VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XXXIII: LA SANTA CASA DE MARÍA SANTÍSIMA DE LORETO.

Capítulo XXXIII: LA SANTA CASA DE MARÍA SANTÍSIMA DE LORETO.

-SU HISTORIA, TRADICIONES, MILAGROSA TRASLACIÓN. -SU CULTO. -ESTADO ACTUAL DEL VENERADO SANTUARIO.

No hemos de repetir hoy cuanto dijimos de la casa de María en Nazareth cuando acerca de la vida de la Santísima Señora decíamos, ni de su descubrimiento por Santa Elena, ni del templo sobre los cimientos de aquélla construido por la Santa Emperatriz, ni su destrucción ni ruinas; afortunadamente hoy desaparecidas merced a la piedad cristiana de monarcas tan respetables como queridos por su conterraneidad. Pero sí cumpliremos lo que entonces indicamos, de consagrar un capítulo a la casa de María trasladada milagrosamente a varios puntos, y por último a Loreto, en donde se venera y contempla, llenando el alma de cristiano consuelo, las pobres paredes de la morada del Santo Matrimonio y que albergó bajo su santo techo al Redentor del mundo. A esa modesta casita, a ese augusto templo de la gran Señora nuestra Madre vamos a conducir al lector para que con nosotros contemple las maravillas de la fe, representadas en la milagrosa traslación de la casa de los modestos obreros de Nazareth.

El famoso ciclo de las Cruzadas terminaba, y por voluntad divina el fruto de las conquistas de los cristianos en Tierra Santa, había venido perdiéndose. Unos tras otros los Santos Lugares arrancados al poder musulmán, habían ido cayendo nuevamente bajo el imperio de la media luna y la pérdida de Tolemaida, último baluarte de los cristianos, fue el último episodio de aquella famosa campana, que si desgraciada en sus éxitos, tan favorable fue para la comunicación de unos pueblos con otros y tantos beneficios produjo para la civilización.

Caído había apenas algún tiempo Tolemaida en manos de los bárbaros escuadrones de los islamitas y los feroces soldados de Bibavs-Bondajar saqueado a Nazareth y destruido la basílica que servía como de rico dosel a la casa del Santo Matrimonio y de Jesús, cuando las piedras del grandioso templo construido por Santa Elena apenas se habían enfriado del calor del incendio, un hecho milagroso puso de manifiesto la intervención divina en los actos de la humanidad y su poder inmenso, que demostró que si se habían perdido por entonces los lugares, sitios y ciudades, montes y valles que pisaron Jesús, María y su bienaventurado Esposo, María no olvidaba ni abandonaba a sus fieles hijos, a los cristianos tan amantes de su nombre y de sus grandezas, demostrándolo por medio de un acto, de un hecho milagroso que puso de manifiesto su amor y el deseo de vivir aquello que tocó, entre cristianos, abandonando el lugar en que su humilde casa había permanecido por algunos siglos.

El amor de María para con los que siguen las doctrinas de su Hijo, el afecto y cariño para los que aman y veneran el nombre y virtudes de aquella pura y santa Madre, se puso de manifiesto por medio de un acto tan ostensible como el que es objeto de este capítulo que escribimos, narramos y relatamos con el amor y cariño que profesamos a la excelsa Señora, nuestro amparo y consuelo, como que tuvo lugar en medio del asombro de los pobres campesinos en el día 10 de mayo de 1295.

En las costas de Dalmacia, en el mar Adriático, existía una ciudad de pequeña importancia llamada Raunnoza, no lejos de Fiune, en un sitio inculto, lleno de pastos y maleza, en un lugar en donde el día antes pastaban los ganados, y en donde ni el más pequeño resto de construcción había existido, el día antes, cuando los primeros rayos del sol bañaron la tierra llena de perfumes y con el encanto que la presta una mañana de mayo, los asombrados pastores y campesinos contemplaron en aquel lugar un vicio, un antiguo edificio de pequeñas dimensiones, barnizado con la patina que prestan los años, con el color y sello de antigüedad propio de las piedras y que el hombre no puede ni podrá jamás imitar para falsificar sus propósitos.

Aquel edificio sobre una colina cuajada de arboleda y harto conocida de pastores y campesinos, llamóles la atención, tanto más, cuanto que en la tarde anterior nada existía, ningún rastro ni señal de edificio conocían por aquellos alrededores, y menos que presentara aquella desconocida construcción, ni con el sello de antigüedad que presentaban sus desnudos muros.

Objeto de curiosidad y asombro lo fue desde los primeros momentos, y con temor y respeto aquellos pobres pastores y campesinos se acercaron al misterioso edificio, y con temor penetraron en su única estancia. ¿Qué vieron? Lo que aún hoy ve el cristiano que lleno de fe, de amor y veneración encuentra, halla y contempla para goce de su alma, consuelo de su corazón y esperanza de aquélla al elevarla a los pies del trono de la gran Madre de los católicos, al solio de María, siempre pura e inmaculada. Una pequeña estancia, en cuyas paredes se veían pintadas y con sello de innegable antigüedad, a María y santos que formaban su acompañamiento. En el testero principal un altar de piedra con la patina del tiempo y de no muy fina labor, rematado por una cruz de corte oriental, una imagen de Jesús pintada en tela y adosada al nicho del altar; un modesto hogar con unos candeleros de estilo oriental en su forma y labor, un pobre armario que contenía algunos objetos de sencilla vajilla de barro; el techo de madera pintado en viejo y descolorido azul con estrellas de oro: esto es cuanto vieron aquellas pobres gentes a la luz espléndida del sol naciente que penetraba, llenando el ambiente de dorado tamo. Examinaron exteriormente aquel edificio de extraña construcción en el país, y con asombro vieron que aquellas paredes formadas de extraña, delgada y rojiza piedra, desconocida en Dalmacia, carecía de cimientos, y sus paredes en algunos puntos estaban sin tocar en el suelo desigual de la colina, quedando como en el aire, y por debajo de aquéllas se veía la yerba todavía fresca y sin pisar, como había quedado la noche anterior. Pasmados y atónitos ante lo que veían, ante aquel edificio que mudos de asombro contemplaban, quedaron largo espacio de tiempo, decidiéndose, por fin, a dar cuenta del misterioso hallazgo y raro edificio con apariencias de templo. ¿Qué podría ser la prodigiosa aparición de aquel modesto edificio, que no podía haber sido construido en una noche ni transportado por fuerzas humanas sin derrumbarse, ni cómo se sostenían parte de sus paredes sin base, quedando como colgadas de sus mismos materiales?

