VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XXIII: MARÍA EN LA ENTRADA DE SU HIJO EN LA CIUDAD.

Capítulo XXIII: MARÍA EN LA ENTRADA DE SU HIJO EN LA CIUDAD.

-ESTANCIA DE MARÍA EN BETHONIA EN CASA DE LOS HERMANOS DE LÁZARO. -DESPEDIDA DE JESÚS Y DE SU MADRE PARA IR AL SACRIFICIO. -MARÍA EN LA NOCHE DE LA CENA.

Mirad que vamos a Jerusalem, y allí el Hijo de la Virgen será víctima de una traición para ser crucificado. Así había dicho Jesús a sus discípulos al ir a terminar su misión evangélica, y al emprender su último viaje a la Ciudad Santa, acompañado de sus Apóstoles y discípulos y de las piadosas mujeres, parientas en su mayor parte, que le acompañaban y servían en sus viajes.

Llegamos a los momentos más terribles de la vida de María, se acercaba el tiempo del cumplimiento de las profecías, y en el que el Hijo de Dios había de sufrir muerte por la redención humana. María lo sabía, sabía que el cumplimiento de la palabra de Dios no podía dejar de ser; pero su corazón de Madre y de mujer, sufría terribles congojas ante un sufrimiento que creía superior a sus fuerzas. Miraba a su Hijo, contemplábale tan lleno de perfecciones, que se aumentaban al mirarle con ojos de Madre, y entonces mayor era el dolor, más grande la pena, que invadía su corazón, cuando al mismo tiempo le veía seguido de multitudes que escuchaban llenas de fe su conmovedora palabra, su sencilla elocuencia que llenaba el ánimo y de esperanza inundaba las almas. Le había visto Hijo de Dios en las bodas de Caná, le había contemplado Hijo de Dios en aquel primer milagro en que manifestó su poder, le veía de continuo seguido de la multitud, ansiosa de escuchar su palabra, le había visto transfigurado en su hermosura sentado al pie de un árbol explicando su doctrina rodeado de las gentes que embebecidas recibían sus lecciones, le había visto rodeado de niños que con sus inocentes miradas le adoraban y amaban, y Él pasando su mano sobre aquellas cabecitas decía: «dejad que los niños vengan a mí». Le escuchaba predicar ley de amor con el «amaos los unos a los otros, y no espere perdón, quien no perdone a sus enemigos». Veía a sus pies a la mujer adúltera retorcerse ante el terror del castigo que iba a imponérsele por su crimen, y veía una a una caer de las manos de sus ejecutores las piedras ante la palabra de aquel Jesús que decía: «Arroje la primera piedra quien esté libre de culpa». Y ante aquella dulce mirada de misericordia para la culpable, y aquella mirada de recto juez que inquiría la conciencia de los acusadores, de aquella mirada con la que arroja del Templo a los mercaderes y usureros que convierten la casa de Jehová en infame centro de criminal contratación, no de lícito comercio, y veíales huir ante aquel látigo terrible que fustiga a los criminales con dura mano, para dejar caer el látigo y tenderla llena de caridad para levantar al caído y resucitar al muerto. Veía a Lázaro, a la hija de Jairo levantarse ésta del lecho de muerte, y salir aquél del sepulcro después de algunos días de muerto, y por último, veía en Jesús, la representación de la fe en su doctrina proclamada por el Centurión, por las sencillas mujeres, por todos aquellos a quienes la fe en su Hijo, en sus promesas, había curado del pecado, de la muerte, y con la luz de su palabra y de sus obras devuelto la luz a sus nublados ojos. Contemplaba tanta humilde grandeza en la sencillez y hermosura de sus actos y palabras, y temblaba, sí, temblaba ante el momento supremo de la redención que iba a verificarse, siendo la hostia su Hijo, su amado y querido Jesús, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, como lo dijo y saludó el Precursor al recibirle en el Jordán.

¡Momentos de alegría para la Virgen Madre, pero ¡ay! que aquella alegría había de trocarse dentro de poco en horas de cruento y terrible dolor que habían de destrozar aquel corazón tan puro y candoroso!

El tiempo se aproximaba, y Jesús llegaba a las puertas de Jerusalem, a la ciudad que esperaba la víctima propiciatoria, y en el seno de la cual se fraguaba traicionera conspiración contra Aquél que era la bondad y mansedumbre, el amor y la caridad para con el prójimo, nacida, fomentada y preparada por uno de sus discípulos, instrumento de la hipocresía y del orgullo de los escribas y sacerdotes que veían derrumbarse su orgullo y predominio ante las palabras de aquel Jesús que desenmascaraba sus obscuros rostros y conducta. Temían la luz y querían apagarla, ya que no podían superarla en brillantez y claridad: ¡siempre el error y la perversión atacando por la espalda y fraguando sus planes en la obscuridad alumbrada tan solo por la cárdena luz de la traición!

Y Jesús llegó a Jerusalem, y María también acompañada de aquellas santas mujeres; nadie hay que nos pruebe ni nos niegue que María se hallaba en la Ciudad Santa el día de la entrada triunfal de su Hijo, ni que dejara de presenciar aquel acto de amor y entusiasmo por el Apóstol de la doctrina del amor y de la caridad. Es muy posible, y ya hemos dicho que ninguna prueba conocemos en contrario, que María y sus compañeras presenciasen la entrada, oyesen los vítores y aclamaciones que el pueblo jerosolimita tributaba, en su mayor parte forasteros que habían acudido a la fiesta de la Pascua, gentes de los pueblos que conocían más a Jesús por sus predicaciones por el campo que de los ciudadanos de aquélla que veían en Jesús un enemigo, según las palabras de los temerosos y celosos individuos del Sanedrín, que veían en Jesús un enemigo de su poder y al que estimaban como un revolucionario, que venía a arrancarles el monopolio de su influencia, como había arrojado del Templo a los que le profanaban.

María, como hemos dicho, debió presenciar la entrada triunfal de su Hijo en Jerusalem; el entusiasmo de las gentes campesinas y aquellas palmas y ramos con que festejaban a su Hijo y el Hosanna entusiasta con que vitoreaban a aquel Monarca de la paz, que montado en humilde pollina y sin más corte que aquellos discípulos que le acompañaban, sonarían en sus oídos y herirían su vista haciéndole pensar en el sacrificio, viendo en su Hijo la víctima que entre cánticos y flores caminaba al altar del sacrificio.

María debió seguir la triunfal comitiva en medio de una alegría y temor de los enemigos que sabía conspiraban contra su Hijo, contra aquel ser inocente que decía que no era de este mundo su reino, y solo paz y amor predicaba a los hombres, asistía a los enfermos y socorría en su pobreza la miseria de los necesitados. En lo íntimo de su corazón comprendía que no habían de perdonarle sus enemigos y temía por Jesús encerrado entre los muros de Jerusalem, cercado de adustas paredes en la compañía de gentes aviesas, y de la presencia de los soldados romanos. Semejábanle aquellas moles de edificios obscura y fuerte prisión a quien como ellos hablan vivido en el campo, con horizontes abiertos, cielo inmenso y brisas y perfumes de la naturaleza que ensanchan el pecho y hacen comprender la inmensidad del poder de Dios, y comparaba ambas existencias en aquel momento con la angustia del que ve cerradas las puertas acostumbrado a la libertad de vastos horizontes y hermosos paisajes.

Pero Dios en su inmenso poder lo tenía así dispuesto: tras los hermosos valles de Galilea, tras los encantos del campo de Belén y de Nazareth, tras Cafarnaum y el lago Tiberiades, tras el desierto y el Tabor, lugares todos en donde se predica la doctrina de la verdad ante la inmensidad de la naturaleza que tanto habla a los corazones y a la inteligencia como elocuente muestra del divino poder, después de aquel hermoso período de la sementera de la doctrina del Evangelio, el epílogo entre los muros de la ciudad, el fin de aquella epopeya la más grandiosa, el Calvario, los dolores, el pago infame de los beneficiados, la traición y la muerte en la ignominiosa cruz, en el patíbulo de los esclavos por el que venía a hundir la esclavitud de sus hermanos. Todo esto se presentaría a los ojos de María arrasándolos en lágrimas del más intenso dolor, dolor que cruzando en su pecho no comprenderían, ni adivinarían aquellas piadosas mujeres que la seguían y acompañaban por las estrechas y sombrías calles de Jerusalem cerradas por arcos, con sus cubiertos pasadizos tétricos y fúnebres cual convenía al cuadro en que iba a desarrollarse el crimen espantoso del pueblo deicida.

