella como obra nuestra; la impresión artística y poética exaltada por la fe para enaltecer y localizar la narración con la de los lugares que la Virgen consagró con su planta y embelleció con su mirada. Puesta en María nuestra esperanza, acometemos esta obra que colocamos bajo su amparo y protección, para que en su honor y exaltación la terminemos tan llenos de fe, amor y esperanza en Ella, como la emprendemos.

Capítulo primero: TRADICIONES DE PUEBLOS ANTIGUOS SOBRE LA VENIDA DE UNA VIRGEN MADRE DEL REDENTOR

Si abrimos los libros de las teogonías orientales, en ellos hallaremos consignada bajo diversos aspectos de la fábula, de la poesía y de la leyenda, la expresión de una virgen que había de venir para redimir a aquel pueblo. La idea de ser cada nación antigua, de un origen divino, haciendo remontar sus primeros padres a los dioses de quienes procedían, hicieron que cada pueblo, cada región se creyera la llamada por sus dioses a ser la señora de los demás vecinos, a quienes consideraban en su orgullo como inferiores. La India, el Egipto, la Persia y otros muchos, consignan en sus libros sagrados la esperanza de una virgen madre que había de dar a luz a un hombre, sabio, conquistador, llamado a sojuzgar a los demás pueblos, bajo una doctrina que le engrandecería y le haría señor del mundo. Y nada de extraño tiene que esta doctrina reinara entre ellos; es la tradición que conservó su verdad desde el origen, aun en medio de los cambios y transformaciones hijas de la naturaleza e imaginación de las razas que más o menos fantásticamente la adornaron, desde las heladas regiones del Norte a las abrasadas riberas de la India, la tradición presentó siempre el mismo principio, el de una virgen redentora.

Y hemos dicho que es la única tradición que presenta unidad en su pensamiento, y esto se concibe con sólo recordar que el Señor, al arrojar del Paraíso a nuestros padres por su pecado, dijo, que la mujer había sido la causa de la perdición, del pecado, inducida por la serpiente, espíritu del mal rebelado contra su Creador; pero que una mujer, una Virgen nacería que quebrantaría la cabeza de la serpiente, redimiendo al mundo del delito por la concepción pura y sin mancilla del Redentor del mundo. Y esta promesa de Dios, no había de dejar de cumplirse, pues todo en el mundo pasará menos la palabra de Dios. Y esta promesa encarnó en el corazón de nuestros padres, pasó a las generaciones como una esperanza y esparcióse por la faz de la tierra cuando la dispersión del género humano al pie de la torre de Babel, y al separarse los pueblos, cambiaron de zona, de climas, cayeron en el error de la idolatría y otras falsas creencias, enturbióse la clara fuente del conocimiento de Dios Padre, Espíritu creador y factor del mundo, cayeron los pueblos en las más groseras y sensuales creencias religiosas, con ritos y prácticas las más absurdas, pero en medio de tal corrupción, de tan grosero materialismo, la idea madre de una virgen corredentora, la idea de lo prometido por Dios, subsistió y permaneció pura en medio de las negras gasas con que la envolvió la imaginación.

Así es, que los druidas, ese pueblo de religión fantástica que celebraba sus misteriosos ritos rodeados de la solemne majestad de los bosques, y en que la luna era la antorcha que alumbraba sus altares, en medio de aquella noche moral en que se hallaban sus mentes, en medio de la separación del concepto puro de la divinidad, con la esperanza de una aurora, de un día lejano en que el sol de una verdadera religión había de llegar, ya levantaban altares en medio del severo ramaje de las encinas, a una virgen que había de parir(1).

El pueblo chino, ese pueblo misterioso que encerrado en su muralla que limitaba tan vasto imperio, sin comunicación con los demás pueblos, viviendo y marchando dentro de sus límites con una civilización superior a la de las demás regiones de la antigüedad, también conservó la tradición de la promesa de Dios, y Confucio (Con-Fu-tse), su legislador civil y religioso, dice haber hallado entre las antiguas tradiciones de su pueblo, la que hace referencia a un Santo que había de aparecer en las comarcas occidentales del Asia, y con una solemne embajada enviaba el pueblo de Confucio a buscarle, cerca de medio siglo después de la muerte del Hijo de Dios en el Calvario.

