VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo II: GENEALOGÍA DE SAN JOAQUÍN, SUS PADRES.

Capítulo II: GENEALOGÍA DE SAN JOAQUÍN, SUS PADRES.

-SU PATRIA, TEMPLO QUE SE CONSERVA SOBRE LA CASA DEL SANTO PATRIARCA. -SU VIDA, SU CASAMIENTO CON ANA. -ANA, SUS PADRES, SU PATRIA. -PENAS Y DOLOR DEL SANTO MATRIMONIO POR SU ESTERILIDAD.- ANUNCIA EL ÁNGEL A LOS ESPOSOS EL NACIMIENTO DE UNA HIJA.


Aún cuando San Joaquín, el dichoso padre de María, fue un noble varón, santísimo y de una muy esclarecida estirpe, aun cuando pertenezca a los padres la gloria adquirida por los hijos bajo cualesquier concepto, puesto que en ellos se refleja la educación y nobles sentimientos comunicados por aquéllos, con todas estas condiciones y cualidades, son muy pocas las noticias y antecedentes que bajo el punto de vista de la autenticidad se conservan. De sus virtudes y de su clarísima vida en medio de su relativa oscuridad por vivir en esa feliz medianía de que tanto nos habla y ensalza Fray Luis de León, son escasas las referencias que de aquélla se conservan.

En las Santas Escrituras no se hace mención de él ni se le nombra, silencio que si fuéramos a examinar a la luz de la ciencia teológica, no dejaríamos de hallar grandes misterios y de una muy convincente razón, y esta es como dice Catesino en sus escritos, porque habiéndose celebrado en la Santísima Virgen el sagrado misterio de Madre de Dios, el nombre de sus padres no fue necesario consignarlo para que de esta suerte se entendiese, que la excelsitud y grandeza de María era por su Hijo, y no por la obra de los hombres, sino que lo fue por su concepción sin pecado original; pues aun cuando los padres de María fueron nobilísimos de estirpe y muy santos de condición, no por ello estuvieron exentos del pecado original como humanos, y aun cuando brillaron por sus condiciones de religiosidad y virtudes, quedaban incursos en la ley general del linaje humano; condición que no comunicaron a su purísima hija, nacida y concebida sin mancha como Madre que había de ser del Hijo de Dios.

Mas a pesar de este silencio, son muchos los autores y especialmente antiguos, los que se han ocupado de San Joaquín, y nos expresan, aun cuando muy lacónicamente y gran sobriedad en estilo y detalles, las grandes virtudes y méritos relevantes que tuvo este gran Patriarca y Santo dichoso como padre de la Inmaculada, y acerca de lo que aquéllos dicen escogeremos las más interesantes noticias referentes a la vida del Patriarca esposo de Santa Ana.

Así es que, aun cuando poco podamos extendernos en las vidas del padre y de la madre de María Santísima, todavía reduciremos estos apuntes a lo necesario para dar a conocer la familia de ambos esposos; costumbres y vida de aquel matrimonio de tan refulgente nombre y cuya memoria se había de perpetuar por la inefable dicha de ser los elegidos por el Señor para dar la humana existencia a la pura doncella que había de ser Madre de Jesús, y de la de ser visitados por la voluntad del Señor que escuchó sus oraciones, como escucha siempre al que con fe y esperanza pide su amparo y protección.


Joaquín era natural de Sephoris, hoy Seffurich, antigua ciudad situada a seis kilómetros de Nazareth, y en la cual tenía propiedades. Todavía hoy los pocos peregrinos en quienes no falta el valor para atreverse a llegar a esta miserable aldea, de la que nunca salen los viajeros sin ser insultados por los fanáticos musulmanes, visitan las ruinas de la iglesia que se levantó sobre la casa en que nació San Joaquín y vivió luego el matrimonio durante algunos años.

Este antiguo templo estaba orientado de Oeste a Este, constando de tres naves y cerrado por otros tantos ábsides, de los que permanecen dos todavía en pie. Por su construcción puede formarse idea de lo que fue el templo en grandiosidad y belleza. Las columnas que separaban las naves son monolíticas, de granito ceniciento, con capiteles corintios, estas columnas debieron pertenecer a la primitiva basílica, que fue reconstruida en la época latina.

El terreno es hoy propiedad de los padres de Tierra Santa y una vez al año celebran en él, el Santo Sacrificio. Del coro, del que aún hoy se conserva parte, hay necesidad para llegar a él de atravesar las ruinas y tabucos de paredones, de casucas árabes que han construido apoyadas entre columnas, convirtiendo en aduar inmundo el santo templo; éste es el único recuerdo que se conserva de la casa de los padres de María Santísima, del templo de Joaquín.

Fue de linaje real y el más ilustre de toda Judea, porque era de la tribu de Judá y descendía por línea recta del rey David. Su padre se llamó Mathat y su madre llevaba el de Esthat, la cual descendía igualmente de la sangre real del ya dicho monarca, de suerte que por línea paterna y materna era nobilísimo y descendiente por tanto de los dos hijos del rey David, Natham y Salomón, y de gran número de reyes e ilustres capitanes.

Dícese que desde niño se hizo notar por sus castísimas y santas costumbres, tanto que mucho antes de que naciese reveló Dios su nombre y nacimiento a los sabios de la ley, diciéndoles cómo se llamaría y cuándo nacería, y cuál sería el nombre de Joaquín padre de la que había de ser Madre del Mesías; así lo refiere el P. Canisio, de los antiguos rabinos.

El nombre de Joaquín encierra en sí un muy grande significado, para el que había de ser padre de María, que había de concebir y parir al Redentor del mundo; significa tanto como «Preparación del Señor»; y como expresa San Epifanio, por él se preparó el templo al Señor del mundo, que fue la Santísima Virgen María su hija.

Gozaba de una mediana posición, herencia de sus padres: ya hombre contrajo matrimonio con una doncella tan honesta como virtuosa joven, natural de Belén, de cuya noble ascendencia luego hablaremos. Sus caracteres eran muy bondadosos y semejantes en virtud y santidad, de suerte que esta igualdad de genio hacía de su vida tranquila y sosegada una verdadera morada de paz y bienandanza, en que sólo amargaba su existencia la falta de hijos, causa que era muy mal mirada entre los hebreos, que consideraban la esterilidad como un castigo o maldición del cielo. Esta carencia de hijos, era lo único que amargaba aquella existencia tranquila y sosegada, viviendo Joaquín entregado a las labores de sus heredades y cuidado de su hacienda, y Ana a los de la casa.

De las rentas y productos de aquéllas, dicen los historiadores que hacía tres partes, destinando una al culto del Templo, otra para limosnas y la tercera para el mantenimiento de su casa, cuyas necesidades en medio de su vida modesta y sin alardes, bastaba para cubrir cuanto pudiera necesitar tan corta y sobria familia.

Entregábase mucho a la oración el santo matrimonio y acompañábanse en las oraciones con ayunos, y actos de caridad que constituían las ocupaciones de la familia modelo de matrimonios santos y virtuosos.

De esta suerte vivieron muchos años llegando a la vejez sin haber tenido hijos, por más que Ana implorase esa gracia del Señor para librarse del oprobio e insultos de las demás mujeres que la denostaban por estéril. Esto constituía para la pobre Ana una grande humillación y a pecados de los padres el no tener descendencia y de aquí el que considerábase como maldito al que no dejaba descendencia, como hemos dicho.