Ninguno de los inventores podía explicarse a quién ni para qué había sido llevado aquel pequeño templo a la desierta colina, cuando llenos de asombro, vieron llegar al cura del lugar Alejandro de Giorgio, quien enfermo de una hidropesía, no salía de la rectoral postrado en cama hacía tres años. Aquel hecho llenóles todavía de mayor asombro, y llegándose a sus feligreses, lleno de santa alegría les manifestó que aquella noche se le había aparecido la Virgen Santísima, de quien era muy devoto, y en su amparo y protección tenía puesta toda su confianza, manifestándole que la casa que encontraría en desierta colina era la de Nazareth, donde tuvo lugar el misterio de la Encarnación del Divino Verbo. Comunicóse la noticia al gobernador de Dalmacia, Nicolás Frangipani, quien corrió al punto de la invención de la Santa Casa, con objeto de cerciorarse del milagroso traslado, y a vista de aquélla y enterado del relato del párroco, designó, a más del párroco a otros tres sujetos de virtuosos antecedentes y honradez probada, para que marchando a Palestina y en ella a Nazareth, averiguasen con cautela y escrupulosidad: 1.º- Si la santa casa de María había desaparecido y cómo. 2.º- Si subsistían, caso de haber desaparecido aquélla, los cimientos sobre que asentaba. 3.º- Si las dimensiones de aquélla y grueso de las paredes coincidían con aquéllos. 4.º- Si era de la misma naturaleza el cemento y la piedra que formaban las paredes. Y 5.-º Si era idéntico el modo, manera y ejecución de aquella construcción.

El resultado de la comisión dada a los expedicionarios, fue confirmativo de cuanto se deseaba conocer, y de cuya dichosa posesión era del pueblo de Tersato. Llevados del entusiasmo y devoción, muchos emprendieron el viaje a Nazareth, comprobando por sí cuánto deseaban conocer y aumentando de esta suerte la confirmación de lo deseado, y así consta en los documentos del archivo de los PP. Franciscanos de Tersato y como pueden verse en el Triumphus Coronatae Regina Tersatensis del P. Pasconi, y en la Disertación Apologética de la Santa Casa de Nazareth, de Monsig.r Jorge Marotti.

La devoción aumenta, llegan peregrinos de todas partes de Europa, y el gobernador concibe el pensamiento de construir un templo que encierre y guarde bajo sus bóvedas el santuario de la Encarnación del Verbo, morada de María; pero pasan tres años y siete meses cuando la devoción iba en aumento y era más y más conocida la milagrosa aparición, cuando de improviso desaparece el santuario de la fe en María y aparece la colina desierta, cubierta de verdes yerbas, y cual si sobre aquélla nunca se hubiera asentado construcción alguna. Mudos de asombro y de espanto quedaron los vecinos del lugar de Tersato, al notar la desaparición de la casa en que tenían puestas sus esperanzas, su anhelo y alegría.

Pero, ¿qué había sido de la feliz morada de la Sacra Familia? ¿Había vuelto a Nazareth una vez realizado ostensiblemente el milagro? No, no transcurren muchos meses sin que se sepa que la Santa Casa tan sólo había sido cambiada de lugar, y atravesando con ella los ángeles el mar Adriático, la habían depositado en Italia, a cuatro millas del lugar de Recanati, en un hermoso bosque de laureles, de donde tomó después la casa de María el nombre de Santa Casa de Loreto. ¿Qué había motivado aquella traslación, qué designios llevara la Providencia al hacer este nuevo y milagroso traslado? Los altos juicios del Señor son los que lo saben, sin que la pobre inteligencia humana pueda comprenderlos ni menos penetrarlos.

El desconsuelo de los infelices habitantes de Tersato fue grande y nada ha podido consolarles de la pérdida de la Santa Casa, experimentada en 10 de diciembre de 1294. Todavía hoy hemos visto numerosas peregrinaciones de Dálmatas, de Tersato, que de rodillas en el templo de la Santa Casa y en la puerta del santuario, lloran y se lamentan de la pérdida gritando: «Vuelve, vuelve a nosotros, ¡oh Madre! Vuelve a Tersato».

El gobernador Frangipani, para perpetuar la memoria de la milagrosa aparición y desaparición de la Santa Casa, mandó construir sobre el sitio que aquella había ocupado, un templo de la misma forma y tamaño que aquélla con esta inscripción: Hic est locus in qua olim fuit Sanctisima Domus Beatae Virginis de Laureto quae in Recéneti partibus colitur; es decir: Este es el lugar donde estuvo en otro tiempo la santísima casa de la bienaventurada Virgen de Loreto, que se venera en el país de Recanati. Además se colocó en el camino de Tersato otra inscripción en lengua italiana para recordar al viajero los dos hechos que llenaron de alegría y de pesar, con las dos fechas que decía: La santa casa de la bienaventurada Virgen vino a Tersato en 10 de mayo de 1291 y partió en 10 de diciembre de 1294.

Tornemos de nuevo a Italia, a Recanati, vemos que la Santa Casa aumentó en devoción entre los habitantes de la comarca, pero lo agreste del sitio, lo peligroso del camino, dio pie para congregarse en sus cercanías gavillas de bandidos que, asaltando a los peregrinos, consiguieron alejarlos de las visitas, quedando solitaria y escasamente visitada la Santa Casa. No fue tampoco larga la estancia de la milagrosa casa en aquel punto, y el cielo permitió una tercera traslación a sitio no muy distante de aquél, pero en el que tampoco permaneció mucho tiempo hasta desaparecer, pues las cuestiones que se suscitaron entre dos hermanos, dueños del terreno, que llegaron casi al extremo de un fratricidio, hizo, sin duda, que aquella profanación de la gloria de ser dueños del terreno en que descansaba, no se enclavaba la Santa Casa, nuevamente los ángeles la transportaron por cuarta vez a un nuevo punto, al en definitiva en que hoy asienta por largos siglos y es venerada por los fieles hijos de María.

No dista un kilómetro el lugar en que hoy asienta la Santa Casa, del tercer lugar de su descanso en tierra latina. Esta última traslación fue revelada por María a San Nicolás de Tolentino, honra de la Orden Agustina, y los dos lugares anteriores en donde asentó la Santa Casa, guardan construcciones que recuerdan aquellas estancias. La nueva aparición de la Santa Casa determinó una nueva comprobación para asegurarse una vez más de su autenticidad, y las nuevas investigaciones no hicieron sino confirmar una vez más y de una manera positiva la identidad, exactitud y conjunto de cuanto anteriormente se ha hecho. Estas pruebas, estas comprobaciones, ejecutadas de orden del Pontífice Bonifacio VIII, que en 1294 ocupaba la silla pontifical, y los planos y medidas, forma y naturaleza de los materiales, dieron la prueba más concluyente de la seguridad de ser la misma e indudable morada de María Santísima, y no cupo duda de que Loreto fue la afortunada población que goza de tan grande y celeste predilección.

Desde entonces la santa morada de María y de Jesús, ha sido visitada por miles de soberanos, pontífices y varones ilustres en ciencia y santidad, y en la inscripción que vemos en la puerta del monumento que encierra la Santa Casa y que luego describiremos, se leen las palabras del Pontífice Clemente VIII, que en su sentir y el de otros muchos Pontífices, se fundó la Sagrada Congregación de Ritos para suplicar a la Santa Sede la aprobación sobre el rezo de la traslación de la Santa Casa, según el testimonio de Benedicto XIV. Véanse las palabras del sabio Pontífice, a propósito de la lección histórica de dicho sagrado oficio:

«Las palabras de esta lección nos enseñan con toda claridad el fundamento en que se apoyó la Congregación de Ritos y su prudencia al suplicar al Soberano Pontífice la aprobación del rezo. La razón principal fue la autoridad de los decretos pontificios, donde se afirma que la casa de Loreto, en la que María nació, fue saludada por el Ángel y concibió del Espíritu Santo al Salvador del mundo; lo que resulta, sin duda alguna, de las letras apostólicas de Paulo II dadas en 1471, de julio II en 1509, de León X en 1519, de Paulo III en 1535, y de la Constitución de Sixto IV. En lo que concierne a la veneración solemne del universo y al poder continuo de los milagros, cosas tan notorias que no necesitan prueba de ningún género».

