VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XXXI: MARÍA VENERADA DESDE EL NACIMIENTO DEL CRISTIANISMO.

Capítulo XXXI: MARÍA VENERADA DESDE EL NACIMIENTO DEL CRISTIANISMO.

-LAS CATACUMBAS. -TEMPLOS A MARÍA EN ORIENTE. -CULTO DE MARÍA EN LA IGLESIA VISIGODA. -IMÁGENES DE MARÍA DESDE EL SIGLO VII. -NO SE LLEVABAN IMÁGENES EN LAS PROCESIONES.

Culto, devoción y amor a María, pueden decirse que nacieron simultáneos con la adoración al Crucificado, extendida por el mundo su redentora doctrina. Desde los primeros tiempos del Cristianismo, María ha sido adorada y venerada como 'llena de gracia entre todas las mujeres', amparo y consuelo celestial de nuestra alma al invocar su dulce y santo nombre. La devoción a María, el culto a su pureza, el amor de todos los corazones, ha sido tan grande como antiquísimo, pudiendo casi decirse que nació con el arcángel Gabriel, que fue quien primero tributó culto al saludarla con la frase de 'llena de gracia tú que la has hallado ante los ojos del Señor', reduciendo este culto a lo práctico, real y admirable como descendido del cielo.

Que es antiquísimo su culto, lo demuestran la historia y la tradición, entre ellas la veneranda del Carmelo, por la que vemos tributarse culto a María durante su santa vida.

Si la historia necesitara confirmación, la hallaríamos en las mismas leyendas y en los hechos de su misma vida. La semilla arrojada en el seno de fecunda tierra fructifica, y así el culto a María fructificó oportunamente, resultando el culto de María que ha ido aumentando con el transcurso de los tiempos y de los siglos y haciendo de la idea y nombre de María la base de un culto universal a la pura Señora y Madre.

La tradición nos señala la capilla levantada sobre el sepulcro de María a poco de la resurrección de la misma, en donde los discípulos y fieles iban a orar y tributar culto, por cuya causa algunos de ellos sufrieron el martirio, cual si el culto de María y la doctrina de Jesús hubiesen de inaugurarse y cimentarse sobre la sangre de los mártires.

De los sepulcros, de la puerta por donde se entra a la nueva vida, a la eternidad, nació aquél, y en el silencio y la obscuridad de aquéllos germinó, como en las Catacumbas, el culto y veneración, de donde Jesús y María salieron triunfantes para ascender al solio imperial con la protección de Constantino y su virtuosa y santa madre Elena. Allí, como hemos dicho, se encuentra la imagen al culto de aquellos primeros cristianos, representando la protección y amparo de los creyentes presentada con los brazos extendidos y levantados en actitud de orar, y como derramando por sus manos las gracias que los pecadores le piden en tierno ruego y súplica.

En otras la hallamos representada entre los apóstoles Pedro y Pablo, o también en una arboleda con dos palomas aleteando cerca de su cabeza, y en el cementerio o catacumba de Santa Inés vemos una de las más hermosas representaciones de María sobre un ara o sepulcro, siendo de admirar su hermosura, expresión de dulzura y cariño en aquella encantadora representación pictórica de la Madre del Salvador del mundo. Pero lo más sorprendente, la representación más hermosa de María es, según los arqueólogos cristianos, la de que hemos hablado y la verdad en el traje, la dulce actitud en que se muestra, aquellas manos extendidas y aquella boca entreabierta por la oración, son indudablemente la representación más antigua y el retrato más coetáneo de María Santísima, y al mismo tiempo señala la antigüedad del culto y veneración tributada a María desde los primeros siglos del Cristianismo.

La misma liturgia, tanto ortodoxa como heterodoxa, testifica la prueba de la antigüedad del culto a la pura Señora como expresión de la veneración profesada a María: la liturgia de los Nestorianos dice: «Madre de Jesucristo, rogad por mí al Hijo único que nació de Vos, para que me perdone mis pecados y reciba de mis manos pecadoras el sacrificio que mi flaqueza ofrece sobre este altar, por vuestra intercesión a favor mío, Madre santa».

Estas palabras en una herejía que negaba a María la Maternidad divina, prueban cuán encarnada estaría en las costumbres y en el alma de los cristianos la devoción y veneración a María.

Después del Concilio de Éfeso y la condenación de los Nestorianos, el emperador Constantino consagró la nueva capital a la Reina del cielo, a María Santísima, y Teodosio el Grande hizo construir una iglesia sobre el sepulcro de la Virgen. Pulcheria, la hija de Teodosio, hizo construir tres iglesias bajo la advocación de María en el mismo Constantinopla; y si Oriente reclama el honor de haber instituido las primeras fiestas a la Virgen, los emperadores de Constantinopla pueden gloriarse de haber cubierto los campos de Palestina de monumentos religiosos en honor de María, y las costas del mar Caspio abundan en santuarios no menos espléndidos en honor de Aquélla.

Y con esto llegamos a la milagrosa traslación de la casa de María desde Nazareth, poco después de la pérdida de Tolemaida por los cristianos terminando la gran epopeya de las Cruzadas. De esta traslación milagrosa de la casa de María nos ocuparemos en el capítulo siguiente extensa y detenidamente de tan notable y milagroso hecho.

Pasaremos ahora a ocuparnos del culto de María durante la época visigoda y de sus imágenes, cuyo punto dejamos iniciado en el capítulo anterior, para llegar al misterio de la Inmaculada Concepción.

Hemos dicho que las representaciones de Jesús y de María en las Catacumbas, son las pinturas murales y no hemos hallado ni se encuentran de dicha época representaciones esculturales. Hemos indicado también que estas pinturas son ideológicas, que llevan de una manera envuelta o simbólica la idea cristiana que querían representar para evitar profanaciones por parte de los paganos caso de penetrar en aquellos santuarios. Las persecuciones los obligaban a proceder con gran cautela, y de aquí el que procuraran darles un aspecto de representación pagana para ponerlas a cubierto de cualesquiera profanación que pudiera herir sus sentimientos, en el encono con que eran castigados cuantos profesaban la religión del Nazareno, que consideraban como revolucionaria contra el orden establecido y considerándolos casi como reos de Estado.

