VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo VIII: RETRATO DE MARÍA.

Capítulo VIII: RETRATO DE MARÍA.

-SUS IMÁGENES SEGÚN LA PINTURA. -CUÁL ERA EL COLOR. -TRAJE DE MARÍA.


¿Poseemos retratos, copias del rostro de María de una manera cierta y positiva, datos que nos comprueben la autenticidad de los retratos de la Virgen que se dan y pretenden pasar por verdaderos? No.

El catolicismo no ha pretendido tener retrato de la Madre de Dios, si la tradición ha dado y la fe tomado por verdaderos, sin que para ello haya fundamento en que apoyar esta creencia, y a San Lucas se le han atribuido muchos de ellos, pero conócese entre éstos manos distintas y ejecución diversa, y más, que ningún parecido tienen entre sí, la Iglesia no los ha declarado como a tales, ni la crítica histórica y artística los ha adoptado como obra del santo Evangelista.

¿Cómo puede y debe representarse a María? La Iglesia, con su buen sentido artístico y concepto estético que ha formado de la que es todo belleza y hermosura, ha supuesto y representado siempre a la Virgen como modelo de hermosura física, a la que era prototipo de todas las bellezas espirituales, pero esta representación difiere en cuanto a las circunstancias y momentos de su vida en la que se le pretende representar.


Muy cierto es, que fuera de lo cierto y lógico andaría el pintor o escultor que pretendiera corporizar a la Madre del Redentor de igual manera al pintar la Concepción, que a la Madre desolada al pie del Cruz; María, representada en su huida a Egipto con el Niño Dios, no debe ser la María que contempla a su Hijo en las bodas de Canaán o al pie de la piedra de la predicación. En el primer momento, en que se pretenda representar a la Niña inmaculada, lo será por la edad, por la ingenua pureza de su adolescencia, y como a tal la representó Murillo en su incomparable cuadro, en que brilla la inocencia infantil con el dulce arrobamiento con que contempla la gloria que la rodea y la luz divina que la inunda. Aquel hermoso rostro de pura y aniñadas facciones, aquel manto azul cual el cielo, aquella blanca nítida túnica, y la extendida rubia cabellera, que cual manto de oro cubre su cabeza y espaldas, es la verdadera representación del TOTA PULCHRA EST MARÍA. En aquel cuadro, Murillo, el pintor de la Sagrada Familia, el místico autor de tantos y tan hermosos cuadros de carácter religioso, y del en que poetizó los encantos de la Santa Familia, supo, cual pocos, interpretar el sentimiento católico de la Pura e Inmaculada Concepción.

Otro pintor no menos conocido, y cuyas obras de tan místico sabor son encanto del católico y del artista, Juan de Juanes, pintó también a María en el misterio de su Inmaculada Concepción; respira este cuadro, este retrato de la Virgen, mayor unción, si cabe, que el de Murillo. El artista valenciano, elévase más, si se quiere, en el concepto espiritual, y su retrato de María aparece tan bello como ideal pero de una belleza diferente de la de Murillo. Ya entre ambas obras no encontramos semejanza de un rostro con otro, es distinto su corte y facciones, y no obstante, uno y otro respiran el verdadero sentido estético, responden al fin humano del arte inspirado en las verdaderas fuentes, y uno y otro cumplen el precepto de aquél, embellecer lo bello.

Cuéntase, respecto de Juanes, una leyenda acerca de la pintura del retrato de María, como producto de una visión de un padre dominico, que dio detalles del aspecto del rostro de María, que ha visto en uno de sus éxtasis: y cuéntase, además, que Juanes comulgaba antes de tomar el pincel para adelantar su obra de la representación de la Madre de Dios. Así, pues, los retratos o pinturas que de María Santísima poseemos, no pueden pasar por retratos de la divina Señora, sino representaciones más o menos afortunadas de aquélla, según la inspiración o concepto formado en su mente de la representación más bella y sublime de María, según su ver en arte, sentimiento y fe.

A partir de esa base, vemos Inmaculadas rubias de dulces facciones y angelical mirada, como todas las ejecutadas por artistas españoles: con un tipo más marcadamente sajón, con los detalles de una hermosura de los países del Norte, vemos otras representaciones muy distintas de las que hemos hecho mérito, y no ha muchos años que en esta ciudad tuvo gran éxito y circulación asombrosa un cromo copia de una Concepción, que si hermosa y correcta, carecía de la unción y espíritu religioso que animó el pincel de los artistas españoles, y resultó, aun en medio de su innegable belleza, de su espiritual fisonomía, demasiado humana; veíase más a la mujer que a la Virgen; veíase más la belleza terrenal, que la hermosura espiritual que resplandece en aquellas otras obras.

Pero esta espiritualidad, esta pureza de la Niña, no resultará nunca la misma que debemos ver y comprendemos en el acto de su gloriosa Asunción en cuerpo y alma a los cielos y en el momento de su coronación como Reina de Cielo y tierra. En esta representación es el alma triunfante que asciende en busca de su Criador llena santa alegría, rodeada de inmensa gloria, y allí cabe perfectamente una nueva representación del bello rostro de María circundada de gloria con su hermoso ropaje recamado de flores, cual la vio David, con orlas de oro y preciadas labores, rodeada de esplendente fulgor, de luz suave, dulce, que en medio de su refulgencia no hiere, sino atrae, sirviéndole de corona doce centelleantes estrellas y descansando sus pies sobre la luna, mísero pedestal para su gloria, como la representa el Apocalipsis y en la gloria contemplaba el Evangelista Juan, en el capítulo 12, vers. I del Apocalipsis.

Así, pues, si contemplamos el inmenso caudal de retratos y representaciones del rostro de María, hallaremos tal variedad a partir de los frescos que la representan en las Catacumbas, del Ambón de Atenas, de las pinturas y esculturas bizantinas hasta nuestros días, ya con las obras de Bouter-Vekc, Van-Eych y otros de las escuelas alemanas para venir luego a las italianas y españolas, hallaremos la más inmensa variedad de tipos de belleza, según la del país en que ha sido representada.

Por esta razón dijimos al comenzar este capítulo que no poseíamos ningún retrato auténtico de María, como no lo poseemos José, de Joaquín, Ana, Moisés, Aarón, David ni Salomón, sino por meras descripciones que aquellos personajes se nos haya hecho, conste en libros. Mas no por esto la Iglesia ha dejado de admitir y autorizar la devoción y amor de los católicos a todas estas representaciones, que como bellas e inspiradas en el amor de María, son dignas de la estimación de la Iglesia, protectora siempre de las bellas artes, en todo en cuanto éstas han interpretado el amor, devoción y entusiasmo por María en sí y en sus innumerables advocaciones con que el amor a sus hijos ha hecho su abogada y amoroso amparo.

Por eso hemos dicho y repetimos con D. Vicente Lafuente: «El catolicismo no ha pretendido tener verdaderos retratos de la Virgen, y si algunos han pasado como hechos por San Lucas, ni éstos son parecidos entre sí, ni la Iglesia los ha declarado tales, ni la crítica católica ha callado sobre este punto».

