VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XXV: MARÍA AL PIE DE LA CRUZ. DOLOR DE MARÍA.

Capítulo XXV: MARÍA AL PIE DE LA CRUZ. DOLOR DE MARÍA.

-EL DESCENDIMIENTO DEL CUERPO DE JESÚS. -SU ENTIERRO.

Sola, acompañada tan sólo de Juan, el discípulo amado, convertido en hijo de María por las palabras del Maestro a su Madre y al discípulo, de Magdalena y María, quedaron al pie de la cruz en medio del abandono de todos, de los verdugos, que despavoridos huyeron en el momento de la convulsión de la materia, aterrada ante la muerte de su Creador, temblor, espanto y convulsión que hizo cambiarla de aspecto en lejanas regiones; a tal punto llegó el pasmo de la naturaleza, aun más apartada del lugar del espantoso crimen.

María quedó al pie de la cruz siendo modelo del amor entrañable a su Hijo, que señaló con su valor maravilloso, como sostenido por la fe y la voluntad de Dios que allí la puso como modelo del afecto, del sufrimiento y de resignación en el cumplimiento de la voluntad de quien la hizo Madre de tan inestimable tesoro.

«La presencia de María al pie de la cruz, dice Augusto Nicolás, brilla especialmente en fidelidad y heroísmo, considerándola en oposición con su ausencia en todas las escenas de gloria y de amor en que su divino Hijo se había revelado y dado a sus discípulos. Estos habían adquirido en ellas un entusiasmo de adhesión que se desvaneció muy pronto ante el peligro y la desgracia».

«El Evangelio nos dice que estaban con Ella su hermana María de Cleofás, María Magdalena y San Juan. Pero del contexto mismo de esta narración resulta que sólo estaban allí como el séquito de María que las sostenía con su propia firmeza. Y aún puede con verdad decirse que no estaban allí con el espíritu con que estaba María, con espíritu de fe; como lo mostró claramente su duda y su pasmo en las escenas de la Resurrección. La ausencia de María en estas últimas escenas ilumina también con una luz sobrenatural su presencia al pie de la cruz y la hacen aparecer única».

El ilustre autor de Athalia nos pinta este hecho con una hermosa descripción: «La Santísima Virgen estaba en pie, y no desmayada como la pintan los pintores. Acordábase de las palabras del Ángel y sabía la divinidad de su Hijo. Y ni en el capitulo siguiente, ni en ningún Evangelista, se la nombra entre las santas mujeres que fueron al sepulcro; porque tenía seguridad de que no estaba allí Jesucristo».

En verdad en verdad que en la resignación y el dolor tranquilo de María sin demostraciones vanas de dolor, de angustia, ni sentimiento, se ven claramente patentizadas en aquella triste conformidad con la voluntad de Dios, voluntad que al cumplirse acata María, pero dejando arrancar silenciosa y dolorosamente las fibras de la sensibilidad maternal de su tierno y amante corazón.

Nicole, en sus Ensayos de Moral, dice: «El mayor espectáculo que hubo jamás, que llenó de admiración a todos los Ángeles del cielo y asombrará a todos los Santos en toda la eternidad; este misterio inefable por el cual fueron vencidos los demonios y reconciliados los hombres con Dios; en fin, este prodigio pasmoso de un Dios padeciendo por sus esclavos y sus enemigos, sólo tuvo por testigo entonces a la Santísima Virgen, Los judíos y los paganos sólo vieron allí un hombre a quien odiaban, o a quien despreciaban, clavado en la cruz; las mujeres de Galilea sólo vieron a un justo a quien se hacía morir cruelmente. Sólo María, representando a toda la Iglesia, vio allí un Dios padeciendo por los hombres».

¡Ah! María sola al pie de la cruz, sin más testigos de aquel inmenso dolor que aquellos seres bien amados de Jesús, compadecía estos divinos padecimientos y participó de su infinidad. Así el profeta, después de buscar en toda la naturaleza algo grande, inmenso, con que comparar el dolor, la pena, el sufrimiento de María, no encuentra más que el mar, grande, inmenso, cuya extensión y amargura es el único término de comparación que se asemeja a la extensión del dolor del corazón de María en estos duros y crueles trances.

Y este término no es porque el mar pueda servir de medida, sino que como dice Hugo de San Víctor, «porque así como la mar excede incomparablemente a las demás aguas en profundidad y extensión, así los dolores de María sobrepujan a todos los dolores». Así lo publica Ella misma al pie de la cruz por medio de estas patéticas y penetrantes palabras que el mismo profeta pone en sus labios: ¡Oh todos vosotros los que pasáis por el camino: considerad y ved si hay dolor semejante al mío!, y así lo ha ratificado la humanidad entera llamando a María con los grandes nombres de Madre de los Dolores, Madre de la Piedad, Consuelo de los Afligidos y yendo a llevar al pie de los altares para sobrellevarlos y templarlos con su ejemplo, los dolores más agudos del pobre corazón humano, que sin Ella no tendrían modelo los que sufrimos en los seres más queridos de nuestra alma, los dolores del luto, de la simpatía y de la compasión.

María era Madre, y es tal la fuerza de este sentimiento, que las lleva al mayor de los sacrificios. ¡Era Madre! pero ¡qué Madre y qué Hijo! La Madre más perfecta, la más pura, más fiel, tierna y cariñosa, del Hijo más perfecto, más bello, más amable, más Hijo. ¿Quién puede comprender la riqueza de tal corazón en el que se multiplican las cosas más contrarias para formar el supremo amor?

Era Madre del Redentor, de la Victoria, de nuestra salvación, y por tanto, Madre corredentora y compasiva, en vista del sacrificio de su Hijo. No pudiendo el Hijo de Dios padecer y morir en su naturaleza divina, había debido adaptarse un cuerpo, una naturaleza pasible, una aptitud de víctima. Y esta aptitud la tomó en María, y de María: de María, a la que pudo decir como a su Padre, Corpus aptasti mihi. Pero María, también predestinada para este divino ministerio de la misericordia, había recibido previamente de Él, como Dios, esta naturaleza compasiva que debía Él sacar después de sus entrañas como hombre; de tal suerte, que bajo este respecto, existía entre María y Jesús una prodigiosa simpatía de complexión, de temperamento, de costumbres, que hacía del corazón las entrañas y la carne de María; de María, predestinada por Dios al mismo fin que inclinó a Dios a ser su Hijo, a un fin de inmolación y de sacrificio, la que la hizo Madre de Dios, la hizo al mismo tiempo Madre de compasión y de dolor; de tal suerte, que todo cuanto había en Ella de amor, de gloria y de grandeza con relación a Jesús solo, se le concedió con tal largueza para hacerla más apta para sufrir con Jesús con los mismos padecimientos; para ponerla al pie de la Cruz, como el centro de todas las miserias y de todas las calamidades que le es dado soportar a una criatura.