Nada diremos de las imágenes de talla de que ya nos hemos ocupado, pero sí diremos que resulta anacrónico el que se quiera remontar a los tiempos apostólicos el culto a las imágenes de talla, y tanto más anacrónico el suponerlos de aquella época los vestidos con telas ricas, costumbre casi muy moderna, pues data sólo de la Edad Media en España: uso introducido con el fin de ocultar las imperfecciones y fealdades de una escultura tan tosca como grosera por la inexperiencia de los artistas. En vano era que el pintor quisiese dar rico estofado a las imágenes con brillantes colores y abundante dorado, no desvirtuábase con aquellos ricos adornos. No hay más que examinar esculturas pertenecientes a aquella época, para convencerse de la inexperiencia de aquellos pobres artistas; las cabezas, son unas esferas propiamente en las que se colocan los ojos, las manos desproporcionadas, más parecen paletas, y en la cabeza un pesado bonete sustituye a la corona que no sabían labrar. Por esto más adelante vinieron los trajes de tela a cubrir aquellas imperfecciones y disimular lo tosco de la labor artística, con gran perjuicio del arte por otro concepto.

Así es que las imágenes de aquellos tiempos que el arte se hallaba muy en mantillas a consecuencia de las pérdidas y trastornos la invasión, casi más que a la época visigoda pueden atribuirse a mozárabe y cuando más al siglo X.

El culto de María, como hemos dicho, es antiquísimo en la Iglesia goda española, pues ya San Isidoro llega a decir que María es jefe de las doncellas cristianas, como Cristo de los varones cristianos que logran salvar su virginidad. La Iglesia visigoda celebra principalmente la fiesta de la Anunciación y Asunción de María, como se ve de los oficios góticos, a los cuales añadió después la de la Natividad. Las iglesias consagradas al culto de María, aun durante la dominación arriana, debieron ser muchas, pues lo eran varias catedrales. Véase si no, en Mérida, que además de la Basílica de Santa Eulalia en siglo VI existían, según Lafuente, dos iglesias dedicadas al culto de María Santísima, denominada la una la Santa Jerusalem, y la otra, distante de aquélla, Santa Quintiliana.

Convertido Recaredo al Catolicismo, verifícase la consagración de la Catedral de Toledo en 13 de abril de 387, bajo la advocación de Santa María, como lo señala la columna que se conserva en el patio y que dice: «En nombre de Dios fue consagrada la iglesia Santa María», con lo cual se la distingue de otra que se titulaba la Real por ser de la Ciudad regia o Corte, a la que acudían los mismos reyes a pesar de tener su capilla pretorial en palacio bajo la advocación de San Pedro.

Lafuente, en su historia de la Virgen, dice: «El descubrimiento reciente de una pequeña parte del tesoro escondido en Guarrazar al tiempo de la invasión musulmana en Toledo, nos da noticias de otras iglesias dedicadas a la Virgen María en aquella ciudad, y que obligó al arcediano Gudila a firmar en el Concilio XI de Toledo, como de la iglesia de Santa María de la Sede Real, para distinguirla de otras. Entre las cruces, coronas y demás ex-votos que se han logrado salvar y conservar, hay una ofrenda o presentalla, que consiste en una cruz sencilla de oro, en la cual se lee la inscripción In nomine Domini offeret Sonnica Sanctae Mariae in Sarbaces. Por esta inscripción se viene en conocimiento de que además de la Catedral e Iglesia Real de Santa María, consagrada en tiempo de Recaredo, había otra en el paraje llamado Sarbaces, que algunos han creído estuviese debajo del alcázar (cuasi sub-arca), o por lo menos que hubiera altar y efigie de ella en algún templo de aquel nombre».

Queda ahora el punto de si los católicos acostumbraban ya a poner imágenes en los altares en el siglo VII. ¿Serían de la Virgen estas efigies? Hay que tener en cuenta lo que la tradición nos relata respecto de considerar como del tiempo de los visigodos esas imágenes rudas de talla y sentadas, que contemplaron en algunos templos. Así parece acreditarlo la tradición, sin que haya pruebas en contrario. Las escasas noticias que acerca de este punto nos han conservado los escritores de aquella época, hacen creer e inducen casi a asegurar, que si en el siglo VII se ponían imágenes en los altares, lo eran con gran cautela y parsimonia. En ellos estaba, sí, la Cruz, pero én ésta apenas se ponía la figura corporal de Cristo, poníanse las reliquias de los mártires, pero no se halla vestigio de que se pusieran sus imágenes, aun cuando se pintaban en los muros de las iglesias para enseñanza y devoción.

Además de lo dicho, los visigodos en las procesiones llevaban la Cruz, pero sin imagen, y en ellas llevaban procesionalmente también el Evangelio con gran aparato de luces y de incienso. Lo mismo hacían con las reliquias de los mártires, y un canon de aquel tiempo prohíbe que los obispos se hagan llevar en sillas por los diáconos a pretexto de llevar al cuello colgadas reliquias de los citados mártires; pero no hallamos que en ellas se llevasen efigies del Salvador, y compréndese fácilmente que no llevándolas de Cristo nuestro Redentor, no llevarían de su Madre.