Por último, el elocuente testimonio del inmortal Pontífice Pío IX, el Pontífice de María, de la Inmaculada, en sus letras apostólicas Inter omnia dadas en 26 de agosto de 1852, con motivo de las indulgencias que concedió a todas las iglesias agregadas a la Santa Casa de Loreto. «Aquí es, dice Pío IX, donde se venera la Casa de Nazareth, tan amada de Dios, edificada en otro tiempo en Galilea, después arrancada de sus cimientos y llevada por divino ministerio por gran espacio de tierra y mar, primero a Dalmacia, luego a Italia, Casa en la cual la Santísima Virgen, predestinada desde la eternidad y absolutamente preservada de la primitiva mancha, fue concebida, nació, se educó y fue saludada por el Mensajero celestial como llena de gracia y bendita entre todas las mujeres».

Tal ha sido la historia de las traslaciones de la Santa Casa, tales han sido las confirmaciones apostólicas de los VV. Pontífices y réstanos ya tan sólo, después de haber historiado las maravillosas y milagrosas traslaciones, describir el edificio santo, reconocerle a la luz de la fe y de la ciencia para hallar con ambos elementos la comprobación más firme, evidente y positiva de hecho tan grandioso, de acto del poder divino tan inmenso como el amor de María a los pobres mortales que invocan su santo nombre, su piedad e intercesora misericordia en nuestras penas y desdichas.

Penetraremos en el interior de la Santa Casa, como llenos de fe, consuelo y alegría, bajamos en Nazareth a la cripta de la Encarnación; contemplaremos aquellas mudas paredes, testigos de tantas grandezas y virtudes, y examinaremos científicamente aquella construcción, que compararemos con los materiales de Nazareth, y gozaremos con el dulce encanto de tales misterios, admirando el inmenso poder de Dios Nuestro Señor.

Para ello no haremos sino copiar las páginas de nuestro diario de peregrino católico y artístico por Italia, daremos a luz esas páginas de nuestras impresiones personales, y al hacerlo recordaremos hechos placenteros que ya pasaron, pero que frescos, puros, se conservan con el dulce recuerdo con que hiere nuestra vista la rosada luz de una hermosa puesta del sol. Transcribiremos aquellas páginas, dando gracias a María Santísima que ha permitido que aquellas letras vengan a ver la luz pública después de veinte años que duermen entre papeles que nunca han de ser del dominio público, en estas pobres páginas consagradas a relatar la vida de María Santísima, que tal merced me ha concedido, y han de ser las más queridas y amadas páginas de, cuantos libros llevo escritos.

Loreto 18 de mayo de 1879.

Desde larga distancia, a los pocos kilómetros que desde Ancona llevamos recorridos, nuestra vista no ha dejado de ver en el horizonte el alto campanile de la Basílica, de la Santa Casa, que desde muchas leguas se distingue como faro que guía los pasos del peregrino, como dedo que señala al cielo y que se levanta en medio de aquella hermosa vegetación tan lujuriante como la de la campiña de Valencia nuestra querida patria. Sólo con aquélla son comparables los campos que venimos atravesando, aun cuando su cultivo no es tan esmerado, tan pulcro como el de los campos valencianos.

Un cielo puro, transparente, al que esmaltaban algunas blancas nubecillas por la parte del norte, tiene éste un parecido tan grande con el de nuestra tierra, que nos creíamos trasportados al feraz valle de Liria con sus montañas que le limitan azules y suavemente recortadas con siluetas de agradables líneas. Contemplando aquel hermoso panorama fuimos acercándonos a Loreto, bajamos en la estación y ascendiendo la suave colina en que asienta la afortunada ciudad. Al silencio de los campos, al canto de los pájaros y al rumor de corrientes aguas, sucede el ruido de las calles y la animación que producen los numerosos peregrinos que recorren la ciudad y especialmente llenan la rectangular plaza de la Madona en que asienta la Basílica santa.

El aspecto de las calles que hemos recorrido es alegre, risueño, llenas de luz y de tibio ambiente; nadie diría que estamos en mayo; más parece una mañana de junio, el calor comienza a sentirse y eso que son las nueve de la mañana. Agobiados por la sed, entramos en un café situado frente a la Basílica y debajo de los pórticos de la plaza refrescamos nuestras secas gargantas. Acordamos aposentarnos en el hotel de José Papi, que es dueño del hotel y del café, instalámonos en un cuarto del piso segundo, y dejando nuestros sacos de mano y carteras, salimos encaminando nuestros pasos a la Santa Casa, primera visita que debíamos hacer, primera y sagrada deuda del corazón que teníamos que pagar, contraída con María nuestra santa y cariñosa Madre.

Atravesamos la plaza, en medio de la cual se levanta una fuente hermosa y de verdadero carácter monumental. La plaza, verdaderamente más que plaza, es el patio de una porción de edificios todos de carácter religioso, cual el palacio Apostólico, residencia del Obispo y de los prebendados; el Colegio de los PP. de la Compañía de Jesús, nuestros ilustres paisanos, los venerables hijos de Loyola; el convento de los Capuchinos, el de los Menores Observantes y el de los Conventuales que, según nos dice Guido, nuestro joven guía, son los penitenciarios de la basílica, y entre ellos los hay de distintas naciones para oír las confesiones en las distintas lenguas de los miles de peregrinos.

Llegamos al frente del templo; al pie de la escalinata se levanta la hermosa estatua de bronce del Pontífice Sixto V. La fachada es hermosa, por más que el estilo imperante en Italia no sea el que mejor llene ni representa las aspiraciones del alma cristiana.

En el atrio, antes de entrar en el sagrado recinto del templo, me detuve unos minutos procurando recoger mi espíritu, despojarle de terrenas impresiones, elevándole a la contemplación la santa visita que iba a realizar. Costumbre y práctica es esta en mí que de antiguo vengo observando y que he realizado en Montserrat, en el Pilar, en San Pedro, en las Catacumbas, y de la que no pienso despojarme, conservándola, si se quiere, como un saboreo anticipado de las dulces impresiones que siempre he recibido en los santos templos.

Franqueamos la entrada y penetramos bajo las majestuosas bóvedas del templo: en el centro del crucero, cobijada por aquéllas, que la encierran como bajo un fanal, a imitación de la iglesia del Santo Sepulcro, levántanse las paredes y cubiertas de la Santa Casa de María, de José, de la Sagrada Familia. A ella encaminamos nuestros pasos sin mirar el templo que la cubre, la primera impresión de nuestra alma queríamos que fuese la Santa Casa, la morada de María, y así atravesamos la iglesia sin verla ni contemplar ninguna de las riquezas artísticas que encierra.

