VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XXI: MUERTE DE JOSÉ.

Capítulo XXI: MUERTE DE JOSÉ.

-VIUDEZ DE MARÍA. -NUEVA VIDA SANTA FAMILIA. -JESÚS SE PREPARA PARA SU ALTA MISIÓN. -MARÍA LE ACOMPAÑA EN SUS PRIMERAS PREDICACIONES. -BAUTISMO DE JESÚS. -BODAS DE CANÁ, Y PRIMERA MANIFESTACIÓN DEL PODER DE JESÚS.


Llegamos al momento de la separación terrenal de José y de María: la muerte del varón justo y santo llamaba a las puertas de la casa de Nazareth, y éste se hallaba agobiado más por los sufrimientos que por los años, pues que tan sólo contaba unos sesenta y cinco. Dejamos gustosos la pluma para cederla una vez más a la mística escritora Sor María de Ágreda, quien con su claridad de inteligencia y estilo tan ameno como elevado, nos relata el hecho del tránsito de San José, muerte tan dichosa como correspondía al hombre modelo, al varón justo y santo, que tuvo la dicha de ser conocido como padre putativo del Hijo de Dios.

«Corrían ya ocho años que las enfermedades y dolencias del más que dichoso San José le ejercitaban, purificando cada día más su generoso espíritu en el crisol de la paciencia y del amor divino; y creciendo también los años con los accidentes, se iban debilitando sus flacas fuerzas, desfalleciendo el cuerpo y acercándose al término inexcusable de la vida, en que se paga el común estipendio de la muerte debemos todos los hijos de Adán.

»Un día antes que muriese sucedió que, inflamado todo con el divino amor, tuvo un éxtasis altísimo que le duró veinticuatro horas; y en este grandioso rapto vio claramente la divina esencia, y en ella se le manifestó sin velo ni rebozo lo que por la fe había creído, así de la divinidad incomprensible, como del misterio de la Encarnación y Redención humana. Volvió San José de este rapto lleno su rostro de admirable resplandor y hermosura, y su mente toda deificada de la vista del ser de Dios. Expiró el santo y felicísimo José, y María le cerró los ojos.

»Llegó todo el curso de la vida de San José a sesenta años y algunos días más; porque de treinta y tres se desposó con María Santísima, y cuando murió el santo Esposo, quedó la gran Señora de edad de cuarenta y un años, y entrada casi medio año en cuarenta y dos: porque a los catorce fue desposada con San José, y los veintisiete que vivieron juntos, hacen cuarenta y uno y más lo que corrió de 8 de septiembre hasta la dichosa muerte del Santísimo Esposo. En esta edad se halló la Reina del Cielo en la misma disposición y perfección natural que consiguió a los treinta y tres años, porque ni retrocedió, ni se envejeció, ni desfalleció de aquel perfectísimo estado. Tuvo natural sentimiento y dolor de la muerte de San José, porque le amaba como a esposo, como a santo y como amparo y bienhechor suyo».

Fue enterrado San José, acompañando al cadáver su Hijo Jesús y los parientes, cumpliéndose el ritual prevenido por la Ley del pueblo israelita. Los funerales, pues, fueron humildes; María derramó lágrimas sobre el lecho fúnebre, y el Hijo de Dios presidió la ceremonia del entierro de su padre en la tierra. Nada dice la tradición del punto y sepultura de José, ni del paradero de los restos mortales del descendiente de David, y hoy ignoramos el lugar de su sepultura y de sus restos mortales.

Augusto Nicolás, en el cap. XV de su obra La Virgen María, ocupándose de San José, de su modestia y humildad en su papel tan importante de la redención, dice:

«Parécenos la tal figura maravillosamente adecuada a su objeto, que era ocultar al Hijo de Dios y en cierto modo obscurecerlo...

»Jesús llega con poco aparato a realizar sus grandes designios, ocultándolos a la sombra de José, a quien se le cree su Padre y que ahuyenta o desvanece las sospechas.

»Como las nubes cuya parte invisible alumbra el sol, siendo tanto más luminosas por la parte que mira al cielo, cuanto más obscuras se presentan a la tierra, la gloria de José resplandece a los ojos y de los Ángeles en proporción de la obscuridad para los ojos de los hombres».

José había cumplido su misión providencial, y su espíritu voló al seno de Dios; María quedaba sola, y acompañada de su Hijo debía continuar su vida, para dentro de pocos años quedar sola, sola en el mundo con el corazón transido por el dolor con la muerte de su Hijo, sufrir aquellos terribles dolores de Madre amantísima, para gozar a los pocos días de su muerte, del gozo de verle resucitado y lleno de gloria ascender entre nubes de pureza al solio del Eterno Padre, quedando nuevamente sola y con la esperanza de reunirse con su adorado Hijo.

Viuda ya la Santísima Virgen, cuando se halló sola y abandonada de la compañía de su Esposo, ordenó nuevamente su vida para ocuparse en el solo ministerio del amor interior. Los más altos e inefables sacramentos y venerables misterios sucedieron entre Jesús y María en los cuatro años que vivieron juntos y solos en su casa de Nazareth después de la beática muerte de San José y hasta la predicación de Cristo. Ante los profundos secretos que la Virgen conocía, acompañaba a su Hijo en las congojas y ponderación con que su sabiduría hacía, y a esto se juntaba la compasión dolorosa de Madre, viendo al fruto de su virginal seno tan profundamente afligido, de suerte que muchas veces llegó María a derramar amargas lágrimas traspasada de incomparable dolor.