Los descubrimientos hechos en las recientes excavaciones en Toledo, Mérida, Córdoba y Valeria, nos han puesto de manifiesto los restos de antiguas basílicas y en ellos hemos encontrado lápidas, columnas e inscripciones y objetos de devoción por representaciones simbólicas, y si bien se han hallado el crismón, el pavón, la paloma con el ramo de oliva y otras, nada se ha puesto al descubierto de imágenes ni de representaciones de Jesús ni de María, y esto confirma lo dicho por S. Braulio (Epístola XIV del tomo XXX de la España Sagrada) al hablar del Sábado Santo al descorrerse los velos, habla del adorno de los altares, pero nada dice respecto de imágenes. Pero, la comunicación con los cristianos de Constantinopla era frecuente, y éstos acostumbraron desde muy antiguo a poner las imágenes; no es aventurado suponer que desde el siglo VI introdujeran los visigodos esta costumbre y que la persecución de los iconoclastas, lejos de extinguir esta devoción de las representaciones corpóreas, lo que hizo fue afirmarla más y más, afianzarla sin que esta persecución, favoreciera sus propósitos.
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¿Cuándo se introdujo en España la moda de vestir completamente las imágenes?

Al hablar de las antiguas imágenes aparecidas milagrosamente, suelen autores tan nombrados como Camós, Villafañé y Facci hablar de los costosos trajes y valiosas preseas con que son vestidas y adornadas las imágenes, y se ocupan de ellas cual si estas telas y alhajas fueran antiguas y coetáneas de las imágenes de María tan veneradas como estimadas. El último de los citados autores, clama contra el reconocimiento de la escultura cual si esto fuera un atentado contra el pudor de las imágenes. ¿Qué puede haber de ofensivo, preguntamos nosotros, en que la escultura sea admirada y venerada tal cual el artista la hizo y con el respeto que guiaría su cincel al esculpir la imagen? ¿Además, estas imágenes no estuvieron muchos siglos expuestas a la veneración sin aquellos aditamentos? ¿No es peor, dice Lafuente, andar manoseándolas y poniéndolas trapos y alfileres y acomodándolas a la moda imperante? Recuérdanos esto el hecho de haber visto en las solemnidades de Semana Santa en una población importante, a una preciosa imagen de María dolorosa, vestida con un rico traje de seda, de la moda, en corte y hechura, del año 1872, con cuerpo cerrado y adornos de azabache, gran cola cortesana, puesta de guantes negros y llevando en sus manos rico rosario de ámbar y devocionario encuadernado en nácar; ¿cabe aberración más estupenda, lo mismo que cubrir su hermosa cabeza, obra de uno de nuestros más eximios escultores, con mantilla de rica blonda, prendida en el pecho con un corazón de Jesús de brillantes?

«¡Cuántos y cuántos abusos, añade Lafuente, irreverencias y gastos enormes y locos dispendios ha traído el abuso de vestir las efigies destinadas al culto y principalmente las de los Santos! Con razón y gran talento prohibió San Francisco de Sales a sus religiosos de la Visitación tener en sus iglesias ni en sus conventos efigies de Jesús, de la Virgen y de los Ángeles y Santos vestidas: conocía bien los abusos e inconvenientes de esta moda y sobre todo entre mujeres, y estaba por lo serio y más reverente de la antigua disciplina».

Así se explica escritor tan católico y eminente, cual todos le reputan y consideran, y según su sentir y opinión, la moda de vestir, con telas a las imágenes, no se introdujo hasta el siglo XV, época de gran decadencia y corrupción, y por esto bien puede denominarse moda el vestir completamente, pues el colocar y adornarlas con alhajas, es mucho más antiguo.

Como ya hemos indicado y la crítica histórico-arqueológica lo demuestra, durante los siete primeros siglos de la Iglesia, apenas se usó poner imágenes o efigies de Dios, de la Virgen ni de los santos en los altares, pero esto sin negar que hubiera algunas en algún altar. Sabemos también que en las iglesias catedrales no se ponía retablo sobre la sagrada mesa, y que en éstos hasta el siglo XII no se introdujo el ponerlos, pero separados de la mesa del altar; que éstos eran sencillos, poco elevados y en forma de dípticos, es decir, en forma de almario con dos hojas que se abrían y cerraban, siendo también de muy poca elevación. En el siglo XIII es cuando comienza la construcción de esos grandiosos y hermosos retablos en forma de artesón, de los que nos restan algún hermoso ejemplar en la catedral vieja de Salamanca, Zaragoza y Calatayud, siendo de notar que los más antiguos son los de Santo Domingo de Silos y San Miguel In Excelsis, que pueden remontarse al siglo décimo y que la arqueología cristiana no admite como cierto las efigies de los siglos primeros de la Iglesia.

En ningún documento antiguo se hace mención ni se da noticia de imagen alguna vestida, ni en los inventarios de las iglesias de aquellos tiempos, donde constan los ornamentos, cálices, vasos sagrados, etc., se hace mención de vestiduras de Jesús, la Virgen y los santos. Los trajes ricos y valiosos se remontan, cuando más, al siglo XV, y todavía son muy raros y dudosos los de esta época, sin que pueda alegarse que el tiempo los ha destruido; pues objetos tan frágiles y deleznables más antiguos se han conservado y conservan.

Hay otra razón también de mucho peso y es que las efigies de las Vírgenes que se suponen aparecidas hasta el siglo XIV, son todas como de talla, siendo muy raras las que desde dicha época han aparecido con vestiduras.

Las efigies más antiguas, y como tales reconocidas hoy por la arqueología cristiana, de María, son de los siglos X al XI, y éstas presentan a la Virgen sentada, teniendo al Niño Jesús en pie sobre las rodillas, y éste en acción de bendecir, alzando los dos dedos su diestra y plegados los otros tres sobre la palma: es decir, bendiciendo a la antigua manera latina.

Siguen a éstas luego las imágenes también sentadas, pero con el Niño en pie sobre la rodilla izquierda, y más tarde en pie sobre ambas rodillas, descansando sobre el brazo izquierdo o en el regazo, con el pajarito entre sus manos y enseñándole la Virgen el globo la simbólica manzana.