Llegamos a ella, penetramos por una de sus puertas laterales y nos encontramos en el sagrado y consagrado recinto. En el momento en que entrábamos, el sacerdote que estaba celebrando elevaba la Santa Hostia, y nuestra entrada en aquella inmensa morada fue de rodillas, fue cayendo gratamente humillados ante la Majestad Divina que en aquel momento se nos mostraba con toda su pura y santa majestad. De rodillas contemplamos y recordamos las descripciones que conocíamos y habíamos leído del interior de la Casa, y con respetuosa mirada y sin la curiosidad de los despreocupados turistas, reconocimos la pobre casita que albergó a la Santa Familia. Oramos como católicos, rogamos por nuestras familias, oímos otra misa que sucedió inmediatamente al celebrante que terminaba, y supe que éstas terminan a la una, pero que hay día en que la afluencia de sacerdotes que desean celebrar es tal, que se prolongan hasta las cinco y las seis de la tarde, pero a condición de que no haya interrupción entre una y otra.

Lleno de numerosos peregrinos se hallaba el pequeño recinto de la Casa; allí entre aquel número de seres humanos, se hallaba casi representada la humanidad, y aun cuando algo profano el examen en medio de tan grande y sublime milagro, no pude menos de exclamar interiormente ¡oh María!, ve aquí a las distintas razas, naciones, países y pueblos que sin conocerse, todos hermanos vienen a glorificarte, a declararte pura y sin mancha, Madre de los pobres humanos que aquí acudimos y nos consideramos tus hijos, tus protegidos y sin conocernos nos llamamos hermanos en la santa religión de amor y caridad de tu excelso Hijo, y anudados nuestros corazones en lazo de amor por tu afecto y protección a los pecadores, ¡oh María, ruega por nosotros y acoge nuestra plegaria!

Y en efecto, al lado mío una señora oraba en inglés, un belemita con su hermoso traje, cruzadas las manos, pedía a la Reina de los cielos, detrás de mí escuchaba el nombre de María pronunciado en francés y un caballero alto y fornido que se apoyaba en una gruesa muleta que suplía la falta de su pierna izquierda, suspiraba y le oía algunas palabras que decía a una niña arrodillada a su lado en un idioma que debía ser alemán por lo gutural de la pronunciación. En el lado opuesto al en que me hallaba, un traje argelino que vestía un joven de agradable presencia, me indicaba otra raza, lo mismo el negro y reluciente cutis de una joven que acompañaba a una señora de blancos cabellos y de una hermosa y tranquila ancianidad.

¡He ahí el mundo, idiomas, pueblos y razas que se odiaban políticamente por obra de los hombres, unidos, confundidos y hermanados por ley de amor en adoración y afecto de María: ante su altar, ante su nombre, todos hermanos; fuera de este recinto, odios, enconos, iras y sangre, borrando en ambiciones y odios la obra de Jesús, su ley de caridad.

Largo rato permanecimos todavía en el venerando templo, y al salir de él, al penetrar en las bóvedas del templo, oímos hablar en catalán a dos señoras que con nosotros salían de la Santa Capilla: al escuchar los acentos de la dulce lengua de nuestra patria, de nuestra región, intensa alegría, placer inmenso llenó nuestra alma, y en la misma dulce y amorosa lengua de nuestra tierra les contestamos, con manifiesta alegría de aquéllas, que dijeron al contestarnos que se creían en España, en nuestra católica región de las barras y del murciélago. ¿En qué parte del mundo dejará de hablarse nuestra dulce lengua? decía la más joven (hija, según supimos después, de la otra dama, distinguidas ambas por sus modales y amena conversación). Y es verdad: ¿en qué país del mundo la lengua de Ausiás March y de Lulio, de Roig y San Vicente Ferrer dejará de escucharse allí donde haya españoles? ¿Es español al que encontráis en Chile, en Singapore, en Melbourne o en Suecia? Tened la seguridad de que será catalán, mallorquín o valenciano; es decir, que pertenecerá a una de esas tres hermanas para quienes el mundo no tiene fronteras, y cuya ley es la del trabajo y que viajan, trabajan y cantan en aquella dulce e incomparable lengua, tan dulce y armoniosa como la de la tierra en que nos hallamos, tan parecida a la de nuestra patria tan querida de María, y cuyos tres Estados tienen la gloria de ostentar tres advocaciones de María tan gloriosas como el Pilar, Montserrat y los Desamparados.

Así hablando y recordando a esas hermosas Barcelona, Valencia, Zaragoza y Palma, encaminamos nuestros pasos al hotel, démosle este nombre, teniendo el placer de que aquellas simpáticas madre e hija se aposentaran en el piso principal de la misma fonda. Reunímonos en el comedor para almorzar, y después de la grata impresión y del dulce placer de haber visitado la Casa de María, se unió el de hallarnos en tierra extraña, aunque no tanto para nosotros, como para otros españoles, pues largos años imperamos y vivimos los catalanes y valencianos en esta Italia en franco amor y compañía mientras nuestra vida corrió independiente, pero cuya amistad, cariño y afecto de raza perdimos y con ella la posesión, cuando unidos con Castilla dejóse por ley política la ley comercial, de unión y de lengua que nos había unido hasta entonces. Y es la verdad, decíamos mientras los platos circulaban por la mesa: Cataluña no ensanchó sus dominios por ley política; las armas, que siembran odio, fueron desconocidas en nuestra región; nuestras expansiones fueron comerciales, cambio de riqueza, cambio de productos, respeto a las leyes y costumbres, asimilación por el comercio, nada de imposiciones, nada de fuerza; de aquí la hermandad entre Sicilia, Nápoles y otros de nuestros dominios, si así queremos llamarlo, nada de colonias ni conquistas, provincias hermanas, unidas por la santa ley del trabajo y del comercio.

Y de esta suerte, recordando pasadas glorias de nuestra lemosina tierra, recordando que el idioma y el nombre de los Estados aragoneses, grandes y majestuosos en su cristiana federación, tanto hicieron y han hecho por el engrandecimiento y riqueza de España, se pasó el almuerzo y esperamos el momento en que terminaran las celebraciones para poder ver y examinar las riquezas y tesoros de fe que encierra la Santa Casa de Loreto. Las damas catalanas que venían a cumplir una promesa hecha a la Virgen María en su Santa Casa, llevaban recomendación para el penitenciario español, ¡catalán también, el P. Juan Bautista Cortés! quien nos enseñaría cuanto encierra la Santa Casa. Por nuestra parte llevábamos también recomendación para el penitenciario francés y determinamos visitar juntos los cuatro la Basílica, quedando en hacer luego una visita al penitenciario P. Ludovico y utilizar los servicios de nuestro paisano, lo cual nos proporcionaría un rato más de utilizar nuestro idioma.

Terminado el almuerzo y cerca de las cuatro de la tarde, encaminamos nuestros pasos a la Basílica por debajo de los arcos y pórticos de la plaza, pues el calor era intenso y el sol reverberaba sobre el empedrado deslumbrando con su fuerte reflejo. El P. Cortés nos recibió con esa amabilidad y franqueza característica de nuestra tierra, saludándonos con nuestra hermosa lengua. Pasamos a la sacristía y allí comenzamos por visitar el tesoro de la Santa Casa. Todos cuantos objetos encierra, son posteriores a la época de Napoleón I; pues este tuvo el capricho de incautarse de todas aquellas riquezas, no sólo metálicas, sino también artísticas, habiendo sido saqueada la Santa Casa por las tropas de la civilización, el cuadro venerando aparecido con la Santa Casa del templo pasó al gabinete de Medallas del Museo imperial, y colocada encima de una momia; ¿sería para burla entre aquellas masónicas turbas?