Aquel santo matrimonio hizo muchas promesas y ofrecimientos al Señor a fin de que les concediera Dios fruto de bendición que les libertara de aquel oprobio. Entregáronse a actos de devoción y oraban derramando muchas lágrimas para que el Señor escuchase sus plegarias; aún más, ofrecieron al Señor en voto dedicar al Templo el fruto que les concediese si escuchaba y atendía sus plegarias y las recibía como justas en la demanda.

Acerca de la esterilidad de Ana dice San Juan Damasceno, que convenía aquélla, pues que lo que había de ser nuevo bajo el sol y el principal de todos los milagros, se dispusiese así el camino por lo milagroso del nacimiento. Sucedió que una de las veces en las festividades del Templo fue más notada la presencia del estéril matrimonio en la solemnidad de las Encenias a la que concurría mayor número del pueblo israelita, los insultos fueron mayores que otras veces, sufriéndolos con santa resignación Ana y el prudente marido.

Doloridos tornaron a suplicar al Señor con mayor fervor e instancia, y para conseguirlo, se separaron momentáneamente los esposos, retirándose. Joaquín a una montaña en que tenía su majada y Ana a un huerto de su propiedad.

No pidieron en vano al Señor, como escucha siempre a todo aquel que con fe y arrepentimiento de sus culpas le invoca, y oyendo la súplica y plegarias de Joaquín y de Ana y después de cuarenta días de preparación del espíritu, recibieron el consuelo del Señor por medio de un ángel que les profetizó que Ana concebiría una doncella santísima que escogida por el Señor, había de ser Madre suya y parir al Mesías, tan deseado y esperado por el pueblo. Al mismo tiempo que Joaquín, tuvo la santa esposa, la bienaventurada Ana, igual revelación.

Tornó Joaquín a su casa y confió a Ana su revelación, que confirmó aquélla por haber tenido por otro ángel igual promesa hecha por el Señor. Agradecidos ambos santos esposos, dieron gracias a Dios por la merced que les había prometido, lleno su ánimo de gozo y llenos de agradecimiento y consolados en su aflicción por las promesas del Señor que había escuchado sus ruegos, quedaron tranquilos y confiados.

No es fácil ni posible explicar lo que pasarla en el corazón de Joaquín y Ana con la promesa de ser padres de la que había de dar el ser al Mesías prometido.

Esto es cuanto a la vida del Santo Patriarca padre de María, sabemos; respecto de los demás actos de la vida del venerable Joaquín los iremos relatando juntamente con la vida de María por la unión íntima en que siguen los hechos de la vida de padres e hija.

San Juan Damasceno dice hablando de los que habían de ser los padres de María: «¡Oh, bienaventurada junta, Joaquín y Ana, a los cuales está obligada toda criatura, porque por vosotros ofreció el Criador aquel don que se aventaja a todos los demás del mundo, esto es, a su castísima Madre, la cual sólo fue digna de su Criador!», y añade más adelante: «¡Oh, bienaventurado par, Joaquín y Ana! Bien os dais a conocer que sois inmaculados por el fruto de vuestro vientre, porque como dijo una vez el Señor: De sus frutos los conoceréis: hicisteis una vida agradable a Dios, y como era digno hiciesen los padres de tal hija, como nació de vosotros. Cumplisteis vuestro oficio casta y santamente y produjisteis el tesoro de la virginidad».

Así el ilustre escritor expresa su sentir respecto de los padres de María Santísima y concluye más adelante con estas hermosas palabras:
«Aquel varón divino, Joaquín, y su mujer Ana, alcanzaron el fruto de la oración, porque por oraciones alcanzaron tener por hija a la Madre de Dios».


Nos hemos ocupado de la vida del Santo Patriarca, de su nacimiento, padres y de sus hechos hasta su matrimonio con Ana y de los sufrimientos de estos ejemplares esposos por la carencia de familia que perpetuara su nombre, causa de los ultrajes que recibían por aquella infecundidad tan mal mirada entre los judíos, y réstanos decir algunas palabras acerca de Ana, su esposa, que tuvo la dicha de ser madre de la más pura de las mujeres.

Belén fue la patria de Santa Ana, y tuvo por padres a Estolano y por otro nombre Gaziro, y su madre llamóse Emerencia. Descendía también de la casa real de David, contrajo matrimonio con Joaquín y la vida de esta santa señora corre unida con la de su esposo. De los hechos de su vida poco podríamos decir fuera de su gran virtud, de sus castísimas costumbres y espíritu de caridad que la animaba y cuyo deseo de bien y bondad para con los pobres tanto la secundaba su virtuoso esposo.

De las aflicciones e insultos que sufría el matrimonio por causa de su infecundidad no hemos de repetir lo dicho al hablar de su santo esposo, y no repetiremos lo consignado respecto de sus oraciones, plegarias y súplicas al Señor para que les concediese un hijo, si así era su voluntad, y que el Señor colmó a manos llenas sus virtudes, oraciones y confianza en la voluntad de Dios dándoles la dicha inefable, la gran recompensa de ser padres de la que había de ser Madre de Dios, pura y sin mancilla, Reina de los Ángeles y Madre y amparo de los afligidos.

Acerca de la santa abuela de Jesucristo, según la carne, escribieron San Epifanio, San Juan Damasceno y también había de ella San Jerónimo en su epístola 101, de la cual tomamos las notas del nacimiento de Nuestra Señora: también el Martirologio Romano hace mención de Santa Ana, y Gregorio XIII en 1584, doce de su pontificado, en 1.º de mayo dispuso que la Iglesia Católica celebrase la festividad de Santa Ana a los 26 de julio.

Por la oración constante, por su devoción de espíritu y confianza en las bondades y justicia de Dios, consiguieron la inapreciable dicha a que como fruto de su fe y oraciones los hizo acreedores ante la bondad de Dios, de la gran merced de ser padres de la que había de quebrantar la cabeza de la serpiente y ser la corredentora del mundo. Hízoles Dios la mayor y más grande de las mercedes, y la fe y constancia en aquel santo matrimonio removió los montes, como dice el Evangelio, concediéndoles el premio de sus virtudes, llenándoles de gracia, con la gracia de ser los padres de la que había de ser Madre de todas las gracias y perfecciones.

San Juan Damasceno, San Epifanio y San Gregorio Niseno, atribuyen y con razón, como fruto de las oraciones de Joaquín y Ana, el inapreciable tesoro con que Dios les colmó de dicha por el nacimiento de la pura e inmaculada María, libre del pecado original, perfección de todas las perfecciones y espejo de justicia.

Fueron Joaquín y Ana los casados más santos, dice el Padre Ribadeneyra, que hasta allí hubo en el mundo, y su matrimonio fue en el que más se había agradado a Dios, y así dijo un ángel a Santa Brígida: «Como Dios hubiese visto todos cuantos matrimonios consumados, santos y honestos ha habido desde la creación del mundo hasta el último que se hiciere al fin de él: ninguno vio semejante al de San Joaquín y Santa Ana, en tanta caridad divina y honestidad; y así plugo que se engendrase el cuerpo de su castísima Madre de este santo matrimonio». Concedióles el Señor por sus virtudes esta inapreciable dicha y por ellas vemos a cuánto alcanza el poder de la oración y honestas costumbres ante la mirada de Dios, y cómo recompensa a quienes con la fe y el ejemplo proclaman su grandeza y consiguen de Él cuanto nuestros deseos apoyados en la fe desean su apoyo y protección en nuestros dolores y quebrantos terrenales con los que se purifica nuestra alma para hacernos dignos de su grande misericordia. Consoladoras palabras con las que el P. Ribadeneyra estimula y fomenta la fe y la confianza en la oración para conseguir nuestros deseos, cuando con el sufrimiento y la purificación se aquilatan nuestros ruegos y se eleva nuestro espíritu.