Fijemos si no nuestra atención por unos momentos en Jerusalem en la ciudad sobre la que lloró Jesús, aun antes de comenzar su martirio, prediciendo su desolación y la ruina que le esperaba en tiempos venideros. Fijemos nuestra consideración en ella tal cual estaba en los momentos grandiosos y solemnes de la pasión de Jesús, del inocente Cordero, del Hijo de la más pura de las mujeres, para que comprendamos el marco, el teatro en que iba a tener lugar el sacrificio del Inocente.

A los hermosos valles de Nazareth y de Belén, al encantado panorama de Cafarnaum, sucede ahora un torrente seco, de color ceniciento y que no ha de arrastrar vivificantes aguas, sino el caudal de lágrimas que de aquellos muros que le cierran han de caer durante siglos de los ojos de los deicidas. Muros elevados de doradas piedras requemadas por el calor del sol y por el fuego del odio que arde en la ciudad contra el Galileo que va a morir en el Calvario, y sobre cuyos andenes brillan las lanzas del extranjero romano que presidía la ciudad. Como aterradas y asustadas ante el porvenir que les espera, agrúpanse las casas, más semejantes a inmensos cubos blanqueados, especie de sepulcros o moles de cisternas y que escalan o descienden por las colinas, sin jardines ni flores, sin esos seres vegetales que son la alegría del alma y consuelo del corazón; nunca en la morada del usurero crecen las plantas ni florecen, pues las flores son la gracia de un espíritu tranquilo y su aroma el perfume del corazón honrado y caritativo. Dos edificios gigantescos, dos inmensas mazas que parecen querer aplastar a aquel rebaño de temerosas casas, se levantan dominándola. El uno representa el templo de Jehová convertido en casa del fariseísmo y del odio en sus envidiosos sacerdotes, el otro representa la monarquía pagana dominando al que fue el pueblo escogido por Dios, el palacio del monarca pordiosero de un poder concedido por el dominador, el palacio de Herodes, el paganismo imperando sobre la ley de Dios.

La reunión de edificios que forman la Sinagoga, palacio, fortaleza, templo, santuario y tabernáculo, componen entre sí una ciudad sagrada, litúrgica, que domina y achica la ciudad civil.

Muros inmensos la rodean a gran altura con inmensos sillares de almohadilladas piedras, pórticos innumerables en la parte del Norte le dan el aspecto de un palacio de inmensa grandeza y le dan un carácter hierático, cuyas agujas de oro le presentan con el aspecto de oriental corona de pérsica ornamentación, cual la que llevan los babilónicos edificios, y como dominando a todos aquellos colosos, cual imponiéndose con su pesantez y tétrica majestad y lúgubre aspecto, se yergue la torre Antonia, abrumador cubo de rojiza piedra.

Murallas y más murallas, unas tras otras, recinto cerrando aquéllas y profundos fosos, torreones en número de sesenta, centinelas distribuidos para guardar aquel recinto, vigilar aquel templo sospechoso para los dominadores, para evitar sublevaciones y tempestades religiosas entre el paganismo, la ley y religión de aquel pueblo monoteísta. Abovedadas puertas, reforzadas y fortificadas con aspecto de poternas de feudales castillos, rematan su tétrico conjunto.

El Calvario, si hemos de dar crédito a los geógrafos historiadores, hallábase dentro del recinto de la ciudad entre el primero y segundo espacio de las murallas, monte de poca altura, riscoso, árido, con solo algún huerto y cuevas que eran sepulcros, y no lejos para subir al monte de los olivos la puerta denominada de los Rebaños, por la que Jesús salió para ir a orar al otro lado del seco y abrasado torrente. Tal era el aspecto de aquel montón de edificios, de aquella ciudad de triste aspecto, comparada con los alegres campos de Nazareth, con aquella luz intensa, profunda, deslumbradora al parangonarla con la pesada y cansada en las estrechas calles de Jerusalem con grandes sombras, esbatimentos de luz de artístico efecto en aquellos pasadizos cortados por bóvedas y arcos, más que vías amplias de comunicación por las que aparecía y desaparecía en sus fantásticos ángulos y salientes de edificios, el manso jumento o el desgarbado camello o dromedario de largo paso y cadenciosos movimientos, como los del barco que cruza tranquilo mar con suave cabeceo. Allí en ese obscuro recinto, en esa ciudad sobre la que pesaba una especie de tristeza y abatimiento, cual si presagiara el delito y la tremenda expiación de su horrendo crimen, allí se habían encerrado Jesús y María, en aquella ciudad por cuya destrucción ya su Hijo había derramado lágrimas y sentido pesar, allí en aquel antro en que la envidia y el fariseísmo tenía su morada, allí donde se fraguaban conspiraciones contra la vida de Jesús, allí entre aquellos muros, en aquella santa vía para lo sucesivo habían de hacer expiación los más grandes dolores, los más espantosos sufrimientos por dos inocentes corderos, por su inocencia y amor a la cruel humanidad.

En Jerusalem había de terminar la epopeya más grandiosa de la historia con el sacrificio del Dios hombre y comenzarse desde el pie de aquella cruz redentora otro poema de fe, de martirio y victoria, de la verdad contra el error, del uno contra mil, de las palmas de la victoria de Jesucristo sobre el mundo pagano, que al verse vencido se retuerce, y en sus convulsiones quiere ahogar al que le perdona y llama hermano.

Un período de dolor, de prueba, espera a María, y su corazón Madre ha de sufrir en breves horas el más espantoso de aquellos acerbos dolores que matan sin morir, pero que dejan el corazón destrozado para mayor sufrimiento. Veamos pues, como hemos dicho, a María en estos breves días que mediaron hasta el viernes, en que su Hijo, el Hijo de Dios, había de exclamar desde lo alto de la cruz: «Perdónalos, Padre mío, que no saben lo que se hacen».

Antes de la entrada de Jesús en Jerusalem, tuvo lugar en Bethania el grande acto del poder de Dios con la resurrección de Lázaro; llamado por las hermanas de éste acudió Jesús, y ante aquéllas y numeroso concurso, Jesús obró con su divino poder el milagro de la resurrección de aquél, que hacía unos días había muerto. Este hecho, cuya fama recorrió no solo a Bethania sino que llegó al inmediato Jerusalem, no aclaró las tinieblas del error en que Satán tenía sumidos a los enemigos de Jesús, y sólo hizo que se abrasaran más en el deseo de la venganza, en la desaparición de aquel que con su doctrina, su mansedumbre y caridad, derrocaba el orgullo y perversidad de los que bastardeaban la luz de Dios.

Había llegado la hora de que imperasen por completo las tinieblas del error, era necesario la gran obscuridad para que con mayor brillo fulgurase la clara y brillante luz de la doctrina de Jesús, y en vez de esconderse, en vez de procurar ponerse a salvo de aquella inicua persecución, Jesús vuelve a Jerusalem, y entonces entra en él en triunfo, siendo como hemos dicho más aclamado por los forasteros que por los habitantes de la ciudad.

Pasó Jesús además del domingo, el lunes y martes explicando y adoctrinando al pueblo, pero retirándose por la noche al inmediato Bethania en casa de Marta y María, las hermanas de Lázaro, en donde se hallaba su Madre; allí habíanles acogido con cariño y amor, con fe en su poderío y majestad, pues ellas, ambas hermanas, al verle llegar, llenas de fe exclamaron: «Señor, si tú hubieses estado, Lázaro no hubiera muerto». Sencilla y tierna exclamación de aquellas mujeres en quienes la fe era tan grande, que por ella y de ella Jesús obró aquel estupendo milagro. En aquella casa, templo de la más grande fe de aquellas pobres mujeres, quedaron Jesús y María; pues nadie en Jerusalem había tenido valor suficiente para hospedarle, temiendo malquistarse con los sacerdotes y los fariseos, que abiertamente condenaban la doctrina de Jesús.