Pero a partir del siglo XII, ya aparece la Virgen algunas veces en pie: el adelanto artístico y más diestros los escultores, comienzan a tallar en mármol y dominar el alabastro, y nacen las imágenes de mayor tamaño y belleza, pero por regla general conservan los vestigios y cánones del arte de los tres siglos anteriores: en este siglo de adelantamiento de las artes, los artistas ya rompen los antiguos moldes; pero no se hallará una imagen vestida. con telas, ni aun casi adornada con joyas postizas, que el artista no pensó ni creyó prudente el poner.

De la materia de estas esculturas, ya en mármol, ya en alabastro, ya en madera, nacieron las denominaciones de Santa María Blanca, Santa María la Antigua y otras que coinciden con la época de la introducción de los retablos de las catedrales, y por entonces más bien aún en el siglo XIV, principian a fundirse imágenes de María en plata y también a cubrirlas con chapas de este metal y pedrería, como se chapeó la de Roncesvalles, o se las platea como la mayor de Sigüenza.

Pero como hemos dicho, al cubrirse los altares de rica pedrería y metales en el siglo XV, es cuando comienza la costumbre de vestir a las imágenes de María, sin que dejen de existir causas a que obedeció esta moda como llevamos dicho, y estas conviene apuntarlas.

Las justas medidas adoptadas por prelados haciendo restaurar algunas antiguas imágenes, nada recomendables por su hermosura, fue causa originaria de la introducción de esta moda. Otras imágenes se habían apolillado por lo malo de la madera en que estaban talladas y se sustituyó el cuerpo con otro nuevo mejor tallado, con amplios ropajes mejor esculpidos, dejando la sequedad y lo escueto del estilo gótico, pero conservando rostro y manos de las primitivas y colocando al Niño Dios en posición más graciosa y natural. Otras veces para encubrir lo disforme del tallado se apeló a cubrir la imagen con amplio manto, y a este vino a añadirse la túnica, la toca, y otros aditamentos femeninos sin guardar época y vistiéndolas a la moda del día en que se hacían aquellas reformas.

Esta idea de vestir las imágenes de María en ricas telas trajo en cambio un gran perjuicio para la escultura, cual fue la invención de las imágenes de devanadera, bastidor, tumbilla o alcuza, que todos estos nombres reciben estos armazones, a los que se ponen manos y cabeza, y se cubre con telas más o menos costosas simulando un cuerpo sin líneas, llenándolas hasta con el miriñaque que les da el aspecto de embudo, campana o alcuza, de donde les viene el nombre, que aun cuando no muy respetuoso, es exacto en cuanto a su propiedad.

Reasumiendo lo apuntado acerca de este punto, diremos con Lafuente, que las imágenes de María no fueron conocidas en los siglos primeros de la Iglesia y que hasta el siglo XV nada hay que nos lo compruebe, ni los casos aislados que puedan presentarse sirven de regla para la determinación antes indicada. Que hoy, gracias a un sentimiento artístico más depurado, va desapareciendo el mal gusto de las imágenes de devanadora y los trajes ostentosos de carácter oriental, dando, con el respeto debido al así decirlo, a las imágenes de María un aspecto de maniquís de ricos trajes y escaparate de ostentosa platería, con un aspecto de sultana engalanada, cuando no sucede que nada diga al alma ni al corazón aquella riqueza indigesta y de tan depurado como anacrónico mal gusto.

Hoy, como decimos, no tenemos más que ver, aun sin examen del mérito de las obras, los escaparates de las tiendas de objetos de devoción religiosa, y no veremos ya aquellas imágenes enriquecidas con trajes de terciopelos, sederías y bordados pañuelos con ricos rosarios, y sortijas, alfileres y prendidos, que eran el encanto y devoción de las gentes ignorantes, que no creían ni consideraban a la imagen de María como la Madre de Dios y nuestro amparo y celestial consuelo, si no la veían llena de topacios, diamantes, sederías, cordones y bordados de oro y plata. Afortunadamente hoy, como hemos dicho, el buen gusto y el concepto estético en la imagen por la inspiración artística se va sobreponiendo, y la dulce impresión que en el corazón produce el nombre y la inspirada imagen de la Madre del Salvador, se va elevando, y el artista cristiano halla, como ha encontrado siempre en la religión, fuente inspiradora de grandes concepciones, con solo la contemplación y elevación de la majestad de la idea en el fecundo campo del arte.

La historia eclesiástica y artística nos señala de una manera evidente y clara los pasos de aquél desde los primeros tiempos de la Iglesia, desde que María, Jesús y los sublimes misterios de nuestra religión, fueron fuente inspiradora de los nobles impulsos del alma. Seguir los pasos de aquel arte desde el fondo de las Catacumbas, conocer aquellos rudos pero ingenuos dibujos, aspiraciones noble del alma, a querer hacer con la imaginación y con la mano lo que ésta no podía corresponder ni acordar con aquélla por ignorancia del bujo; llegar luego a esas rudas pero ingenuas esculturas, en que si falta belleza y encanto, en cambio resplandecen la bondad y la buena fe de aquellos pobres artistas, para llegar luego a tiempos más modernos y encontrar imágenes tan bellas de María, como el dominio del cincel y la inspiración de consuno ejecutan, son todo elementos tan nobles, tan grandiosos, tan elocuentes del sentimiento religioso, que no deben desaparecer, sino conservarse en los museos arqueológicos de las Diócesis, para enseñanza de la historia del arte, para elocuente demostración del espíritu que inspiraba a aquellos pobres artistas y servir de comprobación aquella inocencia, pureza e ingenuidad como de parangón con el mal gusto y corrupción artística introducida en el siglo XV, convirtiendo a las imágenes de la Pura Señora en maniquís que vestir con arreglo a la moda imperante, cuando no con anacronismos tan ridículos y extemporáneos como el que citamos haber visto y encontrar convertida a María Santísima en su doloroso trance de la Soledad en una señora que asiste de gala a una función religiosa por los años de 1872.