María sufre allí todos los dolores de la naturaleza como la Madre más tierna, viendo espirar entre los más crueles dolores e ignominiosos padecimientos al Hijo más digno de ser amado. Siendo su dolor proporcionado a su amor, no hay ningún dolor comparable al suyo, por la razón de que no hay ningún amor que pueda compararse con el de aquella angustiada Madre.

Pero además de los dolores de la naturaleza, María experimentó dolores aún más profundos, los dolores de la gracia; con los cuales, elevando y enriqueciendo su pura naturaleza, le da más delicadeza y energía para el sufrimiento. Este es el dolor del corazón cristiano.

Bossuet lo dice elocuentemente:

«Acontece con este Hijo y esta Madre como con dos espejos opuestos, que enviándose mutuamente por una especie de emulación todo cuanto reciben, multiplican los objetos hasta lo infinito. Así se acrecienta sin medida su dolor, mientras que las olas que levanta se sobreponen unas a otras por una especie de flujo y reflujo».

Pero, no obstante, en lo más terrible de esta tempestad, en la sangre y las lágrimas del suplicio, las blasfemias e imprecaciones de los verdugos, los insultos del populacho, la pavura de los discípulos, las quejas y lamentos de las sensibles mujeres, las últimas palabras y la gran voz de la víctima, la conmoción y espanto de la naturaleza aterrada, María, superior a su sexo, superior al hombre superior a la humanidad entera, sola con la Divinidad, inmóvil permanece en pie: Stabat. «No representéis a María desmayada, dice San Ambrosio, ni aun sollozando; yo leo en el Evangelio que estaba en pie, no leo que llorase. Esta Madre afligida miraba con compasión las llagas de este Hijo que sabía que debía ser la Redención del mundo. Permanecía en pie, con un valor que no degeneraba del que tenía a la vista, sin temor de perder la vida». Tal era el dolor, el peso de aquel inmenso sufrimiento, que puede decirse con San Bernardino de Sena, que si hubiera estado repartido entre todas las criaturas, no hubiera habido ninguna que no hubiese sucumbido a él, siendo un dolor divino e infinito, el dolor mismo del Hijo de Dios. Y si María resistía, es porque el mismo Espíritu, la misma Virtud, que había hecho a María Madre de Dios, le daba fuerzas para soportarlo. Esta divina Maternidad, fuente de dolor, era al mismo tiempo de su valor.

Por eso el dolor de la mujer tiene su representación más alta más noble y espiritual en María, en la Virgen al pie de la Cruz, en la Virgen sosteniendo entre sus brazos a su Hijo adorado, el cuerpo de la víctima sagrada de la redención del hombre y a la que llamamos e invocamos con los nombres de María de la Soledad, la Madre de los Dolores. Por Ella y con Ella sienten todas las madres horror a la para ellas más terrible de las desgracias, la muerte de sus hijos. No hay familia católica que no encierre en el santuario del hogar, en el templo de su familia, la Imagen de María en alguna de aquellas invocaciones, presidiendo y amparando a aquellos seres, que se ponen bajo su protección en los dolores y trances de la vida. El ardiente en caridad y amor, el corazón de María, atravesado de las siete litúrgicas y simbólicas espadas, presenta a los corazones sensibles un simbolismo de los crueles dolores de la Madre de Jesús.

Y ese corazón de María le hemos visto reproducido desde el mármol al lienzo, de éste al papel y a la tela, desde el más rico estofado de preciosas telas al humilde azulejo que enclavado en poste de ladrillos, se presenta en medio de la soledad de los caminos al viajante, a quien sorprende en la revuelta de la senda al atravesar el umbroso bosque y cobijada bajo el espeso ramaje de la encina o la desmayada cabellera del fúnebre sauce, para recordarle una oración a la que fue Madre de los Dolores por nuestra salvación. ¡Y cuál impresiona en medio de la soledad del campo, del rumor del bosque aquel dolorido rostro trazado por inexperta mano, y aquel pecho atravesado por las agudas espadas que le destrozan! ¡Ah! la pasión de Cristo, en medio de su grandeza, en medio de lo sublime de su tortura, se agranda y se hace incomensurable en sí por el océano de lágrimas y de dolor que vertió María en semejantes momentos. No, no podemos apartar de nuestra mente la pasión y el martirio del Hijo, sin caer en el insondable y amargo mar del sufrimiento de la Madre.

Por eso, por esa causa el dolor de María pesa tanto en nuestro corazón, que no nos podemos apartar de él, no podemos separarlo de nuestro corazón y sobre él le llevamos como recuerdo material, bordado o estampado en el escapulario que desde niños nos pusieron nuestras madres como broquel de fuerza inrompible contra las tentaciones del demonio, como egida impenetrable a los dardos de la indiferencia, como ardiente hornillo que encendiera en nuestro pecho el fuego del amor a María, del amor a sus dolores, que habían de ser nuestro amparo en los que la humanidad nos tenía reservados en el camino espinoso y duro de la existencia.

