VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo IV: HISTORIA ABREVIADA DE LA CIUDAD DE NAZARETH.

Capítulo IV: HISTORIA ABREVIADA DE LA CIUDAD DE NAZARETH.

-INFANCIA DE MARÍA, SU PRESENTACIÓN EN EL TEMPLO. -VIDA DE MARÍA EN AQUÉL. -RETIRADA DE JOAQUÍN Y ANA A JERUSALEM.


Escondida en la ladera de una montaña y limitado su horizonte, extiéndese la población de Nazareth, que aún hoy permanece casi en el mismo estado que en los tiempos en que la habitó María en el de su infancia y más tarde durante su místico desposorio con José, vio transcurrir los treinta primeros años de la vida de Jesús escuchando sus primeras predicaciones. Rodeada de hermosas huertas en que los frutales confunden sus ramas con los retorcidos nopales y se abren en cenicienta estrella los agaves o piteras, perfumada por sus aromáticas flores y embellecida hoy, a más de la blancura de sus casas por las moles de sus modernos templos, la ciudad de Nazareth, la ciudad en que vivieron María, José y Jesús, continua tan bella por sus recuerdos de la Sagrada Familia, como por los encantos naturales de sus valles y montañas, como también por su cielo tan puro, azul y hermoso, cual la mirada de María que lo embelleció con su presencia, y enaltecieron sus campos con sus pies la Madre y su divino Hijo.

He aquí cómo describe a Nazareth y su comarca un ilustre viajero, y cuyas palabras copiamos:

«Nazareth fue la ciudad por el Salvador elegida para pasar los treinta primeros años de su existencia en la tierra, y de ahí la incomparable aureola que a los ojos del cristiano la rodea, y la atracción que ejerce en el gran número de peregrinos que anualmente se postran en el Santuario de la Anunciación.

»Nazareth, dominando sosegado valle desde suave pendiente, álzase en sitio por todo extremo agradable. Nazareth en hebreo significa la ciudad de las flores y de las rosas. La ciudad de María en el centro de la feraz Galilea, ocupa un pedazo de tierra embellecido con todas las gracias de la naturaleza; de lejos muéstrase rodeada de una cerca de verdor, y en esto consisten sus murallas; las casas son blancas, limpias y de buena construcción. El santuario católico domina el paisaje, lo mismo que la iglesia de los armenios, construida sobre los cimientos de la antigua Sinagoga. No hay lugar en el mundo, y así debía ser, en que sea tan popular como en Nazareth el nombre de María. Los peregrinos hallan en la ciudad fraternal acogida, y a cada instante oyen resonar en sus oídos el dulcísimo nombre. Las mujeres todas de Nazareth dicen ser parientas de la Virgen Madre de Jesús, y al celebrar su hermosura, dicen ser deudoras de esta gracia a la sangre de su pura parienta que corre por sus venas; son tan modestas las mujeres católicas, tan devotas y virtuosas, que de no ser primas de María, hacen en verdad méritos para llegar a serlo».

Lamartine, el sentido poeta, en su viaje a Galilea, escribe inspirándose en aquellos sentimientos de piedad cristiana y de poesía, lo siguiente:

«También a mí al subir las últimas cuestas que de Nazareth me separaban, parecíame que iba a ver y contemplar en su misterioso origen la religión vasta y fecunda que desde hace dos mil años, brotando en los montes de Galilea, ha tomado por lecho el universo y saciado con sus aguas puras y vivificadoras a tan gran número de generaciones. Aquí en la concavidad de esta roca que ahora piso, estuvo el manantial; la colina cuyas últimas pendientes subo, llevó en su seno la salvación, la vida, la luz y la esperanza del mundo; allí a pocos pasos del lugar en que ahora estoy, el hombre modelo quiso tomar carne y mostrarse entre los hijos de Adán para apartarlos con sus palabras y sus ejemplos del océano de corrupciones y de errores en que iba a sumergirse el humano linaje.

»De considerar el hecho únicamente como filósofo, veíame en el punto de partida del acontecimiento de mayor trascendencia que ha transformado jamás al universo político y moral, acontecimiento cuya percusión imprime al mundo intelectual un resto de movimiento y vida. Aquí apareció entre obscuridad, ignorancia y miseria el más justo, el más sabio, el más virtuoso de los hombres todos...