Capítulo III: ESTADO Y ESPERANZAS DEL PUEBLO DE ISRAEL EN EL MESÍAS. -NACIMIENTO DE MARÍA.

-¿DÓNDE NACIÓ, EN JERUSALEM O EN NAZARETH?. -OPINIONES ORIENTAL Y OCCIDENTAL. -CASA DE JOAQUÍN Y ANA EN JERUSALEM. -TEMPLO Y MONASTERIO DE SANTA ANA, SU HISTORIA. -CRIPTAS DE LA CASA DE SAN JOAQUÍN Y LUGAR DE AQUÉLLAS DONDE NACIÓ MARÍA. -AMOR A MARÍA EN TODAS LAS COMARCAS DE ESPAÑA.


Una calma triste y pesada, cual la que precede a la brisa refrescante después de un día caluroso, reinaba en Judea. Ya no hablaban los profetas, ya su voz no mantenía la esperanza en Israel, el cetro de David había caído en manos del extranjero y una nueva servidumbre era el presente del pueblo escogido por Dios. La esperanza, no obstante, no había abandonado el corazón de los fieles, pero aquélla iba perdiéndose cual se pierde el sonido cuanto más se aleja de su centro de partida. En su abatimiento el pueblo exclamaba: ¿El Señor nos ha abandonado, no queriendo cumplir sus promesas por nuestra maldad? ¡Tan grande es nuestra iniquidad, que su rostro se ha apartado de nosotros y nos deja en nuestra iniquidad!

Y pasaban los años y las Semanas profetizadas por Daniel, el extranjero imperaba, el paganismo se iba apoderando de la tierra de la fe en Jehová, y el abatimiento se reflejaba cada día más y más en todos los ánimos; se miraban en silencio los ancianos y suspiraban elevando sus ojos al cielo; los jóvenes bajaban el rostro con vergüenza al paso de los legionarios, y las mujeres oprimían contra el pecho a sus hijos, murmurando: ¡esclavo, esclavo serás como tus padres!

Pero todo podía faltar, todo podía desequilibrarse, pero nunca la palabra de Dios dejaría de cumplirse y la promesa se iba a realizar. En silencio, cual nace el claro río en ignorado rincón brotando límpidas sus aguas puras y cristalinas para convertirse luego en grande, poderoso y terrible, así, en el silencio y desapercibida del mundo, iba a nacer la que había de ser Madre de Jesús, la prometida del Eterno y corredentora de la humanidad, la anunciada por los profetas, la vislumbrada por Isaías en el Carmelo, desde el que se descubre no muy distante la ciudad de Nazareth, escondida en los pliegues de los montes de Galilea. Allí, en esa ciudad tan pequeña y modesta, vivía un hombre justo en quien ni los reveses y dolores que había sufrido su patria le hubieran hecho perder la fe de sus padres, la conformidad con los decretos del Señor y la esperanza en la promesa de la redención. Aquel hombre, justo y virtuoso, descendiente de David por Natham, vivía tranquilo con su esposa, descendiente de la tribu de Leví, según San Agustín. Era este matrimonio, que gozaba de una tranquila y sosegada posición en feliz medianía, Joaquín y Ana; Ana, cuyo nombre significa gracia. A pesar de ello, no eran felices en medio de su tranquila vida que encantaba a sus convecinos con el perfume de sus virtudes: no eran felices estos dos virtuosos israelitas, pues carecían de hijos, y la infecundidad era mal mirada entre los judíos, tomándola como un castigo del cielo que no quería perpetuar la descendencia.

¿Quiénes eran estos santos, modelos de mansedumbre y conformidad en el cumplimiento de las prácticas religiosas? La Iglesia nos lo dice en el rezo de San Joaquín y Santa Ana, de una manera tan sencilla como hermosa, tan poética como verdadera, y cuyas noticias están tomadas de las obras de San Epifanio y San Juan Damasceno. Y procediendo de estas fuentes, ¿puede el católico verdadero rechazarlas ni poner en duda esta santa tradición? Creemos que no, y he ahí cómo la Iglesia expresa lo que acerca de este virtuoso matrimonio nos enseña y relata:

«De la raíz de Jessé brotó el Rey David y de la raza de David brota la Virgen Santa, sí, y por excelencia Santa, hija también de varones Santos. Fueron sus padres Joaquín y Ana, los cuales supieron durante su vida agradar a Dios, y lo que aún es más, dieron por fruto sazonado y fruto de bendición a la Santa Virgen María, templo y a la vez Madre de Dios».

Bellísimas y conmovedoras frases de San Epifanio, que toma la Iglesia para sus rezos en el segundo nocturno de la fiesta del Santo padre de María. Pero si hermosas son estas frases, más enérgicas y terminantes en su belleza son las con que continúa el Santo al poner en mística relación esta santa familia con la Trinidad Santísima:

«Pues bien, Joaquín, Ana y María ofrecían los tres a la Trinidad, paladinamente, sacrificios en alabanza, pues el nombre de Joaquín se interpreta como preparación del Señor, y en efecto, por medio de él se preparó el Templo de Dios, que es la Virgen. A la vez el nombre de Ana equivale asimismo al de gracia, puesto que Joaquín y Ana recibieron la gracia de que por medio de sus oraciones germinase en ellos tal fruto, logrando tener por hija a la Santa Virgen, pues mientras Joaquín oraba en la soledad del monte, la bendita Ana pedía a Dios recogida en su huertecito».

Tales son los datos que el Santo escritor nos suministra como tradición cristiana viva y existente entre aquellos habitantes y siglos.

Pero este matrimonio, encanto de sus convecinos por el ambiente y perfume de sus virtudes, no era feliz por completo, como hemos dicho, en medio de su conformidad y resignación con los decretos del Señor. Ana había sido estéril y la infecundidad era mal vista entre los hebreos y más de una vez había Ana sufrido con resignación los ultrajes de las demás mujeres, que la tachaban de infecunda, como castigo del Señor que no consentía en ella la perpetuación de la raza. Ana sufría triste y resignada aquellos insultos, y llorando, en medio de su conformidad, pedía al Señor que la libertase de aquel oprobio, si tal era su voluntad y creía justa la petición. ¡Que un rayo de juventud alegrara la vejez de ambos, concediéndoles un vástago que perpetuase su familia y trasmitiera su amor al Dios de Jehová que le comunicarían con sus oraciones! Tantas virtudes y conformidad con la voluntad de Dios debían tener el premio de su fe y amor a su Dios, y después de veinte años de esterilidad su recompensa en la plegaria.

Y el Señor, oyendo las oraciones de la virtuosa Ana, en cuya casa reinaba la soledad de la familia sin más calor que el amor de ambos esposos, mandó sus angélicos emisarios a Joaquín y Ana anunciándoles separadamente que serían padres; he aquí cómo cuenta la Venerable María de Jesús de Ágreda esta profética visión:

«Pero el Altísimo, que por medio de esta humillación (la esterilidad) los quiso afligir y disponer para la gracia que les prevenía, les dio tolerancia y conformidad para que sembrasen con lágrimas y oraciones el dichoso fruto que habían de coger. Hicieron grandes peticiones de lo profundo de su corazón, teniendo para esto especial mandato de lo alto; y ofrecieron al Señor con voto expreso, que si les daba hijos, consagrarían a su servicio en el templo el fruto que recibiesen de bendición. Y al hacer este ofrecimiento fue por especial impulso del Espíritu Santo, que ordenaba, como antes de tener ser la que había de ser morada de su Unigénito Hijo, fuese ofrecida y como entregada por sus padres al mismo Señor.