Dolores acerbos para María, dolores que en las desgracias son bálsamo para los nuestros, y doloroso poema que el arte católico ha querido reproducir en multitud de hermosos lienzos, pues no encontraréis escuela inspirada en la fe católica que no haya reproducido aquel poema de tristura, de llanto y penas de la Madre del Salvador. La dolorosa Virgen vive y ha vivido siempre unida al nombre de la pasión de su Hijo, y su imagen reproducida y pintada, sentida y trasmitida por los artistas, nace en las Catacumbas y llega a nuestros días, imperando y reinando con amor y afecto desde el solitario cipo de los caminos a las espléndidas catedrales. Pero para pintar a María en su amargo dolor, necesítase una inspiración sentidamente católica, necesítase la espiritualización del dolor, y esto sólo ha sido dable a genios como Murillo, que es sólo quien ha traducido en la verdad e idealismo de sus colores la triste y dolorosa realidad del hecho, Tiziano con la mágica de sus colores y dibujo, ni la escuela véneta, ni la alemana con Rembrant han sabido dar la verdad de aquel inmenso y divino dolor, no, unas y otras escuelas han pintado más a la mujer dolorida, que a María, la Madre Inmaculada; en unas y otras hase visto más el dolor humano, pero no aquel dolor más inmenso y amargo que el mar, únicamente Murillo es quien ha acertado a traducir por la magia del pincel y del color el ambiente y tristeza de María en el acto de su soledad y de su pena. Solamente Murillo y Fra-Angélico, han sido quienes se han aproximado a la representación del dolor de María, los dos en quienes la inspiración artística ha sonado al unísono del concepto, del sentimiento cristiano, sin los resabios ni influencias del Renacimiento, traduciendo el hecho por la inspiración clásica. Para el sentimiento artístico católico, se necesita una inspiración verdaderamente religiosa del acto traducible, y de aquí que ni en la pintura de la Mater Dolorosa, ni en la apoteosis sangrienta del Calvario, hayan marchado al unísono, como decimos, el sentimiento, con la inspiración, y que la ejecución primorosa haya querido borrar en muchas ocasiones la falta de aquéllas por la magia del color o lo dramático del cuadro, por sus importantes detalles de majestad y de tener como elementos integrantes del concepto del sublime.

Y dejando estos juicios del carácter e inspiración pictórica, vengamos a encontrar a María, a quien dejamos al pie de la Cruz cuando muerto su Hijo, los elementos calman su furor, mejor dicho, su espanto, y caen en ese dolor, en ese terror mudo, silencioso, más temible aún que el choque tremendo de aquéllos en titánica lucha.

Sola al pie de la Cruz y acompañada tan únicamente de Juan y las mujeres queda María. Del Calvario han huido los verdugos asustados de su obra, y en la obscuridad y silencio que los rodea, ven ascender a la meseta a unos caballeros acompañados de esclavos, cargados con frascos y pebeteros y blancos lienzos. ¿Quiénes son aquellos que acuden cuando todos han huido?

Son Nicodemus, caballero, discípulo de Jesús, y José de Arimatea, que conseguido permiso de Pilatos para descolgar el cuerpo de Jesús v darle sepultura, subían al Calvario llevando aromas y sudario con que ungirle y dar sepultura.

Triste acto, en el que los golpes del martillo quitando el remache de los clavos, resonarían en el pecho de María con dolorosos sonidos; golpes que caerían sobre su corazón dolorido en medio del silencio que rodeaba el Calvario, en medio de la soledad que circuía a aquellos piadosos varones y santas mujeres.

Descolgado el cuerpo de Jesús, María recibió en sus brazos aquel llagado y herido cuerpo de su amado y adorado Hijo.

«Pues cuando la Virgen le tuvo en sus brazos, ¿qué lengua podrá explicar lo que sintió? ¡Oh ángeles de paz! llorad con esta sagrada Virgen, llorad cielos, llorad estrellas del cielo y todas las criaturas del mundo, acompañad el llanto de María! Abrázase la Madre con el cuerpo despedazado, apriétalo fuertemente contra su pecho, mete su cara entre las espinas de la sagrada cabeza, júntase rostro con rostro, tiñese la cara de la Madre con la sangre del Hijo y riégase la del Hijo con las lágrimas de la Madre. ¡Oh dulce Madre! ¿Es ese por ventura vuestro dulcísimo Hijo? ¿Es ese el que concebisteis con tanta gloria y paristeis con tanta alegría? ¿Pues qué se hicieron vuestros gozos pasados?
»Hijo, antes de ahora descanso mío y ahora cuchillo de mi dolor, ¿qué hicistes para que los judíos te crucificaran? ¿Qué causa hubo para darte muerte? ¿Estas son las gracias de tus buenas obras? ¿Es este el premio que se da a la virtud? ¿Esta es la paga de tanta doctrina?
»Oh dulcísimo Hijo, ¿qué haré sin Ti?
»¡Tú eras mi Hijo, mi Padre, mi Esposo, mi Maestro y toda mi compañía! María quedó como huérfana sin Padre, viuda sin Esposo, y sola sin tal Maestro y tan dulce compañía. Ya no te veré más entrar por mis puertas cansado de los discursos y predicaciones del Evangelio. Ya no limpiaré más el sudor de tu rostro asoleado y fatigado de los caminos y trabajos. Ya no te veré más asentado a esa y dando de comer a mi ánima con tu divina presencia.
»Fenecida es ya mi gloria, mas se acaba mi alegría y comienza mi soledad».

Así expresa con sentido tan hermoso la soledad y tristeza de María en el doloroso trance, el clásico de nuestros clásicos, el elocuente Fray Luis de Granada, en el libro de la oración y meditación en el capítulo para el sábado por la mañana. De esta tierna manera, de este sentido concepto del dolor de María, expresado con tal belleza, encanto y pureza del estilo, descríbese el inmenso dolor de aquella pobre Madre dolorida, al recibir el ultrajado cuerpo de su Hijo tan amado, de aquel Jesús padre del amor, padre de la caridad y bondadoso para el que en fe ardía su corazón, tanto como justiciero con los hipócritas y fariseos.

María recibe en sus brazos el desfigurado cuerpo de quien la belleza humana, de Aquel llagado, herido y destrozado por la perfidia de los hombres imbuídos y cegados por Satán en su inconcebible furia y encono contra Jesús, al que no había podido vencer a pesar de sus armas, ni con la maldad de los hombres, sus instrumentos.

Véase cómo relata el triste hecho del descenso de la Cruz la venerable escritora a quien tantas veces hemos citado, Sor María de Ágreda.

«Corría ya la tarde de aquel día de Parasceve, y la Madre no tenía aún certeza de lo que deseaba, que era la sepultura para su difunto Hijo; porque Su Majestad daba lugar a que la tribulación de su Madre se aliviase por medios que su providencia tenía dispuestos, moviendo el corazón de Arimatea y Nicodemus, para que solicitasen la sepultura y entierro de su Maestro. Eran ambos discípulos del Señor y justos, aunque no del número de los setenta y dos; porque eran ocultos por el temor de los judíos, que aborrecían como sospechosos y enemigos a todos cuantos seguían la doctrina de Cristo, y le reconocían por Maestro...