»A estos pensamientos me entregaba cuando distinguí a mis pies, en lo más hondo de una vega, las casitas blancas de Nazareth, con gracia agrupadas en el valle y sus laderas. Su iglesia griega, el elevado alminar de la mezquita de los turcos y los prolongados y anchos muros del convento de los Padres Latinos, se destacaban sobre todo lo demás; varias calles, formadas por casas más reducidas, pero de oriental y elegante forma, estaban diseminadas alrededor de aquellos más imponentes edificios y rebosaban de movimiento y vida. Por todo el valle, comunicando amenidad y belleza al paisaje, se alzaban aquí y allí, sin orden y como al azar, grupos de espinosos nopales, higueras despojadas de sus hojas otoñales y granados de sutil y amarillento follaje: eran como silvestres flores alrededor de un altar campesino. Dios sabe lo que en aquel momento pasó en mi corazón: únicamente puedo decir que por espontáneo y, si vale expresarse así, involuntario movimiento, me encontré de rodillas y con la frente inclinada al suelo».

Nazareth, en árabe Nasarah o Nasirah, recibió este nombre, según San Jerónimo, de la voz hebrea Neser, que dice significa retoño; pero de esta modesta ciudad tan pequeña, ni hace mención de ella el Antiguo Testamento, ni Flavio Josefo en sus obras. Silencio que da a entender su escasa importancia y que tan sólo conquista nombre y fama desde que adquiere el insigne honor y privilegiada suerte de ser la ciudad reservada por los decretos de Dios para servir de morada en el mundo a su Hijo, al Salvador, de María y de la Santa Familia, puesto que en aquel hermoso valle de Galilea se pasaron los treinta primeros años de su ignorada existencia. Perteneció en los tiempos antiguos a la división de Galilea y atribuida a la tribu de Zabulón, situada en los lindes con la de Isachar. La reputación de que gozaban los pobres habitantes de Nazareth no era la más envidiable, pues cuando el Apóstol San Felipe anunció a Nathanel haber hallado al Mesías anunciado por Moisés y los Profetas en la persona de Jesús de Nazareth, contestóle aquél: ¿En Nazareth puede haber cosa buena? Así es que el nombre de Nazareno, que por escarnio dieron los judíos a Jesús, pasó a los discípulos y aun hoy los árabes designan a los cristianos con el nombre de Nasara.

La época del engrandecimiento de Nazareth comienza con Constantino, después del triunfo de la Iglesia. Eusebio y San Jerónimo hablan ya de la pequeña ciudad en que vivió y se educó el Salvador y de la feliz aldea en que fue anunciada su Encarnación. De esta época datan las primeras peregrinaciones, y en principios del siglo VII existen ya en ella dos iglesias. Pocos años después la conquista de los fanáticos musulmanes llegó hasta Nazareth y puso en peligro a los cristianos. Transcurrido un siglo, sabemos por San Willibrode, que los cristianos tenían que pagar a los mahometanos a peso de oro la conservación de sus templos, empeñados los conquistadores en demolerlos. Afortunadamente aquello no llegó a realizarse, pero la persecución y el temor a los conquistadores hizo perder mucha importancia a Nazareth, tanto que en el año 970, cuando el emperador griego Zimiscos la reconquista, era una pobre y mísera aldea. Fue reconstruida la ciudad, mejorados los templos, de los que luego hablaremos, y en poder de los cruzados continuó, volviendo nuevamente las peregrinaciones, y Tancredo, su príncipe, miró con singular cariño a la ciudad de la Sagrada Familia. Trasladóse a ella la Sede Metropolitana de Seythópolis en 1º de mayo de 1187, dos meses antes de la funesta y terrible jornada del lago de Tiberiades para las armas cristianas. Afdal, el hijo de Saladino, se presentó con siete mil caballos en las inmediaciones de Nazareth. Armáronse los cristianos y con ciento treinta caballeros del Temple y del Hospital, que de la llanura de Esdralón habían acudido en auxilio de la Santa Ciudad, salieron al encuentro del enemigo y la batalla se dio en un pueblecillo que la historia de aquellas guerras denomina El-Mahed. El combate fue terrible, muriendo en él Santiago de Maillé, mariscal del Temple, que fue sepultado en la iglesia de la Anunciación. No se atrevió el mahometano a avanzar después de aquel combate y emprendió la retirada, salvándose por breve tiempo Nazareth. Poco después del desastre del lago Tiberiades caía nuevamente la ciudad en poder de los sarracenos. Once años después, en 1263, el sultán Bibars invadió la Palestina, y a la embajada que le enviaron los latinos solicitando la paz, contestó asolando la comarca, y regresando a Nazareth arrojó y asesinó a los cristianos, dando fuego a los templos.