En Bethania, como hemos dicho, se encontraba María, y a este poblado se retiraba su Hijo cuando volvía de Jerusalem de evangelizar con su palabra, ensanchando con ella el hoyo en que el odio y la traición querían sepultarle, hundirle, ayudados por el demonio apoderado del alma de Judas, instrumento vil de las maquinaciones de aquellos perversos. La ola de envidia, de rencor, crecía, subía y no tardaría el momento en que desplomándose sobre Jesús quisiera hundirle con una doctrina que no era sino la condenación de sus enemigos.

Quedóse el miércoles en Bethania, cuyo día pasó en la oración; llegó la noche y con ella retiróse al huerto de los Olivos, su lugar favorito para la elevación de su espíritu por la oración, y templando su pecho para la tremenda batalla que iba a librar contra el error, contra el demonio, y cuando el sol aparecía en el horizonte hallóle de vuelta a Bethania para despedirse de su Santísima Madre, pedirle permiso para morir y encaminarse a Jerusalem.

¡Qué escena más terrible para la amantísima María, qué frío cuchillo atravesaría su tierno corazón ante aquellas dulces y terribles palabras de su Hijo! Si el dolor humano, si el dolor que hiere el corazón no es fácil de pintar ni hacer sentir en su verdad por medio de la palabra, ¿cómo podríamos narrar ni menos describir la escena de sentimiento, de dolor, de sacrificio por la humanidad en que iban a destrozarse dos corazones tan puros y amantes como los de Jesús y María por salvar a la pecadora humanidad?

Postrada en tierra María, llena de dolor, adoró a su Hijo, y arrasados sus ojos en amargas lágrimas, se preparó para recibir aquel amargo cáliz, escuchando con pena y sufrimiento inconcebible las palabras de su Hijo:

-«Madre mía, con Vos estaré en la tribulación: hágase la voluntad de mi Eterno Padre y la salud de los hombres».

Escúchale María lleno su corazón, inflamado de ardiente caridad por los pecadores, y besando las manos de su Hijo, preparó su alma para los crueles tormentos que la esperaban, retiróse a un aposento de la casa de las buenas Marta y María, en donde se hallaba alojada, y vio partir a Jesús encaminando su paso seguro y sin temor en dirección de la ciudad deicida, a Jerusalem, que en aquel momento aparecía envuelta en cárdena luz que le daba fúnebre aspecto y cual si la mole de aquélla, las piedras de las casas, templos, torres y murallas palidecieran de temor ante el espectáculo que en su recinto se iba a dar en la batalla de la verdad contra el error.

Acompañado de sus discípulos marchó a Jerusalem, a la ciudad de la que no quedaría piedra sobre piedra, a la ciudad que le recibió con palmas y honores y albergaba en su seno la traición que le había de llevar de las palmas a la cruz, de la gloria al patíbulo, y durante aquel día continuó su predicación, que fue la gota que hizo rebosar el vaso. Los fariseos no podían esperar más; su odio estallaba y no había ya fuerzas que lo contuvieran, y Judas, halagado, tenía abierta a sus pies la sima de la traición en que debía hundirse.

Casabó participa de la creencia de que Jesús se despidió de su Madre antes de partir para Jerusalem; Lafuente no es de esta opinión, fundándose en la creencia de que nada se dice de esta despedida y dice: «Jesús, según la creencia más común no se despidió de su Madre al marchar al sitio donde iba a comenzar su pasión dolorosa. Quiso ahorrarle este dolor, ya que tantos iba a tener. El egoísmo busca el medio de aliviar el dolor comunicándolo, la naturaleza misma nos impulsa a este desahogo; pero el que bien quiere prefiere sufrir doble, con tal que no lo sepa ni padezca tanto como un átomo el sujeto amado, Jesús sabía que no había de morir sin despedirse de su Madre.

»Bien pronto llegó a oídos de Ésta la fatal noticia; quizá fue San Juan, su sobrino y confidente, quien la trajo a casa. Juan ya sabía de antemano la traición y el nombre del traidor».

Sor María de Ágreda es también de opinión de que Jesús se despidió de María, y la misma es la del P. Rivadeneyra, y Orsini nada dice, inclinando este silencio, en nuestro concepto, su opinión, la que francamente demuestra Lafuente de que Jesús nada dijo a María, y las razones en que se apoya son tan hermosas como grandes. En verdad que quien bien quiere, procura ahorrar sufrimientos al objeto amado: en tanto que quien en su amor no está dispuesto al sacrificio, hace partícipe de sus dolores a los que le rodean. Se dirá que esto es un egoísmo, sí, lo afirmamos, es el egoísmo del sufrimiento, es una grandeza de ánimo de que no todos participan; querer sufrir solo, padecer sin hacer sufrir a los que amamos, quererlos partícipes de la alegría y del bien, y reservarse para sí el dolor y la pena, es propio sólo de corazones nobles dispuestos al sacrificio en bien de los demás, y así comprendemos y hallamos como una prueba más de la magnanimidad del divino Corazón de Jesús, que no se despidiera de su Madre, que en su inmensa bondad quisiera ahorrar aquella inmensa pena, cuando le restaban otras que no podía conjurarlas y destrozarían aquel corazón tan puro, tan sencillo y lleno de amoroso sentimiento.

Hemos citado la opinión de autorizados escritores, y no diciendo nada el Evangelio, nuestra opinión sigue la de Lafuente, a la que consideramos como un rasgo más del divino amor del Hijo para con la Madre, como una prueba más de la grandeza de Aquél que venía a redimir al mundo con su sangre, con su martirio y el sufrimiento de la más santa y pura de las mujeres madres, de María bendita. Jesús había ahorrado sufrimientos a su adorada Madre, y en cuanto de Él dependió no desobedeciendo la voluntad de su Eterno Padre, evitó, ahorró y quitó cuantos sufrimientos pudo a María su querida Madre.

Y con esto llegamos a otro hermosísimo punto de la vida de María, a la noche santa del jueves, de la institución de la Eucaristía, a la noche de ese admirable y grandioso hecho de la bondad Divina de hacernos copartícipes de su sagrado cuerpo.

María, acompañada de las santas mujeres, había llegado también a Jerusalem, siguiendo a Jesús como le había seguido en todas sus predicaciones, en su vida pública, y siendo la oveja que seguía al Divino Cordero. Augusto Nicolás lo explica de un modo hermosísimo:

«...sólo se menciona a María, durante la vida pública de Jesús, diciendo que le seguía en todas sus marchas evangélicas, y esto mismo tiene un sentido glorioso para María. Leemos en el Apocalipsis, que en los esplendores de la Jerusalem celestial «los que son Vírgenes siguen al Cordero por donde quiera que va». (Apocalipsis, cap. XIV, v. 4.) De este modo la Virgen de las vírgenes hacía en la tierra y en la prueba, lo que debía continuar en el cielo: la Oveja virgen seguía al Cordero sin mancha: le seguía en todas sus fatigas, en todos sus afanes, en todas sus humillaciones; pero lo siguió sobre todo hasta la inmolación, hasta el sacrificio: y aquí es donde va a aparecérsenos y donde debemos contemplarla...».

Y en verdad que representación más dulce y tierna que la de María en estos terribles momentos de dolor y espantosos sufrimientos, es imposible hallarla no siendo fortalecida como lo fue la Señora por la Divina voluntad, resistiendo aquellas duras pruebas del amor maternal, del desgarramiento de las fibras más dolorosas del corazón humano y en las que la Sabiduría Eterna la llevó hasta presenciar la terrible ejecución de su Hijo, que de Ella se despidió desde el afrentoso patíbulo a que su amor por la humanidad le llevó a morir.

Y como hemos dicho, llegamos a los momentos más duros de la vida de la Madre del Verbo humanado, a la apoteosis del dolor y del sufrimiento, y en la noche de la Cena veamos cómo Lafuente explica esta situación y la participación que María tuvo en la institución del sagrado misterio de la Eucaristía:

«Es muy probable también que en la noche terrible de la última Cena participase del banquete Eucarístico, siquiera no presenciase su institución (La Venerable Ágreda supone que en efecto San Juan llevó a la Virgen la Sagrada Eucaristía; bien necesitaba, añade el ilustre escritor, ser confortada con el sagrado manjar en las terribles angustias que iba a sufrir); según el Evangelio, solamente asistieron a ésta los doce Apóstoles. Pero estando la Santísima Virgen en la misma casa, ¿podría dejar de recibir una muestra de cariño de Aquel que había llevado en sus entrañas durante nueve meses?»