«Llegaron a la presencia de María, que con dolor incomparable asistía al pie de la Cruz, acompañada de San Juan y las Marías. Y en vez de saludarla, con la vista del divino y lamentable espectáculo, se renovó en todos el dolor con tanta fuerza y amargura, que por algún espacio de tiempo estuvieron José y Nicodemus postrados a los pies de la Reina, y todos al de la Cruz, sin contener las lágrimas y suspiros, sin hablar palabra. Lloraban todos con clamores y lamentos de amargura, hasta que la Reina los levantó de la tierra, los animó y confortó, y entonces la saludaron con humilde compasión. La Madre les agradeció su piedad, y el obsequio que hacían a su Maestro, en darle sepultura a su cuerpo difunto, en cuyo nombre les ofreció el premio de aquella obra. Luego se quitaron los mantos o capas que tenían, y por sus manos José y Nicodemus arrimaron las escalas a la Cruz y subieron a desenclavar el Sagrado Cuerpo, estando la gloriosa Madre muy cerca, y San Juan con la Magdalena asistiéndola...

»Pasado algún espacio que la dolorosa Madre tuvo en su seno al difunto Jesús, la suplicaron San Juan y José diese lugar para el entierro de su Hijo. Permitiólo; y sobre la misma sábana fue ungido el sagrado cuerpo con las especias y ungüentos aromáticos que trajo Nicodemus, gastando en este obsequio todas las cien libras que se habían comprado. Y así ungido, fue colocado el cuerpo en el féretro (La venerable Ágreda da como existente entre los hebreos la costumbre de ataúd o féretro) para llevarle al sepulcro. Levantaron el Cuerpo Sagrado, San Juan, José, Nicodemus y el Centurión que asistió a la muerte. Seguían la Madre acompañada de Magdalena, de las Marías y otras piadosas mujeres... Todos así ordenados caminaron con silencio y lágrimas a un huerto que estaba cerca, donde José tenía labrado un sepulcro nuevo, en el cual nadie se había depositado ni enterrado».

Solitario quedó el Calvario: solo la Cruz de Jesucristo erguida y como abrazando a la tierra, quedó alumbrada por las últimas luces de un triste y melancólico crepúsculo. En occidente, luchaban los últimos rayos del sol hundido tras los montes, y luz amarillenta, pálida envolvía a las amoratadas nubes que empañaban el cielo. La Cruz destacándose clara sobre el anaranjado del horizonte, semejaba flotar en un nimbo de apagado fuego, y negra, centelleante, parecía una amenazadora y ardiente espada que amenazaba a la Jerusalem deicida, a la ciudad, sumida en un aterrador silencio, como atemorizada del acto que en su seno y a su vista se había realizado, parecía temerosa del castigo que la esperaba, y que aquella profecía de la víctima de su furor fuese ya a realizarse, como si viera ya sobre sí la espada de fuego que había de aniquilarla, y el incendio estallando en las ricas maderas del Templo, abrasara ya a sus homicidas habitantes.

¡Ah Jerusalem! No, no temas aún, tus horas están contadas; no ha llegado todavía el momento en que tus hijos, seres malditos, huyan despavoridos por la tierra, sin lograr reunirse, formar nacionalidad, ni abrigarse en su pecho una acción noble, ni un pensamiento, una idea de regeneración. No temas todavía, aún han de pasar algunos años para que los hijos paguen las culpas de los padres y se cumpla lo que en el paroxismo de odio y de furor contra Jesús, pedisteis en aquella mañana, la sangre y la condenación caerá sobre vosotros y vuestros hijos y vuestro deseo será cumplido, seréis seres malditos perseguidos por la tierra, en la que viviréis errantes, sin hogar propio, sin sol ni sombra que sea vuestra, sin patria, sin hogar, sin bandera ni porvenir. Viviréis perseguidos como alimañas feroces, las naciones os perseguirán y expulsarán de sus tierras, el pueblo os asesinará y escupirá como raza vil y maldita, no podréis ni os permitirán ejercer ningún oficio noble, honrado, ni aun el de verdugos, y no tendréis más ocupación que la que os proporcionará el monarca de las tinieblas, Satanás; sólo podréis manejar el instrumento de la perdición de los seres humanos, el dinero, y así sólo podréis vivir menos preciados, siendo usureros prestamistas, siendo judíos, como el lenguaje universal se ha hecho sinónimas las palabras de prestamista y usurero, con las de judío. Ese es el porvenir que espera, Jerusalem, a tus hijos, fruto recogido por tu maldad, por tu perfidia, y como última afrenta, como último escarnio al nombre del pueblo deicida, vendréis a sufrir la esclavitud bárbara del mahometano que te despreciará como todos los pueblos y todas las razas, sirviéndole humillado y siervo del imperio de la media luna que te escupirá también y temerá tu contacto, haciéndote huir y encerrar en tus míseras covachas con tus dineros, para que no manches sus fiestas con tu presencia.

Sí; aquella Cruz solitaria envuelta en la dudosa luz del crepúsculo ha de ser tu condenación, y su sombra inmensa cayendo sobre la ciudad maldita, hará que venga a imperar en ella el paganismo que tanto te horrorizaba y del que serás esclavo mañana, como lo serás más tarde de pueblos civilizados. El cielo ni aun te reservará el consuelo de ser esclavo de pueblos ilustrados, dignos y cultos; ante la enormidad del crimen, corresponde la magnitud de la pena, el castigo a la ingratitud.

Enterrado Jesús, volvió al Calvario la fúnebre comitiva, y María, sola, sola en el mundo, sin más compañía que su hijo Juan, así designado por Jesús, besaron y recogieron los improperios de la pasión, y en medio de la obscuridad de la noche regresaron al seno de la ciudad deicida, a la casa del Cenáculo, aquella casa convertida en el más grande de los templos, pues que en ella se verificó la institución de la Eucaristía, y allí albergados con las santas mujeres, que no la abandonaban, pasó en medio de la mayor tristeza la primera noche de la soledad de la Madre de Dios, de la tierna invocación que tanto ha llenado de niños nuestra alma de sentida compasión, y de hombres de pena y aflicción nuestro pecho, cuando como padres hemos sufrido pérdidas como la de arrancarse de la vida pedazos de nuestra alma, hijos a quienes amábamos y eran nuestra esperanza en el amor y la de nuestras aspiraciones.