Hacer la relación y descripción de cuantas alhajas por su valor material como artístico, sería pesada e incompleta tarea que nada diría sino ocupar páginas y páginas; pero ¿qué joya más estimable y más rica que el amor profundo e intensísimo de la humanidad entera a María y su Santa Casa? Ante semejante grandeza, la plata, el oro, la pedrería, son miseria mineral ante el valor inmenso del cariño y amor de la humanidad creyente, ¿qué mayor y más inapreciable joya para María, todo amor y misericordia? Pero en medio de tan hermoso número de joyería existe una alhaja, una perla, lágrima de amor y reconocimiento de unos pobres pescadores, y cuya conmovedora historia no queremos dejar de consignar. Esta por la maravillosa que se custodia dentro de un dije de oro, tiene la historia siguiente: Unos pobres pescadores de perlas en el mar Rojo, hacía tiempo que los infelices luchaban con los peligros de las olas y de los monstruos marinos sin resultado alguno, ofrecieron entonces llenos de esa fe sencilla y hermosa, que la primera que pescasen lo ofrecerían a Nuestra Señora de Loreto. No pasaron muchos días sin que los piadosos pescadores no consiguieran el fruto apetecido, y cayó en sus manos la perla hermosa que contemplamos; pero el fruto de la fe, no tardó en desaparecer, fruto también de la rapiña y del robo; pero recobrada después de muchas investigaciones por Pío VII, fue colocada de nuevo en el tesoro en donde la admiramos, en la hermosura del ejemplar, tanto más cuanto la contemplábamos como hermosa ofrenda de la fe.

No menos estimable y de hermoso concepto de estimación es el cáliz ofrecido por el Pontífice Pío VII al recobrar su libertad después del cautiverio napoleónico; es una hermosa ofrenda, en cuyo pie se lee la siguiente traducida inscripción: «Pío VII, Pontífice Máximo, habiendo recobrado la libertad en la fiesta de la bienaventurada Virgen María, saludada por el Ángel, dadas gracias a Dios en la Basílica Lauretana, dedicó este monumento, ofreció esta prenda de su ánimo devoto y agradecido».

Como estábamos inmediatos a la terraza del convento, desde allí contemplamos la ciudad, que es más pequeña de lo que realmente nos había parecido: la plaza y la calle mayor, es donde se aposenta el escaso comercio de la ciudad; nada de particular ofrece el resto, pero en cambio el paisaje que desde allí se contempla es hermosísimo, y al tender la vista por aquel encantador paisaje, el recuerdo de la batalla de Castelfidardo se presentaba ante nuestra vista, envuelto entre el humo de la fusilería el heroico ejército pontificio. El terreno de aquel combate fue el mismo que hoy ocupa la estación del ferrocarril: no lejos de nosotros y sobre una colina se ve el pueblecillo de Castelfidardo, que dio nombre a esta desgraciada acción para las armas del catolicismo; no lejos tampoco, se contempla a Recanati. Contemplando aquel cuadro encantador, aquel panorama tan lleno de luz y belleza, creíamos encontrarnos viendo desde el compás del monasterio de Torrente el panorama de nuestra huerta baja. Dejamos la terraza y descendimos al templo: acompañados del P. Cortés entramos de nuevo en la Capilla, en la Santa Casa, para conocerla, verla, tocarla y estudiar aquel venerable monumento de la fe católica.

Con qué fe, con qué veneración y temor cariñoso comenzamos nuestra peregrinación religiosa y artística en aquel reducido espacio de terreno en que se realizó el más grande de los misterios. Un perímetro de nueve metros y medio de largo por cuatro cuarenta de ancho es la superficie de la santa morada, cuatro metros y veintinueve centímetros es la altura de los muros, y su grueso es de cuarenta centímetros. Examinando la formación de aquellas paredes, vemos que las componen piedras llanas, de color rojizo, que las ha hecho confundir a algunos con ladrillos estrechamente unidos por ligera capa de argamasa. La Guía de Baadeker dice que las paredes son de ladrillo, y con intención más malévola lo afirma Du Pays: (Memoire sur le construction et geographique de l'Italie, citada por Gaume, les trois Romes, tomo III). Pero de este error tan a la ligera propagado, nos saca Sausire, escritor protestante, quien con mayor crítica e independencia secta, examina la Santa Casa y nos dice:

«Examiné los materiales de la. Santa Casa, que son piedras labradas a manera de grandes ladrillos, colocadas unas encima de otras y tan perfectamente unidas, que sólo dejan entre sí pequeños intersticios. Han tomado el color del ladrillo, de suerte que a simple vista se las cree de barro cocido, pero examinándolas con atención se ve que son piedra arenisca de finísimo y muy compacto grano». El examen detenido que hicimos nos confirmó la verdad del autor citado, y tanto por el interior de la Casa como por el exterior, a través de los muros, que aun cuando revestidos de mármoles por el exterior, queda entre aquellos y el revestimiento lujoso un espacio de medio metro que aísla la Casa como dentro de un estuche.

También nos cercioramos de que la Casa carece de cimientos, descansa sobre la tierra, no toda igual, hasta el punto de que hay pedazos del muro por debajo de los cuales se pasa libremente un varilla en varias direcciones. Subsisten los cimientos en Nazareth, donde los hemos visto, y de este aislamiento dicen que hay puntos que coinciden exactamente sus oquedades con aquellos muros. Así subsiste casi en vilo sobre la tierra este venerando monumento hace seis siglos, con admiración y respeto de católicos, protestantes y racionalistas: nosotros pasamos por debajo del muro aislado de la tierra una hoja de cartón de las tapas de nuestra cartera y en un espacio de unos tres metros corrió libremente sin tropezar con la tierra ni con el aquel. Los racionalistas admiran este misterioso estado de construcción, y el P. Cortés nos dijo, que la admiración y la evidencia del milagro se puso de manifiesto en el año 1751 con motivo de la renovación del pavimento del templo: entonces, en presencia del obispo de Loreto y gran número de personas, se comenzó a levantar las losas del pavimento y viose con admiración el leve descanso de aquellas paredes sobre la movediza tierra, tan blanda y suave, que hubo quien con las manos abrió agujeros en ella por los que pasaron el brazo hasta el lado, opuesto, quedando en el aire las paredes en grandes trechos. Lo mismo y con más evidencia se comprobó en el día siguiente, cuando en trechos mayores se hizo el levantamiento de las losas en los lados del Norte y Sur de la santa capilla.

Realizado este examen, el primer objeto que buscan nuestros ojos en el santo recinto, es la siempre querida y amada imagen de María, que con su divino Hijo en brazos ocupa el nicho del altar, que se halla en la parte oriental: Esta efigie de María es antiquísima y la tradición la atribuye al pincel de San Lucas. Está pintada sobre tabla de cedro y nada hemos de decir acerca de su antigüedad, cuando la crítica histórico-arqueológica ha pronunciado su fallo sobre multitud de imágenes atribuidas al Santo Evangelista, que sabemos no fue tal pintor. Que es muy antigua lo demuestra su manera de estar ejecutada, su colorido, hoy casi perdido, y el estilo oriental de su riquísima exornación de oro y pedrería, que casi la ocultan a la vista.