»Ordenó el Altísimo que la embajada de la concepción de su Madre Santísima fuese en algo semejante a la que después se había de hacer de su inefable Encarnación. Porque Santa Ana estaba meditando con humilde fervor en la que había de ser madre de la Madre del Verbo encarnado; y la Virgen Santísima hacía los mismos actos y propósitos para la que había de ser Madre de Dios. Y fue uno mismo el Ángel de las dos embajadas, y en forma humana, aunque con más hermosura y misteriosa apariencia, se le mostró a la Virgen María».

No menos elocuente y de hermosa manera nos relata la celeste embajada del Altísimo a los esposos, padres que habían de ser de María y cuya anunciación revistió caracteres semejantes a la visita del Arcángel a la Pura Virgen en el momento de la Encarnación del Verbo, y véase cómo nos la relata el Padre Rivadeneyra en la Vida de la gloriosa Virgen María:

«Perseverando en esta oración, un Ángel apareció a Joaquín que estaba en la majada de sus pastores, y le dijo que Dios había oído sus ruegos, y que tendría una hija que se llamarla María, y sería madre del Salvador del mundo. La misma revelación tuvo Santa Ana en un huerto en donde vivía apartada. Comunicáronlo entre sí, y hallaron que convenía muy bien lo que el Ángel había dicho al uno con lo que había dicho al otro. Dieron muchas gracias al Señor por aquella tan señalada merced, y Ana concibió a la Virgen Sacratísima a los ocho días de diciembre, en que la Santa Iglesia celebra la fiesta de su Concepción. Fue concebida sin pecado original, previniéndola Dios con tanta abundancia de gracia cuanta era razón que tuviese la que era predestinada para madre suya y quebrantadora de la cabeza de la serpiente infernal».

Doctrina y tradición que confirman San Juan Damasceno, San Eusebio y San Ildefonso con los Padres de la Iglesia en este hermoso relato de la pura Concepción de María, de la que había de ser la Madre inmaculada del Cordero, del Unigénito del Padre, del Jesús esperado, del Salvador del mundo.


Nueve meses eran cumplidos cuando en el día ocho de septiembre, el Tsiri de los judíos, o sea el primer mes de su año civil, en tanto que el humo de los sacrificios subía al cielo por la expiación de los pecados del pueblo, nace en Jerusalem una hermosa niña, la benditísima María en la casa de que luego hablaremos y describiremos, y que los padres de María tenían en la ciudad santa, cercana a la Piscina Probática y no lejos de una calle, en que el dolor y la horrible tortura del hijo de Dios había de hacer eterna con el nombre de la Vía dolorosa.

Allí, según la tradición oriental, nació la que había sido concebida pura y sin mancha original, la escogida del Padre, el arca santa que había de encerrar por nueve meses al Verbo humanado, el Unigénito, al Redentor del mundo.

Día feliz; día en que el sol vio una luz más esplendente que la suya resplandecer pura en aquella inmaculada criatura, cuyo trono había de ser el sol y la alfombra en que posaran sus pies el estrellado manto del firmamento.

Como presagio del nacimiento del hijo de aquella pura criatura, los criados de Joaquín y Ana entonaron cánticos de alegría, ¡cánticos de alegría que no eran sólo los de la familia, sino los de la humanidad entera que se regocijaba con la venida de la que luego había de ser la del mundo: la fuente de amor y de bienandanza para los hijos de la predicación del Emmanuel prometido!

Ana, enardecida por el agradecimiento al Señor con tal beneficio y haber escuchado sus plegarias, prorrumpió en un hermoso cántico de gratitud que la Iglesia nos conserva, pone San Juan Damasceno en boca de la madre de la Virgen y entona aquélla en la lección I del segundo nocturno de la fiesta de Santa Ana:

«Congratulaos conmigo que he logrado por fin el germen prometido, a pesar de la esterilidad que me aquejaba, y ahora crío a mis pechos el fruto de bendición que tanto había anhelado. Fuera ya el luto de la esterilidad, pues que puedo vestir el traje rozagante que adorna a la mujer fecunda. Regocíjese conmigo la otra Ana que sufrió los insultos de Fenena, y a vista de este nuevo e inesperado milagro que ahora en mí se produce, alégrese de nuevo al recordar el suyo.

»Regocíjese también Sara la de Abraham, con su alegría senil, que figuraba también mi esterilidad y tardío embarazo.

»Aplaudan conmigo todas las estériles e infecundas este favor que el Señor me hace de un modo admirable y celestial. Digan también conmigo todas las que han recibido del Señor esta anhelada fecundidad. ¡Bendito sea el que ha concedido esto a las que oraban y ha dado prole a la estéril, y el germen felicísimo de esta Virgen que es Madre de Dios, según la carne, y cuyo cuerpo es un cielo, en el cual se estrechó para habitar el que no cabe en todo el mundo».

Habrá llamado la atención del lector el que diga la madre de María, regocíjese conmigo la otra Ana que sufrió los insultos de Fenene, y para quienes no conozcan la alusión ni quién era esa otra Ana, daremos la explicación de las palabras de la madre de María.

Elcana estaba casado con Ana y ésta era estéril, unióse Elcana con Fenena, pues sabido es que la bigamia estaba tolerada en Oriente entre los Patriarcas. Fenena tiene hijos e insulta por su esterilidad a Ana. Oyó Dios las plegarias de ésta y cesó su esterilidad, siendo madre y madre de un hijo profeta, el gran Samuel, destinado a libertar a su pueblo y ser el último juez.

A esta Ana, mujer de Elcana, se refiere la esposa de Joaquín y a Fenena la otra mujer fecunda que amargaba la existencia de Ana la estéril, que pedía al Señor un hijo que consagraría al culto del templo y no pasaría tijera por su cabellera. Y Dios, oyendo su ruego y sufrimientos, le concedió al gran profeta Samuel.

La alegría reinaba en la casa de los santos esposos con aquel puro don del cielo, de aquella pura estrella y señora del mundo, que había de ser la bendita entre los ángeles y la adorada Virgen salvadora entre los mortales. Transcurridos nueve días diósele, según costumbre del pueblo de Israel, el nombre que había de llevar, llamándola María (Míriam) que significa Señora en siriaco y Estrella del mar en hebreo; nombre bendito en ambas traducciones; fuente de luz, Señora del mundo, estrella que nos alumbra en la procelosa noche del pecado.

«¡Oh bendición excelente, exclama San Juan Damasceno, oh beneficio inexplicable, oh munificencia incomparable de nuestro Dios! Toda la naturaleza se desahoga en transportes de júbilo por el nacimiento de María. Alégrense los hombres con la esperanza de ser libres de la corrupción en la feliz época del nacimiento de Aquélla que sin mancha alguna debe engendrar al Criador del mundo».

La Iglesia católica ha considerado y considera el nacimiento de María como un hecho que emula en grandeza e importancia al de Jesús, y hace resonar en esta festividad los ecos de una pura y profunda alegría, como aurora de paz para el mundo con la venida inmaculada de la que había de ser la Madre del Verbo.

«Vuestro nacimiento, añade el santo escritor citado, oh Virgen Madre de Dios, ha llenado de gozo al universo, porque de Vos nació el Sol de justicia, Jesucristo nuestro Dios, que, librando al género humano de la maldición a que estaba sujeto, le colmó de bendiciones, y venciendo la muerte nos ha dado la vida eterna».

«Verdaderamente, dice San Bernardo, la Madre de Dios no podía tener un nombre más conveniente ni que mejor explicase su alta dignidad. María era en efecto aquella hermosa y brillante estrella que resplandece sobre el mar vasto y tempestuoso del mundo».