Afortunadamente, como decimos, esto va desapareciendo gracias a dos concausas, el conocimiento de la ciencia arqueológica, del arte y de su historia, que son hoy del dominio de nuestro celoso y estudioso clero, y al superior conocimiento artístico en la masa general de las gentes como base de una educación e ilustración más esmerada, a las publicaciones ilustradas de carácter católico y al mayor sentimiento religioso de la mayor parte de nuestros artistas, que buscan la verdadera fuente de inspiración en los sentimientos de lo verdaderamente bello, es decir, en la fuente de verdad, de bondad y de belleza en que tanto abunda y es su base nuestra santa religión católica.

Por eso lo hemos dicho y lo repetimos, en medio de la corrupción general y del descreimiento, en medio de esa lucha entablada entre el agonizante protestantismo y la desesperada masonería que se revuelve entre las ansias de la muerte, escupiendo todavía asquerosa baba sobre lo más santo y respetable, el sentimiento católico se sobrepone, avanza, y si numerosas y respetables por ser de personas de ciencia, nobleza y posición, son las conversiones al Catolicismo, ¡cuán exiguas serán e insignificantes las que se verifiquen a aquellas sectas! Ante la sequedad del protestantismo, ante las ideas de la Masonería, ante la frialdad de los racionalistas y materialistas, está el calor, la vida, la luz y la verdad de la luz del Crucificado, que cual la del sol apaga, desvanece y borra las sombras que la débil luz de la razón cálculo y de la mentira, quieran imponerse ante aquélla.

Ni el protestantismo ni la filosofía racionalista, han producido arte, ni sus genios han llegado a los Murillo, Juanes, ni aun a los Rafaeles, ¿por qué? porque les faltaba la idea religiosa, les faltaba la fe que animó los pinceles y los cinceles de aquellos que eran movidos por la poderosa palanca de «toda fuente de belleza es Dios», fuente inspiradora de la bondad y grandeza, de la más santa y pura de las religiones, como obra de Dios Hijo y Mártir de la redención del hombre a quien con su sangre libertó de la esclavitud del demonio.

Capítulo XXXII: RELACIÓN DE ALGUNAS IMÁGENES DE MARÍA APARECIDAS A PASTORES EN ESPAÑA DESDE EL SIGLO X AL XV.

Son tan numerosas, tan inmenso el caudal de apariciones de María Santísima a gente campesina, a pastores de todas las comarcas de la Península, que sería tarea imposible y penosa, a más de fatigosa, el relatarlas todas, el dar cuenta de ellas, cuando virtualmente coinciden todas en sus circunstancias y detalles, sin más que accidentales diferencias.

Pero no por ser muy semejantes en sus detalles, hemos de dejar de referir los más notables por sus circunstancias y porque estos casos avivan la fe, harto amortiguada por las enseñanzas perniciosas del racionalismo, que por tanto tiempo se han apoderado de nuestra juventud.

¿Porque sean parecidos muchísimos el número de ellos, se han de negar todos? ¿Dejó de resucitar Jesucristo a Lázaro porque antes había resucitado al hijo de la viuda de Naim?

Además, aun en nuestros días, en medio de esta época burlona y que aún conserva en su corazón algo de la insana crítica y diabólica intención de las doctrinas del feroz Voltaire, ¿no se han realizado apariciones, comprobadas por la crítica más exigente, por la más fría razón? ¿Quién niega hoy la aparición de María en Lourdes ni en los Alpes a sencillos pastores?

En nuestra patria, sangriento teatro de heroicas luchas entre el Cristianismo y los sectarios de Mahoma, ¿.cuántas apariciones de imágenes de María escondidas en las fugas de los cristianos ante las persecuciones de los islamitas? Y en estos notables hechos, ¿cuántos sacrificios, martirios y crueldades por parte de los enemigos del doctrina de Jesús? ¿Cuánta sangre derramada en aras de Jesús y de María en campos, ciudades y monasterios, fuertes murallas y torres aisladas como centinelas contra los enemigos perseguidores? Los monjes de Cardeña son degollados en un rincón del claustro por los musulmanes; el caso del convento de la Madre dolorosa, de ser la priora la que desfigura el rostro de sus monjas para evitar ser llevadas al serrallo sus hijas en religión, se repite más de una vez; y si en medio de tantas persecuciones, de infamias y profanaciones se ocultaban las imágenes, ¿qué extraño es el suponer que estas apariciones tuvieran luego lugar por la intervención providencial? ¿Acaso, dice Fray Luis de Granada en un inspirado arranque, acaso porque haga un milagro queda encogido el brazo para hacer otro igual?

¿Qué de extraño es el que fueran, hayan sido y sean pastores los que hallen y hayan hallado imágenes de María y a ellos se haya aparecido? ¿No fueron pastores los primeros que adoraron a Jesús en brazos de su santa Madre?

«Ángeles, dice Lafuente, son los primeros que vienen a darles la buena nueva y vienen destellando vivos resplandores y pueblan los aires sus célicas melodías. ¿Por qué, pues, extrañar las apariciones de los ángeles a los pastores en España desde el siglo X en a adelante; los celestiales fulgores, las angélicas melodías que vienen también a poblar de virtudes y devoción nuestras montañas y nuestros valles? ¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!... Los ecos de Belén llegan a Montserrat y al Pirineo en el siglo noveno, como la hendidura insondable que todavía se ve en el Santo Sepulcro, y se abrió en el Calvario al morir Jesús, vino a aserrar la montaña de Estorcil.

»Por razones geográficas, las apariciones de María van siguiendo gradualmente los pasos sangrientos de la Reconquista, siendo las más antiguas las de Roncesvalles, en Monserrat y en Usua y en otros puntos del Norte. Llega el siglo XII, comienzan las apariciones a ser célebres en Castilla la Nueva y en Aragón, y asegurada la reconquista de Extremadura y Murcia, por las armas de San Fernando en Andalucía, y comienzan las apariciones en los puntos de Extremadura y meridionales de Castilla en el siglo XIII, que es la época principal del ciclo de los pastores».