Esta imagen, esta antigua pintura, entró de nuevo en el templo on Pío VII, cuando éste obtuvo su libertad del tirano del siglo, y allí en su altar permanece venerada y reverenciada por medio millón de peregrinos que la visitan anualmente.

El altar, que también fue trasladado con la casa, está separado del muro, es de piedra y de sencilla pero ingenua labor, que demuestra su antigüedad: la tradición consigna que sobre su mesa celebró el príncipe de los Apóstoles San Pedro el sacrificio incruento, por cuya razón el P. Cortés nos dijo denominarse altar de San Pedro: la piedra en que se halla labrado es de la misma clase que la de la Santa Casa. Detrás del altar y entre éste y el muro, queda un pequeño espacio que denominamos camarín, y los italianos le dan el del santo camino, como si quisieran decir la chimenea, puesto que realmente es la chimenea de la Santa Casa.

¡Qué dulce recuerdo de los tranquilos placeres del hogar trae a la memoria aquel santo camino! ¡Cuánto no hiere nuestro corazón y llena los sentimientos de amor y de afecto el recuerdo del fuego que en las noches de invierno ardería debajo de aquél, cuando los fuertes vientos tan comunes y persistentes en Nazareth pasarían silbando con tristes aullidos, que tal vez harían abrir los ojos al dormido Niño, despertando con aquellas voces quejumbrosas o aullidos feroces cuales los que había de escuchar años después en su doloroso paso por la vía de la amargura, lanzados por el populacho feroz a quien venía a salvar de la esclavitud del demonio!

Con dulce y arrebatador placer contemplábamos aquel santo camino, por el que había escapado el humo del pobre hogar de Jesús y de sus santos padres, ante aquel camino que había escuchado las dulces pláticas del santo matrimonio y calentado sus paredes no sólo con el fuego y el calor de los troncos del hogar, sino con el ardiente fuego del amor y de la caridad que tanto calienta y embellece el de los hogares cristianos.

En dicho camarín, en el santo camarín, guardase y venérase un antiquísimo plato de barro denominado la Santa scudella; besámosle con respeto, con amor y veneración, con el respeto que inspira siempre un objeto que ha visto pasar generaciones, y con el entusiasmo y cariño con que besamos aquellos objetos que pertenecieron a nuestros padres; así, así besamos una y cien veces la Santa scudella, que perteneció, usó y tocó con sus puras y santas manos María, Jesús y José en los diversos momentos y actos de su vida. Esta santa reliquia, este barro afortunado que tal dicha obtuvo y privilegio goza, está guarnecido con bordes de oro, con hermosos bajos relieves. Y...¿por qué no decirlo? hubiéramos querido mejor hallar la Scudella en su mismo estado de uso en que la tuvo la Santa Señora, cuando este plato formaba parte de la pobre y modesta vajilla de la casa del carpintero José. Será tal vez un resabio romántico, pero en nuestro concepto, y perdónesenos si con ello pudiéramos herir el sentimiento de piedad que no queremos ofender, sino respetar, en nuestra opinión, los adornos de oro, los relieves que casi con aquellas planchas de oro que le encubren, le quitan su hermosura principal, su encanto y veneración, y el oro y las riquezas parecen querer con su brillo ofuscar y llamar la atención sobre la exornación más que sobre el objeto adornado. Para nosotros la respetabilidad y el aprecio es el mismo, pero nos parecería más respetable, más hermoso y cristianamente inspirador en su sencillez, pobreza y humildad, en su estado de uso, que cubierto con caja de ricos metales: aquel barro, aquella tosca vajilla en su prístino estado, ejerce una fuerza superior de atracción, de veneración y respeto, mayor cien millones de veces que el verle revestido, ocultado a la vista por el rico y valioso estuche de oro y hermosa labor en que se envuelve. Se me dirá, eso es un refinamiento del sentimiento estético-católico, y que pueden sentir algunos pechos; pero para el vulgo, ignorante y fantaseador, aquella santa reliquia tiene más estimación cuanto más brille y más oro se le diga que tiene aquel adorno; entonces le estima en más, le besa con mayor entusiasmo, pues el sentimiento de lo respetable, adorable, estriba más que en el concepto del sentir, que en el de la riqueza y valor que representan, y nada más digo ni diré sobre este punto y otros similares.

Encima de la alacena que encierra esta inapreciable joya, de esta hermosa reliquia que las manos de María tocaron y quizá llegó a sus labios para besarlos en alguna ocasión, se conserva el velo y vestido que cubre la imagen de María en el día tristísimo de Viernes Santo. Del techo penden dos pequeñas campanitas, que con la Santa Casa fueron trasportadas, y dos pedazos del antiguo techo pintado de azul con estrellas de oro, obra de la emperatriz Elena, que sabemos fue la constructora del templo que encerró la Santa Casa y la hizo adornar con pinturas, y altar que hoy vemos y contemplamos como recuerdo permanente de la piedad y de las obras de tan ilustre humanamente considerada emperatriz y santa bajo la alta consideración de la Iglesia.

Salimos del camarín y en el muro del oeste de la casa y a metro y medio del pavimento actual vimos una ventana rectangular de metro y medio de altura por unos ochenta centímetros, resguardada por una hermosa verja de bronce de muy hermosa labor. Llámase la ventana de la Anunciación por cuanto que una piadosa tradición y creencia se dice que por ella vio entrar María al ángel Paraninfo de su dicha. Sobre la ventana y en cruz oriental, se contempla un antiguo crucifijo pintado sobre lienzo adherido a la citada cruz: el pueblo la atribuye a San Lucas, como otras muchas pinturas, pero sabemos que las representaciones corporales de Jesús y María no se realizaron sino algunos siglos después de la venida de Jesús al mundo.

Las pinturas que adornan las paredes, son antiquísimas en el sentido general de la frase, y ya dijimos algo de su representación cuando hablamos del templo y casa de María en el capítulo de Nazareth. El valor histórico-arqueológico de estas pinturas no puede apreciarse bien, sino haciendo un detenido estudio de ellas en su ejecución y representación: son un documento histórico de irrecusable valor y comprobación, y por tanto, merecen llamar la atención de quien mira algo más que la superficie o epidermis de las cosas. Estas pinturas (de las que ya nos ocupamos), son anteriores a la milagrosa traslación y son un elocuente testimonio de la autenticidad de unas y de la otra.

(Ya hemos dicho en el capítulo correspondiente la representación de aquellas pinturas, pero al llegar a este punto transcribimos íntegro lo que en nuestro diario consignamos acerca de ellas: hablamos allá de ellas y aquí consignamos su impresión y estilo que no pudimos apreciar en Nazareth cuando de ellas hablamos al describir, el santo templo.)

Curiosas e interesantes son estas pinturas, no sólo como documento interesante para la historia del hecho, sino para la historia del arte, de la indumentaria y de la Santa Casa. Representa una de ellas a la Virgen sentada con su divino Hijo de pie sobre las rodillas, y al lado izquierdo San Luis el rey de Francia, con manto de púrpura, una cadena y grillos en una mano, como signo y expresión de su cautiverio de los árabes en su campaña de las Cruzadas, y una caña en la derecha como cetro, cetro como el que pusieron en manos del Salvador, cetro de humildad que San Luis quiso ostentar al ofrecerse libre a María Santísima, cuando a su Santa Casa de Nazareth acudió para dar gracias a su bondad y misericordia por su libertad.

