VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo VI: VIAJE A NAZARETH DEL SANTO MATRIMONIO.

Capítulo VI: VIAJE A NAZARETH DEL SANTO MATRIMONIO.

-VIDA DE MARÍA Y SU ESPOSO, COSTUMBRES Y VIDA ÍNTIMA DEL PUEBLO ISRAELITA. -LAS HABITACIONES. -CASA DE MARÍA.


Terminó la semana de las bodas, José preparó su marcha a Nazareth, debía volver a su escondida ciudad en el ameno valle desde el que se descubre el santo Carmelo penetrando en el azul Mediterráneo su hermosa mole, pedestal de la inmarcesible gloria, y a sus espaldas el redondeado Thabor con su verde cumbre, altar de la Transfiguración que se destaca sobre el incomparable cielo de Palestina, que azul, hermoso y brillante se confunde con el esmaltado zafiro del mar recamado de ondas de plata como la fimbria del puro manto de la Reina de los Cielos. A esa encantada región por su hermosura, que había de llegar a la más esplendida belleza, por ser la morada de María, santificada por la presencia del Hijo de Dios y albergue de la Santa Familia, debía encaminarse el Santo Matrimonio y establecer el hogar del venerado modelo de los cristianos, y que había de ser la cuna espiritual de Jesús.

Acompañaron los parientes a José y María hasta la fuente de Anathat y allí se despidieron, emprendiendo el matrimonio el camino de Galilea. Lentamente siguieron su marcha atravesando las montas de Samaria, saliendo, después de pesada jornada, de las revueltas y cuestas en que las aves de rapiña ciernen su vuelo por las alturas acechando la presa en el confiado rebaño que apacenta en las laderas y sinuosidades de los valles.

Llegaron a Sichem, con sus frescos vallados y corrientes de agua que hacen esmaltar de verdes prados sus riberas, la ciudad con sus robustos edificios y fantástico aspecto, medio ocultos en aquellas frondosas arboledas que susurraban con el perfumado ambiente de la tarde. La penosa y larga marcha seguía desenvolviendo por los pedregosos caminos que lentamente les permitía avanzar, aproximándose pesadamente a aquel deseado rincón de Nazareth.

Bordearon el monte Garizim, de aspecto algo terrorífico, con su combinación de colores, tan extraños como raros para el viajero que contempla aquel monte de costados rojizos, con sus líneas que le hacen semejar a leonada piel, franquearon el puerto de aquel extraño monte, y después de ascender a las cumbres del alto Hebal, llegaron a Sebaste que había de ostentar los palacios construidos, por Augusto y que Herodes procuraba embellecer para adular al romano dominador de Judea.

Tras descansos y paradas para no fatigar a la inocente niña salida de la vida tranquila del Templo, siguieron su marcha: a la mitad del segundo día de camino, divisaron a lo lejos la verde cima del monte Thabor, tan lleno de recuerdos y de sagrada memoria para el cristiano, que nunca puede dejar de oír pronunciar este dulce nombre sin estremecimientos de temor y respeto al monte en que se verificó el gran misterio de la Transfiguración del Salvador.

Aquel hermoso monte dibujaba limpiamente su cima en el plateado fondo del cielo de Galilea con sus influencias de la humedad salina del Mediterráneo, que ocasiona aquellos hermosos cambiantes de luz y de colores. Más allá, más lejos, columbraban las altas cimas de la cordillera del Líbano envueltas en los velos de blancas gasas de las diáfanas nubes que las circundan por su media base, y destacandose con los fulgores de la plata sus picos cubiertos de blanca nieve, sobre los que se presentaban las obscuras manchas de los bosques de sus seculares cedros de perfumada madera.

Desde las faldas cubiertas de arboledas del Hermón, en las que numerosos rebaños de cabras triscaban ramoneando, descendieron a la deliciosa llanura que se extiende como alfombra fresca de esmaltadas flores entre colinas cubiertas del obscuro follaje de las encinas, del brillante verde de los mirtos y el pomposo y aterciopelado de las vides que rodean cercas de cenicientos fructíferos olivos. Los campos de cebada interpolados con los del florido trébol, ondulaban a impulsos de la risa cual oleaje de un tranquilo mar; brisa saturada del perfume de las flores y ambiente tibio y perfumado de una prematura primavera. Aquella luz especial de Palestina pura y dorada, iluminaba aquella entonces rica vegetación, y el murmullo de los pequeños torrentes que bajaban murmurantes de las inmediatas montañas acompañando con su plácido rumor al de las altas y flexibles palmeras, formaba el hermoso cuadro y entonaban un plácido y tranquilo himno a la pura Virgen que en aquellos momentos, acompañada de su Esposo, atravesaba aquel hermoso rincón de la Galilea.

Así continuaron su viaje, llegando al fin a la casa de los padres de María, y desde la cual había salido niña para ir al Templo, y volvía convertida en la Esposa del humilde carpintero José, el descendiente de regia estirpe.

Arribaron por fin a Nazareth, recostado en la ladera del monte y encerrado en aquel tranquilo y sosegado valle, llegaron a sus calles, y por fin, María, después de penosas jornadas, volvió a poner los pies en la casa que moraron sus bienaventurados padres Joaquín y Ana. En la pequeña y fresca casa de SantaAna, enclavada por su parte baja en la roca, como casi todas las de Judea, con el fin de mitigar el calor en aquellas frescas criptas, descansaron y prepararon para la nueva vida que iba a comenzar para los santos y dichosos esposos. La vida santa que en aquella casa habían de llevar, la había de santificar y hacer más sagrada, por el misterio que en ella tenía de obrar el Señor, y hacer más sagrada que el templo de Jerusalem. Allí se habían de pasar muchos años de vida y en ella habitar el Redentor durante su infancia y juventud, y allí, en aquella hermosa naturaleza, se habían de escuchar las primeras palabras de su predicación y sufrir los primeros insultos del pueblo ignorante, sanguinario y fanático.

De allí había de salir la más grande y pacífica revolución que tenía que cambiar la faz del mundo, y allí, en aquella hermosa región, habíase criado la simiente, que esparcida por la tierra y fecundada con la sangre de los apóstoles y millones de mártires, llenando el mundo con el imperio del amor y de la caridad.

Aquella casa, de tan humilde apariencia, había de cobijar al Salvador del hombre por muchos años, y así como la humildad es la llave que abre las puertas del cielo, así aquella modesta casa, tendría que ser con el tiempo el más sagrado templo del mundo, pues entre sus paredes vivió aquella Santa Familia y animó con su mirada creadora el Hijo de Dios, el Mesías prometido.


Instalado el matrimonio en su pequeña casa, comenzó para ambos la vida de familia, admirando a las mujeres de Nazareth, la belleza, bondad y gracia inefable que resplandecía en la esposa de José. La paz de Dios reinaba en aquella casa compartiendo ambos esposos su vida entre el trabajo y la oración.

Como los bienes de María no eran cuantiosos y José carecía patrimonio, no obstante su ilustre origen, vivían engrandeciendo noble estirpe con el trabajo, título de nobleza tan agradable a los ojos de Dios. El oficio de carpintero lo ejercitaba con noble emulación y con él atendía al sostenimiento de su casa y de la Virgen María, su esposa, mejor dicho, su hermana, por el aislamiento en que vivían a causa de sus votos de celibato. La pobreza casi reinaba en aquella casa, y María, aun cuando acostumbrada desde niña a los esplendores del Templo y del lujo de las ceremonias, aceptó sin murmurar y con alegre resignación aquel, no modesto, sino casi pobre estado a que veía cambiado su pasado por el presente. Aceptólo con gusto y así se nos ofrece como el más perfecto modelo de las puras sencillas costumbres de la mujer cristiana y que debe imitarse como inimitable modelo.

Vivía retirada en su pobre hogar, sumisa a la voz de su señor, siendo después de sus ocupaciones domésticas, la preparación de las sencillas comidas de su esposo y labores de su sexo, hilando groseros linos, después de haber hilado, bordado y estofado antes tan ricas telas, la oración, la elevación de su espíritu al Señor, su Criador.

Cuando sus ocupaciones se lo permitían, la visita y socorro a los pobres y enfermos constituían el más grato de los cuidados de aquella virgen esposa, pues con ellos cumplía los sentimientos e impulsos de caridad de su inmaculado corazón: antes de ser Madre era ya el consuelo de los afligidos, la salud de los enfermos.

Así trascurrieron los días para el santo matrimonio, María, ocupada en las faenas de la mujer cuidadosa de su casa, vémosla en nuestra imaginación saliendo de las calles de Nazareth, con el ánfora a llenarla de agua en la cercana fuente, que aún se conserva y lleva el nombre de la Virgen, y vémosla ocupada en las labores propias de su sexo, junto al banco de trabajo de su esposo José, y junto al cual hemos de ver luego al mismo Jesús ayudando con la labor de sus manos a su padre, representando aquel hermoso y puro cuadro, idilio de la familia cristiana, tan bien representado como hermosamente concebido por Murillo en su bella pintura de la Sagrada Familia, en la que el trabajo es el movimiento que impulsa, mueve y anima aquellas hermosas figuras.

El imperio de aquellas modestas viviendas estaba en manos de la mujer, y a ella le incumbían pesados quehaceres de la vida casera. La mujer barría toda la pequeña casa, cuidaba del fuego en que se cocían y aderezaban los manjares tan pobres como frugales. A la mujer tocaba moler el grano con que se había de amasar el pan, faena penosísima la primera, y que era incumbencia de aquélla en la casa en que no había esclavo que verificara aquella penosa carga, a la que también María tenía que subvenir en el molino casero, prenda indispensable de toda casa, como puede verse en el libro segundo de Samuel. Acto, que ejecutado por María en su pobreza, demuestra su humildad y conformidad con los decretos del Señor; operación, que llevada a cabo por la que había de ser la emperatriz de los mundos, demostraba la resignación y conformidad con los designios del Altísimo. Tales serían y fueron las ocupaciones domésticas propias de la mujer, que aun casi vienen a ser las mismas de toda mujer de clase menestral, como lo fue el matrimonio que había de ocupar los altares por sus virtudes y el alto tesoro de ser los padres del Hijo de Dios. Si salimos al campo, en los cortijos y masadas, en los pueblos y aldeas, veremos, excepción hecha en la molienda a mano del trigo que ha de constituir el pan de la familia, los demás actos de la vida doméstica tienen un gran parecido y semejanza, sin más distinción que la de lugar y tiempo.