Ya lo hemos dicho y lo repetimos; el siglo XIII es el siglo en que llega a su apogeo el culto de María, y es la época de la reforma y del embellecimiento de las imágenes. En Castilla, por regla general, las imágenes son de madera y muy raras las de piedra: en cambio, en Aragón, en donde abundan las canteras de alabastro, son muchas las efigies de esta materia, aun entre las que se dicen aparecidas, y que indudablemente son muy antiguas.

Viniendo ya a hablar y relatar, como nos hemos propuesto, las apariciones de las imágenes de María, además de las citadas y conocidas de Montserrat y Roncesvalles, debemos citar la del Viñedo, en Castilsabás, cerca de Huesca, aparecida a un pastorcillo llamado Matías de Guevara, por los años 1180.

La de los Llanos, en Alcarria, cerca del pueblo de Hontova, por el año 1100.

La del Pueyo, aparecida al pastor San Balandrán, cerca de Barbastro, en el año 1100.

La de las Ermitas, que se apareció a unos vaqueros en Galicia, en el siglo XII, sin fecha cierta.

La de la Sierra en Villarroya, no lejos de Calatayud, aparecida a un vaquero poco después de la reconquista; lo propio que las imágenes de Jaraba y Cigüela, que se aparecieron en dos cuevas en aquel terreno a varios pastores durante el tiempo de la reconquista de la tierra.

La de Aya, en el Moncayo, cerca de Zaragoza, aparecida a otro pastor por la misma época que las anteriores. A esta sigue la de Foncalda, la de Lagunas, junto a Carimeña, la de los Pueyos, cerca de Alcañiz.

La de Montserrat, junto a Fornoles. La de Dos Aguas, junto a Nonaspe; la del Pueyo, junto a Villamayor; la de Monlora, no lejos de Luna; la de la Fuente, junto a Peñarroya; la de Bonastre, junto a Quinto; la de la Peña, junto a Verge, y la de los Arcos en Albacete.

Del mismo siglo XII y en Aragón, se cuentan la de la Estrella en Moreruela; la del Molino, junto a Santa Eulalia; la del Espino en Alcalá de la Selva, en la provincia de Teruel, y más conocida con el nombre de la Vega; la del Tremedal en Orihuela, cerca de Albarracín, y la famosa de Sixona, cuya aparición, tan poética como hermosa leyenda, se coloca por el año 1182.

Además de las citadas tenemos otras seis imágenes de María pertenecientes a los dichos años y que se aparecieron en Aragón a varias pastoras: son estas la del Romeral junto al Puy de Cinca, que parece ser la más antigua; la de Gracia en Juaneda; la del Prado en Vivel de la Sierra, inmediato a Calatayud; la de la Aliaga en Cortes, y la del Campo en Villafranca de Daroca. Todavía se citan como del siglo XII la del Cid en la Iglesuela, la del Campo en Camarillas y la de la Zarza en Aliaga, y del mismo siglo se supone la de la Hoz, en las inmediaciones de Molina.

Pero entra el siglo XIII y disminuyen las apariciones de imágenes en Aragón y comienzan en cambio en Castilla, siendo las más notables la de la Alconada en 1219 y la de Valverde en 1242; por estos años se refiere la del Olivar, cerca de Estercuel en Aragón en 1250 y la de Magallón, huida de dicho pueblo por causa de un feroz sacrilegio y aparecida en Leciñena en 1263. Como hemos dicho, en Castilla siguen la del Risco en Ávila en 1350, la de Guadalupe en 1326, la de la Oliva en 1330, la de Henar en 1380, la de Texada en 1395, la de Nieva en 1399, y cierran este siglo la de Aránzazu en 1469, la de Villaviciosa (Córdoba), que también se la supone aparecida en fines del siglo XV.

Como notable y perteneciente al siglo XVI (1504) tenemos la de la Sierra de Herrera, aparecida a un carbonero junto a Daroca, según Ustarroz, aun cuando puede asegurarse que su fecha es más antigua.

Muchas más apariciones de imágenes podríamos citar, pero sólo lo hacemos de aquellas cuya aparición viene comprobada de una manera clara, evidente y cierta por la Iglesia y la sana critica histórica, y para terminar haremos el examen artístico y representativo de todas estas imágenes y por él comprenderemos su antigüedad y la manera representativa de María y Jesús en las distintas épocas, conforme hemos apuntado anteriormente.

La citada de Ibdes, aparecida al pastor Daniel, que alcanzó el prenotado de santo y con este nombre se conoce la imagen de María, la Virgen de San Daniel, sólo tiene 27 centímetros de altura, y el Niño unido al pecho de la Señora.

La del Prado, en Vivel de la Sierra, tiene próximamente la misma altura, está sentada y el Niño sobre las rodillas.

La del Viñedo, que se la supone una antigüedad del año 1086, está sentada igualmente y el Niño en la rodilla izquierda y ya en actitud de bendecir.

Entre las muchas citadas por el P. Facci, casi todas ellas están sentadas y tienen al Niño Jesús sobre ambas rodillas y algunas en el brazo izquierdo. Entre otras que le tienen sobre ambas rodillas y mirando al frente, podemos citar:

La de Guayente, en el valle de Benasque, aparecida en el siglo XI a un caballero de la casa de Azcon.

La de Arcos, junto a Albalate; esta tiene al Niño con la manzana simbólica.

La del Horcajo, junto a Villarroya; esta es de tamaño natural y lleva el Jesús la consabida manzana.

La del Pueyo (Villamayor), el Niño está en actitud de bendecir.

Debemos citar como rareza la de las Fuentes, junto a Sariñena, la cual está sentada, teniendo el Niño sobre el brazo derecho en actitud de bendecir; pero como esta imagen tuvo la desgracia de sufrir la moda de las vestiduras, no podemos formar un concepto artístico de su antigüedad, pues los devotos al vestir muchas de las imágenes citadas han colocado el Niño a su capricho.