La antigüedad de algunas imágenes y esculturas, podría darnos mayor fe por la aproximación a los tiempos de María, y las pinturas últimamente descubiertas en las Catacumbas de Roma, nos han da un antiguo trasunto del retrato de la Virgen, pero sin que en él podamos tomar de verídico del mismo más que la antigüedad.


Esta misma razón, la de lejanía en los siglos, ha sido causa que se haya pintado a María muy morena, y hasta se le haya querido pasar por de color negro, tomándolo del color de antiquísimas imágenes como sucede con la de Montserrat en Cataluña, y la de Campanar en Valencia. Pero este accidente puramente pictórico, no puede ser tomado en consideración mas que como una prueba de antigüedad por la materia del encarnado o estofado de las mismas. Estas imágenes, aun cuando antiguas, su antigüedad no pasa hasta hoy comprobada por la critica histórica, más allá del siglo XI. Este colorido moreno, mejor dicho negro, reconoce por causa no hecho intencional ni concienzudo al encontrarlos de aquel color, sino la influencia atmosférica que obró sobre la pintura del rostro. Como se empleaba el minio o el bermellón para dar color al rostro mezclándolo con el blanco u óxido de zinc, estos metales, al oxidarse con la humedad, tanto más cuanto que estas esculturas, toscas en su mayor parte pertenecientes a la época visigoda, fueron ocultadas y enterradas por los cristianos al verificarse la invasión sarracena, con el fin de evitarlos de una profanación, hizo que esta permanencia en lugares en que la humedad obró sobre las pinturas metálicas se oxidaran y ennegrecieran por esta causa, notándose ese negro abrillantado de reflejo metálico: ennegrecimiento que no sólo se nota en el rostro, sino también en las partes del estofado en que entró el blanco de zinc.

Así es que la opinión que sustentaron algunos de que la Virgen fue de un moreno casi negro, lo ha sido apoyándose en varios pasajes del libro de los Cantares, en especial en aquel en que dice la esposa «negra soy, pero hermosa», dando por razón «que la ha tostado el sol», pero estas mismas palabras que siguen, ni son aplicables a la Virgen, ni las anteriores pueden tomarse literalmente acerca de que traten de María.

La critica arqueológica cristiana ha demostrado la causa física del color de aquellas imágenes de María, lo propio que sucede con crucifijos de la misma época, en que resulta Jesús colorado con ese negro también por la misma causa citada, y nadie ha creído ni hallado elemento en que fundar aquella opinión.


Réstanos ahora hablar del traje de María, del verdadero traje que usó y llevó durante su vida, que fue el de las mujeres de Nazareth: la pintura ha desfigurado a María vistiéndola con los trajes de la época en que ha sido pintada, y así la vemos ora con el traje romano, ya con el bizantino, ya con el traje de la época ojival, con el traje de la época flamenca y llegando a los tiempos del Renacimiento, y en especial de la dominación austriaca en nuestra patria, que se introdujo en las imágenes de María la forma acampanada del traje con las vestiduras de brocado, los mongiles, el miriñaque y las coronas imperiales.

Todos estos trajes son acomodaticios, son modas las distintas variaciones de la parte indumentaria. Quien vea las imágenes de la época bizantina con sus túnicas y mantos recamados de orlas de oro con ricos estofados, formaría la idea de una dama de fastuosa riqueza, y lo propio sucede con las de la época gótica, con su peinado de bandós, redecilla cuajada de perlas y con ricas pieles que bordan sus trajes, desvirtuado así el concepto de la humildad y modestia, pobreza y honestidad que debe resplandecer en la imagen de María.

La época del Renacimiento llega hasta a presentarla con descote en su traje, o con una realidad tan realista, como la presenta Rafael en su cuadro tan hermoso en su factura como lo es el de la Virgen de la Silla: en él, el traje es muy diferente, sujétase algo a la antigua indumentaria, pero no es el propio de las nazarenas, de cuya ropa basta hacer la enunciación para comprender de cuán distinta manera es la vestidura de María, según el que usaban y usan en la actualidad las mujeres de Nazareth.

Sabido es lo apegados que son a lo tradicional, a lo histórico los pueblos lo mismo en costumbres que en trajes, ceremonias y fiestas, y lo que lo son los pueblos orientales, tanto, que las ropas y modas, artefactos y construcciones, son hoy las mismas que en los tiempos de María y José.

Consiste el traje de las mujeres nazarenas en una túnica ceñida con un cinturón blanco, sobre los hombros una capa también blanca y cubre su cabeza una toca de igual color, plegada y arrolla en forma de turbante. El poeta Lamartine en su viaje a Oriente, manifiesta su sorpresa al encontrar a las mujeres de Nazareth vistiendo el sencillo y elegante traje azul y blanco que se remonta a los tiempos de los patriarcas. Posteriormente, los pintores, como hemos indicado, ya por estética, ya por capricho, invirtieron los términos determinando en sus pinturas la túnica blanca y manto azul como la vemos representada a María en muchos cuadros, pero con corte y forma distinta del traje propio de las nazarenas.

Durante la Edad Media se conservó el hecho indumentario de la capa blanca propia del país, y tanto era el influjo de esta verdad y conocimiento en la Edad Media, que muchos de los institutos religiosos como los Premostratenses, a cuyo fundador San Norberto dio hábito blanco la Virgen, y en nuestra patria, San Pedro Nolasco le dio también a sus religiosos de la Merced, a pesar de ser unos y otros, canónigos agustinianos, y alguna otra orden que no citamos por conocidas de nuestros lectores. Unos y otros la han usado como recuerdo de la blanca capa de María, como memoria del humilde traje que vistió la que había de ser Reina de los cielos, la Madre del Salvador. Vestido que expresa mucho mejor en el concepto de la Esposa de José el carpintero, que los fastuosos e impropios de época, estilo y carácter con que el arte por un lado y la piedad tan sencilla en su amor a la pura Señora han pretendido adornarla. Bueno sería que los artistas se inspiraran en sus obras en lo que la historia y la tradición admitida tácitamente por la Iglesia nos dicen acerca de este punto, devolviendo a María en su ingenua belleza la propiedad en sus vestiduras tan hermosas, artística e históricamente consideradas. Mucho ha hecho ya la Iglesia en este sentido rectificando errores nacidos de la imaginación popular y que pudieran ser nocivos a la pureza de la fe, y bueno fuera que aquéllos, los artistas, coadyuvaran con sus trabajos la noble empresa acometida por la Iglesia para depurar de errores el concepto artístico de María, pura fuente de toda hermosa y santa inspiración de belleza.

No es hoy por hoy la pintura religiosa la más favorecida por los artistas, y no lo es en nuestro concepto, porque no conocen la belleza que los pasajes de la vida de María encierran, y que de por sí son cuadros bellísimos que con poco esfuerzo podrían traducirse de la belleza escrita a la hermosura plástica.

Capítulo IX: VIAJE DEL SANTO MATRIMONIO A AÍN, RESIDENCIA DE ISABEL Y ZACARÍAS.