Conformes estamos con la opinión de D. Vicente Lafuente, opinión que, como él mismo dice, señala la Venerable Ágreda diciendo, como ella expresa en su Vida de María, la opinión de que María recibió el Cuerpo sagrado de su Hijo en el misterio augusto que acaba de instituir.

Casabó, en su citada obra, dice: «También vio la Virgen Madre cómo se recibía su Hijo a sí mismo sacramentado, y cómo estuvo en su pecho divino el mismo que se recibía. Partió en seguida Jesucristo otra partícula de pan consagrado y la entregó al arcángel San Gabriel, para que la llevase y comulgase a María Santísima. Esperaba la Virgen con abundantes lágrimas el favor de la Sagrada Comunión cuando llegó San Gabriel con otros innumerables Ángeles, y de manos del santo Príncipe la recibió la primera después de su Hijo, imitándole en la humillación, reverencia y temor santo. Quedó depositado el Sacramento en el pecho de María, y sobre el corazón, como legítimo sagrario y tabernáculo del Altísimo, durando este depósito del sacramento de la Eucaristía todo el tiempo que pasó desde aquella noche hasta después de la Resurrección, cuando consagró San Pedro y dijo la primera misa. Así lo había dispuesto el Señor para consuelo de la Virgen, y también para cumplir obediente la voluntad, órdenes y mandato de su Eterno Padre.

»El prólogo del terrible sacrificio estaba consumado, el infierno temblaba y conocía que llegaba la hora del vencimiento, del destronamiento del error, del lavatorio del pecado por la inocente sangre de Jesús, y trémulo y azorado el espíritu del mal, vencido y lanzado del mundo, procuraba esconderse tras la figura del traidor Judas que con él hablan de rodar a lo profundo.

»El momento era llegado y con él temblarían y sufrirían hasta los seres insensibles, destrozándose y partiendo con espanto, terror y miedo, ante aquel grandioso acto de emitir su espíritu el Hijo de Dios en terrible y espantoso sufrimiento. ¡Ah! La naturaleza había de tener más corazón en su insensibilidad que aquellos malos hijos de Dios que contra Él se rebelan y le asesinan con fría tranquilidad: la humanidad fue tan desconocida en aquellos momentos como lo son los colores para las tinieblas, como lo es el amor en los corazones egoístas y materializados, a los que no hay que pedir acción noble ni generosa, pues que ninguno de estos dignos estímulos los solicitaba.

La noche del Jueves tuvo lugar la Santa Cena en la que Jesús instituye el Sacramento de la Eucaristía, y en ella tuvieron lugar las maravillas del Señor en tan sublime y grandioso acto, consagrando las especies sacramentales de que hizo partícipes no sólo a los Apóstoles sino también a su Santísima Madre.

»Acto tiernísimo de bondad y de amor en Jesús, que nos da una idea grande de su amor a la humanidad, por la que iba a sacrificarse, dejándonos como prueba indeleble de su magnanimidad su Cuerpo, su Cuerpo consagrado para nosotros con sus benditas manos, haciendo partícipe, mejor dicho, depositaria a la purísima Virgen su Madre, en cuyo pecho se encierra como tabernáculo santo su Cuerpo.

»Quedó depositado el sacramento en el pecho de María y sobre el corazón, como legítimo sagrario y tabernáculo del Altísimo. durando este depósito del Sacramento de la Eucaristía todo el tiempo que pasó desde aquella noche hasta después de la resurrección, cuando consagró San Pedro y dijo la primera Misa. Así lo había dispuesto el Señor para consuelo de la Virgen y también para cumplir de antemano por este medio la promesa hecha después a su Iglesia, que estaría con los hombres hasta el fin del siglo. En María estuvo depositado este maná verdadero como en arca viva, con toda la luz Evangélica, como ante las figuras en el arca de Moisés. Todo el tiempo que pasó hasta la nueva consagración no se consumieron ni alteraron las especies sacramentales en el pecho de la Virgen».

Concuerdan substancialmente ambas opiniones con la de D. Vicente Lafuente, y a ellas todas inclinamos la nuestra, harto humilde y pobre, pero que llena de fe y amor a la Santísima Virgen, estimamos como obra de amor y de cariño del Hijo de Dios a su Santísima Madre. Por ello la consignamos, y si nada válida por sí, es por la íntima convicción de nuestras creencias y reconocimiento en la bondad y misericordia inmensa de Aquél que murió en la Cruz por la redención y perdón de nuestros pecados.

Terminada la Cena, Jesús partió para el huerto acompañado de sus discípulos, y María quedó en la casa con las piadosas Marías, en oración también, pidiendo por el inocente Cordero que en aquellos momentos se encaminaba al sacrificio, y a cumplir su noble y desinteresada misión.

¡Ah María! Cuán grande sería tu dolor al ver ultrajado y escarnecido aquel pedazo de tu bendito corazón, a aquel ser inocente que muere por salvar a sus verdugos: obra inmensa, para la que se necesitó de tu pureza y amor como arca en que se encierra el cuerpo del Hijo de Dios en su misteriosa y mística transformación por la voluntad divina.

Capítulo XXIV: MARÍA EN LA PASIÓN DE SU HIJO.

-EN EL PRETORIO, LOS AZOTES AL ECCE-HOMO. -EN LA CALLE DE AMARGURA. -EN EL CALVARIO.

Ya lo hemos dicho, María conocía la traición de Judas, y Casabó expresa del siguiente modo esta lucha: «Durante todo el día hizo la Virgen esfuerzos extraordinarios para trocar el corazón de Judas, cuya traición conocía, y seguía paso a paso. Mientras tanto Judas había cerrado ya su trato inicuo con los enemigos de Jesús, y con fingimiento y disimulaciones, pretendía paliar su alevosía hipócritamente. Preguntaba e inquiría el pérfido discípulo para disponer mejor la entrega de su Maestro, que tenía ya contratada con los príncipes de los fariseos. A tanto se atrevió que no titubeó en preguntar a la misma Virgen a dónde determinaba ir su Hijo santísimo para la Pascua. Ella, con increíble mansedumbre y celestial sabiduría, diole esta sublime respuesta que, en su obcecación, no supo comprender Judas: «¿Quién podrá entender los juicios y secretos del Altísimo?» Desde entonces dejóle de amonestar y exhortar para que se retractase de su pecado, aunque siempre lo sufrieron y toleraron Jesús y María, hasta que él mismo desesperó del remedio y salud eterna».

Lafuente indica también que «San Juan sabía ya de antemano la traición y el nombre del traidor».

Jesús a las preguntas del Cenáculo indica quién es el traidor que le ha de entregar, y cúmplese lo dispuesto por el Altísimo. Jesús es entregado en la obscuridad de la noche, menos lóbrega y obscura que el corazón de Judas, y el acto de cobardía es cometido en la obscuridad, pues nunca la traición y el crimen apetecieron la luz, si el imperio de Satán, las tinieblas, la obscuridad de su reino, la negrura de sus alas, las tinieblas de su alma.

Juan, después de presenciar el hecho de encerrar en inmunda cárcel a su Divino Maestro, regresa al Cenáculo, apenado y dolorido su hermosísimo corazón, y solo y triste llega a comunicar a María, a su madre, a sus parientas y demás piadosas mujeres, la noticia de que Jesús está preso y condenado a muerte, no por el conquistador romano, señor de la Judea, sino por los sacerdotes y sus mismos paisanos.

¡Horribles momentos de angustia por los que pasaría el corazón de María con la infausta nueva comunicada por el discípulo predilecto de Jesús! Qué hacer; María levanta los ojos al cielo, a ese cielo al que miramos y contemplamos, al que levantamos nuestras miradas en los momentos de dicha, de alegría, de tristeza y de dolor, a ese cielo al que elevamos nuestros ojos siempre con lágrimas de alegría o de dolor, como inconsciente movimiento de nuestra alma que tiende a mirar, a agradecer y a sentir hacia él, como fuente de dicha, como consuelo de aflicción, en el que está escrito el nombre de Dios con letras de astros, líneas de constelaciones y palabras de consuelo y de esperanza.