Este período de la vida de María es uno de los menos conocidos, y que más se ha prestado a los escritores ascéticos e historiadores de la vida de la Madre de Jesucristo. Es un período de preparación, si así podemos llamarlo, en que tanto María como Jesús, se disponen para el cumplimiento de su altísima misión, y en el silencio y pobreza de la santa casa, espiritualízanse más y más sus existencias terrenales para hacer más alto y mártir su cometido con la divina obra de la redención humana.

En el ínterin Jesús había cumplido los veintinueve años, la edad de la perfección había llegado, y con ella la de comenzar su alta misión, y ésta no podía detenerse en el ímpetu de su amor y deseo de adelantarse a la obediencia del cumplimiento de los mandatos de su Eterno Padre en salvar del pecado a los hombres. Hacía sus salidas conversando con los hombres, comenzando a arrojar granos de su fecunda semilla y pasando muchas noches fuera de la compañía de su Madre orando en los montes. Estas ausencias comenzaban a hacer sentir a María las penas y trabajos que se iban acercando, y veía herida su alma y su corazón con el profético cuchillo de que le había hablado el anciano Simeón. Postrábase de rodillas cuando Jesús volvía a la casa de su Madre, le adoraba y daba gracias por los beneficios que iba derramando entre los pecadores.

Exhortada María por Jesús a causa del heroico ofrecimiento de acompañarle y seguirle en sus jornadas, desde entonces dicen los historiadores que en casi todas las salidas que hacía Jesús le acompañaba su Madre. Esta compañía y estas obras duraron tres años antes de empezar la predicación y recibir y ordenar el bautismo, y acompañado de María hizo muchos viajes por los lugares comarcanos a Nazareth y hacia la parte de Neftalí. Conversando con los hombres comenzó a darles noticias de la venida del Mesías, asegurando estaba ya en el mundo y en el reino de Israel, pero de manera que sin manifestar el mismo Unigénito su dignidad en particular, empezaba a dar noticia de ella en general por modo de relación de lo que sabía con certeza.

Los milagros que debía obrar no habían llegado todavía su hora, enseñaba, y con interiores inspiraciones demostraba y derramaba en los corazones de los que le escuchaban enseñanzas y testimonios que facilitaran poco después su obra. Acompañaba estas conversaciones y lecciones con las obras de caridad y de misericordia más tierna, consolando a los tristes, visitaba a los enfermos y animaba a los débiles, enseñaba a los ignorantes y auxiliaba en su agonía a los moribundos, remediaba las necesidades y enseñaba las sendas de vida y de verdadera paz. A todas estas obras y enseñanzas acompañábale María, y como testigo y coadjutora que era de la obra de la redención, le animaba con la alegría de su hermoso rostro en la práctica de aquellas tan hermosas obras de las que era testigo y se alegraba como Madre. Como todo le era patente, a todo cooperaba y lo agradecía en nombre de las mismas criaturas a quienes beneficiaba con la misericordia divina, y ella misma exhortaba, aconsejaba y aportaba a muchos a la doctrina de su Hijo y les daba noticias de la venida del Mesías prometido, enseñanza y adoctrinación que María realizaba más entre las mujeres, y con ellas ejercitaba las obras de misericordia de su Hijo.

En estos primeros años pocas personas acompañaban y seguía a Jesús y a María, no eran llegados todavía los tiempos; no obstante, se aproximaba, ya Jesús cumplió los treinta años, y con ellos el abandono de la pobre casa de Nazareth y con ella la vida oculta y común con su Madre para ir a comenzar su misión. Pero no por esto abandonó enteramente a María, aun cuando ésta experimentó crueles sufrimientos cuando éste sin provisión alguna la abandonó para marchar al desierto, para entregarse a la penitencia, al ayuno, preparación de su alta misión en el mundo. Marchaba en busca de su primo Juan que se hallaba en las riberas del Jordán, quien al pronto no conoció a su pariente, que modesto y humilde entraba en el río para recibir el bautismo de penitencia: preciso fue que el cielo con sobrenaturales voces y aparición del Espíritu Santo se lo revelara.

Marchó al desierto, y cumplidos los cuarenta días de ayuno y preparación, volvió a las riberas del Jordán, y entonces es cuando su primo el Bautista le apellidó al verle:

«Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo».

A la vista del testimonio de Juan que reconocía la divinidad de Jesucristo y superioridad de su doctrina, varios discípulos de aquél siguieron a Éste. Jesús volvió con ellos a Galilea y a las inmediaciones de su patria después de una ausencia de dos meses, demasiado largos para el cariño de su Madre. Venían con Él Andrés y Pedro, venía también Felipe, su paisano, pues todos tres eran de Betsaida, pequeño pueblecillo cercano de Nazareth. Aun cuando Jesús había sido proclamado por el cielo en el Jordán después de dejarse bautizar humildemente, todavía no había hecho milagro alguno que revelase su divina misión: llegaba el momento de como hemos dicho hiciera Jesús su entrada en el mundo como su Redentor y verificara el primer milagro, y ese fue a instancias de su Madre, con su intervención y acto primero en el que se manifestó públicamente la divinidad de su Hijo.

He aquí cómo el Evangelista nos narra y cuenta este primer milagro del Hijo de María, del Hijo de José el carpintero:

«Y tres días después se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la Madre de Jesús estaba en ellas. Y fue también convidado a estas bodas Jesús con sus discípulos; pero faltando el vino, la Madre de Jesús le dijo: -No tienen vino.