Hemos indicado algo acerca de las ocupaciones caseras de la mujer en Nazareth, y al hablar de ellas, hemos dicho y suponemos que fueron las mismas a que vino sujeta la Virgen María. Es necesario comenzar este párrafo dando a conocer cómo eran las casas de Judea y especialmente en Nazareth, a donde se concreta nuestra relación, por ser la ciudad habitada por María y su Esposo. Aún hoy día las casas de los nazarenos se diferencian bien poco de las del tiempo de la Sagrada Familia, por esa manera de ser inamovible en costumbres y trajes, en un pueblo esencialmente apegado a su tradición y que nada le hace cambiar de costumbres, trajes ni prácticas, que son hoy los mismos que en tiempo de Abraham.

Describiremos las moradas de aquellos habitantes tales como hoy las vemos y los mismos libros sagrados nos las representan. Estas casas adolecían de una sencillez primitiva, y en manera alguna podían compararse con las casas aristocráticas hasta cierto punto de la ciudad de Jerusalem. Especialmente las de aquella pequeña población eran de una sencillez casi primitiva, y bien podía verse en ellas el modelo de las primeras habitaciones humanas. Componíanse de una construcción cuadrada, es decir, un pesado cubo enjalbegado de cal, sin más abertura ni ventanas que la puerta que daba luz y ventilación al interior de aquella gran caja de mampostería. En la huerta de Alicante aún se ven construcciones de este género con su techo horizontal, sin tejas ni remate: las palmeras o el naranjo en la puerta, reproducen de una manera poética la casa de Siria. Y si nos atenemos a lo que dice el Antiguo Testamento, aún resulta más primitiva aquella casa. No había en ella, y aún hoy sucede, más que una sola habitación: cocina, alcoba, taller y una sala, todo estaba reunido bajo aquel techo. Las paredes no se componían de piedras labradas, sino de unos ladrillos muy groseramente fabricados y semejantes a los con que forman las paredes de las barracas de las huertas valencianas. Como no había más luminaria que la puerta, el interior resultaba obscuro, única manera de contrarrestar el calor en Palestina; así es que era necesario en el interior de estas casas cuando había que buscar algo en ella, y más si se entraba del exterior, en que la luz intensa del Mediodía, ciega y deslumbra con su esplendente y mareante claridad, había que recurrir a la luz artificial. En el interior, una escalera abierta en la tierra comunicaba con una especie de cripta abovedada, a la que se refugiaban en demanda de fresco en las pesadas horas del medio día canicular, y en invierno como más abrigada contra los fríos vientos del nevado Líbano.

En cuanto al mobiliario de estas casas corría parejas con la sencillez de la construcción. Esterillas de junco para sentarse, o cuando era mayor el lujo, cojines de lino, cántaros y alcarrazas de fresco barro, armarios para guardar la ropa, toscas lámparas y almudes, la escoba y el molino, constituían el ajuar de la pobre casa del galileo bien acomodado. Para comprender la rareza y carencia de objetos en estas pobres mansiones, basta recordar aquel refrán evangélico que dice que no deben ponerse las lámparas debajo de los almudes, sino sobre ellos, para indicar que éstos, además de medidas, servían al mismo tiempo de mesas.

La comida corría parejas con la modestia de sus casas y vestido, el que luego hablaremos. Los pobres comían torta de cebada, como aún sucede entre los pueblos de la costa de Valencia y Almería. Sólo el rico comía pan de harina candeal y blanca. El Éxodo nos dice que el de cada día se amasaba sobre grandes manteles puestos dentro de las artesas y después de cocido resultaba casi transparente por lo delgado de las tortas. Por esto se dice que nunca se partía o cortaba con cuchillo, sino a mano, en pedazos, para distribuirlo entre los comensales. Usaban mucho el pan ázimo, esto es, sin levadura, especie de torta con aceite muy tostada y hecha con la flor de la harina. El Levítico, en su capítulo segundo, lleva la receta de la fabricación de este pan, cuando dice: «Y al ofrecer ofrenda de presente, cocida en horno, torta será de flor de harina sin levadura, con aceite amasada», y más abajo añade: «Y si tu presente fuera de sartén, será hojaldre amasado con aceite, todo él de harina flor, sin levadura».

Entre los utensilios de cocina usaban dos ollas; el cántaro y la alcarraza podían ser de barro cocido, pero no los platos, que lo serían de cobre, como puede verse en el Levítico, y la sartén de hierro para los fritos. De cobre, eran también el cáliz y la copa: no conocían ni empleaban otros utensilios de cocina.

Comían como los pueblos meridionales, al cruzar el sol por el zenit y después de ella echaban la siesta, cosa que han heredado nuestros labriegos y la gente poco afecta al trabajo, haciendo de la tarde una segunda noche. Lavábanse las manos antes de comer como práctica litúrgica y sentábanse, o mejor dicho, acostábanse para comer: al echarse junto a la comida, el más anciano pronunciaba una oración, a la cual contestaban los acompañantes con un «amén». Comían formando círculo y en el centro se colocaba el dueño de la casa. Traían los platos ya dispuestos y cortadas las viandas en la cocina: cada uno cogía con los dedos su tajada y la colocaba sobre su respectivo trozo de pan. Las salsas o caldos se servían aparte y en aquel plato mojaba cada uno su cacho de pan.

Las comidas se componían de carne de vaca, gallina, cordero y caza, con sólo dos legumbres, la haba y la lenteja. La miel era su plato favorito; leche, queso, uvas, higos secos y tiernos y nueces, constituían lo que llamamos los postres. Los pescados del Mediterráneo y del lago de Tiberiades constituían su alimento de pescado, pero el plato favorito era el de langostas del campo, frescas unas veces y otras desecadas al sol, moliéndolas y amasándolas luego con pan. Las bebidas eran muchas y gustosas las que vemos usaban por los tiempos de la Santa Virgen. Una especie de cerveza hecha con cebada fermentada, y el Cantar de los Cantares nos habla de vino con zumo de granada: en el campo, para combatir el calor, bebían agua y vinagre, y para beber el vino, lo propio que las otras bebidas, colaban por las muchas moscas y mosquitos que caían en ellas, comían huevos duros, que era otro de los platos favoritos.

Tal era el modo de vivir de aquellos pobres habitantes de Galilea y por estas costumbres generales del pueblo deducimos que el pobre matrimonio del carpintero venía sujeto a la ley general de su posición, su modo y manera de vivir acomodado al de Nazareth en que vivían. Por eso al fijarnos en estos detalles lo hemos hecho a que conociendo el modo de vivir de aquellos pueblos, en que nada varía, y aún en nuestros tiempos, costumbres y trajes, objetos prácticas son las mismas ahora que hace mil años, lo hemos consignado para que se conozca cuál y en qué suerte vivía aquel matrimonio tan pobre, que luego había de brillar en los altares cuajada sus imágenes con las ricas pedrerías y coronas de los reyes y potentados de la tierra, que se arrodillan ante su presencia y adoran en sus virtudes y gloria.


Como hemos dicho, para evitar el fantasear de algunos que, llevados de su imaginación exaltada y llenos de fe y amor, han creído al Santo Matrimonio viviendo entre ricas maderas y espléndidos mármoles, hemos pintado las costumbres nazarenas. El genio de los pintores, ornamentando sus cuadros de la casa de María, detallando la Sagrada Familia con costosos muebles, ricos cortinajes y lujosos accidentes de una vida oriental, han extraviado el concepto acerca de la vida del Matrimonio de Nazareth, haciéndoles aparecer como unos potentados rodeados de un lujo de que María ni José conocieron en la pobre y modesta casa de Nazareth.

Ya hemos dicho cómo y de cuántas piezas se componían las casas galileas y cuál era su construcción y arquitectura, y también hemos indicado algo acerca de aquella habitación subterránea que casi todas las casas de alguna relativa comodidad disfrutaban, para contrarrestar los pesados calores de aquellos veranos y los fríos del invierno. Por tanto, describir nuevamente una de las casas de que hemos hablado, sería pintar el pobre y humilde hogar y ajuar de la morada de María, del templo asaz modesto en que tuvo lugar el más grande misterio de nuestra fe, el cumplimiento de la palabra de Dios, realizado en la Santa Virgen y en el más pobre de los hogares, y convertido en templo por grandeza más grande que en la naturaleza pudiera el hombre elevar a su Criador, como muestra de su reconocimiento, amor y respeto a la sublime obra de la Encarnación del Hijo de Dios en las puras entrañas de la Virgen María.

¡La casa de María y José! qué palabra más dulce para los corazones cristianos que la aman y veneran como a nuestra Madre, como corredentora del mundo, nuestra abogada intercesora y salvadora en las penas de la tierra y a quien invocamos con el dulce nombre de Madre de los Afligidos.

Pero aquella casa, no la busquemos hoy en Nazareth; aquella fue transportada milagrosamente a Loreto, y de ella hablaremos en capítulo especial, y no hemos de buscarla en Nazareth, de aquella sagrada mansión, sólo hoy se conserva la cripta, la cueva de la Anunciación, el retirado y silencioso lugar en que se verificó el mayor de los misterios de nuestra santa religión.

Capítulo VII: LA ANUNCIACIÓN.

-LA ANUNCIACIÓN SEGÚN LA PINTURA. -BASÍLICA DE LA ANUNCIACIÓN, SU HISTORIA .-ESTADO ACTUAL. -TALLER DE SAN JOSÉ. -FUENTE DE LA VIRGEN.


Ante el grandioso misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, la pluma, la imaginación, la inteligencia y el corazón, se humillan y miran a la tierra como muestra del temor y respeto que infunde en nuestro pecho el grandioso hecho realizado por la Omnipotencia divina, llevando al seno de una Virgen a su Hijo, al Verbo, Redentor del hombre, nacido de la que había de quebrantar el imperio del demonio y nacer de ella la luz de la verdad.

