VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XXVII (La resurrección de Jesús) MARÍA EN LA RESURRECCIÓN DE SU HIJO.

Capítulo XXVII (La resurrección de Jesús) MARÍA EN LA RESURRECCIÓN DE SU HIJO.

-PRIMERA ENTREVISTA EN LA CASA DE MARÍA.

Llegó el domingo en que se cumplían los tres días de la muerte de Jesús, y el sol al asomar por el horizonte de Palestina, ofuscóse su luz ante un resplandor insólito, una luz más viva y más brillante que se levantaba de la cumbre del Calvario. Un seno de luz esplendente, hermosa, deslumbradora, sin herir ni cegar llenaba las pupilas de quienes tuvieron la dicha de contemplarla; aquella mañana revestía una hermosura sin igual, aquella luz no era la de las hermosas mañanas de Judea en que la luz agota todos los colores y cambiantes tonos de la escala de las tintas, no, aquella luz y aquel ambiente eran más puros, más diáfanos que aun en los más hermosos días, era que la naturaleza entera se vestía de gala para festejar el misterio, el gran hecho de la resurrección de su Creador, la gloriosa salida del arca santa que por tres días encerró el cuerpo del Cordero de Dios, del Hijo de María, después de su cruenta pasión y del sufrimiento de su pura Madre.

¡Jesús ha resucitado según dijo! Su cuerpo, curado de las llagas de la pasión, ha salido lleno de luz y de gloria del sepulcro, pero en sus manos, pies y costado se conservan como hermosas señales las heridas de los clavos, de la lanza del Centurión, de aquel golpe horrendo con el que al abrir el costado del Señor se abrieron sus ojos a la luz de la verdad y lloró la herida causada con su lanza.

La luz del alba iluminaba vagamente los contornos del ya desde entonces sagrado monte Calvario, y unas piadosas mujeres encaminábanse al sepulcro de Jesús para llevar ungüentos con que conservar el cuerpo de Jesús, cuando al herir una luz deslumbrante, que la del sol, sus ojos, vieron en la puerta del sepulcro a un ángel resplandeciente que les dijo que Jesús había resucitado, vieron vacío el sepulcro, levantada la losa y huídos los esbirros de los fariseos que lo custodiaban, y entonces volvieron a Jerusalem a comunicar la fausta nueva y tal vez comunicarla a María, que con ansia esperaba el momento. Creen algunos que Jesús no vio a su Madre una vez resucitado. Estaba María con los Apóstoles... Véase lo que dice Lafuente acerca de este punto:

«¿Estaba con ellos la Virgen María? Yo creo que no; sobre esto la tradición supone y Orsini se hace eco de ello, que María fue al Calvario con las santas mujeres, todo lo contrario supone la tradición. El existir en la capilla del Santo Sepulcro un cuadro que representa la aparición de Jesús a María, ha hecho suponer que el encuentro de Madre e Hijo tuvo lugar en aquel punto. Pero, sin combatir aquella tradición, suponemos que cuando las piadosas mujeres llegaron al sepulcro, el Señor ya había visitado a su pura y santa Madre. Sobre que el Evangelio nada nos dice, hay razones muy poderosas para creer lo contrario. No podía la Madre de Jesús adolecer de la incredulidad de los Apóstoles y de las santas mujeres. El dolor de María era distinto del de las santas mujeres, reconocía otras causas. Van a ungir a Jesús, porque quieren ver sus restos mortales otra vez con cariño, pero con femenil curiosidad, despedirse de Él y dejarlo allí para siempre. ¿Puede María dejarse llevar de ese amor humano e imperfecto, con incierta fe y vacilante esperanza dadas sus eminentes virtudes, su sólida fe y la grandeza de su alma? Yo creo rebajado su carácter poniendo su amor al lado del amor de Magdalena y de María Cleofás. El dolor de María es de la clase del que padecen esas almas puras y santas que, al meditar en la pasión de Jesús y en su dolorosa muerte, agonizan de pena, padecen deliquios y fuertes desmayos y vierten torrentes de lágrimas, que apenas pueden mitigar su dolor ni las ansias del corazón dolorido. Preguntad a esas almas puras y benditas por qué lloran si saben que Jesús ha resucitado y que está en los cielos. La respuesta que os den, es la respuesta acerca del dolor intenso que padecía la Madre del Salvador, cuando éste, como buen Hijo, vino a visitar a su Madre con su primera aparición, con su primera visita. No había amor a Jesús, ni lo ha habido, ni lo habrá como el de María. ¿Qué vale el amor de la Magdalena, pecadora arrepentida, con el amor de la Virgen inmaculada y pura, y por añadidura, Madre? Y si ese era el amor de la Madre, ¿cuál debía ser el de Jesús? No puedo ni aun concebir que Jesús dejara de hacer a su Madre la primera visita después de su resurrección, y creo que no habrá madre ni buen hijo que no opine conmigo.