María, nombre que encierra un encanto pudoroso, es de una tan maravillosa dulzura, que con sólo pronunciarlo se enternece el corazón, y con sólo escribirlo se anima y eleva el estilo. «El nombre de María, dice San Antonio de Padua, es más dulce a los labios que un panal de miel, más lisonjero al oído que un suave cántico, y más delicioso al corazón que la alegría más pura. Nomen Virginis Mariae mel in ore, melos in aure, jubilum in corde».

Debemos añadir algunas interpretaciones al nombre de María para mayor extensión del significado de este dulce nombre, tan elevado y místico para San Antonio de Padua, como hemos dicho; y así San Pedro Crisólogo, manifiesta al citar el nombre de María con que el Ángel la saluda, dice, que expresa dignidad, pues en hebreo significa lo mismo que en latín, Domina, Señora. En hebreo se traduce Exaltata, esto es, Ensalzada o Excelsa, y también Mare amaritudinis, Mar de amargura. De esta suerte la hallamos en el catálogo de palabras hebreas que se encuentra al final de algunas ediciones católicas de la Biblia. San Pedro Crisólogo en el sermón de la Anunciación, de donde toma la Iglesia las lecciones séptima y octava del tercer nocturno en la festividad del Dulce Nombre de María, dice, Nann MARÍA hebraeo sermone latine DOMINA nuncupatur.

San Bernardo encuentra propio el de Estrella, y dice: «En verdad que le cuadra este nombre al compararla con la estrella, pues así como el astro da rayos de luz sin alterarse, asimismo la Virgen dio a luz su Hijo, sin padecer por este motivo detrimento alguno. Ni el rayo que del sale disminuye su claridad, ni el Hijo la integridad de la Virgen».

«Ella es la célebre Estrella que había de salir de Jacob, cuyo rayo ilumina todo el orbe, cuyo esplendor brilla en los cielos, penetra hasta en los infiernos, alumbra a las tierras y les da calor más aún en la mente que en el cuerpo, fomenta las virtudes y apaga los vicios.

»Ella es, repite, aquella brillante y nítida estrella realzada sobre este grande y espacioso mar, la cual destella por sus méritos y alumbra con sus ejemplos». (San Bernardo, en la Homilía 2.ª sobre las palabras Missus est al fin.)

«Nació pura, limpia, hermosa y llena de todas gracias, dice María de Jesús de Ágreda, publicando en ellas que venía libre de la ley y tributo del pecado. Y aunque nació como los demás hijos de Adán en la substancia, pero con tales condiciones y accidentes de gracias, que hicieron este nacimiento milagroso y admirable para toda la naturaleza y alabanza eterna del Autor. Salió, pues, este divino lucero al mundo a las doce horas de la noche, comenzando a dividir la de la antigua ley y tinieblas primeras del día nuevo de la gracia que ya quería amanecer. Envolviéronla en paños, y fue puesta y aliñada como los demás niños la que tenía su mente en la divinidad; y fue tratada como párvula la que en sabiduría excedía a los mortales y a los mismos ángeles. No consintió su madre que por otras manos fuese tratada entonces, antes ella por las suyas la envolvió en mantillas, sin embarazarla el sobreparto: porque fue libre de las pensiones onerosas que tienen de ordinario las otras madres».

De esta suerte fue exaltado el nacimiento de María y recibida entre las alegrías de sus padres y de sus deudos y criados.

Bien merece que después de narrar el nacimiento de la Señora, digamos algo acerca del punto en que nació la Santísima Virgen, la hija de los dichosos Joaquín y Ana.

En vano será que recurramos a los Evangelistas, pues que en ninguno de ellos se habla del lugar en que vio la luz terrenal la que nacía inmaculada. Los Evangelios nada nos dicen acerca de esto, y véase cómo se expresa acerca de este extremo un escritor católico tan respetado como D. Vicente Lafuente:

«Siguiendo el sistema de consignar lo que acerca de la Virgen nos dice la Iglesia y los Santos Padres, cuando calla el Evangelio, más bien que lo dicho por oradores sagrados y otros biógrafos, vamos a ver lo que nos dice el Oficio divino en las fiestas de la Natividad de la Santísima Virgen, que celebra el día 8 de septiembre y de su dulce nombre que se celebra en la octava pocos días después:

»Del nacimiento de la Virgen ni dice nada el Evangelio ni había para qué decirlo. ¿Se escribió acaso el Evangelio como libro de erudición y para satisfacer la curiosidad humana o es un libro de enseñanza utilísima, teórica y práctica, de la vida de Jesús y su doctrina? Aun lo que la Iglesia nos propone en esta festividad respecto de María no termina en ésta, sino que más bien y en casi todo se refiere a su divino Hijo».

De aquí que no tengamos un punto determinado y concreto que nos señale de una manera precisa e indefectible el lugar del nacimiento de la Virgen María y que acerca de este punto se sustenten dos opiniones que se defienden en Occidente y en Oriente. Los occidentales creen y han creído que María nació en Nazareth, y los orientales por tradición desde los tiempos de los Apóstoles han señalado y creído que María nació en Jerusalem. No vamos nosotros a resolver ni señalar quiénes de ambos pueblos cristianos están en lo cierto y cuál opinión sea la verdadera, pues aun cuando el asunto es de carácter histórico y no dogmático, y por tanto cabe para la determinación el criterio humano cuando los sagrados textos nada dicen, no obstante el respeto y sumisión a la Iglesia nos impiden emitir opinión que pudiera inclinar el ánimo del lector a una u otra. Sólo citaremos los hechos y textos, opiniones y trabajos sobre el asunto, que se han emitido y escrito acerca del lugar del nacimiento de María.

La opinión occidental que coloca la cuna de la Virgen en Nazareth, no se sabe cuándo comenzó a extenderse por Occidente ni por quién. El apoyo de esta opinión es muy respetable por las altas dignidades que la han consignado en documentos tan importantes como las Bulas de los Pontífices julio II, Inocencio XI y Pío IX, quienes admiten a Nazareth como la ciudad en que fue concebida y nació la Santa Señora. Pero como las bulas no son documentos infalibles en materias históricas, pero sí lo son en absoluto en materia de dogma y costumbres, en el asunto histórico de que se trata no son sino una respetabilísima opinión, pero nunca una definición de dogma en las que resplandece la perpetua infalibilidad, y muchas veces en estos asuntos los Pontífices han aceptado razones por ayudar la opinión y esto dice el P. Livinio ha sucedido con respecto a las citadas bulas. Además hay que tener en cuenta también que de las tres citadas bulas, la del Pontífice julio II dice que la casa de Nazareth es el punto en que fue concebida María, añadiendo, como piadosamente se cree, espíritu que informa en esta piadosa creencia las bulas de Inocencio XI y Pío IX. Estos son los fundamentos más respetables de la opinión occidental al convertir a Nazareth en cuna de la Virgen María.

Veamos ahora en qué funda su creencia la tradición oriental, que hace a Jerusalem punto del nacimiento de María Santísima. Esta opinión de que fue concebida y nacida en Jerusalem, arranca de los primeros siglos de la Iglesia, del tiempo de los Apóstoles. Los orientales todos, creen y sostienen la opinión citada, siguiéndola los católicos, los griegos, los armenios, los coptos, turcos y árabes, y los naturales de Bethlén y Jerusalem. Esta opinión, a más de la tradición constante y sostenida desde los primitivos tiempos del cristianismo, tiene en su apoyo textos y opiniones de católicos eminentes como historiadores. El Padre Livinio, Conventual en San Salvador, en su Guía de Tierra Santa dice: «En los veinte años que hace habito en Jerusalem, durante los cuales he recorrido la Tierra Santa en todas direcciones, entrando en relación con los diversos pueblos que en ella se hallan establecidos, jamás, lo confieso, he encontrado entre los orientales otra opinión que la que concede a Jerusalem la gloria de haber visto nacer a la bienaventurada Virgen María, Madre del Salvador». El padre Livinio conoce como nadie la Tierra Santa, y su notabilísima guía es uno de los libros mejor escritos sobre ella.