En el testero de enfrente vese otra en la que el Rey de Francia, y sus cortesanos compañeros en la Cruzada le rodean y consultan. Ambas pinturas, como ya hemos dicho, son interesantísimas no sólo por su antigüedad y manera de ejecutar, sino por el gran conocimiento que nos suministran en el terreno histórico y arqueológico. El colorido, el dibujo, la perspectiva y sobre todo la representación de María y de su Hijo son elementos interesantísimos para el estudio de la época del arte y comprobación de la milagrosa traslación de la Santa Casa en que existían estas inapreciables pinturas murales.

La pila del agua bendita es también de una gran antigüedad y fue trasportada con la Santa Casa desde Galilea. En el muro de la parte norte, vense dos puertas, la de la parte occidental hace juego con la del muro del sur, la otra está cerrada de orden de Clemente VII y conserva el primitivo dintel de madera que tantas veces pisarían Jesús, María y José. Hasta el siglo XVI no tuvo otra puerta la Santa Casa, pero el número de peregrinos cada día mayor, hizo necesaria la apertura de otras tres que regularan el orden en tan copioso concurso.

En una pequeña alacena adosada al muro, se dice guardaba María la biblia, y los Apóstoles después las especies sacramentales: hoy se guardan en ella otras no menos estimables reliquias, cual son dos tazas de barro, guarnecidas también de filetes de cobre, pues las de oro que las resguardaban, desaparecieron entre las manos de Napoleón I.

Estudiada, contemplada y venerada la santa mansión tan milagrosamente transportada, hicimos nuevamente oración y prometimos nueva visita a tan venerando templo, saliendo de él para contemplar y admirar la basílica que encierra en su crucero tan estimable joya de fe cristiana, monumento tan respetable, venerado y adorado por la cristiandad entera.

Con pena, con dolor salimos de tan hermoso y poético santuario, en el que arden de continuo las lámparas de plata que la fe regaló y la caridad y amor de los cristianos mantiene encendidas, como encendido está en el corazón de todos los católicos el fuego ardiente de la fe, la luz clara y penetrante del amor de María, cuyo culto, amor y entusiasmo aumenta cada día, como lo demuestran las numerosas peregrinaciones y el culto de Nuestra Señora de Lourdes, que visitaremos si la misericordia de la Madre de Dios lo permite algún día.

Salimos de la pobre casita de Nazareth y exteriormente nada la representa; se la ha revestido, aun cuando separado de sus muros, por otro de ricos mármoles, en el que el arte brilla con todo su esplendor merced a los cinceles de Sansovino, Baccio, Bandinelli, Cicli, Jerónimo Lombardo y Della Porta; todos a porfía esmeraron sus obras, todos ellos elevaron su espíritu en el amor a María, y sus obras han resultado verdaderamente bellas y acabadas con hermosa perfección. ¿Pero llenan el ánimo, el alma, de grata impresión? No; en nuestro concepto repetimos lo que hemos dicho: aquel rico número de hermosas obras, aquellos incomparables mármoles son ricos, espléndidos; pero aunque hieren las fibras más sensibles del sentimiento estético, aun cuando el arte se manifiesta con toda la soberana potencia de la fuerza creadora en aquel conjunto de belleza artística, para nuestra alma, para nuestro sentir, hubiera sido más bello, más ingenuo y más sublime, dejar los muros de la casa visibles, visibles en su antigüedad, en su obscuro manchado del tiempo. Aquellas paredes desnudas de adornos, patinadas por los años, selladas con la acción del tiempo, que en ellas ha impreso su pesada huella y colorido de los siglos, para nosotros, para nuestro corazón, hubiera sido tanto más sublime, más grande, por cuanto que aquella desnudez, aquella pobreza, eran la más grande, la más sublime riqueza artística que pudiera presentar, inspirando el alma en la contemplación de las obras de Dios, manifestada en el humilde aspecto de la morada a la que Dios se dignó descender en busca de la más pura de las vírgenes para tomar carne en su seno virginal.

Aquellos muros de pobre piedra, aquella obscura patinación de las paredes causada por los siglos, aquel modesto cubo de humana construcción, tiene y tendría para nosotros más encanto, más belleza, más religiosa poesía que los mármoles y preciosas escultores encubren y privan de la vista de los artistas y poetas cristianos.

El rico joyel de la basílica que encierra bajo su cúpula la modesta casita de Nazaret, es espléndido, rico estuche que encierra la preciosa joya de la morada de la Sagrada Familia, toda aquella riqueza que la cubre y oculta a las miradas de los católicos fervientes, repartida entre los muros de nuevo templo sería la más rica y valiosa prueba del amor, de la ofrenda, del arte a tan inestimable monumento, que íntegro, incólume y sólo besado por ósculo de amor y de veneración le encerrara, siendo el encanto y admiración de los que si se quiere podremos llamar poetas, artistas y cristianos.

De la misma manera que no aprobamos, entiéndase bien, en el sentido estético-religioso, las transformaciones y desfiguraciones hechas en el Calvario, quitándole en nuestro concepto la grandiosa majestad de su carácter histórico, dejando aquel trono del sacrificio del Hombre-Dios en toda su tétrica y fúnebre grandeza bajo la luz del sol, bajo el manto de las nubes que le envolvieron en el tremendo momento de la conmoción universal, de la misma manera hubiéramos querido ver a la Santa Casa, más grande, más sublime en su propia humildad y pobreza, que revestida con los mármoles y obras de arte, que queriendo embellecerla la han desfigurado y privado de la contemplación de los mortales en su prístina sencillez y poético encanto del idilio de Nazareth.

Tómense en tal sentido nuestras palabras: no censuramos ni nuestra pobre ilustración llega a censurar las obras y los pensamientos de los sabios Pontífices, pero sí son palabras nacidas de un corazón creyente, amante de María, y de un sentimiento estético que podrá ser equivocado, pero nunca censurador de la obra de personas eminentes en ciencia y santidad. La Iglesia ha sido y es la protectora, la fomentadora de las bellas artes, y a su iniciativa y protección debemos esas obras, que son la admiración de las almas artistas y de aquellos cuyos corazones vibran a impulsos de los sentimientos de belleza, tan protegidos y fomentados desde los primeros siglos por la Iglesia católica, en cuyo seno y a cuyo calor y amparo vivieron y trabajaron esos admirados artistas, que llevaron en su mente el fuego creador del arte como holocausto en aras de la Divinidad y en cuyo honor trabajaron.

Y esto dicho, admiremos algunas de las joyas, preciosas manifestaciones del arte, que el templo encierra y revisten los muros encubren la Santa Casa: llama desde luego la atención el bajo relieve de la Natividad de María, obra de Sansovino y sus discípulos; imposible es hallar mayor perfección, mayor riqueza de detalles, ejecución y dibujo, que en aquel hermoso conjunto en que se personifican las virtudes de María. De las estatuas de los profetas que adornan los nichos, nada diremos sino que nos quedamos contemplándolas en delicioso éxtasis y esperando que aquellas bocas hablasen, que oyésemos el eco y metal de su profética voz. Las puertas de bronce con bajo relieves que nada pudieran ruborizarse al lado de los de el baptisterio de Piza son tan hermosas, como ricas en ejecución y dibujo.