»Sobre todo esto, tengo para opinarlo así el testimonio para mí irrecusable, de Santa Teresa de Jesús, que expone la aparición con frases tan sencillas y tan sentidas como ella sólo sabía escribirlas...

»Después de referir los favores celestiales que recibió de Jesús, un día en habiendo comulgado, añade: -«Díjome que en resucitando había visto a Nuestra Señora, porque estaba ya en grande necesidad, que la pena la tenía tan traspasada, que aún no tornaba luego en sí para gozar de aquel gozo. Porque aquí entendí estotro traspasamiento bien diferente: Mas ¿cuál debió ser el de la Virgen? Que había estado mucho con Ella, porque había sido menester harto consolarla».

»La frase sencilla y enérgica de Santa Teresa en esta revelación es digna de estudio: en resucitando, equivale a decir, luego que resucitó. Que aún no tornaba en sí... de modo que su desfallecimiento y desmayos eran tales, que estaba casi privada de sentidos; luego ni su cuerpo ni su alma estaban en disposición de ir al sepulcro con las santas mujeres, a las que vulgarmente se suele llamar las tres Marías. Que había estado mucho con Ella, así se comprende en el gran cariño del Hijo a la Madre y de la Madre al Hijo, y añade la razón de que para reponer sus fuerzas físicas y morales, profundamente abatidas y desfallecidas, había sido menester harto consolarla. Creo que después de llamar la atención sobre esta revelación de Santa Teresa de Jesús, cuyo testimonio es hoy acatadísimo en la Iglesia, cuya veracidad nadie duda, como tampoco de la autenticidad de sus escritos y revelaciones, no habrá ningún católico que dude ya de la aparición de Jesús a su Santa Madre en el Cenáculo, y haciéndole su primera aparición en el retiro de su aposento, y al punto de su resurrección».

De tal manera clara, convincente y robusta, expresa Lafuente su sentir en el punto del encuentro de María y de su Hijo en el sagrado del Cenáculo, y comprobada por las palabras de la mística y Santa escritora la entrevista de la Madre y del Hijo. Ni la fe, ni la razón pueden poner en duda hecho tan claro, tan hermoso como hijo del amor del Hijo a la Madre, que todas cuantas razones, argumentos y pruebas quisieran aducirse caerían ante la razón hermosa, el argumento incontrastable del mutuo amor de Madre e Hijo, ante esta suprema luz, frío resultaría cuanto se dijere, vacío de luz, calor y sentimiento cuanto no tenga por base el amor materno y filial de Jesús y de María.

¡Qué dicha más inmensa! ¡Qué placer más grato para el alma que el hallar al Hijo querido como vivo y lleno de su propia hermosura! ¡Ah! inútil es querer ni intentar siquiera pintar el goce, la alegría de María ante la presencia de su divino Hijo que llegaba desde el sepulcro para visitarla. Pensemos tan sólo en la alegría humana de la madre que viera llegar a su presencia al hijo que enterrara tres días antes, pensemos en la explosión de sentimiento que aquel encuentro produciría en el pecho de aquélla. ¿Quién sería capaz de pintar, describir ni narrar con todo su calor, fuego y sentimiento, aquella escena en que a raudales brotaría del pecho de aquella madre la alegría, la dicha, las bendiciones al cielo, que tal beneficio y felicidad la dispensaban?

Pues si esta dicha, alegría y felicidad humana nos consideramos impotentes para pintarla ni narrarla, ¿cómo nos atreveríamos a hacerlo con la dicha y alegría de la Madre de Dios, de Marta, pura e inmaculada, y la de su divino Hijo? Sintámosla en el corazón, pero no intentemos con la palabra hacerla sentir, pues aquélla es vana y hueca para narrar tanta grandeza, dicha y felicidad después de tantas angustias y sufrimientos.