Pero llega el año 1271, y apodéranse nuevamente los cristianos de Nazareth, pasando a cuchillo a sus dominadores y levantando nuevamente la cruz; pero su dominación no había de ser larga, pues rendida Tolemaida en 1291 y abandonada Palestina por los Cruzados, Nazareth quedó como olvidado por los peligros que se corrían para llegar hasta él.

Un viajero alemán escribe en 1449 que había pasado la noche en la capilla subterránea, y sólo un sacerdote y dos cristianos había encontrado en la ciudad; la hermosa iglesia que sobre aquélla se levantaba, había sido arruinada.

Pero llega el año 1620, y el emir Fakhur-Eddin abre las puertas a los cristianos, entregando la cripta de la Anunciación a los Padres de San Francisco, comenzando una nueva era de tranquilidad; y por último, en 1799, Napoleón I estuvo en ella la noche que precedió a la gloriosa batalla del Thabor. Después de la retirada del ejército francés, Djezar quiso pasar a cuchillo a la población cristiana, pero las amenazas del almirante inglés impidieron el bárbaro propósito, aunque los cristianos sufrieron agresiones continuas. Las matanzas de los cristianos en Damasco en el año 1860, hicieron temer a los de Nazareth por sus vidas, pero Akil-Agha, jefe de los beduinos, los defendió y amparó noblemente.

Tales han sido las vicisitudes por que ha pasado la ciudad de María, la ciudad de las flores que sirvió de hogar a la Santa Familia de José el carpintero durante treinta años.

El aspecto exterior contemplado desde la peña por la que los de Nazareth quisieron despeñar al Señor, o desde la iglesia latina, no puede ser más hermoso su conjunto, pero todo este encanto se desvanece al penetrar en sus calles en cuesta, el aspecto de mezquindad de sus blanqueadas casas desagrada, y el polvo que llena sus calles junto con las inmundicias, hacen repulsivo el interior de aquella tan poética ciudad contemplada desde las afueras. Lo cálido y ardiente del clima hace que las casas todas tengan sus habitaciones subterráneas, que son sumamente frescas en aquel clima y verano, como cálidas durante la estación del invierno. Tenga en cuenta el lector esta disposición común a todas las casas de Nazareth, para cuando nos ocupemos de la que habitaron José, María y su divino Hijo. Para cuando describamos aquélla, hablaremos del templo que sobre la gruta de la Anunciación se levanta hoy.

De una manera breve y rápida hemos dado a conocer las dolorosas vicisitudes por que durante siglos ha pasado Nazareth para llegar hasta hoy en un periodo de calma y tranquilidad que permite al peregrino llegar a ella con seguridad y sin temores por su vida. Esbozado el cuadro que presenta la ciudad de las rosas, la que encerró a la rosa más pura y estimada del Eterno, a María, y en la que se verificó el más grande de los santos misterios de nuestra religión, en la que pasaron los primeros años de la vida de Jesús, escuchó sus primeras predicaciones y comenzó a conquistar la enemiga del infierno concitando contra Él las turbas ignorantes y rencorosas, pasemos a decir algo en cuanto la tradición y la historia nos enseñan de los primeros años de la vida de María, y de su vida en la casa de sus padres Joaquín y Ana.


Escasas son las noticias que sobre este punto nos proporcionan los monumentos históricos y poco podemos decir de la infancia de María.

Cumplidores los padres de María de las leyes del pueblo israelita, presentaron al templo a la recién nacida. Pero antes de este acto solemne debió preceder, como las leyes mandaban, la purificación de la madre, y pagado este precepto, el santo matrimonio presentó a la que lo había de ser del Redentor y realizar la promesa hecha de ofrecer al Señor y a su culto al heredero anunciado por el ángel a Joaquín y Ana.