La palabra es hueca para reproducir, con la magnificencia que sería necesaria para hablar y narrar, describir y pintar el hecho que forma la época, de la partida del nacimiento de la luz, de la realización de las profecías, y para ello copiaremos las inimitables palabras del Evangelista San Lucas, el historiador de la vida de María, quien con estilo admirable y sencillez poética, nos relata de una manera sublime el grandioso suceso.

Pero al hablar de la Encarnación del Hijo de Dios, no puede prescindirse de narrar actos que precedieron al gran misterio, y cuyas palabras transcribimos:

«Por cuanto muchos han intentado coordinar la narración de las cosas que se han cumplido en nuestros días, y cuya tradición nos han dejado los que vieron tales acontecimientos desde su principio y tuvieron el encargo de ser ministros de esta enseñanza, me ha parecido conveniente escribírtelas ordenadamente ¡oh excelente Teófilo!, puesto que he logrado investigarlas con esmero desde su origen, a fin de que conozcas la verdad de las palabras, en que has sido instruido.

»En tiempo de Herodes, Rey de Judea, hubo cierto Sacerdote llamado Zacarías, el cual era del turno de Abbías y estaba casado con una llamada Elisabeth (Isabel) de la descendencia de Aarón. Ambos eran justos a la presencia de Jesús y vivían sin rencilla cumpliendo todos los preceptos y actos de justicia mandados por el Señor, mas no tenían ningún hijo, porque Isabel era estéril y ambos cónyuges ancianos.

»Sucedió pues, que en ocasión en que desempeñaba el sacerdocio ante Dios, tocándole su turno, según la costumbre sacerdotal, que le correspondió por suerte quemar el incienso, entrando para ello en el templo del Señor, mientras que toda la muchedumbre del pueblo estaba afuera esperando a la hora en que el incienso se ponía. Apareciósele de pronto un Ángel del Señor, de pie a la derecha del altar del incienso. Y al verle Zacarías se quedó turbado y tuvo miedo. Entonces dijo el Ángel: No temas, Zacarías, puesto que tu oración ha sido escuchada, y que Elisabeth, tu mujer, al cabo parirá un hijo a quien llamarás Juan, con lo cual tendrás regocijo y gran satisfacción, así como otras muchas que se alegrarán con tal alumbramiento, pues que ha de ser grande en la presencia del Señor; no ha de beber vino ni sidra, estando aún en el útero materno ya será henchido del Espíritu Santo, y convertirá a Dios su Señor a muchos de los hijos de Israel, porque le precederá con el espíritu y la virtud de Elías, a fin de convertir los corazones de los padres hacia sus hijos y los rebeldes a la prudencia de los justos, preparando a Dios de este modo un pueblo escogido.

»Al oír esto le dijo Zacarías al Ángel: -¿Cómo voy a conocer todo esto? -porque yo soy anciano y mi mujer de edad avanzada. Mas el Ángel le respondió: Yo soy Gabriel que está delante del Señor, el cual me envía para decirte esto y darte tan buenas nuevas; pero ya que no has creído en mis palabras, que no por eso dejarán de suceder a su tiempo, vas a quedarte mudo hasta el día en que se cumplan.

»Entre tanto que pasaba esto, el pueblo estaba esperando a Zacarías y extrañaban que tardase tanto a salir de aquel paraje del templo y aún más al ver que al salir no podía hablarles: comprendieron entonces que había tenido en el templo alguna visión. Tuvo, pues, que hablar por señas y quedó mudo. Así pasaron los días de su turno, regresó y a pocos días quedó embarazada Isabel, su mujer, la cual no se dio a ver en cinco meses, diciendo: sea esto en pago del favor que me hace el Señor en estos días librándome del oprobio con que me miraban los hombres».

Tales son copiadas las palabras del Evangelista.

Como se ve, son tres los casos en que el Señor con su gran misericordia tuvo a bien fecundizar a las tres estériles esposas a quienes el pueblo israelita miraba con desprecio por no tener hijos y no dar heredero del nombre de su padre. Estas santas mujeres, a pesar de sus virtudes y merecimientos, eran como decimos víctimas de las burlas de su pueblo y del escarnio por su esterilidad. Ana, madre de Samuel, Ana, la esposa de Joaquín, y Santa Elisabeth, madre de Juan el precursor de Jesús y prima de la Virgen María. Estas tres santas mujeres son los preludios del gran misterio de la Encarnación en una virgen, y las dos últimas están correlacionadas con ésta, por cuanto el Evangelio hace preceder la noticia de la Encarnación del Verbo con la milagrosa relación del embarazo de Isabel y el anuncio de este milagro por medio de Gabriel, precede asimismo la aparición del Arcángel a Zacarías, padre del Bautista.

Llegamos con estos precedentes al momento del gran misterio, al momento en que el Espíritu Santo desciende a la salutación del Arcángel Gabriel a la más pura de las mujeres, a la Virgen de las vírgenes, a la escogida del Señor llena de gracia y de pureza, a la inmaculada y libre de todo pecado, arca santa que había de encerrar en su seno al Hijo de Dios.

Momento sublime, momento en que este mísero planeta debió estremecerse ante la mirada y la palabra de su Criador que lo sacó de la nada para ser escabel de su trono incomensurable, al descender sobre él, y cuya hermosura de paisajes, arboledas y puro cielo, habían de aparecer tan desleídos y borrados como se esfuminan y desvanecen al faltarles la luz vivificante del sol y la llegada de la noche. Atemorizada la naturaleza sabemos se estremeció de espanto ante la muerte Salvador, y quedaría muda, callada, silenciosa y anonadada ante la majestad de la palabra de su Creador que descendía sobre ella para salvar al mundo del pecado, bajando al puro seno de María.

Era la hora de anochecer, según la tradición: luchaban los últimos rayos de la luz con las tinieblas de la noche que surgían del Oriente, la luz del día, el sol con sus resplandores se ocultaba en el ocaso; la noche venía a dominar el mundo, el reinado momentáneo de las tinieblas se imponía, de la misma suerte que las tinieblas reinaban en la inteligencia de los hombres que en su orgullo se habían apartado del centro de luz del Sinaí. Como el que anda entre tinieblas, tentando con las manos ante un camino que no ve, cayendo en los hondos del mismo, y con inseguro paso avanzando tal vez para caer en nuevos precipicios, así los pueblos habían ido cayendo y bajando cada vez en sus creencias y sentimientos de la adoración del Dios del Sinaí, habían caído en la adoración de los astros, de los astros a la naturaleza, de ella a sus habitantes, y por último, a la adoración mística de los irracionales más asquerosos y bajos. Es decir que las tinieblas habían ido condensándose y la luz de la inteligencia humana apagándose y hundiendo en el más grosero sensualismo. No había luz, ésta había de venir para reñir batalla con las tinieblas, con el amigo aliado del espíritu del mal, y Dios en su suprema Sabiduría escogió el momento de la obscuridad material en que se envolvía el mundo, cuando mayor era el campo del dominio del mal, para descender a la tierra con su santa palabra, hiriendo en el corazón y en el dominio de su mando en las tinieblas al espíritu del pecado, para vencerle después en su imperio y dominio del mundo.

En aquel momento en que el alma se acongoja y ve hundirse tras los altos montes la luz del sol, en que sus últimos resplandores se derraman en el cielo, en que la naturaleza calla, la aves se recogen a sus nidos y hasta el viento parece suspender su aliento y calla la arboleda, no susurran las hojas, las flores cierran sus corolas y hasta el río y el mar, en aquella calma, callan y silenciosos dejan de sonar el cadencioso rumor de sus olas y corriente; en ese momento crítico en que la naturaleza parece temerosa de las tinieblas que van a envolverla, en ese momento, dice la tradición, que María oraba, elevaba su espíritu al Creador en el tranquilo reposo y misterioso silencio, aislamiento del exterior, sin que a ella llegaran los ruidos del pueblo, en aquella oculta, sagrada y misteriosa cripta de la casa del Santo Matrimonio, María, como hemos dicho, oraba, elevando a su Creador aquel espíritu tan puro y tan resplandeciente en virtudes y gracia. Allí, encerrada entre las paredes, entre aquellas piedras, más sensibles, tal vez al grandioso acto que iba a verificarse y ser ellas mudos testigos del gran misterio, y más sensibles y tiernas que el corazón de algunos pecadores.., allí estaba María, humilde, y por lo tanto grande a los ojos del Señor, orando en mental elevación de su espíritu que se confundía en mística unión con su Jehová la que era pura y sin mancha.

¡Cómo expresar la pobre inteligencia humana este misterio celestial, cómo pintar con terrenales colores la luz divinal que descendiendo del cielo cayó inundando de claridad eterna a la Madre del Salvador! Ni la pluma tiene rasgos, ni la palabra ideas bastante altas, ni la paleta colores para traducir de una manera digna el más trascendente acto de nuestra santa religión.

La venerable madre Ágreda en su Vida de la Virgen, en un estilo tan poético como lleno de fulgor, nos pinta y expresa este misterio tan grande como inmenso, tan alto como une la majestad y caridad de Dios que en su bondad quiso por medio del sacrificio de su Hijo el dolor de una Madre librarnos de la esclavitud del demonio que perdió a nuestros padres.

Dice la poética narradora de la Vida de María Santísima:

«Obedeciendo con especial gozo el soberano príncipe Gabriel al divino mandato, descendió del supremo cielo, acompañado de muchos millares de ángeles hermosísimos que le seguían en forma visible. La de este príncipe y legado era como de un mancebo elegantísimo y de rara belleza; su rostro tenía refulgente, y despedía muchos rayos de resplandor: su semblante grave y majestuoso, sus pasos medidos, las acciones compuestas, sus palabras ponderosas y eficaces, y todo él representaba, entre severidad y agrado, mayor deidad que otros ángeles de los que había visto la Divina Señora hasta entonces en aquella forma. Llevaba diadema de singular resplandor, y sus vestiduras rozagantes descubrían varios colores, pero todos refulgentes y brillantes; y en el pecho llevaba como engastada una cruz bellísima que descubría el misterio de la Encarnación a que se encaminaba su embajada, y todas estas circunstancias solicitaron más la atención y afecto de la Reina.