Casabó expresa el estado de María después de la resurrección de Jesús: «El estado en que puso a María el poder divino después de la Resurrección del Redentor, fue nuevo y más levantado que antes; las obras fueron más ocultas, los favores proporcionados a su eminentísima santidad y a la voluntad ocultísima del que los obraba. Entre los júbilos de que gozaba no se olvidaba de la miseria y pobreza de los hijos de Eva y desterrados de la gloria; antes, como Madre de misericordia, recordando el estado de los mortales, hizo por todos oración ferventísima. Pidió al Eterno Padre dilatase la nueva ley de gracia por todo el mundo; multiplicase los hijos de la Iglesia, la defendiese y amparase, y que el valor de la Redención fuese eficaz para todos; y aunque esta petición la regulaba en el efecto por los eternos decretos de la voluntad y sabiduría divina, pero en cuanto al afecto de la amantísima Madre, a todos se extendía cuanto al fruto de la Redención, deseándoles vida eterna. Fuera de esta petición general, la hizo particular por los Apóstoles, y entre ellos señaladamente por San Juan y San Pedro; porque el uno tenía por hijo y al otro por cabeza de la Iglesia. Pidió así mismo por la Magdalena y las Marías...»

María permaneció en Jerusalem habitando en la casa del Cenáculo con las santas mujeres que la acompañaron en sus crueles padecimientos, sin abandonarla un momento. Los Apóstoles regresaron a Galilea, su presencia en Jerusalem era un peligro, una amenaza a sus vidas pues eran los discípulos del embaucador, del falsario, que dijo que resucitaría, y a ellos se culpaba haber robado el cuerpo de su Maestro del sepulcro, para hacer creer a las gentes en su resurrección. Retiráronse prudentemente hasta tanto se olvidase y apaciguase, el encono contra la memoria de Jesús y contra sus discípulos.

María quedó en Jerusalem por entonces. ¿Qué iba a hacer Ella en Nazareth, del que nada gratos recuerdos conservaba? ¿Debía volver allá donde habían querido asesinar a su Hijo? ¿A la patria en que Jesús fue escarnecido y calumniado al decir que nadie es profeta en su patria? No, María no quería volver a Nazareth; no, el recuerdo era asaz duro y doloroso para aquella Madre que había visto en peligro la vida de su Hijo, allí donde le habían casi aborrecido, y no podía volver a una ciudad cuyo recuerdo, cuyas paredes, casas y campo le recordaban días de mayor dicha en la niñez de Jesús, con la compañía de José. No, allá nada la esperaba, ningún auxilio ni consuelo le habían dado, sino motivos de sobresalto, de pena y de espanto.

Así es que María se retiró con las santas y piadosas Marías a Bethania, Magdalena era rica, y a su casa llevó a la Madre del Salvador para gozar de su compañía y de su hermoso afecto a aquella entusiasta discípula de su amado Hijo.

Juan acompañó a María, y luego con los nueve Apóstoles, se retiró al lago Tiberiades, viviendo de la pesca con San Pedro. Pero pasan los días y María y las santas mujeres vemos de nuevo congregadas en Jerusalem, en el lugar del Cenáculo, y allí tiene lugar otro de los grandes misterios de nuestra religión, en el que participa María de los dones y gracia del Espíritu Santo.

Que María se encontraba en Jerusalem con los discípulos de su hijo lo acredita el hecho del descenso del Santo Espíritu sobre los discípulos.

Dúdase y afirmase por algunos que María asistió a la gloriosa Ascensión de Jesús, de su Hijo, desde el monte Olivete; no nos lo dicen los sagrados textos, pero... ¿puede dudarse?

He aquí cómo afirma Lafuente esta presencia de María en el grandioso acto de la Ascensión del Señor:

«¿No había de ser testigo de su Ascensión al cielo la que había sido testigo de su dolorosa y humilde elevación en la Cruz? Y aun así, este triunfo glorioso de la Humanidad santísima y visible de su Hijo, ¿no era para Ella un nuevo dolor? pues no volvería a verle en la tierra, en la forma corporal y material visible que antes de su muerte. Santa Teresa en el pasaje de la revelación citada, dice estas palabras muy notables: 'En algunas cosas que me dijo entendí, que después que subió a los cielos nunca bajó a la tierra, sino en el Santísimo Sacramento, a comunicarse con nadie'».