Época era ésta la más apropiada para la tradición, pues coincidía, dice Lafuente en su Vida de la Virgen, con la dispersión de los Apóstoles para la predicación de la santa doctrina.

Los Magos por su parte, esperaban también en el milagro de una virgen, y afanosos y cuidadosos del estudio de los astros y constelaciones, objetos de sus creencias y religión, fundada en el culto del sol, la luna y las estrellas, esperaban apoyándose en las tradiciones del Zerduscht, la aparición en el brillante y hermoso cielo de Caldea, de la estrella de Jacob que había de guiarles en la busca y hallazgo de la cuna de Cristo.

En la India, en la misteriosa tierra de encantadora naturaleza, de las palmeras y los anchos ríos, de las espumosas fuentes y embriagadoras flores; el país de la sensualidad y de las pasiones, esperaba también al glorioso Abatar, encarnación de una transformativa divinidad que había de nacer de una virgen, como última y más portentosa de sus transformaciones, y que según sus Brahamanes (sacerdotes) había de purgar al mundo del pecado. Esperanza, que pedían se realizase por medio de ofrendas de matas de albahaca, la planta favorita de los dioses, presentada en sus altares tan fastuosos como su civilización y trajes resplandecientes de oro y pedrerías.

Los griegos, los escandinavos, los scitas y otros cien pueblos más, todos conservaban más o menos adulterada aquella idea, aquella tradición, nacida en las puertas del Paraíso, por la promesa de Dios.

Por último, el pueblo romano, que con sus armas y con sus leyes había dominado al mundo antiguo, que en medio de su religión idiolátrica, había ido admitiendo como medio de su política dominadora, todas las divinidades de los pueblos sujetos a su yugo, y comenzando por creer en todas las religiones, aceptando las de todos los pueblos de sus conquistas y convirtiendo a Roma en templo de todas ellas, había concluido por no creer en ninguna, cayendo en el escepticismo, en la más fría de las muertes para el corazón, el indiferentismo. Tomaron los libros sagrados de todos los pueblos y religiones; pero los libros de la Sibila de Cumas, quizá contemporánea de Héctor y de Aquiles, fueron los que con más cuidado conservaban y respetaban, sin que sus predicciones hicieran asomar a los descreídos labios de los señores del mundo, la risa del desprecio, ni la sonrisa de la incredulidad en semejantes augurios. La promesa de la Sibila de una Virgen maravillosa, que siéndolo había de concebir y dar a luz a un hijo, que lo sería Hijo de Dios unigénito; la idea de que este Hijo de aquella pura Madre sería adorado por los pastores, la serpiente encarnación del mal vencida y humillada por aquella Virgen, portento de pureza y de lo maravilloso, y la vuelta de los hombres a la edad de oro y de la paz universal, llenaban y preocupaban la mente de los dominadores del mundo, haciéndoles exclamar como lo hace el gran poeta latino Virgilio en su Égloga 4ª: Ya viene la Virgen, y los romanos como todos los demás pueblos, y ellos especialmente que con su afán de abarcar en el recinto de Roma todas las religiones del mundo, llegaron a levantar altares al Deo ignoto, al Dios desconocido, aquel Dios desconocido que naciera en su mente por las profecías de la Sibila, les impresionaba.

El mundo entero conocido de los antiguos coincidía en una esperanza, la de la redención del mundo por el nacimiento de un Santo, hijo de una Virgen que lo había de seguir siéndolo después de su concepción. Sujeta toda la tierra conocida entonces, de la India a España, de la Libia a la Escandinavia, todos estos pueblos sujetos o señoreados por el vencedor romano, unidos bajo un lazo político de ley y de idioma, cuando el templo de Jano se cerraba por no haber guerras ni pueblos que conquistar, cuando la paz se cimentaba después de tantos siglos de continua lucha, sólo brillaba una esperanza; todos los pueblos esperaban un gran acontecimiento, todos esperaban según sus creencias la venida de aquel Hijo de Dios, de aquel sabio legislador según unos, invencible guerrero según otros, pero todos convergentes en la creencia de su nacimiento como Hijo de Dios en una Virgen doncella.