Queresnius, que durante nueve años fue custodio de Tierra Santa y murió en 1660, en su conocida obra sobre aquel bendito país dice: «Que la tradición oriental, es la tradición común en Tierra Santa, confirmada por la existencia de la iglesia y del monasterio, en el lugar de la Natividad de María y sostenida por la autoridad de sabios antiguos».

Durante el siglo XV, Santa Brígida visitó los Santos Lugares, y en su libro de Revelaciones, tan respetado por la Iglesia, dice: «Que el Señor le dijo con relación a Jerusalem: Cualquiera que visite dignamente este lugar en que María nació y fue elevada, purificará su alma, y aparecerá a mis ojos como un vaso de honor».

En 1345, otro respetable testimonio de un fraile franciscano en Jerusalem, el P. Nicolás Poggibonzi, dice en una de sus obras: «Entrando por la puerta de San Esteban, se ve una gran puerta con un bello patio; allí se encuentra la iglesia de Santa Ana, donde la Virgen María nació, porque en aquel punto estaba la casa de San Joaquín».

Guillermo Bandelsel en 1330, en sus viajes por Tierra Santa, escribía al hablar de Jerusalem: «Allí se encuentra la iglesia de la bienaventurada Ana, abuela de Cristo; esta iglesia es bastante bella, y contigua a la Piscina Probática; en ella se dice que la bienaventurada Virgen fue concebida y nació».

Nicolás Pipino, que es tenido por el más sabio de los peregrinos de aquellos siglos, escribe en 1320 hablando de Jerusalem lo siguiente: «Yo visité desde luego el lugar donde estuvo la casa de San Joaquín, en la cual nació la bienaventurada Virgen María».

Durante el siglo XIII, manifiesta el Cardenal Santiago de Vitry, Obispo de San Juan de Acre, lo siguiente: que «habiendo tomado posesión de Jerusalem los cruzados en el año 1099, encontraron junto a la casa de San Joaquín una iglesia demolida; mas habiendo sabido que allí nació la Santísima Virgen, la purificaron y la volvieron al culto».

El Arzobispo de Tiro dice en otro pasaje: «Hay en Jerusalem un recinto situado en la parte oriental, cerca de la puerta llamada de Josaphat (hoy de San Esteban). Tocando al gran hoyo que se llamaba la Piscina Probática, allí se manifiesta una cripta, que las antiguas tradiciones sostienen ser la habitación de Joaquín y de Ana, y donde se tiene por cierto que la Virgen, siempre Virgen, fue nacida».

En el 1185 el griego Juan Phocas, viajero por Antioquía y Jeusalem, escribe: «Cerca de la puerta que se alza hacia la parte de Gethsemaní (hoy puerta de San Esteban) se ve el templo de los Santos Joaquín y Ana, en el cual vino al mundo la Virgen Inmaculada».

Y por último, para no aducir más pruebas, ya que hemos ido ajando hasta los tiempos más antiguos, diremos que San Juan Damasceno, que murió en 760, en su conocido sermón de la Natividad de María, dice: «Hoy nació la Madre de Dios en la Santa Probática», refiriéndose a la inmediata piscina de la casa de Joaquín y Ana, y por último el patriarca de Jerusalem en el siglo VII, dice en su hermoso y poético lenguaje: «Yo entraré en la Probática de los Santos, donde Ana la ilustre dio a luz a María».

Tales son los textos históricos desde el siglo VII hasta nuestros días en defensa y como continuación de la no interrumpida tradición de ser Jerusalem la cuna de María Santísima, por los historiadores, sacerdotes viajeros y santos, y confirmada por el templo que se alza sobre las ruinas de la casa de Joaquín y Ana y en cuya cripta se enseñan y visitan hoy con devoción las habitaciones que restan de aquella casa templo del nacimiento de María, de la pura Señora y Madre de los doloridos.

En nuestros días, gran número de escritores católicos y de concienzudos viajeros, sostienen esta opinión, y entre ellos podemos citar en nuestra patria al ilustrado y notable escritor Presbítero Don Ángel Barcia, quien en su obra Viaje a Tierra Santa en la Primavera de 1888, en la página 125, dice: «Frente de la Piscina está la iglesia de Santa Ana, edificada sobre la casa de la Santa, donde una tradición que data de los primeros siglos y es general en Oriente, pone el nacimiento de la Virgen».

Don Manuel Ibo Alfaro, en su viaje ¡Jerusalem! Descripción exacta y detallada de los Santos lugares, al hacer la descripción de las habitaciones de que luego hablaremos y se hallan en la cripta de la ya citada iglesia de Santa Ana, dice: «y en aquella gruta vivieron San Joaquín y Santa Ana, y en aquella gruta se verificó la purísima Concepción y el nacimiento de la Santísima Virgen; porque la Virgen no nació en Nazareth como en Occidente se cree».

Don Víctor Gebhard, en su obra La Tierra Santa, tomo I, página 357, escribe: «Dice una tradición constante, afirmada por el testimonio de infinitos autores, que los padres de la Santísima Virgen «poseían y habitaban en Jerusalem una casa inmediata a la Piscina Probática, y que si las calamidades públicas precedieron a la coronación de Herodes y la saña con que éste persiguió a todos los miembros de la dinastía de los Macabeos, los movió, como a otros muchos, a salir de Jerusalem escogiendo como refugio la ciudad de Nazareth, no por ello abandonaron del todo su modesta vivienda en Jerusalem En ella según tradición, cuyo encadenamiento puede seguirse hasta los primeros siglos de la era cristiana, nació la Reina de los Ángeles, la Madre del Mesías. Así lo cree por lo menos universal y unánimemente la Iglesia oriental, y la de Jerusalem en particular reivindica, como justificada por innumerables testimonios, la gloria de haber sido cuna de la Santísima Virgen. En aquella casa, a lo que la tradición asegura, transcurrieron para los augustos padres de María los últimos años de su vida; allí tuvieron la dicha de que viniera al mundo el fruto privilegiado que había de eclipsar todas las criaturas por su pureza angélica y su maternidad divina».

Don Urbano Ferreiroa, en su reciente obra La Tierra Santa, en la página 214, escribe: «La iglesia de Santa Ana, construida sobre el lugar que ocupó la casa de San Joaquín y Santa Ana, que concibió aquí y dio a luz a la Inmaculada Virgen María, como afirma la tradición oriental!»...

Tales son los fundamentos en que se apoya la tradición oriental, que después de todo tiene más elementos de comprobación, pues que es la que desde antiquísimos tiempos ha prevalecido entre los orientales y en la que se apoyan los occidentales que allí han vivido y la han podido comprobar.

Réstanos tan sólo describir y hacer la pintura de la iglesia de Santa Ana que se levanta de antiguos tiempos sobre las ruinas de la casa de los Santos padres de María.