«Retirada ya la Virgen, dice Casabó, en el aposento donde se celebraron las dos cenas, acompañada de San Juan, de las Marías y otras mujeres santas que seguían al Señor desde Galilea, háblales a todos, dándoles las gracias con profunda humildad y lágrimas por la perseverancia con que hasta entonces la habían acompañado en la pasión de su amantísimo Hijo, en cuyo nombre les ofrecía el premio de su constante piedad y afecto con que la habían seguido, y así mismo se ofrecía por sierva y amiga de aquellas santas mujeres. Reconocieron este gran favor y le besaron la mano, pidiéndola su bendición. Suplicáronla descansase un poco, y recibiese alguna corporal refacción, a lo que respondió:

»-Mi descanso y mi aliento ha de ser ver a mi Hijo y Señor resucitado. Vosotros, carísimos, satisfaced a vuestra necesidad como conviene, mientras yo me retiro a solas con mi Hijo.

»En quedando a solas en su retiro, se entregó a sus afectos dolorosos, y toda se dejó poseer interior y exteriormente de la amargura de su alma, renovando todas las especies de todos los misterios y afrentosa muerte de su Hijo, en cuya ponderación pasó toda aquella noche llorando, suspirando, alabando y engrandeciendo las obras de su Hijo, su pasión, sus juicios ocultísimos y otros altísimos misterios».

Miles de páginas podrían llenarse tan sólo copiando las inspiradas palabras de los escritores católicos al considerar y estudiar la hermosa figura de María en tan doloroso como sublime acto de su penosa soledad, de sus sufrimientos y lágrimas en tan crueles horas, como las sufridas por la Reina y Señora en la terrible pasión de su Hijo, pero aun cuando todas ellas inspiradas en el más grande y santo amor a María, en la contemplación de su dolor ante los misterios de su Hijo, la pluma y el sentimiento humano son impotentes para pintarlos y describirlos: sólo allá en el fondo de nuestro pecho, cuando las desgracias y el dolor nos rodean, entonces es cuando el alma, el corazón, el pensamiento pueden comprender algo de aquel dolor divino, inmenso, que atenaceó el tierno corazón de la más pura, inocente y amante de las mujeres. Sólo así, sólo en estos momentos es cuando podremos comprender el dolor y el sufrir de María en los momentos de la pasión y muerte de su Hijo Jesús, nuestro Salvador y Redentor con su sangre y misterio de nuestra esclavitud del pecado, dolor que es imposible sentirlo en la pequeñez de nuestro corazón, creyendo en lo humano no haberlo semejante al que en momentos de pena y aflicción hieren dolorosamente las fibras del sentimiento, y dolor que siempre, aun en las almas más justas, lleva en sí el carácter de expiación. Pero el dolor de María llenando un alma y corazón tan puro, tiene en sí la grandiosidad de lo inmenso, de lo grande, como obra de Dios.

Si la expresión sensible de este dolor, de esta pena y sufrimiento, de cuantos escritores la han pretendido expresar y traducir en hermosos conceptos, fuera dable reunirlas, vacías de expresión quedarían, frías y sin vida aquellas manifestaciones, ante la magnitud inmensa del dolor de María en aquellos terribles momentos.

Capítulo XXVI (Soledad de María) : LA NOCHE DEL PARASCEVE EN JERUSALEM.

Ya cerrada la noche, la fúnebre y silenciosa comitiva que bajaba del Calvario entra silenciosa, sola, por la puerta judiciaria. Las calles están desiertas y triste y misteriosa la vía dolorosa, por la que horas antes ha atravesado Jesús con la pesada carga de la que ha de ser el instrumento de su martirio y patíbulo de su muerte. Sola y sin que grupo alguno de curiosos y desocupados ocupe aquella, ya sagrada vía, María y Juan con las piadosas mujeres, Nicodemus y José se dirigen como hemos dicho a la casa del Cenáculo.

¡Qué sombrío aspecto presenta la ciudad! Quién dijera que se hallaba en la fiesta de la Pascua, del Parasceve: no se oyen cánticos, no se escuchan los ecos de las arpas, ni se percibe ese ambiente fresco y grato que envuelve la atmósfera haciendo respirar fiesta, alegría, dicha y bienestar. Nada, nada de eso, silencio, silencio de muerte reina en las calles y en el interior de las casas. Parece que al paroxismo de furor, de odio, de venganza, a los alaridos de rabia, de ira, a aquel estridente rechinar del odio concentrado al calor del improperio, a la sed de sangre, a la furia de la matanza ha sucedido la calma del terror, del susto, del miedo; el horror al espantoso cataclismo de la muerte de aquel Jesús perseguido, de aquel embaucador, cuya muerte ha conmovido la tierra y los astros, los tiene llenos de miedo, de pavor, de espanto, y no se atreven a salir a la calle temiendo encontrarse con los muertos que han salido de los sepulcros y han venido a Jerusalem.

El temor, el horror supersticioso que llena su alma, que reconocen criminal, les tiene escondidos en las casas, sin atreverse ni aun a hablar por temor de dar a conocer su interno terror. ¡El velo de Templo se ha rasgado! Por sí, sin que agente alguno extraño le haya tocado, el velo se ha rajado de arriba abajo. Los sacerdotes, llenos de pavor, como sucede siempre al criminal, han huido a esconderse de la vista del Tabernáculo; temen, y temen con razón, ellos han sido los inspiradores del populacho, quienes han encendido la hoguera y atizado el fuego del odio contra Jesús, y por tanto, temen. La muerte de aquel embaucador, como ellos le llamaban, les ha llenado de miedo: no sin motivo se conmueven las esferas por la muerte de un hombre, y no obstante el sol, la luna y los astros se han obscurecido de una manera nueva, inusitada; aquel fenómeno no era regular ni previsto por la ciencia. El calvario ha temblado y las rocas se han abierto contra toda ley de física: los sepulcros se han abierto y los muertos salido y hablado con algunos de Jerusalem: una noche insólita ha reinado al espirar el que hacía salir a Lázaro del sepulcro y levantar con vida a la hija de Jairo... ¿Quién es ese embaucador que así conmueve al mundo y con su muerte, el velo del Templo se parte por sí con estridente ruido?

El temor es grande entre los Escribas y los Sacerdotes: ¿qué hacer, cómo devolver la alegría de la Pascua al pueblo, asustado, temeroso y presa del remordimiento? ¡Triste es aquella Pascua! ¡La venganza engendra el recelo, y la alegría de la satisfacción de aquélla no aparece! Ni cómo; nunca la venganza engendra nada noble, y la alegría es la manifestación de un corazón tranquilo, de una conciencia satisfecha; así es que metidos en sus casas, escondidos en el rincón del hogar, temen ver aparecer al Ángel exterminador que concluya con los asesinos del Hombre justo sacrificado en aras del odio y de la venganza criminal de los expulsos del Templo.