María sale de su casa, traspasada de dolor lánzase a la calle acompañada de Juan y de las piadosas mujeres que no la abandonan, su dolor tan inmenso no puede encerrarse entre las paredes; es un dolor tan inmenso, que son pequeños los límites del espacio, si los tuviera, para encerrar su pena, su congoja, la amargura de su pecho abierto en terrible prueba. Lánzase a la calle, la luz del alba temblorosa parece no atreverse a caer sobre la ciudad criminal espantada de tanto crimen, parece no querer, ni aun la luz, autorizar ni presenciar el delito horrendo que se prepara, resístese penosamente al cumplimiento de su regular marcha; el rocío, llanto de la noche que ha tenido que autorizar entre sus sombras el hecho inaudito de la prisión y de la traición, baña con sus lágrimas las piedras, las losas de las calles, y lloran los tallos de las plantas, las hojas y las flores, la infausta suerte de bañar la tierra en el día del sacrificio del Creador; sólo el hombre permanece insensible, grita y atruena las calles persiguiendo y ultrajando a su Dios, a su Creador, llevado y traído como un feroz criminal, contra quien la sociedad tiene que defenderse de su crueldad y ferocidad.

María recorre en compañía de Juan las calles, cruzándose con atropelladas multitudes que vociferan: -Por ahí va, por ahí llevan preso al embaucador Jesús; ha venido a parar en lo que se merecía por sus doctrinas. -Ahora lo llevan a casa del Pretor.

¡Pobre María, Madre nuestra! qué dolor, qué cuchillo no atravesaría tu pecho al tener que escuchar aquellas voces, oír tales insultos, atender a tales blasfemias de aquellos seres a quienes venía a salvar y libertar el que calificaban de embaucador. Cómo llegarían a su hermoso corazón aquellas voces que la herirían en su amor de Madre, en el dolor que experimentaría su Hijo, maltratado por las feroces turbas que le perseguían, insultaban y golpeaban.

Allá a lo lejos, bañadas por los primeros rayos del sol, brillan energuidas las torres del templo y a su vista tiene baja la hermosa cabeza la Madre del Redentor. No necesitaba ver aquella inmensa construcción, aquel templo bastardeado, para recordar las fatídicas palabras de Simeón; el cuchillo que el anciano clavó en el pecho de María, tiene que penetrar más hondo, ¡ah! tiene que desgarrar más y más el corazón magnánimo de aquella Madre dolorida.

Jesús, en tanto, de casa de Herodes vuelve al Pretorio vestido con la blanca túnica de los locos, con el traje que se acostumbraba a vestir a la locura, ¡y de loco han vestido al que es la Sabiduría, la Inteligencia suprema!

La noche autorizó la iniquidad, cubriéndose con la máscara de la justicia, la luz del día iluminando el escarnio con apariencias de discreción, y el sol del medio día llenando con su luz la ferocidad, aparentando el respeto. ¡Horrendo espectáculo, cruel escarnio de la justicia y de la consideración humana!

Y María, en tanto, divagando por las calles, siguiendo la turba que atosiga a su Hijo, recibiendo escarnios de los verdugos. Llega al Pretorio, y... la pluma y el corazón se resisten a escribir tan dolorosas y crueles escenas, y María... ¡ah! la pobre Madre, ¡presencia los azotes de su Hijo! La tradición y los escritores católicos así lo estiman y creen y suponen. ¡María, María, la Madre presenciando el tormento de su Hijo! Horrendo espectáculo que eriza los pelos de nuestra carne al consignarlo, como dijo Job. Pero... ¿qué era este tormento con lo que aún le restaba presenciar a María? ¿Qué era este cuchillo comparado con los que aún se habían de clavar en su corazón? ¿De dónde sacaría fuerzas aquella dolorida Madre para resistir pruebas tan duras y crueles? Ah, no lo preguntéis, no, no preguntéis a una madre de dónde saca fuerzas para resistir los dolores de una conformidad y de la muerte de un hijo entre nosotros. El corazón de una madre no tiene resistencias para el cariño, pero es el de un leona en cuanto ve atacar o herir a sus hijos, es de acero para resistir las penas, cuando por lo débil de su naturaleza parece deba rendirse primero al sufrimiento, y no es así, lo mismo que es grande para el cariño es resistente para el dolor el corazón de la mujer.

Los azotes descargados sobre las puras e inocentes espaldas de Jesús, ¡cómo caerían sobre el corazón de su Madre amantísima! ¡Horror da pensar cómo resonarían aquellos golpes en el pecho de María! ¡Cómo se gozaría el infierno con su dolor, cómo se complacería en ver sufrir con aquel martirio a la que había hundido su poder, quebrantando su cabeza y que vencido por su Hijo en la tentación, le había arrojado más y más en lo profundo, triturando su cetro y desbaratando su imperio de maldad y de perfidia. En su desesperación azuza todas las últimas fuerzas de que puede disponer, desencadena las furias infernales, y contra la inocente víctima acumula toda la furia de la desesperación. Sopla en los fementidos corazones de aristocracia y del pueblo, de los fanáticos y de los hipócritas, de los malos y prostituidos sacerdotes, de los sabios infatuados con su sofisma y ciencia errónea, todo su veneno, toda su asquerosa baba del pecado contra Jesús y su Madre, el poder todo del infierno en masa lo concita contra ellos para que griten, maldigan y vociferen: ¡Crucifícale, crucifícale y caiga su sangre sobre nosotros y nuestros hijos!

Y sobre ellos y sus hijos cayó con risa sarcástica del infierno, que se gozó en su miseria, esclavitud, desesperación y muerte, cuando los muros de la ciudad y la ciudad entera quedó sin piedra sobre piedra, y la sangre de los reptiles vino a unirse en sus venas como castigo de Dios a un pueblo deicida que pidió a gritos la maldición del cielo; y cumplióse la predicción de Jesús a las mujeres compasivas, ¡llorad por vosotras y vuestros hijos, entregados por la voluntad de los padres al señorío del infierno!, porque os van a venir tiempos en que se diga: ¡Dichosas las estériles y dichosos los vientres que no engendraron y los pechos que no dieron de mamar! Entonces sí que empezarán a decir a los montes: ¡caed encima de nosotros! y gritarán a los collados para que los cubran. Porque si esto se hace con el leño verde, ¿qué será con el seco? (San Juan, cap. XXIII, v. 27.)

¡Cuál sería el dolor de María al ver a su Hijo enseñado al pueblo desde la galería del Pretorio, hecho rey de burlas, escarnecido y apedreado! Un viejo harapo de púrpura cubre sus hombros y se pega a sus ensangrentadas espaldas: una corona de espinas cubre su cabeza taladrándola y cayendo gotas de su sangre sobre aquel sudoroso y angustiado rostro: sus manos amarradas con fuertes cordeles, amoratadas, hinchadas, sostienen una rota caña en vez de cetro y áspera soga rodea su garganta en vez de cadena de oro. ¡Irrisión espantosa, y el pueblo recibe con aullidos de alegría, de feroz entusiasmo a aquel hombre, cuya sola vista inspira compasión, lástima y conmiseración por el estado de tormento y humillación en que se le ha puesto, y no obstante, aquellos corazones no sienten a su vista más que odio, encono, rabia y furor ante aquella inocente víctima. ¡Pobre María! Y aquel ser desfigurado, herido, lleno de polvo y sangre, aquella hermosa faz descompuesta por el dolor, aquellas manos ferozmente atadas, aquella hermosa cabeza destilando sangre por su hermosa cabellera, es su Hijo, es su Jesús, aquel hermoso hombre que sentado al pie del sicomoro predicaba paz y amor a sus semejantes. ¿Aquel que pedía pureza para castigar a la adúltera en el templo, el que resucitaba a Lázaro y la hija de Jairo, el que multiplicaba los panes y los peces y proclamaba la fraternidad de los hombres como hijos de Dios, aquel bienhechor de los pobres, aquel Hijo de María, era él víctima desfigurado por el dolor y los sufrimientos, maltratado y considerado peor que el bandido Barrabás, que libre salía por aclamación del pueblo, por otro lado del Pretorio, entre entusiastas gritos y muestras de afecto del pueblo? ¡Ah! El dolor que María debió experimentar ante aquel espectáculo, no es para descrito, ni hay pincel, colores ni palabras, inteligencia ni sentimiento, para poder pintar ni describir aquellas terribles angustias por las que debió pasar el corazón de María en semejantes crueles momentos. ¡Qué espectáculo para una madre!