Cumplidos los preceptos de la ley debieron retirarse a Nazareth, en donde tenían bienes, y allí permanecieron hasta llegar a la edad de tres años la tierna María. La Iglesia católica celebra dos festividades de la Presentación de María en el templo de Jerusalem; la una el día 2 de febrero y la segunda el 21 de noviembre. No cabe confundir ambas festividades, pues la de 21 de noviembre es la que debe titularse Presentación de la Virgen María al templo y la de 2 de febrero debe entenderse, más que la Presentación de María, la de Jesús por su Santa Madre; pues María se presentó para llevar, ya purificada, a su Hijo y así debe entenderse por fiesta de la Purificación.

Como hemos dicho, ni los Evangelios ni otros textos sagrados nos dan más amplias noticias de la infancia de María y tenemos para ello que recurrir a la tradición y a lo que la Iglesia nos dice acerca de este extremo. «Pero antes, y sobre todo, como dice D. Vicente Lafuente, es la Iglesia, y los trozos selectos de los Santos Padres que ella nos presenta en el Oficio divino, son superiores a cuanto se pueda decir por los ascéticos antiguos y los modernos filósofos cristianos».

En la citada fiesta de la Presentación, San Juan Damasceno y San Ambrosio son los que la Iglesia nos presenta en dicho día. La constante tradición entre latinos y orientales y lo antiguo de esta festividad, unido al cumplimiento de la ley y promesa hecha por los padres de María, pone fuera de toda duda el hecho, de que siendo todavía muy niña, fue conducida por sus ancianos padres al templo de Jerusalem para que quedase consagrada al Señor y ocupaciones a que se dedicaban las doncellas piadosas, que vivían en el recinto exterior del templo, recibiendo una educación cuidadosa y esmerada en cuanto los tiempos alcanzaban.

En las habitaciones del recinto exterior del templo, dice Lafuente, la tenían los Sacerdotes y Levitas cuando les tocaba venir de sus pueblos a servir por turno en el templo de Jerusalem, y allí vivían también las doncellas dedicadas a Dios, y entre ellas, en su tiempo, la purísima María. Así lo afirma Damasceno de una manera terminante cuando dice: «Nace en casa de Joaquín y es conducida al templo, y en seguida plantada allí en la Casa de Dios, y nutrida allí por el Espíritu Santo, quedó constituida en asiento de todas las virtudes cual fructuosa oliva; como que había apartado de su mente de toda sensualidad de esta vida y de su cuerpo, conservando así con virginal pureza, no solamente su cuerpo, sino también su alma, cual correspondía a la que había de llevar a Dios en su seno».

Y al llegar a este punto de la estancia de la Santísima Virgen en el templo, creemos hacer un favor a nuestros lectores desvaneciendo el error que hemos oído a algunas personas que se estiman por entendidas, acerca del templo de Jerusalem, que se lo figuran, creen y describen como una gran iglesia de los tiempos presentes. Imagínanselo como una gran Catedral, como un gran templo de San Pedro o del Escorial, con esas columnas. retorcidas que apellidan Salomónicas, sosteniendo una gran bóveda, y en esto estriba el error. El templo no tenía bóveda ni estaba cubierto: constaba de grandes patios circulares rodeados de pórticos, quedando sólo cubierto y cerrado el oráculo, donde no entraba el pueblo. El primero de los patios era el mayor, siendo la entrada pública hasta para los gentiles; en el segundo era donde oraba el pueblo, y en el tercero sólo entraban los sacerdotes, sin que pasaran al reservado del Oráculo, el Santuario, en el que sólo penetraba, una vez al año, el gran sacerdote, y para ello precediendo gran preparación.

Fuera de su recinto estaban, como hemos dicho, las habitaciones de los sacerdotes, levitas y jóvenes doncellas dedicadas al culto.

La tradición afirma, y no hay nadie que contradiga esta creencia general, que San Zacarías fue quien recibió en el Templo a María y a sus ancianos padres; como era pariente de la familia, nada de extraño tiene que esperaran los padres de María que aquél estuviese en funciones de su cargo para entonces llevarla, cumpliendo la promesa hecha antes del nacimiento de la niña; y esta tradición la dan como cosa probada los Padres Orientales.

La Iglesia oriental ha fantaseado mucho sobre la estancia de la Virgen durante su niñez en el Templo, llevándola hasta el punto de poner en boca de San Zacarías estas palabras: «Entra, niña, con confianza en tu Santo Templo, pues éste puede llamarse domicilio tuyo mejor que de ningún otro: te entrego la casa de Dios, donde sólo puede entrar el Sacerdote una vez al año. Ve por tanto, hija, al lugar santísimo, pues tú recibirás en ti al Santo de los Santos, y nos darás a todos la santidad».