La poesía sagrada en boca de Fray Luís de León en su conocida, hermosa y nunca bastante admirada poesía A la Ascensión del Señor, pone en boca de los Apóstoles aquellas conocidas estrofas:

«¡Y dejas, Pastor Santo,
tu grey en este valle hondo, obscuro,
de soledad y llanto...»

Cuan bien, y de la misma hermosa manera podían ponerse en boca de María, de la Madre del Salvador, una paráfrasi: ¿Y dejas, Hijo querido, a tu pobre viuda y desamparada Madre en este valle de lágrimas, de miseria y en el que no habrá ya para mí sino soledad y obscuridad, pues me faltará la luz de tu mirada que alumbró siempre mis ojos? ¡Oh dicha inmensa, eras demasiado grande, inmensa, para que pudiese ser duradera tanta felicidad en este valle hondo, obscuro de soledad y llanto...

Quedaré nuevamente sola, triste y afligida con la compañía de los Apóstoles y discípulos educados por tu santa doctrina, y si yo te crié a mis pechos, ¿cuánto más lloraré por tu ausencia y abandono, en que quedo en mi soledad?

Así María expresaba su sentimiento al tener que separarse nuevamente de su amado Hijo y quedar sola en el mundo, sola, ¡la que había vivido tantos años al lado de Aquel su Hijo tan querido y por quien tanto su corazón se había engrandecido en su grandeza por el sufrimiento y el temor, el pesar y el más terrible de los dolores!

«Durante aquellos cuarenta días que mediaron desde la resurrección del Señor a su admirable Ascensión a los cielos, dice Casabó, obró grandes favores y maravillas con su Madre, sin pasar ningún día en que no se mostrase poderoso y santo en algún singular beneficio, como queriéndola enriquecer de nuevo antes de su partida para los cielos. Cumpliéndose ya el tiempo determinado por el mismo Dios para volverse a los cielos, habiéndose manifestado su resurrección con evidentes apariciones y otras pruebas, determinó Jesús, determinó últimamente Jesús aparecer y manifestarse de nuevo a toda aquella congregación de Apóstoles, discípulos y discípulas, estando todos juntos, que eran ciento veinte personas. Fue esta aparición en el Cenáculo el mismo día de la Ascensión. Estando los once Apóstoles juntos y reclinados para comer, entró el Señor y comió con ellos con admirable dignación y afabilidad, templando los resplandores brillantes y hermosos de su gloria para dejarse ver de todos... Acabada la comida les habló con majestad severa y agradable:

»Hijos míos dulcísimos, yo me subo a mi Padre, de cuyo seno descendí para salvar y redimir a los hombres. Por amparo, Madre consoladora y Abogada vuestra, os dejo en mi lugar a mi Madre, a quien habéis de oír y obedecer en todo. Y así como os tengo dicho que quien a mi me viere verá a mi Padre, y el que me conoce le conocerá también a Él, ahora os aseguro, que quien conociere a mi Madre, me conocerá a mí, y me ofenderá quien la ofendiere y me honrará quien la honrare a Ella. Todos vosotros la honraréis por Madre, por superior y cabeza, y también en vuestros sucesores. Ella responderá a vuestras dudas, disolverá vuestras dificultades, y en Ella me hallaréis siempre que me buscaréis, porque estaré en Ella hasta el fin del mundo, y ahora lo estoy, aunque el modo es oculto para vosotros».

Así, Jesús antes de ascender a los cielos, recomendaba a sus discípulos el amor, profundo respeto y veneración que debían y debemos a María, su Madre y nuestra Madre de consuelo en nuestras tribulaciones y amarguras, en nuestras dichas y pesares, como Amparadora de los pecadores, a quienes tanto amó su divino Hijo y nos dejaba recomendados a su protección. Amparo, protección y apoyo que de Ella esperamos siempre puesta nuestra fe y confianza en la que es, ha sido y será, bálsamo de nuestro consuelo, y refugio en nuestros dolores y naufragios en esta vida pobre y desierta, sin el faro que lo es su santo nombre y puerto de esperanza, de dicha y de alegría, su nombre tan bendecido como adorado. El nombre dulce de María, a quien Dios desde los cielos había de llenar de gracias y de favores para que Ella los reparta entre sus hijos muy amados y devotos de su santo y puro nombre.

Capítulo XXVIII: EXISTENCIA DE MARÍA DESPUÉS DE LA ASCENSIÓN DE JESÚS.