»Todo este celestial ejército, con su cabeza y príncipe San Gabriel, encaminó su vuelo a Nazareth, ciudad de la provincia de Galilea, y a la morada de María Santísima, que era una casa humilde, y su retrete un estrecho aposento, desnudo de los adornos que usa el mundo, para desmentir sus vilezas y desnudez de mayores bienes».

Más adelante, después de darnos el retrato de María, y de cuyo retrato y traje nos ocuparemos en otro capítulo, sigue la mística escritora:

«Al tiempo de descender a sus virginales entrañas el Unigénito del Padre, se conmovieron los cielos y todas las criaturas. Y por la unión inseparable de las tres divinas Personas, bajaron todas con la del Verbo, que solo había de Encarnar. Y con el Señor y Dios de los ejércitos, salieron todos los de la celestial milicia, llenos invencible fortaleza y resplandor. Y aunque no era necesario despejar el camino, porque la Divinidad lo llena todo y está en todo lugar, y nada le puede estorbar; con todo eso, respetando los cielos materiales a su mismo Criador, le hicieron reverencia, y se abrieron y dividieron todos once con los elementos inferiores; las estrellas se innovaron en su luz, la luna y el sol, con los demás planetas, apresuraron el curso al obsequio de su Hacedor, para estar presente a la mayor de sus obras y maravillas.

»En las demás criaturas hubo también su renovación y mudanza. Las aves se movieron con cantos y alborozo extraordinario; las plantas y los árboles se mejoraron en sus frutos y fragancia, y respectivamente todas las demás criaturas sintieron o recibieron alguna oculta vivificación y mudanza. Pero quien la recibió mayor, fueron los Padres y Santos que estaban en el limbo, a donde fue enviado el Arcángel San Miguel para que les diese tan alegres nuevas, y con ellas los consoló y dejó llenos de júbilo y nuevas alabanzas. Sólo para el infierno hubo nuevo pesar y dolor; porque al descender el Verbo eterno de las alturas, sintieron los demonios una fuerza impetuosa del Poder divino, que les sobrevino como las olas del mar, y dio con todos ellos en lo más profundo de aquellas cavernas tenebrosas, sin poderlo resistir ni levantarse.

»Para ejecutar el Altísimo este misterio entró el Santo Arcángel Gabriel en el retrete donde estaba orando María Santísima, acompañado de innumerables Ángeles en forma humana visible, y respectivamente todos refulgentes con incomparable hermosura. Era jueves a las siete de la tarde al obscurecer la noche. Viole la divina Princesa, y miróle con suma modestia y templanza, no más de lo que bastaba para reconocerle por Ángel del Señor.

»Saludó el santo Arcángel a nuestra Reina y suya, y la dijo Ave gratia plena Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus. Turbóse sin alteración la más humilde de las criaturas, oyendo esta nueva salutación del Ángel. Y la turbación tuvo en ella dos causas: la una su profunda humildad con que se reputaba por inferior a todos los mortales, y oyendo al mismo tiempo que juzgaba de sí tan bajamente, saludarla y llamarla bendita entre todas las mujeres le causó novedad. La segunda causa fue, que al mismo tiempo cuando oyó la salutación y la confería en su pecho como la iba oyendo, tuvo inteligencia del Señor que la elegía para Madre suya, y esto la turbó mucho más por el concepto que de sí tenía formado. Y por esta turbación prosiguió el Ángel declarándole el orden del Señor y diciéndola: No temas, María, porque hallaste gracia en el Señor, advierte que concebirás un hijo en tu vientre, y le parirás, y le pondrás nombre Jesús; será grande y será llamado Hijo del Altísimo.

«Solo nuestra humilde Reina, pudo dar la ponderación y magnificencia debida a tan nuevo y singular Sacramento; y como conoció su grandeza, dignamente se admiró y turbó. Pero convirtió su corazón al Señor que no podía negarle sus peticiones, yen su secreto le pidió nueva luz y asistencia para gobernarse en tan arduo negocio; porque la dejó el Altísimo para obrar este misterio en el estado común de la fe, esperanza y caridad, suspendiendo otros géneros de favores y devociones interiores que frecuente o continuamente recibía. En esta disposición replicó y dijo a San Gabriel lo que refiere San Lucas: ¿Cómo ha de ser esto de concebir y parir un hijo, que ni conozco varón ni lo puedo conocer? Al mismo tiempo representaba en su interior al Señor, el voto de castidad que había hecho, y el desposorio que Su Majestad había celebrado con ella. Respondióle el santo príncipe Gabriel:, Señora, sin conocer varón, es fácil al Poder Divino haceros madre».

De esta suerte se expresa la Venerable María de Ágreda en su Vida de la Virgen, y de propósito hemos copiado sus frases para que se conozca el estilo y profundo sentimiento que inspiraba las palabras y pensamientos de esta notable escritora, que tanto aconsejó sus escritos y cartas al monarca español Felipe IV. De esta suerte damos a conocer el grandioso acto de la Encarnación.

Viniendo ahora a la verdad evangélica, copiaremos textualmente las palabras del Evangelio de San Lucas, después de referir en el capitulo I el santo retiro de la anciana Isabel durante cinco meses:

«En el sexto mes envió Dios al Ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazareth.
»A una Virgen desposada con un hombre de la casa de David, José; y la Virgen se llamaba María.
»Y habiendo entrado el Ángel donde Ella estaba, la dijo: ¡Dios te salve, oh llena de gracia! el Señor es contigo, bendita tú entre las mujeres.
»Ella, habiéndole oído, se turbó con sus palabras, y pensaba qué significaría esta salutación.
»Y el Ángel la dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios.
»He aquí que concebirás en tu seno, y parirás un Hijo a quien darás el nombre de Jesús.
«Este será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará eternamente en la casa de Jacob.
»Y su reino no tendrá fin.
»Y dijo María al Ángel: ¿Cómo sucederá esto? porque no conozco varón.
»Y el Ángel le respondió: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y así, lo Santo que nacerá de ti, será llamado Hijo de Dios.
»Y sabe que tu parienta Isabel también ha concebido un hijo en su vejez, y la que se llamaba estéril está ahora en el sexto mes.
»Porque nada hay imposible para Dios.
»Entonces dijo María: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y el Ángel desapareció».
Qué escena, qué sencillez, qué diálogo y qué desenlace: la narración, tan bella como hermosa, respira la verdad que expone.

Las expresiones de María la elevan a la altura del misterio que va a realizarse en Ella. El Ángel le habla tres veces y las tres responde Ella: y por cada una de estas respuestas se levanta a la fe y a la inteligencia del gran misterio. Salúdala, habla el Ángel y responde María con su turbación, es decir, con su humildad, fundamento de todas las operaciones divinas. Anúnciale luego el Ángel su divina maternidad y los grandes destinos del Hijo a quien debe dar a luz, y no por esto María se deslumbra: recibe este anuncio más extraordinario que el primer coloquio con el Ángel, con una calma de fe que hace resaltar la turbación primera de su humildad: fe razonable inteligente, como la manifiesta la explicación que Ella pide, según la medida que conviene al testimonio de su virginidad y a la necesidad de su cooperación. El Ángel le da esta explicación, aún más prodigiosa que la cosa anunciada, y María no pide más, lo ha conocido y admitido todo y da su obediencia con humildad y fe igual a la alteza del misterio, cuyo precio realza la única pregunta que ha hecho.

Y este misterio se verifica al momento y el Verbo se hizo carne mediante el acceso a las entrañas de María que le da a la Virgen con su fiat lo que está admirablemente expresado por este desenlace de escena de la Anunciación, y el Ángel se retiró para dar lugar al mismo Dios, con lo cual la palabra del Señor quedaba cumplida y comenzado el gran hecho de la redención del género humano, por la venida del Verbo divino que nacería de una Virgen y tomaría el cetro del Reino que nunca tiene fin.

San Juan compendia de una manera admirable este sublime misterio en las cuatro conocidas palabras: VERBUM CARO FACTUM EST.

Palabras que tienen la grandiosidad, energía y majestad sólo comparables con aquellas del Génesis: FIAT LUX, ET FACTA EST LUX.

Pero estas palabras de San Juan, dice D. Vicente Lafuente, tienen sobre éstas todo lo que va de la Encarnación de Dios a la creación de la materia. Estas constituyen la frase más enérgica y sublime del Antiguo Testamento, las de San Juan son la síntesis del Nuevo.

Inquieren algunos escritores la fecha de un hecho tan importante para la humanidad, el sitio y circunstancias. Son varias las opiniones, y al efecto las consignaremos, con el fin de que sean conocidas y puedan apreciarse en su contenido.

Orsini dice, y con él otros autores, que la Anunciación del Ángel tuvo lugar dos meses después del casamiento con San José, opinión que parece poco probable. Según dicho autor, tenía la Virgen quince anos cuando se casó.

La ya citada Venerable Sor María de Ágreda, dice que el casamiento tuvo lugar el mismo día en que cumplió los catorce anos, y fija la edad de María de la siguiente manera. Después de decir la Venerable que con San Gabriel bajaron muchos millares de Ángeles, como hemos transcrito, añade:

«Era la divina Señora en esta ocasión de catorce años, seis meses y diez y siete días, porque cumplió los años a 8 de septiembre, y los seis meses y diez y siete días corrían desde aquél hasta éste en que se obró el mayor de los misterios que Dios obró en el mundo».

Ahora bien; repitiendo lo que ya dijimos al hablar del nacimiento de María, si esta Señora nació en el 733 o 734 de Roma, como escribe Baronio y Tillemont, es decir, veintiún años antes de la era vulgar, no puede menos de convenirse en que cuando Cristo nació, la Virgen tenía de veinte a veintiún años, y por tanto debieron mediar unos seis años entre su casamiento y el misterio de la Encarnación del Verbo, puesto que la era vulgar data de su nacimiento, aun cuando, como es sabido, en algún tiempo se tomara la fiesta de la Encarnación como punto de partida, lo cual sólo supone nueve mes de diferencia.