Relataremos ahora las que se conocen sentadas con el Niño a la izquierda, y todas ellas pertenecientes a Aragón.

La de Concillo, en Murillo, hallada bajo una campana.

La de la Peña, en Calatayud.

La de Dulcis, en Alquezar, ciento doce centímetros de alta.

La del Remedio, junto a Lierta, esta lleva toca blanca.

La del Olivar, junto a Arasque, el Niño en actitud de bendecir.

La de la Fuente, en Peñarroya, el Niño como la anterior.

La de las Lagunas en Cariñena.

La de los Pueyos en Alcañiz, un metro de altura y el Niño con globo en la mano.

La de la Zarza en Aliaga: en actitud de bendecir el Niño.

La del Carrascal en Planas: el Niño con el pajarito alegórico del alma.

La de la Misericordia, de Borja: el Niño reclinado sobre el pecho de la Virgen.

Dada la antigüedad supuesta, es posible que algunas, según las reglas antiguas, tuviesen el Niño sobre las rodillas, según la antigua iconografía; pero como en casi todas ellas se dio en la manía de vestirlas con telas, es posible que aquellas gentes colocaran el Niño Dios a su capricho y tanto más si les estorbaba para las vestiduras y telas con que ocultaban los tesoros artísticos de aquellas imágenes.

Como dijimos, en las de Aragón figuran en alabastro muchas de ellas y podemos citar la de Piedra en el hermoso monasterio tan conocido de los artistas y admiradores de las bellezas de esta pobre nación.

La de Hinoges, colocada sobre un pilar de unos treinta y cinco centímetros; ésta lleva el Niño sobre el brazo derecho.

La de la Xarea, junto a Sessa, de tres cuartas de alta y presenta a Jesús con el pajarito y el manto de María con perfiles dorados flores de lis.

La de Nonaspe, aparecida a un pastor igual que la de Villavieja junto a Teruel, y la que se supone venida de Francia.

La de Rodanas, junto a Epila, también con flores de lis en el manto y de unos setenta centímetros de altura: ambas están de pie.

Muchas más, como hemos dicho, podríamos citar, pero como nuestro objeto no es hacer un estudio iconográfico de las imágenes, pues esto nos llevaría muy lejos de nuestro propósito y necesitaríamos formar un diccionario después de lo mucho que escribió y publicó el P. Facci, nos contentamos con citar las principales y aquellas que puedan dar un conocimiento de la historia de las imágenes de María desde los primeros tiempos del Cristianismo hasta nuestros días, en que el arte ha comenzado una nueva época de regeneración, como puede comprenderse por las hermosas y poéticas imágenes de María en sus representaciones tan hermosas como sentidas e inspiradoras de la Salette y de Lourdes, y con ello corregirse el espíritu de clasicismo o paganismo que el siglo XV había introducido en nuestras costumbres, en el arte y sobre todo en las imágenes.

Fue notable, como ya hemos dicho más anteriormente, el siglo XV por la corrupción de la disciplina eclesiástica, como demuestra D. Vicente Lafuente en su Historia eclesiástica de España, por el rebajamiento social de los caracteres y una especie de retroceso moral en todos órdenes. De aquel espíritu puro en sus inspiraciones del arte del período ojival, de aquel arte místico y lleno de unción, que movió los pinceles, los cinceles y la paleta en pintura, escultura y arquitectura, de las obras de aquellos beatíficos pintores, como Fra Angélico y Juan de Juanes, que confesaban y comulgaban antes de poner los pinceles sobre el lienzo en, que se había de pintar, y procurar elevando el espíritu reproducir la belleza pura y angélica de María, vino a caerse en el extremo contrario, es decir, en un paganismo catolizado, si así podemos denominarlo, que produjo una materialización del espíritu cristiano que llevó a una especie de voluptuosidad a las representaciones religiosas tan llenas de unción y de espíritu católico.

Compárense, como hemos dicho antes, los ángeles de Fra Angélico y de Juanes, tan llenos de santa unción, de espíritu tan elevado y religioso, con los ángeles de Miguel Ángel, desnudos, llenos de fuerza muscular y más digna representación de Apolos y de Cupidos que de representaciones celestiales: desnudos miembros, arrebatados y escasos ropajes, actitudes verdaderamente humanas, sustituyen a las blancas y rozagantes túnicas de aquellos diáconos angélicos, verdaderos ministros de Dios.

Al mismo tiempo, los templos comienzan igualmente a materializarse, si así podemos llamar al gusto imperante de las reglas de los arquitectos romanos, y el afán de imitar, de hacer escorialillos, copiando a Herrera en su famoso monasterio, hace de los templos de Jesucristo templos que están pidiendo a voces las estatuas de Júpiter o de Minerva, y en los que la Cruz se despega y parece querer retirarse de aquellas frías construcciones de matemática combinación. Al cristiano y severo, espiritual e inspirador estilo ojival, con sus ligeros haces de columnas que suben al techo entrecruzándose en hermosas palmas, como se anudan y entrelazan en místico conjunto las oraciones de los fieles que entrevén la luz de la eternidad en el encendido foco de mil colores, entre la nube de incienso irisado por las pintadas vidrieras, que simulan con aquel ritmo de colores la majestad del trono de Dios; a aquel arte románico de los primeros tiempos, a aquellas inspiradoras iglesias de Santa María de Naranco, de Santa Cristina de Lena y San Miguel de Lino, sustituyen la arquitectura clásica, fría, matemática y calculadora que había a la razón, pero nada dice al espíritu. Esta influencia, como se comprende, había de llegar a las imágenes, había de dejar sentir su influencia fría, racionalista, si así podemos llamarla, y cambiar por completo cuanta inspiración santa y dulce había dejado traducida en sus obras el arte cristiano de la Edad Media en sus pinturas y obras. Compárese la catedral vieja de Salamanca, la de León y otras, la de la Cartuja de Miraflores y Veruela con la del Escorial, y dígasenos dónde se eleva más el espíritu, dónde se comprende y conoce mejor a Dios con su santa doctrina de amor y de paz, si en los primeros o en el segundo término de nuestra comparación.