Retirados, temen, no se hablan y la Pascua se convierte en noche de terror, y se recuerdan aquellas palabras del Mártir de su ira a las piadosas mujeres: ¡llorad por vosotras y por vuestros hijos! ¿Qué va a suceder? El terror embarga los ánimos y quedan desiertas, solitarias, abandonadas las calles de la ciudad, y María, Juan y sus piadosos compañeros recorren solos, sin testigos, la vía de Amargura, renovándose el intenso dolor en el pecho de María y sus acompañantes.

La Madre recorre sola y llorosa, la senda, el camino de dolor que ha recorrido su Hijo, y aquella visión material de suelo, casas y accidentes, le hablan del dolor y sufrimiento de su querido Hijo que descansa entre las piedras del Calvario, que le acogen y guardan más cariñosas que el corazón del hombre que no tuvo una palabra de compasión para aquel Jesús que caía y se arrastraba entre las piedras desfallecido y desangrado. El Pretorio, silencioso, y Pilatos encerrado en él, temeroso y cobarde más que en la mañana, cuando por debilidad accedió a las exigencias del pueblo amotinado, consideraría su infame conducta, su cobardía ante el aviso de su esposa, y allá, allá en lo profundo de su conciencia le roería el silencioso y perforador gusano del remordimiento, le acusaría y proclamaría como magistrado infame y cobarde, que posponiendo el principio de la justicia, la santidad de su misión de juez, se entregaba al deseo y ciega voluntad del pueblo ebrio y estúpido. ¡Qué noche también para él, para él, cómplice y coautor de aquel asesinato jurídico, que con voces tremendas por los elementos había proclamado lo injusto y tremendo de aquel acto criminal!

Y así María siguió recorriendo aquel camino de sangre, de martirio, de dolor y con el corazón destrozado llegó al Cenáculo, al lugar santo de la consagración del Cuerpo de Jesús, hostia de paz y salvación del mundo con su bendito Cuerpo.

Sola, sola se encontró en el retiro de aquella santa casa: allí en medio del silencio que la rodeaba, quién la consolaría, se reconcentraría en su ánimo, en su dolor, la soledad en momentos de intenso dolor consuela más que las palabras y la compañía, hay consuelos que desconsuelan, agradece el ánimo los conatos para mitigar el dolor, pero estos no consuelan, no borran la huella que la pena ha grabado en nuestra alma. Para que desaparezcan éstas sólo el tiempo es el que las borra sin hacerlas desaparecer.

En medio de aquel silencio, de aquella soledad, ¡cómo retrotraería la dolorida Madre sus recuerdos a otras épocas! ¡Cómo se presentaría entonces su pobre casita de Nazareth hoy cerrada, frío el hogar, en donde ni aun la ceniza conservaría el calor de aquellos corazones que en su pobre hogar se reunieron! ¡Cómo se presentarían ante sus ojos aquellos hermosos horizontes, llenos de luz, de vida, de calor, de bellos colores, de murmurantes riachuelos y perfumadas flores, cuando aquel hermoso Niño, venido de Egipto, jugueteaba entre flores y mariposas y con sus manos débiles y finas pretendía levantar las pesadas herramientas del carpintero José, su padre! ¡Cómo no había de pensar en aquella fuente a la que en las hermosas puestas del sol bajaba María para recoger el agua y esperaba la llegada del Padre y del Hijo que venían del inmediato taller y subían entre ambos la pesada ánfora, regresando los tres llenos de santa alegría y calma al modesto albergue! ¡Cómo se presentarían ante sus ojos aquellas noches de espléndida luna en que sentados bajo el amparo de sus rayos disfrutaban el fresco de la noche y los perfumes de la rosa y del cinamomo!

¡Y aun en medio del destierro, cómo se presentarían amparándolas con tanta soledad, pena, dolor y llanto, las hermosas y espléndidas noches del Egipto con sus misteriosos encantos y brillantes constelaciones, disfrutando en medio del destierro una calma y sosiego que hoy encontraba más y más hermoso comparándolo con la tristeza del presente, la soledad y quebranto de su corazón ante las ideas de aquel crimen que la privaba de la compañía de su Hijo, del hermoso y cariñoso Jesús, su amparo, su consuelo y su dicha, dicha arrancada por la perversidad de los hombres que le habían privado de su dulce compañía.

Entonces, sí, entonces como cuando la sed abrasa nuestras fauces, cuando como en el desierto ante sus inmensos arenales y luz rojiza deslumbrante y abrasadora, la sed, el sueño del agua llena nuestra imaginación, y nos hace pensar en las frescas riberas, en el murmurio del agua en sus cristales y su fresco incomparable para la abrasada boca, así María recordaría aquellos días felices de su vida escondida en el pobre Nazareth, recordaría la dicha, alegría y placer de la cueva de Bethlén con su hermoso Hijo adorado de los pastores, adorado de los magos, que a sus pies se postraron llenando de dones a su hermoso Jesús. Comparaba la alegría y la dicha de aquella infancia para compararla con la tristeza del presente, con aquella noche lóbrega y terrorífica para los jerosolimitanos, y aquel silencio, aquel pavor y espanto le hacía más daño en aquellos momentos que la gárrula gritería, los insultos y aullidos de aquella funesta mañana.