Respecto de lo que hemos dicho de la cripta o habitación subterránea en que tuvo lugar el sublime misterio, copiaremos lo que dice un profundo historiador de la vida de María:

«Por lo que hace al aposento particular o gabinete de la Virgen, donde se verificó este gran misterio, es difícil explicarlo dada la estructura de la pequeña casa que se conserva en Loreto con su única ventana; no hay allí señales ni facilidad para un piso alto. Algunas casas de Nazareth, no mucho mayores que la de Loreto, están adosadas a los cerros contiguos, en los cuales tienen añadida alguna extensión de sus viviendas; pero la santa casa no presenta vestigios de esto.

Respecto de este punto, no aparece conforme el autor con existencia de la habitación subterránea, consagrada y venerada como templo devotísimo. Pero hay que tener en cuenta que la parte de casa transportada milagrosamente a Loreto, fue sólo la parte superficial, pero no la habitación subterránea, y al terminar este capítulo y hablar del templo de la Anunciación, ya historiaremos este punto.

Continúa el citado autor diciendo, que con respecto a dicha casa pudo hacerse alguna transformación en ella por Santa Elena, y quizá después por los Cruzados; la piedad que pintó sus muros no fue muy discreta, y la santa casa merecía algo mejor que los anacronismos con que la afearon las brochas de los siglos XIV y XV.

»Supónese que San José tenía el taller fuera de casa; y en efecto, a unos ciento cuarenta pasos de la casa de Santa Ana se designa en Nazareth otro sitio llamado la tienda de San José. Allí se había construido una iglesia espaciosa que arruinaron los turcos en parte, si bien queda una capilla donde todavía se dice misa.

»De todos modos, dadas las proporciones de la casa de Loreto, la Santa Virgen no encerraba aposento aparte; y toda la habitación tenía la altura de unas cuatro varas y media y casi otro tanto de largo, con unas once o doce varas de longitud, formando un cuadrilongo donde difícilmente se podría hacer una pequeña alcoba; si la hubo, hoy no existen vestigios de ella».

No somos nosotros los que damos aspecto de humildad y pobreza a la habitación de María, como contraposición a los anacronismos y exageraciones de los pintores, como desconocimiento del asunto, lugar y costumbres, haciendo casi de la habitación de María un ante gabinete alhajado con artísticos muebles y costosos cortinajes impropios de la humildad y pobreza del matrimonio artesano, y tanto más por estilo y época.

«El paraje donde se verificó el altísimo Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, continúa el citado autor, no podía ser más humilde y más pobre en lo humano, dadas las exiguas proporciones y el modestísimo mueblaje de la santa casa, de Nazareth. Pero la imaginación humana, que se aviene con la bajeza y miseria de la cueva de Belén, donde nació Jesús, parece que rehúsa la analogía de lugar en el momento de la Encarnación; y los artistas cristianos han preferido siempre en este caso seguir su ideal, presentando magníficamente decorado el teatro de este misterio, en vez de atenerse a la desnuda realidad de la modesta y aun pobre casita que en Loreto se conserva con gran devoción y consuelo de los fieles...»


La Anunciación o Encarnación del Señor, ha sido uno de los asuntos que mayor predilección han merecido de la pintura, y si fuéramos a examinar, a describir y analizar la serie de cuadros y representaciones que de este gran Misterio de nuestra religión, se han ejecutado por escuelas distintas, sería asunto, que por sí solo, necesitaría un libro; así es, que sólo daremos noticia de algunos que son estimados como eminentes y representan las tres escuelas principales; la mística, de Fra Angélico, que encierra en sí el simbolismo y la ingenuidad y religiosidad de tan ilustre pintor. El cuadro es una tabla que se conserva en el Museo de Madrid y encanta desde el primer momento en que la vista se fija en él, tal es su belleza e inocente grandiosidad con que el inspirado pintor tradujo al dibujo y al color la grandiosa escena de la Salutación del Ángel. En tres partes iguales puede decirse que está dividido el cuadro, la parte izquierda representa una arboleda, y en segundo término, se ven a Adán y Eva con rústicas vestiduras y unidas las manos en súplica, arrojados del Paraíso por el Ángel, que se ve en tercer término entre el follaje de unos arbustos: el horizonte se levanta por la escotadura que forma un monte y la copa de un árbol, atravesando de izquierda a derecha una ráfaga de intensa luz que penetra en un peristilo que forman las dos terceras partes del cuadro, con arcos latinos y techumbre de nervios pintada de azul con estrellas doradas. El frente, que mira al espectador, forma dos de los arcos, y en cada uno de ellos encuadra una figura: en el primero, el Ángel, que se acerca a María lleno de respeto, las manos cruzadas sobre su pecho. La cabeza es hermosa, rizada cabellera que rodea nimbo estofado de estilo bizantino; alas tímidas y pequeñas que caracterizan los Ángeles de Fra Angélico, túnica rosa con rica fimbria. En el otro arco, María, sentada y teniendo sus pies sobre hermosa alcatifa, que corriendo por detrás la Señora, se levanta en forma de solio sostenido por tres clavos en el muro. María recibe con las manos cruzadas la embajada del Altísimo, y humillada cabeza y mirada, recibe al par el haz de luminosos rayos que atraviesan el cuadro: composición tan llena de encanto inspiración sagrada que llena el ánimo de cristiano encanto: pertenece al año 1417.

Un carácter más estudiado, más composición y algo más desconocimiento indumentario y acomodaticio mobiliario a la época en que Petrus Cristus pintó su cuadro de la Anunciación, y que forma parte de un retablo con cuatro compartimentos; es no menos digno de estudio por su composición y misticismo que respira. Un arco ojival, adornado con estatuillas, encierra la composición. Una estancia con arco de bóveda en plena cimbra, en cuyo fondo se ve una ventana con parteluz y adornos ojivales, otro arco ojival en el que se inscribe una puerta del mismo estilo: en el lado derecho una quilla del siglo XV, sobre la que se ven redomas y otros objetos. En el lado izquierdo, puerta por la que ha penetrado el Ángel que ocupa el lado izquierdo. El Ángel viste túnica blanca, que parece una alba y cubierto con capa pluvial, ricamente bordada, le da una apariencia de un diácono más que de un Ángel, con unas pesadas alas: la cara larga y de corte alemán, con larga peluca, levanta la mano derecha más en ademán de bendecir que de anunciar la fausta nueva. La Virgen, en el lado derecho, recibe de rodillas la embajada del Altísimo, viste negro hábito con toquilla y lleva desnudo el cuello, rostro largo y pelo dividido por raya central en la cabeza. Es una notable pintura, que fuera de los defectos de ignorancia de medio, tiene una mística unción que encanta por la ingenuidad y color: este cuadro pertenece al año 1446.

Del Greco, o sea Domenico Theotocopuli, es otro notabilísimo cuadro que corresponde al año 1548. El asunto está tratado con encanto que este pintor supo comunicar a sus obras. La escena está tratada con mayor fastuosidad. El lado izquierdo le ocupa María arrodillada ante un reclinatorio, arrogante y hermosa figura con rozagante manto y vestido; tiene la hermosa cabeza inundada de luz que baja de un foco luminoso que rompe en el techo con un gracioso grupo de ángeles; en el lado derecho, el Ángel arrodillado sobre una nube, rozagante figura, con túnica y gallarda cabeza, de hermosas alas, extiende la mano comunicando la alta misión del Señor. La parte decorativa es rica y de gran horizonte, con construcciones arquitectónicas y hermoso cielo. Y por último, en el concepto religioso e inspiración santa, ninguno de ellos encierra tanta sencillez y verdad como el del incomparable Murillo, y corresponde a los años 1674. Acerca de él copiaremos lo que dice D. Pedro Madrazo en el Catálogo histórico del Museo:

«Represéntase el sagrado Misterio en la habitación de María, donde aparece ésta llena de gracia, en actitud devota, arrodillada, con las manos cruzadas sobre el pecho, junto a un bufetillo cubierto con un paño, donde estaba leyendo y haciendo oración, después de haber dejado la labor en un canastillo colocado con oportunidad en primer término. El Arcángel, gallardo mancebo alado, con la rodilla derecha en tierra, expone a la elegida su embajada, señalando con la mano izquierda al Espíritu Santo, que está en lo alto en forma de paloma, y por cuyo poder y virtud ha de realizarse el adorable misterio de la Encarnación».

«Enriquecen la composición tres grupos de diez y siete ángeles niños formando bellísimos contrastes sus actitudes, y expresando «afectos de admiración y complacencia».

Este es, en nuestro concepto, el cuadro cuya inspiración es más conforme con nuestro sentido artístico y religioso, y es y será siempre un encanto y maravilla de color y de ejecución tan real como idealista en tan sublime escena.


Después de la Ascensión del Señor, los fieles sus discípulos de Nazareth, testigos muchos de ellos de la larga permanencia de la Sagrada Familia entre ellos, perdiendo la esperanza de volver a ver a la Virgen en la ciudad, no tuvieron ya otro consuelo, como el que se tiene de una persona querida y amada, la conservación de su recuerdo y de aquello que le perteneció o tocó con sus manos o con su uso, los nazarenos como hemos dicho, no tuvieron más consuelo en deseo que la casa que había habitado la Santa Familia y la fuente única del pueblo, que la consagró llamándola la Fuente de la Virgen.

A este fin convirtieron la casa en lugar de oración conservando con diligente cuidado los pobres utensilios de que los Esposos y su divino Hijo se habían servido; después de consignada esta muestra de homenaje, la historia se calla y no vuelve a encontrarse nada acerca de la santa casa en que tuvo lugar el mayor y más sublime de los misterios: todo queda envuelto en el silencio y la obscuridad. Tal vez este silencio y olvido, en medio de las persecuciones levantadas contra la Iglesia, fue un designio sapientísimo como de la Providencia, este olvido y silencio que la protegió contra los enemigos Cristo.

A la noble matrona y heroína de la Iglesia, Santa Elena, perteneció la gloria como otras muchas que la ensalzan en los Santos Lugares, la de hacer surgir de las ruinas y del olvido la santa casa, santuario en que descendió de lo alto el Hijo de Dios.