»Contestóle Jesús diciendo: -Mujer, ¿qué nos importa eso a ti y a mí?

»Su Madre dijo a los que servían: -Haced lo que Él os diga.

»Había allí seis tinajas de piedra para las purificaciones de los judíos, en cada una de las cuales cabía dos o tres metretas (venían a ser nueve arrobas castellanas). Díjoles Jesús: -Llenad de agua las tinajas; y las llenaron hasta arriba. En seguida añadió: -Sacad ahora y llevad al maestre-sala. Hiciéronlo así; mas luego que el maestre-sala probó el agua convertida en vino, ignorando de dónde éste procedía, pues no se lo habían dicho aún los sirvientes que lo sabían por haber echado el agua en las tinajas, llamó al novio y le dijo: -Todo hombre en estos casos hace poner primero el mejor vino, y después que la gente comienza a sentir los efectos de haber bebido bien, saca otro inferior, pero tú lo has hecho al revés, porque has guardado para lo último el mejor vino.

»Este fue el primero de los milagros, y lo hizo Jesús en Caná de Galilea, con el cual manifestó su gloria, de modo que sus discípulos creyeron en Él».

Pero qué intervención tuvo María en dicho milagro, es lo que vamos a ver expresando nuestra opinión según lo que dice Lafuente:

«Hay autores que suponen que el novio era precisamente San Juan Evangelista, el cual en vista de este milagro dejó a su mujer y familia, para seguir a Jesucristo. Por respetables que sean los autores que han seguido esta opinión, parece poco conforme con las ideas de los Israelitas, y con lo que prescribía la ley con respecto a los recién casados. Lo que se hace notable en el Evangelio de San Juan es que sólo había de María dos veces, una en el pasaje citado y otra al fin, al describir la muerte de Jesús. En uno y otro caso ni aun la nombra: llámala solamente la Madre de Jesús; en uno y otro caso parece poner en boca de Jesús palabras de despego, llamándola a secas mujer, negándole el dulce título de Madre. ¿Será esto por desdén o falta de aprecio? Ridículo fuera y hasta mal sonante. María fue su Madre, y él la acompañó y sirvió en los últimos años de su vida: ¿habría ingratitud en ese desdén? Parece pues calculado el silencio de San Juan para no dejarse llevar del afecto demasiado, del que había profesado a María, su sagrada Madre. Su Evangelio es el que más diviniza a Jesús, por decirlo así, por eso es el águila de los Evangelistas, que más se remonta sobre las nubes, que mira hito a hito al sol de la luz increada. Deja para esto a un lado todos los afectos de la tierra y de la familia, no habla de genealogía, de padres, de nacimiento, de nada de lo que hablan los otros Evangelistas, que le habían precedido. Si habla del Bautista, es porque anuncia la divinidad de Jesucristo, y por este prenuncio comienza su Evangelio. Ni aun dice quiénes eran los padres de San Juan, ni el parentesco de éste con Jesús. Si no tuviéramos más que el Evangelio de San Juan, negaríamos que el Bautista fuese pariente de Jesucristo. ¿Cómo habían de ser primos si al ir a bautizarle San Juan no conoce a Jesús; et ego nesciebam Eum? Así pues, el silencio de San Juan con respecto a María, es calculado y misterioso, como lo es la preterición de todo lo relativo a su nacimiento, familia y vida privada de que hablan los otros Evangelistas.

»Por lo que hace a la pretendida dureza de las palabras de Jesús a su Madre cuando ésta le expone la cuita de los recién casados, volvemos a los argumentos del pretendido desdén con que Jesús acoge a su Madre al hallarle en el Templo con los doctores de la ley. Volvemos también el argumento con que respondimos a este argumento. Jesús tenía obligación de respetar a su Madre. «Honra a tu padre y a tu madre», había dicho Él mismo a Moisés en el Decálogo, y Él «no se eximía de esta ley, que había venido a cumplir y no a relajar; Jesús pues, ¡blasfemia sería asegurarlo como un aserto! falta a su deber. Expliquen esa blasfemia los protestantes, pues que la lleva implícita su argumento.

»Augusto Nicolás, dice con pensamiento muy acordado y claro: Además de ser textual, concuerda mejor esta versión última (de las palabras de Jesús) con la segunda parte de la respuesta del Salvador en que expresa el motivo.

-»Todavía no ha llegado mi hora.

»Este motivo no es absoluto, es relativo, por tanto quita a la primera parte de su respuesta su carácter absoluto, carácter que tendrían en ese caso las palabras de la traducción que no admite Lafuente, ni tampoco nosotros de

-»Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? -Y concuerdan mejor aquellas de

-»¿Qué nos va en eso a TI y a MÍ? -Estas son relativas a las circunstancias en que ambos se hallaban; porque si entre Jesús y María no hay nada común, esto debe ser de siempre, y no se comprende entonces a qué viene el decir, que no había llegado la hora de Él; al paso que se comprende muy bien lo que quiere decir con eso si el sentido es de que no habiendo llegado la hora de servirse de su poder para los fines de su misericordia, todavía no era oportuno invocarle con tal objeto».

Y así lo entendemos nosotros: María no se dio por desairada, y lejos de eso, vemos de qué manera dice a los sirvientes hagan lo que Él les mande.