Momentos de angustia, de cruel ansiedad; a Jesús le han vuelto a entrar en el Pretorio; ¡qué nuevo tormento estarán dando al hijo de sus entrañas! Y salen del palacio de Pilatos dos bandidos llevando sobre sus hombros el palo en que han de ser ajusticiados, y tras ellos Jesús, lívido, desencajado, su hermoso rostro lleno de sangre y lodo que le arroja el populacho ebrio de sangre, bramando de ferocidad, instigado en su bárbaro salvajismo por los fariseos y los hipócritas, cargado con la cruz en que ha de morir, desfalleciendo y cayendo abrumado por el peso del leño sobre sus azotadas y llagadas espaldas.

María le ve, comprende que ha sido condenado a muerte y lanza un gemido de cruel angustia, cayendo desmayada entre sus primas y mujeres que la acompañan; repónese, y lanzando doloridos gemidos, acompañada del llanto de las mujeres y piadosas doncellas de Jerusalem, cuyo corazón encierra aún sensibilidad ante aquel dolor, ven marchar la fúnebre comitiva, llegando hasta ellas los alaridos de rabia feroz de las fieras humanadas que le acompañan en su camino del patíbulo.

Aléjanse de aquel triste sitio y caminan en busca de Jesús, del inocente Cordero que marcha al sacrificio, salen al encuentro de la turba infame y en la vía dolorosa señálase el sitio en que María se encontró de nuevo con su Hijo; verle, clavar en aquel desfigurado rostro una intensa mirada de dolor que se cruza con la dolorida y resignada de la víctima, es un momento cruel, espantoso para ambos, ¿es posible comprender lo que pasaría en aquel momento por el corazón de María? No, únicamente la que es madre podrá apreciar la intensidad, la crueldad de ese encuentro, la fuerza y dolor de aquella mirada, el cuchillo que nuevamente se clavaría en aquel instante en el pecho de María, ¡en el pecho de una madre, de una santa, pero que no por serlo dejaba de ser madre! madre que es la palabra que encierra la expresión de amor y de dolor juntamente con la idea de sacrificio.

No podemos prescindir de copiar íntegra la hermosísima descripción de este pasaje que hace del doloroso encuentro nuestro incomparable maestro Fray Luis de Granada:

«Camina pues la Virgen en busca del Hijo, dándole el deseo de verle, fuerzas que el dolor le quitaba. Oye desde lejos el ruido de las armas y el tropel de la gente, y el clamor de las pregones con que le iban pregonando. Ve luego el resplandecer de los hierros de las lanzas y alabardas que asoman por lo alto: halla en el camino las gotas y el rastro de la sangre, que bastaban para mostrarle los pasos del Hijo y guiarla sin otra guía. Acércase más y más a su amado Hijo y tiende sus ojos obscurecidos por el dolor, para ver si pudiese ver al que amaba su ánima. ¡Oh amor y temor del corazón de María! Por una parte deseaba verle, por otra rehusaba ver tan lastimosa figura. Finalmente, llegada ya donde pudiese ver, uniéronse aquellas dos lumbreras del cielo una a otra, y atraviésanse los corazones con los ojos, y hieren con la vista sus ánimas lastimadas. Las lenguas estaban enmudecidas para hablar, mas al corazón de la Virgen hablaba el afecto natural del Hijo dulcísimo, y le decía: -¿Para qué viniste aquí, paloma mía, querida mía y Madre mía? Tu dolor acrecienta el mío y tus tormentos atormentan a mí. Vuélvete, Madre mía, vuélvete a tu posada, que no pertenece a tu pureza virginal, compañía de homicidas y ladrones. Si lo quisieres así hacer templarse ha el dolor de ambos, y quedaré yo para ser sacrificado por el mundo; pues a ti no pertenece este oficio, y tu inocencia no merece este tormento. Vuélvete pues, oh paloma mía, al Arca, hasta que cesen las aguas del diluvio, pues aquí no hallarás donde descansen tus pies. Allí vacarás a la oración y contemplación acostumbrada, y allí levantada sobre ti misma pasarás como pudieres ese dolor.

»Pues al corazón del Hijo respondería el de la Santa Madre y le diría: -¿Por qué me mandas eso, Hijo mío? ¿Por qué me mandas alejar de este lugar? Tú sabes, Señor mío, y Dios mío, que en presencia tuya todo me es lícito, y no hay otro oratorio sino donde quiera que tú estés. ¿Cómo puedo yo partirme de ti sin partirme de mí. De tal manera tiene ocupado mi corazón este dolor, que fuera de él ninguna cosa puedo pensar; a ninguna parte puedo ir sin ti, y de ninguna pido ni puedo recibir consolación. En ti está todo mi corazón y dentro del tuyo tengo hecha mi morada, y mi vida toda pende de ti. Y pues tú por espacio de nueve meses tuvistes mis entrañas por morada ¿por qué no tendré yo estos tres días por morada las tuyas?...

«Tales palabras en su corazón iría diciendo la Virgen, y de esta manera se andaba aquel trabajoso camino hasta llegar al lugar del sacrificio».

María sigue fatigosamente, temblando de espanto y de dolor, a la fúnebre comitiva. No le precede, sigue las huellas y los pasos de su Hijo y quisiera ayudarle a llevar la Cruz, aquel leño que pesaba sobre su corazón tanto como sobre las doloridas y llagadas espaldas de su Hijo. Quiere acercarse a enjugar aquel empañado rostro, pero los soldados con sus lanzas la rechazan; ¡aliviar a aquel delincuente, si fuera para lanzarle algún puñetazo, algún palo o escupirle, pase; pero llevarle consuelo... atrás, atrás, mujer!

-Es la madre del condenado, gritan algunas de aquellas fieras que rodean a Jesús.

-Fuera, matarla, apedrearla, aúllan otras. ¡Ah! El odio criminal a la víctima refluye en la madre del que va a ser víctima de la justicia humana.

¡Horrible blasfemia llamar así al asesinato, justicia! Pero... el infierno prosigue su obra, llena el pecho de aquellas fieras y éstas cumplen los propósitos del mal que anida en sus corazones, desahogan su odio y venganza sobre Aquél que con ojos bañados en el llanto del amor, del cariño, los mira y compadece, y en su alma, en su interior, pide perdón para aquellos desgraciados instrumentos de la desesperación del infierno.

Y María, desfallecida, atravesado su corazón con un nuevo cuchillo, sostenida por las piadosas mujeres y consolada por Juan, que no la abandona un momento, sigue la vía dolorosa, sigue aquel tormento de su Hijo arrastrado por las turbas sedientas de su sangre, el camino del Calvario, en donde ha de terminar aquel espantoso cuadro de sufrimientos. María siguió a lo lejos a la turba, al pueblo encanallado que gritaba en torno de la víctima y se complacía con aquel espectáculo, llegando al Calvario con Juan, María, la rica del castillo de Magdalo, de corazón ferviente y entusiasta por Jesús, de María Cleofás y María Salomé, la madre de Juan, la antes tan orgullosa y hoy tan humilde y amante de Jesús. Las piadosas mujeres de Nazareth y de Jerusalem no la dejaban y se colocaban delante de la dolorida Madre para que viese menos, óyese menos los insultos y voces del populacho, para evitar de esta suerte mayores sufrimientos a la pobre María, a la dolorida Madre de Aquél que iba a ser levantado sobre la Cruz.

María no vio, pues la caridad de estas mujeres se lo impidió, extender a Jesús sobre la Cruz, sujetar sus manos con los clavos, pues aquéllas y Juan la tenían algo apartada del lugar de la ejecución según San Mateo en el cap. XXVII, ver. 55. Pero este alejamiento del lugar del sacrificio parece que pugnaría con la relación de San que las pone al pie de la Cruz, y no hay tal contradicción, como quisieran hallar algunos y quieren manifestar, sino que en el acto del Calvario hay que distinguir dos tiempos, dos períodos en el terrible sacrificio: durante el primero estuvieron alejadas del lugar en donde se martirizaba al Hijo de Dios y del cual, para evitar un atropello de las turbas feroces, entonces, tanto lo mismo que hoy, que acuden a las ejecuciones con el mismo entusiasmo por matar a un hombre que a los toros, con tal de gozar con la muerte del hombre o del animal, con tal de ver correr sangre que embriague la brutalidad de sus instintos de fiera, y el segundo cuando habiéndose marchado ya gran número del populacho para circular por Jerusalem la nueva y detalles de la ejecución, cuando aterrados muchos por el aspecto del cielo huyen dejando casi solo el Calvario, entonces es cuando María, acompaña de los citados, se acercó a la Cruz, recibiendo las palabras de despedida y mandato a Juan y a su Madre.