Pobre María, humanamente considerada, qué soledad más triste la rodeaba: José, su amparo, su protección, había muerto, se hallaba en el seno de Abraham: Jesús, asesinado por la ferocidad del populacho, excitado por la maldad y la perfidia tan traidora como cobarde de los sacerdotes, de la aristocracia venal y enemiga de una doctrina que con sus palabras les arrancaba la vestidura que encubría su miseria y podredumbre, y que había llevado su odio, su encono, hasta hacer que Jesús apareciese como un criminal que atacaba a la sociedad y al poder constituido como revolucionario demoledor y demagogo, por más que hubiere dicho que su reino no era de este mundo. No, aquellas palabras llenas de amor, de caridad y misericordia, hacíanles más daño que si Jesús se hubiera presentado ante ellos con armas y gentes para arrancarles el imperio y el dominio del pueblo: sí; entonces, ojo por ojo, diente por diente contra Él lucharan y en su orgullo pretendieran vencerle; pero ante sus doctrinas, sus palabras, su mirada, su mansedumbre y su pobreza, sentíanse desarmados y vencidos, impotentes para luchar por su sucia conciencia, bajaban sus ojos ante la serena mirada de los hermosos ojos del revolucionario conmovedor de Judea, y temblaban ante las manchas de su alma que Jesús descubría y señalaba sin citarlos. No, aquello era una amenaza continua contra su poder, sus vicios y su maldad, era preciso destruir a aquel hombre, matar su doctrina antes que hiciera más prosélitos, ¿pero cómo? La lucha noble y leal era imposible, las armas les caían de las manos ante su imponente presencia, ante su hermosa y aparente debilidad, no podía lucharse frente a frente con el Nazareno, contra el Hijo de María, contra el Hijo de la antigua halma de aquel Templo que la había educado, para que luego diera vida a aquel Hijo que era el terror de los malos y pervertidos sacerdotes, era preciso valerse de medios reprobados por todo corazón noble y de sentimientos elevados, y sólo la traición, la cobardía, la falsedad y la mentira, eran las armas que el infierno les proporcionaba para poder combatir, para poder procurar vencer aquella fuerza incontrastable de la palabra que minaba el pedestal de su falsa ciencia, de su orgullo, de su ambición y sed de dominar al embrutecido pueblo, al que no querían dejar iniciativas ni propósitos nobles que pudieran levantarle de la abyección en que se hallaba. Era preciso aniquilar cobarde y traidoramente al Hijo de María, y para ello uniéronse y el perverso sentir de aquéllos, crucificó a Jesús y dejó a María en el desamparo y la soledad, en el vacío de que nadie la defendería y temería ponerse del lado de la Madre del Ajusticiado, de aquel peligroso hombre que quería derribar el Templo.

Y el infierno había logrado por unos momentos su propósito: Jesús había muerto, pero la que quebrantó la cabeza de la serpiente vivía, y en medio de su dolor de Madre, en medio de su soledad, María seguía con su pie triturando la cabeza de aquélla, y no vencería el mal inoculado a nuestros padres en el Paraíso, no prevalecería el poder del infierno, lograría sus propósitos de vencer a quien le atormentaba, pues también el Hijo de Dios quiso ser tentado por el diablo, pero sería aquella muerte para vencerle una vez más y hundirle más hondo en los profundos senos su negro poder; no prevalecerá la puerta del infierno, no; María está sola, muerto su Hijo, su Esposo, nadie que la defienda resta; no, no, María está sola con su dolor, con su pena de afligida Madre, pero fuerte y decidida a luchar contra el infierno junto y segura de vencerle si intenta nueva lucha; pero no, no lo intentará, no ha podido ni tan sólo hacer dudar un momento a Jesús ni a María, el cáliz de la amargura ha pasado por los labios de ambos; la pasión del Hijo y el dolor de la Madre han sido su más terrible y eterno vencimiento. Ya el infierno no prevalecerá, ha sido derrocado su poder y cumplidas las palabras del Eterno Padre al maldecirá la serpiente causa de nuestros males, espíritu de la desobediencia revelada contra su Creador.

Todo está consumado, había dicho Jesús al espirar en el cruel tálamo del leño de la Cruz, y en verdad, todo estaba consumado, el Hijo de Dios morirá sin tener donde reclinar la cabeza, y todo se consumó, cual estaba anunciado por los profetas, todo pasa, todo desaparecerá menos la palabra del que creó el orbe y los planetas, y el cáliz de la amargura, la hiel y el vinagre ofrecido al Mártir que espiraba entre horribles agonías, bañó los labios de Aquél y cayó sobre el corazón de su amantísima Madre, que desde el pie de la Cruz participaba de sus dolores, de las penas y angustias del Mártir, como sufre la madre las penas, las angustias y dolores de un hijo con tan intensidad como el que las padece y sufre.

Y María, copartícipe de la redención, sufrió aquella terrible pasión y quedó sola en el mundo, sola con su dolor, con el pesar y tormento de un vacío en su derredor y en su incomparable y purísima alma: con el dolor de enterrar el ultrajado Cuerpo de su Hijo salvado de la voracidad de las aves de rapiña por la caridad y amor de Nicodemo y de Arimatea. Jesús pobre, Jesús dando lo que tiene de humana riqueza a los pobres, Jesús con el caudal inapreciable de su caridad, de su doctrina, de su amor y misericordia para con el hambriento, no sólo del pan material sino del pan del alma, no tiene donde reclinar su cabeza transida de espinas, de dolor, y es enterrado por la generosidad, por la caridad que Dios había hecho germinar en el corazón de aquellos discípulos como cosecha criada por la doctrina de su Hijo; y ellos mismos no dejan a María por momento y acompáñanla al Cenáculo y retíranse para no interrumpir con su presencia la explosión de pena y de angustia que llenaría el pecho de Aquélla después de un día de tan terrible prueba para su puro y virginal, amante y tierno corazón.

Todo se acabó, menos el dolor; acabó el tormento de mi Hijo, pero no el mío, diría la angustiada Madre: y hablando con el Hijo, con el que era Dios y Hombre y lo es aunque muerto su cuerpo, le decía, no con la boca, sino hablándole desde el fondo de su corazón:

«-¡Oh Hijo y Rey mío! tened por bien que sea este el último martirio, si esa es vuestra santa voluntad, y si no hágase en esto como en todo vuestra altísima voluntad. Ya terminaron los martirios, y el mío, considerando el vuestro, se renueva. Mandad a la muerte que vuelva por los despojos que dejó y me lleve con mi Hijo amado a la sepultura. Sí, sepultura dichosa que has sucedido en mi oficio, y la corona que a mí me quitan a ti la dan, pues encerrarás dentro de ti, al que yo tuve encerrado en mis entrañas. Mis huesos se alegrarían si allí se viesen y allí sería de verdad mi vida en la sepultura. El corazón y ánima que yo puedo, yo los sepultaré, mas Vos también, Señor mío, el cuerpo que yo no puedo sin Vos. ¡Oh muerte! ¿por qué eres tan cruel que me apartas de Aquel en cuya vida estaba la mía? Más cruel eres tú a las veces en perdonar que en matar. Piadosa fueras para mí si nos llevaras a entrambos; mas ahora fuiste cruel en matar al Hijo, y más cruel en perdonar a la Madre». Así expresa Fray Luis de Granada el dolor, la tristeza de María en estos tristes momentos de su soledad, de su pena y abandono del mundo cruel que la había perseguido con su saña y su malicia.
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Y aquella noche cruel de angustia y primera de su soledad, pasa y llega el día y con él el sol brilla de nuevo sobre el horizonte, y viene a besarla amorosamente en su triste aposento. Las trompetas del Templo suenan con estridente sonido anunciando la solemnidad del Sábado.