-VISITA Y ESTANCIA DE MARÍA EN AÍN. -¿ASISTIÓ LA VIRGEN AL NACIMIENTO DE SAN JUAN? OPINIONES DE LOS AUTORES Y CREENCIA GENERAL EN LAS LETRAS Y EN LA PINTURA DE QUE MARÍA ESTUVO EN EL ACTO DEL NACIMIENTO DEL BAUTISTA. -EL LUGAR DE LA VISITACIÓN, LA FUENTE DE LA VIRGEN Y EL CONVENTO DE SAN JUAN DEL DESIERTO TAL CUAL HOY SE HALLAN.


Instruida María por el Ángel de la miraculosa preñez de Isabel, ofreció ir a saludar y dar su tierna felicitación a su prima. No era el deseo, como han dicho algunos herejes, de ver y confirmar por sus propios ojos aquel milagro, aquello que era contra las leyes de la naturaleza, no: María no podía dudar en manera alguna de la palabra de Dios anunciada por el Ángel, y por amor y reconocimiento a su parienta, que indudablemente la había protegido en su orfandad, y más aún por la caridad y amor a la anciana que en aquel estado se encontraba, deseaba visitarla.

Sigamos en este punto la narración que hace el Evangelista San Lucas, al que podemos llamar el biógrafo de María:

«Levantóse, pues, María pocos días después de la Anunciación, y echó a andar hacia las montañas con presteza para llegar a la ciudad de Judá, donde moraban sus parientes». Hasta aquí el Evangelista, a quien volveremos a encontrar más adelante cuando lleguemos a la salutación de las dos santas parientas.

El embarazo de María no era aún conocido; tal vez no llevaba todavía una semana y San José lo ignoraba: es muy dudoso que la acompañara en aquel viaje: el Evangelio no le nombra. El señor Lafuente estima que no la acompañaría, pues si la acompañó oiría las palabras de Isabel, y entonces no se justifican los celos que padeció el santo esposo, y la necesidad de que el Ángel los desvaneciera, explicándole lo que ya había oído de boca de la prima de María. Quizá la acompañó hasta Jerusalem, a donde iría con motivo de las fiestas de Pascua para cumplir con aquel deber de que no se dispensaban los israelitas piadosos, como le vemos cumplirle más adelante cuando Jesús se perdió en el Templo. Llenados los deberes de la Pascua, parece lo probable que San José regresaría a Nazareth y la Virgen se dirigiría con algunas piadosas mujeres y parientes, sacerdotes de la casa de Aarón y Abdías, que regresaban a Aín, dos leguas próximamente de Jerusalem, y aun tal vez acompañada de Zacarías, a quien la mudez no excusaba el cumplimiento de sus deberes sacerdotales.

Con la aprobación de San José, cuya pura alma iba tan al unísono con la de María, y ambos corazones no tenían más que un voluntad, el santo matrimonio partió en la estación de la Primavera, dirigiéndose a las montañas de la Judea en que el sacerdote Zacarías tenía su casa o granja en las cercanías de Aín. La Escritura, como hemos dicho, narra los sucesos, pero no cita detalles, y como ya hemos indicado, no nombra a San José como acompañando a la Virgen, pero no es esto decir como hemos indicado que no acompañara a María hasta Jerusalem, por cuanto que no es ni verosímil ni humano, ni menos creíble en el tierno corazón de José, que la dejará marchar sola en una marcha a través de las montañas y peligros de un viaje de cinco días hasta la ciudad, y nada tiene de inverosímil ni inhumano que las cortas leguas de aquella ciudad a Aín, fuera la Virgen acompañada por Zacarías que había acudido al templo en las Fiestas de la Pascua, y desde ella el casto Esposo volviera a Nazareth a sus habituales ocupaciones, cuando larga había de ser la estancia de María en casa de Isabel.

La distancia de Nazareth a Jerusalem o Aín, dice Orsini, es de un viaje de cinco días o de veintisiete leguas, según otros autores; la marcha penosa por malos caminos, atravesando parte de Galilea, por Samaria, nada favorable a los galileos, y gran parte la tierra de Judá. Además de los inconvenientes y peligros de los habitantes, había que tener en cuenta los naturales de un país accidentado con torrentes y desiertos. Además, las noches había que pasarlas en algún albergue de caravanas entre gentes desconocidas, sin abrigo y abierto a todos vientos aquellos míseros albergues, cual aún hoy día sucede en algunos caravanseralls, en que no hay más de confortable que la techumbre.

Con caminos y albergues de esta índole, ¿es verosímil que José dejara partir sola a la joven María expuesta a cualesquier dolorosa contingencia, a una joven hermosa, delicada y criada en la vida tranquila y sedentaria del Templo? Por tanto, aun cuando el Evangelio a dice de José acompañando a María, esta suposición es contraria a las costumbres de los pueblos orientales, pues nunca una mujer judía se ponía en camino sin escolta o guardianes en un viaje de esta importancia.

El P. Croiset opina, que iría acompañada de algunas otras vecinas que en caravana fueran a Jerusalem con sus esposos, deudos o criados. Creemos más aceptable la opinión de Lafuente y Orsini en ese punto, y la de Rivadeneyra y la Venerable de Ágreda, que todos ellos creen a José acompañando a la Esposa cuando menos a Jerusalem, y que desde allí, con individuos de la familia de Isabel, iría la Virgen a Aín o Hebrón. La Venerable Ágreda opina, que fue a Hebrón donde vivía la anciana Isabel; Lafuente cree que era Aín: procuraremos dilucidar este punto en cuanto nuestros conocimientos alcancen y de acuerdo con lo admitido y aceptado por nuestra santa Iglesia.

El P. Rivadeneyra consigna: «dice el Evangelista San Lucas que se levantó (la Virgen) y se fue con gran priesa y diligencia a las montañas y a la ciudad de Judá que estaba en ellas...» Sor María de Ágreda, añade: «Prosiguiendo sus jornadas llegaron María Santísima y José, su esposo, al cuarto día a la ciudad de Judá, que era donde vivían Isabel y Zacarías». Y este era el nombre propio y particular de aquel lagar, donde a la sazón vivían los padres de San Juan, y así lo especificó el Evangelista San Lucas, llamándole Judá; aunque los expositores del Evangelio comúnmente han creído que este nombre era propio de la ciudad donde vivían Isabel y Zacarías, sino común de aquella provincia que se llamaba Judá o Judea, como también por eso se llamaban montañas de Judea aquellos montes que de la parte austral de Jerusalem, corre hacia el Mediodía. Pero lo que a mí se me ha manifestado, es que la ciudad se llamaba Judá y que el Evangelio la nombra por su propio nombre; aunque los doctores y expositores han entendido por el nombre de Judá la provincia a donde pertenecía. Y la razón de esto ha resultado de que aquella ciudad que se llamaba Judá, se arruinó dos años después de la muerte de Cristo Señor Nuestro, y como los expositores no alcanzaron la memoria de tal poblado entendieron que San Lucas, por el nombre Judá había dicho la provincia, y no el lugar; y de aquí ha resultado la variedad de opiniones sobre cuál era la ciudad donde sucedió la visitación de María Santísima a Santa Isabel.

«Distaba esta ciudad, veintisiete leguas de Nazareth y de Jerusalem dos leguas poco más o menos, hacia la parte donde tiene su principio el torrente Sorec en las montañas de Judea».