La Iglesia latina, menos fantaseadora que aquélla, se ha mostrado poco propicia, dice el mismo D. Vicente Lafuente, a esta idea de que la Santísima Virgen entrase a orar en el Santuario, y casi tuviera allí su morada, a pesar de haberlo consignado también la Venerable Madre de Ágreda en su Mística Ciudad de Dios.

El Abate Orsini la combate abiertamente: «Antiguas leyendas se han complacido en rodear de una multitud de prodigios la primera infancia de la Virgen; pasaremos en silencio sus hechos maravillosos, que no están suficientemente probados, pero debemos combatir una aserción inexacta, o por mejor decir inadmisible, que ha sido admitida confiadamente y sin examen por santos personajes y escritores piadosos. De que la Virgen haya sido la misma Santidad, lo que nadie niega, se ha querido inferir que la Virgen debió ser colocada en la parte más santificada del templo, es decir, en el Santo de los Santos, lo cual es materialmente falso». (La frase en boca del ilustre escritor resulta un poco dura).

«El Santo de los Santos, ese impenetrable santuario del Dios de los ejércitos, estaba cerrado a todo Sacerdote hebreo, a excepción del gran Pontífice, que no penetraba en él más que una vez al año, después de un buen número de ayunos, vigilias y purificaciones. Al entrar allí iba envuelto en una nube de humo producido por los aromas quemados en su incensario, lo cual impedía ver los objetos, interponiéndose la nube entre la Divinidad y él, pues ningún inmortal podía verle y vivir según la Escritura: no estaba allí más que algunos minutos, durante los cuales, el pueblo prosternado y con el rostro pegado al suelo, prorrumpía en grandes sollozos, temiendo por la vida del Sumo Sacerdote, y tanto era así, que éste daba después un gran convite a sus amigos para congratularse con ellos de haber escapado por aquella vez de tan gran riesgo, Júzguese, pues, por estos datos, si es creíble que la Virgen María fuese criada en el interior del Santuario».

El mismo D. Vicente Lafuente, dice: «Dudo mucho que sea cierta la crianza de la Virgen Santísima en lo interior del Santuario, ni aun su entrada en el Santuario alguna vez, porque ni parece admisible esa Anunciación previa, ni está en el carácter de la Virgen, ni en las miras de la Providencia con respecto a Ella. Fue partidaria siempre la Santísima Virgen de vida escondida, como queda dicho, y también enemiga de singularizarse y de ostentar privilegios y exenciones. Si Dios le concedió ser concebida sin mancha de pecado original, esto fue en el orden espiritual e interno: ninguna señal exterior lo reveló: si fue Virgen y Madre a la vez, esto fue tan oculto que nadie lo supo: su mismo Santísimo Esposo lo ignoró algún tiempo: el vulgo la creyó una mujer cualquiera; Ella misma, purísima y castísima, se sujeta a la ignominiosa ceremonia de la Purificación, que suponía impureza, pues lo que se purifica no está puro. ¿A qué se turbó al darle el Ángel su embajada, si ya lo sabía por su padre San Joaquín y lo sabían los Sacerdotes y todos los que entraban en el templo? ¿Por qué concibió celos San José si toda la Familia sabía que había de ser Madre y Virgen? ¿Podía ignorar el marido lo que sabían todos?»

Así se expresa el católico escritor, cuyas palabras hemos copiado de su Vida de la Virgen María.


Y dejando esta cuestión y admitiendo la opinión del citado historiador, que deja las cosas en el lugar que deben, fuera de las exageraciones de escritores de ambas Iglesias, veamos cómo dice el padre Ribadeneyra que pasó su infancia en el templo la Santísima señora:

«Allí aprendió muy perfectamente a hilar lana y lino y seda y holanda; coser y labrar los ornamentos sacerdotales y todo lo que era menester para el culto del templo, y después para servir y vestir a su precioso Hijo, y para hacerle la túnica inconsútil, como dice Eutimio. Aprendió asimismo las letras hebreas y leía a menudo con mucho cuidado, y meditaba con grande dulzura las Divinas Escrituras, las cuales, con su alto y delicado ingenio, y con la luz soberana del cielo que el Señor le infundía, entendía perfectamente. Nunca estaba ociosa: guardaba silencio: sus palabras eran pocas y graves, y cuando era menester; su humildad profundísima, la modestia virginal, y todas las virtudes tan en su punto y perfección, que atraía a sí los ojos, y robaba los corazones de todos, porque más parecía niña venida del cielo, que criada acá en la tierra. Ayunaba mucho, y con el recogimiento, soledad, silencio y quietud se disponía a la contemplación y unión con Dios, en la cual fue eminentísima; y el Señor la visitaba y la regalaba con sus resplandores y ardores divinos...