Lafuente termina este pasaje con las siguientes palabras: «Para nuestro propósito hay otra observación que es la más práctica, y por tanto la que sirve de final a este asunto. Niegan los protestantes y sus afines importancia a la Madre del Salvador y su mediación para con Dios, alegando que no necesitamos mediador con Dios. Por eso combaten el culto de María, y procuran rebajar su importancia. Claro que podemos acudir a Dios directamente, pero eso no quita que acudamos a Jesús por conducto de su Madre, como por conducto de Jesús acudimos a su Eterno Padre en el concepto que tenemos de la Trinidad Santísima... Si Jesús en Caná atendió al ruego de su Madre, ¿atenderá menos ahora en el cielo?»

Capítulo XXII: MARÍA ACOMPAÑANDO A SU HIJO EN LA PREDICACIÓN.

-BAUTISMO DE MARÍA. -SU IDA A CAFARNAUM. -SU PELIGRO EN NAZARETH. -LA ACOMPAÑAN UNAS DEVOTAS MUJERES EN SU VIAJE CON JESÚS. LA MADRE DE LOS HIJOS DE ZEBEDEO. -EL MONTE DEL PRECIPICIO EN NAZARETH, IGLESIA A MARÍA EN EL SITIO DEL «TREMOR» O DEL «TERROR».

Hemos narrado ya algunos de los hechos de María acompañando a su Hijo en esas primeras peregrinaciones en las que iba sembrando su salvadora doctrina, y hémosla visto acompañando a su amantísimo Hijo, sufriendo las mismas penalidades y trabajos que Aquél en sumisión por los pueblos comarcanos a Nazareth. Y esta compañía se ha de hacer más clara y visible cuando abandonando la casa de Nazareth, entrégase ya Jesús al pleno de su predicación; entonces María no le deja un momento de su mirada y va acompañada de una porción de mujeres evangelizadas por la doctrina de Jesús y aleccionadas por María, a la cual siguen y acompañan, como Ella siguió los pasos de su Hijo no dejándole ni en su pasión, ni en su martirio, muerte y sepulcro. María y algunas de las buenas mujeres, discípulas de la enseñanza de Jesús, no la dejan; y aunque en corto número la siguen, guardan y con Ella lloran y sienten sus penas en la vía dolorosa, la siguen al Calvario, donde presencian la muerte del Justo, y con María lloran y consuelan en tan cruel angustia y tremendo sufrir de Madre amantísima. María Cleofás, Magdala, la poderosa castellana del de Magdalo, convertida por la palabra de Cristo, acompaña a María y al pie de la Cruz llora, y con sus cabellos enjuga la sangre de los pies del divino Maestro, interesantes figuras cuya belleza y hermosura sirven para realzar más y más en aquel doloroso acto la belleza moral y encanto de la Santísima María, nuestra Madre y consuelo en los momentos de dolor, y nuestra alegría y bendición en la de la santa y tranquila de los goces de la familia cristiana, bajo cuyo amparo vivimos y creemos los que en Ella nuestra esperanza tenemos puesta.

La gran misión de María aparece más y más hermosa cuanto más la estudiamos, consideramos y meditamos. María acompañando a Jesús su Hijo, compartiendo con Él los dolores y trabajos, los desprecios del mundo que no quería ver la luz; María acongojadada en Nazareth cuando ve en peligro la vida de su Hijo por predicar la verdad, e increpar de una noble y justa manera la conducta dura y nada caritativa de sus paisanos, se eleva de tal suerte ante nuestra consideración, que aún encontramos pequeña su grandeza para lo que nuestro pecho debe desear, y desea, para el santo nombre de la grande e incomparable María, corredentora de la obra de su Hijo, madre del amor hermoso por la salvación de la humanidad y consuelo de nuestras penas, de ellas madre, que las sufrió tantas y tan inmensas, que corazón humano no podría soportar, y hoy es desde los consuelo de nuestras penas, salud de los enfermos y consuelo de los tristes, que con su amparo y protección hallan salud, alegría y dicha con solo pronunciar su dulcísimo nombre.

María pues, no abandonó a Jesús en su celestial obra, acompañóle en sus predicaciones, y humillada a sus pies a su regreso del desierto y del Jordán, purificado con su presencia al recibir de manos del Precursor el bautismo, quiso Ella también participar de la gracia regeneradora de las aguas y pidió a su Hijo aquella nueva purificación. ¡Ella la Madre de toda pureza! pidió a su Hijo la regeneración por medio del agua del bautismo, por medio del sacramento que acababa de instituir.

Jesús accedió a la petición de su Madre, y María recibió de manos de su Hijo el Sacramento salvador, oyéndose entonces como en Jordán las palabras pronunciadas por Jesús:

-Esta es mi Madre muy amada, a quien yo elegí y me asistirá en todas mis obras.

El cielo resplandeció a aquella invocación y el Santo Espíritu desde lo alto dijo:

-Esta es mi Esposa, escogida entre millares.

María recibió en muestra de humildad las aguas regeneradoras del bautismo, y entonó cántico de gracias por aquel beneficio recibido de manos de su Hijo amado.

María, fuente de pureza, había dado una nueva prueba de humildad y respeto a su Hacedor, después del cumplimiento de la ley Mosaica de la Purificación, el Sacramento del Bautismo y la regeneración por el agua salvadora.