Por último, Lafuente, en el capítulo de la Visitación, dice: «La casa de San Zacarías, que la tradición designa como tal, está a corta distancia del pueblecito de Aín, o sea de San Juan, en el fondo de un valle ameno, al cual fecunda la copiosa fuente llamada de Naftea, en tiempo de Josué, y ahora de la Virgen, por la tradición local de que allí solía ésta ir algunas veces a tomar agua, o solazarse en altas contemplaciones al dulce murmullo de sus cristalinas ondas, recreo principal y casi único de Aquélla, que siendo perfectísima, estaba de continuo en la presencia de Dios, y tenía por descanso el abismarse aún más en el amor de Aquél que es el único ser verdaderamente amable».

Ahora bien, ¿fue Judá o Aín el punto en que se encontraba Isabel cuando fue visitada por su parienta la Virgen Santísima? No hallamos tanto fundamento en el aserto de Sor María de Ágreda como en las razones de D. Vicente Lafuente y la tradición, los hechos y las construcciones, que como recordándolo se conservan aun cuando en ruinas, así lo comprueban.

Que en Aín vivía Santa Isabel cuando dio a luz al Precursor es un hecho, y el templo construido y arruinado indica que la tradición constante señalaba en aquel lugar la casa de Isabel y Zacarías, y comprueba más el aserto, la devoción, cariño y entusiasmo que causó el Precursor, a quien llegaron a tener y creer por el prometido Mesías, razón por la cual, la tradición no podía equivocar el lugar del nacimiento del Bautista. Que allí pudo tener lugar la visita, el encuentro de las dos santas madres, no ofrece inconveniente alguno a tal presunción, confirmada en parte por la denominación que a la fuente de Naftea se le dio luego, conociéndosela con el nombre de Fuente de la Virgen, así pues, creemos que María se encaminó a Aín desde Jerusalem, y en dicho pueblecillo tuvo lugar el acto conmemorado en la devoción del Santo Rosario en el segundo misterio gozoso: la Visitación de María a su prima Santa Isabel.


Nuestra Santa Iglesia ha dedicado una de sus principales festividades a este suceso tan lleno de misterio y de encanto en su misma belleza familiar, y coloca esta festividad como la segunda de las que dedica a María Santísima en su culto como misterio en los gozos del Santo Rosario. Verifícase esta solemnidad en el día 2 de julio; festividad que más bien parece que debiera haberse señalado los primeros de abril, pero este traslado tiene su justificación muy clara como veremos, y así se explica por la Iglesia la traslación de la conmemoración, poniendo la Anunciación en el día 25 de marzo, y calculando cinco días para el viaje de Nazareth a Jerusalem y de allí a Aín; pues que el viaje se hizo con presteza, resulta en este caso que la visita debió verificarse en los primeros días del siguiente mes. Pero como la Santa Iglesia en el orden de su liturgia destina los meses de abril y mayo a la conmemoración de los sublimes misterios de la Pasión, Resurrección, Ascensión, Pentecostés, Trinidad y la grandiosa del Santísimo Sacramento, Corpus Christi, pública y alegremente venerado, ya que la institución del Sagrado Cuerpo corresponde al Jueves Santo, día de su feliz y salvadora institución en la Santa Cena, festividad grandiosa y suprema que preside a todas, de aquí el traslado de aquélla.

Ahora bien; si la Anunciación tuvo lugar en el día 25 de marzo y el nacimiento del Bautista se pone a los tres meses cabales, o sea el 24 de junio, la fiesta de la Visitación siete días después, parece diferirla a los últimos días que pasó la Virgen en la compañía de su prima, y después de su alumbramiento y haber recobrado el habla Zacarías. Con todo, hay que tener en cuenta que la Iglesia explica más bien las palabras de Santa Isabel y la alegría profética del Bautista, que las palabras y actitud de la Virgen. Los comentarios del primer nocturno están tomados de los hermosos cánticos de Salomón, de San Juan Crisóstomo los del segundo, y de San Ambrosio los del tercero.

Es necesario leer y comprender lo magnífico y apropiado de esta lección primera, en aquel encantador y sublime rezo. Es necesario profundizar en su espíritu, para admirar la grandiosidad y oportunidad de aquellos sublimes conceptos con que la Iglesia coloca aquella poesía, que destila encanto y armonía entre el pensamiento y la palabra.

Véanse, con el fin de que pueda admirarse aquel encanto, los versículos que a continuación insertamos. ¡Son tantos los que los desconocen, y si los han leído no habrán apreciado su hermosura!

. «La Virgen María retirada en el modesto gabinete de su pobre y humilde casa en Nazareth, vive allí como la flor del campo, como el lirio de los remotos valles que embalsaman las florestas no frecuentadas por el hombre.

(Ego flos campi et lilium convallium. Sicut lillium inter spinas sic amica mea inter fillias.)

Como se comprende, la Iglesia no coloca nada en sus rezos y practicas al azar, y cuando los coloca al frente del rezo del día, sin darles aplicación a la festividad no los hubiera colocado. «Yo soy la flor del campo y lirio de los valles, estoy rodeada de espinas y no llegará a mí la mano del hombre, ni posará sobre mí una mirada impura, no llegará a mí el hierro, moriré sobre la tierra que me vio nacer, y al morir, mi cáliz, marchito sobre el tallo, todavía exhalará olor de suavidad y me buscarán para remediar los males, para dar salud a los enfermos y servir de medicina».

¡Qué hermosas y proféticas palabras tan llenas de poesía y encanto! A estas palabras de la pura María, la flor de los campos, el lirio entre espinas, responde el Espíritu Divino desde los altos cielos: «Como lirio guardado entre espinas, así es mi amiga entre las adolescentes»; a cuyas palabras responde la Virgen Nazarena: «Como manzana que envidiaría el oro, así brilla mi amado entre los mancebos. Sentéme a la sombra de aquel por quien anhela mi alma, y cuán dulce es para mi paladar su fruto sazonado». (Sub umbra illius quem desideraveram sedi, et fructus ejus dulcis gutturi meo.)

No es menos notable y hermosa la lección segunda, en la que María escucha la voz de la caridad que la impulsa a ir a visitar a su santa parienta: (Vox dilecti mei, ecce iste venit saliens in montibus, transiliens colles: similis est dilectus meus caprae, hinnuloque cervorum.) «Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven, que ya ha pasado el invierno y está lejos la helada escarcha. Ya comienzan a brotar las flores y el tiempo de la poda se acerca, ya se escucha por la tierra el dulce arrullo de la tórtola».

Camina la Virgen por aldeas y sendas camino de Jerusalem y de Aín y al verla tan hermosa se dicen las gentes: ¿Quién será esa mujer tan hermosa, llena de hermosura? Y al penetrar en el Templo, sus compañeras la saludaron diciéndole: «Dichosa de ti», saludándola con la misma salutación del Ángel.

Hermosa y no menos admirable se deja oír la lección tercera, escuchase en ella la voz de Santa Isabel que llama a su prima:

«Levántate, amiga mía, hermosa mía, date prisa a venir, llega, paloma mía, que anidas en los agujeros de la montaña de Nazareth, en las quebradas de las rocas. (Surge, amica mea, speciosa mea, et veni columba mea in foraminibus petrae): sigue más adelante diciendo: Vea yo tu rostro, llegue ya tu voz a mis oídos, porque tu voz es dulce y melodiosa y tu rostro lleno de gracia y compostura. (Ostende mihi faciem tuam, sonet vox tua in auribus meis; vox enim tua dulcis et facies tua decora)».