Como hemos dicho al copiar las palabras de los citados historiadores que dan a Jerusalem por cuna de María Santísima, hemos visto en qué lugar de la ciudad se hallaba asentada la modesta vivienda de Joaquín y Ana. En la serie de calles que casi en línea recta forman la Vía Dolorosa o calle de Amargura, como la conoce más el pueblo, enfrente de la Piscina Probática, se levanta hoy la iglesia de la Santa, edificada sobre las criptas que fueron de la casa de los padres de María, y las cuales visitaremos mentalmente. No lejos de la puerta de San Esteban, que los árabes llaman de Bab-Sitti- Mariam (puerta de la Señora María), pues que por ella se va al sepulcro de la Madre del Redentor, nos encontraremos con la fachada de la iglesia de Santa Ana.

Su construcción es antiquísima, y ora fuese obra de la Emperatriz Santa Elena o la Emperatriz Eudoxia, se tiene por probable que este templo debe ser contado entre el número de los treinta, que además de las grandes basílicas que nominalmente se consignan como obra de Santa Elena, se cuentan como erigidos por la santa madre de Constantino, según afirma el historiador Nicéforo Calixto. Sea o no obra de Santa Elena o de Eudoxia, en el año 530 afirma Teodosio el peregrino, se hace mención de un templo consagrado a la Santísima Virgen cerca de la Piscina Probática. Y esto mismo relata en el año 570 Antonino de Plasencia, que debía ser tenida y estimada por muy antigua la citada iglesia, lo comprueba el hecho de que la erigida en 529 por Justiniano en el monte Moriah, en el lugar de la Presentación, se la denomina Santa María la Nueva para distinguirla de Santa María de la Natividad, lo cual indica que la otra era muy anterior.

Con la invasión de Cosroes en el año 614, quedó destruida la basílica de Santa María la Antigua o de la Natividad, pero no tardó en ser reedificada, tal vez por Modesto, pues que San Sofronio la cita por existente en su tiempo, siendo Patriarca de Jerusalem. Dicen algunos historiadores, que en principios del siglo IX hubo contiguo a la iglesia un monasterio de mujeres, y que cuando en 1099 se apoderaron los Cruzados de Jerusalem, hallaron convertida en mezquita la iglesia dicha, causa sin duda por la que no había sido destruida. Purificada y devuelta al culto, estableciéronse en ella las monjas benedictinas, y en el año 1104 tomó en dicho monasterio el velo la reina Ana, esposa repudiada de Balduino I. En el año 1130 tomó también el velo en esta casa la princesa Judith, hija de Balduino II, en donde continuó hasta que terminó la obra del de Bethania que había fundado su hermana Melisenda, y es indudable que esta época fue la del mayor esplendor del monasterio de Santa Ana. Parece indudable que durante esta época es cuando se hizo la obra de la iglesia en su ensanche, contándose entre ellas las de ornato, cual las hermosas pinturas murales que representan pasajes de la vida de San Joaquín, Ana y la Santísima Virgen. La creencia general es la de que el monasterio lo reconstruyeron los latinos. La iglesia es bizantina en su arquitectura, con algo del románico-ojival; tiene treinta y seis metros de longitud por veintiuno de anchura, formando un cuadrilongo terminado por tres hermosos ábsides circulares en el interior y poligonales en la parte externa. Se halla dividido en tres naves, y al crucero le da luz una cúpula bizantina como el estilo del resto del templo, que descansa sobre cuatro arcos separados en fuertes columnas del mismo orden. La parte inferior del templo en la que se alza la fachada mira al oeste, y es una combinación del románico y del árabe, como pertenecen al primer estilo las estatuas y rosetón que la rematan. Pero no habían terminado las vicisitudes para esta iglesia, que aún tenía que atravesar fatales épocas y peligros. Sitiada Jerusalem por las tropas de Saladino, cuenta la tradición, que a imitación de lo que había sucedido en un monasterio de España cuando la invasión de los árabes, para sustraerse de los brutales atropellos de las tropas infieles, las monjas del monasterio de Santa Ana mutilaron sus rostros de una manera espantosa para inspirar horror a los sensuales mahometanos.

Rindióse por fin la ciudad en 1192, según se lee en una inscripción árabe que se conserva grabada en el tímpano de la portada y entonces es cuando mandó el sultán convertir el edificio en madrisa, o escuela.

En el siglo XV ya la escuela estaba cerrada, el monasterio en ruinas y sólo la iglesia se conservaba en pie. Los peregrinos seguían visitándola, y a los padres Franciscanos, mediante gruesas sumas, se les permitía celebrar en la cripta dos veces al año, esto es, en las festividades de Santa Ana y la Natividad de la Virgen.

Así trascurrieron los siglos y los años hasta que el sultán Abdul-Medjid, correspondiendo agradecido a los auxilios de Napoleón III, hizo donación de dicho templo a nuestra paisana la española Emperatriz Eugenia en el año 1856, al terminar la guerra de Crimea, y en nombre de Francia tomó posesión el cónsul de aquella nación Mr. de la Barrere.

El estado de deterioro, abandono y descuido del templo era grande y precisaba una restauración, que fue confiada al inteligente arquitecto Mr. Manss, quien, al mismo tiempo que tenía que ejecutar obras nuevas, quiso conservar con fidelidad el tipo arquitectónico y su ornamentación.

El templo ha quedado restaurado y devuelta la belleza que el tiempo y los destrozos de los bárbaros le habían despojado.

Tal es el estado del templo en la actualidad, en que libremente puede entrar y salir el cristiano sin ser molestado ni peligrar el templo por estar bajo el respetado pabellón francés, y más cuando desde el año 1878 está bajo la custodia de los Padres Misioneros de Argel.

Tal es el templo que se levanta y cubre con sus sagradas bóvedas las criptas de la casa en que moraron los padres de María, y en cuya casa, según la tradición oriental, nació la santa y pura Señora. Visto el templo en su parte superior, descendamos a aquellas veneradas criptas, santuario del nacimiento de la Santísima Virgen; y a ellas se baja por una escalera de veintiún peldaños y se componen de tres estancias, siendo la primera un narthex o vestíbulo como el que existe en las basílicas cristianas. Al entrar en aquellas frescas y perfumadas habitaciones con el aroma desprendido de las flores y del incienso, menos puros y agradables que el que se desprende al recuerdo de la pura rosa nacida en aquellas estancias, del grato aroma que dilata el pecho del creyente al encontrarse en aquel puro santuario de la Inmaculada, el ánimo se sobrecoge ante el poder del Altísimo y las rodillas se doblan inclinándose ante las paredes que presenciaron el nacimiento de la que tiene por escabel al mundo y por tesoro el corazón de los católicos fervientes. El ánimo se empequeñece ante el gran misterio, los labios no aciertan a pronunciar más frases que las de AVE MARÍA, pura, madre del consuelo y santo refugio del afligido, y humillada la cabeza ante el altar de aquella simbólica capilla que encierra el dulce recuerdo de la niña que allí nació para encerrar en su seno al Hijo de Dios y contemplar aquellos dos ábsides en medio de la misteriosa obscuridad de aquel subterráneo, templo escondido en el seno de la tierra para librarse de las persecuciones de los hombres y sus ultrajes, el corazón tiembla emocionado y enmudece. En aquellas paredes se ven aún bastante bien conservadas las pinturas murales de que hemos hablado y contemplar en aquellas pinturas tan venerables los pasajes de la vida de Joaquín, Ana y su hija, y en el altar que está en el punto de las habitaciones en que nació la Señora se ve la Virgen de Lourdes. En medio de aquel hermoso silencio, en medio de aquel aislamiento del mundo exterior, el alma se eleva a los tiempos del nacimiento de María y reconstituye aquellas estancias con los muebles, cree oír la voz de Ana entonando el cántico que la Iglesia nos ha conservado en sus rezos en acción de gracias a Dios, y vemos la alegría de Joaquín, se nos reproduce aquella tierna escena que hemos contemplado trasladada al lienzo por famosos pintores: allí, en medio de aquella soledad, en aquel apartamiento del bullicio de las calles de Jerusalem, el alma se eleva y siente con toda la pura felicidad del creyente la hermosa y grandiosa escena del nacimiento de la que venía al mundo pura de toda mancha y exenta de pecado original.