-EN EL CENÁCULO. -VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO. -MARÍA COMO INSPIRADORA DE LOS EVANGELISTAS.

La ascensión del Señor se había verificado; Dios-Hombre había dejado el mundo, al que descendió para derramar su sangre por la redención humana; la obra, la palabra de Dios estaba cumplida y dejaba en la tierra su doctrina, la Verdad encarnada en la ley del amor, de la caridad y de la esperanza en su santa palabra, en la promesa sagrada de su ley, que había de ser la de nuestra salvación.

Los Apóstoles le han visto ascender a los espacios, desaparecer su hermosa figura en los espléndidos cielos vestidos de gala, con sus más hermosas tintas y espléndidas, blancas, puras, rosadas nubes, que han sido el escabel en que se han apoyado sus pies al remontarse al Padre, y los discípulos, atónitos, hundidas sus frentes en el suelo por el respeto y veneración, le han visto subir al incomensurable espacio, lleno de majestad y gloria.

Solos quedan en el mundo, solos, pero fortalecidos con su espíritu, con su doctrina, y dispuestos a difundirla por la tierra, para ser los nuncios de la buena nueva, como lo fueron los ángeles en la noche de su nacimiento. Dispuestos para proclamar Gloria a Dios en las alturas y paz entre los hombres de buena voluntad, vuelven a la casa del Cenáculo para esperar la promesa de su Maestro de agraciarlos con el don del fuego del Santo Espíritu.

Con el regreso de los Apóstoles desde el monte de los Olivos, corre unida la noticia de la estancia de María en el Cenáculo en unión de otras santas mujeres y aceptar como punto de fe la estancia de la Señora en Jerusalem, en el Cenáculo y con los Apóstoles.

La Escritura nos presenta a María orando en aquel lugar con los Apóstoles y las citadas santas mujeres.

«Volvieron a Jerusalem desde el monte llamado Olivete, que dista de aquella ciudad los mil pasos que se pueden andar el sábado. Y habiendo entrado en el Cenáculo, subieron al paraje donde solían estar Pedro y Juan, Diego y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Jacobo de Alfeo, Simón el celador y Judas de Diego. Todos estaban allí perseverantes de consuno en la oración, juntamente con las santas mujeres, y María, la Madre de Jesús y sus parientes». (Cap. I de los Hechos de los Apóstoles, por San Lucas.)

Allí reunidos esperaban la promesa de Jesús, la venida del Paraclyto, o Consolador que les había ofrecido enviarles, y cumplían el mandato de no separarse de allí, sino esperar fortalecidos por la oración, la venida del Espíritu Santo que sobre ellos había de descender.

Allí estaba, allí quedó María acompañada de las devotas mujeres, de los Apóstoles y en especial de Juan su hijo, según la voluntad de Cristo en la Cruz, y allí llena de fe, inflamada con el santo amor en la promesa de su Hijo, esperaba María la venida prometida del Espíritu de Dios que les ofrecían antes de su gloriosa Ascensión.

María, como Madre del Maestro, como Señora modelo de amor y de dolor, gozaba cual no podía menos serlo, del respeto, consideración, amor y veneración de los Apóstoles, y así vemos que la pintura, el arte, ha traducido siempre este respeto y consideración a la Señora, colocándola en los cuadros y pinturas presidiendo a los Apóstoles en el Cenáculo, sobre todo en la representación de la venida del Espíritu Santo sobre el colegio apostólico de los discípulos de su Hijo. Y no sólo la pintura, sino la palabra, los discursos nos han trasmitido esta creencia y muy lógica presunción, como el corazón, el respeto y el amor que María inspiraría entre aquéllos, como nos lo hace presumir y acertar. ¿Quién sino la Madre de Jesús, la que le llevó en su seno, la que sufrió, como no es posible imaginar en la pasión de su Hijo, la que llena de dolor le acompañó en todos sus dolorosos trances, cuando todos, todos, incluso sus discípulos, le habían abandonado, y es más, hasta negado? A María, a Ella más que a nadie le correspondía tal preeminencia, a nadie más que Ella le incumbía ser la que quedaba en el lugar honroso y necesario de su Hijo después de ascender a los altos cielos.