A este cántico de dulce cariño, responde la púdica María a las palabras de su prima: «Mi amado es para mí y yo soy únicamente para Él: pues a los que amé los quiero en Él y por Él. Si soy lirio de los valles, también soy para el que se apacienta entre los lirios y voy a ser pura para él mientras dure la vida del Redentor que llevo en mi seno».

Concluye el rezo la Iglesia con las palabras de Santa Isabel bendiciendo a la Virgen; y en el segundo nocturno de esta festividad, San Juan Crisóstomo habla en nombre de la Iglesia oriental, y pone en boca del Bautista, entre otras, estas palabras:

«Voy a salir de este obscuro tabernáculo para proclamar el conocimiento abreviado de todas las maravillas. Puesto que soy señal, vengo a señalar el advenimiento de Cristo. Pues que soy el clarín, voy a pregonar la gracia de Dios Hijo encarnado. (Video dominum qui naturae imposuit terminos, et non expecto tempus nascendi... Egrediar ex hoc tenebroso tabernaculo, rerum admirabilium compendiosam praedicabo cognitionem. Sum signum significabo Christi adventum. Sum tuba: proferam Filii Dei in carne dispensationem». (Lección 4ª.en los Maitines del día 2 de julio)

Así ensalza la Iglesia en esta festividad la dulce entrevista de las dos santas primas, y relatando el histórico hecho, pintaremos, en cuanto nos sea posible, esta hermosa escena.

De Jerusalem encaminóse María a Aín, y de allí dirigióse a la quinta o casa de campo en que residía Santa Isabel. Informada ésta por las sirvientas de la llegada de su prima, corrió a las barandillas de la azotea para descubrirla más prontamente. En cuanto la descubrió corrió a su encuentro.

María, en cuanto vio venir a sí a Isabel, apresuróse a saludarla, y poniendo su mano sobre el corazón le dijo:

-La paz sea contigo.

Isabel retrocedió por secreto impulso, una fuerza superior la invitaba al respeto más profundo y su rostro fue animándose, observando ella misma que algo portentoso, grande e inmenso la dominaba. Aquella dulce salutación, tan cariñosa y llena de generosidad y cariño, conmovió dulcemente a su parienta, impresionada con el hermoso aspecto de María, que la había dominado con su modestia.

Así es que, sobrecogida e impresionada por el impulso profético, no pudo dominar su lengua y abrazándola exclamó:

-Tú eres bendita entre todas las mujeres y el fruto de tu vientre es bendito, y ¿de dónde viéneme, Señor, la felicidad de que la Madre de mi Señor y dueño venga a visitarme? porque luego que tu voz ha sonado en mis oídos, cuando me has dirigido la salutación, mi hijo ha saltado de alegría en mis entrañas y dichosa eres porque has creído, porque lo que de parte del Señor te se ha dicho, cumplido será.

Hermosa salutación de Isabel, llena de cariño y profético espíritu, a la que contesta María con la altísima, profunda y hermosa cántiga del Magnificat, el primer cántico del Nuevo Testamento y el más elevado y poéticamente inspirado de las Santas Escrituras.

«Glorifica mi alma al Señor.
»Y mi espíritu está trasportado de gozo en el Dios Salvador mío.
»Porque ha puesto sus ojos en la bajeza de su esclava; por tanto ya desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones.
»Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es santo.
»Y cuya misericordia se extiende de generación en generación a todos los que le temen.
»Dio muestras grandes del sublime poder de su brazo; desbarató los proyectos que allá en su corazón meditaran los soberbios.
»Derribó del solio a los poderosos, y ensalzó a los humildes.
»Colmó de bienes a los menesterosos hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada.
»Acogió a Israel su siervo, acordándose de su misericordia.
»Según lo prometió a nuestros padres, Abraham, y sus descendientes por los siglos de los siglos».

¡Cómo brilla en esta composición de verdadero vuelo poético la fe y la confianza puesta en Dios! Y cuál se manifiesta en ella el espíritu profético y la más consoladora esperanza en la bondad y justicia del Señor, que tales maravillas obró en la pura e inocente María; y cuya divina misericordia se extiende de generación en generación, y cómo igualmente se pinta en tan hermoso cántico la caridad divina colmando de bienes a los hambrientos de su santa misericordia en su sed de justicia.

Cántico es éste que no ha sido estimado en su gran belleza y que el cristiano debiera repetir diariamente como homenaje a Dios justo y acción de gracias por habernos dado a conocer su gran misterio y nacimiento como acto admirable del poder de Dios.

De esta suerte María entonó este cantar de gracias y alabanza a Dios nuestro Señor al abrazarse con su bienaventurada prima Santa Isabel.

He aquí cómo la citada Ágreda expresa y relata este venturoso encuentro y hospedaje de María en la casa de Isabel, la esposa del mudo sacerdote Zacarías:

«La Madre de la gracia saludó de nuevo a su deuda, y la dijo:

Dios te salve, prima y carísima mía, y su divina luz te comunique gracia y vida. Con esta voz de María Santísima quedó Santa Isabel llena del Espíritu Santo, y tan iluminado su interior, que en un instante conoció altísimos misterios y sacramentos. Estos efectos y los que sintió al mismo tiempo el niño Juan en el vientre de su madre, resultaron de la presencia del Verbo humanado en el tálamo de María; donde sirviéndose de su voz como instrumento, comenzó a usar de la potestad que le dio el Padre Eterno, para salvar y justificar las almas como su reparador. Y como la ejecutaba como a hombre, estando en el mismo vientre virginal aquel cuerpecito de ocho días concebido (cosa maravillosa), se puso en forma y postura humilde de orar y pedir al Padre; y oró y pidió la justificación de su Precursor futuro, y la alcanzó de la Santísima Trinidad.

»Esto precedió a la salutación y voz de María Santísima. Y al pronunciar la divina Señora las palabras referidas, miró Dios al niño en el vientre de Santa Isabel, y le dio uso de razón perfectísimo, ilustrándole con especiales auxilios de la divina luz, para que se preparase, conociendo el bien que le hacían».

«Conoció Santa Isabel al mismo tiempo el misterio de la Encarnación, la encarnación de su hijo propio, y el fin y sacramentos de esta nueva maravilla. Conoció también la pureza virginal y dignidad de María Santísima. Y en aquella ocasión, estando la Reina toda absorta en la visión de estos misterios y de la divinidad que los obraba, quedó toda divinizada y llena de luz y claridad de los dotes que participaba; y Santa Isabel la vio con esta majestad; y como por viril purísimo vio al Verbo humanado en el tálamo virginal, como en una litera de encendido y purísimo cristal. De todos estos admirables efectos fue instrumento eficaz la voz de María Santísima, que entonó el cántico del Magnificat que refiere San Lucas».