El vaticinio de la Sibila de Cumas, se había hecho hasta popular entre los romanos; no era ya sólo patrimonio de aquellos hombres estudiosos de la antigüedad, sino que rebasando aquellos límites, había llegado a manos de los poetas y del pueblo, y así hemos visto cómo Virgilio, el dulce poeta, el cantor de los placeres del campo, cuando Augusto cerraba las siempre abiertas puertas del templo de Jano, por reinar ya la paz material universal, preludia en sus sentidos versos la profecía de la Sibila; y no teme en intercalar en sus hermosos versos la llegada de Cristo, de la Virgen maravillosa, que dada la prosperidad del reinado de Augusto, debía venir en aquellos momentos de calma universal, y al efecto copiamos la traducción que de los hermosos versos virgilianos hace D. Vicente Lafuente en su citada obra:

El orbe regirá, que con proezas
En grata paz dejó el paterno brazo:
La sierpe morirá: sin el veneno
La hierba crecerá; y en el regazo
De las fértiles comarcas de la Asiria
Aromas brotarán sin embarazo.

Vese en estos conceptos de Virgilio claramente expresados, la idea de paz universal, la destrucción de la infernal serpiente, la aniquilación de las plantas venenosas y mortíferas como representación del pecado y que son rémora al desarrollo de las salutíferas plantas nacidas de una nueva era como lazo de paz al desarrollarse en Europa, como el cinamomo y la canela. Es decir, que de una manera poética consigna la prosaica tradición del pueblo romano, tan imbuido ya por la irreligiosidad a que le habían conducido tantas creencias, pero embozada y bastardeada de su primitiva sencillez y grandeza. Pero al remontarse el poeta y querer emular al profeta, se eleva, pero sus alas son como las de Ícaro, de cera, y cuando quiere alzarse al nivel de aquéllos cae, cae en el campo de la más triste idolatría.

Ya viene la Virgen, ya vuelven los tiempos de oro en que reinó Saturno.

Así en la obscuridad de la idolatría, Virgilio barajó la profecía con el antropomorfismo; no era él, no, el llamado a difundir la predicción de la promesa de Dios, y por tanto esa esperanza de una Virgen que venga a reinar con Saturno, vio el resplandor de la luz, pero no fue a ella. Mas si la tradición de una Virgen corredentora concurrió en los pueblos y de una manera más o menos perfecta pasó como vislumbre de una remota aurora, no sucedió así entre los descendientes de Abraham, el pueblo escogido por Dios para ser el conservador del fuego santo de la ley divina promulgada en el Sinaí. No: entre el pueblo de Jacob, esa esperanza, esa tradición, no fue la luz indecisa, pálida y que sin vislumbres se conservó en los pueblos idólatras, sin aclarar ni desvanecer las tinieblas en que el error de los hombres les habían envuelto, no: allí era una débil luz que no iluminó los espíritus; aquí, entre el pueblo de Moisés, de Abraham y de Jacob, fue una luz clara, un faro al que el pueblo todo encaminó sus pensamientos, elevó sus oraciones y espero en la sagrada promesa de la redención. Luz viva, esplendorosa y refulgente que imperó entre los hijos de Israel, confiados en las profecías de Isaías, de Micheas y demás profetas que con sus cánticos y promesas los alentaron por inspiración divina en la esperanza de la venida del Mesías que había de nacer de una Virgen pura, casta y sin mancilla, como hija de Dios y esposa del Santo Espíritu, que había de encarnar en su seno. Tradición pura que pasa de los hijos de Adán, a los de Noé, a los Noakidas, a los hijos de Abraham, a los israelitas, y de éstos a los cristianos y a los redimidos por el sacrificio del Hijo de Dios, del Hijo de la Virgen María, el anunciado por los santos patriarcas y profetas del pueblo de Israel, como hermosamente dice el ya citado escritor. Tradición que desde las palabras del divino Oráculo en las puertas del Paraíso, desde el establecimiento de los israelitas en Palestina, la Virgen corredentora, más bien había sido comprendida que revelada en las palabras de los patriarcas y profetas, pero desde los tiempos de David, la figura de María, no aparece como velada por una pura gasa que esfumina sus contornos; desde la época del rey poeta, se perfila, determina y agranda de una manera espléndida, llena de luz y de encanto, cual la pura que de sí había de irradiar en el mundo. Desde entonces, la que había de hacer correr en las venas del Hijo de Dios, la sangre de Abraham, Jacob y del justo Jessé, se hace más comprensible, y Salomón la pinta con la suave y tierna dulzura que conocemos: la ve elevarse en medio de los hijos de Judá, pinta los encantos de su rostro, sus gustos sencillos y llenos de poesía, que silenciosa y recogida se oculta a la vista de todos como la paloma que hace su nido en el hueco de las peñas, es la escogida para su místico himeneo con preferencia a las vírgenes y reinas de todos los pueblos, se le ha prometido una corona por aquel que es amado de su alma y el lazo feliz que la une con su real esposo es más duro que la muerte.