Por un estrecho corredor se pasa a la segunda estancia, más retirada y silenciosa, más fría y desnuda, que viene a quedar situada debajo del altar mayor del templo y en cuya escondida estancia se dice reposaron los cuerpos de los padres de María: y si la estancia exterior es templo de la vida en donde se abrieron a la luz terrenal los ojos de María, la segunda es la estancia en donde se cerraron los ojos a la luz terrenal para abrirse a la eterna y durmieron el sueño de los justos los padres dichosos de la más pura de las mujeres, de la Reina de los cielos, de la que había de ser la corredentora del mundo por su hijo el Verbo humanado.

Con pena y con dolor se abandonan aquellas subterráneas estancias, y al salir de aquel sitio en que vino al mundo María, parece que al dejarle quedamos fuera de su protección, así como el corazón late con alegre y tranquila felicidad al hallarse tan en contacto con aquellos muros que oyeron los primeros vagidos de la más purísima y hermosa niña, de aquella dulce María que tanto nos consuela y llena de esperanza, y que al dejar aquellos muros nos separamos de Ella, que estamos más lejos de su protección y que no quisiéramos abandonar para tocar lo que Ella tocó, respirar el aire que circuló por su pecho y besar las piedras que holló con su planta. Con dolor como he dicho se abandonan aquellas estancias, y cuando de nuevo atravesamos el templo para salir a la calle, nuestra vista se fija en el pavimento de él, como si quisiera atravesarle para contemplar una vez más aquellas santas criptas.

Tal es el estado en que hoy se halla el templo y las habitaciones subterráneas de la casa de Joaquín y Ana, salvadas y conservadas por los mismos escombros que sobre ellas cayeron, ocultadas por algún tiempo cuando la destrucción de Jerusalem por los romanos. Así se conservaron, y a Elena, la Santa Emperatriz, debe atribuirse el descubrir la casa y el remover aquel escorial para entregar a la veneración de los fieles estos santos y memorables lugares de dulce recordación para el cristiano, y así ha venido amándose y venerándose por todos los pueblos y comarcas de España el amor a María, la celebración de la fiesta de su nacimiento, de la aparición de la más hermosa aurora, de la luz, del sol refulgente de la verdad en su santísimo Hijo.

¡La fiesta de la Natividad de María! Día de alegría, de encanto en todos los pueblos de España. Recorramos este rincón de Europa encerrado entre dos mares, subamos de las playas a las montañas, lleguemos de las llanuras a los más escondidos valles en el día 8 de septiembre, y en todos ellos oiremos voltear alegremente las campanas, y veremos las flores llenando los altares; oiremos el eco de las músicas y de los cantos, las alegres alboradas de los mozos con sus guitarras, el eco del tamboril y de la gaita acompañando las letrillas y procesiones en que preside la imagen de María entre el humo del incienso y los vítores de un pueblo creyente que se postra de rodillas ante la pura Madre de Jesús. Subamos a las obscuras montañas por entre la espesa arboleda, y allí enriscada sobre las peñas hallaremos la ignota aldea con escasos habitantes, y verémosla en ese alegre día del Otoño en que el campo lleno de frutos celebra con sus gratos dones la venida de María, llena de banderolas y flores, enramadas sus pedregosas calles con el mirto y el mastranzo que las perfuman para servir de paseo a la morena imagen de la Madre inmaculada. Lleguemos a las arenosas playas que encierra el mar azul recamado de plata como el manto de la Concepción Purísima que recorre la ribera entre los alegres saludos de los pobres marineros que adornan sus barcas con banderas de todas las naciones cual tributo universal de amor a la que invocan en sus luchas contra los elementos; lleguemos al solitario promontorio contra el que en días de tormenta se estrellan furiosas las olas como queriendo arrancarle de su base, y allí en lo alto cual faro del corazón y de la fe, descubriréis la pequeña ermita en que mora la Reina de los cielos como velando por los que en lóbrega noche luchan contra los elementos e invocan el dulce nombre de María como única esperanza de su salvación.

Lleguemos aún a las más populares ciudades, y en medio del mundano tráfago, entre el febril ruido de la lucha por la existencia, en el centro de ese campo de batalla de la humanidad, veréis alzarse la blanca y ojival fachada del templo de la Virgen madre y acudir las multitudes a impetrar el favor de la que se muestra esplendente con el nimbo de la luz celestial que rodea su cabeza, entre el brillo e irisado chispear de los conos de cristales de las arandelas, el perfume de las flores y las blancas nubes del incienso que la coronaban en nítida gasa azul, en esplendente nube cual entre la que se apareció al profeta en el Carmelo, y a sus pies implorando su auxilio y protección, a seres quienes si la indiferencia sostiene, la pierden ante la imagen de María, que llama a su corazón, y se doblegan ante su hermosura virginal vencidos por la ternura y las lágrimas de la que tanto padeció por nuestro arrepentimiento.

Buscad en España una ciudad, un pueblo, una aldea, un caserío sin una imagen de María, no le hallaréis, no; es imposible que exista pueblo alguno en nuestra España, en que no se dé culto a una de las infinitas invocaciones de María, como es infinita su misericordia para con el pecador. Fiesta de la Natividad de María en pueblos y ciudades, aldeas y barriadas, que llena de alegría el corazón al festejar a la Señora con innarrables placeres, cual los que salen del fondo del alma para subir puros del contacto del hombre al solio de la Pura Inmaculada. Las historias no nos dicen cuándo comenzó a ser fiesta mayor la Natividad de la Virgen, pero su culto y su devoción, su amor y entusiasmo podemos decir que es tan antiguo en nuestra patria, como lo es el cristianismo. La idea y adoración al Verbo humanado, al Hijo de Dios, va tan unida al culto de María, que podemos decir que son devociones unidas, tan fuertemente unidas, como la Madre y el Hijo en su purísimo amor.

La Iglesia en sus cánticos nos lo dice; María trajo el regocijo al mundo como su Hijo trajo la verdad, y su nacimiento fue el del sol de la justicia que llevó en su seno. Por eso el culto y amor a María, esperanza de la humanidad, es tan unánime en España: su culto, lleno de amor y de esperanza, es la alegría del humano corazón, y por eso España, tan amante y privilegiada por la Purísima María, es su protectora, su consuelo y esperanza y su culto y amor el de toda la tierra que en Ella espera, ama y confía desde antes de su declaración dogmática por nuestro Santo Padre Pío IX en nuestros días.

Por eso su dulce nombre ha inspirado a nuestros más famosos poetas y pintores, por eso el arte la ha tenido como pura fuente de inspiración y veneración a su excelsitud, y por Ella, por su amor nos han colocado siempre nuestras madres bajo su amparo y protección en nuestra niñez, y a Ella han rezado en nuestra juventud para libertarnos de los peligros y extravíos, y por Ella, por su dulce nombre, conserva en nuestros corazones la fe y amor con que nuestras madres nos enseñaron a balbucear las primeras oraciones y a bendecir e invocar su puro y dulce nombre, cuando nos decían llama a María, Madre de todos nosotros los desterrados en este valle, ruega por nosotros, consuelo de los tristes, amparo del pecador.


VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo II: GENEALOGÍA DE SAN JOAQUÍN, SUS PADRES.