Así fue como la Virgen vio por un esclarecimiento intensísimo de su espíritu, por medio de una luz sobrenatural, las antiguas profecías y su perfecto cumplimiento, mil veces más ilustrada Ella sola y más privilegiada que todos los Profetas juntos.

«En esta admirable entrevista y esta conversación profética, dice San Ambrosio, María y Elisabeth profetizaron ambas por la virtud del Espíritu Santo, de que estaban llenas, y por el mérito de sus hijos».

De propósito nos hemos entretenido en la descripción de este acto memorable para los cristianos, entusiastas y fervientes adoradores de María, porque nada como estas páginas del Libro Divino nos inicia en la vida espiritual de la Virgen, derramando sobre Ella una luminosa revelación, que nuestra piedad, aun la más filial, no hubiera sospechado nunca. Se habría juzgado muy mal la existencia de la Esposa de José, al confundirla con una de esas vidas vulgares que llaman la atención de la humanidad. Compréndese desde luego, que María alimentó constantemente su inteligencia, su imaginación, con los pasajes más sublimes de los Libros Santos; el recuerdo de las heroínas de la Ley antigua llena toda su alma, y he aquí por qué cuando los labios de la Virgen se abren para alabar a Dios, le ocurren espontáneamente aquellos pensamientos, aquellas frases que producían su encanto al leer el Divino Libro. Nada tiene de particular que las frases de María sean un himno, ya que el soplo de la inspiración superior llenaba su pecho. Por otra parte, la lengua hebrea se prestaba perfectamente a esta insensible transición del lenguaje vulgar a esta hermosa forma poética, a esas figuras que son, podemos decir, la forma sentenciosa de la lengua de los Profetas, y que tan bien se amolda al carácter sentencioso de sus conceptos.

El silencio, el aislamiento que había guardado María hasta entonces, con respecto a sus celestiales comunicaciones, la prepararon para una emoción más intensa, a una elocuente efusión para cuando llegara el momento oportuno de la revelación de aquel misterio obrado por el poder celestial. De aquí que la piedad, la gratitud, la abnegación y el gozo espiritual, todo a la vez hablase y se manifestase de una manera elocuente en Ella. Diríase que el espíritu de los más grandes justos del Antiguo Testamento ha pasado al suyo, puesto que aquellos ilustres servidores de Dios, nunca encontraron más bellos acentos ni formas más bellas, que las de María al profetizar con santo entusiasmo el portentoso cambio religioso que iba a realizarse, y el triunfo de los amigos de Dios; lo mismo que aquellos Patriarcas y Profetas, María amaba a su pueblo, y la última frase de su cántico es un grito de patriotismo que nos conmueve.


Larga fue la estancia de la Virgen en la casa de su prima, en la que permaneció tres meses, pasando esta larga temporada en el país de los hethcos, en la casa de campo en que vivían por largos espacios de tiempo los esposos. Tal vez la mudez padecida por Zacarías, les hizo retirarse al campo, cuya vida tranquila con los encantos de la hermosa naturaleza consolaría al ilustre sacerdote en su dolencia. Un valle fértil y umbrío que se descubría desde la casa, cuya situación era la más a propósito para la contemplación de aquel hermoso paisaje, a contar por las ruinas que se conservan y la tradición designa como restos de la casa del sacerdote y Santa Isabel, allí, en aquel hermoso valle, María, con su espíritu de profecía y dotada de una imaginación tan hermosa como su alma, podía contemplar el hermoso cielo anaranjado con cambiantes de turquesa durante el día, y las estrelladas noches en que brillan las constelaciones como chispas refulgentes de la pedrería del manto menos inmenso que la majestad y grandeza de Dios. Allí escucharía el plácido rumor de la arboleda al paso de la nocturna brisa, y hasta Ella llegarían los cadenciosos acordes del monótono rumor de las olas del lejano mar, cuando el viento traía aquéllos envueltos en las salinas emanaciones que tanto alegran el ánimo y exaltan la imaginación con sus efluvios y puro ambiente.

La contemplación de la naturaleza, tan sabia y armónicamente combinada en sus elementos de belleza, en la que todo es maravilloso para el hombre que contempla aquella obra hermosa de la mano de Dios, Supremo Creador de toda belleza, y en la que desde la flor, con sus corolas y colores en combinación con las irisadas alas de las mariposas que parecen pétalos voladores de ignotas flores, todo, como concierto de la naturaleza, que con sus brisas, flores, perfumes y colores, elevan un himno diario de respeto y cariño al Creador que con su voluntad sostiene la máquina del mundo, obra de sus manos y voluntad serían su encanto y recreo.

¡Cuán grande es, pensaba la Hija de los Profetas, cuán grande es Aquél que da sus órdenes a la estrella de la mañana que señala la llegada de la aurora y la proximidad del sol, que es el polvo que pisan sus pies, como dijo Arolas en su hermoso himno a la Divinidad; que manda al rayo y al trueno! ¡Cuán grande es El! ¡El que es quien ha puesto la inteligencia en el hombre y el instinto en los brutos: El es quien provee a las necesidades incesantes de todos los seres vivientes desde el hombre al microscópico insecto, que da calor para con él la vida al huevo del avestruz, entonces, a imitación del Salmista, la Santa Virgen convidaba a toda la naturaleza a bendecir con Ella al Criador de cielos y de tierra.

Allí, entre el perfume de la floresta, a través de aquellas azuladas montañas, Aquella a quien los autores y religiosos poetas denominan Estrella del mar, Margarita de la tierra, se complacería en contemplar aquellas sencillas flores del campo, estrellas del verde césped, a las cuales la compara Salomón en su misterioso cántico.

Un día, dicen los doctores de la Persia que han conservado la tradición, la siempre gloriosa Virgen María puso su mano sobre el tallo de una flor que los árabes llaman arthenita, y al contacto de su mano virginal comunicó a la planta una suave fragancia y el dulce perfume que ha conservado y conserva para recreo del que la aspira y es un embriagador aroma que hace recordar el perfume y la pureza de la pura María. La tradición de los cristianos de Oriente designa de la misma suerte también una fuente, hacia la cual dirigía sus paseos la Madre de Dios, por gustarle el plácido rumor de sus cristalinas aguas: esta fuente, llamada Nefhoa en tiempo de Josué, lleva ahora el nombre de Fuente de María, tal vez desde que la vista de María, al fijarse en sus claras linfas, la hizo de renombre universal con el dulce de la Madre de Dios.

A espaldas de la casa de Santa Isabel, se extendía uno de esos jardines llamados Paraísos entre los persas, y cuyo trazado y disposición habían tomado los cautivos israelitas de los jardines de Ciro y de Semíramis. En él descollaban los bellos árboles de Palestina y destacaban los grupos de flores, perfumando el ambiente con sus emanaciones, con el penetrante del azahar y cinamomo. Allí, en aquel hermoso campo, era donde María hacía olvidar con frecuencia a Isabel sus temores sobre un suceso, cuya esperanza la colmaba de gozo, pero que su edad avanzada podía serle muy funesto. ¡Cuán graves y religiosas, por su confianza en Dios, debían ser sus conversaciones! María, joven, sencilla, pura e inocente como Eva al salir de manos del Criador, Isabel, cargada de años y enriquecida con una larga experiencia de las cosas de la vida, piadosas ambas y objeto de la complacencia de Jehová: la una llevando en su seno, por largo tiempo estéril, a un hijo que debía ser profeta, y más que profeta, y la otra a la semilla bendita del Altísimo, Jefe, Señor de Israel.