Entonces es cuando al pie de la Cruz, María levantó sus arrasados ojos en lágrimas, clavándolos llenos de aflicción en su desfigurado y desangrado Hijo. Entonces es cuando Jesús dice aquellas palabras que son como el complemento de las que pronunció en Caná de:

-Mujer, ¿que nos va a ti y a mí? no ha llegado aún mi hora,-y transcurridos los años, Jesús, desde el santo instrumento de su martirio, concluye aquella profunda frase: -¡Mujer, ve ahí tu hijo; y a Juan, -he ahí tu Madre!

«Y estaban cerca de la cruz de Jesús su Madre y la hermana (prima) de su Madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Y habiendo visto Jesús a su Madre y al discípulo a quien bien amaba que estaba también allí, dijo a su Madre: -Mujer, ve ahí a tu hijo. Después dijo al discípulo: -Ve ahí a tu Madre. Y desde aquella hora la recibió el discípulo por suya». De este modo refiere Juan esta tristísima escena, triste, lúgubre y tierno pasaje, que pone de manifiesto la grandeza del Mártir del Calvario cuando como Hijo de Dios se manifiesta en el cumplimiento de los mandatos de su Padre Soberano, despojado del carácter de Hijo, pronuncia las palabras de:

-Mujer, ve ahí a tu hijo.

Plumas elocuentísimas han pintado y querido representar el dolor de María, de la angustiada Madre, pero... ¿dónde hay plumas ni frases en el lenguaje para expresar aquel sufrimiento, aquel intenso, profundo y desgarrador sentimiento doloroso y amargo para el corazón de María? En vano sería querer expresarle, vacías de sentido, huecas y frías son las frases para expresar el sentimiento de la aflicción de una madre ante el lecho de muerte en que yace un hijo, por la voluntad divina presa de mortal enfermedad; no, es imposible, y sin embargo, aquella madre es cristiana, es católica, reconoce, acata y respeta la voluntad de Dios que nos da los hijos y nos los quita según su sabia voluntad, y no obstante, aquella madre que en Dios cree, en Dios comulga, en Dios espera, se retuerce presa de dolor, presa del cariño hacia aquel pedazo de su ser que la abandona, y no halla consuelo a su pena, cuando aquel mal, aquella muerte es por disposición superior de Dios infinito y misericordioso, y sólo las lágrimas y elevar la mirada al cielo, de donde nos viene todo consuelo, mitiga su pena. ¿Qué dolor, pues, no destrozaría el corazón de la Santa Virgen viendo morir a su Hijo por la crueldad de los hombres, por su ferocidad y venganza contra un inocente, contra su Hijo que predicaba paz y amor, y por este delito era escarnecido, azotado, atormentado y crucificado entre las maldiciones y escarnio, pedradas y golpes de un pueblo feroz, al que había querido salvar de su ruina?

¡Ah, comprenda el corazón humano, si le es posible, el dolor que aquella Madre experimentaría ante tan horrendo espectáculo, ante aquella muestra de la ferocidad humana que asistía y aplaudía el tormento y el escarnio de un ser inocente! ¿De dónde sacó fuerzas María para soportar y resistir tan horrible martirio? ¡Ah! es que no comprendemos la fuerza, la resistencia para el dolor en el corazón una madre: no, no puede comprenderse sino viéndolas días y noches consecutivas, sin descanso, al lado de la cama del hijo enfermo, valerosas acudir sin rendirse a esa batalla del dolor que el hombre apenas puede resistir, y entonces, viendo a esas madres, víctimas de su amor, luchar a brazo partido con la muerte que quiere arrebatarla aquel pedazo de su corazón, afrontar el peligro y resistir con heroico valor la contienda. Viendo esa pena, comprendiendo esa resistencia vigorosa contra el sufrimiento y el cansancio, es como podremos comprender en parte el dolor intenso, el mortal sufrimiento de María ante aquella prueba del martirio de su amado Hijo. Sólo así, sólo comparando el dolor de una madre, podremos formar parte del concepto que el sufrimiento y la pena desharía el corazón de María. Ver a su Hijo clavado en una infamante cruz, coronado de espinas, ensangrentado, preso de la angustiosa sed de la fiebre producida por tantas y tantas heridas, enardecida la boca, seca y abrasada, pidiendo agua que mitigara aquella sed, apagara aquel fuego que devoraba su pecho anhelante en las agonías de una muerte horrible, pendiente su cuerpo de la destrozadas manos que con el peso se iban rasgando lentamente; ver aquellos ojos clavados en el espacio como buscando a su Eterno Padre, oyendo a sus pies la gritería del infame populacho, que aún ruge ante la angustia de su víctima y como deseando prolongar su martirio, insultándole con soeces carcajadas e invitándole a que baje de la cruz, no respetando ni el dolor de la pobre Madre que separa algún tanto del instrumento del martirio, no se atreve a llegar a él, para que su presencia no determine algún nuevo insulto o un nuevo tormento para el Hijo amado...; es un cuadro de sufrimiento que debía abrir nuestros ojos y considerar el dolor inmenso de la Madre y el martirio del Hijo por redimirnos del pecado, librarnos de la esclavitud del demonio apoderado de la humanidad desde la expulsión del paraíso, de una libertad del hombre rebelde que necesita la sangre de un Dios para lavar su culpa y expiar un inocente el delito de la humanidad rebelada. Delito que necesitó el sufrimiento de la más pura de las mujeres, de María, de una Madre tierna, y como Madre, amante y enamorada de su Hijo; delito deicidio y martirio de una Virgen que la humanidad entera con su sangre no podía lavar si la hubiera lavado la misericordia de un Dios amante de los pecadores y atraído con su amor, bondad y doctrina.

Pero las horas pasan, la tarde ha comenzado, estamos en la hora sexta, el cielo ha empezado a entristecerse, el sol viene apagando su luz, ennegrécese el cielo sin causa ostensible, calma de muerte reina, calma semejante a la que precede a la tormenta, el populacho gira la vista como aterrado, ¿qué va a suceder? Una voz interna les grita: ¡Deicidas, pueblo infame en quien deposité mi ley, teme, que mi castigo será inmenso como mi poder! ¿Qué habéis hecho de mi Hijo? Míranse algunos como asustados, el temor les hace enmudecer, ya no aúllan cobardemente para insultar a la víctima de su furia sanguinaria y rabiosa, callan, y algunos, contemplando aquel sol que no calienta, aquella luz amarillenta, aquella luna enrojecida que aparece por el otro lado del horizonte, aquel cielo negro, sin nubes, pero que parece querer desplomarse sobre la tierra para anonadarla, les hace crujir con frío de espanto sus dientes, temen, temen y cobardes huyen, abandonan el monte y bajan a la ciudad temerosos y mirando con recelo a la cumbre sobre la que se levanta sobre el fondo negro del cielo, la blanca figura del cuerpo de Jesús.

Huyen cobardes de su víctima, como huye el cobarde que hiere a traición, huyen a esconder su vergonzosa cobardía aquellos que cuando el sol abrasaba las calles y secaba la sangre mezclada con el sudor y la angustia en la frente de Jesús, se mostraban valientes dándole patadas y tirando de las cuerdas para martirizar a la inocente víctima. Pero en este momento el cielo obscurecido les infunde terror, y huyen a esconder su cobardía en los obscuros antros de la ciudad, abandonando a la víctima inocente de su ferocidad y odio.

Jesús en las angustias de la muerte quedó solo, y entonces aproxímanse al pie de la cruz María, Juan y la piadosa doncella de Magdalo; entonces no hay temor de la turba inicua, y María puede llegar para recibir las últimas palabras de su Hijo, contemplarle de cerca, desgarrar por más espantosa realidad su pobre corazón atravesado de tantas espinas y crueles cuchillos. Jesús, entre las ansias de la emisión de su espíritu, entre las angustias de su tormento, en medio de la obscuridad que les rodea a las tres de la tarde, ve a su Madre, y con voz clara, pero ahogada por el dolor, exclama:

-Mujer, he ahí tu Hijo; dice, y clavando sus ojos en el rostro hermoso y atribulado de Juan: -He ahí tu Madre.