Este acto cambió en algo ya la manera de vida de María, dejó las costumbres solitarias y aislamiento, para seguir a Jesús en sus viajes de predicación por Israel. Comenzaba la vida de acción de Jesús, y María, copartícipe en aquella grandiosa obra, debía tomar la parte señalada por el Eterno Padre que la había escogido entre millares. Dejaba de ser la casta paloma enriscada en lo alto de una peña cuidadora de sus hijos, donde contemplaba el mundo y los pueblos, valles y ríos tendidos a sus pies, para convertirse en la mujer fuerte por excelencia, templada por el dolor y el sufrimiento. María había criado y educado a su Hijo, había trabajado y llorado por Él, y ahora tenía que seguirle, siendo su sombra cariñosa, ejemplo vivo de los trabajos de su Hijo que venía a salvar a los hombres y mujeres de la esclavitud del pecado, y a María le incumbía la participación de aquella salvación, siendo la evangelizadora de la mujer, la fecundadora de la doctrina predicada, enseñada y demostrada por su Hijo. Tenía que acompañarle por el mundo, siendo su consuelo ante la ingratitud que esperaba de los hombres; sería un consuelo cuando con los ojos llenos de lágrimas se encontraran en la vía Dolorosa, sería la que desde el pie de la cruz con sus doloridas miradas enjugara el sudor angustioso del rostro de su Hijo, era la que debía recibir su cuerpo al desclavársele del santificado Leño y depositarlo en el sepulcro, era la que debía recibir la santa e incomensurable alegría de madre al contemplarle resucitado, lleno de vida y transfigurado con la majestad del mártir, vencedor de sus verdugos.

A Cafarnaum, después de las bodas de Caná, en donde tuvo lugar por intercesión de María, el primer milagro obrado por Jesús en su divino poder, dirigiéronse Jesús, sus primos y discípulos, acompañados de la Purísima Señora. Estaba asentada la ciudad en las orillas del lago Genevarat o de Tiberiades, llamado todavía mar de Galilea.

Este hermoso sitio, tan perfectamente descrito por los peregrinos viajeros, es uno de los puntos y panoramas más hermosos de Galilea. Lamartine, Chateaubriand, Sonlcy y otros cien viajeros, y entre los españoles, Ibo Alfaro y Barcia, describen este encantador paisaje con los más vivos colores, y aun cuando fuere atrevimiento, consignamos, como lo hemos hecho, nuestras pobres impresiones ante cuadro tan hermoso.

«Es necesario contemplar este paisaje bajo dos punto de vista, a cual más inspirador y dulce para el alma, bajo el del sentimiento religioso y el de la poesía, de la belleza. Y como ésta, como fuente de inspiración, nace de los sentimientos que aquélla inspira como obra majestuosa de Dios, fuente de toda belleza, de aquí que tan íntimamente unidas anden ambas fuentes de religión y de belleza, que no pueden separarse sin dejar incompletas una y otra. Esto pensaba cuando bajábamos las últimas cuestas de los montes que encierran el seno o valle en que se asienta el hermoso e inspirador mar de Tiberiades. Las montañas que le rodean, el verde campo que en sus riberas se extiende, y Cafarnaum que claro y distinto en su artístico conjunto desde aquí distinguimos, reflejándose vagamente en las transparentes aguas en calma de este hermoso y deslumbrante lago, que reverbera con chispazos de luz que ciega y deslumbra, como llena de luz deslumbrante la del Evangelio, no puede ser cuadro más espléndido ni maravilloso. La vista encantada se fija en aquel mar en cuyas aguas se retratan las blancas nubes primaverales que cruzan un cielo azul, limpio e intenso, más puro y transparente por la lluvia de anoche, que hace exhalar a las selváticas plantas que pisa nuestro caballo, penetrantes perfumes que se unen con el aire húmedo y saturado con las emanaciones del lago y del heno de las huertas; pero si la vista se extasía ante la contemplación de belleza tanta, el corazón no mira a la tierra, pero con sus ilusorios ojos mira al cielo como queriendo preguntar a Dios, a Dios nuestro Padre, si ese cielo, si esas aguas, si esas nubes, si esos campos, si ese pueblo y si esas barcas son todos, todos los mismos objetos que contempló la mirada de Jesús, y si esos ecos son los mismos que repitieron sus palabras, y de eco en eco, de repercusión en repercursión han sido oídas, escuchadas, entendidas y cumplidas por el mundo entero, por la humanidad que en Dios cree, en Él espera y en la doctrina de Jesús comulga.

»Lentamente vamos descendiendo a la llanura y achicándose el horizonte y la extensión de aquel lago incomparable, que fecunda el Jordán con sus sagradas aguas. Inmenso, hermoso e inspirador silencio nos rodea, sólo el canto de los pájaros que se esconden entre los árboles del pan de San Juan, los algarrobos, interrumpen tan hermoso silencio. Los ruidos del pueblo no llegan hasta nosotros, tan débil es la voz humana comparada con la inmensidad del silencio que ahoga aquellos débiles ruidos de la vida del hombre, tan orgulloso como pequeño ante la grandeza de la obra del mundo, débil muestra del poder de Dios.

»Allá abajo vese distintamente Cafarnaum y en la orilla del lago amarradas unas barquillas, y entonces recuerdo el sermón de Jesús, el sermón que tuvo por cátedra un barquichuelo y por auditorio un pueblo de pobres pescadores. Desde aquel movedizo púlpito Jesús habló y predicó a la muchedumbre, y aquel barquichuelo, aquella canoa, vive y vivirá, es la barca de Pedro, es la barca combatida por las tormentas en que Pedro y los suyos temen perecer entre las encrespadas olas de aquel hasta entonces tranquilo mar y que Jesús con su mirada, con su palabra, apacigua y tranquiliza. ¡Ah! y diez y nueve siglos que esa barquilla lucha con las tormentas del mundo, y diez y nueve siglos de bogar por ese proceloso mar no la han envejecido, y sus cuadernas permanecen sólidas, perfectamente calafateadas, no hacen ni harán agua, no zozobrará volcada por la fuerza de las olas, ni se romperá su timón regido por la mano de Pedro, y seguirá bogando y navegando hasta la consumación de los siglos.