Durante las hermosas noches de verano, al claro resplandor de la luna que alumbraba las umbrías florestas, colocaban la mesa bajo el pomposo emparrado, en donde tenía lugar la cena de la familia, cena en la que, como hemos dicho, formaba la parte principal la carne del cordero, la miel y las frutas, los dátiles y el vino de Engaddi. María, frugal en sus comidas, aun en medio de la abundancia que reinaba en la casa del rico Zacarías, contentaríase con las hermosas frutas, la sabrosa miel, menos dulce que sus palabras, la leche y la límpida agua de la fuente de Nefthoa, tal vez traída por sus propias manos.

Cuidadosa con los que prodigaba a su amada prima Isabel, serían los de una joven para con una persona de mayor edad y en estado de cuidado; eran los de una hija para con su madre si el cielo se la hubiese conservado, y quién sabe si al prestar aquéllos, revivían en su memoria las personas de sus padres en aquella anciana pareja afectuosa y venerable que la amaban paternalmente, y le demostraban desde su llegada, un afecto en la que sus grandezas se revelaron de un modo prodigioso, con un sentimiento de admiración mezclado de respeto que María se esforzaba inútilmente en desviar, pero que no podía disipar.

Zacarías, que había dudado hasta de la palabra de un Ángel, no dudó un solo instante de la pureza de María, y si diéramos crédito a una tradición de Oriente, pero que ha sido adoptada por graves doctores, habría defendido algún tiempo después en el templo de Jerusalem la virginidad fecunda de María y sellado con su sangre este animoso testimonio.

Los Santos Padres dicen, que muchas bendiciones atrajo la visita de la Virgen sobre la familia de Zacarías que tan tiernamente la había acogido. Si el Señor bendijo a Obededón y a todo lo que le rodeaba hasta el punto de inspirar celos a un rey por haber guardado tres meses en su casa el Arca de la Alianza, ¿qué gracias de lo Alto no debían atraer sobre Zacarías y todos los suyos los tres meses que permaneció en aquélla la nueva y hermosa arca que guardaba el tesoro de Dios Hijo?


Llegó el momento del nacimiento del Precursor y no nos hemos de ocupar de este asunto por cuanto no incumbe a nuestra relación, pero existen dudas acerca de si María asistió o no al parto de Santa Isabel o si había dejado ya la casa de su prima regresando a Nazareth.

La narración de San Lucas parece indicar que no «María permaneció con Santa Isabel como unos tres meses y se volvió a su casa. Mas a Elisabeth le llegó el tiempo de parir y dio a luz a su hijo». Acto seguido refiere los prodigios que ocurrieron al nacimiento del Bautista, el haber recuperado el habla Zacarías, el precioso cántico del Benedictus y el pasmo que produjo en las montañas de Judea tal conjunto de maravillas.

Fundados en el contexto de la narración del Evangelista San Lucas, gran número de historiadores suponen que María no se hallaba en la casa de su prima cuando sobrevino el parto a la esposa de Zacarías.

Lo contrario parece más probable por lo que apuntaremos. Orígenes, San Ambrosio y otros muchos autores, así antiguos como modernos, se declaran por la afirmación de que sí se hallaba todavía en la casa de su prima la pura Señora, y esta opinión es la más verosímil.

Esta opinión, además de lo que más adelante apuntaremos, se funda en una obra de caridad, pues no es verosímil que después de haber estado María tres meses en aquella casa, la abandonase justamente en el momento del mayor peligro y no existiendo un motivo razonable que justificara la partida. Un sentimiento conforme con el caritativo y magnánimo corazón de María, nos obliga así a creerlo además de las razones siguientes.

Los teólogos que han abrazado la opinión contraria a la de Orígenes y San Ambrosio, se apoyan principalmente en el citado pasaje de San Lucas que no habla del parto de Elisabeth, sino después de haber regresado la Virgen a Nazareth.

En nuestra opinión, creemos que no se ha examinado escrupulosamente el citado Evangelio: hemos procedido a un detenido estudio del mismo y nos ha convencido, salvando error, de que no es razón concluyente para negarlo. Hay que tener en cuenta, que San Lucas tiene el método en sus escritos de hacer transposiciones como observaremos, y de ellas podremos citar ejemplos del mismo estilo en su narración, entre ellas la que hace al hablar de la prisión de San Juan Bautista, y en el siguiente versículo nos relata el bautismo de Jesucristo, cuya prioridad a la prisión y muerte del Bautista no es dudosa. De la misma manera, al citar la adoración de los pastores, se extiende en la narración maravillosa que hicieron de su viaje a la gruta de Belén y del asombro que esa narración causó; después de esto vuelve sin transición a la suspendida escena de la adoración de los pastores, y había de su marcha del establo donde había nacido el Redentor.

Por estas transposiciones del Evangelista en su manera de narrar, nos ha hecho adoptar esta creencia que consignan y siguen Orsini y Lafuente, opiniones que creemos muy autorizadas y muy estimables en su fundamento.

Además del pasaje de San Lucas, los autores contrarios alegan razones de decoro para justificar la ausencia de María, por cuanto que las vírgenes no asistían a estas fiestas, lo cual no tiene nada de extraño, encontrándolo muy justificado y decoroso, pero como María a los ojos de sus parientes era casada y además estaba en cinta, la razón alegada por aquéllos cae por su base. La virginidad de Aquélla era un secreto y por tanto no podía servirle de escusa, y en cuanto que lo de las costumbres y hábitos retirados de María, la hicieran ir de casa de Santa Isabel por las fiestas que se habían de celebrar con motivo del nacimiento del Bautista, tampoco es una razón que justifique el abandono de su parienta en semejantes críticos momentos. Pudo conciliar su poca inclinación al mundo con aquel sentimiento exquisito de conveniencia que le atribuyen los Santos Padres, debió permanecer bajo el techo de la casa del Pontífice hasta que Isabel estuviese fuera de peligro, y en seguida, huyendo de la admiración que nunca dejaba de excitar, dejó las montañas de Judea después de haber abrazado y bendecido al nuevo Elías.

Para concluir este capítulo, diremos que la opinión de que María asistió al parto de su prima, está tan generalizada y admitida en España, que muy fácil sería citar el gran número de antiguas pinturas que se veneran en retablos de muchas iglesias representando el nacimiento de San Juan, y en todos ellos constantemente veremos puesta dichas composiciones en lugar preeminente a María, recibiendo o teniendo en sus brazos al Precursor. Hemos dicho que en España, durante la Edad Media, así representan los artistas el nacimiento del santo niño y la presencia de su tía, sino que también en las miniaturas de códices y cuadros de escuelas extranjeras, la han pintado en tan alegre acto para la Santa Isabel. Entre otras miniaturas que conocemos, podemos citar la ejecutada por Jean Fouquet en el siglo XV, y que se ve en el libro de Horas de St. Chevalier; en él se ve pintada con indumentaria de la época del autor la estancia, el acto de envolver al recién nacido que tiene María en sus brazos, sentada en un escabel ante un baño en el que vierte agua una joven criada. Esto demuestra que no sólo ha sido creencia española sino generalizada en Europa desde el siglo XV, cuando los iluminadores representaban la escena según la creencia general, como reflejo de los de su época. En cuanto a nuestra pintura de épocas anteriores y posteriores, la presencia de María en el acto del nacimiento de San Juan, ha sido y es la común y general de artistas y de doctos.