Nazareth como las demás ciudades de Galilea, había sido saqueada y expoliada; pero allá en un rincón de la ciudad, en un callejón sin salida, había quedado sepultada en sus tres cuartas partes bajo un montón de escombros, una morada cuya misera apariencia debióla preservar de la brutalidad de los soldados siempre deseosos de robo y de violencia.

Mandó Santa Elena excavar en aquel escorial, y tras algunos días de trabajo pudo ponerse al descubierto una antigua casa. No quiso ceder a nadie la gloria de primero entrar en ella. Así lo hizo, en desnudez de las paredes, escasez y pobreza de los muebles, en el altar que todavía empolvado y sucio con los escombros se conservaba en pie, y más que todo en los latidos que agitaban el corazón de la Emperatriz, conoció Elena que había descubierto lo que tanto deseaba.

Inflamada de gozo y animada por su celo y amor a María, hubiese querido revestir de mármoles la santa casa, pero considerando que los mismos escombros la habían guardado y no había sido profanada por impuros simulacros como lo fue el Calvario y el Pesebre de Belén, creyó más conveniente para la piedad de los fieles y que había de herir más sus sentimientos la pobreza en que vivió la Santa Familia, y sirviera de ejemplo y estímulo a los cristianos, a quienes tanto Jesús había predicado la pobreza y la humildad con el ejemplo, Elena dejó la casa tal cual hallóla, y contentóse con restaurar el sencillo y primitivo altar.

No contenta con esto, la Emperatriz mandó encerrar la casa, tal cual se hallaba, dentro de un templo que la cobijaría con el título de la Anunciación. Hizo grabar en su frontis esta inscripción tan breve como elocuente y conmovedora:
HOEC EST ARA IN QUA PRIMO FACTUM
EST HUMANAE SALUTIS FUNDAMENTUM

Inauguróse la basílica y su nombre atrajo muchedumbre piadosa: en los primeros años sólo fue visitada la iglesia de la Anunciación por los cristianos de Oriente, mas bien pronto acudieron los mismos Pontífices y poderosos del Occidente, millares de ilustres casas nobles, y por último, por el Rey de Francia San Luis y los Cruzados.

Cuando este monarca quedó libre, después de seis años de esclavitud entre los mahometanos, sus primeros pasos fueron a Nazareth, para dar gracias a María por su libertad. Llegó precisamente en el día 25 de marzo, fiesta de la Encarnación, y llegó como penitente, no como Rey, oyó la misa que dijo el legado apostólico, comulgó y cumplió el voto que no había podido cumplir en el Calvario; en la casa de la Virgen, y como recuerdo de su estancia y voto, mandó pintar en la parte occidental de la casa, a la Virgen con el niño Jesús y a su lado él, vestido con las insignias reales, teniendo en la mano derecha un hierro como signo de su esclavitud, y en la izquierda, una caña.

Pasan treinta años desde la marcha de San Luis, y a consecuencia del saqueo de Tolemaida, envalentonados los bárbaros con sus victorias, destruyen cuanto encuentran al paso, y entonces la santa casa desaparece, no quedando de ella más que los cimientos.

¿Qué fue de ella, fue arrasada por la barbarie militar como ha sucedido entonces y ahora con monumentos y recuerdos gloriosos de las ciencias, las artes y la fe? No, la santa casa desapareció de Nazareth, hallándosela poco después en Occidente, cual si no quisiera continuar en aquel país dominado por el islamismo, y en el que tanta sangre generosa habían derramado los Cruzados. Desapareció de Nazareth para siempre, quedando sólo la cripta, y trasladándose a Loreto, donde se venera y visita por los cristianos.

Y dejamos ahora este punto de la desaparición de la Santa Casa para examinar e historiar este punto bajo la luz de la fe y de la crítica este milagroso hecho en capítulo especial.

Los sarracenos destruyeron la basílica de la Anunciación, en la que durante nueve siglos habían estado resonando bajo su techumbre las oraciones, cánticos y plegarias del pueblo cristiano de todas la regiones del mundo. La sagrada cripta fue profanada y todas las riquezas saqueadas unas y entregadas a las llamas las demás, que desaparecieron ante las hordas sarracenas.

Consumada la obra de destrucción contra una religión que combatían fanáticamente, no quedó piedra sobre piedra de aquel santuario que odiaban profundamente. El humo del incendio y la profanación quedaron como reliquia de su paso, y sólo la voz del Profeta se oyó en aquel silencioso pueblo, pero no importaba; el santuario, como la fe, no podía desaparecer para siempre allí donde había bajado el Espíritu Santo y encarnado el Verbo Divino. De sus cenizas renacería el santuario, y en efecto, renació y vive en medio de un islamismo menos grosero y más tolerante, pero después de terribles pruebas para los católicos que le han restaurado, librándole de las manos de los opresores.

Pero llegaron los libertadores en el año 1300, los franciscanos al llegar a Nazareth en dicho año, tienen la dicha de poder comprar las ruinas junto con los terrenos que las rodeaban. Al poco tiempo erigen sobre aquéllos una capilla modesta y pequeña, con un no menos pobre y mezquino convento: mas ¡ay! ¡cuántas amarguras tenían que sufrir todavía los hijos de Asís antes de completar la restauración!

Aún no habían pasado sesenta años, cuando los religiosos son arrojados de su provisional asilo, sin que hasta un siglo después puedan volver a tomar posesión nuevamente de su propiedad. Por segunda vez son desterrados en 1542, y por último en 1620 vuelven nuevamente en medio de circunstancias extraordinarias como se verá. Por este año, el P. Tomás de Novara, cuyo nombre va unido a las grandes obras de Tierra Santa, fue nombrado Custodio en Palestina al desembarcar en dicho punto y antes de dirigirse a Jerusalem, quiso atravesar la Galilea y visitar el santuario de Nazareth, que halló convertido en un lugar infecto, guarida de reptiles y alimañas.

Toda la grandeza y majestad de la obra de Santa Elena había desaparecido. Entristécese el P. Novara, en su corazón penetra el deseo de libertar tan sagrado lugar de aquella hediondez, y elevan su vista al cielo, pronuncia aquellas palabras que han pasado a la historia de la santa casa: -Si Dios nos hace la gracia de arrojar de la casa santa al enemigo, ¡de qué felicidad gozaremos y cómo la testificaremos con nuestro reconocimiento!

Llegó a Jerusalem y cayó gravemente enfermo: algo mejor, pero atacado de la fiebre, partió para Nazareth. Nada bastó a detenerle, y partió acompañado del P. Santiago Vendome, recoleto francés, a los pocos días se hallaba completamente restablecido. Dirigiéronse a Beiruth, en donde se hallaba el Emir Falcher-ed-din, con quien había necesidad de tratar del rescate del Santuario; este Emir, que con el tiempo había de ser cristiano, convertido por el P. Vendome, y decapitado en Constantinopla luego más tarde, les recibió amablemente haciéndoles sentar a su mesa. Enterado de la petición del P. Novara le respondió:

-No solamente os concedo lo que pedís, sino que si estuviera en mi mano os daría todos los Lugares Santos, ¡tan grande es el afecto que profeso a los frailes de la Cuerda! Jamás seréis molestados, ni en vuestro viaje ni en la reedificación de la iglesia de Nazareth, por la que yo mismo me intereso. Yo daré órdenes oportunas para que seáis recibidos en todas partes como merecéis y amenazo desde ahora con mi justa venganza a cualquiera que toque a vuestras personas u os cause algún perjuicio. Aquel que colocó el firmamento sobre nuestras cabezas y trazó a los astros el camino que han de recorrer, el verdadero Rey de Oriente y Occidente, el Dios clemente y misericordioso, os conduzca y colme de felicidades.

Retiráronse los franciscanos contentos con estas palabras del Emir, y salieron de la ciudad con una escolta de soldados, y el 29 de noviembre llegaron a Nazareth, y el mismo día el Cadí leyó al pueblo el decreto en que se restituía a los frailes menores el convento e iglesia de Nazareth. ¡Ochenta años hacía que los católicos de aquel pueblo estaban sin iglesia, culto ni altar!

Tomaron posesión de las ruinas y comenzaron a limpiar del mejor modo posible aquel muladar, restauraron del mejor en cuanto pudieron los abrasados muros, y el sábado anterior al IV domingo de Adviento, se cantaron allí vísperas solemnes en medio de la alegría y júbilo del pueblo católico.

Al terminar éstas algunos vecinos de Nazareth refirieron al Padre Novara un hecho verdaderamente extraordinario, al que daban ellos nombre de la Exudación de la Columna.

-Desde muchos años hacía el monolito levantado en el mismo sitio en donde el Ángel anunció a María que sería Madre del Salvador, destila todos los domingos un licor oloroso que se recoge cuidadosamente en lienzos y obra curaciones milagrosas.

No vio el P. Novara en esto sino una piadosa leyenda, pero no tardó en ser testigo del prodigio. No creyendo aún en las palabras del nazareno, se acercó a la columna en el domingo siguiente por 1a mañana, y observó que no presentaba signo alguno de humedad comenzó la celebración en el altar de la cripta, pero al llegar el mento de la consagración el duro granito se reblandeció, y de todos sus poros se escapaba un aceite abundante que esparcía en el templo un gratísimo perfume. Entonces el P. Novara se convenció de lo dicho ante la evidencia del hecho, que hallamos consignado en narraciones.

Salió para Belén el P. Novara quedando encargado el P. Vendome, pero los trabajos y fatigas le hicieron enfermar gravemente tanto, que cuando llegaron los frailes que habían de ocupar el convento, halláronlo casi moribundo. Curó, y a poco tiempo emprendió las obras con mayor empeño, consiguiendo hacerse celdas para los hermanos.

Salió para Europa el P. Santiago con el fin de recoger limosnas para la construcción del convento, y en el ínterin una lucha civil entre los mahometanos, hace huir a los católicos a Tolemaida (San Juan de Acre); se retiraron los franciscanos, y entrando los soldados del Emir en Nazareth, nuevamente caen sobre el convento y la iglesia, arrancando las puertas y saqueando, el convento.