»En ese pobre y mezquino pueblecillo, albergue de pobres pescadores, se aposentó Jesús, María y los discípulos del Maestro. En sus míseros techos halló albergue el Redentor del mundo, y el nombre del humilde pueblecillo vive y vivirá cual no han vivido y han desaparecido del haz de la tierra ciudades importantes, Nínive, Babilonia y cien, que son hoy morada de tigres y serpientes sus tristes y abandonadas ruinas.

»Ya percibimos el monótono ritmo de las mansas olas que vienen a morir rizosas en la arenosa ribera, ya distinguimos los aparejos y velas remendadas tendidas al sol para enjugarse de la pasada lluvia, ya vemos algunos míseros pescadores remendando aquellos artefactos de su trabajo, cual encontraría Jesús a Pedro en lejanos siglos, antes de que Jesús le hiciera dejar las redes para pescar almas y hombres para la doctrina salvadora del Evangelio.

»Dentro de media hora estaremos en Cafarnaum, y después de descansar en él, tomaremos la barca que ha de conducirnos por el histórico lago...

»Jesús le había escogido admirablemente, como era propio de su divina esencia, para ejercer su misión de Salvador del mundo; por Cafarnaum pasaba la vía que era el camino de unión de Siria con el misterioso Egipto, y en él se cruzaba, comunicaba y descansaba el comercio del extremo Oriente. Allí se juntaban extrañas caravanas, y allí, árabes y fenicios, sirios y egipcios, se entrecruzaban y establecían sus mutuas relaciones y se confraternizaban los pueblos por ese lazo poderoso de unión que es el comercio. Las relaciones guerreras, las armas jamás unen ni unirán los pueblos, las armas llevan odio, destrucción, muerte, horrores, maldiciones, lágrimas y desolación. Por donde pasa un ejército le sigue la ruina, la peste, incendio, el llanto; por eso los ejércitos buscan y hacen sonar instrumentos ruidosos que apaguen los ayes, las maldiciones que los acompañan necesitan vestir metales relumbrantes, colores vivos, plumajes, colas de caballos que cubran las cabezas de los soldados, para que con ellos, con estos adornos, no se vea la imagen de la muerte que representan, y como el huracán pasan devastando, llevando barbarie sobre barbarie, separando a los hermanos por la ley del odio, por la violación del derecho, por la brutal ley de las fieras, la fuerza; por eso nunca los ejércitos han unido a los pueblos, y como aquél, no dejan de su paso más que tristeza y luto.

»En cambio, el comercio, cambiando productos, llevando, transportando elementos de vida, siendo producto del trabajo acumulado y como a tal santificado por Dios, con el sudor de tu rostro ganarás el pan, ha sido el lazo que ha unido a los pueblos, ha creado relaciones de paz y de riqueza, sin estruendos ni aparatos, sin más armas que las del trabajo ni más adornos que la verdadera riqueza, es, ha sido y será el complemento más relacionado con la doctrina de Jesús, amaos como hermanos: Fenicia comercial, Egipto comercial y científico, Cartago en sus primeros tiempos, son más grandes que Roma militar, odiada y aborrecida por todos los pueblos. Los nombres de Colón, de Magallanes, de Parmentier y de Edisson, serán siempre bendecidos y conocidos de la humanidad. Fernando VI, en nuestra patria, será siempre bendecido y será más grande que Carlos I, y Napoleón y Federico de Prusia serán considerados como verdugos de la humanidad y el nombre de aquél será pronunciado con simpatía.

»Cafarnaum gozó de este privilegio de ser en su insignificancia, y lo fue lazo de unión comercial entre lejanos pueblos, que al reunirse allí se trataban como hermanos por la ley de solidaridad santa del trabajo. Allí estableció Jesús su cátedra en donde poder difundir su doctrina de humanidad y redención entre gentes que ya se amaban, por la ley del cambio, de la santificación del trabajo, y por esto se le denominó la Galilea de las naciones. Allí predicaba Jesús a su pueblo y al mismo tiempo a las naciones, pues las caravanas, al partir, habían de llevar a remotas tierras su doctrina, y por eso dice San Mateo: «Dejando la ciudad de Nazareth (Jesús) fue a morar en Cafarnaum, ciudad marítima en los confines de Zabulón y de Neftalí, con lo que vino a cumplirse lo que dijo el profeta Isaías». El país de Zabulón y el país de Neftalí, por donde se va al mar de Tiberiades, a la otra parte del Jordán, la Galilea de los gentiles, este pueblo que yacía en tinieblas, ha visto una grande luz que ha venido a iluminar a los que habitaban en la región de las sombras de la muerte».

Y sigamos ahora en la narración de la vida de María, que en este punto está tan íntimamente ligada con la de su Hijo, que es imposible prescindir del primero para ocuparnos tan sólo de la segunda: la íntima unión de Madre e Hijo, hace que tenga que hablarse de Jesús al ocuparnos de María y de la Señora al escribir los hechos maravillosos de la vida del Redentor de los hombres. Su residencia en los primeros tiempos fue en casa de Pedro el pescador y allí la Virgen María se aleccionaba más y más en la doctrina de su Hijo, no perdiendo una palabra ni una mirada de Jesús y comenzaba a vivir en la compañía de los Apóstoles de su Hijo.