Las preces, las súplicas de María no se dirigen allá, sus doloridos suspiros no se encaminan al Templo, no, esa religión acabó con el deicidio, ha terminado su misión con el asesinato jurídico del Hijo de Dios. Si antes era mortal, hoy es ya muerta y dentro de poco será mortífera, su hálito envenenará como sus hijos malditos.

El Templo de María está en el Calvario, sobre él y en una de sus vertientes, y allí, allí encamina sus suspiros y su llanto, su pena, su dolor.

Suenan nuevamente las trompetas; corred, sí, corred al templo de Salomón, al templo restaurado por Herodes; corred, corred a postraros ante Dios los asesinos de ayer, los que ayer, ardiendo en odio y azuzados por el infierno, asesinasteis al Hombre-Dios: sacrificad animales, derramad sangre de las víctimas los que ayer hicisteis correr la sangre inocente de Jesús, del hombre Justo. Sí, derramad sangre de las víctimas y preparad la vuestra, pues los soldados romanos están afilando sus espadas para derramar la vuestra en ese mismo recinto, como lo pedíais ayer; preparaos para ser degollados como hoy hacéis con los animales ante ese altar, y no humearán vuestros cuerpos sobre las aras, sino sepultados entre los escombros del abrasado Templo, que se derrumbará sobre vosotros para sepultaros como raza maldita entre sus ruinas. -Caiga la sangre de Jesús sobre nosotros y nuestros hijos, y la sangre caerá, raza maldita, y andarás, como Caín, errante sobre la tierra como raza criminal, arrojada como perro leproso de todo punto donde existan corazones honrados y almas nobles: anda, pueblo maldito, a morar entre las serpientes del desierto, si no temen aquéllas tu contacto y se separan y huyen de la tierra que tú pises, raza espúrea que llevas sobre ti la condenación de Dios.

«Y un día, frente a ese templo, barrido de la superficie de la tierra al soplo de la indignación divina, que disipará sus cenizas mezcladas con las del polvo de vuestros cuerpos, en ese monte frontero se alzará otro templo, a donde vendrán a postrarse de todos los confines de la tierra los discípulos de ese Galileo que habéis crucificado, de cuyo sepulcro salen misteriosos resplandores que revelan su gloria venidera y la gloria sempiterna del que momentáneamente yace en él. Predicho está que ha de ser glorioso su sepulcro». (Isaías, capítulo XI, vers. 10.)

Sí, seréis vencidos, y el auxilio del infierno para nada os valdrá; esperad, esperad el castigo que habéis pedido, no tardará, y el cuchillo del romano llenará la misión de ser la cuchilla del sacrificador, y seréis inmolados, pero no todos; ¡ah! no esperéis la dicha de que vuestro pueblo desaparezca por completo, no, se os reserva a los sobrevivientes al gran cataclismo, la esclavitud, la persecución, el odio y el desprecio, el asco, la repugnancia de vuestro contacto y vuestra condición será como vuestro corazón, la de las bestias feroces, a quienes todos persiguen y procuran aniquilar; pero no, no seréis aniquilados, ni aun en esa persecución; necesitáis vivir como ejemplares que Dios reservará en el mundo de una raza infame, de unos seres malditos, para que llevéis el odio y la maldición por todos los siglos.

Sí, decidle a ese Pretor cobarde que se prestó o asustó ante vuestros aullidos de humanas fieras, que ese Nazareno que él consintió que vosotros asesinaseis, que resucitará, o que digan sus discípulos que ha resucitado. Poned guardias en su sepultura, pero no soldados romanos, pues éstos no se prestarán a ese servicio, pues son dignos y no quieren vuestro contacto por el desprecio que les inspiráis, y menos se prestarán a secundar vuestros propósitos.

Poned allí esa cohorte de esbirros que sirven a los sacerdotes y os ayudan en vuestras maldades. Sí, poned guardias, guardad el sepulcro del Galileo, del embaucador, del blasfemo, no sea que resucite, pues vuestra conciencia no está tranquila, ni ¿cómo ha de estarlo? Teméis y hacéis bien, pues ese temor queréis cohonestarlo con el temor de la superchería de que roben su cuerpo y digan luego que Jesús ha resucitado.

Siempre el mal, la conciencia torcida, juzgando por sí a la de los demás. La vuestra os dice que va a resucitar en breve, y aun en el Sábado, en el día del Sábado, vuestra conciencia no reposa, el temor os asalta, el miedo os hace prudentes y el remordimiento quiere apagarse con aparatos de fuerza. Sí, hacéis bien, poned guardias en el sepulcro de Cristo, ¿pero quién pone guardias a vuestra conciencia para que el remordimiento no resucite y os grite ¡deicidas, deicidas! Sellad la piedra del sepulcro, enviad vuestros escribas, enviad a vuestros sacerdotes, colocad pues piedras inmensas sobre su sepulcro, sí, pero ponedlas al mismo tiempo sobre vuestra conciencia, pues el remordimiento levanta la cabeza, la levantará y de entre aquellas piedras la voz terrible del juez inexorable os gritará como a Caín: ¿qué has hecho de tu hermano? ¿Qué has hecho de mi Hijo? pueblo infame, cruel, deicida eres y maldito serás sobre la haz de la tierra.

Teme, sí, teme, pues nunca dejó de temer y temblar el criminal, teme, que el día de la resurrección de tu víctima será el de tu muerte. Y vigila, sí, vigila a la pobre Madre a quien has destrozado su corazón con tus ferocidades, vigila a la pobre María en su soledad, no promueva contra ti alguna algarada en defensa de la memoria de su Hijo, y secunde la superchería de sus discípulos diciendo que ha resucitado Jesús, que ha vuelto a la vida humana la víctima de tu maldad.

Teme, sí, pero no temas a María, la pura paloma que no tiene más que lágrimas para consolar su soledad, su dolor, su acerba pena y confiar en El que la hizo Madre siendo Virgen y la ha dado valor para tan crueles sufrimientos, pero teme a tu conciencia, teme por tu porvenir, pueblo ingrato e infame.


VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XXV: MARÍA AL PIE DE LA CRUZ. DOLOR DE MARÍA.