Llegó en tanto el P. Santiago, y nada descorazonado con aquel contratiempo quiso ir a Nazareth, pero apenas se había separado una legua de San Juan de Acre, fue asaltado por una partida de beduinos que le roban y hieren arrojándolo por muerto a una zanja. Pasó la noche, y vuelto en sí al día siguiente, levantóse y encaminó a la ciudad, siendo seguido por un vecino. El médico declaró ser mortales las heridas. No murió, pero durante su vida, conservó abierta en su cráneo una abertura que señalaba la herida.

El P. Santiago, por su parte, se halló envuelto en los acontecimientos más trágicos y el infierno parecía querer dificultar su empresa a todo trance.

En 1638, nueva invasión de los árabes, y los PP. Franciscanos tienen que sufrir nuevas pruebas. La iglesia fue otra vez incendiada y los frailes apresados, atormentados y condenados a muerte. Por un prodigio se salvaron, afirmándose en su amor a no abandonar aquel santuario. Por fin, en 1730 un firmán otorgado por la Sublime Puerta permitió levantar nuevamente la Santa Basílica, y desde aquella fecha hasta el día, la paz y el respeto han imperado ya, en aquellos lugares, sin que nuevos atropellos hayan puesto en peligro la vida ni la existencia de los hijos de Asís ni del Santuario.


El nuevo templo de la Anunciación, sería admirado en Europa por su belleza y buena construcción: aun cuando su arquitectura es humilde, parece que las artes de consuno hayan procurado esmerarse en embellecer la casa de María, el Santuario del más grande de los misterios de nuestra redención, pero la obra no peca de majestuosa.

Su planta es la de un rectángulo de 22 metros por 17 de anchura, y está orientada de Sur a Norte: divídese en tres naves, resultando la central muy alta en relación con la longitud del templo, ofreciendo por esta razón, una forma extraña por la desproporción. El coro está muy elevado sobre el pavimento del templo y se sube a él por dos escaleras de quince gradas, de mármol blanco, con barandilla de hierro. Debajo, en el centro del muro, entre ambas escaleras, se abre el arco que da entrada a la santa cripta. Sobre la bóveda de ésta y junto al antepecho del coro, se levanta el altar mayor dedicado al Arcángel Gabriel, su forma es la piramidal, y todo él de mármoles de colores, bastante bien combinados: el pavimento del templo también lo es de mármol. Detrás del altar se halla el coro con sencilla sillería de madera, en el fondo se ve un cuadro de grandes dimensiones representando la Anunciación: el órgano es hermoso y fue costeado por España, Austria, Baviera y Venecia, en cuyo punto fue construido en 1880.

La construcción de la actual Basílica es distinta de los anteriores, pues orientábase aquél de Oeste a Este, teniendo en este punto la portada de ingreso, por cuya disposición la sagrada cripta correspondía a la nave lateral del Norte: al abrirse hoy la portada en la parte Sur, permite que desde la puerta se vea la arcada de ingreso a la escalera de la cripta bendita.

Por lo hermosa y acabada idea que da del antiguo templo, copiaré la descripción que de él hizo Focas antes de la- expulsión de los Cruzados:

«La casa de San José está transformada en magnífica iglesia: a la izquierda, junto al altar se ve una gruta, no excavada en las entrañas de la tierra, sino poco profunda y de inspección fácil. La entrada está adornada de una taracea de mármol blanco. Un pintor ha representado además al Ángel suspendido en sus alas junto a la Madre Virgen, saludándola con la buena nueva: ella hila con gravedad la lana, el Ángel parece hablar. Se ve aquí a la Virgen, turbada por el sorprendente espectáculo, deja caer la lana purpurina, y volviendo el rostro, salir despavorida de su cámara: después se la ve encontrar una vecina, amiga suya, y abrazarla tiernamente. Penetrando en la gruta, y descendiendo unas gradas, se contempla esta antigua casa de José, en la cual la Virgen, al volver de la fuente, fue saludada por el Arcángel. El punto preciso donde tuvo lugar la Anunciación está señalado por una cruz negra incrustada en una lápida de mármol blanco, sita bajo un altar; a la derecha una celdita señala el lugar favorito de la Virgen; en el mismo lado hay una pequeña cámara, privada de luz, en la cual se dice habitó Jesús desde su regreso de Egipto hasta la muerte del Precursor». (Juan Phocas, De locis sanctis).

Tal es la hermosa y sencilla descripción que hemos copiado para conocimiento de cuál estaba el templo y cripta antes de su destrucción.

Y esto relatado, descendamos por la amplia escalera que conduce a la misteriosa cripta de la Anunciación y que consta de diez y siete escalones. Antiguamente, antes de la destrucción de la basílica, sólo eran seis, pero los escombros del templo y la elevación del suelo de la nueva iglesia los han aumentado, resultando hoy la cripta mucho más subterránea que en el año 1638. Esta escalera está colocada entre las dos de que hemos hecho mérito, y al llegar a la octava grada nos encontraremos con dos piedras negras colocadas en las paredes laterales, revestidas de mármol blanco, aquéllas señalan límite de la santa Casa de María que en tal punto termina al Sur por el opuesto se unía a la gruta.

Bajemos otras seis gradas, y nos hallaremos con una capilla rectangular, llamada del Ángel, cuyo espacio y el de los seis escalones, encerrábase en la casa de María. Al llegar a este punto, el corazón late emocionado y el temor detiene nuestros pasos, la impresión religiosa nos domina y con miedo pisamos aquel espacio de la tierra que encerró el más grande de los misterios del Altísimo y la hermosa y pura de las Vírgenes, madre del Redentor. En el fondo vense dos altares dedicados al padre de María, San Joaquín, y el segundo al Arcángel Gabriel. No podemos pasar de este punto sin pensar en la salutación de aquel hermoso Arcángel y en el temor de María al escuchar el Ave gratia plena. En este punto los latidos del corazón baten las paredes de nuestro pecho y oímos distintos sus golpes en medio del solemne silencio que nos rodea. Un arco ojival da ingreso a la cripta por medio del descenso de dos gradas más.

Penetramos en la santa mansión, en el obscuro recinto a que descendió el Verbo para encarnarse en María, nada vimos en el primer momento, luz oscilante de las lamparitas de plata que iluminan aquella obscuridad, mármol reluciente y menos blanco que la pureza de la que habitó en aquella cripta, nuestros oídos zumbaban, y lo único que hay en el corazón humano, lo único que puede salir de un corazón católico al penetrar en el santuario, es doblar las rodillas y la cabeza, besando aquel suelo santificado por las pisadas de María Santísima, la Madre bienaventurada del Salvador del mundo.

Cumplida esta salutación del devoto al lugar en que fue María saludada por el Ángel, examinemos la santa cripta tal como hoy se halla. En la parte izquierda de la cripta, entrando en ella, y próximas al muro y entre sí, se ven dos gruesas y antiguas columnas de granito obscuro: la más distante y situada al Norte, presenta una extraña singularidad. Su fuste se halla partido, quedando un espacio entre ambos pedazos: uno se apoya en el suelo, y el superior, mucho más grande, pende de la bóveda, en la que está encajado; el espacio que media entre ambos pedazos de la columna, mide unos sesenta centímetros.

La rotura de este fuste data de 1638, cuando el saqueo y el incendio del templo y del convento: creyendo los bárbaros que la columna era hueca y encerraba algún tesoro, la rompieron a martillazos, sin resentirse el trozo superior encajado en la bóveda, quedando suspendido, como al presente se ve. El pueblo atribuye esta suspensión un milagro, mas los franciscanos lo explican físicamente, y con el fin de perpetuar el recuerdo, la han sujetado por la parte superior con unos hierros que impiden su caída, que pudiera ocurrir por cualquier accidente físico.

No lejos de ella se levanta entera la columna entre aquella y el altar.

Dice la tradición desde antiguo transmitida entre los cristianos, que la primera, la cortada, señala el sitio que ocupaba la Santa Virgen en el momento de la aparición del Ángel, y la segunda, el en que puso los pies el enviado del Señor para comunicar a la Virgen la fausta nueva. Esta tradición la consigna Izumeno, opinando así en la creencia.

El pueblo católico de Nazareth las venera profundamente, especialmente la primera, que besa con efusión y cariño, y los hombres la ciñen con sus fajas y tocan con sus ropas, llenos de hermosa y profunda veneración. Las denominan los nazarenos columnas de Virgen María y del Arcángel Gabriel, siendo objeto de la veneración aquel pueblo tan sencillo y entusiasta por María y por la santa cripta cuyas paredes están revestidas de mármol blanco y la cúpula o bóveda conserva su forma primitiva, pero encalada por un mal sentido artístico.

Frente a la entrada, en la parte Norte de la gruta, levántase un altar también de mármol de buena construcción, y adornado con cuatro columnas de hermoso mármol verde, y el cual está consagrado a la Encarnación. La mesa del altar está abierta, libre, y debajo de ella y pendiente del tablero, se ven numerosas lamparitas de plata siempre ardientes, costumbre peculiar de Palestina en esta colocación de las lámparas, iluminando las armas de Jerusalem incrustadas con negra cruz sobre el mármol del pavimento, cruz a la que debía indudablemente referirse Focas al decirnos una cruz negra, y en el frontis del muro que cierra por el interior debajo del altar, la inscripción HIC VERBUM CARO FACTUM EST

En el altar, en su hornacina, campea orlado por marco de plata un hermoso cuadro del celestial misterio, pero por una imitación del arte bizantino, la Virgen ostenta sobrepuesta a la pintura corona y collar de pedrería y oro, lo propio que la que cubre la cabeza del Arcángel, desgraciada imitación que desentona el conjunto y hermosura del cuadro.

El altar no viene adosado al muro, sino que se levanta en medio de la gruta dividiéndola en dos partes distintas, y se franquea la segunda por una puertecilla en el lado de la Epístola y a la que se llega subiendo dos gradas. El interior de ésta es más pequeño, y conserva el primitivo estado, es decir, la roca desnuda de todo adorno y sin más luz que la de lámpara que la ilumina: en la parte Sur se ve otro altar con la advocación de San José que respalda con el de la Anunciación que hemos descrito, el cuadro representa la aparición del Arcángel a San José en sueño y ordenándole huir a Egipto con el Niño Jesús y María.