Partieron de ella a poco tiempo, pues se aproximaba la Pascua. Jesús se fue acercando a Jerusalem para celebrarla en los catorce de la luna de marzo, y fue ya acompañado de su Madre. A la santa Señora acompañábanla algunas mujeres desde Galilea, por haberlo así disputado la divina sabiduría de Jesús, entre otros fines para que María tuviese compañía con ellas y con mayor decoro la hiciesen guarda y estimación. De ellas tenía cuidado la Pura Señora y congregaba y enseñaba llevándolas a los sermones y enseñanzas de su Hijo. Estas devotas mujeres no comunicaban con Él sino por medio de María, en quien posaban los cuidados de Madre de familia.

Volvió a Galilea, en Cafarnaum, y de allí a Nazareth. Entró en la Sinagoga el día de sábado, según acostumbraba, y se levantó para leer. Habiéndole entregado el libro del Profeta Isaías, así que lo desenrolló halló el pasaje en que está escrito: «El espíritu del Señor sobre mí; por eso me consagró ungiéndome al enviarme a predicar a los pobres y curar los que de corazón estén contritos; para anunciar su libertad a los cautivos, dar vista a los ciegos, aliviar a los oprimidos, publicar el año de las gracias del Señor, y el día de la retribución».

«Luego que hubo rollado el libro lo dio al ministro, tomó asiento, todos los que estaban en la Sinagoga fijaron en Él sus miradas, y Él empezó a decirles: -Hoy se cumple esta sentencia de la Escritura que acabáis de oír. Y todos le daban testimonio y se admiraban con las palabras de gracia que salían de su boca, y decían: -Pues qué, ¿no es éste el hijo de Josef? Y Él dijo: Sin duda que vosotros diréis: -Médico, cúrate a ti mismo; haz, pues, aquí esas maravillas que has hecho en Cafarnaum. Y añadió: En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Y también os digo asimismo: cuando el cielo estuvo tres años y seis meses cerrado sin llover y hubo gran hambre en toda la tierra, había en Israel muchas viudas, mas a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una pobre viuda de Saropta, en tierra de Sidón.

»También había muchos leprosos en Israel en tiempo de Elías, y ninguno de ellos fue curado sino Naaman, que era de la Siria.

»Al oír esto los de la Sinagoga se llenaron todos de ira, y levantándose contra Él, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta la cima del monte sobre que está edificada su ciudad, para precipitarle de allí. Mas Él se retiró pasando por entre medio de ellos».

Este pasaje de la vida de Jesús se relaciona con la vida de María únicamente por el espanto y terror que causó en María el hecho de querer los de Nazareth despeñar a Jesús del monte que desde entonces se llamó del Tremor o del Terror, el tajo o precipicio de que hemos hablado anteriormente. Sobre este monte se ha construido un santuario para perpetuar el recuerdo, y en otro altozano inmediato los griegos han construido otro templo, diciendo ser aquél el lugar en donde tuvo lugar el hecho que relatamos: al terminar este capítulo describiremos el templo católico tal cual hoy se encuentra.

Este hecho del conato de despeñamiento debió tener lugar poco después de la boda de Caná, pues San Lucas, el gran narrador de la vida de María, es quien más detalles da acerca de este hecho, que tanto temor produjo en la Santa Señora, y este hecho debió influir en la resolución de María en abandonar el pueblo y seguir a Jesús en sus peregrinaciones en Galilea, y otro pasaje del Evangelista San Mateo nos lo indica así.

Estaba predicando Jesús contra varios pecados y en especial contra el de la obstinación, cuando llegaron su Madre y algunas parientas que deseaban hablar con Él.

«Mas he aquí que, cuando aún estaba hablando al pueblo, su Madre y sus hermanos estaban fuera buscando cómo hablarle, y le dijo uno: -Mira que tu Madre y tus hermanos están ahí fuera buscándote. Pero Él respondió al que lo decía: -¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo la mano hacia sus discípulos dijo: -¡He aquí mi Madre y mis hermanos! Porque cualquiera que hiciese la voluntad de mi Padre en los cielos, es mi hermano y mi madre».

Debemos aclarar este punto para que si por ignorancia o sencillez no se entienden en su verdadero sentido. Sabemos quiénes eran los parientes o primos de Jesús, hermanos, en costumbre del país; los mismos de Nazareth los habían enumerado al oírle predicar en la Sinagoga, diciendo:

« -¿Pues qué no se llama su Madre María y sus hermanos Santiago, y José, y Simeón y Judas? Y sus hermanos ¿no están todos con nosotros?» Ahora, consta por el mismo San Mateo, cap. IV, v. 21, «que Santiago y San Juan eran hijos de Zebedeo. Su madre María Salomé, los presenta con orgullo al Salvador, para que sean sus privados en su Reino celestial». (Cap. XX, v. 24.) En el orgullo de esta presentación está a juicio de D. Vicente Lafuente y en el nuestro muy acertadamente, la clave de la respuesta misteriosa de Jesús. Conocía éste que sus parientes se lisonjeaban de verle aplaudido, tenían vanidad y aspiraban a obtener medros personales.