»Estando aquí en el templo, con encendido deseo y amor de la virginidad, que el Espíritu Santo le inspiraba, hizo voto de guardarla perpetuamente, y fue la primera que hizo esta manera de voto, y alzó la bandera de la virginidad, y con su ejemplo incitó a tantos y tan grandes escuadrones de purísimas doncellas para que la alcanzasen, y por no perderla perdieron su vida: y por esto se llama Virgen de las Vírgenes, como maestra y capitana de todas ellas».

Respecto de su educación en el templo, dice el abate Orsini en su citada obra: «Después de haber cumplido este primer deber, María y sus jóvenes compañeras volvían a sus ocupaciones habituales, unas hacían dar vueltas en sus ágiles dedos a un huso de cedro, otras matizaban la púrpura, el jacinto y el oro sobre los velos del templo, que sembraban con ramilletes de flores, mientras algunas otras, inclinadas sobre un telar sidonio, se aplicaban a ejecutar los variados dibujos de esos magníficos tapices que valieron los elogios de todo Israel a la mujer fuerte y que el mismo Homero ha celebrado. La Virgen se aventajaba a todas las muchachas de su pueblo en esas hermosas obras tan apreciadas de los antiguos. San Epifanio nos enseña que ella se distinguía en el bordado y en el arte de trabajar sobre lana, lino y oro: su habilidad sin igual en hilar el lino de Pelusa se conserva aún tradicional en Oriente, y los cristianos occidentales, para perpetuar su memoria, han dado el nombre de hilo de la Virgen a esas randas brillantes de blancura y de un tejido casi vaporoso, cual se observan en el hondo de los valles durante las húmedas mañanas del otoño. Por este motivo fue, que las graves y puras esposas de los primeros fieles, en el momento de doblar su cabeza al yugo del himeneo, vinieron por largo tiempo a deponer sobre el altar de la Reina de los Ángeles una rueca ceñida de cintillas de púrpura y cargada de una lana sin mancha».

La iglesia de Jerusalem consagró desde los antiguos tiempos este santo y hermoso recuerdo de la vida laboriosa de María, ejemplo de actividad y de purificación del espíritu, cual es el cumplimiento de la santa ley del trabajo, y colocó en el número de los tesoros los ligeros husos de la Virgen María.

Así, en medio de estas operaciones, la pura niña iba educando su santo espíritu y ocupada en estas labores materiales unas horas y otras consagrándolas al estudio, distribuía el tiempo combatiendo el pernicioso influjo de la ociosidad, aun cuando ésta nunca pudo ni aun acercarse a la pura hija de Joaquín y Ana, pues no llegó a Ella ningún vicio. San Ambrosio le atribuye una perfecta inteligencia de los libros sagrados y San Anselmo añade que poseyó a fondo el hebreo de Moisés. Sea que María, estudiando el idioma de Ana y de Débora en sus vigilias, en las altas profecías de Israel, ya que hubiese, como es indudable, en el Espíritu santificador una inspiración correspondiente al prodigioso amparo del Dios creador, lo cierto es que la Iglesia es deudora a María del más hermoso de los cánticos, con una de las más elevadas concepciones del genio poético. Para nosotros los cristianos, amantes y entusiastas por la más pura de las vírgenes, la más sublime de las madres y el más grande consuelo y protectora de nosotros los pecadores, el cántico del Magnificat será en todos los pueblos del mundo, mientras impere la fe, la composición más delicada y encantadora en sublime, sencilla y hermosa e inspirada poesía, cual emanada de la más alta de las fuentes poéticas; en Dios, fuente de toda belleza.

María juntaba en sí, a una santidad tan excelsa, cual correspondía a la que había de ser arca santa que encerrara en su seno al Hijo de Dios, un talento privilegiado, cual destello de la luz divina que la iluminaba y talento que nunca había de ser bastante para el Tabernáculo de Jesús.