Eleva sus ojos al cielo y exclama: Padre, ¿por qué me has abandonado? ¡Perdónalos, Señor, que no saben lo que se hacen! Lanza hondo suspiro, llevan a sus labios la esponja con hiel y vinagre, y lanzando una gran voz, superior al estado de agonía, voz poderosa de Dios que escucha la humanidad aterrada:

-¡Todo está consumado!

Dóblase su cabeza sobre el pecho, y su espíritu sale de aquel dolorido cuerpo en medio del más espantoso de los cataclismos lógicos. Ocúltase la luz del sol como aterrada ante aquel espantoso crimen, suena el rumor del trueno, el rayo cae buscando a los criminales deicidas, rásgase el cielo en encendida ira, y las espadas flamígeras del Ángel exterminador se blanden y refulgen sobre la ciudad deicida. La tierra tiembla, rájanse las peñas de inconcebible manera, chocan entre sí las piedras, ábrense los sepulcros, aparecen espantadas figuras de los que dormían el sueño de la muerte, y horrorizadas caen sobre los mismos sepulcros. La naturaleza entera se ha conmovido, y a su manera, expresa su dolor y el espanto de la muerte del Hijo de Dios, espanto que se ha perpetuado hasta hoy como muestra patente y clara para la ciencia, de que aquel espanto no fue un fenómeno geológico ordinario, sino un hecho extraordinario que en diez y nueve siglos no se ha repetido, a pesar de innumerables y tremendas convulsiones de esta pobre tierra, que en aquella muerte fue más sensible la roca que el corazón de los judíos.

Pero si aquella convulsión aterró a los cobardes, a los asesinos, haciéndoles abandonar presa de terror el monte, teatro de su feroz cobarde hazaña, de su crimen, que no habían de tardar en expiar de una manera terrible, en cambio los corazones santos, justos y buenos, no huyen, no temen castigo, pues sus corazones están puros y tienen el amparo de la víctima que les cubre con sus extendidos brazos. María recibe con el último suspiro de su Hijo el más tremendo de los golpes, no hay duda, ya no hay esperanza. Jesús ha muerto, Jesús ha dejado la tierra, y en ella a su Madre, confiada al cuidado de Juan, del discípulo amado. Ya nada le resta a María mas que llanto, si queda en sus ojos para derramarlo, como su Hijo sobre los verdugos del inocente Cordero. Pero no: aún le resta un último golpe duro y cruel para una Madre, aún le resta ver al Centurión llegar, y con su lanza atravesar el pecho del cuerpo muerto, que se bamboleó en la cruz con aquel espantoso lanzazo que debió atravesar el pecho de María. ¡Bárbaros; ni aun el cuerpo difunto merecía respeto, era necesaria aquella última profanación, aquel postrimer insulto!

Gemido de dolor, de espanto y de terror, llenaría el corazón de la Señora, que sostenida por María Cleofás y Juan, derribada en el suelo contemplaba el cuerpo de aquel su hermoso Hijo, y recordaría a Belén, con la adoración, a Egipto y Nazareth, con aquellos días en que el Niño alegre jugueteaba entre flores y pájaros lleno de alegría, y aquel su amado Hijo, era aquel que pendiente y desplomado cuerpo contemplaba en aquella cruz, sola, abandonada del mundo, sin más compañía que su amado Juan y las tres débiles mujeres, pues los hombres todos, todos, hasta sus discípulos, le habían abandonado. ¡Pobre y dolorida María! si la humanidad recapacitara sobre tus sufrimientos, tus dolores, tus penas y tus angustias, ¿cómo no debiera amarte, bendecirte y ensalzarte como amorosa Madre, que tanto sufriste por tus ingratos hijos? ¿Cómo la humanidad podrá pagarte, si no es con un amor inmenso, tus sufrimientos por nosotros, por lavar con tu dolor nuestras culpas?

Considere nuestro corazón a María al pie de la cruz contemplando el cadáver de su Hijo, abandonada de todos, menos de aquellos tres amantes de Jesús y de su Madre. Solos, allá en lo alto del monte, sumidos en la obscuridad que envuelve la tierra, entre el fragor de la convulsión de la naturaleza aterrada ante la muerte de su Creador, abrazados al santo leño, contrarrestando la furia del huracán que parece querer arrancar de su asiento a la ciudad criminal, y humanamente pongamos en el lugar de María, de Juan y de las pobres mujeres en medio de tan terrible cataclismo, y si nuestra alma no es presa del terror, del sublime terror que domina el alma en medio de esa grandeza de lucha de los elementos que proclaman tan alto el poder de Dios creador; entonces confesemos que nuestro corazón está seco, muerto a la grandeza y majestad de las impresiones que tan alto hablan del poder de Dios...

Cálmanse aquellas convulsiones, acláranselas nubes y el sol poniente ilumina al reaparecer con cárdena luz el terrible cuadro: más espantoso en su sublime grandeza que en medio de la obscuridad que le envolvía, y entonces vemos subir, seguido de amigos y de criados, a un noble caballero que, conseguido el permiso del Pretor, va a recoger el cadáver de Jesús, para darle sepultura en un sepulcro de su propiedad. Va a llevar consuelo y tristeza de la separación por un lado, va a llevar consuelo a María demostrando que aún quedan corazones que se acuerdan del inocente Ajusticiado y cumplen con un deber sagrado de la ley de Dios, la caridad, hija del amor y de la grandeza del alma. Y María, ¡con qué agradecimiento debió ver llegar a aquel varón justo que tanto amó a Jesús y que ahora venía a descolgarle del afrentoso patíbulo!

Quedábale el dolor a María de recibir en sus brazos aquel torturado cuerpo, el cuerpo de su amado Hijo, ¡de aquel Hijo tan hermoso y tan desfigurado ahora por las manos de los hombres!

Veamos ahora cómo se expresa San Basilio: «La Virgen María excedió en sufrimiento a todos los mártires, cuanto excede el sol a los demás astros». San Anselmo añade: «Todas las crueldades que se hicieron con los cuerpos de los mártires, son cosa liviana, y casi nada en comparación de lo que pasasteis Vos en la pasión de Jesús, ¡oh Virgen María!» Y añade a esto Lafuente: «Y la razón es obvia: en proporción, que una persona es inocente, pura y discreta, sus sentimientos son también más finos, a la manera que el cuchillo agudo penetra más que el embotado. Los sentimientos y aficiones carnales y mundanas embotan el espíritu; la pureza, la discreción y la inocencia los afinan. ¿Cuáles debían ser, por tanto, los de aquella Virgen Purísima y sin mancilla, ni venial ni original, inocente hasta ser impecable, discreta y sabia sobre todos los doctores? Y perdía un Hijo que era Dios a la vez, y moría asesinado jurídicamente, blasfemado, escarnecido y el martirio de Él era el de la Madre, y al gritar el moribundo con voz vibrante ¡Se acabó! (Consumatum est), pudo también decir Ella con lánguido suspiro: -¡Sí, ya se acabó! ¡También para mí se acabó la dicha!

«Faltaba a María otro dolor, de esos dolores que llevan consigo algún consuelo, pero en los cuales se duda si mitigan el dolor o lo exacerban. La madre que ve morir a su hijo querido de una de esas enfermedades en que falta la respiración, oprimida la garganta, como si la mano de la muerte inexorable fuera agarrotando lentamente al niño que se ahoga, que se agita y lanza apenas un silbido angustioso de agonía, llega a desear la muerte de su hijo una vez perdida la esperanza. María había podido abrigar alguna de que su Hijo no muriese. Los de Nazareth habían querido asesinarle, y le habían llevado a la cúspide del monte, pero Él había pasado por medio de ellos, y el asesinato no se consumó. Otra vez en Jerusalem quisieron apedrearle por blasfemo. Quizá fuese ahora lo mismo, y aunque preso, azotado y escarnecido, pudiera ser que no estuviese decretado que llegase a sufrir la última ignominia humana, la muerte, y la muerte en afrentoso patíbulo. Mas esa esperanza se había desvanecido, y al ver los horribles sufrimientos de que era víctima, si no llegó a desear la muerte de su Hijo, porque no podía desearla, por lo menos padeció menos al ver que había espirado. Ya Jesús no sufría; Ella sufriría por los dos. ¡Triste consuelo!»


VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XXIII: MARÍA EN LA ENTRADA DE SU HIJO EN LA CIUDAD.