«Entonces se llegó a Él la mujer de Zebedeo con sus hijos adorándole y pidiéndole una gracia. Él le dijo: -¿Qué quieres? Respondió ella: -Di que estos dos mis hijos se sienten uno a tu diestra y otro a tu izquierda en tu reino». (Cap. XX, v. 20. S. Marcos, capítulo X, v 35.) Preciso era abatir este orgullo de sus parientes con tal inoportunidad que lastimaba a los discípulos y rebajaba su misión divina, y si Jesús hubiera accedido a las pretensiones de sus parientes para hacer un negocio con su doctrina, se hacia un hombre vulgar como cualquier otro.

Ya por lo visto, sucedía entonces lo que ocurre ahora con nuestros hombres políticos de baja ralea, predicar autoridad, selección y pureza, para cuando se llega a la altura deseada convertirse en lo mismo contra lo que desde la oposición habían tronado y censurado. Ya como vemos, comenzaban los gérmenes familiares a intentar aprovecharse del encumbramiento de un pariente del que hasta entonces no se habían acordado ni reconocido como a tal por su pobreza o por su obscuridad. Siempre el mundo ha sido lo mismo, y vemos que la mujer de Zebedeo en esta ocasión, era una verdadera pretendiente al establecimiento de las bases de nuestra actual primocracia, yernocracia y demás graduaciones en parentela como títulos para el disfrute de los beneficios del poder.

El Evangelio, hablando de la pretensión orgullosa de la mujer de Zebedeo, perfecto recuerdo de una ministra de nuestros tiempos, dice que los discípulos llevaron a mal semejante orgullo.

«Y oyendo los diez, se indignaron contra los dos hermanos».

Por eso respondió Jesús como lo hizo a sus Padres cuando le hallaron en el Templo, y cómo contestó después al mismo Pilatos, que Él estaba en el mundo para hacer la voluntad de mi Padre la mía.

«El que os sentéis a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concedéroslo, sino que es para aquellos a quienes así lo tiene preparado mi Padre».

Con esta contestación despidió a los ambiciosos parientes, per esta respuesta no alcanza ni puede alcanzar a María, personificación de la humildad. No podían dirigirse estas palabras a la cantora Magnificat, no se reprende al que no yerra. Durante su vida buscó la obscuridad de la existencia, escondida y oculta a los ojos del mundo y de los hombres. María sigue acompañando a Jesús, con Él sube a Jerusalem, su corazón de madre prevé, no como quiera el riesgo, sino la desgracia. Jesús la tiene anunciada a sus discípulos, que ni la han comprendido ni la quieren creer.

Orsini termina este punto de la existencia de María antes comenzar su penosa calle de amargura con los sufrimientos de Hijo: «En medio de las agitaciones de una vida llena de turbación y de alarmas, la Virgen fue admirable como siempre, amando a Jesús más que madre alguna amó nunca a su hijo, y pudiendo sola llevar ese amor extremado hasta los últimos límites de la adoración, jamás, le impuso su presencia para ocupar en provecho de su ternura maternal los momentos cortos y preciosos de la misión del Salvador; jamás le habló de sus fatigas, de sus temores, de sus previsiones siniestras, ni de sus necesidades personales».

Así explica en su poético lenguaje el estado de María, sus temores y sobresaltos, y como dijimos, pasaremos ahora a describir como hemos dicho el templo de la montaña del Trémor, del Temblor o del Terror de la pura y Santa Señora.

Según una antigua tradición, el monte desde el cual los nazarenos quisieron despeñar a Jesús por lo que había dicho en la Sinagoga es el conocido hoy con el nombre de Djebel-el-Kafzeh, o sea el salto o precipicio.

Dista unos cuatro kilómetros de la ciudad, y le rodean espantosos despeñaderos; está situado al Mediodía de Nazareth, y en mitad de este camino y junto a un collado hay una iglesia que se denomina del Pasmo de la Virgen; por aquí fue donde encontró a las gentes que le dijeron lo que querían hacer con su Hijo y corrió en su busca, hallándolo en este punto cuando ya había escapado de manos de sus enemigos.

Esto decía en mediados del siglo XVII el devoto Peregrino en su tan conocida obra, pero en este siglo se han practicado allí varias excavaciones, que han dado el resultado de encontrar los PP. Franciscanos los restos de una iglesia y vestigios del monasterio de monjas benedictinas que de antiguo existía en aquel punto con el nombre de Santa María del Tremore, haciendo con ello alusión al espanto que se apoderó de María al tener noticia del crimen que se intentaba, y ver a su amado Jesús perseguido por las turbas.

He aquí cómo el artista viajero y peregrino D. Ángel Barcia, describe este lugar y templo:

«Subimos a una de las cimas que dominan a Nazareth y entramos en la capilla del Tremor, levantada en el sitio en que la tradición latina dice que la Virgen se detuvo extremada el día que los de Nazareth quisieron despeñar a Jesús por el precipicio. Su capilla, de mejores proporciones que la de Mensa Cristi, es también moderna, sin valor arquitectónico y pintada de colorines desentonados como la otra...

»La tradición del Tremor de María conserva la memoria de un hecho tan natural y verosímil, que es imposible dudar de él; pero no puede decirse otro tanto del sitio en que se verificó. Por dos caminos se va igualmente desde Nazareth al Precipicio». Los latinos tienen aquí su capilla, y enfrente tienen los griegos la suya, harto mejor que la de los occidentales.




VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XXI: MUERTE DE JOSÉ.