Así, pues, aquel espíritu realista llega a la pintura, y a aquellas místicas Vírgenes, a aquellos Niños Jesús, suceden representaciones tan humanas como los modelos de que se valen los pintores para dar sus Marías, como la de la Silla de Rafael, que es la verdadera representación de una vulgar mujer con un niño en sus brazos. ¿Es esto negar el valor de aquella pintura, su mérito ni estimación artística? No, nada de eso, pero sí en aquel famoso cuadro veremos más la presentación, el retrato de la famosa Fornarina, que la imagen de la Madre de Dios ni de su Hijo. Faltaba la unción religiosa; la falta de fe hace obras acabadas pictóricamente, pero no tocadas ni dibujadas con espíritu cristiano, ni unción ni fe religiosa; hablarán aquellas obras al arte, pero nunca al sentimiento cristiano ni religioso que pretenden representar.

En esta época introdúcese también la costumbre de pintar al Niño Jesús desnudo, en actitudes nada honestas, y que más pronto representan chiquillos pícaros, que la bondad e inocencia del Salvador.

Este espíritu innovador hizo que con poco miramiento y menos conocimiento, se acometieran restauraciones de imágenes que quedaron desfiguradas en su prístino estilo, pero conservando en la memoria su antigüedad, quedó aquélla desvirtuada por inconscientes restauraciones, que han sido causa luego de negaciones de su antigüedad por el modernizamiento que se les había dado.

«Y, por tales tengo, dice Lafuente, el destrozo hecho en las efigies aparecidas para ponerles coronas y otros adornos que las han mutilado bárbaramente, destruyendo las cabezas con escoplos y martillos para colocarles esas pesadas coronas con los armatostes de rayos y estrellas que las desfiguran, hasta el punto de no verse apenas el rostro aplastado por la pesada balumba que lo domina. ¡Cuánto más sencilla y bella era la modesta diadema que les daba el inspirado y piadoso artista en carácter con el ropaje, con el tiempo, con la actitud, con el gusto de la época en que se hacían!»

Y a este propósito relataremos lo ocurrido con la imagen de la Almudena en Madrid, en tiempo de Felipe IV, en 1652.

Mandó entonces el monarca fuese cepillada la espalda; ¿con qué objeto, con qué propósito? Pues con el sencillo e inconcebible de corregir la obra del artista, algo más entendido que el monarca austriaco que tal desatino y profanación mandó ejecutar. Su talle, pliegues del manto y demás, estorbaban para la colocación del manto de trapos de que tan ridículamente va cubierta la hermosa talla, y como quiera que la obra del artista incomodaba para aquel aditamento, resultando jorobada la imagen al ponerle aquella cobertera, se mandó por el católico monarca acepillar (¡!) las espaldas de la imagen, dejándolas lisas. ¡Qué alto concepto del arte tendrían monarca y cortesanos de aquel tiempo! Lafuente, en una nota, añade: «Fácilmente puede conjeturarse que el destrozo se hizo para que los pliegues de la escultura no estorbasen la colocación de los mantos de la Virgen, que en otro caso aparecería deforme y jorobada al sacarla en procesión. Por eso fue sacrificada la talla a los trapos con que tan ridículamente está vestida».

Con profanaciones tales se han desfigurado millares de imágenes, que con semejantes crímenes artístico-religiosos, han quedado de tal suerte, que no son ni románicas, ni bizantinas, ni góticas, ni del Renacimiento, quedando verdaderos jeroglíficos artísticos que nada pueden resolver, y hablan tan sólo de la impericia, ignorancia y estultez de sus profanadores.

De otras muchas crueldades antiartísticas pudiéramos ocuparnos, pero como nuestro objeto sólo es citar el mal gusto que dominó, llevando hasta la profanación el estúpido deseo de modernizar y vestir con trapos y costosos morriones a imágenes bellísimas artística y arqueológicamente consideradas, si de todas de cuantas tenemos noticia y hemos comprobado sobre las imágenes fuéramos a relatar ¡qué triste padrón de vergüenza para sus autores y consentidores podríamos formar!; pero terminaremos este capítulo con las palabras que a Don Vicente Lafuente le sugieren estas profanaciones, transformaciones y hasta disfraces, y permítasenos la frase, aun cuando pudiera aparecer irreverente, que nunca lo sería tanto como los actos que a título de devoción y entusiasmo se perpetraron.

«Consecuencias fueron estas alteraciones de la manía de vestir las efigies de talla, destrozándolas sacrílegamente y enmendando la plana a los ángeles y a San Lucas, pues como quedaba cubierto el Niño Jesús, le arrancaban y ponían el mismo modificado u otro nuevo; y de paso se entretenían las beatas en colocar al Niño en posturas nuevas y desusadas, jugando aquellas viejas supersticiosas con las efigies de la Virgen como las niñas con sus muñecas».

Y con las palabras del ilustre escritor católico, terminamos este capítulo en que tanto podría decirse acerca del mal gusto de aquellas épocas, y la restauración que hoy está verificándose en el buen gusto, gracias a la ilustración siempre creciente de nuestro clero, y al amor y conocimiento del arte y de la ciencia arqueológica en la masa general de la sociedad, el mal se ha corregido y se va estimando, considerando y apreciando en cuanto valen y representan monumentos, altares e imágenes, que en no lejanos tiempos eran denominadas antiguallas, vendidas en precios denigrantes para ir a enriquecer museos extranjeros que se han aumentado con nuestra ignorancia y las rapiñas de la desamortización, verdadero país de promisión para miles de pelafustanes, que se enriquecieron con aquellas dilapidaciones y saqueos, tan vergonzosos para un país que se llamaba culto porque desayunaba con el himno de Riego.


VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XXXI: MARÍA VENERADA DESDE EL NACIMIENTO DEL CRISTIANISMO.