Aun cuando el Evangelio no nos lo dijera, como nos lo dice, pudiéramos muy bien conjeturar que María estaría con los Apóstoles en el momento de la venida del Espíritu Santo; pero vale más que el Evangelio nos lo diga, que conste como consta por medio de las sagradas letras, de un modo y manera indudable. De esto de la presencia de María Santísima, deducimos su ulterior presencia al lado de los Apóstoles, su asistencia especial en medio de la Iglesia naciente y la asistencia especial de un Apóstol, el predilecto de Jesús, el joven Juan su pariente, para el cuidado especial de su Santa Tía convertida en Madre.

«La tradición supone a San Juan desempeñando este santo ministerio y dándole diariamente la comunión eucarística, único consuelo de su alma amante y pura. Si las almas santas que diariamente se acercan a la Sagrada Mesa no pueden pasar un día sin el Pan de Vida y padecen mortales ansias cuando se les priva de él, ¿qué sucedería a María, a la Santa Madre del Salvador? ¿Ha tenido ninguna de ellas a Jesús el cariño santo, puro y ardiente de María? ¿Ha tenido ninguna de ellas la pureza y las virtudes de la Virgen sin mancilla? Pues ¿cómo podría Ésta dejar de recibir diariamente el cuerpo y sangre de su Hijo, renovando en sí el suceso más grande de su vida y el acontecimiento más glorioso e importante para el género humano, el de la Encarnación?»

Después de citadas las palabras de San Lucas, últimas que la revelación nos da acerca de María, vuelve a quedar Ésta envuelta en la profunda y sabia obscuridad de su vida, pero no tanto, oculta, privada o escondida en bendición que en ella fundaba su anhelo y su delicia: la santa obscuridad en el Templo, en Nazareth, en Egipto, en el taller de su Esposo, obscuridad santa a que han aspirado y aspiran siempre las almas puras y modestas, que cual la de María viven sumergidas en las luces celestiales de la gracia y del divino amor, alejadas de los placeres y consuelos de la tierra que les da hastío.

Ascetismo es éste que no es egoísta ni indolente, hace sentir el bien que lo hace, y como la violeta, planta humilde, modesta y escondida, pero que aun cuando no se la ve, en cambio penetra en nuestros sentidos su dulce embriagador perfume, al visitar al Rey de los Reyes en el aposento místico de la Virgen.

María, la Inmaculada Madre del Cordero, es la Evangelista de los Evangelistas, pues Ella fue la inspiradora de muchos de los misterios de aquéllos; si no ¿de dónde sabe San Juan algunos de los más altos misterios que en lo relativo a Jesús, narra, comenta e historia el gran teólogo de la Iglesia, el filosófico Juan? ¿De dónde sabe Lucas, sino de María, su historiador, cuanto nos narra y cuenta de Ella, y sobre todo los tiernísimos pormenores acerca del gran misterio de los misterios, la Encarnación? María era la única que podía saberlos, contarlos y relatarlos, y que de hecho debió manifestarlos, sin perjuicio de la reconocida e innegable inspiración del Espíritu Santo.

Y véase si no en un sencillo y lacónico juicio y examen de los Evangelistas, su espíritu y carácter en cada uno de los cuatro que reconoce y admite la Iglesia. San Mateo nos cuenta lo que ha visto como testigo presencial, como uno de los escogidos. San Marcos es un compendiador de San Mateo y relata otras cosas como testigo presencial, y que el primero no nos dice. Pero San Lucas es el verdadero historiador de María, él nos narra con especialidad cuanto se refiere a María, a la pura Virgen Madre, en los hechos y actos de su vida. ¿De dónde podía saber el Evangelista lo que había sucedido en el acto de la Encarnación del Verbo, y el diálogo entre María y el Ángel, si Aquélla no lo hubiera referido al Evangelista en honor de Aquél? Razón inmensa, frase grande y verdadera es la de nuestro gran padre de la Iglesia y compatriota San Ildefonso, al llamar a María «La Evangelista de Dios», bajo cuya dirección fue educado el infante Dios. (Sermón de la Asunción.)

Y tengamos en cuenta que la inspiración divina y la superior enseñanza de la revelación directa del Espíritu Santo excluye los medios humanos y la tradición, aun cuando sea la de la Virgen.