Los orientales, tan poéticos e inspirados en fantásticas imágenes, dicen, que cuando la luz quiere condensarse, toma un carbunclo por globo en donde irradiar; y así, tomando esta poética imagen con relación a María, podremos decir que fue el carbunclo en que Dios condensó la luz esplendente que había de alumbrar al mundo.

María es la obra maestra de la Divinidad, es la luz de las generaciones antiguas y el faro deslumbrador de la fe de las modernas edades, la maravilla de los siglos y admiración de los venideros por a suma de perfecciones reunidas en una hija de los hombres. El recuerdo de esta humilde mujer, de la hija de los ancianos Joaquín y Ana, se conserva aún entre las naciones y pueblos que tienen cerrados los ojos a la luz del Evangelio: los persas la denominan la Santa, los turcos juntan su nombre de Miriam Sceldika, es decir, María la justa, y para nosotros los hijos de María, de la Madre del Salvador, de la Virgen clemente, ha sido siempre y será la Señora de todas las purezas y virtudes, el espejo de luz y caridad, y nuestro consuelo en las aflicciones. En ella, en sus virtudes, vemos la blancura de la inmaculada cual la del copo de la nieve, menos blanca que su pureza, y esas virtudes y celistías cayendo cual el copo de aquélla, silenciosamente en nuestras almas y cubriéndolas como cubre la tierra con su blanco manto, nos envuelve en su albura y su pureza, y su amor alcanzando el perdón de nuestras culpas cuando las lágrimas bañan nuestros ojos y con fe y amor la llamamos, nos eleva a humillar nuestra frente ante su gloria y pureza para adorarla y reverenciar sus virtudes.

María entró en el Templo como una de aquellas víctimas sin mancha, que Malaquías había visto por inspiración del Señor. Pudo conseguir, como nacida de noble familia, llegar hasta el trono por su belleza y virtudes, como había sucedido con nobles mujeres del Antiguo Testamento; pero María se consagró a Dios desde sus primeros años, haciendo un voto de castidad cuando apenas sus labios podían pronunciar las primeras palabras del armonioso hebreo. Dejó las pompas que el mundo pudiera ofrecerle, y puesta su mirada en Dios, que tan perfecta la había criado, a Él consagró todas sus aspiraciones y propósitos.

Para terminar este punto de la vida de María en el templo ya cerca de la que tanto han fantaseado los escritores orientales y también con poca crítica algunos occidentales, nada diremos por nuestra parte, sino que dejaremos la palabra a un tan reputado escritor como D. Vicente Lafuente, cuyo criterio católico y sana critica nos pone fuera de la que pudiera decir que hacíamos vulgar y humana la vida de la Santísima Señora. He aquí copiadas con sus palabras, lo que dice el citado historiador de la Vida de María:

«Generalmente los escritores orientales propenden a considerar a la Virgen durante su estancia en el Templo, como una monjita metida en su celda, guardando las horas llamadas canónicas y teniendo su alacena para guardar su comida. Pero si en vez de considerar a la Virgen como una monja, durante su estancia en el Templo la consideramos una colegiala en una casa religiosa, de educación y ascetismo a la vez, la escena cambia por completo. La Virgen no arreglaría el método de su vida, sino que seguiría la regla y método de vida del Colegio; la Virgen no entraría en el Santuario, sino que oraría y dormiría donde oraban y dormían las otras halmas, o colegialas. La Virgen no comería de extraordinario, sino que comería lo que comían todas y a la hora que las otras, y de seguro mortificando su apetito y tomando lo estrictamente preciso, como quien toma medicina, según la práctica de todos los santos. Pudo ser que al morir Santa Ana, la Virgen saliese milagrosamente del Templo para asistir a su Santa Madre, sin ser notada, y quedando en tanto un Ángel en el Templo haciendo sus veces y llevando su figura; pero si se tiene en cuenta que las halmas no tenían rígida clausura, como se ve por el capítulo tercero del libro de los Macabeos, se echa de ver que no había necesidad de aquel milagro, y Dios no los prodiga sin necesidad, a nuestro modo de ver. Puede ser que Dios permitiera que la Santísima Virgen fuera acusada por sus compañeras de inquieta, alborotadora y bulliciosa, a fin de que ejercitara su gran humildad, paciencia y mansedumbre, pidiendo perdón a sus compañeras y a los sacerdotes por culpas que no había cometido. Mas ¿cómo avenir esto con su vida dentro del Sancta Sanctorum y con los otros favores extraordinarios y portentos admirados por los Sacerdotes mismos?»