Pero quedábanos por admirar lo que me atrevo a llamar la obra maestra de Sansovino en el muro de poniente. La Anunciación de María, hecho esculpido, pintado y tallado en inmenso número de obras, muchas de las cuales hemos visto y admirado, pero realmente puede decirse que esta representación gráfica de la Anunciación, no la habíamos visto ni comprendido hasta el momento en que mudos de admiración, pasmados de entusiasmo quedamos ante bajo relieve semejante. Allí Sansovino debió estar inspirado por María y movida su mano por el arcángel Gabriel, pues es imposible representar con tal exactitud, tanta verdad, el misterioso acto de la visita del Arcángel y del misterio realizado por la presencia del Espíritu Santo.

¿Describirlo, pintarlo, explicarlo? imposible: aquello se comprende, se siente, conmueve nuestro pecho, pero no puede describirse. Es necesario permanecer largo espacio de tiempo cual nosotros hicimos: visitarle tres veces durante nuestra estancia de horas en Loreto para comprender y admirar la poderosa y bella inspiración de Sansovino al realizar aquella obra incomparable. De esta obra dice Vasari, después de haber estudiado figura por figura, detalle por detalle este retablo, ensalzando la figura de María y del Arcángel, dice que contemplándola esperaba oír de aquella boca el Ave Maria gratia. Y en verdad de verdad que el santuario de María, la casa de la Santa Virgen no pudo tener ofrenda más hermosa, más grande, más digna de sus virtudes que el templo construido, como riquísimo guarda-joyas, que el levantado por Bramante, ni glorificación representativa más sublimemente inspirada que la de Sansovino queriendo reproducir humanamente el grandioso misterio de la venida del Arcángel y la Encarnación del Hijo de Dios en el incomparable seno de pureza de María, tan bellamente representada en la obra de Sansovino.

Es necesario examinar en detalle aquella hermosa cabeza de María, tan celestialmente bella como feliz, representación de la belleza humanamente cándida y amorosa. Es necesario contemplar aquella hermosa y púdica posición de la figura de María, aquel dulce plegado de paños, aquella tranquila mirada y aquellas hermosas manos que han de sostener entre ellas al Hijo de Dios, para quedar extasiados ante belleza tan sobrenatural, ante inspiración tan grande que realizó tal maravilla artística. La figura del eterno Dios, los ángeles que revolotean y creemos en nuestra ilusión ver mover sus alas, y sobre todo, aquella incomparable figura del Arcángel, modelo finísima y bella representación masculina, es un ejemplar tan hermoso, bello e incomparable de ejecución, que no hemos hallado en basílica otra obra que le iguale en irremplazable belleza y encanto de pensamiento y ejecución admirable.

En el muro oriental existe entre las hermosas figuras de Moisés y de Balaam, entre las sibilas de Samos y del Ponto, el altar en que se representa la traslación de la Santa Casa, obra de Nicolás Tribolo, con todas las circunstancias contenidas en la inscripción latina que Clemente VII mandó esculpir al pie del altar y que traducimos para inteligencia de todos:

«Peregrino cristiano que llegaste aquí por oferta de piedad, delante tienes la Casa Lauretana, venerable en todo el mundo por los divinos misterios y por la gloria de los milagros. Aquí nació María Santísima (téngase en cuenta lo que dijimos en el capitulo correspondiente sobre el lugar del nacimiento de María), Madre de Dios: aquí fue saludada por el Ángel, aquí el Verbo Eterno de Dios se hizo carne. Trasportáronla los ángeles desde Palestina a Tersato en Dalmacia, el año de nuestra salud 1291, siendo Sumo Pontífice Nicolás IV; tres años después, al principio del pontificado de Bonifacio VIII, trasladada al Piceno cerca de la ciudad de Recanati, fue también por ministerio de ángeles, colocada en un bosque de la colina, donde habiendo cambiado tres veces de sitio en el espacio de un año, se fijó por último aquí. Desde aquel punto y hora, tanto por la novedad de tan extraño suceso, que llenó de admiración a los pueblos vecinos, como por los repetidos milagros que le divulgaron por todas partes, en todas las naciones se tuvo en gran veneración esta Santísima Casa, cuyos muros, no sostenidos por cimientos de ninguna especie, permanecen. en pie después de tantos siglos. El Papa Clemente VII revistióla por todos lados con un ornamento de mármol en el año del Señor 1525, y Clemente VIII, Pontífice Máximo, quiso que se escribiese en esta piedra el año 1595 la historia compendiada de la maravillosa traslación, a lo cual tuvo cuidado de dar cumplimiento Antonio María Gallo, cardenal presbítero de la Santa Iglesia Romana, obispo de Orimo y protector de la Santa Casa. Tú peregrino adora aquí con devoto afecto a la Reina de los ángeles y Madre de gracias, para que por sus méritos y por las oraciones de su Hijo dulcísimo, autor de la vida, alcance el perdón de tus pecados, la salud corporal y las perdurables alegrías».

Ya anochecía cuando salimos del santo templo; tres horas de examen de tantas maravillas de la fe; tres horas de conversación en nuestro dulce idioma, nos hizo olvidar que estábamos en tierra extraña, que pisábamos tierra extranjera, y que aquel sol, aquella hermosa desaparición de la luz cuando en nuestra patria aún le verían una hora, era el mismo sol que con sus rayos, sobre aquel trono de oro, verían esconderse en Valencia tras los montes de la sierra de Chiva, con una puesta sólo comparable a las del golfo de Nápoles, y en que todas las tintas de la gama, del azul y oro, del rojo y del amarillo, se combinan en un conjunto tan hermoso y artístico, como sólo la mano de Dios puede componer en la inmensa paleta del firmamento, y de aquellos hermosos conjuntos de luz entre el follaje de la Rambla, con el concierto de pájaros y ruido de vida en el tráfago de la actividad, en la rica Barcelona.

La plaza de la Madona estaba llena de gente que paseaba y se dirigía a los comercios; acompañados de las dichas señoras, paseamos por la plaza, seguimos la calle mayor contemplando los comercios, y recordando de paso los de la calle de Fernando, de la Rambla, y la de la de San Vicente y Zaragoza en Valencia, tan espléndidos cuales ningunos otros de España. Conversando y comprando algunos objetos piadosos para tocarlos mañana con las escudillas de la Santa Familia, llegó la hora de comer y regresamos al hotel.

Después de comer tomamos el fresco en los balcones, y poco antes de las once terminaba estas líneas, página imperecedera del día de hoy y de sus gratísimas y santas impresiones. Mañana oiremos nuevamente misa en la santa morada, y después de almorzar nos despediremos del P. Cortés y del penitenciario francés y por la tarde tomaremos el tren que ha de conducirnos a Roma de nuevo, deteniénennos en Ancona. El más profundo silencio reina en la ciudad, y el desierto café del hotel, parece dormitar también esperando a algún trasnochador parroquiano. Mañana nos despediremos de nuestras paisanas, y nos separaremos tal vez para no encontrarnos ya más en la peregrinación de este mundo...


VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XXXIII: LA SANTA CASA DE MARÍA SANTÍSIMA DE LORETO.