Réstanos tan sólo siguiendo en nuestro propósito, hacer la descripción del lugar de la casa de Zacarías e Isabel y la historia de estos lugares consagrados con la presencia del santo matrimonio, de María y de la existencia del Precursor de Jesús. Conócese este lugar con el nombre de San Juan del Desierto, según los árabes, o San Juan de la Montaña, según los latinos.

Llégase a él desde Emmaús por un camino cual lo son los de Palestina, peligroso y lleno de accidentes que le hacen sumamente penoso, el primer trozo cruza la carretera de Jerusalem a Jaffa por el valle del Terebinto y por huertas y olivares, después de pesada ascensión por rocosos caminos se llega al lugar en que asentaba la casa del Sacerdote Zacarías en medio del campo, como mística mansión agrícola con hermosas vistas y situación que domina uno de los más hermosos horizontes de Judea.

En este hermoso punto es en donde como hemos narrado, tuvo lugar el acto de la Visitación, del encuentro y abrazo de las dos primas, y en donde como hemos narrado, nació San Juan el Precursor de Cristo. Allí, en el fondo del valle está situado el pueblecillo agrupado de una manera artística en torno del convento latino, hermosa construcción con aspecto de fortaleza de la Edad Media, y que con sus altos muros, fosos y labradas piedras, más semeja morada temibles guerreros que pacífico albergue de monjes, de hijos de San Francisco. El aspecto exterior del Monasterio encanta al peregrino, pues su aspecto más que artístico resulta casi teatral, con sus saeteras, torreones, contrafuertes y puentes aéreos que comunican unos edificios con otros.

El hermoso y poético camino que desde él conduce, plegándose a los accidentes de la montaña, a la fuente de la Virgen de que hemos hablado y luego describiremos, es encantador, y de allí al lugar feliz de la Visitación. Junto a él, el jardín de que hemos hablado con sus hermosos cipreses que bordeando el camino llega hasta el convento de las Damas de Sión, forma todo ello un conjunto tan hermoso, tan poético, que con pesar se abandona lugar tan solitario, tan tranquilo, en el que el alma goza con tan santos recuerdos y dulces expansiones del alma.

Antes de llegar al pueblo viniendo de Jerusalem, encontramos Fuente de la Virgen (Aín-Kazim), y de la que hemos hecho mención de que a ella acudía la Virgen a elevar su espíritu con el murmullo de sus aguas. Aún hoy se conserva y es devotísima de ella la gente de Karem o San Juan del Desierto o de la Montaña, como se denomina al pueblecillo. Hoy la fuente brota con caudal abundante por debajo de un arco de estructura ojival, un muro encajona en forma de estanque al manantial, y caen sus aguas en un pequeño remanso por una canal de piedra. Para llegar a ella hay que descender por una escalera de ocho gradas, saliendo de un recinto cubierto, abovedado con arcos ojivales, ruinas de construcción del tiempo de las Cruzadas.

Una distancia de veinticinco metros separa al convento, del que luego hablaremos, del lugar de la Visitación. Ocupa éste el mismo sitio de la casa de Zacarías y de Isabel, los cuales poseían una granja o casa de recreo en la otra colina, y en ella se encontraba la Santa madre del Bautista cuando la llegada de María. El Santuario de la Visitación está a cargo de uno de los franciscanos que allí permanece durante todo el día. Precede a la capilla un patio, y en el fondo de aquél se ve un pozo y otras edificaciones: es pequeña, y se halla adosada a la roca formando parte de la misma; en el fondo de aquélla se abre un corredor en el lado derecho que conduce a un hueco en forma de cripta, y en el testero se ve un altar con un cuadro de la escuela de Overbek pintado por el artista catalán Lorenzale, y regalado por los Reyes de España representando la Visitación; en un lado y detrás de una reja se ve un hueco en la peña que es el lugar en donde la tradición dice fue escondido San Juan cuando la persecución de Herodes. De los edificios levantados en aquel hermoso lugar de la Visitación, restan los siguientes: En el siglo XII los Cruzados levantaron o reedificaron la iglesia de la Visitación, y junto a ella un convento de religiosas, de éste sólo se conservan tristes ruinas, paredones con ventanas en forma de saeteras y algunos amenazadores arcos que se inclinan al suelo. Hace unos treinta años, el templo quedó reducido a una desmantelada capilla en la que celebraban los Padres tan sólo el día de la Visitación. En 1860, a causa de incesantes lluvias se desplomó casi por completo, y al emprender la reedificación, al separar los escombros, notóse que la peña sonaba a hueco, y entonces se descubrió una capilla formada por parte de la roca y que es la que hoy visitamos. Fue reedificada, descubriéndose al mismo tiempo el hueco en que fue ocultado el Precursor.

Junto a la capilla y entre las ruinas, se ve el pozo de Santa Isabel; junto a un arco y bóveda que debió corresponder al antiguo edificio y no muy separado de aquéllas, se contempla el nuevo edificio del Colegio de las Damas de Sión.

San Juan no vivió mucho tiempo en la casa de sus padres, retirándose a una cueva distante unos cuatro kilómetros al Oeste, y por cuya causa Karem es conocido por los católicos con el nombre de San Juan del Desierto. La cueva se halla conservada, y sobre el banco que sirvió de lecho a San Juan se ha puesto una tabla de mármol y levantado un altar: se penetra en ella por una estrecha abertura desde la que se domina el profundo valle del Terebinto: junto a la cueva mana otra fuente y sombréanla algunos algarrobos, con cuyo fruto se alimentaba el hijo de Santa Isabel y de Zacarías, por lo cual denominan los alemanes al algarrobo Joannisbrodbaum (Árbol del pan de San Juan).

Volviendo al pueblo, llegaremos al convento de los Padres franciscanos construido sobre el mismo recinto de la casa de Zacarías. Las nuevas obras le han ensanchado, y es hermoso en su extensión, galerías, azoteas y jardines. La nueva iglesia consta de tres naves con hermoso pavimento y adornada con bastante gusto y sencillez. En el lado del Evangelio y junto al ábside, se ve la entrada a una cripta, revestida de mármol, con hermosos bajos relieves representando pasajes de la vida de San Juan; descendidos los siete escalones vemos la mesa del altar, y en ella un hueco que es el sitio en donde nació el Bautista, y como en Nazareth, rodeado de lamparitas de plata que arden constantemente, léese la inscripción HIC PRECURSOR DOMINI NATUS EST. En el altar vese un hermoso cuadro de escuela española representando el nacimiento de San Juan.

Los Padres visitan diariamente en procesión este santo lugar, costumbre que se practica en los principales santuarios de Tierra Santa.


VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo VIII: RETRATO DE MARÍA.