De esta suerte explica este doctísimo historiador el hecho, procurando restablecer la verdad ante la crítica y la historia en su verdadero terreno.


Allí quedó la pura niña, y sus padres Joaquín y Ana se retiraron a sus tierras de Nazareth, en donde pasó algunos años el feliz matrimonio cultivando sus tierras y en esa feliz e ignorada tranquilidad que tan bien place a las almas justas y hermosas. El Señor no concedió muchos años de vida al santo matrimonio, después de la incomparable dicha de haber sido padres de aquella niña tan bella y que había de ser el portento de la pureza y de la gracia ante el Señor.

He aquí cómo Orsini nos pinta al santo matrimonio después de la consagración y separación de su Hija:

«Joaquín era un verdadero israelita, muy adicto a la ley de Moisés; él iba al Templo en todas las fiestas solemnes con su esposa y una parte de su parentela, según costumbre de los hebreos, y es de suponer que el deseo de ver a su hija, aumentaba aún su afición por las ceremonias del culto. ¡Con qué alegría su buena y piadosa compañera tomaba su velo de viaje para ir a la Ciudad santa! ¡Cuán largos le parecían los caminos que veía serpentear a lo lejos al través de las montañas y de las llanuras! Ella salvaba con la vista y saludaba veinte veces con el pensamiento antes de llegar a ellos en realidad, las breñas, los nopales, las copas de adelfas y los grupos de carrascas o de sicomoros que se divisaban de distancia en distancia en su camino, porque traspasado cada uno de esos puntos, ella estaba más cerca de su Hija, de su Hija, don del Señor, Hija del Milagro, aquella que un Ángel había proclamado la gloria de Israel. ¡Con qué dulce emoción debía ella saludar desde el fondo del valle la torre Antonia, que se elevaba esplendida y amenazadora sobre su base de pulido mármol para proteger la casa de la oración; y cuánto no debía conmover a aquella alma tierna y santa la vista del Templo que encerraba a su Dios y a su Hija!

»Al caer de la tarde y cuando las trompetas de los Sacerdotes llamaban al pueblo a la ceremonia, Ana se apresuraba para adorar a Dios y echar una mirada sobre su Hija, que muchos meses no había visto. El atrio, que no tenía otra bóveda que el cielo, mezclaba las deslumbradoras luces de sus candelabros con el vacilante resplandor de las estrellas. Millones de luces se cruzaban bajo los pórticos adornados con frescas guirnaldas; y los Príncipes de los Sacerdotes atravesaban la muchedumbre con sus ricos ornamentos traídos desde las orillas de la India por las caravanas de Palmira. Entre tanto, las consonancias aisladas de las arpas parecían acompañar el murmullo semejante al ruido de las olas que hacían al tiempo de orar una multitud de hebreos venidos de las riberas del Nilo, del Eúfrates y del Tíber, para doblar la rodilla ante el altar único del Dios de sus padres. En medio de este concurso inmenso de creyentes nacionales y extranjeros, Ana, que rogaba con fervor, no levantaba la cabeza un instante, y era cuando María y sus jóvenes compañeras pasaban vestidas de blanco y cubiertas con sus velos con lámparas en las manos a manera de las vírgenes prudentes del Evangelio.

»Terminada la fiesta, Ana, después de haber bendecido y abrazado a María, volvía a cruzar con Joaquín el camino a través de las montañas, alejábase de Jerusalem con paso lento, sin atreverse a volver la cabeza, y llevábase recuerdos de felicidad por todo el espacio de tiempo que iba a discurrir hasta la fiesta inmediata».

La edad avanzada de Joaquín y de Ana, les hicieron, dice el citado historiador, retirar a Jerusalem, y los dos esposos dejaron a Nazareth, viniendo a habitar su casa en la ciudad; la casa en que según las crónicas orientales y las antiguas tradiciones cristianas, había nacido la Virgen y en la que debía entregar su espíritu al Señor el justo Joaquín.


VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo IV: HISTORIA ABREVIADA DE LA CIUDAD DE NAZARETH.