«Esto, dice Lafuente, no es cierto; no está en la economía divina, que si obra hacia el fin con energía, lo dispone todo suavemente, y aun al obrar a lo divino no excluye el medio humano. Por boca de Isaías habla a lo cortesano y erudito, por boca de Baruch habla a lo pastor y rudo, y con todo en uno y otro caso es el Espíritu Santo el que había a la manera que el viento que sale por las trompas de un órgano, suena agudo o grave, según el cañón por donde sale, siendo igual en uno que en el otro. Los mismos Apóstoles, y sobre todo San Pedro y San Juan, testifican siempre lo que han visto. Os anunciamos la palabra de vida que hemos visto por nuestros ojos y tocado con nuestras manos. ¿Qué extraño es si el mismo Jesucristo les había dicho que habían de ser testigos suyos en lo que habían visto?

»Pero San Lucas no habla como testigo presencial, sino de referencia y de escrupulosa investigación humana. Expresa que cuando él escribía habían escrito ya otros muchos, pero con todo, añade: -Me ha parecido a mí también escribírtelo por su orden, o bien, Teófilo, tal como pasaron desde el principio hasta el fin, después de haberme informado escrupulosamente.

«¿Quién le había contado a San Lucas ni le podía contar el misterioso acontecimiento de la Anunciación? Y los Apóstoles mismos, incluso San Juan, ¿qué sabían acerca de los primeros treinta años de la vida de Jesús? Ellos podían hablar de los tres años últimos de la vida del Salvador, pero nada de aquellos que sólo eran conocidos de María, pues San José había muerto».

Y es en verdad muy razonable y claro lo que indica, apunta y señala el católico historiador, y Augusto Nicolás dice a este propósito:

«Claramente se ve que es la Santísima Virgen María, Madre de Jesús, a la que el historiador sagrado nos muestra en el Cenáculo, en unión con los Apóstoles perseverando en la oración, mención tanto más expresiva cuanto que el que lo dice es San Lucas, el cual quiere expresar de ese modo que ese testimonio procede de María, de la cual nos dice en su Evangelio hablando de la niñez de Jesús, que conservaba en su corazón todas las cosas relativas a Éste. San Anselmo no duda de ello, llegando a decir: 'Aunque descendió el Espíritu Santo sobre los Apóstoles, muchos grandes misterios se les revelaron por medio de María'.

»Dios, que según hemos dicho, aprovecha para sus altos fines cuanto bueno existe en los medios humanos, que empleaba el testimonio de los Apóstoles después de haberlo depurado de su nativa rudeza, no hubiera suprimido seguramente el testimonio de la más santa de las criaturas, la mejor informada y la más fiel».

Tales son el parecer de estos ilustres expositores acerca de María en cuanto a inspiradora de los grandes misterios, y por último citaremos al Abad Ruperto, que dice: «Tu voz ¡oh María! fue para los Apóstoles la voz del Espíritu Santo, pues que de tu segura religiosa boca escucharon todo lo que era necesario suplir o atestiguar en confirmación de aquellos sentidos de cada uno que del Espíritu Santo mismo habían aprendido». (In Cantic.)

La tantas veces citada Sor María de Ágreda, hablando e historiando acerca de este punto de la vida de María, añade: «En compañía de la Reina del Cielo perseveraban alegres los doce Apóstoles con los demás discípulos y fieles aguardando en el Cenáculo la promesa del Salvador confirmada por la Madre, de que les enviaría de las alturas al Espíritu consolador, que les enseñaría y administraría todas las cosas que en su doctrina habían oído. Estaban todos unánimes y tan conformes en la caridad, que en todos aquellos días ninguno tuvo pensamiento, afecto ni ademán contrario de los otros.

»María Santísima, con la plenitud de la sabiduría y gracia, conoció el tiempo y la hora determinada por la divina voluntad para enviar al Espíritu Santo sobre el colegio apostólico».

La promesa hecha por Jesús a los Apóstoles tenía que cumplirse y cumplirse plenamente; el Espíritu Santo vino sobre ellos y sobre María cuando se cumplían los días de Pentecostés. En dicho día hallándose reunidos en oración en el lugar santo del Cenáculo los Apóstoles con María, oyóse el estruendo de un viento cual el huracán que conmueve la casa hasta los cimientos, acompañado de un rumor como de lejano y terrible trueno.