Elías, cuando oraba en el monte Carmelo implorando de Dios el término de la sequía que abrasaba la tierra, la descubre; ve a la Virgen prometida bajo la forma de una transparente nube que se eleva del seno del azulado mar para anunciar la vuelta de la lluvia, que había de refrescar la tierra, y entonces el profeta eleva en el monte Carmelo un oratorio a la futura Reina de los cielos, a la que ha de traer la salvadora lluvia del Redentor, que ha de apagar la sed y el ansia de los que en ella y en su Hijo esperaban.

Isaías ante los temores de Acab, al verse amenazado por los enemigos, le dice que no tiemble, pues de la casa de David nacerá una virgen, la Virgen concebirá y dará a luz un Hijo, por nombre EMANUEL, esto es, Dios con nosotros. Este Hijo, dado milagrosamente al mundo, será un renuevo del tronco de José, una flor nacida de su raíz. Será llamado el Dios fuerte, el padre del siglo venidero, el príncipe de paz. Será levantado como un estandarte a la vista de los pueblos, las naciones vendrán a ofrecerle sus homenajes y su sepulcro será glorioso. (Isaías, cap. VII, vers. 14.)

Las figuras del Antiguo Testamento, según testifican los Padres de la Iglesia, son las señales que anuncian la salida del Sol de Justicia y de la Estrella del Mar: a Jesús pertenece la fuerza; a María la gracia y la misericordiosa bondad.

Otro profeta, Micheas, anuncia y predica el lugar en donde ha de nacer el Redentor que el pueblo espera y dice: «Y tú, Bethlén Ephrata, no eres ciertamente la más pequeña entre las principales ciudades de Judá, porque de ti saldrá el que ha de ser dominador de Israel, y su salida será desde los días de la Eternidad». (Micheas, cap. V, vers, 2º.)

Vese como decimos, y los profetas confirman con sus predicciones, cómo la promesa de Dios hecha ante la expulsión del Paraíso, había ido transmitiéndose de pueblo en pueblo hasta los confines de la tierra y conservada entre los pueblos, ya de una manera más perfecta, ya envuelta entre las obscuridades del paganismo, y que sólo se había conservado pura entre el pueblo de Israel, el pueblo escogido por Dios para bajar a la tierra y al seno de una Virgen, el Hijo de Dios, el Redentor prometido y por quien el pueblo suspiraba. Todo estaba preparado, la paz material reinaba en el mundo y se acercaba la plenitud de los tiempos.

Todo cuanto en el mundo sucede tiene señales que le preceden; cuando el sol está inmediato a su nacimiento, el horizonte se tiñe de rosada luz; cuando la luna aparece en el cielo saliendo hermosa y clara del seno de las aguas, blanca luz, nacarada atmósfera tiñe el cielo; a la tempestad, la precede una calma aterradora, en que ni la hoja se mueve en el árbol, para después el huracán arrollar la arboleda y arrancar de cuajo troncos y peñascos.

Así todas estas señales, estos anuncios de los profetas, precedieron cual ráfagas de luz, rápidas como la del relámpago, a la luz verdadera que había de venir a redimir al mundo, a cumplirse en la pura Virgen, al pronunciar aquellas palabras de sumisión y obediencia en el acto de la Encarnación, hágase en mí, Señor, vuestra voluntad, la conversión en arca santa en la que había de encarnarse el Hijo de Dios, el anunciado por el Padre al lanzar a los nuestros del Paraíso, en la que había de quebrantar la cabeza de la serpiente, el espíritu del mal, proclamándola pura en su Concepción y pura antes y después del nacimiento del Hijo de Dios; el verbo humanado estaba cerca, las siete semanas de Daniel cumpliéndose y el gran hecho próximo a su realización. La palabra de Dios como esperanza del mundo iba a ser un hecho, se acercaba la plenitud de los tiempos y con ellos la verdad de la voz de los profetas.


VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