Una puertecilla abierta en la roca da comienzo a una escalera de catorce gradas y labrada toda ella en la peña, se entra a otra gruta obscura labrada también en la peña y cuyo destino en la casa del santo matrimonio se ignora, aun cuando muchas son las conjeturas que sobre su destino se han hecho: se cree que era un departamento de la casa que bien pudiera ser despensa o leñera, y al cual se ha denominado Cocina de María, por la leyenda tan piadosa como deseosa de conocer todos los detalles de la morada de la Madre del Salvador del mundo.

Los testimonios fehacientes, la universal tradición desde los primeros tiempos del cristianismo que han venerado este lugar como el habitado por María y la Santa Familia, la veneración de los habitantes de Nazareth desde la muerte de Jesús y la conformidad tan matemática que se nota con la topografía, que se ve en todas las descripciones desde las más remotas épocas y la exacta disposición antigua con la actual, hacen incuestionable este punto de nuestra creencia ante los argumentos de los filósofos y escépticos acerca de la autenticidad de la sagrada cripta.

Después de orar en aquel incomparable santuario, cuando el alma está llena de la alegría de haber visitado aquel privilegiado lugar del mundo, cuando nuestra frente ardorosa se ha refrescado con el frío del mármol de la cueva, cuando aquel calor que el cariño, la fe, y la veneración llevan de nuestra mente al corazón para hacer tallar en nuestros labios las palabras del Ángel: «bendita Tú eres entre todas las mujeres» y pedir, ruega por nosotros pecadores, con los ojos arrasados en lágrimas de amor y de arrepentimiento por nuestras culpas, que llevaron al Calvario con la cruz inmensa de nuestras culpas al Hijo amado y destrozado el corazón de la Virgen Madre, cuando llenos de fe y confianza la invocamos en tan santo lugar, parece que el consuelo llena nuestra alma y se acrecienta en ardiente llama el amor a María y nos sentimos con mayor fuerza para conllevar las fatigas del mundo y esperar en su caridad y amor para con los desgraciados. Entonces, fortalecida nuestra alma, avivada nuestra fe y aumentada nuestra esperanza, con qué alegría salimos de la santa cripta, con qué consuelo se llena nuestro corazón, y nos creemos felices, y lo somos, por el consuelo que hemos hallado al confesar nuestro dolor con la Madre del consuelo, con el refugio de los pecadores, con la eterna salud de los enfermos del alma y cuerpo. ¡Cuán breves nos parecieron aquellos momentos, cuán rápido nos pareció pasar el tiempo en aquel espiritual coloquio con la Reina de los Ángeles, y con cuánta pena abandonamos aquel sagrado recinto por el que en el deseo de visitarle se había pasado una vida llena de esperanza en conseguir tal dicha. Pero la esperanza se realiza, nunca los buenos propósitos, cuando con fe se sostienen, son denegados por Dios ni su santa Madre, y la esperanza se convirtió en realidad más hermosa todavía que cuanto pudo soñar el alma creyente y deseosa de este sagrado e inefable placer de besar y humillar la frente bendiciendo a María en el mismo lugar en que fue consagrada Madre del Verbo Divino.

Con pena, con dolor se abandona aquella sagrada estancia tan hermosa, tan inspiradora en medio del silencio y calma que reina en torno nuestro, alumbrada con oscilante luz por las hermosas lamparitas, que con su metal blanquísimo, como las paredes de la cueva, reflejan con vislumbre celestial su luz en aquellos pulidos y bruñidos mármoles. Aun quitando el santo recuerdo de la Visitación, y dejando sólo el misterio y dulce ambiente del templo cristiano, la impresión que en mi alma producía era tan dulce y tan parecida a la impresión de felicidad, calma y alejamiento del mundo, que produjo en mi ánimo la cripta de las Santas Masas en el derruido monasterio de Santa Engracia, en Zaragoza. Dulces impresiones de religiosa felicidad, que sólo siente el alma cuando el ambiente que la rodea está lleno de dulce misterio de la fe y del sacrificio por el bien humano en espíritu de caridad y amor como el que aquí se respira, siente y abrasa el alma en fuego purísimo de amor y veneración a la Reina de las Vírgenes y de los Mártires de la fe, de la víctima propiciatoria del Calvario.

Volvimos de nuevo a la iglesia, de la que ampliaremos en parte su principiada descripción. Ya dijimos que la altura de la nave era desproporcionada con la longitud del templo y ahora añadiremos, que posteriormente a su nueva construcción, se ha modificado aquella nota arquitectónica discordante.

El P. Cipriano de Trevico, franciscano tan docto como piadoso y comisario de Tierra Santa en Venecia, estaba disgustado sobremanera del gusto artístico y por la desproporción del templo de Nazareth, y se empeñó en hacerla desaparecer. A su vuelta a Italia hizo un llamamiento a los devotos y bienhechores de Tierra Santa esparcidos por Europa, y consiguió la cantidad necesaria, comenzando la obra en 1877. Se prolongaron diez metros más las naves del templo, haciéndose la fachada de estilo original muy agradable a la vista, con piedra elegante y artísticamente tallada.

No contento con esto, envió dos altares de mármol de Carrara que ocupan dos laterales, dedicados uno a Santa Ana y otro a San José, que so n dos preciosidades. El de San José está coronado por una estatua colosal del Santo Patriarca, teniendo en sus brazos al niño Jesús, niño de una hermosura incomparable que encanta y arrebata su contemplación. Hermosura e inspiración del artista tan admirable, que no sólo encanta y embelesa a los católicos, sino que arrebata e impresiona a los mismos musulmanes, tan enemigos de representaciones corpóreas humanas, que quedan como en éxtasis ante aquella inspirada obra de arte. Esta hermosa estatua ha sido donativo de los peregrinos franceses de la Peregrinación de la Penitencia en 1882.

El cuadro que adorna el altar de Santa Ana, es donativo de Francia y muy hermoso. Santa Ana parece comprender el tesoro que el cielo le ha concedido, y enseña a su hija con un amor mezclado de respeto. El pintor ha sabido dar a la niña María el tipo ideal de la que ha de ser Madre de Dios, y la ha exornado con el pintoresco traje de las mujeres de Nazareth. No es menos hermoso el altar de la Virgen el Rosario, cuya bella y hermosa estatua que la corona, fue regalo del Emperador de Austria Francisco José.

La prolongación de las naves hizo necesaria la construcción de un nuevo campanario, en el que se han colocado cinco hermosas campanas, cuyas hermosas vibraciones resonarán en los ecos de aquel encantado valle.

Al hacerse las obras, un día tropezó el azadón de un obrero con una antigua y magnífica columna procedente de la primitiva basílica construida por Santa Elena. Cinco metros mide de longitud, y los franciscanos la han restituido a su antiguo pedestal, y sobre ella se ha colocado una estatua en bronce de nuestra Señora de Lourdes, regalo del cura de la Magdalena de París.

Réstanos ahora, tan sólo decir algo acerca del Taller de San José, que vulgarmente se cree que estaba en la misma casa en que habitaba el santo matrimonio, y no obstante la tradición señala e indica que estaba en otra casa distante unos ciento cuarenta pasos de aquélla. Sobre el lugar del taller del Santo Patriarca se ha levantado una iglesia de feo y pobre aspecto, sin condición alguna de edificio religioso, y que deja frío al que le visita. Este templo, dice Barcia en su Viaje a Tierra Santa, ocupa el lugar de la antigua iglesia de los Cruzados y desfigura los pocos restos que quedan de ella. La iglesia de los Cruzados probablemente destruiría y desfiguraría los restos de alguna otra construcción más antigua que había destruido y desfigurado a su vez uno de los lugares más dulcemente venerables de la tierra, el sitio en que Jesús niño y joven había trabajado en compañía de San José. ¡Triste condición de las cosas humanas!

Al hablar de esta modesta capilla, escribe Bourassé en su Viaje a Nazareth estas hermosas palabras:

«La visita de esta pobre capilla me ha conmovido hasta el punto de sentir correr mis lágrimas: en este sitio creció el Hombre Dios, ocupado en trabajos manuales bajo la dirección de su padre adoptivo; aquí donde manos divinas se ejercitaron en rudas tareas, donde Jesús manejó los instrumentos de penoso oficio, aquí fue ennoblecido el trabajo y santificado el sudor del pobre que gana con fatiga el pan de cada día. ¡Sublime enseñanza harto olvidada en un siglo en que domina a tantos hombres la pasión insaciable de la codicia!»

Saliendo de Nazareth en dirección al Thabor y a corta distancia del pueblo, se encuentra el viajero con otro monumento de perdurable memoria: la Fuente de la Virgen. Desde los más antiguos tiempos fue conocida con este nombre la única fuente que tiene la antigua ciudad, y a ella iba la Virgen como las demás mujeres para surtirse del necesario elemento de la vida. La construcción es antiquísima: fórmale un pequeño edificio con cubierta a dos aguas, y en el frente un arco de piedras no muy bien unidas en forma de bóveda, debajo de la cual y en el muro se abren seis caños que vierten en pequeño pilón en forma de abrevadero. Cuando por ella pasamos vimos muchas mujeres jóvenes y entradas en edad, que con clara y fresca charla llenaban los estrechos y altos cántaros. No tomando parte en aquella tertulia una mujer joven bien parecida, pues es raro hallar mujeres feas en Nazareth; esperaba sentada teniendo el brazo derecho apoyado sobre el reluciente cántaro de simpático color y un pequeño niño de unos tres años recostado sobre la falda de su madre. La cabecita hermosa y de finas facciones miraba como asombrado los trajes europeos, y su madre con benévola sonrisa nos miraba como riéndose del asombro del pequeñuelo. Era un grupo encantador embellecido por la luz del ocaso, y que nos hacía pensar en que algunas veces María y el divino Jesús habrían ocupado aquellas piedras en parecidas actitudes tan hermosas como sencillas esperando el poder llenar el cántaro con la límpida agua que había de apagar la sed del Redentor del mundo.


VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo VI: VIAJE A NAZARETH DEL SANTO MATRIMONIO.