En aquella mañana, María había prevenido a los Apóstoles y a los demás discípulos, así como también a las santas mujeres que la acompañaban, sumando un total de ciento veinte personas, para que se entregasen a la oración y esperasen con fervor, porque muy pronto serían visitados, como lo había prometido su Divino Hijo, por el Santo Espíritu. Y estando como decimos reunidos en el Cenáculo y a la hora de tercia, escuchóse el rumor del citado viento, llenóse la casa de resplandor insólito que no era la luz del relámpago, sino tan intensa como aquélla, pero dulce, sin cegar ni deslumbrar como la citada y que llenaba todo el Cenáculo. El rumor, como de lejano trueno seguía sonando, y entonces, aquel resplandor se torna en blancas, puras y hermosas llamas de clara y refulgente luz que aparecen visibles, brillantes y determinadas sobre las cabezas de todos los reunidos, llenando aquella luz del Santo Espíritu a todos y a cada uno de ellos de las divinas influencias y dones soberanos, causando a un mismo tiempo muy diferentes y contrarios efectos en el Cenáculo y en todo Jerusalem, según la diversidad de afectos.

El espíritu de Dios había venido sobre ellos, y Jerusalem entera sintió los efectos de aquella venida sobre la ciudad, a la que conmovió con aquel huracán que de los cielos bajó sobre los Apóstoles y María, llenándolos de la gracia y de la fe en la predicación de la doctrina de Jesús; tanto, que según dice Casabó, pidieron permiso a la Señora para salir a predicar, a difundir la doctrina de su Maestro, ya que las calles de Jerusalem estaban llenas de extrañas gentes que habían acudido a ella con motivo de las fiestas.

«Los que hasta entonces habían estado encogidos y retirados salieron con tan impensado esfuerzo, que siendo sus palabras rayo de luz y fuego, dice Casabó, que penetraban los oyentes, quedaron todos atónitos. Fueron casi tres mil los que aquel día admitieron la doctrina de Jesucristo», y a los que predicaron en las lenguas de sus países con la misma facilidad que si hablaran en el hebreo, la lengua que les era común; por eso aquellas palabras de Jesús:

«Y será predicado el Evangelio del reino por todo el mundo, en testimonio a todas las gentes».

«Bienaventurados los oídos bastante puros para escucharlo y los de corazón recto para seguirlo».

María no ignoraba, ni cómo, llena del Espíritu Santo cual estaba, de cuanto pasaba en el ínterin los Apóstoles estaban fuera. Postrada, oraba pidiendo con lágrimas en sus hermosos ojos elevados al cielo, por la conversión de todos los que se redujesen a la fe y doctrina de Jesús. Cuando regresaron con aquellas primicias de la predicación, fueron recibidos con increíble alegría, amor y cariño fraternal.

Los convertidos que Pedro presentó a la Madre del Salvador, llenos de fe y amor en la pura Madre de Jesús, la veneraban y procuraban obsequiarla, a más de su cariño con presentes que hacía distribuir entre los pobres, no tomando nada para sí, en medio de su gran humildad y pobreza, siendo el ejemplo vivo de la doctrina de paz y caridad de su Hijo, y permaneciendo en la casa de Jerusalem en la compañía de aquellos benditos dueños de la casa del Cenáculo, y en la de los Apóstoles, hasta su dispersión por el mundo, cuando Dios estimó prudente su marcha para la predicación entre los pueblos bárbaros, es decir, extraños, en el sentido en que los romanos tomaban la palabra bárbaro por la de extranjero.

Veintitrés años vivió María sobre la tierra después de la muerte y pasión de su Hijo, y durante ellos alcanzó a ver cumplidas algunas de las profecías y el principio de las guerras que asolaron a la Palestina y el comienzo del castigo providencial de la ciudad deicida y aquella gente que había de llevar por los siglos de los siglos la condenación y el estigma de raza maldita castigada por la inexorable mano de Dios en principios de la justicia. La ruina de Jerusalem, el castigo del pueblo judío, habían sido profetizados por Jesús a sus discípulos, bañando sus ojos las lágrimas amargas de la compasión, y a sus hijos, a sus amados discípulos, advertido con tiempo que huyesen, como así lo hicieron en cumplimiento del mandato de su amado Maestro,

Esta fue la causa de su separación, de su dispersión por la tierra para predicar el Evangelio por el mundo, librándoles el Señor de la ruina de su patria y los horrores y destrucción del asedio y toma de Jerusalem, de la ciudad maldita que había de pasar por los más espantosos horrores, las más terribles contingencias, como cumplimiento de la profecía de la palabra de Dios.


VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XXVII (La resurrección de Jesús) MARÍA EN LA RESURRECCIÓN DE SU HIJO.